Henry James
(1843-1916)

La vida privada
(“The Private Life”, 1892)
Originalmente publicado en The Atlantic Monthly, vol. 69, no. 414 (abril, 1892)
The Private Life; The Wheel of Time; [etc.] (1893)



      Hablábamos de Londres, encarados con un gran glaciar, erizado y prístino. La hora y el escenario formaban una de esas impresiones que, en Suiza, compensan un poco de la moderna indignidad de viajar; las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia en rebaño, la batalla por un jirón de atención, la reducción a una condición numerada. El alto valle estaba sonrosado con el rosa de la montaña, el aire estaba tan fresco como si el mundo fuera joven. Había un leve rubor de atardecer en las nieves sin mengua, y el tintineo fraternizador del ganado que no se veía, nos llegaba con un olor de siega y tibieza de sol. El hotel, con sus balcones, se erguía en el mismo collado del paso más delicioso del Oberland, y hacía una semana que teníamos compañía y buen tiempo. Se pensaba que esto era mucha suerte, pues lo uno habría compensado lo otro si fuera malo.
      El buen tiempo, sin duda, habría reemplazado a la compañía, pero no estaba sujeto a tal necesidad, pues, por feliz azar, habíamos tenido la fleur des pois: Lord y Lady Mellifont, Clare Vawdrey, la mayor de nuestras glorias literarias (en opinión de muchos), y Blanche Adney, la mayor de nuestras glorias teatrales (en opinión de todos). Menciono primero a estas personas porque eran exactamente la gente que, en esa época, todo el mundo trataba de «conseguir». Trataban de «apuntarles» con seis semanas de adelanto, pero en esta ocasión habíamos venido a estar con ellos, habíamos venido todos unos por otros, sin la menor premeditación. Un lance del juego nos había reunido junios, como los últimos en agosto, y reconocíamos nuestra suerte quedándonos así, bajo la protección del barómetro. Cuando pasaran los días de oro —eso sería bastante pronto— emprenderíamos la marcha bajando por lados opuestos del paso y desapareceríamos cruzando la cresta de las alturas circundantes. Éramos de la misma comunidad general, participábamos de la misma mezclada publicidad. Nos encontrábamos en Londres con frecuencia irregular: estábamos más o menos gobernados por las leyes y el lenguaje, las tradiciones y los santos y señas del mismo denso rango social. Creo que todos nosotros, incluso las señoras, «hacíamos» algo, aunque fingíamos que no cuando se aludía a ello. Esas cosas no se aluden, en efecto, en Londres, pero nuestro placer inocente era ser diferentes allí. Debía haber algún modo de mostrar la diferencia, en cuanto que estábamos bajo la impresión de que ésa era nuestra vacación anual. En todo caso, sentíamos que la situación era más humana que en Londres, o por lo menos que nosotros lo éramos. Lo decíamos esto con franqueza, hablábamos de ello, de eso estábamos hablando mientras mirábamos al glaciar que se ruborizaba, precisamente cuando alguien llamó la atención sobre la prolongada ausencia de Lord Mellifont y la señora Adney. Estábamos sentados en la terraza del hotel, donde había bancos y mesitas, y aquellos de nosotros más empeñados en demostrar que habíamos regresado a la naturaleza, tomábamos, a la extraña manera alemana, el café antes de la carne.
      La observación sobre la ausencia de nuestros dos compañeros no la tomó muy en cuenta ni siquiera Lady Mellifont, ni tampoco el pequeño Adney, el cariñoso compositor, pues se había dejado caer sólo en la más breve interrupción de la charla de Clare Vawdrey. (Esta celebridad era «Clarence» sólo en las portadas de los libros.) Precisamente su tema era la revelación de que, al fin y al cabo, todos somos humanos. Preguntó a los reunidos si, francamente, cada cual de nosotros no había sentido la tentación de decir a todos los demás: «No tenía idea de que fuera usted tan agradable.» Por mi parte, yo sí había tenido idea de que él lo era, e incluso mucho más, pero eso era demasiado complicado para entrar entonces en ello: además, eso es exactamente mi relato. Había un acuerdo general entre nosotros de que cuando hablaba Vawdrey debíamos callar, y no, curiosamente, porque él lo esperara en absoluto. No lo esperaba, porque, de todos los charlatanes abundantes, él era el más inconsciente, el menos ávido y profesional. Era más bien la religión del anfitrión, de la anfitriona, lo que dominaba entre nosotros: era idea de ellos mismos, pero siempre esperaban un círculo de atención cuando el gran novelista cenaba con ellos. En la ocasión a que aludo probablemente no había nadie con quien él no hubiera cenado, en Londres, y notábamos la fuerza de esa costumbre. Había incluso cenado conmigo: y esa noche, como ese atardecer alpino, no me había costado refrenar la lengua, absorto como lo estaba siempre en estudiar la cuestión que siempre surgía ante mí, hasta tal nivel, en su hermosa, cuadrada y recia estatura.
      La cuestión era más atormentadora porque él (estoy seguro) nunca sospechó que la impusiera, así como tampoco había observado nunca que todos los días de su vida alguien le escuchara en la cena. Solían llamarle «subjetivo» en los semanarios, pero, en sociedad, ningún hombre distinguido podría haberlo sido menos. Nunca hablaba de sí mismo, y ése era un punto sobre el que al parecer nunca reflexionaba siquiera, aunque hubiera sido tremendamente digno de él. Tenía sus horas y sus costumbres, su sastre y su sombrerero, su higiene y su vino predilecto, pero todas esas cosas reunidas nunca constituían una actitud. Sin embargo, constituían la única actitud que él adoptaba, y era fácil para él aludir a que éramos «más agradables» viajando por el extranjero que en casa. Él sí que estaba exento de variaciones y en absoluto más o menos agradable en un lugar que en otro. Se diferenciaba de otra gente, pero nunca de sí mismo (salvo en el sentido extraordinario que voy a explicar ahora), y me daba la impresión de no tener estados de ánimo ni sensibilidades ni preferencias. Podría haber estado siempre con la misma compañía, en cuanto a reconocer influencias de edad o situación o sexo: se dirigía a las mujeres exactamente igual que a los hombres, y cotilleaba con todos los hombres por igual, sin hablar mejor a los listos que a los tontos. Yo solía sentirme desesperado ante ese modo de que le gustara un tema —por lo que yo podía decir— igual exactamente que otro: yo mismo detestaba algunos. Jamás le encontré sino ruidoso y animado y desbordante, y jamás le oí lanzar una paradoja ni expresar un matiz ni jugar con una idea. La ocurrencia de que fuéramos «humanos» era, en su conversación, un vuelo realmente excepcional. Sus opiniones eran sanas y de segunda clase, y sobre sus percepciones era demasiado desconcertante pensar. Yo le envidiaba su magnífica salud.
      Vawdrey había avanzado, con su paso igual y su conciencia perfectamente buena, por el llano país de la anécdota, donde se ven los relatos desde lejos como molinos de viento o postes de señales, pero al cabo de poco tiempo observé que la atención de Lady Mellifont se desviaba. Sucedía que yo estaba sentado a su lado. Me di cuenta de que sus ojos vagaban con cierta preocupación por el pie de las laderas de las montañas. Al fin, después de mirar el reloj, me dijo:
      —¿Sabe usted a dónde fueron?
      —¿Quiere decir la señora Adney y Lord Mellifont?
      —Lord Mellifont y la señora Adney.
      Las palabras de Lady Mellifont parecían corregirme —bien inconscientemente—, pero no se me ocurrió que eso fuera porque estuviera celosa. No le atribuí tan vulgar sentimiento: en primer lugar, porque me resultaba simpática, y en segundo lugar porque a uno siempre se le ocurriría que lo correcto, en cualquier relación, era poner antes a Lord Mellifont. Él era antes, extraordinariamente antes. No digo el más grande ni el más sabio ni el más famoso, pero esencialmente en el comienzo de la lista y en la cabecera de la mesa. Eso es una posición por sí mismo, y su mujer estaba acostumbrada por naturaleza a verle en ella. Mi modo de hablar había sonado como si la señora Adney le hubiera tomado consigo; pero eso no era posible, él sólo tomaba consigo a los demás. Nadie podía saberlo mejor que Lady Mellifont, según la naturaleza de las cosas. Yo, al principio, considerándola algo dura y hasta un poco saturnina, había tenido miedo de ella, con sus rígidos silencios y la extrema negrura de casi todo lo que constituía su persona. Su palidez parecía ligeramente gris, y su reluciente pelo negro parecía metálico, como los broches y brazaletes y peinetas con que siempre se adornaba. Estaba en perpetuo luto, y llevaba innumerables ornamentos de azabache y ónice, y numerosas cadenas tintineantes, con cuentas y tubitos de cristal. Había oído a la señora Adney llamarla la reina de la noche, y el término la describía bien si se entendía que la noche estaba nublada. Tenía un secreto, y aunque no lo descubría al conocerla mejor, por lo menos se percibía que era amable y sin afectación y limitada, y también bastante sumisamente triste. Era una mujer con una enfermedad indolora. Le dije que sólo había visto a su marido y a su acompañante pasear por el barranco abajo hacía una hora, y sugerí que quizás el señor Adney sabría algo de sus intenciones.
      Vincent Adney, que, aunque tenía cincuenta años, parecía un niño bueno a quien se le había grabado que los niños no deben hablar delante de los mayores, cumplía su papel con notable sencillez y buen gusto en el puesto de marido de una gran figura del teatro. Aunque se dijera mucho que ella se lo facilitaba, no se podía menos de admirar el hechizado cariño con que él lo daba todo por supuesto. Es difícil para un marido que no actúa en escena, o, por lo menos, que no forma parte del teatro, tomar con gracia a su mujer que sí actúa, pero Adney tenía más que gracia; era exquisito, inspirado. Ponía a su amada en música, y ya recuerdan qué auténtica podía ser su música; las únicas composiciones inglesas por las que he visto jamás interesarse a un extranjero. Su mujer estaba siempre en ellas, por un lado o por otro: eran como una rica traducción libre de la impresión producida por ella. Cuando se escuchaban, parecía ella cruzar riendo, con el pelo suelto, por el escenario. Él no había pasado de ser un pequeño violinista en el teatro de ella, siempre en su sitio durante los actos, pero ella le había hecho ser algo raro y malentendido. La superioridad de ambos se había convertido en una especie de empresa común, y su felicidad era parte de la felicidad de sus amigos. La única incomodidad de Adney era no saber escribir una obra teatral para su mujer, y el único modo como se entremetía en los asuntos de ella era preguntando a gentes imposibles si no podrían ellos.
      Lady Mellifont, después de mirar hacia él por un momento, me hizo notar que preferiría no hacerle ninguna pregunta. Añadió al cabo de un instante:
      —Prefiero que la gente no se dé cuenta de que estoy nerviosa.
      —¿Está usted nerviosa?
      —Siempre me pongo nerviosa cuando mi marido está alejado algún tiempo de mí.
      —¿Imagina que le habrá ocurrido algo?
      —Sí, siempre. Claro que estoy acostumbrada a eso.
      —¿Quiere decir que ruede por un precipicio, o algo así?
      —No sé qué es exactamente: es la sensación general de que no va a volver nunca.
      Decía tanto y se reservaba tanto que el único modo de tratar la situación a que aludía era en broma.
      —¡Seguro que él nunca la abandonará! —reí.
      Ella miró al suelo unos momentos.
      —Ah, en el fondo yo soy fácil.
      —Nada le puede ocurrir nunca a un hombre tan completo, tan infalible, tan armado en todos los puntos —continué, animándola.
      —¡Ah, no sabe usted qué armado está! —exclamó ella, con un temblor en la voz, tan extraño, que sólo me lo pude explicar por su nerviosismo.
      Esta idea se me confirmó al cambiar de sitio ella inmediatamente después, pasando a otro asiento sin venir a cuento, no como para interrumpir nuestra conversación, sino porque estaba agitada. No sabía qué le podía pasar, pero al fin me sentí aliviado al ver a la señora Adney viniendo hacia nosotros. Llevaba en la mano un gran ramo de flores silvestres, pero no la acompañaba a su lado Lord Mellifont. Rápidamente vi, sin embargo, que no traía anuncio de ningún desastre, pero como sabía que era una pregunta que a Lady Mellifont le gustaría oír responder, pero que no deseaba hacer, le expresé inmediatamente mi esperanza de que Lord Mellifont no se hubiera quedado en una grieta del glaciar.
      —Ah no, me ha dejado hace sólo unos tres minutos. Ha entrado en la casa.
      Blanche Adney posó los ojos en los míos un momento; un modo de comunicación a que ningún hombre podría objetar por su parte. El interés en esta ocasión se avivó por lo que esos ojos decían concretamente. Habitualmente lo que decían era sólo: «Ah sí, soy encantadora, ya lo sé, pero no armo mucho ruido con eso. Sólo quiero un nuevo papel, ¡lo quiero, lo quiero!» En aquel momento añadían, en penumbra y subrepticiamente, y por supuesto, con dulzura, pues así es como lo hacían todo: «Está muy bien, pero sí que ocurrió algo. Quizá se lo diga después.» Se volvió a Lady Mellifont, y la transición a la sencilla alegría dejó ver su dominio de la profesión.
      —Le he traído sano y salvo. Hemos dado un paseo encantador.
      —Me alegro mucho —contestó Lady Mellifont, con su débil sonrisa, continuando, vagamente, al levantarse—. Debe haberse ido a vestir para la cena. ¿No falta más bien poco?
      Y se marchó al hotel, con su manera de simplificar la despedida, y los demás, al oír hablar de cena, miramos los relojes como para desviar la responsabilidad de tal disparate. El maître, que era esencialmente un hombre de mundo, como todos los maîtres, nos permitía nuestras horas y lugares propios, de modo que por la noche, aparte bajo la lámpara, formábamos una alianza, un grupito al que se le permitía todo. Pero eran sólo los Mellifont quienes «se vestían» y a quienes se les reconocía por naturaleza que se tenían que vestir: ella, exactamente, del mismo modo que en cualquier otra noche de su ceremoniosa existencia (no era mujer cuyas costumbres pudieran tomar en cuenta algo tan mudable como la adecuación); y él, en cambio, con notable ajuste y adaptabilidad. Era casi tan hombre de mundo como el maître, y hablaba casi tantos idiomas, pero se abstenía de aspirar a comparar fraques y chalecos blancos, analizando cada ocasión de modo mucho más sutil, en terciopelo negro, terciopelo azul y terciopelo pardo, por ejemplo; en delicadas armonías de corbata y sutiles informalidades de camisa. Tenía una indumentaria para cada función y una moral para cada indumentaria; y sus funciones y sus indumentarias y su moral eran siempre parte de la diversidad de la vida —al menos, parte de su belleza y su romanticismo— para un inmenso círculo de espectadores. Para sus amigos particulares, desde luego, esas cosas eran más que una diversión; eran un tema habitual, un apoyo social, y desde luego, además un motivo de perpetua suspensión. Si su mujer no hubiera estado presente antes de la cena, de eso es, probablemente, de lo que habríamos estado discutiendo los demás.
      Clare Vawdrey tenía un filón de anécdotas sobre todo ese asunto: él había conocido a Lord Mellifont casi desde el principio. Una peculiaridad de ese noble era que no podía haber conversación sobre él que no tomara al momento forma de anécdotas, y una distinción aún mayor que al parecer no podía haber anécdota que, en conjunto, no resultara en su honor. Si hubiera entrado en un cuarto en cualquier momento, la gente le podría haber dicho francamente: «¡Claro que contábamos historias de usted!». Para lo que son las conciencias en Londres, la conciencia de todos habría sido buena. Además, hubiera sido imposible imaginarle recibiendo ese tributo más que amablemente, pues siempre estaba tan tranquilo como un actor al que le dan la entrada a tiempo. Nunca en su vida había necesitado apuntador —hasta sus cohibimientos estaban ensayados. Por mi parte, cuando se hablaba de él, siempre tenía la extraña impresión de que hablábamos de los muertos— era con esa especial acumulación de saboreo. Su reputación era una especie de obelisco dorado, como si él estuviera sepultado debajo; el cuerpo de leyenda y de reminiscencia de que iba a ser tema, había cristalizado por adelantado.
      Esa ambigüedad procedía, supongo, del hecho de que el simple sonido de su nombre y el aire de su persona, la expectación general que creaban, eran, no sé cómo, demasiado exaltados para someterse a verificación. La experiencia de su cortesía siempre llegaba después; la prefiguración, la leyenda palidecía ante la realidad. Recuerdo que, en la noche a que me refiero, esa realidad fue especialmente eficaz. El hombre más hermoso de su tiempo jamás podría haber tenido mejor aspecto, y estaba sentado entre nosotros como un suave director que domina una orquesta todavía un poco áspera con un armonioso juego del brazo. Dirigía la conversación con gestos tan irresistibles como vagos: uno notaba que sin él no hubiera habido nada que templar. Eso era esencialmente lo que él aportaba a cualquier situación; lo que aportaba sobre todo a la vida pública inglesa. La invadía, la coloreaba, la embellecía y sin él, esa vida apenas habría tenido un vocabulario. Ciertamente, no habría tenido estilo, pues estilo era lo que esa vida tenía por tener a Lord Mellifont. Él era un estilo. Sentí otra vez esa impresión cuando, en la salle à manger del pequeño hotel suizo, nos resignábamos a la inevitable ternera. Situado ante su figura (debo añadir entre paréntesis que no se situaba mucho), Clare Vawdrey con su charla hacía pensar en un periodista confrontado con un bardo. Era interesante observar el choque de caracteres de que tanto podía esperarse esa noche. Sin embargo, no había conflicto; todo quedaba asordinado y minimizado en el tacto de Lord Mellifont. Para él era elemental encontrar la solución a tal problema tomando el papel de anfitrión, asumiendo responsabilidades que llevaban consigo su sacrificio. Desde luego, nunca había sido en su vida un invitado; era el anfitrión, el protector, el moderador en toda mesa. Si había un defecto en sus maneras (y lo sugiero en voz baja) era que tenía un poco más de arte del que podría requerir ninguna situación, aun la más complicada. En todo caso, uno reflexionaba al observar cómo el cumplido aristócrata manejaba la situación y cómo el sólido hombre de letras no se daba cuenta de cómo era manejada la situación (y mucho menos él mismo como parte de ella). Lord Mellifont derramaba tesoros de tacto, y Clare Vawdrey ni sospechaba que el otro lo hiciera.
      Vawdrey no tuvo ni siquiera sospecha de semejante precaución cuando Blanche Adney le preguntó si veía ya su tercer acto, una averiguación en que introducía una sutileza propia. Tenía la teoría de que él debía escribirle una obra de teatro y que la heroína, si él cumplía su deber, sería el papel que ella había anhelado desde siempre. Ella tenía cuarenta años (eso no podía ser un secreto para quienes la habían admirado desde el principio) y ahora veía su supremo objetivo al alcance de la mano. Eso daba una especie de pasión trágica —siendo, como era, perfecta actriz de comedias— a su deseo de no perderse esa gran cosa. Habían pasado los años, y sin embargo, no lo había conseguido; nada de lo que había hecho era lo que había soñado, de modo que ahora ya no había más tiempo que perder. Ese era el insecto en la rosa, el dolor bajo la sonrisa. La hacía conmovedora, hacía su tristeza aún más dulce que su risa. Había hecho viejo teatro inglés y nuevo teatro francés, y había hechizado a su generación: pero la obsesionaba la visión de una oportunidad mayor, algo más fiel a las condiciones que tenía cerca de ella. Estaba cansada de Sheridan y detestaba a Bowdler; pedía un cañamazo de tejido más fino. Lo peor, en mi opinión, era que nunca extraería su comedia moderna del gran novelista maduro, que era tan incapaz de producirla como ella de enhebrar una aguja. Ella le pinchaba, le hablaba, le hacía el amor, como proclamaba francamente; pero vivía en la ilusión; tendría que vivir y morir con Bowdler.
      Es difícil hablar de pasada de esta encantadora mujer, que era hermosa sin belleza y completa con una docena de deficiencias. La perspectiva de la escena la elevaba, y en sociedad era como el modelo fuera del pedestal. Era el cuadro andando por ahí, lo cual para la ingenua mente de la sociedad era una perpetua sorpresa; un milagro. Ellos creían que ella les contaba los secretos de la naturaleza artística, en compensación por lo cual le daban reposo y té. Ella no les contaba nada y se tomaba el té; pero, de todos modos, ellos ganaban en el trato. Vawdrey estaba realmente trabajando en una obra de teatro, pero aunque la hubiera empezado porque ella le gustaba, me parece que la dejaba demorarse por la misma razón. Secretamente sentía la atroz dificultad: sabía que una vez terminada la pieza, no recibiría vida activa de su propia mano. Al mismo tiempo, nada podía gustarle tanto como tener tal asunto abierto con Blanche Adney, y de vez en cuando introducía algo muy bueno en la obra. Si engañaba a la señora Adney era sólo porque ella, en su desesperación, estaba decidida a dejarse engañar. Cuando preguntó sobre el tercer acto, contestó él que, antes de cenar, había escrito un trozo magnífico.
      —¿Antes de cenar? —dije yo—. Vaya, cher maître, antes de cenar nos tenía usted a todos hechizados en la terraza.
      Mis palabras eran en broma, porque creí que las suyas lo eran, pero, por primera vez en mi memoria, noté en su rostro cierta confusión. Me miró fijamente, echando atrás vivamente la cabeza, exactamente igual que un caballo al que le dan un tirón de riendas.
      —Ah, fue antes de eso —contestó, con suficiente naturalidad.
      —Antes de eso estuvo jugando al billar conmigo —insinuó Lord Mellifont.
      —Entonces debe haber sido ayer —dijo Vawdrey.
      Pero estaba acorralado.
      —Me dijo esta mañana que ayer no había hecho nada —objetó la actriz.
      —Me parece que no sé realmente cuándo hago las cosas —Vawdrey miró vagamente a una fuente que le ofrecían, sin servirse.
      —Basta con que lo sepamos nosotros —sonrió Lord Mellifont.
      —No creo que haya escrito ni una línea —dijo Blanche Adney.
      —Creo que les podría repetir la escena —Vawdrey se sirvió haricots verts.
      —¡Ah sí, sí, hágalo! —gritamos dos o tres de nosotros.
      —Después de la cena, en el salón, será un inmenso régal —declaró Lord Mellifont.
      —No estoy seguro, pero lo intentaré —siguió Vawdrey.
      —¡Qué lovely! —exclamó la actriz, que ensayaba americanismos, estando resignada incluso a una comedia americana.
      —Pero debe ser con esta condición —dijo Vawdrey—; que haga actuar usted a su marido.
      —¿Actuar mientras usted lee? ¡Jamás!
      —Tengo demasiada vanidad —dijo Adney.
      Lord Mellifont le concedió un honor.
      —Tiene que darnos usted la obertura, antes que se levante el telón. Es un momento especialmente delicioso.
      —No voy a leer: simplemente voy a hablar —dijo Vawdrey.
      —Mejor aún, déjeme ir a buscar su manuscrito —sugirió la actriz.
      Vawdrey replicó que el manuscrito no importaba, pero una hora después, en el salón, lamentamos que no lo tuviera. Estábamos sentados con expectación, aún bajo el hechizo del violín de Adney. Su mujer, en primer plano, en una otomana, era toda impaciencia y perfil, y Lord Mellifont en un sillón —Lord Mellifont siempre asumía la presidencia— hacía que nuestro grupito se sintiera como un congreso de ciencias sociales o una distribución de premios. De repente, en vez de empezar, nuestro león domado empezó a rugir desarmadamente, se le había olvidado por completo hasta la última palabra. Lo sentía mucho, pero el texto no le venía en absoluto: estaba completamente avergonzado, pero tenía la memoria vacía. No parecía nada avergonzado: Vawdrey no había parecido avergonzado en su vida: estaba imperturbable y con alegre naturalidad. Declaró que nunca había esperado hacer tanto el ridículo, pero nos dimos cuenta de que eso no impediría que el incidente ocupara su lugar entre sus más divertidos recuerdos. Éramos sólo nosotros los que estábamos humillados, como si él nos hubiera gastado una broma premeditada. Esa era una ocasión, como ninguna otra, para el tacto de Lord Mellifont, que descendió sobre nosotros como bálsamo: nos contó, con su encantadora manera artística y su modo de salvar intervalos áridos (tenía un débit —no había nada que se le acercara en Inglaterra— como los actores de la Comédie Française) sobre su propio derrumbamiento en una ocasión importante, al ir a pronunciar un discurso a una enorme multitud, cuando, al encontrar que se le habían olvidado los apuntes, se palpó, con todas las miradas clavadas en él, buscando vanamente las notas indispensables en bolsillos sin reproche. Pero el sentido de su relato era mejor que el de la broma de Vawdrey, pues con unos pocos gestos leves esbozó la brillantez de una ejecución que se había elevado por encima del apuro, y que, según se nos dejó que adivináramos, se había resuelto en un esfuerzo que, en ese momento, reconoció que no era completamente un borrón en lo que el público tenía la bondad de llamar su reputación.
      —¡Toca, toca! —gritó Blanche Adney, dando golpecitos a su marido y recordando cómo, en la escena, siempre se ahoga en música un contretemps.
      Adney se precipitó sobre su violín, y yo dije a Clare Vawdrey que el error se podía corregir fácilmente mandando a buscar el manuscrito. Si me decía él dónde estaba yo lo traería inmediatamente de su cuarto. A eso contestó:
      —Mi querido amigo, me temo que no hay manuscrito.
      —Entonces, ¿no ha escrito nada?
      —Lo escribiré mañana.
      —Ah, usted bromea con nosotros —dije, muy confuso.
      Vawdrey vaciló un momento.
      —Si hay algo, lo encontrará usted en mi mesa.
      En ese momento uno de los demás le habló, y Lady Mellifont observó audiblemente, como para corregir suavemente nuestra falta de consideración, que el señor Adney estaba tocando algo muy bonito. Ya había notado yo antes que parecía gustarle mucho la música; siempre la escuchaba en un éxtasis acallado. La atención de Vawdrey se desvió, pero no me pareció que las palabras que acababa de dejar caer fueran un claro permiso para entrar en su cuarto. Además, yo quería hablar con Blanche Adney; tenía algo que preguntarle. Sin embargo, hube de aguardar mi oportunidad mientras quedábamos un rato en silencio por su marido, tras lo cual la conversación se generalizó. Solíamos acostamos pronto, pero todavía quedaba un poco de la velada. Antes que se disipara del todo, encontré oportunidad de decir a la actriz que Vawdrey me había dado permiso para poner las manos en su manuscrito. Ella me conjuró, por todo lo que yo considerara sagrado, a dárselo a ella; y su insistencia no cedió a mi sugerencia de que ahora sería demasiado tarde para que él empezara a leer: además de lo cual, el encanto se había roto; a los demás no les interesaría. Pero para ella no era demasiado tarde empezar, así que yo había de apoderarme, sin más dilación, de las preciosas páginas. Le dije que la obedecería dentro de un momento, pero primero quise que ella satisficiera mi curiosidad. ¿Qué había ocurrido antes de cenar, cuando ella estaba en los montes con Lord Mellifont?
      —¿Cómo sabe que ha ocurrido algo?
      —Lo vi en su cara cuando volvió.
      —¡Y me llaman actriz! —exclamó la señora Adney.
      —¿Y a mí qué me llaman? —pregunté.
      —Usted es un investigador de corazones; esa cosa tan frívola, un observador.
      —¡Ojalá permitiera a un observador escribir una obra de teatro! —exclamé.
      —A la gente no le importa lo que escriba usted: rompería cualquier racha de suerte.
      —Bueno, veo obras de teatro alrededor de mí, por todas partes —declaré—, el aire está lleno de ellas esta noche.
      —¿El aire? ¡Gracias por nada! Ojalá estuvieran llenos de ellas los cajones de mi mesa.
      —¿Le hizo el amor a usted en el glaciar? —proseguí.
      Me miró pasmada: luego rompió en el bien medido éxtasis de su risa.
      —¿Lord Mellifont, el pobre? ¡Qué sitio más divertido! ¡Sí que sería desde luego el sitio para nuestro amor!
      —¿Se cayó en una grieta del glaciar? —continué.
      Blanche Adney me volvió a mirar como me había mirado un momento cuando llegó, antes de cenar, con las manos llenas de flores.
      —No sé dónde se cayó. Se lo contaré mañana.
      —¿Entonces bajó?
      —Quizá subió —se rio—. Es realmente extraño.
      —Una razón más para que me lo diga esta noche.
      —Tengo que pensarlo bien; tengo que descifrarlo.
      —Ah, si quiere enigmas le añado otro —dije—: ¿Qué le pasa al maestro?
      —¿Al maestro de qué?
      —De toda forma de disimulo. Vawdrey no ha escrito ni una línea.
      —Vaya a buscar sus papeles y lo veremos.
      —No me gusta denunciarle —dije.
      —¿Por qué no, si yo denuncio a Lord Mellifont?
      —Ah, por eso haría cualquier cosa —concedí—. Pero ¿por qué iba Vawdrey a afirmar algo falso? Es muy curioso.
      —Es muy curioso —repitió Blanche Adney, con aire caviloso y mirando a Lord Mellifont. Luego, volviendo en sí, añadió—: Vaya a mirar en su cuarto.
      —¿En el de Lord Mellifont?
      Se volvió a mí con viveza.
      —¡Eso sí que sería manera!
      —¿Manera de qué?
      —¡De averiguar, de averiguar! —hablaba con alegría y animación, pero de repente se refrenó—. Estamos diciendo tonterías —dijo.
      —Estamos enredando las cosas, pero me impresiona su idea. Haga que Lady Mellifont la deje entrar.
      —¡Ah, ella ha mirado! —murmuró la señora Adney, con la más extraña expresión dramática. Luego, tras un movimiento de su bella mano levantada, como para echar a un lado una visión fantástica, exclamó imperiosamente:
      —¡Tráigame esa escena, tráigame esa escena!
      —Voy a buscarla —dije—, pero no me diga que no sé escribir una obra de teatro.
      Ella se apartó de mí, pero mi recado quedó interrumpido por una señora que se acercó con un álbum de cumpleaños —llevaba varias noches amenazándonos con él—, y que me hacía el honor de solicitar mi autógrafo. Se lo había pedido a los demás, y no podía excluirme con decencia. Yo solía ser capaz de recordar mi nombre, pero siempre me llevaba algún tiempo recordar mi fecha de nacimiento, y aun después nunca estaba muy seguro. Vacilé entre dos días e hice observar a mi peticionaria que firmaría en los dos si eso le daba satisfacción. Ella dijo que sin duda no había nacido más que una vez, y yo contesté, por supuesto, que el día que la conocí había vuelto a nacer. Mencionó esa broma tan floja sólo para mostrar que, con la obligatoria inspección de los demás autógrafos, tardamos unos minutos en el asunto. La señora se marchó con su libro, y entonces me di cuenta de que el grupo se había dispersado. Yo estaba solo en el salón que se había reservado para nuestro uso. Mi primera impresión fue de decepción: si Vawdrey se había acostado, no quería molestarle. Sin embargo, mientras vacilaba, me di cuenta de que Vawdrey no se había ido a acostar. Había una ventana abierta, y me llegaba el sonido de voces de fuera: Blanche estaba en la terraza con su dramaturgo, y hablaban de las estrellas. Me acerqué a la ventana a echar una mirada: la noche alpina era espléndida. Mis amigos habían salido juntos: la actriz se había puesto un abrigo: tenía el aspecto que yo recordaba de verla entre bastidores del teatro. Ellos estuvieron un rato en silencio, y oí el rugido de un torrente cercano. Me volví al salón, y la tranquila luz de la lámpara me dio una idea. Nuestros compañeros se habían dispersado; era tarde para un país bucólico; y los tres tendríamos el sitio para nosotros solos. Clare Vawdrey había escrito su escena: era magnífica; y el leérnosla allí, a tal hora, sería un episodio muy memorable. Yo bajaría su manuscrito y les saldría al encuentro a los dos cuando entraran.
      Salí del salón con esa idea: había estado en el cuarto de Vawdrey y sabía que estaba en el segundo piso, el último de un largo pasillo. Un momento después tenía la mano en el pestillo de la puerta, que naturalmente abrí de un empujón sin llamar. Era igualmente natural que, en ausencia de su ocupante, el cuarto estuviera oscuro; cuanto más que, estando sin iluminar a esa hora el extremo del pasillo, la oscuridad no disminuyó en cuanto se abrió la puerta. Sólo me di cuenta al principio de que no me había equivocado y que, no habiéndose echado las cortinas, tenía delante un par de aberturas vagamente alumbradas por las estrellas. Con su ayuda, sin embargo, no tenía bastante para encontrar lo que había venido a buscar, y ya estaba echando mano a la cajita de cerillas que siempre llevaba para los cigarrillos, cuando de repente la retiré sobresaltado, lanzando una exclamación y una excusa. Me había equivocado de cuarto; una mirada continuada durante tres segundos me mostró una figura sentada ante una mesa junto a una de las ventanas; una figura que al principio había tomado yo por una manta de viaje tirada en una silla. Me retiré, sintiéndome intruso, pero, al hacerlo así, me di cuenta, con más rapidez que lo que se tarda en expresarlo, en primer lugar, de que ése era el cuarto de Vawdrey, y en segundo lugar, de que, extrañamente, era el mismo Vawdrey el sentado ante mí. Conteniéndome en el umbral, tuve una sensación momentánea de desconcierto, pero, antes de ser consciente, exclamé:
      —¡Hola! ¿Es usted, Vawdrey?
      Él ni se volvió ni me contestó, pero mi pregunta recibió una inmediata respuesta práctica al abrirse una puerta en el otro lado del pasillo. Un criado con una vela salió del cuarto de enfrente, y a su temblorosa luz, reconocí claramente al hombre a quien un momento antes había creído absolutamente dejar abajo en conversación con la señora Adney. Estaba medio vuelto de espaldas hacia mí, inclinado sobre la mesa en actitud de escribir, pero me di cuenta de que yo no estaba equivocado en cuanto a su identidad.
      —Perdone, creí que usted estaba abajo —dije, y, como ese personaje no daba señales de oírme, añadí—: Si está usted ocupado, no le molestaré.
      Retrocedí, cerrando la puerta: había estado allí, supongo, menos de un minuto. Tenía una sensación confusa, que, sin embargo, se aumentó infinitamente un momento después. Me quedé allí con la mano aún en el pomo de la puerta, abrumado por la impresión más extraña de mi vida. Vawdrey estaba a su mesa, escribiendo, y era un sitio muy natural para que estuviera, pero, ¿por qué escribía en la oscuridad y por qué no me había contestado? Esperé unos segundos a ver si oía algún movimiento, a ver si no volvía en sí de su abstracción —un acceso imaginable en un gran escritor— y exclamaba: «Ah mi querido amigo, ¿es usted?» Pero no oía más que el silencio, no notaba más que la penumbra, iluminada por las estrellas, del cuarto, con la inesperada presencia que encerraba. Me alejé, volviendo lentamente sobre mis pasos, y bajé confuso las escaleras. La lámpara aún estaba encendida en el salón, pero éste estaba vacío. Doblé hacia la puerta del hotel y salí fuera. También la terraza estaba vacía. Blanche Adney y el caballero que la acompañaba al parecer habían entrado. Me quedé vagando por allí unos cinco minutos; luego me fui a acostar.
      Dormí mal, porque estaba agitado. Al volver a pensar en esos extraños sucesos (ya verán al fin que eran extraños), quizá me supongo más agitado de lo que estaba, pues las grandes anomalías no son nunca tan grandes al principio como cuando reflexionamos sobre ellas. Tardamos algún tiempo en agotar las explicaciones. Estaba vagamente nervioso; me había asustado bruscamente, pero no había nada que no pudiera aclarar preguntándole a Blanche Adney, por la mañana, antes de nada, quién había estado con ella en la terraza. Extrañamente, sin embargo, cuando llegó la mañana —fue un amanecer admirable— sentía menos deseos de satisfacerme sobre ese punto que de escapar, de quitarme de encima la sombra de mi estupefacción. Vi que el día sería espléndido, y sentí el capricho de pasarlo, como había pasado muchos días felices de la juventud, vagando a solas por la montaña. Me vestí pronto, participé del café convencional, me metí un gran panecillo en un bolsillo y una botellita en el otro, y, con un recio bastón en la mano, salí a las alturas. Mi relato no tiene mucho que ver con las horas de encanto que pasé allí, horas de esas que dejan intensos recuerdos. Si pasé la mitad de ellas vagando por las laderas de las montanas, la otra mitad me estuve tumbado en la hierba de las pendientes, y, con la gorra echada sobre los ojos, (salvo un atisbo de inmensidades de vistas), escuché, en el claro silencio, las abejas de la montaña y noté cómo muchas cosas se hundían y menguaban. Clare Vawdrey se empequeñecía, Blanche Adney se volvía borrosa. Lord Mellifont envejecía, y antes de acabar el día se me olvidó haber estado intrigado jamás. Al caer la tarde bajé al hotel, donde no había nada que quisiera averiguar tanto como si la cena no estaría preparada pronto. Esa noche me vestí, más o menos, y, para cuando estuve presentable, todos estaban en la mesa. En su compañía, otra vez me volvió mi problema, de modo que sentí curiosidad de ver si Vawdrey me miraba con alguna extrañeza. Pero no me miraba en absoluto, lo que me dio una oportunidad de tener paciencia y de preguntarme por qué vacilaba yo en hacerle mi pregunta a través de la mesa. Sí que vacilaba, y al darme cuenta de ello, me volvió un poco de la agitación que había dejado atrás, o por debajo de mí, durante el día. Sin embargo, no estaba avergonzado de mi escrúpulo; era sólo pura discreción. No habría estado bien lo que vagamente me parecía una investigación pública. Lord Mellifont estaba allí, desde luego, para mitigar todas las consecuencias con sus perfectas maneras, pero creo que tuve presente que no estaría muy a gusto con esos determinados elementos. Así pues, cuando nos levantamos, me acerqué a la señora Adney, preguntándole si, puesto que el anochecer era delicioso, no daría una vuelta conmigo fuera.
      —Usted ha andado cien millas; ¿no sería mejor que se quedara quieto? —contestó.
      —Andaría cien millas más para conseguir que me dijera algo.
      Me miró un momento, con un poco de la extrañeza que había buscado yo, sin encontrarla, en los ojos de Clare Vawdrey.
      —¿Quiere decir qué pasó con Lord Mellifont?
      —¿Con Lord Mellifont?
      Con mi nueva especulación, había perdido ese hilo.
      —¿Dónde está su memoria, aturdido? Hablábamos de eso anoche.
      —¡Ah, sí! —exclamé, recordando—, tendremos muchas cosas de que hablar.
      La saqué a la terraza, y antes de dar tres pasos le pregunté:
      —¿Quién estaba con usted anoche aquí?
      —¿Anoche? —repitió ella, tan desorientada como yo antes.
      —A las diez; después mismo de dispersarse nuestro grupo. Usted salió con un caballero: hablaban de las estrellas.
      Se quedó pasmada un momento, y luego lanzó su risa.
      —¿Tiene usted celos del bueno de Vawdrey?
      —¿Entonces era él?
      —Claro que era.
      —¿Y cuánto tiempo se quedó?
      —No va a sacar nada. Se quedó como un cuarto de hora, quizá más. Caminamos un poco; él hablaba de su obra de teatro. Ahí lo tiene todo; esa es la única brujería que he usado.
      —¿Y que hizo luego Vawdrey?
      —No tengo idea. Yo le dejé y me fui a acostar.
      —¿A qué hora se fue usted a acostar?
      —¿A qué hora se acostó usted? Por casualidad recuerdo que me separé del señor Vawdrey a las diez y veinticinco —dijo la señora Adney—. Volví al salón a recoger un libro y me di cuenta del reloj.
      —¿O sea, que usted y Vawdrey se entretuvieron aquí con precisión desde alrededor de las diez y cinco hasta la hora que dice?
      —No sé si con precisión, pero sí con buen humor. Où voulez-vous en venir? —preguntó Blanche Adney.
      —Sencillamente a esto, mi querida señora: que a la hora en que su acompañante estaba ocupado del modo que usted describe, también estaba ocupado en la composición literaria en su cuarto.
      Ella se quedó parada ante eso, y sus ojos tomaron una expresión en la sombra. Quiso saber si yo negaba su veracidad, y yo, al contrario, contesté que la apoyaba, y eso hacía tan interesante el caso. Ella replicó que eso sólo sería así si ella apoyaba mi opinión, lo cual, sin embargo, no tuve dificultad en convencerla para que hiciera, después de contarle detalladamente el incidente en mi búsqueda del manuscrito, ese manuscrito que, en ese momento, por una razón que ahora podía entender, parecía habérsele ido tan completamente de la cabeza.
      —Su charla me hizo olvidarlo: me olvidé que le había mandado a usted por él. Él compensó su fracaso en el salón; me declamó la escena —me dijo mi acompañante.
      Se había dejado caer en un banco para escucharme, y, mientras seguíamos allí sentados, me sometió a su propio examen. Luego se echó a reír otra vez:
      —¡Ah, las excentricidades de los genios!
      —¡Ah, los misterios de la grandeza!
      —Usted debería saberlo todo sobre ellos, pero a mí me toman por sorpresa.
      —¿Está usted absolutamente seguro de que era el señor Vawdrey? —preguntó mi acompañante.
      —Si no era él, ¿quién era posible que fuera? Que un caballero desconocido, parecido exactamente a él, estuviera sentado en su cuarto a esas horas de la noche y escribiendo en su mesa en la oscuridad —insistí—, sería prácticamente tan prodigioso como lo que afirmo yo.
      —Sí, ¿por qué en la oscuridad? —caviló la señora Adney.
      —Los gatos ven en la oscuridad —dije yo.
      Me sonrió a medias.
      —¿Parecía un gato?
      —No, mi querida señora, pero le diré lo que parecía; parecía el autor de las admirables obras de Vawdrey. Parecía infinitamente más él que nuestro propio amigo —declaré.
      —¿Quiere decir usted que era alguien que él tiene para que las haga?
      —Sí, mientras él va por ahí a cenar y la decepciona a usted.
      —¿Me decepciona a mí? —murmuró la señora Adney, sin artificio.
      —Me decepciona a mí, decepciona a todos los que busquen en él al genio que creó las páginas que adoran. ¿Dónde está él en su charla?
      —Ah, anoche estuvo espléndido —dijo la actriz.
      —Siempre está espléndido, como está espléndido el baño de usted por la mañana, o un solomillo de ternera, o el servicio de ferrocarril a Brighton. Pero nunca está raro.
      —Ya veo lo que quiere decir.
      —Eso es lo que hace tan consolador hablar con usted. Muchas veces me he preguntado… ahora lo sé. Hay dos.
      —¡Qué idea tan deliciosa!
      —Uno sale, el otro se queda en casa. Uno es el genio, el otro es el burgués, y es sólo el burgués a quien conocemos personalmente. Habla, circula, es terriblemente predilecto de todos, coquetea con usted…
      —¡Mientras que usted tiene el privilegio de ver al genio! —interrumpió la señora Adney—. Le estoy muy agradecida por la distinción.
      Le puse la mano en el brazo.
      —Véale usted misma. Póngalo a prueba, examínelo, vaya a su cuarto.
      —¿Ir a su cuarto? ¡No sería decente! —exclamó, en el tono de su mejor comedia.
      —Cualquier cosa es decente en tal averiguación. Si le ve, eso lo arregla todo.
      —¡Qué encantador! Arreglarlo. —Lo pensó un momento, y luego se puso en pie de un salto—. ¿Quiere usted decir ahora?
      —Cuando usted quiera.
      —Pero, ¿y si encontrara al que no es? —dijo Blanche Adney, con una sutileza exquisita.
      —¿Al que no es? ¿A cuál llama usted el que es?
      —El que no es, es el que una señora no debe ir a ver. ¿Y si yo no encontrara… al genio?
      —Bueno, yo buscaré al otro —contesté. Luego, habiendo lanzado una ojeada a mi alrededor casualmente, añadí—: Tenga cuidado; ahí viene Lord Mellifont.
      —Ojalá fuera usted a buscarle a él —murmuró mi interlocutora.
      —¿Qué le pasa?
      —Eso es precisamente lo que le iba a decir.
      —Dígamelo ahora: no viene.
      Blanche Adney miró un momento. Lord Mellifont, que parecía haber salido del hotel para fumar el cigarro en meditación, se había detenido a cierta distancia de nosotros, y estaba parado admirando las maravillas de la perspectiva, distinguibles incluso en el anochecer. Vagamos lentamente en otra dirección, y ella dijo al fin:
      —Mi idea es tan cómica como la suya.
      —Yo no llamo cómica a la mía: es hermosa.
      —No hay nada tan hermoso como lo cómico —aseguró la señora Adney.
      —Lo mira usted profesionalmente. Pero soy todo oídos.
      Mi curiosidad, en efecto, era muy viva.
      —Bueno, entonces, mi querido amigo, si Clare Vawdrey es doble (y tengo que decir que creo que cuanto más haya de él, mejor), este Lord tiene una dolencia opuesta: no está ni siquiera entero.
      Nos detuvimos otra vez el mismo tiempo.
      —No entiendo.
      —Yo tampoco. Pero se me antoja que si hay dos señores Vawdrey, no hay ni siquiera un Lord Mellifont, todo incluido.
      Lo consideré un momento, y luego me eché a reír.
      —¡Me parece que ya entiendo lo que quiere decir!
      —Eso es lo que hace que usted sea un consuelo. ¿Le ha visto usted alguna vez solo?
      Traté de recordar.
      —Ah sí, vino a verme.
      —Ah, entonces no estaba solo.
      —Y yo he ido a verle, en su estudio.
      —¿Sabía él que usted estaba allí?
      —Naturalmente: me anunciaron.
      Blanche Adney me miró como una deliciosa conspiradora.
      —¡No debe dejarse anunciar! —Y echó a andar otra vez. La alcancé, sin aliento.
      —¿Quiere decir usted que hay que caer sobre él cuando él no lo sepa?
      —Hay que sorprenderle sin que se dé cuenta. Tiene que ir a su cuarto: eso es lo que debe hacer usted.
      Aunque me exaltaba el modo como se iba desplegando nuestro misterio, también, perdonablemente, estaba un poco confuso.
      —¿Cuando sepa que no está allí?
      —Cuando sepa que sí está.
      —¿Y qué voy a ver?
      —¡No verá nada! —exclamó la señora Adney, mientras nos volvíamos atrás.
      Habíamos llegado al extremo de la terraza, y nuestro giro nos puso frente a Lord Mellifont, quien, continuando su marcha, ahora nos había alcanzado sin indiscreción. El verle en ese momento resultó iluminador y dio luz a una gran prolongación hacia atrás, conectada con mi impresión general sobre ese personaje. Al verle allí sonriéndonos y agitando su mano experta hacia la noche transparente (presentaba la vista como si ésta fuera un candidato y él «apoyara» a los mismos Alpes), elevándose ante nosotros entre la delicada fragancia de su cigarro y todas sus demás exquisiteces y fragancias, con más perfecciones, no se sabe cómo, acumuladas sobre su cabeza de las que jamás se habían visto acumuladas hasta entonces, me impresionó, de un modo tan esencial, tan conspicuo y tan uniforme, como el personaje público, que en un destello leí la respuesta al enigma de Blanche Adney. Era todo él público, y no tenía una vida privada en correspondencia, igual que Clare Vawdrey era todo él privado y no tenía una vida pública en correspondencia. Había oído sólo la mitad del relato de mi acompañante, pero al reunimos con Lord Mellifont (nos había seguido, le gustaba la señora Adney, pero siempre había que pensar de él que aceptaba sociedad en vez de buscarla), y al participar durante media hora en la distribuida riqueza de su conversación, sentí, con doblez sin rubor, que le habíamos descubierto, como quien dice. Me divertía más profundamente ese tirón al telón con que me acababa de obsequiar la actriz que mi propio descubrimiento: y si no estaba más avergonzado de compartir su secreto que de haber repartido el mío con ella (aunque, de los dos misterios, el mío era el más glorioso para el personaje en cuestión), era porque no había crueldad en mi ventaja, sino, al contrario, una extremada ternura y una compasión decidida. Ah, él estaba a salvo conmigo, y me sentía además rico e iluminado como si de repente me hubiera metido el universo en el bolsillo. Había aprendido cómo una gran apariencia puede ser cuestión del lugar y del momento. Sería sin duda demasiado decir que siempre había sospechado la posibilidad, en el trasfondo del ser de Lord Mellifont, de algún caso tan hermoso, pero por lo menos es un hecho que, por más condescendiente que suene esto, siempre me había dado cuenta de tener cierta reserva de tolerancia hacia él. En secreto, le había compadecido por la perfección de su modo de actuar, me había preguntado qué rostro vacío tenía que cubrir tal máscara, qué le quedaba para las horas inexorables en que un hombre se sienta consigo mismo, o, cosa aún más seria, con ese yo más intenso que es su legítima esposa. ¿Cómo era él en casa y qué hacía cuando estaba solo? Había algo en Lady Mellifont que daba un sentido peculiar a esas averiguaciones; algo que sugería que, incluso para ella, él seguía siendo el personaje público y que ella estaba acosada por análogas dudas. Ella jamás lo había resuelto: ése era su eterno problema. Por tanto, nosotros sabíamos más que ella, esto es, Blanche Adney y yo; pero no se lo íbamos a decir por nada del mundo, ni tampoco era probable que ella nos diera las gracias si se lo decíamos. Prefería la relativa grandeza de la incertidumbre. Ella no estaba en su casa con él, de modo que no podía decir; y con ella, él no estaba solo, de modo que no podía mostrársele. Representaba ante su mujer, y era un héroe para sus sirvientes, y lo que uno quería aclarar era qué pasaba realmente con él cuando no le veía ningún ojo. Era de suponer que descansara, pero, ¿qué forma de descanso podía reparar tal plenitud de presencia? Lady Mellifont era demasiado orgullosa para cotillear, y como jamás había mirado por el ojo de una cerradura, permanecía digna y sin apaciguar.
      Quizá fuera un antojo mío que Blanche Adney atraía a nuestro compañero a quedar al descubierto, o quizás era que la ironía práctica de nuestra relación con él en tal momento me hacía verle con más viveza: en todo caso, jamás me había parecido tan diferente de lo que habría sido si no le hubiéramos ofrecido un reflejo de su imagen. Éramos sólo una concurrencia de dos, pero jamás había sido él más público. Sus perfectas maneras nunca habían sido más perfectas, su notable tacto nunca había sido más notable. Tuve una sensación tácita de que todo eso estaría en los periódicos de la mañana, con un editorial, y también la impresión secretamente regocijante de que yo sabía algo que no lo estaría, que jamás podría estarlo, aunque algún diario con iniciativa le diera a uno una fortuna a cambio. Debo añadir, sin embargo, que a pesar de mi absoluto disfrute —era casi sensual, como el de un plato logrado— estaba deseoso de volver a quedarme a solas con la señora Adney, que me debía una anécdota. Resultó imposible eso, esa noche, pues algunos de los demás vinieron a ver qué encontrábamos tan absorbente, y luego Lord Mellifont convenció al violinista para que nos diera un poco de música, y éste sacó el instrumento y tocó divinamente para nosotros en nuestra plataforma de los ecos, frente a los espectros de las montañas. Antes de que acabara el concierto, eché de menos a nuestra actriz. En una ojeada a la ventana del salón, vi que estaba situada allí con Vawdrey, quien le leía de un manuscrito. Al parecer, la gran escena se había logrado y resultaba aún más interesante para Blanche por las nuevas luces que había recibido sobre el autor. Me pareció discreto no estorbarles, y me acosté sin volverla a ver. A la mañana siguiente la busqué pronto, y, como el día prometía ser bueno, le propuse que nos fuéramos a las montañas, recordándole la alta obligación en que había incurrido. Ella reconoció la obligación y me agració con su compañía, pero apenas habíamos dado diez pasos paseando hacia el collado, exclamó con intensidad:
      —Mi querido amigo, ¡no se imagina qué efecto me está haciendo! No puedo pensar en otra cosa.
      —¿Que en su teoría sobre Lord Mellifont?
      —¡Ah, no me venga con Lord Mellifont! Me refiero a su teoría sobre el señor Vawdrey, que es con mucho el más interesante de los dos. Estoy fascinada por esa visión de su… ¿cómo lo llama usted?
      —¿Su identidad alternativa?
      —Su otro yo; eso es más fácil de decir.
      —¿La acepta usted, entonces, la adopta?
      —¿Que si la acepto? ¡Me regocijo con ella! Anoche se me hizo tremendamente intensa.
      —¿Mientras le leía ahí?
      —Sí, cuando le escuchaba, le observaba. Lo simplificaba todo, lo explicaba todo.
      —Eso es la suerte, por cierto. ¿Es muy buena la escena?
      —Magnífica, y él lee de un modo muy bonito.
      —¡Casi tan bien como escribe el otro! —me reí.
      Eso hizo a mi acompañante detenerse un momento, poniéndome la mano en el brazo.
      —Dice usted mi propia impresión. Me pareció que me leía la obra de otro.
      —¡Vaya un servicio al otro!
      —Una persona tan totalmente diferente —dijo la señora Adney.
      Hablamos de esa diferencia, mientras seguíamos paseando, y de la riqueza que formaba, y qué recurso era para la vida tal duplicación de carácter.
      —Debería nacerle vivir el doble de tiempo que los demás —observé.
      —¿A cuál de los dos debería?
      —Bueno, a los dos, pues, después de todo, son miembros de una empresa, y uno de ellos no podría llevar adelante el negocio sin el otro. Además, el sobrevivir, sin más, sería temible para cualquiera de los dos.
      Blanche Adney se quedó un momento callada, y luego exclamó:
      —No sé, ¡ojalá sobreviviera él!
      —¿Puedo, por mi parte, preguntar cuál?
      —Si no lo puede adivinar, no se lo digo.
      —Conozco el corazón de las mujeres. Ustedes siempre prefieren al otro.
      Ella se volvió a detener, mirando alrededor.
      —Aquí fuera, lejos de mi marido, sí que se lo puedo decir. ¡Estoy enamorada de él!
      —Infeliz mujer, él no tiene pasiones —respondí.
      —Eso es precisamente por lo que le adoro. Una mujer con mi historia, ¿no sabe que las pasiones de los demás son insoportables? Una actriz, la pobre, no se puede interesar por ningún amor que sea todo por parte de ella; no se puede permitir el lujo de ser correspondida. Mi matrimonio lo demuestra: el matrimonio es ruinoso. ¿Sabe en qué estaba pensando anoche, mientras que el señor Vawdrey me leía esos hermosos parlamentos? Tenía un deseo loco de ver al autor.
      Y dramáticamente, como para esconder su vergüenza, Blanche Adney siguió andando adelante.
      —Ya lo arreglaremos —repliqué—. Yo mismo quiero echarle otra mirada. Pero mientras tanto tenga la bondad de recordar que llevo más de cuarenta y ocho horas esperando la prueba que sostenga lo que usted esbozó, de modo muy intenso y verosímil, sobre la vida privada de Lord Mellifont.
      —Ah, Lord Mellifont no me interesa.
      —Ayer sí le interesaba —dije.
      —Sí, pero eso era antes de que me enamorara. Usted le ha borrado del todo con su historia.
      —Me hará lamentar habérselo dicho. Veamos —argüí—, si no me deja saber cómo se le metió en la cabeza esa idea, me imaginaré que sencillamente lo ha inventado todo.
      —Déjeme recordarlo, entonces, mientras vagamos por este valle de hierba.
      Nos quedamos parados a la entrada de una encantadora garganta retorcida, en cuyo nivel más bajo estaba también el cauce de un arroyo, liso a fuerza de rapidez. Doblamos por allí, y el grato paseo junto al claro torrente nos atrajo a seguir más y más adelante, hasta que, de repente, mientras continuábamos y yo esperaba a que mi acompañante hiciera memoria, un recodo del valle nos mostró a Lady Mellifont viniendo hacia nosotros. Venía sola, bajo el dosel de su sombrilla, arrastrando su cola color sable por el césped; y en esa forma, con sus extraños modales, era una aparición bien extraña. Solía llevar un lacayo que marchaba detrás de ella por los senderos de monte y cuya librea resultaba extraña a los montañeros. Se sonrojó al vernos, como si, no se sabe por qué, debiera justificarse; se rio vagamente y dijo que había salido a dar un paseíto mañanero. Nos quedamos juntos un momento, intercambiando vulgaridades, y luego ella hizo notar que había creído poder encontrar a su marido.
      —¿Está por aquí? —pregunté.
      —Suponía que estaría. Salió hace una hora a pintar un apunte.
      —¿Le buscaba usted? —preguntó la señora Adney.
      —Un poco, no mucho —dijo Lady Mellifont.
      Ambas mujeres se miraron a los ojos con cierta intensidad, según me pareció.
      —Bueno, le buscaremos nosotros, si quiere —dijo la señora Adney.
      —Ah, no importa. Creí que le encontraría.
      —No pintará su apunte si no le encuentra usted —sugirió mi acompañante.
      —Quizá sí si le encuentra usted —dijo Lady Mellifont.
      —Ah, estoy seguro de que aparecerá —interpuse yo.
      —¡Seguro que sí, si sabe que estamos aquí! —replicó Blanche Adney.
      —¿Quiere esperar usted mientras buscamos? —pregunté a Lady Mellifont.
      Ella repitió que no tenía importancia, ante lo cual Blanche Adney continuó:
      —Nos ocuparemos del asunto por nuestro propio gusto.
      —Les deseo una excursión agradable —dijo Lady Mellifont, y ya se volvía, cuando traté de saber si debíamos informar a su marido de que ella le había buscado. Vaciló un momento, y luego dio una extraña sacudida de desvío—: Me parece que más vale que no—. Y con eso nos dejó, deslizándose con cierta rapidez por la garganta abajo.
      Mi acompañante y yo la observamos retirarse y luego intercambiamos una mirada pasmada, mientras que un pequeño fantasma de risa se expandía desde los labios de la actriz:
      —¡Parece que estuviera paseando por los viveros de Mellifont!
      —Ya sabe, lo sospecha —repliqué.
      —Y no quiere que él lo sepa. No habrá ningún apunte.
      —A no ser que le alcancemos —añadí—. En ese caso le encontraremos produciendo uno, en la más graciosa actitud, y lo extraño es que será brillante.
      —Dejémosle en paz; tendrá que volver sin él.
      —Sería mejor que no volviera nunca a casa. ¡Ah, encontrará un público!
      —Quizá lo haga para las vacas —sugirió Blanche Adney, y cuando yo iba a regañarle por su blasfemia, siguió—: Eso es sencillamente lo que descubrí por casualidad.
      —¿De qué habla?
      —Del incidente de anteayer.
      —¡Ah, por fin, a ver!
      —Eso fue todo; yo estaba como Lady Mellifont: no podía encontrarle.
      —¿Le perdió usted?
      —Él me perdió a mí; eso parece ser. Creyó que yo me había ido.
      —Pero usted le encontró, puesto que volvió a casa con él.
      —Fue él quien me encontró a mí. Eso es lo que debe volver a ocurrir. Está ahí desde el momento en que sabe que está alguien más.
      —Comprendo sus intermitencias —dije, después de reflexionar un poco—, pero no acabo de captar la ley que las gobierna.
      —Oh, es un matiz delicado, pero lo he comprendido en este momento. Yo había empezado a volver a casa. Estaba cansada, y me había empeñado en que él no volviera conmigo. Habíamos encontrado algunas flores raras —las que traje a casa— y era él quien había descubierto casi todas. Le divirtió mucho, y yo sabía que él quería encontrar más, pero estaba cansada y le dejé. Él me dejó ir —si no, ¿dónde habría estado su tacto?— y yo fui lo bastante estúpida entonces como para no adivinar que desde el momento en que yo no estuviera, no se cogería ninguna flor. Empecé a volver, pero al cabo de tres minutos me di cuenta de que me había traído su cortaplumas —me lo había prestado para limpiar una rama— y sabía que le haría falta. Volví atrás unos pocos pasos para llamarle, pero antes de hablar miré alrededor buscándole. No puede comprender lo que pasó entonces sin tener delante el sitio.
      —Me tiene usted que llevar allí —dije.
      —Podemos ver el milagro aquí. El sitio era sencillamente un sitio que no dejaba ocasión para ocultarse, una gran ladera de monte, elevándose poco a poco, sin obstáculos ni árboles. Por debajo de mí quedaban unas rocas, tras las cuales yo misma había desaparecido, pero de las que volví a salir inmediatamente al regresar atrás.
      —Entonces él debía haberla visto.
      —Él también había desaparecido por completo, por alguna razón que él sabrá mejor. Probablemente, era un momento de fatiga; va haciéndose mayor, ya sabe, así que, con la sensación de que volvía la soledad, la reacción había sido desproporcionadamente grande y la extinción proporcionadamente completa. En todo caso, la escena estaba tan vacía como su mano.
      —¿Y no podía estar en otro sitio?
      —En aquel tiempo, no podía haber estado en otro sitio sino donde le dejé. Pero el sitio estaba absolutamente vacío. Se había desvanecido, había cesado de ser. Pero tan pronto como resonó mi voz (grité su nombre), surgió ante mí como el sol de la mañana.
      —¿Y por dónde salió el sol?
      —Precisamente por donde debía; donde debía estar y donde yo debía haberle visto si él fuera como la demás gente.
      La había escuchado con el más profundo interés, pero tenía la obligación de buscar objeciones.
      —¿Cuánto tiempo pasó entre el momento en que se dio cuenta de la ausencia y el momento en que le llamó?
      —Ah, sólo un instante. No quiero decir que fuera mucho.
      —¿Lo bastante como para estar segura? —dije.
      —¿Segura de que no estaba allí? —dijo ella.
      —Sí, y de que no estaba equivocada, de que no era víctima de alguna magia de sus ojos.
      —Quizá me equivocara, pero no lo creo. En cualquier caso, por eso es por lo que quiero que mire usted en su cuarto.
      Lo pensé un momento.
      —¿Cómo puedo, si ni siquiera su mujer se atreve?
      —Ella quiere: propóngaselo a ella. No haría falta mucho para convencerla. Ella sospecha. Lo pensé unos momentos:
      —¿Parecía saberlo él?
      —¿Que yo le había echado de menos? Eso se me ocurrió, pero él creía haber sido lo bastante rápido.
      —¿Habló usted de su desaparición?
      —¡No por Dios! Me parecía demasiado extraño.
      —Con mucha razón. ¿Y qué aspecto tenía?
      Tratando de volverlo a pensar y de reconstruir su milagro, Blanche Adney miró absorta hacia el valle. De repente exclamó:
      —¡Igual que ahora! —y vi a Lord Mellifont erguirse delante de nosotros con su bloc de apuntes. Al reunirnos con él, me di cuenta de que no tenía aire de sospecha ni de vacío: sencillamente, como siempre, parecía el rasgo más importante de la escena. Naturalmente, no tenía ningún apunte que ofrecemos, pero nada podía completar mejor nuestro concepto efectivo de él que el modo como se ajustó a su posición mientras nos acercábamos. Había estado eligiendo su punto de vista; tomó posesión de él con una ondulación del lápiz. Se apoyó en una roca: su hermosa cajita de acuarelas reposaba en una mesa natural a su lado, en una repisa de la ladera que mostraba qué infaliblemente la naturaleza se ponía al servicio de su comodidad. Pintaba mientras hablaba y hablaba mientras pintaba, y si la pintura era tan variada como su charla, su charla habría agraciado igualmente un álbum. Esperamos mientras continuaba la exhibición, y parecía, en efecto, como si los perfiles conscientes de las cumbres estuvieran interesados en su éxito. Se volvían tan negros como siluetas en el papel, destacándose sobre un cielo lívido, del cual, sin embargo, no habría nada que temer hasta que estuviera acabado el apunte de Lord Mellifont. Blanche Adney comunicó en silencio conmigo, y leí el lenguaje de sus ojos: «¡Ah, si nosotros lo supiéramos hacer tan bien como esto! Llena la escena de un modo que nos derrota.» Era tan imposible dejarle como marcharse de un teatro antes que se acabara la obra; pero, en su momento, volvimos atrás con él y regresamos paseando al hotel, ante cuya puerta Lord Mellifont, volviendo a lanzar una ojeada a su pintura, arrancó la hoja del bloc y se la regaló a la señora Adney con unas pocas palabras acertadas. Luego entró en la casa y un momento después, mirando desde donde estábamos, le vimos arriba, en la ventana de su salita —tenía las mejores habitaciones—, observando qué tiempo iba a hacer.
      —Tendrá que descansar después de esto —dijo Blanche, dejando caer los ojos sobre la acuarela.
      —¡Claro que sí! —Yo levanté los ojos a la ventana: Lord Mellifont había desaparecido—. Ya está reabsorbido.
      —¿Reabsorbido? —Vi que la actriz pensaba ahora en otra cosa.
      —En la inmensidad de las cosas. Ha vuelto a caer; hay un entreacto.
      —Debería ser largo.
      La señora Adney miró por la terraza, a un lado y a otro, y en ese momento el maître apareció en la puerta. De repente, ella se volvió a ese empleado preguntándole:
      —¿Ha visto usted hace poco al señor Vawdrey?
      El hombre se acercó inmediatamente:
      —Ha salido de casa hace cinco minutos; a pasear, me parece. Ha bajado por el paso; llevaba un libro.
      Yo observaba las nubes amenazadoras.
      —Más le valía haber llevado un paraguas.
      El camarero sonrió:
      —Yo le recomendé que lo llevara.
      —Gracias —dijo la señora Adney, y el Oberkellner se retiró. Entonces ella siguió, bruscamente:
      —¿Me hace usted un favor?
      —Sí, si usted me hace otro. Veamos si su acuarela está firmada.
      Ella echó una ojeada al apunte antes de dármelo:
      —Qué curioso que no.
      —Debería estarlo, para tener pleno valor. ¿Puedo quedármela mientras?
      —Sí, si hace lo que le pido. Tome un paraguas y vaya a buscar al señor Vawdrey.
      —¿Para traerle junto a la señora Adney?
      —Para retenerle fuera… mientras pueda.
      —Le retendré mientras no descargue la lluvia.
      —¡Ah, qué importa la lluvia! —exclamó mi acompañante.
      —¿Quiere usted que nos empapemos?
      —Sin remordimientos. —Luego, con un extraño fulgor en los ojos, añadió—: Voy a probar.
      —¿A probar?
      —A ver al de verdad. ¡Ah, si puedo conseguirle! —exclamó, con pasión.
      —¡Pruebe, pruebe! —contesté—. Yo retendré a nuestro amigo todo el día.
      —Si puedo ver al que lo hace —y se detuvo, con los ojos relucientes—, si puedo aclararlo con él ¡obtendré mi papel!
      —¡Yo retendré a Vawdrey para siempre! —le grité, mientras ella entraba rápidamente en casa.
      Su audacia era contagiosa, y me quedé allí sofocado de emoción. Miraba la acuarela de Lord Mellifont y miraba a la tormenta que se preparaba: volvía los ojos a las ventanas de Lord Mellifont y luego los dirigía a mi reloj. Vawdrey me llevaba tan poca delantera que tendría tiempo de alcanzarle, tiempo, aunque yo tardase cinco minutos en subir a la salita de Lord Mellifont (donde nos habían recibido hospitalariamente a todos) y le dijera, como un recado, que la señora Adney le pedía que tuviera la bondad de poner en su apunte la alta consagración de su firma. Al considerar otra vez su obra de arte, me daba cuenta de que, efectivamente, había algo que faltaba; ¿qué otra cosa, pues, sino tan noble autógrafo? Era mi obligación colmar la deficiencia sin dilación, y de acuerdo con esta convicción, volví a entrar al instante en el hotel. Subí a las habitaciones de Lord Mellifont: alcancé la puerta de su salón. Ahí, sin embargo, encontré una dificultad que mi extravagancia no había tomado en cuenta. Si llamaba con un golpe, lo estropearía todo; pero, ¿estaba dispuesto a prescindir de esa ceremonia? Me lo pregunté, y quedé cohibido; di vueltas y vueltas a mi acuarela, pero no me daba la respuesta que necesitaba. Quería que me dijera: «Abre la puerta, suave, suavemente, sin ruido, pero muy deprisa; entonces verás lo que quieres ver.» Había llegado incluso a poner la mano en el pomo cuando me di cuenta —teniendo mis sentidos tan despiertos— de que exactamente de la manera como pensaba —suave, suavemente, sin ruido— otra puerta se había movido en el lado opuesto del vestíbulo. Al mismo momento me encontré sonriendo, bastante cohibido, ante Lady Mellifont, quien, al verme, se había detenido en el umbral de su cuarto. Por un momento, mientras ella seguía allí, intercambiamos dos o tres ideas, más curiosas por el hecho de que no se dijeron. Nos habíamos sorprendido mutuamente acechando, y nos comprendíamos, pero cuando me pasé hacia ella (de modo que estábamos separados del saloncito por la anchura del vestíbulo) sus labios formaron el ruego casi sin ruido: «¡No lo haga!». Vi en sus ojos conscientes todo lo que expresaban esas palabras, la confesión de su curiosidad y el temor a las consecuencias de la mía. Dado que mi experimento podía parecerle un acto de violencia, yo estaba dispuesto a renunciar a él, pero me pareció observar en su cara asustada una confesión aún más profunda, una posibilidad de decepción si renunciaba. Era como si hubiera dicho: «Se lo dejo hacer si acepta la responsabilidad. Sí, alguien más debería sorprenderle. Pero con él no serviría pensar que fuera yo.»
      —Encontramos pronto a Lord Mellifont —observé, en alusión a nuestro encuentro con ella una hora antes—, y tuvo la bondad de dar este delicioso apunte a la señora Adney, quien me ha pedido que venga a rogarle que ponga la firma que falta.
      Lady Mellifont me tomó el apunte y pude adivinar la lucha que tenía lugar en ella mientras lo miraba. Quedó unos momentos callada; entonces noté que toda su delicadeza y dignidad, todas sus antiguas timideces y respetos, luchaban contra su oportunidad. Se apartó de mí y volvió a su cuarto con su dibujo. Estuvo ausente un par de minutos y al reaparecer vi que había vencido su tentación; que incluso se había echado atrás ante ella, con una especie de horror resurgente. Había dejado en su cuarto el apunte.
      —Si tiene la bondad de dejarme la pintura, ya me ocuparé de que se cumpla la petición de la señora Adney —dijo, con mucha cortesía y dulzura, pero en un tono que ponía fin a nuestro diálogo.
      Asentí, quizá con un entusiasmo algo artificial, y luego, para facilitar nuestra separación, hice notar que íbamos a tener un cambio de tiempo.
      —En ese caso, nos iremos, nos iremos inmediatamente —dijo Lady Mellifont.
      Me divirtió la seriedad con que hizo esa declaración: parecía expresar una codiciada huida a la seguridad, una escapatoria con su secreto amenazado. Por eso quedé más sorprendido cuando, al marcharme ya, ella extendió la mano para tomar la mía. Tenía el pretexto de despedirme, pero al estrechar su mano con tal supuesto, noté que lo que realmente transmitía era: «Le doy gracias por la ayuda que me iba a dar, pero mejor está así. Si yo supiera, ¿quién me ayudaría entonces?» Al entrar en mi cuarto a buscar el paraguas, me dije: «Está segura, pero no quiere ponerlo a prueba.»
      Un cuarto de hora después yo alcancé a Clare Vawdrey en el paso, y poco después nos encontramos que teníamos que buscar refugio. La tormenta no sólo se había terminado de formar, sino que por fin había estallado con extraordinaria rapidez. Subimos como pudimos por la ladera hasta una cabaña vacía, una tosca construcción que era poco más que un cobertizo para proteger al ganado. Sin embargo, era un cobijo tolerable, y tenía hendiduras por las que podíamos observar el espléndido espectáculo de la tempestad. El entretenimiento duró una hora, una hora que ha quedado en mi memoria como llena de extrañas disparidades. Mientras el relámpago jugaba con el trueno y la lluvia se desbordaba sobre nuestros paraguas, me dije que Clare Vawdrey era decepcionante. No sé exactamente qué habría esperado de un gran escritor expuesto a la furia de los elementos, no sé decir qué determinada actitud a lo Manfred habría esperado que asumiera mi compañero, pero, no sé por qué, me pareció que no debía haber previsto que en tal situación me obsequiara con relatos (que ya había oído) sobre la célebre Lady Ringrose. Esa señora formó el tema de conversación de Vawdrey durante esa prodigiosa escena, aunque, antes de acabar del todo, él la emprendió con el señor Chafer, el recensionador casi tan célebre. Me partía el corazón oír a Vawdrey hablando de recensionadores. El relámpago proyectaba una dura claridad sobre la verdad, que me era familiar hacía años, y que se había reforzado de modo importante desde hacía un día o dos, la irritante certidumbre de que para las relaciones personales ese admirable genio pensaba que era suficientemente bueno lo que en él había de segunda clase. Así era, sin duda, tal como estaba hecha la sociedad, pero había un desprecio en esa distinción que no podía menos de ser irritante para un admirador. El mundo era vulgar y estúpido, y el hombre auténtico habría sido un tonto en salir a su encuentro cuando podía cotillear y cenar por un delegado. Sin embargo, se me hundió el corazón al ver a mi acompañante practicar esa economía. No sé exactamente lo que quería yo: supongo que quería que hiciera una excepción por mí. Casi creí que lo haría, si hubiera sabido cuánto adoraba yo su talento. Pero nunca había sido capaz yo de transmitírselo, y su aplicación del principio era inexorable. En todo caso, yo estaba más seguro que nunca de que a esa hora su silla ante el escritorio no estaba vacía: allí estaba la actitud a lo Manfred, allí estaban los destellos de respuesta. Sólo podía envidiar a la señora Adney que, como era de suponer, los estuviera disfrutando.
      El tiempo aclaró por fin, y la lluvia escampó lo suficiente como para permitirnos salir de nuestro refugio y volver al hotel donde al llegar encontramos que nuestra prolongada ausencia había causado cierta agitación. Por lo visto se pensaba que la furia de los elementos nos podía haber puesto en una situación difícil. Algunos de nuestros amigos estaban a la puerta, y parecieron un poco desconcertados cuando se percibió que sólo estábamos calados. Clare Vawdrey, no sé por qué, estaba más mojado que yo, y se dirigió a su cuarto. Blanche Adney estaba entre las personas reunidas a esperarnos, pero cuando Vawdrey se le acercó, ella se echó atrás, sin saludarle, y, con un movimiento que me pareció casi de desvío, le dio la espalda y entró rápidamente en el salón. Mojado y todo, entré detrás de ella, con lo cual ella inmediatamente dio la vuelta y se enfrentó conmigo. Lo primero que vi es que nunca había estado tan bella. Había en su cara una luz de inspiración, y prorrumpió en el rápido susurro, que al mismo tiempo era el grito más ruidoso que he oído jamás:
      —¡Conseguí lo mío!
      —Entró en su cuarto… ¿tenía razón yo?
      —¿Razón? —repitió Blanche Adney—. ¡Ah, mi pobre amigo! —murmuró.
      —Estaba allí… ¿le vio?
      —Él me vio. ¡Fue la hora de mi vida!
      —Debió ser la mejor de su vida, si usted estaba la mitad de deliciosa que en este momento.
      —Es espléndido —continuó, como si no me oyera—. ¡Es el que lo hace! —Yo escuché, inmensamente impresionado, y ella añadió—: Nos comprendimos mutuamente.
      —¿Por destellos de relámpago?
      —¡Ah, entonces no vi el relámpago!
      —¿Cuánto tiempo estuvo usted allí? —pregunté con admiración.
      —Lo bastante como para decirle que le adoro.
      —¡Ah, eso es lo que nunca he sido capaz de decirle! —exclamé, contrito.
      —¡Conseguiré mi papel, conseguiré mi papel! —continuó, con indiferencia triunfal, y dio una vuelta por el cuarto con alegría de niña, refrenándose sólo para decir—: Vaya a cambiarse de ropa.
      —Tendrá la firma de Lord Mellifont —dije.
      —¡Ah, qué me importa la firma de Lord Mellifont! Él es mucho más delicioso que el señor Vawdrey —continuo sin venir a cuento.
      —¿Lord Mellifont? —fingí averiguar.
      —¡Maldito sea Lord Mellifont! —Y Blanche Adney, en su júbilo, me pasó rozando, volviendo a salir disparada por la puerta abierta. Al salir mismo se encontró a su marido, con lo cual, con un delicioso grito de:
      —¡Estábamos hablando de ti, mi amor! —se lanzó sobre él y le besó.
      Yo me fui a mi cuarto a cambiarme de ropa, pero me quedé allí hasta el anochecer. La violencia de la tormenta nos había pasado por encima, pero la lluvia se había estabilizado como llovizna. Al bajar a cenar, encontré que el cambio de tiempo había dispersado ya nuestro grupo. Los Mellifont se habían ido en un coche de cuatro caballos, otros les habían seguido, y para el otro día se habían pedido varios vehículos. El de Blanche Adney era uno de ellos, y ella, con el pretexto de que tenía que preparar las cosas, nos dejó en cuanto acabamos de cenar. Clare Vawdrey me preguntó qué le pasaba: de repente parecía detestarle a él. No recuerdo qué contesté, pero hice lo posible para consolarle marchándome con él en el coche al día siguiente. La señora Adney se había desvanecido cuando bajamos; pero arreglaron su riña en Londres, pues él acabó su obra de teatro, que ella puso en escena. Debo añadir que, sin embargo, sigue necesitando un gran papel. Yo tengo en la cabeza uno hermoso, pero ella no viene a verme para animarme a ello. Lady Mellifont siempre me deja caer una palabra bondadosa cuando nos encontramos, pero eso no me consuela.




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