Henry James
(Nueva York, 1843 - Londres, 1916)

¡Pobre Richard!
(1867)
(“Poor Richard”)
Originalmente publicado en la revista The Atlantic Monthly, Vol. 19 y 20:
19 (junio de 1867), págs. 694-706; Vol. 20 (julio 1867), págs. 32-42;
Vol. 20 (agosto 1867), págs. 167-178;
Stories Revived (3 tomos)
(Londres: Macmillan, 1885, 280 (I), 280 (II) y (III) 269 págs.)



I

        El jardín de Miss Whittaker cubría un par de acres, por detrás y a ambos lados de la casa. Estaba rodeado a lo lejos por una gran pradera, a su vez limitada por un antiguo camino de sirga inutilizado, que bordeaba en esa zona las aguas poco profundas y tranquilas de un río; sus riberas bajas y planas no se veían adornadas por ninguna roca ni árbol, y un camino de sirga no es precisamente un lugar propicio para dar románticos paseos. Sin embargo, por allí paseaba sin sombrero, una tarde de primavera, la dueña de los acres mencionados —y de muchos más todavía—, enfrascada en una conversación sentimental con un apuesto y apasionado joven.
       Ella hubiese pasado fácilmente por poco atractiva de no ser por la frecuencia de su magnífica sonrisa, que le otorgaba encanto a sus facciones algo vulgares y, en otra medida, sin la elegancia de su vestido, que denotaba el final de un duelo, y que tenía la exuberancia voluminosa propia de las mujeres ricas y robustas.
       La hermosura de su compañero era notabilísima, cierto es, a pesar de algunos defectos, y descollaba aún más por su traje raído, que llevaba con tan poco garbo como el mal corte que tenía. Sus maneras, al hablar y al caminar, eran las de un ser nervioso y testarudo, al borde de la desesperación; ella parecía estar más que aburrida, pero determinada a tener paciencia. Al final, se hizo un breve silencio entre ambos.
       Miss Whittaker caminaba tranquilamente, mirando la luna que ascendía lentamente, mientras el joven clavaba la mirada en el camino y hacía balancear su bastón. Por fin, lo plantó con un golpe seco en el suelo.
       —¡Oh, Gertrude! —exclamó—. Siento desprecio por mí mismo.
       —Es horrible eso que dices —contestó ella.
       —Es que te adoro, Gertrude.
       —Todavía más horrible —dijo Gertrude, sin dejar de contemplar la luna.
       Y entonces, de repente, fijándose en el rostro de su compañero con algo de impaciencia, le preguntó:
       —Richard, ¿qué quieres decir cuando afirmas que me adoras?
       —¿Que qué quiero decir? ¡Pues que te quiero!
       —Entonces, ¿por qué no dices simplemente lo que quieres decir?
       El joven la miró un instante.
       —¿Me das permiso para decir todo lo que quiero decir?
       —¡Oh, por Dios!
       Y como él permanecía en silencio, ella añadió:
       —Estoy esperando a que hables.
       Pero él seguía sin decir nada y se puso a golpear con violencia unas hierbas al borde del agua, como un chiquillo que piensa que le va a salir mal la jugada, haga lo que haga.
       —Gertrude —exclamó de repente—, ¡qué otra cosa puedo decir que no sea asegurarte que te quiero!
       —No quiero nada más, eso me satisface lo suficiente; eres tú al que parece que no le basta…
       —O bien no quieres comprenderme o bien no puedes hacerlo —exclamó Richard, con una mirada malévola.
       Miss Whittaker se detuvo y lo miró pensativa a los ojos.
       —En nuestra situación, si a ti te puede convenir sacrificar la reflexión a los sentimientos, a mí me corresponde hacer lo contrario. Escúchame, Richard. Te entiendo, de veras, y hasta mejor de lo que te entiendes tú mismo.
       —Oh, ya veo, crees que soy un crío…
       Pero ella, sin tomar en cuenta aquella interrupción, siguió:
       —Pensaba que, dejándote un rato contigo mismo, tus ideas se aclararían. Pero parece que más bien se están embrollando. He tenido la suerte, o la mala suerte, ni siquiera lo sé —y al decirlo sonrió ligeramente—, de atraer tu simpatía. Todo esto está muy bien, pero no deberías darle demasiada importancia. Nada me hace más feliz que atraer simpatías; la tuya o la de quien sea. Sin embargo, las cosas deben detenerse aquí contigo, como con los demás.
       —Pero con los demás no se detienen.
       —¿Cómo dices? No tienes ningún derecho a decir semejante cosa. Si te hablo de este modo es en parte por justicia hacia los demás. Yo siempre seré una de tus mejores amigas, pero nunca seré más que eso. Más vale que te lo diga cuanto antes. Podría jugar con tus sentimientos durante cierto tiempo, y hacerte feliz (ya que pareces hacer depender tu felicidad de tan poca cosa), dándote la impresión de que me importas de otra manera, pero la cosa no iría muy lejos; y luego, ¿dónde estaríamos? En tu desilusión puedes ahora tratarme de cruel, tienes libertad para tratarme de lo que quieras si eso te alivia, pero ¿de qué me tratarías en el otro caso? La amistad es un excelente remedio contra el amor. Acepta la mía.
       Y le tendió la mano.
       —No, gracias —dijo Richard cruzando los brazos con un aspecto lúgubre—. Conozco mis sentimientos —siguió diciendo, mientras subía el tono de voz—. ¿Acaso no he vivido con ellos durante semanas y semanas? Por lo que más quieras, Gertrude Whittaker: esto no es un capricho. No es mi estilo. Toda mi vida se ha concentrado en mi amor. Dios ha querido que hasta ahora no hiciera nada de mi vida tan sólo para que pudiera empezarla contigo. Querida Gertrude, ¡escúchame! Al menos tengo ciertas cualidades propias de un hombre. Bien sé que no soy respetable, pero creo sinceramente que recompensaría a quien quiera concederme algo de su tiempo. Es verdad que no he trabajado, ni perseverado, ni he realizado estudios ni ganado un centavo. Pero, por otro lado, ninguna otra mujer nunca ha tenido importancia para mí. Era a ti a quien esperaba. Y ahora… ahora, después de todo esto, me tengo que contentar con un mero afecto; ¡con una amistad! ¡Demonios! Si quieres, sé amiga con los hombres a los que no vuelves locos… ¡Pero a mí me vuelves loco!
       Un honesto sonrojo iluminó las mejillas de Gertrude.
       —¡Peor para ti! —exclamó con una risa amarga—. ¡Peor para los dos! ¿Qué pretendes? ¿Quieres casarte conmigo?
       Richard vaciló un momento ante aquella propuesta tácita que, de repente, resonaba en el aire; pero no perdió el valor.
       —Justamente, quiero eso que tú dices —contestó.
       —Pues en ese caso tu coherencia me inspira más compasión aún. Sólo puedo animarte una vez más a que te contentes con lo que te he ofrecido. No es tan mal sustituto, Richard; al menos tal y como yo lo entiendo. Lo que mi amor pudiera ser lo ignoro, no sabría decirlo. Pero sí estoy convencida de la clase de interés que siento por ti. Ambos tenemos deberes en este asunto, y yo he decidido tener una visión sin prejuicios de los míos. Podría acabar perdiendo la paciencia contigo, sabes, y apartarme completamente de ti, dejándote solo con tus sueños y el corazón destrozado. Por eso mismo, cuanto más (y no cuanto menos) me veas, más irán cambiando tus sentimientos.
       —¿Te estás burlando? ¿Y los tuyos?
       —Los míos también cambiarán, no tengo ninguna duda al respecto. No en el tipo, sino en la intensidad. Cuanto más te conozca, estoy segura de que más te apreciaré. Y también tú me apreciarás más. No me rechaces, te estoy diciendo la verdad. Te irás formando una opinión verdadera sobre mí, cosa que en este momento no tienes, pues de lo contrario no me dirías que te vuelvo loco. Pero debes ser paciente. Es un hecho singular el que haga falta más tiempo para aceptar las ideas racionales en relación con una mujer que para imaginar que uno la adora. La sensación de estar loco por alguien es una mala base para el matrimonio. Está claro que deseas dejar atrás tu vida ociosa y tus malas costumbres; y ya ves que soy una amiga de verdad, pues no dudo en tratar cuestiones desagradables, mientras que no me atrevería a hacerlo si fuera tu “adorada”. Pero eres tan indolente, tan poco decidido, tan indisciplinado, tienes tan poca instrucción —Gertrude hablaba pausadamente espiando el efecto que causaban sus palabras— que te resulta muy difícil cambiar de vida. Propongo pues, con tu consentimiento, ser tu ángel de la guarda. En adelante, mi casa estará abierta para ti como al amigo más querido. Ven todo lo que quieras, y quédate cuanto rato desees. No digo que ocurra de aquí a unas pocas semanas, claro, ni siquiera en unos meses, pero cuando Dios lo quiera serás un joven capaz, en perfecto estado de funcionamiento, cosa que ahora mismo no ocurre, y tú mismo lo consideras así, yo bien lo sé. Sin embargo, tengo una excelente opinión de tus talentos —esto era muy astuto por parte de Gertrude— y hasta de tu naturaleza. Y si resulta que te he hecho un favor, entonces ya no pensarás en casarte conmigo.
       Richard la había escuchado en silencio, frunciendo el ceño cada vez más.
       —Todo esto está muy bien, pero es puro camelo, un camelo de principio a fin. ¿Qué significa toda esa palabrería sobre la incompatibilidad entre la amistad y el amor? Estas palabras dan ganas de maldecir. Recházame de una vez y mándame al diablo, si hace falta: pero no lo aproveches para embaucarme con tus ideas. Ah, una sola palabra hace que todo se caiga en pedazos: ¡te quiero como esposa! Te equivocas completamente tratándome como un niño, es un error garrafal. Estoy en perfecto estado de funcionamiento; comencé a vivir decentemente cuando empecé a amarte. Abjuré del alcohol como si no hubiera bebido una gota desde hacía veinte años. Lo detesto, abomino de él, ya he tenido mi dosis. No, Gertrude, ya no soy un niño, tú me has curado. ¡Diantres, ésa es la razón por la que te quiero! ¿Acaso no te das cuenta? Oh, Gertrude —y su voz se ensombreció—, ¡eres una gran hechicera! No tienes artificios, ni ninguna de las hechuras ni las gracias de las muchachas que pasan por bonitas, pero eres una hechicera sin necesidad de ello. Está en tu naturaleza. ¡Eres tan divina y diabólicamente honesta! Estas cosas inteligentes que acabas de decirme querían ser una ducha fría, pero no puedes ahogarme sujetándome la cabeza debajo de un grifo. Dirás que no es sino sentido común; muy probablemente; pero ésa es la cuestión. Tu sentido común me cautiva, y por eso mismo te quiero.
       Ahora había en su tono algo tan calmado y resuelto que Gertrude sintió un malestar. Se sintió más débil que él, mientras que su felicidad común exigía que fuera más fuerte.
       —Richard Maule —dijo ella—: ¡qué poco amable eres!
       Su voz tembló al pronunciar aquellas palabras y, cuando las hubo pronunciado, se deshizo en lágrimas. Un sentimiento egoísta de victoria se apoderó del joven. Quiso rodearla con el brazo, pero ella se desasió bruscamente.
       —¡Eres un cobarde! —gritó.
       —¡Tranquilízate! —contestó Richard, enrojeciendo de enfado.
       —Vas demasiado lejos, Richard; te obstinas más allá de la decencia.
       —Me detestas ahora, supongo —dijo brutalmente Richard, como un ser acorralado.
       Gertrude se secó las lágrimas.
       —No, en absoluto —respondió ella dirigiéndole una mirada límpida y seca—. Para detestarte habría hecho falta que te hubiera amado. Sigo apiadándome de ti.
       Richard la miró un momento.
       —No tengo tentación alguna de devolverte el cumplido, Gertrude —dijo—. Una mujer con tanta diplomacia como tú no necesita piedad.
       —No tengo la diplomacia suficiente para interpretar tu sarcasmo, amigo mío, pero mi buen fondo te lo perdona y me importa seguir teniendo este buen fondo hasta el final. Quiero mantener la calma, quiero ser justa, quiero dejar el asunto zanjado y no tener que volver a hablar de ello. No es por gusto, confío en que lo sepas, por lo que me he aventurado en todo esto; yo también tengo mi sensibilidad, como tú. Así que escúchame una vez más. Si no te quiero a tu manera, Richard, es así; si no puedo, es así. No se puede amar por encargo. Pero en materia de amistad, cuando ésta queda establecida, creo que la voluntad y la razón pueden tener su parte importante. Con lo cual, voy a poner toda mi fuerza espiritual en mi amistad contigo, y de este modo quizá quedemos a la par. Este sentimiento, tal como te lo iré manifestando naturalmente, no será, en definitiva, muy distinto de ese otro sentimiento que reclamas, tal como te lo habría manifestado naturalmente. Resignarse valientemente a esta ligera diferencia, tal como es, no es más que el deber de una persona de honor. ¿Me entiendes?
       —Tienes una forma admirable de presentar las cosas. ¡“En definitiva” y “esta diferencia tal como es”! Esta diferencia es la diferencia entre casarse y no casarse. Supongo que no querrás decir que tienes la intención de vivir conmigo prescindiendo de dicha ceremonia.
       —Supones bien.
       —Entonces, ¿por qué desvirtúas las cosas? Una mujer es la esposa de un hombre, o no lo es.
       —Sí, y una mujer es la amiga de un hombre, o no lo es.
       —Y tú lo eres, ¡y yo soy un monstruo de ingratitud al no contentarme con esto! ¿Es eso lo que quieres decir? Sólo Dios sabe cuánta razón tienes…
       Y se calló un instante, mirando fijamente al suelo.
       —No me desprecies, Gertrude —volvió a decir—. No soy tan ingrato como parece. Te agradezco mucho todas las molestias que te has tomado. Claro que entiendo que no me quieras. Serías muy estúpida si me quisieras; y no lo eres en absoluto, Gertrude.
       —No, no soy estúpida, Richard. Es una gran responsabilidad: es terriblemente vulgar; pero, en el fondo, estoy más bien contenta.
       —Yo también. Podría detestarte por todo esto; pero no cabe ninguna duda de que por eso mismo te quiero. Si fueras estúpida podrías quererme; pero entonces yo no te querría a ti; y puestos a escoger, prefiero esto otro.
       —El cielo ha elegido por nosotros. Ah, Richard —siguió diciendo Gertrude con una sencillez admirable—: seamos buenos y obedezcamos al cielo, y estaremos seguros de ser felices.
       Y le tendió la mano una vez más.
       Richard la tomó y la llevó a sus labios. Ella la retiró al sentir su contacto.
       —Ahora debes dejarme —dijo ella—. ¿Has venido a caballo?
       —Mi caballo está en el pueblo.
       —En tal caso, puedes volver siguiendo el río. Buenas noches.
       —Buenas noches.
       El joven se alejó, y Miss Whittaker permaneció un instante inmóvil viendo cómo desaparecía con las últimas luces del crepúsculo.


II

        Para poder apreciar la importancia de esta conversación el lector ha de saber que Miss Gertrude Whittaker era una joven de veinticuatro años y que estaba sola en el mundo desde que había muerto recientemente su padre, quien le había dejado una gran fortuna, acumulada por diversas empresas en aquella parte del Estado. Había designado a una parienta lejana y ya mayor, que se llamaba Miss Pendexter, para que ayudara a su hija con la casa; y a uno de sus viejos amigos, conocido por aunar la habilidad con la integridad, como consejero financiero. Gertrude no tenía madre, se había criado en el campo, y sus rasgos eran más bien toscos; al alcanzar la mayoría de edad, no tenía ni los gustos ni los modales de una damisela refinada. Con una constitución vigorosa y activa, un gran corazón y una mente lúcida, y mucho talento para los negocios, era una de las personas principales de la región debido a su riqueza y a su tacto. Estos hechos la habían obligado a una importancia que no trataba en modo alguno de evitar y con la que se sentía totalmente a gusto. Sabía que era una potentada de la región y que, estuviera presente o ausente, siempre se hablaba de ella como de la rica señora Whittaker; y a pesar de que era modesta como debe serlo una mujer, no era tímida ni nerviosa hasta el extremo de querer esquivar sus obligaciones implícitas. Sus sentimientos siempre eran, en efecto, más sólidos y fuertes que delicados. Y, sin embargo, había en toda su naturaleza, tal como el mundo había sabido reconocerlo, una especie de discreción afable que concitaba el respeto general. Era impulsiva, pero circunspecta; ahorradora, pero de gran generosidad; realista, pero siempre dispuesta a bromear; con un agudo sentido de las distinciones humanas, pero hospitalaria casi sin discriminación; con un inmenso fondo de sentido común, pero justo después —como el cura que se esconde tras el rey— y a pesar de su espíritu básicamente prosaico y por así decir trivial para con los demás, tenía cierta capacidad heroica, de tal modo que aquel que la hubiera adivinado (suponiendo que fuera joven y entusiasta) no dejaba luego de rondarla para arrancársela, como uno se acerca a respirar una gran dalia en flor que, al pasar, ha resultado deliciosamente perfumada. Nuestra historia se basa en la existencia efectiva, en más de una mente, de la sensación huidiza de dicho aroma.
       Richard Maule y Gertrude Whittaker eran viejos amigos. En primer lugar, de niños, fueron juntos democráticamente a la escuela del pueblo; luego, al haber seguido vías divergentes, ambos habían conocido el vínculo ligero de la amistad prolongada entre Gertrude y Fanny Maule, la hermana de Richard, quien se había acabado casando y se había trasladado con su marido a California. Con su partida, la antigua relación hecha de costumbre entre su hermano y su amiga se había ido deshaciendo poco a poco, y acabó dejando de existir. Richard se había convertido en un joven rebelde y difícil, con un temperamento que aunaba en proporciones iguales y contradictorias una apatía inexpugnable y un ardor impetuoso. Había perdido a su padre y a su madre antes de poder levantar el vuelo, y a los dieciséis años Richard se había hallado en posesión efectiva, y suponía, incuestionada, de las tierras paternas. Pero aquellos que tendían a poner en entredicho su aptitud inmediata en gestionarlas no tardaron en manifestarlo; el resultado fue que la propiedad fue arrendada por cinco años, y Richard fue colocado bajo la tutela de un tío materno que vivía en una granja de su propiedad a unas trescientas millas de allí. Nuestro joven había permanecido allí hasta la mayoría de edad, con el pretexto de aprender la agricultura con sus primos, pero en realidad sin aprender nada de nada. Muy pronto afirmó —y lo había cultivado día tras día— su reputación de joven atolondrado y de mal carácter. Era tozudo, descortés, sombrío y huraño. Le gustaba un poco leer y cazar, por ser pasatiempos solitarios; sin embargo, le costaba mucho adquirir el arte de vivir en buenos términos con los demás. Si era posible entenderse con él, esto se debía a que era a la vez demasiado simplón y demasiado egoísta para buscarse problemas. Desde que tuvo edad suficiente obtuvo el disfrute de los lugares de su infancia, y estaba enfermizamente obstinado en cultivar unas tierras conocidas por ser muy pobres. Evitaba a los vecinos y a los antiguos socios de su padre; parecía gustarle desafiar su reprobación en relación con sus extrañas maneras de actuar. Les comunicó que no quería otra ayuda salvo aquella que pagaba, y que tenía la intención de trabajar en la granja solo y para sí mismo. En definitiva, se mostró frente a ellos sumamente desagradable y pretencioso. No tardaron mucho en descubrir que su incapacidad era tan grande como su vanidad. En dos años había hecho algo más que destruir el trabajo del último granjero, que había intentado algunos inteligentes experimentos en aquellas tierras ingratas. Al cabo de tres años, la gente pensaba que estaba desquiciado; los que lo observaban pensaban que había algo tan arbitrario en sus devaneos que quizá podía pensarse que su salud mental estuviera dañada. Pareció haber aceptado esta opinión sobre su estado y renunció a cualquier veleidad de trabajar. Por esa época se hizo de notoriedad pública que, muy a menudo, estaba bebido; y por ello adquirió la deplorable reputación de ser alguien peor que insociable —es decir, un hombre que se emborracha en solitario—, aunque no pudiera afirmarse si dicha práctica era la causa o el efecto de sus malas cosechas. Por esa época, también, volvió a ver un poco a Gertrude Whittaker. Durante algunos meses después de su regreso, fue mantenido a distancia, así como todos los galanes de la región, por la reputación de hostilidad extrema del padre de la muchacha para con todos los pretendientes y cazadores de dotes; y, luego, por la enfermedad que había llevado al viejo a la tumba. Sin embargo, cuando por fin Miss Whittaker levantó el largo bloqueo de su duelo, Richard, para estupefacción de todos, fue de los primeros en beneficiarse de la apertura del puerto y en poder echar el ancla en las aguas apacibles de su amistosa compañía. Por entonces contaba —cosa que le sorprendía considerablemente— con veintitrés años; es decir, algunos meses menos que la joven heredera.
       Era imposible que a ésta no le hubiera llegado algún eco de la triste imagen que mostraba Richard en sociedad y de las relaciones curiosas con el vecindario y sus propios negocios. Gracias a esto, Richard se benefició de una acogida muy cálida; la acogida propia de una gran compasión. Gertrude le dio las últimas noticias de su hermana Fanny, con la que él había interrumpido toda correspondencia, y, llevada por las quejas de Fanny en relación con aquel largo silencio, Gertrude le sugirió amistosamente a Richard que volviera cuanto antes a su casa para mandarle una carta a California. Richard estaba sentado frente a ella, la miraba fijamente con sus oscuros ojos, y, lejos de tratar de justificar su conducta, se alegraba en silencio de la imposibilidad total de justificarla, pues le parecía muy delicioso el proceso al que se le sometía. Le habría gustado una reprimenda como aquélla todos los días. Nada lo había emocionado nunca hasta tal punto. Se marchó con una extraordinaria sensación de alivio general. Entonces empezaron una serie de visitas que, en el espacio de diez semanas, culminaron con la conversación que le he presentado a lector. Aunque sufría de una terrible falta de confianza frente a la mayoría de las mujeres, Richard olvidó con Gertrude desde el inicio lo que significaba ser tímido. Así como un hombre de mundo considera que, de vez en cuando, está bien renovar sus energías sociales con una hora en tête a tête consigo mismo, Richard, para quien la soledad era la norma, sentía cierta satisfacción austera en el contacto con la inteligencia viva y el buen humor de aquella mujer joven, con su visión generosa de la vida y su bondad activa. Y poco a poco, siguiendo un proceso salutífero, aquel lujo se hizo regular. Ahora le resultaba agradable acudir a casa de Gertrude porque le hacía beneficiarse de su propio éxito; porque él asistía a su dicha sin la menor sensación de envidia; porque olvidaba sus dificultades y malas costumbres, y porque su alma, actuando de aquel modo, se sentía aliviada de sus tormentos bajo aquella mirada amable y límpida, al igual que su cuerpo se había sentido a menudo aliviado de su fatiga a la sombra de un manzano, arrullado por el murmullo de las ramas. Pero el alma, como el cuerpo, no podía mecerse tanto tiempo sin ponerse a soñar, ni soñar tampoco demasiado sin desear por fin expresar todos aquellos sueños. Richard se atrevió un día a comunicarle parte de sus visiones a Gertrude, y aquella confesión, por lo que se ve, no fue en absoluto del gusto de la muchacha.
       El hecho de que aquel joven torpe hubiera, de un modo u otro, conseguido deslizarse en la intimidad de Miss Whittaker llegó muy pronto a los oídos de todo el mundo; y los vecinos, de modo bastante natural, llegaron por iniciativa propia a la importante deducción de que —por extraño que pudiera parecer— ella iba a renunciar a su apellido para tomar el de él. Se consideró por supuesto que era un joven con mucha suerte, y lo extendido de aquella opinión tuvo sin duda sus efectos respecto a la paciencia de algunos de los acreedores que durante mucho tiempo habían sido relegados. Y si no se casaba con él —se acabó diciendo al poco—, al menos ella le podría prestar dinero; ya que no se dudaba de que la necesidad de obtener dinero era el móvil principal del cortejo de Richard. Sin embargo, digamos sin demora que dicha afirmación era injusta y precipitada. Nuestro protagonista tenía muchos defectos, pero el mercantilismo no estaba entre ellos, así como tampoco formaba parte de sus virtudes una preocupación excesiva por sus deudas. En cuanto a Gertrude, si bien a veces se equivocaba acerca de los sentimientos de su amigo, sobre este punto no se equivocaba. No estaba convencida ni mucho menos de que él la amara tal como pretendía, pero nunca se le pasó por la cabeza dudar de su carácter desinteresado. En realidad sólo se le resistía porque no estaba enamorada de él, pero en absoluto por la disparidad de sus fortunas. Al aceptar sus ofertas de amistad, sencillas y naturales, llamándolo Richard, como en los viejos tiempos, y al aceptar básicamente reanudar sus antiguos vínculos, no había previsto ninguna complicación peligrosa. Lo había considerado como un ser humano desamparado como tantos de los que “ocuparse”. Se había solidarizado con él (como todas las mujeres animosas, Gertrude no desaprovechaba ninguna ocasión de entusiasmarse), porque quería a la hermana de Richard y porque le daba pena. Ella debía estar a su lado in loco sororis. El lector se habrá dado cuenta de que se había atribuido una tarea bastante dura.
       No suponga el lector que al batirse en retirada sin oponer demasiada resistencia, al final de aquel paseo junto al río, Richard daba a entender con ello que aceptaba las perspectivas que le había hecho entrever Gertrude. Más bien habría que ver en ello la muestra de una resolución tan firme que debía permitirle tomarse su tiempo. El cortejo no es que acabara, es que no hacía sino empezar. Sólo abandonaría si era derrotado con todas las de la ley. A él ya le estaba bien que Gertrude lo rechazara. Una mujer como ella debía ser conquistada con mucho denuedo; habría sido ridículo pensar que hubiera podido ceder sin resistencia ante él u otro cualquiera. Richard era lento de mente, pero en sus pensamientos había más sabiduría que en sus palabras. Así que redujo sus pretensiones a un perfecto control de sí mismo y analizó la situación con humildad. Estaba en la buena vía, pero en absoluto estaba curado. Sin embargo, obtenía de su propia humildad el convencimiento de que la curación era posible. No era un héroe, sin duda, pero era un ser mejor que la existencia que llevaba. No tenía nada de un sabio, pero no era, al menos en su opinión, un asno. Tenía recursos suficientes para mejorar; tenía recursos suficientes para dejar de pasar horas y horas en una butaca ahogando en whisky sus modestas facultades. Por lo menos, si no se merecía a Gertrude, al menos merecía hacer esfuerzos por conquistarla, merecía obtener para siempre la aureola de gloria debida al hecho de que tal cuestión hubiera podido plantearse entre él y la gran Miss Whittaker. Iba pues a alzarse hasta un nivel que le permitiría tratar con ella en pie de igualdad, que le daría derecho a tener exigencias. No sabía demasiado bien cómo lo lograría. Se sentía habitado por una inmensa determinación en estado bruto, pero maldecía la ignorancia que lo frenaba cuando contemplaba cualquier proyecto. Tenía el vago deseo de llevar a cabo un esfuerzo atlético prolongado, tras el cual se hallaría cara a cara con su amada. Sin embargo, como no era un héroe pagano enfrentado a una motivadora lista de misiones imposibles, sino un mero campesino de Nueva Inglaterra afligido por la mala conciencia, con la Naturaleza por aliada y no por adversaria —y como, después de haber matado a su propio dragón y haber dejado de beber, su tarea era simple sentido común— apenas lograba ver su porvenir como algo exaltante. No obstante, lo contemplaba con coraje. No conquistaría a Gertrude haciendo fortuna, ¡sino convirtiéndose en un hombre, aprendiendo a vivir! Pero dado que aprender a vivir significa aprender a trabajar, encontraría una salida a su valor. No bebería con el fin de mantener lúcida la mente; recuperaría sus tierras y pagaría las deudas. Luego, ya se vería si ella tendría la fuerza —o la audacia— de despacharlo.
       Durante ese tiempo Gertrude permanecía tranquilamente en su casa, dándole vueltas en la cabeza a media docena de pequeños proyectos destinados, a su manera, a salvar a nuestro amigo de la perdición haciendo desviar el curso de su pasión hacia otro molino. Sin duda, tenía la intención de respetar estrictamente, en lo que a ella se refiere, los términos del compromiso que le había propuesto con ocasión de aquella penosa entrevista junto al río. A pesar de ello, cualquiera que fuese la firmeza teñida de dulzura de la que seguía dando muestras en sus encuentros, ella no se sentiría protegida frente a esas visitas inoportunas y frecuentes, salvo si constataba algún cambio, siquiera parcial, en la actitud de Richard. Dicho cambio sólo podía producirse si previamente se había dado un cambio en su vida; y tal cambio en su vida sólo podía efectuarse gracias a la introducción de una influencia nueva. Por desgracia no era fácil hallar dicha influencia. A pesar de la insistencia con la que Gertrude había adornado las virtudes prácticas de su amistad, acabó preguntándose, tras no poca reflexión, si no sería posible facilitarle la tarea. Ella estaba bien dispuesta a aceptar un cambio en Richard, pero él necesitaba algo más. De pronto, una mañana en que la imagen de Richard había pasado y vuelto a pasar en su campo de visión mental con obstinación cansina, pensó que él sacaría un provecho considerable si trataba con una persona tan inteligente y superior como el capitán Severn. Era imposible conocer a ese hombre sin convertirse en alguien mejor. Le encomendaría pues a Richard, y a éste le pediría que tratase al capitán con... ¿Con qué? Ése era el problema.
       ¿Dónde estaban los puntos en común entre Richard y un hombre como él? Rogarle al capitán que mostrase simpatía hacia Richard era fácil, pero pedirle a Richard que se encariñara con él era algo absurdo. Si Richard pudiera conocerlo, la cosa se resolvería por sí misma: él le iría tomando aprecio, por encima de sus prejuicios. Pero bastaba con que ella hiciera el elogio de alguien para que su amigo se pusiera a detestarlo. Él mismo era tan digno de compasión que a Gertrude nunca se le pasó por la cabeza encomendárselo a nadie. El mundo entero parecía serle superior y, por consiguiente, él estaba mal predispuesto frente a todo el mundo. Si ella hubiese podido ocuparse de una criatura menos favorecida por la naturaleza y el destino, quizá Richard habría sentido cierta simpatía por ese ser. Gertrude creía saber que el destino no había sonreído especialmente al capitán Severn, pero éste parecía perfectamente satisfecho de su destino: eso lo situaba muy por encima de Richard, quien no dejaría de interpretar esa resignación como un reproche mudo. A pesar de ello, decidió que se conocieran. Tenía en alta estima la generosidad del capitán, y si Richard deliberadamente hacía caso omiso de semejante oportunidad, pues peor para él. Tal vez se piense que en dicha estrategia el capitán Severn era objeto de una manipulación carente de toda delicadeza. Pero ya se sabe que algunas mujeres muestran su afecto por un hombre mandándolo de misionero a los caníbales. Todo esto parece exigir que describamos brevemente a la persona de que se trata.


III

        Edmund Severn era un hombre de veintiocho años que, después de haber luchado durante algún tiempo contra el destino y contra sus propias inclinaciones, enseñaba matemáticas en un colegio rural, y que desde el principio de la guerra había elegido para sus talentos un campo de acción más glorioso. El regimiento de voluntarios al que pertenecía, y que ahora formaba parte del ejército del Potomac, había sido reclutado en la región en que vivía Miss Whittaker y, tal como podía permitírselo una mujer rica, ésta había logrado asegurarles a cada uno de sus hombres que sus pensamientos lo acompañarían. Las competencias militares de Severn, así como su ciencia, eran más sólidas que brillantes. Sus hazañas guerreras no llegaron hasta su pueblo ni le hicieron merecedor de unas responsabilidades superiores a las habituales de su regimiento; pero en numerosas ocasiones, frente a situaciones delicadas en la región de Virginia, había dado muestras —modestamente— de que era un oficial muy eficaz. Fue enviado a la retaguardia desde los primeros meses de la guerra por culpa de una herida grave y para poder ser tratado por una hermana suya casada que vivía cerca de Gertrude; pronto se vio honrado —al igual que los otros heridos en un amplio perímetro— por una visita de Miss Whittaker, preocupada en saber cómo estaba el herido. Esta, a la que el militar sólo conocía de oídas, le dio cálidas muestras de su simpatía y de su interés; le propuso su ayuda con mucha insistencia, acompañando dicha oferta con dádivas generosas procedentes de sus invernaderos y de su despensa. Severn había efectuado su primera salida en la carreta con asientos acolchados de Gertrude, que ésta le había puesto a disposición desde el inicio de su convalecencia y de la que, por supuesto, se había aprovechado inmediatamente para ir a presentar sus respetos a la benefactora. Severn se sintió estupefacto por el tono humilde, vacilante entre la sonrisa y las lágrimas, con el que ella le aseguró aquel día que era un privilegio sagrado poder ayudar a los héroes heridos. El capitán sintió por ella una simpatía inmediata y no pensó en nada más durante el trayecto de regreso. Media docena de visitas en el transcurso del siguiente mes bastaron ampliamente para hacer de él un “admirador rendido”, como suele decirse; pero a medida que pasaban las semanas, se dio cuenta de que varios obstáculos considerables le impedían pasar a la categoría de “pretendiente”. El capitán Severn era un hombre serio; era también concienzudo, prudente, reflexivo y acostumbrado a no actuar sin tener un objetivo bien definido. Le gustaba saber a dónde iba, nunca se aventuraba lejos sólo por ver lo bello que era el paisaje: quería saber lo que le esperaba al final del recorrido. Debido a esta costumbre tan enraizada se había preguntado si estaba dispuesto a aceptar lo que ocurriría en el caso de que se enamorara de nuestra joven protagonista. Desde el día en que se había jurado, un año antes, que no se casaría si no tenía la certeza, de uno u otro modo, de poder contar con unos ingresos sustanciales, su situación pecuniaria no había cambiado gran cosa. Todavía era pobre y sin un futuro claro; y aún no sabía cuál sería su verdadera carrera. Además, mientras estuviera a la merced de los azares de la guerra, pensaba que no tenía derecho a hacerle proposiciones a una mujer; retrocedía con horror ante la posibilidad de convertir a una tierna muchacha en una figura enlutada. Miss Whittaker le gustaba como nadie le había gustado hasta entonces; pero eso no era una razón, en su opinión, para renegar de sus principios. No podía permitirse casarse más con una mujer rica que con una pobre. Cuando hubiera ganado el dinero suficiente para que vivieran dos personas, entonces sería libre de casarse con quien quisiera, ya fuera una mendiga o una rica heredera. La verdad es que el capitán tenía demasiado orgullo. Era culpa suya si no lograba olvidar la diferencia entre su pobreza y la fortuna de Gertrude. Se habría sentido molesto, claro está, si le hubiesen dado a entender que el desahogo económico de la joven a la que él amaba era tal vez la razón por la que no le declaraba su amor; pero no cabe duda de que, en el asunto que nos ocupa, el sentimiento en cuestión no se atrevía —o todavía no se atrevía— a manifestarse abiertamente. Severn sentía horror de tener que rendir cuentas a nadie. Es probable, en definitiva, que hubiese aceptado con buen talante el verse obligado ante una persona que hubiera tenido ciertos derechos sobre su persona; pero mientras una mujer no fuera ni su amante ni su esposa, la idea de que pudiera deberle algo le resultaba odiosa. Si alguien lo hubiera conocido en estas circunstancias habría podido preguntarse si los bloques de hielo de su lógica iban a resistir frente al calor de Gertrude, o bien iban a derretirse poco a poco y a inundarlo todo. Nadie habría dudado en absoluto, sin embargo, de que no podría mantener su posición más que pagando el precio de un considerable esfuerzo moral. En ese momento, pues, Severn había decidido que Gertrude no le estaba destinada, y que convenía no separarse ni un ápice del recto camino. Nunca se le pasó por la cabeza que Miss Whittaker, por muy absorbida que estuviera por sus múltiples tareas, no fuera quizá indiferente del todo a su persona. La verdad es que las emociones íntimas y personales de Gertrude se habían refugiado en un rincón de su corazón tan alejado del pórtico de las palabras que no llegaba al exterior ningún eco de sus regocijos. Ella veía en su amigo discreto, prudente y valeroso a un caballero destinado a casarse quizá un día con una mujer que, por muy encantadora que fuese, no lo sería tanto como él. ¿Pero qué era ella para él? Una silueta percibida al borde de una carretera, como mucho una especie de Maud Müller millonaria con quien un viajero solitario intercambia con placer un saludo amistoso. Su deber era cruzar los brazos con resignación, permanecer tranquilamente sentada en su diván y ver cómo desaparecía una gran felicidad por el horizonte de su vida. Siendo ésta la reflexión de Gertrude, no es sorprendente que Severn no perdiera su impasibilidad. En apariencia el milagro se produciría —si realmente tenía que producirse— si ella lo daba todo por perdido. Aquello suprimía cualquier vínculo entre ellos salvo el de la hospitalidad que ella le brindaba de vez en cuando, y este método tuvo sobre Severn los efectos que tenía sobre cualquiera, manteniéndolo en plena forma. Charlaban, simpatizaban, al tiempo que se observaban mutuamente, pero ninguno de los dos decía ni una palabra de lo que anidaba en el fondo de sus pensamientos. Gertrude era pues completamente sincera al contradecir a Richard cuando éste había insinuado que el capitán disfrutaba de un favor particular. Severn era sólo una de las víctimas de la guerra de las que ella se ocupaba, una entre otras muchas.
       El final de la meditación de Gertrude consistió en enviar una nota a cada uno de sus dos amigos, rogándoles que fueran a tomar el té con ella al día siguiente. Pero un par de horas antes de la cita recibió la visita de cierto mayor Luttrel, quien andaba reclutando hombres para un regimiento de los Estados Unidos en una gran ciudad situada a unos quince kilómetros. Luttrel había acudido a caballo aquella tarde en respuesta a una invitación encarecida que le había hecho la víspera una anciana dama, quien le rogaba a Miss Whittaker que tomara en consideración las maneras exquisitas y los talentos excepcionales del militar. Gertrude había respondido a su venerable amiga con su habitual solicitud, diciéndole que le agradaría mucho conocer al mayor Luttrel si pasaba por allí, y luego no pensó más en ello hasta el momento en que le llevaron la tarjeta del mayor mientras ella se acicalaba para pasar la velada. Luttrel encontró tantas cosas que decirle que ninguno sintió pasar el tiempo hasta la llegada simultánea de Miss Pendexter y de los dos invitados de Gertrude. Los dos oficiales ya se conocían un poco; les fue presentado Richard. Consideraron no sin curiosidad al joven y atolondrado granjero. En todas las circunstancias, el aspecto de Richard era tal que llamaba la atención; pero aquel día fue realmente patético (al menos para Severn) ver su aspecto descuidado, su bonita cara de tez pálida, los ojos sombríos e inquietos y sus gestos nerviosos. El mayor Luttrel, que le pareció a Gertrude muy agradable pero un poco empalagoso al mismo tiempo, fue por supuesto invitado a quedarse, cosa que éste aceptó inmediatamente; para Miss Whittaker quedó enseguida claro que su pequeño proyecto no iba a prosperar. Richard se atrincheró en un silencio en el que se mezclaban la provocación y la timidez y que acabó, como ella había temido, dándole un aire muy pretencioso. Sus compañeros hicieron esfuerzos apenas disimulados por brillar y superarse el uno al otro, como hacen de un modo natural los hombres inteligentes que rivalizan por distraer a una amable joven dama. Richard, sentado aparte, amargado y estupefacto, se preguntaba si él sería un ignorante patán o bien si los otros dos no eran más que un par de actores con toda su pamplina. Optó por la primera hipótesis, que, a grandes rasgos, era acertada; en efecto, le parecía que el extraordinario acuerdo que creía percibir entre el tono y el comportamiento de Gertrude y el de ellos era simplemente la prueba suplementaria de la increíble inteligencia de la joven. Para apreciar correctamente la grandeza de corazón de Richard, que se sometía, por el amor de aquella mujer, a una verdad tan cruel para su propia vanidad, habría que conocer el alcance de dicha vanidad. El tono refinado y las múltiples alusiones gracias a las cuales los dos oficiales lo reducían a la insignificancia eran un suplicio insufrible para él. Pero muy pronto quedó maravillosamente fascinado ante los inagotables recursos que desplegaba la anfitriona. Por un momento le pareció que ella hubiera debido ahorrarle todo aquel despliegue que no hacía sino humillarlo; ciertamente, ¿acaso no conocía ella los pensamientos de Richard, siendo como era ella su única fuente? Pero al instante se producía un gran cambio en él y se preguntaba, algo asqueado, si tendría la valentía de constatar hasta qué punto ella le era superior. Al tiempo que trataba de resignarse ante la descorazonadora certeza de su ignorancia relativa y aun total del amplio mundo que representaban sus dos rivales, le entraban ganas de precipitar las consecuencias y jugárselo todo a una carta aventurándose bruscamente en el terreno de su conversación. Gertrude lo animaba una y otra vez a lanzar aquel tipo de asalto con sus miradas, sus sonrisas, sus preguntas y algunos pequeños silencios calculados. Pero el pobre Richard sabía que, si intentaba participar en la conversación, su voz se estrangularía; y se lo daba a entender a su amiga con unas miradas de elocuente desazón. Tenía la sensación de que su corazón se transformaba rápidamente en un horno en el que se consumirían todos sus buenos propósitos. Ahora ya no podía responder de lo que sería el futuro. De repente, mientras acababan de tomarse el té, se percató de que el capitán Severn estaba sumido en un silencio casi tan desamparado como el suyo y que observaba en secreto el desarrollo de un diálogo animado entre Miss Whittaker y el mayor Luttrel. Tuvo la extraña sensación de ver reflejados sus propios sentimientos en el rostro del capitán, es decir, captó unos celos incipientes.
       ¡Severn también estaba enamorado!


IV

        Cuando se levantaron de la mesa Gertrude propuso que salieran al jardín, pues le gustaba mucho cumplimentar a sus amigos en ese momento de la velada. El sol se había puesto detrás de la larga cresta de las colinas, mucho más allá de las orillas del río, del que se veía una parte a través de un claro en el bosque. Los tejados puntiagudos, los grupos de chimeneas, las fachadas pintorescas y recargadas de la antigua granja remozada que era la residencia de Miss Whittaker se teñían de rojo con los postreros rayos del sol. Las sombras alargadas de nuestros amigos se dibujaban sobre la tierna hierba. Gertrude había accedido generosamente al deseo de aquellos caballeros de fumarse unos puros, y propuso que dieran un paseo cerca del río. Antes incluso de darse cuenta, había aceptado el brazo del mayor Luttrel, y como Miss Pendexter prefería quedarse en la casa, Severn y Richard se vieron caminando uno al lado del otro a corta distancia detrás de la anfitriona. Gertrude, que había notado el mutismo que se había adueñado de pronto del capitán Severn, y que en su ingenuidad lo había atribuido a algún atolondramiento por su parte, habría deseado reparar su negligencia haciéndolo venir a su lado. Pero se consoló un poco viendo que parecía entenderse bien con Richard. Y a Richard, ahora que estaba al aire libre y en movimiento, le resultaba más sencillo hablar.
       —¿Quién es ese tipo? —preguntó señalando al mayor con la cabeza.
       —El mayor Luttrel, de la artillería de...
       —No me gusta nada su aspecto —dijo Richard.
       —¿De veras? —contestó Severn, divertido por la brutalidad de su compañero—. No es apuesto, pero parece un buen soldado.
       —A mí me parece que no vale nada —dijo Richard.
       De repente, Severn se puso a reír, de modo que Gertrude se dio la vuelta para ver qué pasaba.
       —¡Dios mío! ¡Creo que exagera usted un poco! A mí me resulta una compañía de lo más agradable.
       Richard se quedó dolido y perplejo. Había buscado la aprobación de sus críticas más feroces, y ahora el capitán se ponía del lado del contrincante. Un ser así no podía ser ningún rival. Un vilipendiador de tan poco fuste sólo podía ser un mal amante. A pesar de ello, cierto escepticismo incipiente —comparado a su antiguo método de valorar las motivaciones humanas— le impedía considerar tal conclusión como definitiva. Lo intentaría con otro tema.
       —¿Conoce usted bien a Miss Whittaker?
       —Algo, sí. Fue muy amable conmigo cuando estuve enfermo, y desde entonces la he visto a menudo.
       —Es su manera de ser, mostrarse amable con la gente que tiene problemas —observó Richard creyéndose superiormente perspicaz.
       Sin embargo, como por toda respuesta el capitán se contentaba con darle chupadas a su habano, siguió:
       —¿Y qué le parece?
       —Me agradada mucho —contestó el capitán.
       —No es bella —dijo calculadoramente Richard.
       Severn permaneció un momento callado, y cuando Richard ya casi se había olvidado de él, el capitán le dijo, con algo de énfasis:
       —Querrá decir que no es bonita; pero es bella, a pesar de sus facciones irregulares. No es el tipo de cara que uno no olvida. No tiene armonía, ni colores, ni lindas mejillas sonrosadas; no se da aires, pero qué rostro más elocuente: ¡es muy expresiva!
       Severn expresaba la opinión de Richard tanto como la suya. Aquel “no es bella” había sido una versión improvisada del dogma más querido del joven, esto es: “es bella”. El lector recordará que en una ocasión anterior se había referido a ella de aquel modo. Ahora, todo lo que sentía era gratitud hacia el capitán, por haberlo formulado mucho mejor que él mismo, que no había encontrado nada más selecto que la expresión ya mencionada. Pero los ojos del capitán, algo inflamados por su breve aunque significativo elogio, se fijaban en los caminares lentos de Gertrude. Richard sintió que podría aprender más de aquellos ojos que de ninguna declaración más atrevida, ya que, un poco más abajo, algo en los labios del capitán parecía indicar que en verdad habían dicho ya bastante, y no eran manifiestamente los labios de un necio. Mientras se sometía de ese modo, con cortesía poco habitual, al silencio del capitán, y hacía pasar su mirada a los hombros graciosos y a la oreja atenta de Gertrude, dejó escapar un suspiro de lo más revelador, un suspiro respecto al cual no cabía equivocarse.
       Severn apartó la mirada; ahora le tocaba a él rumiar un poco. “¡Santo Dios —exclamó en su fuero interno—, este hombre está enamorado de ella!”.
       Una vez superado el choque de la sorpresa, el capitán aceptó el hecho con gran calma y serenidad. ¿Por qué no iba a estar enamorado de ella? “Je le suis bien[2] —se dijo—, o mejor dicho, no lo estoy. ¿Acaso —siguió pensando Severn— sería él uno de los favoritos?”. Era un joven granjero tosco, pero estaba claro que tenía su propio carácter. Severn casi deseó que, en definitiva, Richard gozara de los favores de Gertrude. “Pero si fuera así —reflexionó—, ¿por qué gemiría como el viento en la chimenea? Es verdad que de un ser enamorado no se puede esperar nada lógico. Yo mismo, relegado fríamente, me reconforto silbando de modo totalmente gratuito. Puede que mi amigo, aquí, esté gruñendo de pura felicidad. Sin embargo, reconozco que no tiene aspecto de ser un pretendiente satisfecho”.
       Y aquel caballero de corazón tierno sintió enseguida una punzada de compasión por la poca suerte de Richard; y al compararla con el sistema de defensa elaborado que había establecido alrededor de sus propios sentimientos, acusó el golpe suplementario del desprecio por sí mismo. Era más fácil, con todo, restablecer el respeto por sí mismo cediendo terreno en lugar de disputárselo a aquel joven cruelmente herido.
       “Salga o no vencedor, luchará por ella”, pensó el capitán, soñador. Y al echar una mirada hacia el mayor Luttrel, estimó que hallaba en esto cierto consuelo, pues la verdad es que no apreciaba demasiado al militar.
       Habían ya alcanzado la orilla cuando Gertrude, que hizo que se detuviera su acompañante, se dio la vuelta para esperar a sus demás invitados. Al acercarse, Severn vio, o creyó ver —lo cual es muy distinto—, que ella reservaba su primera mirada a Richard. El “admirador” que llevaba dentro de sí se alzó de un modo fratricida frente al observador sereno, pero al instante volvió a su posición previa.
       “Amén —se dijo el capitán—; no es asunto de mi incumbencia”.
       Entretanto Richard tomaba altura. Sus malos sentimientos, de repente, daban paso a la exaltación. Consideraba la escena que se desarrollaba ante él con todo tipo de ideas sorprendentes. ¿Por qué permanecería sin decir nada, haciéndole ascos a la ocasión, cuando todo lo incitaba a entrar en liza? Allí estaba el camino de sirga en el que quince días antes había mostrado una elocuencia de la que daban fe las lágrimas derramadas por Gertrude. Allí estaba la admirable Gertrude en persona, cuya mano había besado y cuyo talle había enlazado. ¡Sin duda él era el amo allí! Antes incluso de darse cuenta de ello, se puso a expresarse, rápida y nerviosamente, casi con agresividad. El mayor Luttrel había hecho un comentario acerca del encanto del río y Richard se lanzó a describir su carácter particular, la belleza superior de la parte del río que atravesaba sus tierras, y añadió una enumeración de los peces que podían hallarse en él y un relato de la gran inundación que se había producido diez años antes. Era locuaz pero con una suerte de timidez colérica, inclinando la cabeza hacia atrás y dejando la mirada fija en la orilla opuesta. Por fin se calló, considerando que había dado muestras suficientes de virilidad; y se fijó en Gertrude, cuya mirada había temido cruzar antes de finalizar la arenga. Sin embargo, ella observaba al capitán Severn con la sensación de que Richard había cautivado a su oyente. Severn miraba a Luttrel, y Luttrel a Miss Whittaker; y todos estaban, aparentemente, tan absorbidos en su observación que no habían notado ni el discurso ni su interrupción. “Realmente —pensó el joven— ¡estoy fuera del círculo!”. Pero tenía la determinación de ser paciente, lo cual, bien mirado, era una resolución muy juiciosa. A pesar de ello, siempre había algo convulsivo y forzado en la magnanimidad de Richard. Podía desmoronarse al más mínimo golpe, si se le daba en el mal sitio. La desgracia quiso que fuera Gertrude quien esta vez le diera la puntilla. Cuando el grupo daba ya media vuelta para volver a casa, Richard se acercó a ella para ofrecerle el brazo, esperando en el fondo de su corazón —nótese la obstinación con la que confiaba en su simpatía y la puerilidad filial con que dependía de Gertrude— que ella le diera alguna prueba implícita de que se había mostrado sensible a su heroísmo, por limitado que fuera.
       Sin embargo, Gertrude, muy preocupada por el deseo de reparar la injusticia que pensaba haber cometido con el capitán, sacudió negativamente la cabeza sin mirarlo siquiera.
       —Gracias —dijo—. Pero quiero que venga el capitán Severn.
       Y éste se acercó al punto.
       El pobre Richard volvió a la realidad, y en ese momento de buena gana habría empujado al capitán al agua. El mayor Luttrel tomó el otro brazo de Gertrude, y Richard permaneció detrás de ellos, casi lívido por el despecho, casi decidido a girar sobre sus talones y regresar a casa siguiendo el río. Pero le pareció que se vengaría más sutilmente si seguía al trío hasta el jardín, mostrándoles entonces que podía perfectamente prescindir de su compañía. Por lo tanto, cuando alcanzaron la casa, se mantuvo apartado y le deseó las buenas noches a Gertrude con un tono de voz siniestro. Temblaba de impaciencia preguntándose si ella iba a intentar retenerlo. Pero Miss Whittaker, adivinando por su voz —era demasiado oscuro para que viera su cara a la distancia a la que estaba— que él se estaría imaginando alguna afrenta, y comparando tal vez inconscientemente dicha voz con los acentos límpidos y sin ambages de Severn, obedeció a lo que le parecía que debían ser las exigencias de su dignidad, y, sin tenderle la mano, le dirigió un saludo de despedida tan frío como el suyo. Pero conviene añadir que al cabo de dos horas, mientras reflexionaba sobre los incidentes de la velada, se arrepintió —lo cual era muy característico en ella— de aquella pequeña injusticia.


V

        Richard no supo apenas cómo pasó la semana siguiente. Encontró una ocupación, mucho más absorbente de lo que había imaginado, consistente en combatirse a sí mismo de una manera a la vez sórdida y heroica. Desde hacía varios meses, bajo la inspiración de Gertrude, llevaba una vida muy sobria y decente, hasta tal punto de que se sentía relativamente en paz con Gertrude y consigo mismo; dicha vida era de lo más sencilla, era deliciosa. Producía una ebriedad moral infinitamente más delicada que la excitación del alcohol. Había una especie de fascinación en el hecho de llevar la cuenta de su abstinencia. Al haber renegado de todo exceso, practicaba la temperancia a la manera de un novicio: se prohibió la más mínima gota de alcohol. Era como un hombre desaliñado que, tras asearse, se queda chapoteando en el agua. Deseaba ser puro, religiosa, supersticiosamente. Era una tarea fácil, como he dicho, mientras su diosa sonreía: incluso aunque sonriera en efecto como una diosa, esto es, como un ser inaccesible. Pero si ella fruncía las cejas, si los cielos se ensombrecían, entonces Richard sólo dependía de sus propias buenas intenciones, un apoyo tan poco sólido para su ascensión, todo hay que decirlo, como una mata de hierba en la pared vertical de un acantilado. Pero por muy frágil que fuera, no dejaba de ser un asidero. La mata se deshacía, se caía, pero resistía aunque sólo fuera por una única fibra. Cuando Richard, en un acceso estúpido de rabia, se alejó trotando un centenar de metros de la puerta de Gertrude, se hizo la promesa, entre maldiciones, de que cualesquiera que fuesen los tormentos a los que se viera expuesto, no por ello rompería en lo más mínimo el curso de sus enmiendas. Bastante era ya estar ebrio mentalmente; no lo estaría físicamente. Un sentimiento singular, casi cómico de oposición a Gertrude respaldaba dicha decisión. “No, señora —exclamó en su fuero interno—, no volveré a caer. ¡Haga las cosas como le parezca!, pero yo permaneceré firme”. Nos recuperamos de las grandes ofensas, de las grandes penas gracias al amor propio que aquéllas, seguramente, pretendían castigar. Aquella noche, Richard se fue a acostar sin cenar, tan austero como un monje trapista; y su primer impulso al día siguiente fue embrutecerse con una tarea cualquiera. No halló ninguna a su gusto, pero se pasó el día tan activa y mecánicamente ocupado que la imagen de Gertrude no tuvo ocasión de importunarlo. Se adentró en un trabajo de autodefensa, el trabajo más serio y absorbente al que puede dedicarse un hombre. Comparado con su propia salvación, a veces no le parecía muy importante, en definitiva, que Gertrude pudiera prestarle atención. Luego trataba de consolidar su virtud con las pruebas y experiencias más despiadadas. Daba largos paseos por el campo, pasando a tiro de piedra de todas las tabernas que pudieran reunirse en un solo circuito. Al acercarse a ellas a veces aminoraba la marcha, como si fuera a entrar; detenía su caballo, permanecía un instante con la mirada perdida y luego, con un golpe de espuelas, volvía a salir al galope como un hombre que saliera huyendo. En otros momentos, al final de la tarde, cuando las lámparas en las casas teñían de rojo las ventanas, se paseaba lentamente a pie, contemplando las estrellas y, tras mantener ese paso estoico durante un par de kilómetros, volvía corriendo a su propia casa oscura y solitaria. Al haber efectuado estas hazañas un cierto número de veces con éxito, sintió que volvía a surgir su deseo por Gertrude, pero despojado, entre tanto, de unos celos que ahora le parecían puro fruto de su imaginación. Hasta que una mañana se subió al caballo y se dirigió al trote a casa de Miss Whittaker.
       Se había más o menos asegurado de su propia voluntad; pero todavía le quedaba por adquirir el control de sus impulsos. Al entregar el caballo, según su costumbre, a uno de los palafreneros, vio a otro animal, al que reconoció como el caballo del capitán Severn. “Tranquilo, amigo mío”, se murmuró a sí mismo, como si se dirigiera a un alazán asustado. En las escaleras de la mansión se cruzó con el capitán, que se estaba despidiendo. Le hizo un gesto con la cabeza que pretendía ser muy amistoso, y Severn le devolvió el saludo aunque sin decir nada. Richard se percató, con todo, de que estaba muy pálido y de que antes de alejarse arrancaba y arrugaba una rosa. Al punto, nuestro joven aceleró el paso. Al hallar vacío el salón, lo atravesó instintivamente hasta llegar a la salita vecina que Gertrude había convertido en jardín de invierno; al hacerlo, sin ser del todo consciente, amortiguaba el paso pesado de sus gruesos zapatos. La puerta cristalera estaba abierta y Richard pudo echar una ojeada al interior. Allí vio a Gertrude, de espaldas, que con ambas manos apartaba unas grandes plantas florecidas para poder espiar a través del cristal que éstas ocultaban. Avanzando ligeramente para mirar por encima del hombro de la pobre muchacha, Richard tuvo tiempo de ver a Severn, que se subía al caballo, justo en la puerta de las caballerizas, antes de que Gertrude, sobresaltándose por su cercanía, se diera la vuelta bruscamente.
       —¿Tú? —exclamó ella secamente.
       La cabeza de Richard se puso a dar vueltas. Esa única palabra estaba tan cargada de compasión hiriente que parecía poner punto final a todas sus esperanzas. Richard se adentró en la sala y cerró la puerta, manteniendo cogido el picaporte.
       —Gertrude —dijo—, ¡tú quieres a ese hombre!
       —¡Pero por Dios!
       —¿Lo reconoces? —gritó Richard.
       —¿Reconocerlo? Richard Maule, ¿cómo te atreves a utilizar estas palabras? No estoy de humor para soportar una escena. ¡Déjame pasar!
       Gertrude estaba bastante enfurecida, pero Richard parecía enloquecido por completo.
       —Una escena al día es suficiente, supongo —gritó—. ¿Por qué estas lágrimas? ¿No quiso saber nada de ti? ¿Acaso te ha rechazado como tú hiciste conmigo? ¡Criatura desdichada!
       Gertrude le lanzó una mirada de desprecio concentrado.
       —¡Pobre imbécil! —se limitó a decir.
       Le cogió la mano, la arrancó del picaporte, abrió la puerta de par en par y salió rápidamente.
       Richard, una vez solo, se desmoronó sobre un sofá y se tapó la cara con las manos. Le quemaban las mejillas, pero permaneció sin moverse, repitiéndose mecánicamente, como para evitar tener que pensar: “¡Pobre imbécil! ¡Pobre imbécil!”. Luego, se levantó y se marchó.
       Durante varias horas después del incidente, Gertrude consideró que tenía poderosas razones para pensar que el destino había sido injusto con ella. Huelga repetir aquí las palabras que había intercambiado con el capitán Severn. Habían estado casi a punto de llegar a un mutuo entendimiento, y cuando un movimiento común de sus manos ya se disponía a rasgar el velo que los separaba, alguna maligna influencia los había paralizado a ambos. ¿Acaso eran demasiado orgullosos? ¿Tenían demasiada poca imaginación? Debemos contentarnos con suponerlo. Severn había atravesado el patio, como ciego, diciéndose: “Pertenece a otro”, y añadiendo, tras haber visto a Richard: “¡Y vaya uno!”. Gertrude se había acercado a la ventana repitiéndose en voz baja: “Pertenece a él mismo, sólo a él”. Como si aquello no bastara, cuando —incomprendida, ofendida, herida— iba ya a refugiarse en su querido pasado, insulso y lleno de pequeñas obligaciones, en ese momento Richard Maule había surgido para advertirla de que no encontraría ninguna paz, ni siquiera en su propio hogar. En la impertinencia de dicha aparición había algo que le indicaba que el destino jugaba en su contra, y en su mente se deslizó un elemento de pánico hacia ese hombre cuya pasión era tan insistente. Sentía que ahora ya resultaba totalmente inadecuado compadecerse de él. Era esclavo de su pasión, y ésta era tenaz. En reacción frente al exagerado respeto de Severn, halló cierto placer recordando que Richard había sido brutal. Él, al menos, se había atrevido a insultarla, la quería lo bastante para olvidarse de sí delante de ella. No había dudado en hacerse odioso ante ella rechazando así las formas convencionales. ¿Qué le importaba a él la sensación producida? Sólo le preocupaban sus propias impresiones. Dicha reacción fue, sin embargo, tan breve como violenta, ya que Gertrude no podía echarse atrás tan deprisa sin tropezar. Una vez recuperada de dicho incidente, se dio cuenta de que había perdido su sangre fría. Sonrió en su fuero interno ante la idea de que él se había tomado unas vacaciones durante toda un tarde. “Richard tenía razón —se dijo—. No soy en absoluto una estúpida, no puedo serlo aunque lo desee. Soy demasiado la hija de mi padre para eso. Quiero a este hombre, pero me quiero más a mí misma. Así pues, no merezco en modo alguno tenerlo. Si lo quisiera de una manera propia para retener su amor, me sentaría inmediatamente a mi mesa para escribirle un mensaje diciéndole que si no regresa me moriré. Pero no redactaré tal mensaje y tampoco me moriré. Voy a vivir, voy a recuperarme, me ocuparé de mis gallinas, de mis flores y potros, y daré gracias al Señor, cuando sea vieja, por haberme evitado toda acción impúdica. ¡Sí, soy como él me ha hecho! Si un día decepciono a otros es algo que desconozco, ¡pero a mí seguro que no me decepcionaré nunca! ¡Tengo, a pesar de todo, el temperamento de Gertrude Whittaker! Y esto es lo que ha evitado que me ridiculizara escribiéndole al pobre Richard el mensaje que no le mandaré al capitán Severn. Sentía la necesidad de imaginarme que no estaba en lo cierto. He sufrido tan poco que necesitaba una sensación fuerte. Así, como una buena y astuta yanki, creí poder comprarme una sensación a buen precio haciéndome cargo del pobre muchacho. Que el cielo no me permita caer en heroicas grandilocuencias; en particular una grandilocuencia de pacotilla. Me niego a tomar el camino de la grandilocuencia. ¿De qué tengo pues que quejarme? ¿Acaso debo arrancarme los cabellos porque un hombre de gusto se ha resistido a mis inefables encantos? Para ser encantadora, una misma debe dejarse encantar, o al menos ser capaz de dejarse, y, aparentemente, éste no es mi caso. Yo no lo amaba, de lo contrario él lo habría sabido. Si uno no puede arriesgar nada, ¿cómo podemos exigir de los demás que arriesguen algo?”.
       Pero, llegado a este punto de sus meditaciones, Gertrude estuvo a punto de desmoronarse. Sentía que no hacía más que labrarse un futuro lúgubre. No ser jamás amada, salvo por un joven carente de educación y dado a la bebida que nunca maduraría, era una triste perspectiva, pues aquello parecía convertirla en una suerte de vieja tía solterona. Su conciencia la atormentaba a causa de su meditada falsedad hacia Richard y su pasajera tentación de recurrir a él por despecho. Rechazó dicha idea como un acto cruel e inmoral. ¿Era ahora más aceptable Richard para ella que hace un mes? ¿Acaso iba a buscar consuelo allí donde no podía encontrar consejo? Dolida por haber perdido al capitán Severn, ¿iba ahora a ahogar su contrariedad en una pasión inventada a tal efecto? Al haberle causado mentalmente daño al joven, con el tiempo sólo podría apaciguar sus magnánimos remordimientos reparándolos en los hechos. Llegó a lamentar las duras palabras que le había dirigido en el jardín de invierno. Él, es cierto, se había mostrado incorrecto, insolente, pero tenía una excusa. Mucho debía perdonársele puesto que mucho amaba. E incluso ahora que ella le había impuesto a sus sentimientos un régimen más severo que nunca, Gertrude no podía impedir que la embargara un suave escalofrío sentimental —un escalofrío que tenía, tal como hemos sugerido, algo de temblor miedoso— al recordar su voz estridente y sus ojos enfurecidos. Lejos de ella la idea de desear que se repitiera dicha exhibición, por breve que fuera. Simplemente deseaba borrar de la mente mórbida del joven la impresión de que ella lo despreciaba de verdad, ya que sabía que bajo el influjo de semejante impresión él era capaz de ir en busca del más imprudente y desastroso de los consuelos.
       Por lo tanto, no transcurrieron demasiados días antes de que una mañana hiciera ensillar su caballo y, prescindiendo de toda compañía, se pusiese en marcha sola hacia la perdida finca de su amigo. La puerta de entrada y la mitad de las ventanas estaban abiertas, pero sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta alguna. Se dirigió a la parte trasera de la casa, al patio en donde algunas aves de corral picoteaban, lo cruzó hasta llegar a un portal abierto sobre el camino que lo bordeaba. No se veía ninguna silueta humana; Gertrude no vio nada en el calor inmóvil salvo el despliegue de los cultivos en fase de maduración, que observó con aire entendido a pesar de su inquieta búsqueda. Se apoderó de ella un gran malestar mientras contemplaba los campos desiertos, aparentemente abandonados por el joven propietario, y se dijo que ella era tal vez la causa de aquella ausencia. ¿Pero dónde podía estar Richard? Buscando con la mirada y aguzando el oído inútilmente, se le hizo un nudo en la garganta, y a punto estuvo de gritar desesperadamente su nombre. Pero su voz se vio sumergida por el ruido sordo de las ruedas de una carreta, que salía de detrás de una revuelta en el camino. Gertrude fustigó su caballo y galopó hasta la curva. Una gran carreta de cuatro ruedas, cargada con montones de piedras recientemente talladas, arrastrada por cuatro bueyes, se acercaba lentamente hacia ella. A su lado, fustigando con paciencia y gritando con voz monótona, caminaba un muchacho con un sombrero de ala ancha y una camisa roja y los pantalones remetidos en las botas polvorientas. Al ver a Gertrude, se detuvo un instante, sorprendido, y luego reanudó la marcha, haciendo restallar el látigo en el aire. El corazón de Gertrude voló hacia él con un tierno suspiro de alivio. Su siguiente impresión fue que él nunca había tenido mejor aspecto. La verdad es que, con aquel atuendo tan basto, el joven quedaba favorecido. Su cara y su cuello estaban morenos por la semana pasada en el campo; sus ojos estaban claros y sus andares habían adquirido cierta dignidad viril que se acordaba con el aspecto pesado de los animales. Cuando estuvo muy cerca de ella, Gertrude detuvo el caballo y ofreció sus dedos enguantados a la mano morena y cubierta de polvo. Richard los agarró mirándola a los ojos, y luego, por segunda vez, los llevó a sus labios.
       —Disculpa mis guantes —dijo Gertrude con una pequeña sonrisa.
       —Disculpa los míos —contestó él, mostrando sus manos quemadas por el sol y ensuciadas por el trabajo.
       —Richard —dijo Gertrude—, nunca has tenido menos necesidad de disculparte. Nunca has tenido mejor aspecto.
       La miró un momento.
       —Bueno, veo que me has perdonado —exclamó.
       —Sí, te he perdonado, y me he perdonado a mí también al mismo tiempo. Nos comportamos los dos absurdamente, pero teníamos los dos nuestras razones. Me hubiera gustado que volvieras.
       Richard apartó la mirada, aparentemente incapaz de contestar.
       —He tenido mucho que hacer —dijo, por fin, con una sencillez ligeramente estudiada.
       Siempre deseaba producir efecto en ella, y en ese momento le parecía que era la mejor manera de actuar. Fue también cierto instinto de cálculo lo que le impidió a Gertrude expresar toda la alegría que esa respuesta le proporcionaba. Una alegría excesiva habría supuesto una sorpresa indebida, pero, según su plan, tenía la franca intención de esperar lo mejor de su compañero.
       —Si has estado muy ocupado, te felicito. ¿En qué estabas ocupado?
       —Bueno, ¡pues en mil cosas! Estuve picando piedra, cavando, drenando, desbrozando; todo tipo de trabajos. Pensé que lo mejor sería hacerlo yo mismo. Voy a levantar un muro de piedra alrededor de un gran terreno en la colina, allí arriba. Wallace está siempre protestando acerca de las lindes de su propiedad. Quiero fijarlas de una vez por todas. ¿De qué te estás riendo?
       —Me río de ciertas aprensiones estúpidas que me han ocupado durante toda esta semana. Eres más sabio que yo, Richard; yo carezco de toda imaginación.
       —¿Lo cual da a entender que yo sí tengo? Pues no lo bastante para adivinar lo que quieres decir…
       —¿Por qué crees que he venido esta mañana?
       —Porque pensabas que estaba molesto ya que me habías tratado de imbécil.
       —Molesto o algo peor. ¿Qué me merezco pues por el daño que te he hecho?
       —No me has hecho ningún daño. Tenías bastante razón. No tienes por qué conocerme mejor que yo mismo. Es muy tuyo eso de que estés dispuesta a retirar esa palabra despectiva, y de que trates de convencerte de que fuiste injusta. Pero fuiste perfectamente justa, y por tanto acabé aceptándolo. En aquel momento fui un imbécil, un triste e indolente imbécil. No sé si aquel hombre te decía palabras amables. Sin embargo, en el caso de que así fuera, no habrías protestado; se podía leer en tu cara. Yo habría sido menos que un hombre, habría sido indigno de tu... de tu afecto, si no hubiera sabido verlo. Sin embargo, lo vi. Lo vi tan claramente como estos bueyes que tengo delante de mí; con todo, me abalancé sobre ti con mis inoportunas pretensiones. Actuar de este modo era comportarse como un auténtico tonto. Para poder evitar tanta tontería hubiera debido esperar, retirarme, morderme la lengua antes de hablar y hacer cualquier otra cosa. No tengo ningún derecho sobre ti, Gertrude, mientras no sepa hacer un poco mejor la corte; que me hayas hablado como lo hiciste fue la cosa más afortunada del mundo, fue hasta amable. Me permitió ahorrarme la penalidad de buscar a tientas un punto de partida. No hablar como lo hiciste habría sido dejarme salir de rositas; entonces en tal caso sí que me habría molestado o, como dices con tanta prevención, algo peor. Hice una falsa maniobra en el juego, y lo único que ya podía hacer luego era corregirla. Pero no tenías por qué saber que estaba inmediatamente dispuesto a reconocer que mi maniobra había sido un error. Antes, cuando me comportaba como un loco, me obstinaba y trataba de enloquecer a toda la humanidad —a ti, en este caso— con el fin de no ser una excepción. Pero esta vez creo haber tenido una inspiración. Sentí que mi causa era desesperada. Sentí que si me dejaba llevar por mi locura en ese momento, sería ya para siempre. El otro día conocí a un hombre que acababa de regresar de Europa. Pasó el año pasado en Suiza. Me habló de alpinismo, de cómo se escalan los glaciares y todo lo demás. Me contó que a veces se llega a laderas nevadas muy deslizantes, que hay que detenerse bruscamente junto a un precipicio, y si al atravesarlas en diagonal uno tropieza o pierde pie, está perdido, es decir, basta un paso en falso. Por eso hay que llevar un bastón con puntero y, cuando uno nota que resbala —pues no se trata de caerse sentado—, entonces tiene que clavarlo en la nieve delante para recobrar el equilibrio. Hay que hundirlo lo bastante para que no ceda o se rompa: en todo caso, debe doler enormemente eso de apoyarse de golpe en el bastón clavado en vertical sobre la nieve. Pero le da a uno tiempo de levantarse. Pues bien, esto es lo que me ocurrió el otro día. Tropecé y casi me caí. Resbalé y me agarré, pues pude plantar a tiempo el bastón. Casi me partió en dos, pero me salvó la vida.
       Richard hablaba con una mano en el cuello del caballo de Gertrude, y la otra apoyada en su propia cintura, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, y mirando con fijeza los ojos de la muchacha. Ella permanecía tranquilamente inmóvil en la silla, con los ojos clavados en él. Richard había hablado lenta y pausadamente, pero sin vacilaciones ni pasión. “No es una novela, es la realidad”, pensó Gertrude. Y este sentimiento dictó su respuesta, despojándola hasta tal punto de cualquier emoción que pareció trivial.
       —¡Qué suerte has tenido de tener un bastón de alpinista! —dijo ella.
       —Ya nunca viajaré sin él.
       —Al menos nunca con una compañera que tiene la mala costumbre de empujarte fuera del camino.
       —Oh, puedes empujarme todo lo que quieras —contestó Richard—, te doy permiso. Pero ¿no está bien ya de hablar de mí?
       —Como quieras.
       —Pues es todo lo que tenía que decir de momento, salvo que estoy sumamente contento de verte y que, por supuesto, te vas a quedar un rato.
       —Pero si tienes mucho que hacer…
       —Oh, la verdad, no te preocupes por mi trabajo. Ya me he ganado el almuerzo, si no ves ninguna objeción. Y propongo compartirlo contigo. Así que volvamos a la casa.
       Le hizo dar media vuelta al caballo, gritó para que los bueyes se pusieran en marcha, y anduvo al lado de ella sobre el talud herboso, sujetando con una mano las crines del caballo y con la otra mano agarrando el látigo.
       Antes de que hubieran llegado al portalón del patio, Gertrude había reflexionado sobre lo que le había dicho.
       “Ya está bien de hablar de mí —se dijo retomando silenciosamente las palabras de él—. Sí, démosle gracias al cielo: se trata realmente de él. Yo no soy más que un medio en este asunto; la finalidad es él mismo, su carácter y su felicidad”.
       Con este convencimiento le pareció que su papel quedaba considerablemente simplificado. Richard estaba aprendiendo la sabiduría y el control de sí mismo y a ejercitar la razón; ésta era la partida que estaba destinado a ganar. Ella tenía la obligación de permanecer pasiva todo cuanto fuera posible, y de no intervenir en la operación de los dioses que la habían elegido como instrumento para su milagro. Delante de la puerta, Richard colocó sus manos como en altavoz y lanzó una llamada que retumbó en dirección de los campos; en esto, apareció un mozo de la granja que, mirando a Gertrude con sorpresa no disimulada, se encargó de la carreta del amo. Ante el umbral de la granja, Richard invitó a bajar del caballo a su invitada y le rogó que entrara e hiciera como en su propia casa, mientras él mismo se ocupaba de llevar su caballo a los establos. Gertrude descubrió que, en su ausencia, la anciana que llevaba la casa de su amigo había vuelto a aparecer y había preparado el almuerzo. Y antes de que Richard regresara, con el rostro y el cabello brillantes por una reciente ablución, y las mangas de la camisa decentemente disimuladas bajo una chaqueta, Gertrude se había ganado, por lo visto, la entera confianza de Mrs. Catching.
       Gertrude se quitó el sombrero, levantó la falda de equitación y se sentó en frente de su anfitrión, del otro lado del mantel arrugado. El joven jugaba a ser el dueño del lugar con mucha ternura y naturalidad, y Gertrude, ante tanta desenvoltura, se preguntó si debía sacar la conclusión de que su estrella había declinado o, por el contrario, si ya había llegado al cénit en el firmamento.
       No había que darle muchas vueltas para hallar la respuesta a sus dudas. Richard se sentía perfectamente a gusto en su presencia; le había dicho, en efecto, que lo embriagaba y, en verdad, en aquellos momentos en que ella debía oponer su llana tranquilidad a las bruscas agitaciones de su amigo, su presencia tenía para él algo parecido al poder del vino. Le había dicho que era una hechicera, y esta declaración contenía también una parte de verdad. Pero estos sortilegios eran del tipo apacible, no procedían ni de su belleza, ni de su ingenio ni de su gracia; procedían de su carácter. En otras palabras, Gertrude tenía el magnífico poder de hacer olvidar su rostro al amante. Muy agradablemente, le proporcionaba a él un frecuente sentimiento de libertad en calma, una sensación bastante parecida a la que obtenía, a primera hora de la tarde, paseándose por el huerto con la pipa en los labios, oteando las colinas cálidas y vaporosas. Era del todo inocente frente a aquella deliciosa turbación cuya idea había rozado a Gertrude como el resultado esperable de su visita, y que otra mujer tal vez hubiera imaginado como una prueba indispensable de su éxito. “Porphyro se desmayaba”, nos asegura el poeta, en la habitación de Madeleine, la víspera de Santa Agnes. Pero Richard no se desmayaba en absoluto cuando su dama llenaba la vieja habitación polvorienta con su voz, sus gestos y sus miradas; cuando estaba sentada en sus sillas por lo general sin utilizar; cuando arrastraba sus vestidos por la alfombra deslucida; cuando ofrecía su imagen a un pobre espejo que se la devolvía deformada; cuando compartía su pan de cada día. Él no se dejaba impresionar cuando caminaba en casa de ella por las mullidas alfombras y se sentaba a su mesa bien dispuesta; así que ¿por qué debería dejarse impresionar ahora? Miss Whittaker era ella misma en todas partes, y una vez admitida la idea de que estaba serena, estar a su lado equivalía a absorber paz y tranquilidad, tanto en aquel lugar como en cualquier otro.
       Richard, por lo tanto, se sirvió un copioso almuerzo de trabajador a pesar de la presencia de Gertrude; y ella, por deferencia hacia él, comió poco. Por otro lado, ella le hizo preguntas y le ofreció consejos con una libertad de lo más fraterna. Deploraba el mantel agujereado y sus muebles en mal estado, y si bien no era en absoluto maniaca en cuanto a cómo debía llevarse un hogar, no podía dejar de pensar que Richard estaría mejor y sería más feliz si viviera con un poco más de comodidad. Sin embargo, se abstuvo de criticar la modestia de su tren de vida, ya que sentía que la respuesta evidente sería que tal estado de cosas era el precio que él debía pagar por vivir solo; y dadas las circunstancias, era preferible que esa idea quedara sin expresarse.
       Cuando, por fin, Gertrude pensó que era hora de irse, Richard rompió un largo silencio con la siguiente pregunta:
       —Gertrude, ¿quieres realmente a ese hombre?
       —Querido amigo —contestó—, ya me negué a decírtelo la otra vez, pues me lo preguntaste como si estuvieras en tu derecho. Pero ahora no es el caso y te contesto: no, no lo quiero. Estuve cerca de ello, pero no pudo ser. Y, ahora, tengo que marcharme.
       Durante la semana que siguió a aquella conversación, Richard trabajó con renovada tenacidad y se sintió una especie de héroe. Pero una mañana se despertó y había perdido todo su arrojo, obteniendo a cambio mucha molicie y languidez. Había empujado su fe en sí mismo a tal tensión extrema que se había roto la cuerda. Con la esperanza de que los tiernos dedos de Gertrude pudieran reparar la cuerda, acudió aquella misma tarde a su casa. Al atravesar el pueblo, vio a gente leyendo en pequeños corros, por encima de los hombros unos de otros, los últimos periódicos de Boston, y de este modo se enteró de las recientes noticias de una gran batalla en Virginia, que había sido también una gran derrota. Tomó prestado el ejemplar de un hombre que ya lo había hojeado y se precipitó a casa de Gertrude.
       Esta acogió el relato con todas las imprecaciones y apasionados lamentos de rigor. Poco después, apareció el mayor Luttrel y durante una buena media hora sólo se habló de eso, de la batalla. Sin embargo, la conversación se desarrollaba principalmente entre Gertrude y el mayor, el cual halló considerables puntos de desacuerdo, ya que ella era una republicana ferviente, y él se oponía claramente a dichas ideas. Richard se mantenía al margen, escuchando aparentemente, pero con el desapego de quien considera el tema de debate de un interés mucho menor que los modos de aquellos que están enfrascados en él. Por fin, cuando se anunció el té, Gertrude dijo a sus amigos, con toda franqueza, que no los invitaba a quedarse, que la afligían demasiado las desgracias de su país y la visión de las carnicerías y sufrimientos para que pudiera hacer de anfitriona y que, en definitiva, le apetecía estar sola. Naturalmente, a los caballeros no les quedó sino obedecer. Pero Richard salió maldiciendo aquella regla según la cual su amada se sentía incomodada por él en los momentos de tristeza y no buscara su consuelo. Esperó en vano, durante el momento de la despedida, que ella le hiciera una señal para que se quedara, pues si lo que deseaba era deshacerse del otro, la cortesía exigía que se despidiera de ambos. Sin embargo, Gertrude no hizo ninguna señal de ese tipo por la sencilla razón de que no tenía conciencia en absoluto de tales implicaciones. Los hombres se subieron a sus caballos en silencio y se marcharon por la alameda que llevaba de los establos de Miss Whittaker hasta el camino principal. Al final de la avenida distinguieron una silueta que se acercaba a caballo. El corazón de Richard se puso a latir con un irritado presentimiento que se vio confirmado cuando el caballero que se cruzó con ellos resultó ser el capitán Severn. El mayor Luttrel y él mismo, obligados a dirigirle algún saludo al visitante, detuvieron sus cabalgaduras y, como un intento de ignorarlos estando tan cerca hubiera sido una descortesía mucho más grave de la que Richard estaba dispuesto a cometer, el recién llegado también se detuvo.
       —Tristes noticias, ¿verdad? —dijo Severn—. He decidido volver mañana.
       —¿Volver dónde? —preguntó Richard.
       —Al regimiento.
       —¿Pero está en condiciones? —preguntó el mayor Luttrel—. ¿Cómo va su herida en el lado?
       —Va tan bien que me parece que acabaré de recuperarme con la misma facilidad allí. Adiós, mayor, quizá nos volvamos a ver.
       Y le dio la mano al mayor Luttrel.
       —Adiós, señor Maule…
       Y para sorpresa, aunque ligera, de Richard, se inclinó y le tendió la mano.
       Richard la notó algo temblorosa y, al mirar intensamente su rostro, creyó distinguir una especie de agitación, una emoción contenida. Tras esto, sus pensamientos volaron hacia Gertrude; la volvió a ver allí donde la había dejado, sentada en un crepúsculo romántico, sola con su aflicción. “Una palabra —pensó—, una sola palabra, una mirada, un gesto de este hombre afortunado podrá curarla de su desamparo. Oh —se dijo en su fuero interno—, ¡ojalá pudiera con mi mano retenerlo para siempre!”.
       Le pareció al capitán que Richard le estrechaba la mano de modo inútilmente prolongado y violento. “¡Menudas manos tiene este domador de caballos!”, pensó.
       —Adiós —repitió en voz alta, soltándose.
       —Adiós —contestó Richard, y añadió, sin saber realmente por qué—: ¿Va a despedirse de Miss Whittaker?
       —Sí, naturalmente. ¿Es que no está en casa?
       Si dudó o no Richard antes de contestar, eso es algo que él mismo nunca supo. Pero sintió en el pecho tal sacudida que le pareció que había transcurrido mucho tiempo antes de que fuera consciente de su respuesta. Pero es probable que para Severn ésta llegara demasiado pronto.
       —No —dijo Richard—, no está en casa. Se ha ausentado toda la velada. Nos lo acaban de decir, venimos de allí…
       Mientras lo decía le dirigió una mirada rápida a su compañero, desafiándolo a que desmintiera aquellas palabras. Pero el mayor se limitó a cruzar su mirada y a bajar sus ojos. Aquel breve ademán fue una cruel revelación: ¡le había hecho también un favor al mayor!
       —Vaya por Dios —dijo Severn soltando las riendas—, es una pena, una auténtica pena…
       Y la mirada que lanzó hacia la casa desde su montura expresaba más deseo y tristeza de lo que él mismo podía imaginarse.
       Richard sintió que su palidez se convertía en un rubor intenso y ardiente. En las palabras de Severn había una sinceridad y una sencillez casi insoportables.
       Estuvo a punto de gritarle que había mentido, de decirle: “¡No! Está en casa, sola, llorando y lo espera. ¡Acuda a su lado… y váyanse los dos al diablo!”. Pero, antes de que pudiera articular esas palabras, la voz calmada y clara del mayor se interpuso, con un tono cortés que convertía en ridícula toda disculpa.
       —Mi querido capitán —dijo el mayor—, si tiene usted un mensaje, yo se lo transmitiré con sumo gusto.
       —Se lo agradezco, capitán, y acepto. Dígale que lo he sentido. Era mi última oportunidad de verla. Adiós, una vez más.
       Dicho esto el capitán Severn dio rápidamente media vuelta a su caballo, lo espoleó y salió al galope, dejando a sus compañeros inmóviles en medio del camino. Al apagarse el ruido de dicha partida, Richard inspiró, casi sin quererlo. Permanecía en la silla sin moverse, cabizbajo.
       —Señor Maule —dijo el mayor—, esto ha sido arte del de verdad.
       Richard levantó los ojos y dijo:
       —Nunca había mentido antes, nunca.
       —Vaya, en ese caso se las ha arreglado muy bien. Hasta el punto de que casi le creo. ¡No es de extrañar que el pobre Severn se lo haya creído!
       Richard callaba. De repente exclamó:
       —Por Dios, ¿por qué no me trata de bellaco? ¡Lo que he hecho es innoble!
       —Bueno, bueno, no debe torturarse por mi culpa. Digamos que todos sentimos los remordimientos de rigor, y no se hable más del asunto… Debo decirle que le estoy muy agradecido. Si no lo hubiera disuadido, quién sabe si no lo hubiera hecho yo mismo…
       —En tal caso yo le hubiera puesto en evidencia de inmediato.
       —¿No me diga? Así pues hice bien en no decir nada. Si se lo toma así, le confesaré que su pequeña historia me pareció bastante fea. En el fondo me complace mucho no ser yo quien la inventara.
       Richard se sintió empujado a replicar, por el desprecio doloroso que sentía, más hacia su compañero que hacia sí mismo.
       —Me alegra saber que le pareció fea. A mí me pareció bella, piadosa y justa. Por un instante creí que lo que yo decía era exactamente lo que debía decir. Pero usted, usted vio sin duda mi falta en todo su horror y, sin embargo, no hizo nada. No tiene disculpa alguna.
       —Perdone, pero esto es sumamente sutil, pero falso por completo. ¿Quiere echarme la culpa de lo ocurrido? ¡Menuda desfachatez tiene usted! Yo tengo una buena razón: no quiero ver a nadie andando detrás de Miss Whittaker.
       —Ya me lo imagino. Pero su consideración por ella no es desinteresada. De lo contrario…
       El mayor Luttrel sujetó las riendas de Richard y dijo:
       —Señor Maule, sobre este extremo no quiero tener un debate metafísico. Mejor será que no añada nada. Sé que sus sentimientos no tienen nada de envidiable, y por eso mismo estoy dispuesto a mostrarme comprensivo. Pero usted ha de ser educado. Acaba de cometer una bajeza, se avergüenza de ello y quiere endosarme la responsabilidad, lo cual es todavía más lamentable. Siga mi consejo: compórtese como un hombre de carácter y tráguese sus pequeños escrúpulos. Confío en que no sea lo bastante tonto como para pedir disculpas o pensar que puede enmendar lo hecho. En cuanto a decir que le ha parecido piadoso y justo, eso no son sino bobadas. Una mentira es una mentira y como tal es excusable, a veces. Si lo presenta como otra cosa, como algo bello, piadoso, justo, se convierte en algo totalmente inexcusable. Lo que ha dicho era una mentira, para usted y para mí. Como me hace un favor, lo acepto. Creo que lo entenderá. Lo asumo. No pensará que, si no dije nada, fue por su cara bonita. En lo tocante a mi desinteresada consideración hacia Miss Whittaker, no tengo que darle cuentas a usted. Ha de saber simplemente que, si es posible, tengo intención de casarme con ella.
       —No le aceptará. Nunca aceptará a alguien que miente con sangre fría.
       —Me parece que detestará todavía más a alguien que lo hace por mero impulso. ¿Quiere pelearse conmigo? ¿Quiere que me enfade con usted? No le daré tal placer. Ha cometido una bajeza y, para compensarlo, quiere asustar a alguien antes de irse a acostar. Si me toca, le mataré. Pero no tengo la más mínima intención de prestar oído a sus críticas. ¿Tiene usted algo que decir? ¿No? Pues en tal caso, buenas noches.
       Tras lo cual el mayor Luttrel se marchó. Presa de una rabia furibunda, Richard se quedó mudo. ¿Iba a salir tan bien parado, a fin de cuentas? ¡No, por Dios! Permaneció un momento indeciso y enseguida dio media vuelta y se acercó al trote a la puerta del jardín de Gertrude. Allí se detuvo de nuevo; pero, tras una breve vacilación, entró cruzando el paseo enarenado, con el corazón dándole tumbos y lamentando que no pudiera verlo el mayor Luttrel. Durante un momento pensó que éste regresaba y que oía sus pasos. ¡Ah! Si pudiera verlo mientras él confesaba, ¡qué fácil sería todo! Rodeó la casa a lo largo de la fachada y se detuvo debajo de la ventana abierta del salón.
       —¡Gertrude! —llamó a media voz, sin bajar del caballo.
       Enseguida apareció ella.
       —¡Santo Dios, qué haces aquí! —exclamó la joven.
       Su voz no era ni ruda ni suave, pero sus palabras y su tono hicieron que Richard reviviera la entrevista en el invernadero, y notó en ella una clara decepción. Se sintió invadido por la cruel certeza de que esperaba al capitán Severn o, por lo menos, que había confundido su voz con la de él. La verdad es que había entrevisto furtivamente dicha posibilidad, pues Richard apenas había susurrado con algo de fuerza. Richard permaneció en su silla, mirándola y sin decir nada.
       —¿Qué querías? —preguntó Gertrude—. ¿Qué puedo hacer por ti?
       Estaba escrito que Richard no cumpliría con su deber aquella vez. Cuando se dio cuenta de que era Richard quien había pronunciado su nombre, cierta sequedad indefinible marcó la voz de Gertrude. Siguió el hilo de sus pensamientos. Un par de semanas antes, el capitán Severn le había dicho que, si llegaba la noticia de una derrota, no esperaría al final de su convalecencia para volver al regimiento. Tal noticia acababa de llegar, con lo cual estaba claro para ella que su amigo se iba a marchar de inmediato. Naturalmente acudiría a despedirse y, todavía de modo más natural, ella se imaginaba lo que probablemente ocurriría entre ambos en aquel momento crítico. Para decirlo todo hay que saber que veinte minutos antes Gertrude se había despedido de nuestros dos caballeros con esa idea en la cabeza. Al lector no interesado le parecerá sorprendente que la media docena de palabras que cruzó con Richard pudieran contar una historia tan larga. Pero, gracias a la lucidez excepcional que confiere el amor, el pobre Richard pudo descifrarla a la primera. Se sintió inundado por el mismo flujo de rencor, el mismo decaimiento anímico que en el invernadero. Ser testigo de la pasión de Severn por Gertrude era algo que podía soportar. Pero ser testigo de la pasión de Gertrude por Severn era una obligación contra la que su razón se rebelaba.
       —¿Qué querías, Richard? —repitió Gertrude—. ¿Has olvidado alguna cosa?
       —No, nada, ¡nada! —exclamó el joven—. No tiene importancia.
       Tiró con tanta fuerza de las riendas que el caballo casi tropezó, volvió grupas, lo espoleó y franqueó la puerta del jardín al galope.
       En el camino se topó con el mayor Luttrel, que estaba espiando en el sendero.
       —Me voy al infierno, señor —gritó Richard—. Tenga, ¡choque esa mano!
       Luttrel le tendió la mano.
       —Mi pobre amigo —le dijo—, ha perdido completamente la cabeza. Lo lamento por usted. Confío en que no haya cometido ninguna insensatez.
       —No he arreglado nada. ¡Lo he arruinado todo!
       Luttrel sólo lo entendió a medias, pero se sintió aliviado.
       —Haría mejor en volver a casa y acostarse —dijo—. Se va a poner enfermo de tanto darle vueltas.
       —Tengo… tengo miedo de volver a casa —contestó Richard con una voz quebrada—. Por amor de Dios, ¡venga conmigo! —Y el desdichado se puso a llorar—. Tengo demasiada vergüenza para quedarme con nadie… que no sea usted —exclamó entre sollozos.
       El mayor acusó el golpe, pero sintió piedad.
       —Vamos, vamos —dijo—, conseguiremos salir de ésta. Le acompaño a casa.
       Se pusieron en marcha juntos. Aquella velada Richard acabó espantosamente borracho cuando se fue a acostar, a pesar de que el mayor Luttrel se despidió de él a las diez rogándole que dejara de beber. Al día siguiente Richard se despertó con una violenta fiebre; antes de la tarde llegó el doctor, al que había llamado uno de los empleados. Adoptó un tono grave y declaró que Richard estaba seriamente enfermo.


VI

        En la localidades rurales, donde la vida es apacible, un pequeño incidente cobra proporciones considerables; por eso la noticia del regreso repentino a su regimiento del capitán Severn se propagó con mucha rapidez en el círculo de Gertrude. Ella lo supo de boca de su cochero, quien lo había oído comentar en el pueblo, donde vieron al capitán tomar el primer tren de la mañana. Ella se tomó la noticia con aparente calma, pero en su corazón se alzó una gran agitación, que luego remitió. ¡Así que él se había marchado sin despedirse! Tal vez los preparativos de su marcha precipitada no le habían dejado tiempo para visitarla. Sin embargo, por mera cortesía hubiera debido enviarle un breve mensaje, pues Severn había sin duda leído en los ojos de Gertrude un sentimiento que sus labios se negaban a expresar y, además, le debía muchas atenciones a ella. Era muy poco frecuente que Gertrude exigiera a sus amigos nada por la hospitalidad que había podido ofrecerles. Pero, si ahora le dirigía al capitán Severn mudos reproches de ingratitud, era porque había ido más lejos que el hecho de simplemente olvidarse de lo que había hecho por él; era que había olvidado del todo el modo en que ella lo había hecho. Es completamente normal esperar que los amigos más queridos tomen en consideración los sentimientos más profundos de uno; y Gertrude había decidido que Edmund Severn era su mejor amigo. A decir verdad, ella no le había preguntado si aceptaba dicho arreglo, pero lo había utilizado para justificar toda suerte de tácitos deseos; le había ofrecido lo mejor de su compasión femenina, y, cuando le llegó su turno de corresponder, Severn se había apartado de ella sin una mirada siquiera. Gertrude no derramó ni una sola lágrima. Le pareció que ya había llorado bastante por él y que, mortificándose más, despilfarraría algo que ahora era demasiado valioso para ella. Dejaría de pensar en Edmund Severn. En el futuro contaría tan poco para ella como ella había contado para él.
       Fue muy fácil tomar tal resolución, pero Gertrude se dio cuenta de que su puesta en práctica era cosa totalmente distinta. Era imposible pensar en la guerra, comentar las noticias con los vecinos o abrir un diario sin que su pensamiento se dirigiera hacia su amigo ausente. Estaba obsesionada por la idea de que Severn no se había concedido el tiempo suficiente para curarse de sus heridas, y pensaba que después de dos semanas en las duras condiciones de combate acabaría en el hospital.
       Por último, se le ocurrió que una visita a la hermana del capitán, Mrs. Martin, era cuestión de mínima cortesía; la impresión confusa de que aquella dama pudiera ser la depositaria de un mensaje de despedida —quizá de una carta— que todavía no había tenido tiempo de hacerle llegar hizo que Gertrude llevara a cabo sin dilación dicha visita de buena vecindad. El coche que había pedido que estuviera a punto para la visita estaba ya esperando en la puerta —un poco menos de una semana después de la partida de Severn— cuando anunciaron la visita del mayor Luttrel. Gertrude lo recibió con el sombrero puesto, presta ya a salir. La primera preocupación del mayor fue transmitirle el mensaje de despedida del capitán Severn y su lamento de no haber podido hallar un momento para ir a verla. Mientras cumplía con el encargo, Luttrel estudiaba el rostro de Gertrude y le tranquilizó bastante comprobar la calma imperturbable con que era escuchado. Su modo de presentar la despedida de Severn era fruto de una prolongada y perversa reflexión. Le había parecido que dando a entender que el oficial ausente había aludido a Miss Whittaker de manera apresurada y distraída servía mejor sus propios intereses que dando a entender que no había hecho ninguna alusión a ella, ya que esto hubiera supuesto un vacío insondable que la imaginación de Gertrude se habría afanado en colmar. Su razonamiento resultó acertado; en efecto, si bien Luttrel tuvo la tentación de deducir de la impasibilidad de la joven que su disparo había errado el blanco, en realidad lo había alcanzado de pleno, a pesar de la acogida muda y casi sonriente que se le habían reservado a sus palabras. Le bastaron pocos minutos a Gertrude para percatarse del inmenso bien que le había causado el mensaje del capitán. “¡No encontró el momento!”, pensó. De hecho, a medida que asumía todo lo que esa excusa podía significar de indiferencia, sintió cómo su helada y forzada sonrisa se intensificaba en un signo de agradecimiento hacia el mayor.
       Le quedaba al mayor Luttrel una tarea por completar. El día anterior, cuando desconocía aún la enfermedad de Richard, había acudido con su caballo a la granja para interesarse por él y había pasado media hora a los pies de su cama. El lector ya se habrá dado cuenta de que el mayor no era una persona de gran delicadeza; por lo tanto, no le sorprenderá ni chocará saber que viendo al pobre joven postrado, febril, delirando y en un estado que, al parecer, empeoraba con rapidez, sintió una especie de sensación que nada tenía que ver con la desesperación. Para decirlo con crudeza, le satisfizo mucho hallar a Richard postrado en cama. Le había dado muchísimas vueltas al hecho de cómo apartar al joven y ahora resultaba que, para su gran contento, los médicos le quitaban esa grave preocupación. Si, según todos los síntomas, Richard parecía sufrir de fiebres tifoides, incluso si se curaba no podría abandonar la habitación antes de varias semanas. En un mes se pueden hacer muchas cosas; y con energía, se puede lograr todo. Ya hemos informado claramente al lector de que en aquel momento el objetivo del mayor consistía en garantizarse la confianza, la mano y la fortuna de Miss Whittaker. Luttrel no tenía dinero, pero sí múltiples necesidades, y ya había alcanzado una edad —treinta y seis años— que le impedía tener la valentía de construir por pequeñas etapas una carrera que todavía no había tomado los contornos confortables con los que soñaba. Además, sus gustos refinados lo habían sensibilizado, a medida que se acercaba a los cuarenta años, a las numerosas ventajas de un hogar acomodado. Una muchacha de rasgos menos marcados que Gertrude le habría venido de perlas, me atrevería casi a decir; pero, como él mismo se decía: el que nada tiene no puede tener grandes exigencias. Gertrude era una joven con los principios bien asentados, pero, en definitiva, él no le tenía miedo, estaba totalmente dispuesto a cumplir con su deber. Como buen observador que era, había sopesado debidamente los puntos débiles y los puntos fuertes de su posición. Una vez hecho el cálculo, la balanza se inclinaba en su favor; había un solo obstáculo serio: si, informada de la enfermedad de Richard, Gertrude cedía a su condenada bondad y le daba por querer cuidar al enfermo en persona, corría el riesgo, mientras le prodigaba sus cuidados, de enterarse de improviso, a través de las palabras deliberadas del joven, del abominable engaño del que había sido víctima el capitán Severn. ¿Pero qué se podía hacer sino afrontar dicho riesgo? En cuanto al otro obstáculo, que muchas mentes pusilánimes habrían considerado insuperable, Luttrel, con su notable sentido estratégico, lo había convertido de inmediato en su baza principal; me refiero al hecho de que el corazón de Gertrude ya estuviera ocupado. Lo que él conocía de las relaciones entre Miss Whittaker y su colega de regimiento de voluntarios provenía de lo que podía haber captado y observado. Había observado muchas cosas y, en conjunto, lo que sabía era exacto y constituía, en todo caso, lo que hubiera podido llamar un buen bagaje. Había calculado que Gertrude tendría una reacción pasional al enterarse de la aparente desconsideración de Severn. Sabía que en una mujer generosa tal reacción —siempre y cuando no se la atizara— no iba a llegar muy lejos; era precisamente en esto en lo que basaba su estrategia. No la dejaría en paz: la tomaría delicadamente entre sus manos, tiraría de los hilos, jugaría con ellos, los convertiría en una madeja, un hilo de Ariadna destinado a conducirlo a donde él quería ir. Así, confiaba mucho en su habilidad y su tacto. Pero también contaba, como es natural, en sus cualidades personales —cualidades que tal vez tuvieran demasiada rigidez y solidez para que pudiera hablarse de encantos—, pero que podían inspirar confianza. El mayor no era un hombre apuesto, eso se lo dejaba a las personas que no tenían la belleza de la inteligencia; pero su fealdad tenía algo masculino, aristocrático e inteligente. Por otro lado, su figura era lo bastante elegante para hacer olvidar que su nariz no era recta ni su boca bien dibujada. Tenía aspecto de un hombre de acción que fuera al mismo tiempo culto y sociable.
       La ansiedad que Gertrude sintió de repente por Richard le hizo olvidar sus mezquinas penas de amor. El coche que hubiera debido llevarla a casa de Mrs. Martin sirvió a una causa más desinteresada. Profundamente convencido de la benéfica influencia que ejercía su presencia, el mayor pidió permiso para acompañarla; se dirigieron pues a la granja y pronto se hallaron en la habitación de Richard, que estaba a oscuras. El joven estaba sumido en un sueño del que parecía poco prudente despertarlo. Gertrude lanzó un suspiro al comparar la desnudez de aquella habitación con el rico amueblamiento de la suya, y mentalmente hizo la lista de los objetos indispensables que le mandaría a más no tardar. No es que Richard no tuviera los cuidados necesarios. El doctor lo visitaba con frecuencia y la vieja señora Catching tenía mucho sentido común, aunque fuera un poco ruda.
       —Pregunta por usted a menudo, señorita —dijo ésta dirigiéndose a Gertrude, pero con una mirada picara en dirección del mayor—. Pero creo que sería mejor que no viniera muy a menudo. Me temo que más que calmarlo lo acabe alterando.
       —Me temo que ella tiene razón, Miss Whittaker —dijo el mayor, con ganas de abrazar a la señora Catching.
       —¿Y por qué tendría que alterarlo? —preguntó Gertrude—. Estoy acostumbrada a las habitaciones de enfermo; cuidé a mi padre durante un año y medio.
       —Sí, eso está muy bien para un vieja como yo, pero no es un lugar para una joven distinguida con un vestido de cola —contestó la buena mujer mirando los encajes y muselinas de Gertrude.
       —No soy tan distinguida como para abandonar a un amigo con problemas —dijo Gertrude—. Volveré y, si al verme el pobre chico se pone más enfermo, entonces me mantendré alejada. Haré lo que sea para ayudarlo a curarse.
       Se había dado cuenta de que su presencia, en el estado anormal en que se hallaba Richard, podía ser causa de irritación, y estaba dispuesta a permanecer en segundo plano. Al regresar al coche, le dio por pensar con sumo agrado en la bondad de la que había hecho gala el mayor Luttrel al dedicarle dos o tres horas de su precioso tiempo a una causa tan poco interesante; y para poder expresar su satisfacción, lo invitó a que la acompañara a casa y almorzara con ella.
       Poco después, acompañada de Miss Pendexter, Gertrude acudió por segunda vez a casa de Richard. Su estado se había agravado seriamente; estaba acostado, demacrado, sin fuerzas, postrado; su vida parecía estar en peligro. Gertrude prosiguió su camino de inmediato hasta llegar a la capital del condado, que era una aglomeración más importante que aquella en la que vivía; buscó a una enfermera profesional y se puso de acuerdo con ella para que relevara a Mrs. Catching, que estaba agotada por sus noches de vela. Durante un par de semanas, además, hizo que la tuvieran constantemente al corriente a través del doctor. Por su parte, el mayor Luttrel, empleó esta quincena en seguir con su asedio.
       Debe decirse, en su descargo, que no había organizado su cortejo en absoluto según la rigurosa estrategia puesta a punto inicialmente. Se dio cuenta muy pronto de que el rencor de Gertrude —si es que había tal— era demasiado impalpable para que él pudiera utilizarlo, a pesar de toda su ciencia, de modo que decidió hacerle la corte como un amante sincero, día tras día, hora tras hora, confiando para lograrlo en la inspiración del momento, y lo hizo con tal fervor que cierto falso aire de pasión auténtica parecía conferirle una dignidad aduladora a sus devaneos. Sin embargo, no olvidaba a veces que en realidad se beneficiaba de un agravio comparativo fortuito, pero en una medida que no podría nunca evaluar, habida cuenta de la reserva que acompañaría probablemente de por vida a Gertrude.
       Así pues, Gertrude empezó a sentir afecto por aquel amante sincero, por aquel hombre impulsivo y dinámico. No necesitó mucho tiempo para adivinar “qué perseguía”, como se decía por esos parajes. A veces ella tenía tentaciones de decirle francamente que podía quemar las etapas y encontrarse con ella en la línea de llegada sin más dilaciones. Sabía perfectamente que no se enamoraría de él, pero concebía poder vivir con él acompañada de cierta felicidad. Una especie de inmenso cansancio se había adueñado de ella, así como una dolorosísima sensación de soledad. Intuía vagamente que su fortuna le había causado un daño irreparable y sintió un profundo rechazo por tener que ocuparse de ella. Sus bienes le parecían como pinchos que alejaban de ella cualquier simpatía humana. “Si tuviera sólo quinientos dólares al año —se decía a menudo entre reflexión y reflexión—, tal vez le habría gustado”. Por eso, maldiciendo su riqueza y el aislamiento que entrañaba, tenía grandes tentaciones de abandonarse a aquel caballero valeroso y prudente, que parecía haber hallado un perfecto equilibrio entre el amor y el temor que le inspiraba su fortuna. ¿Acaso no estaba condenada a estar siempre entre hombres que representaban ambos extremos? Uniéndose con el mayor Luttrel se garantizaba una protección honorable frente a ello.
       Una tarde, con ocasión de una de sus visitas, Luttrel leyó con tal claridad en los ojos el pensamiento de Gertrude que decidió hablarle. Pero dos nuevos hechos le preocupaban, dos hechos de los que debía desembarazarse para poder recobrar la libertad de acción necesaria para las circunstancias. En primer lugar, había ido a visitar a Richard Maule, cuyo estado mejoraba de un modo repentino e inesperado. Sin embargo, habría sido torpe —y hasta impensable— permitir que Gertrude no se enterara de esta buena noticia.
       —Empiezo por las buenas noticias —dijo con tono solemne—, pero tengo también una muy mala noticia.
       Gertrude le lanzó una rápida mirada.
       —¿Han matado a alguien?
       —Han matado al capitán Severn —dijo el mayor—, lo han matado en una sucia emboscada.
       Gertrude se quedó muda; ¿qué habría podido contestar a este hecho irreparable? Permaneció inmóvil, con la cabeza en la mano, el codo apoyado en la mesa en la que estaba sentada, mirando el motivo del mantel. No dijo ninguno de esos lugares comunes con los que se expresa un lamento trivial, pero se sentía incapaz de expresar una tristeza profunda. No había perdido nada y, según lo que sabía, él tampoco había perdido nada. Tenía que llorar una pérdida ya antigua, una pérdida que tenía ya un mes de antigüedad, y que había llorado todo lo imaginable. Ahora, si cedía a la pena, sólo habría puesto en entredicho la sinceridad de lo que ya le había ocurrido. Cuando alzó sus ojos hacia su compañero estaba aparentemente calmada; sin embargo, añadiré que bastó una breve mirada de Gertrude para que Luttrel comprendiera que no debía sacar conclusiones precipitadas. Ella se dio cuenta de que aquella mirada había revelado su secreto; pero, teniendo en cuenta la muerte de Severn y la posición del mayor, ese tipo de revelación carecía de importancia. Luttrel se aprestaba a seguir cualquier indicación de ella y a cambiar delicadamente de tema cuando Gertrude, que había bajado de nuevo la mirada, la volvió a alzar con un ligero escalofrío y murmuró:
       —Tengo mucho frío. ¿Podría cerrar la ventana que está a su lado, mayor? O mejor, espere, deme el chal que está allí, sobre el diván.
       Luttrel le dio el chal, se lo colocó sobre los hombros y se sentó a su lado.
       —Nuestra época es muy cruel —le dijo a la joven con una sencillez calculada—. Siempre caen los mejores.
       —Sí, es muy cruel y por eso mismo nos sentimos crueles. Nos hace dudar de todo lo que nos enseñaron nuestros pastores y maestros.
       —Cierto, pero nos enseña también algo nuevo.
       —No alcanzo a ver qué —contestó ella, cuyo corazón sentía tanta amargura que casi se sentía maligna—. Nos enseña lo mezquinos que somos. La guerra es una infamia, mayor, a pesar de que es su profesión. Está bien para usted, que la considera como un profesional, y para aquellos que luchan. Pero es lamentable para los que se quedan en sus casas meditando y llorando a los ausentes; es una inmensa desgracia sin nombre para las mujeres, y aún nos llena más de rencor.
       —Bueno, un poco de rencor no es malo en la vida —dijo el mayor—; la guerra es sin duda una abominación, tanto en el frente como en la retaguardia. Pero nuestra guerra, si la comparamos con otras, es bastante justa. Hay grandes cosas en juego. Nada será como antes. Estamos en plena revolución, y ¿en qué consiste una revolución sino en darle la vuelta a todo? Nuestras costumbres y teorías, nuestras tradiciones y convicciones, todo se ve enormemente afectado. Pero, por otro lado —prosiguió el mayor Luttrel, con cierto entusiasmo—, nos deja intacto algo más valioso que todo esto, me refiero a nuestra capacidad de sentir, Miss Whittaker.
       El mayor se detuvo hasta que su mirada cruzó la de Gertrude; entonces, sin dejar de mirarla, dijo:
       —Creo que esta capacidad aún es más fuerte cuando todo lo demás se desmorona y me parece sinceramente que debemos refugiarnos en ella, ¿no le parece?
       —¿La capacidad de sentir qué? —preguntó Gertrude.
       —El afecto, la admiración, ¡la esperanza! —contestó el mayor—. ¡No le pido que toque la lira mientras arde Roma, claro! En realidad, sólo los pobres diablos frustrados tienen tentaciones de tocar la lira. Sólo hay un sentimiento respetable, honorable y hasta sagrado, cualquiera que sea la época o el lugar, ocurra lo que ocurra. No depende de las circunstancias, son ellas las que dependen de él; y con su ayuda, en mi opinión, se puede afrontar cualquier circunstancia. No se trata de la religión, Miss Whittaker —añadió el mayor con una sonrisa elocuente.
       —Si no se trata de la religión —dijo Gertrude—, supongo que se trata del amor. Es algo totalmente distinto.
       —Sí, totalmente distinto, siempre lo he pensado, y me agrada oírselo decir. Hay personas, como sabrá, que tienen una manera sorprendente de mezclarlas. No me considero especialmente piadoso; de hecho, más bien soy descuidado en este ámbito. Es mi naturaleza. La mitad de los hombres son así de nacimiento; si no fuera así tengo la sensación de que los asuntos de este mundo no avanzarían demasiado. Pero creo que sé querer como es preciso, Miss Whittaker.
       —Confío en que así sea por usted, mayor.
       —Gracias, pero dígame una cosa: ¿lo desearía por alguien más?
       Gertrude no bajó la mirada, no se encogió de hombros, no se ruborizó ni gimió. En realidad, empalideció todavía más mientras le aguantaba la mirada intensa a su interlocutor y se disponía a contestarle con la mayor de las franquezas.
       —Si yo le amara, mayor Luttrel, entonces eso es algo que yo querría por interés propio.
       Y ahora fue el mayor quien se puso ligeramente pálido.
       —Mi pregunta estaba en condicional —dijo el mayor—, y la respuesta que me ha dado es también condicional. Me está bien. Así pues, hablaré claramente, Miss Whittaker. ¿Es algo que desea para sí misma, sí o no? O para decirlo todavía más claro: ¿me quiere o no?; pero reconozco que mi valentía no llega a eso, con lo cual le pregunto: ¿puede amarme? Me contentaría incluso una vez más con utilizar el condicional y le preguntaré: ¿podría hacerlo? Aunque, en definitiva, no sé qué hipótesis razonable puede ocultarse detrás de ese condicional. No soy tonto hasta el punto de preguntar a una mujer —sobre todo a una mujer como usted— que me quiera en condicional. Sólo puede contestar en indicativo, con un sí o un no. No la molestaría para obtener un sí o un no si no pensara que le he dejado el tiempo suficiente para tomar una decisión. No hace falta tanto tiempo para aprender a conocer a Robert Luttrel. No pertenezco a la noble especie de los seres insondables. Hace ya varias semanas que somos más o menos íntimos, y como tengo la sensación, Miss Whittaker, de haber mostrado lo mejor de mí, doy por hecho que si no siente usted interés por mi persona ahora, no lo sentirá de aquí a un mes, cuando haya descubierto mis defectos. Sí, Miss Whittaker, le puedo decir solemnemente —dijo el mayor con una emoción auténtica— que le he mostrado lo mejor de mí mismo, como se lo exige el honor a cualquier hombre que se acerque a una mujer con la disposición que yo he tenido respecto a usted. He hecho todo lo posible por complacerla —Luttrel hizo una pausa—; sólo puedo decir que espero haberlo conseguido.
       —No tendría mucha sensibilidad —dijo Gertrude—, si no hubiese visto toda su bondad y cortesía.
       —¡Por Dios, no me hable de cortesía! —exclamó el mayor.
       —Soy muy consciente de su interés, y le agradezco mucho que exprese sus aspiraciones con tanto respeto y consideración. Hablo en serio, mayor Luttrel. Existe cierta moderación en la manera de expresarse, y ha dado con ella. Pero me parece que también hay una moderación en el afecto, con el que quizá deba contentarse. No le quiero, no le quiero en absoluto. Es lo que me dice mi corazón cuando se lo pregunto. Lo que siento no opera demasiados prodigios.
       —¿Puede al menos operar el prodigio de aceptar ser mi esposa?
       Gertrude calló y luego dijo:
       —Si es usted capaz de respetar a una mujer que le da su mano con sangre fría, entonces cuente con la mía.
       Luttrel acercó la silla y le tomó la mano.
       —Quien nada tiene nada puede exigir —dijo, llevando su mano hasta el bigote.
       —¡Oh, mayor Luttrel, no diga eso! Le doy mucho, pero me reservo una cosa… una cosa pequeña —dijo Gertrude vacilando—, que supongo le reservo a Dios.
       —En tal caso no tendré celos —dijo Luttrel.
       —Lo demás se lo entrego, pero pido mucho a cambio.
       —Se lo daré todo.
       —No, no quiero más que aquello que yo puedo dar.
       —Entonces, dígame, por favor —preguntó Luttrel con una sonrisa insinuante—, ¿qué debo hacer con la diferencia?
       —Quédesela. Lo que quiero, mayor, es su protección, sus consejos, su apoyo. Quiero que me saque de aquí, aunque me lleve al ejército. Quiero ver el mundo protegida por su apellido. Le causaré muchos problemas. No soy más que un conjunto de riquezas. Lo que soy no es nada comparado con lo que tengo. Sin embargo, desde que empecé a crecer, soy esclava de lo que tengo. Estoy harta de mis cadenas, deberá usted ayudarme a llevarlas.
       Tras decir esto Gertrude se levantó como para indicarle al mayor que la entrevista se había acabado.
       Todavía Luttrel sujetaba su mano; ella le dio la otra mano. Permaneció con los ojos fijos en ella, como la personificación de la humildad, mientras subía en su pecho un suspiro de acción de gracias por su buena estrella.
       Bajo la presión de las manos Gertrude sintió palpitar su garganta. Y lloró.
       —¡Deberá ser muy amable conmigo! —exclamó mientras él la estrechaba en sus brazos, y ella ponía la cabeza sobre su hombro.


VII

        Una vez que Richard estuvo en vías de curación, su estado mejoró con rapidez. Gertrude le dijo un día a su feliz pretendiente:
       —Mientras no esté del todo recuperado preferiría que Richard no supiera nada de nuestro matrimonio.
       Y añadió con mucha franqueza:
       —Hubo un tiempo en que él estaba enamorado de mí. ¿No se dio nunca cuenta, mayor? Espero que también se cure de esta triste enfermedad. Sin embargo, no espero nada razonable de él mientras no haya recobrado todas sus fuerzas y, como otras personas podrían comentarle mis nuevos proyectos, sugiero que, de momento, los mantengamos en secreto.
       —¿Y si me lo pregunta a bocajarro? —dijo el mayor—. ¿Qué debo contestarle?
       —Es poco probable que lo haga. ¿Por qué sospecharía tal cosa?
       —Es que nuestro amigo es un tipo suspicaz.
       —En ese caso, dígale que no estamos prometidos. Una mujer en mi situación tiene derecho a decir lo que le guste.
       Sin embargo, acordaron que entretanto se efectuarían ciertos preparativos con la mayor discreción y que la ceremonia en sí se celebraría en agosto, teniendo en cuenta que Luttrel esperaba que le ordenasen volver al ejército en otoño. Por esas fechas, Gertrude tuvo la sorpresa de recibir un breve mensaje de Richard, garrapateado a lápiz con un letra tan vacilante que apenas podía leerse. Decía:

     Querida Gertrude:
     No vengas a verme enseguida. No estoy presentable. Tu visita me haría daño y te sentirías chocada. Dios te bendiga.

R. Maule

Miss Whittaker interpretó el ruego como que Richard se había enterado de las recientes asiduidades del mayor Luttrel (no podían haber pasado inadvertidas) y que, imaginándose lo peor, había dado por sentado el noviazgo de Gertrude y se había sentido afectado hasta el punto de que no respondería de sus reacciones si la veía. Le contestó de inmediato diciéndole que esperaría lo que él quisiera y que, entretanto, si el doctor aceptaba que recibiera cartas, le escribiría de vez en cuando.
       “Me va a dar más consejos”, pensó Richard con irritación; por eso no se apresuró en enviarle ningún mensaje. Dado que pensaba dejar su casa y cerrarla después de la boda, Gertrude pasaba largas horas paseando melancólicamente por los caminos entre los prados y los bosques que conocía desde su infancia. Se había liberado de los últimos signos de duelo filial, y ahora caminaba, triste y espléndida, vestida con unos colores vivos que sus allegados debieron considerar como una especie de desafío a sí misma. Los que no la conocían habrían podido pensar que, para una mujer que había elegido con total libertad al compañero de su vida, se mostraba especialmente sombría y taciturna. Cuando miraba en el espejo sus pálidas mejillas y sus ojos apagados, sentía vergüenza por no poder ofrecer un rostro más radiante a su futuro esposo y señor. Había perdido su sonrisa, que era su única belleza, y en el altar parecería siniestra. “Debería ponerme un vestido de algodón y un delantal —se decía— y no estos trajes tan vistosos”. Pero seguía llevando sus bonitos vestidos, gastando dinero y efectuando con meticulosidad sus tareas habituales. Cuando pasó un lapso de tiempo que le pareció conveniente, visitó a Mrs. Martin y la escuchó relatar —sin decir palabra— la muerte de su hermano y elogiarlo con palabras sencillas.
       El mayor Luttrel desempeñó su papel con igual brío, pero con mucho más éxito. No daba muestras ni de excesivo celo ni de negligencia; en su estrategia no había ni demasiada premura ni dilación alguna. Al no haber recibido ningún desaire por parte de Richard, volvió a la granja con la esperanza de que su joven amigo estuviera dispuesto a reanudar aquella alianza contra natura en la que se había refugiado con desesperación durante la trágica velada en que el capitán Severn se había despedido. Durante las largas horas lánguidas e inacabables de sus primeros días de convalecencia, Richard había tenido todo el tiempo del mundo para analizar su situación, reviviendo cada fragmento del pasado más reciente y fijándose una línea de conducta para el futuro. Pero lo que se le imponía más claramente tras aquella meditación era una especie de horror hacia la persona de Robert Luttrel.
       Con dicho estado de ánimo lo halló el mayor; viendo los hombros enflaquecidos del joven, recostado entre almohadones, con el rostro lívido y demacrado y sus grandes ojos oscuros en donde se podía leer la sed de una nueva vida, entendió de repente que, desde otro mundo, desde un mundo mejor se había levantado un soplo invencible que iba a comprometer sus propias esperanzas. Si Richard odiaba al mayor, el lector adivinará sin esfuerzo los sentimientos del mayor hacia Richard. Luttrel quedó estupefacto con el primer comentario:
       —Esta vez supongo que ya es suya —dijo Richard, con cierta calma.
       —No del todo —contestó el capitán—, todavía tiene usted una oportunidad.
       Richard no dijo nada. Luego, bruscamente, preguntó:
       —¿Tiene usted noticias del capitán Severn? Durante un instante el capitán no supo qué responder. Había imaginado que Richard estaría al corriente de la muerte de Severn y se había preguntado, con una mezcla de curiosidad y aprensión, cómo había encajado la noticia. Pero al instante comprendió que, al estar en malos términos con los vecinos, no se había enterado y quizá no lo haría durante algún tiempo. Por ello el mayor decidió —rápida e imprudentemente— prolongar todavía un poco dicha ignorancia; todo eso que salía ganando.
       —No, no tengo noticias —dijo—. Severn y yo no nos conocemos tanto como para escribirnos.

       Cuando por segunda vez Luttrel visitó la granja, encontró al propietario sentado en una mullida butaca de cretona que Gertrude había tomado el día antes de su propio tocador para regalársela.
       —Entonces, ya es suya, ¿verdad? —preguntó Richard.
       Había tal provocación en la pregunta que el mayor dejó de contemporizar.
       —Sí, “ya es mía”, como dice usted con tanta elegancia. Estamos prometidos.
       La cara del joven no dejó traslucir ninguna emoción.
       —¿Se va haciendo a la idea? —preguntó Luttrel.
       —Sí, en la medida en que uno puede hacerse a todo.
       —¿Pero qué demonios imagina que podría haber hecho usted? Dígamelo.
       —En mi estado actual, no es posible ninguna explicación. Quiero decirle que, cualquiera que sea el odio hacia usted, aceptaré el matrimonio de Gertrude.
       —Muy amable por su parte. Y muy prudente —añadió el mayor.
       —Cada vez soy más prudente. En esta butaca tengo la sensación de ser Salomón en su trono. Pero he de reconocerle que no alcanzo a ver cómo ella lo ha aceptado a usted.
       —Ya ve, cada cual tiene sus gustos —dijo el mayor con un tono complacido.
       —Sin duda, pero yo pensaba que el de ella era mejor.
       Aquí se detuvo la conversación acerca del futuro. Richard fue recobrando fuerzas y de este modo logró ir retrasando el momento de volver a ver a Gertrude. Un mes antes, se habría sentido insultado si se le hubiera insinuado que un día se resignaría a perderla de aquel modo. Pero no quería verla por dos motivos: primero, porque creía que sería penoso para él —o al menos debería serlo lógicamente— considerar con total desapego a la mujer que había amado; y, luego, porque por mucho que buscara razones frente a tal indiferencia recientemente adquirida, no podía impedir del todo ver en ello una última manifestación de su enfermedad, y de pensar que cuando estuviera otra vez en condiciones, al aire libre y en medio de los elementos naturales con los cuales había anudado desde hacía tiempo una especie de acuerdo carnal, recuperaría, cual torrentes bulliciosos, sus impulsos viriles y su vigor de otro tiempo. Cuando hubiese fumado la pipa al sol, a la intemperie, cuando se hubiera vuelto a acostumbrar al paso largo y suave de su yegua, entonces volvería a ver a Gertrude. Si aquel cambio se había producido en él es que ella lo había decepcionado; ella, a la que siempre había considerado infinitamente superior a él. Al aceptar la propuesta de matrimonio del mayor Luttrel, un hombre al que despreciaba, había causado tal daño a su noble naturaleza que se había apeado de su pedestal. Richard no dejaba de preguntarse si su odio hacia el mayor tenía fundamento. Lo aceptaba como una reacción instintiva e infalible. A decir verdad, si se hubiera interrogado, ¿no tenía motivos suficientes? Además, tenía la cruel sensación de sufrir un daño inmerecido. Un inmenso remordimiento lo había torturado llevándolo al embrutecimiento y luego hasta el umbral de la muerte por una ofensa que había considerado mortal pero que, en definitiva, era únicamente un fantasma nacido de su exacerbada conciencia. ¡Qué tonto había sido! Tonto por ceder a esos miedos no razonados, tonto por arrepentirse de aquella manera… ¡Casarse con el mayor Luttrel! En esto desembocaba la angustia que había creído ver en Gertrude. En esto desembocaba —¿hay que añadirlo?— esa preocupación de enmendarse honorablemente y que tanto pavor le había causado a Luttrel. Richard había sido generoso; en adelante, sería justo.
       Lejos de obstaculizar su curación, aquellas reflexiones la aceleraron. Un buena mañana, a principios de agosto, se le anunció a Gertrude la visita de Richard. Era un día asfixiante, sin un soplo de aire, y Miss Whittaker, cuya palidez habitual se veía acrecentada por el calor, estaba sentada, sola, vestida con un vestido blanco muy fino, apartando las moscas y los pensamientos inoportunos con igual indolencia. Se encontró con el joven plantado en medio del salón, con sus botas y espuelas.
       —¡Vaya, Richard —exclamó—, por fin consientes que nos veamos!
       Cuando él la miró, Gertrude dio un sobresalto y se quedó como paralizada, sin prestar atención a sus palabras ni a la mano que se le tendía. Richard no veía a Gertrude, sino a su fantasma.
       —¡Santo Dios! ¿Qué te ha pasado? ¿Has estado enferma también?
       Gertrude intentó sonreír y fingió sorpresa por la sorpresa de Richard, pero sus músculos se negaron a obedecer. Las palabras y la mirada de Richard reflejaban más fielmente que cualquier espejo el aspecto devastado de su persona, el profundo desconsuelo de su alma. Se sintió presa de debilidad y retrocedió hasta un diván, en el que se dejó caer.
       Richard tuvo entonces la impresión de que la habitación daba vueltas a su alrededor y de que las imprecaciones se le agolpaban en la garganta, como si su extravagante pasión de antaño se apoderase de nuevo de él, semejante a una legión en la que se hubieran mezclado ángeles y demonios. A través de una compasión del todo inesperada regresó su amor. Se acercó y se arrodilló a los pies de Gertrude.
       —Háblame —exclamó, tomándole de las manos—. ¿Eres desgraciada? ¿Acaso tu corazón está roto? ¡Oh, Gertrude! ¿Cómo has podido llegar a esto?
       Gertrude soltó las manos y se levantó.
       —No te quedes así, Richard —dijo—. Mide tus palabras. No estoy bien. Estoy muy contenta de verte. Tú, en cambio, tienes buen aspecto.
       —He recobrado mis fuerzas, mientras las tuyas han declinado. Eres desdichada, ¡muy desdichada! Es inútil que lo niegues Gertrude, salta a la vista. ¡Estás martirizada!
       —Ah, Richard, eres siempre el mismo… —contestó Gertrude intentado sonreír otra vez.
       —Ojalá tú también, ojalá fueras siempre la misma, Gertrude… No intentes sonreír, ¡no lo conseguirás!
       —¡Oh, sí! —exclamó con la energía de la desesperación—. Me voy a casar, como sabes.
       —Lo sé, pero no te felicito.
       —Nunca conté con semejante honor, Richard. Deberé prescindir de ello.
       —Deberás prescindir de muchas cosas —exclamó Richard, horrorizado de verla inmolarse, en su opinión, con los ojos cerrados.
       —Tengo todo lo que deseo —dijo Gertrude.
       —Pero no tienes todo lo que tus amigos te desean.
       —Mis amigos son muy amables, pero, a la hora de casarme, sólo me escucho a mí.
       —No, no te escuchas a ti —replicó él—. Escuchas… qué sé yo... a tu orgullo, a tu desesperación, ¡a tu desconsuelo!
       Al mirarla creía descifrar el secreto de su debilidad y tuvo ganas de estrangular al hombre que se había aprovechado de ella tan cobardemente.
       —Gertrude —exclamó Richard—, te suplico que eches marcha atrás. No por mí, pues estoy dispuesto a renunciar a ti, a irme a miles de kilómetros y a no volver a verte nunca más. Es por ti. En nombre de tu felicidad, ¡rompe con ese hombre! No te infravalores. Cómprale tu libertad, si crees que le estás obligada. Dale tu dinero. A él es lo único que le interesa.
       A medida que lo escuchaba, la sangre parecía afluir de nuevo a las mejillas de Gertrude, y una llama se encendía en su mirada. Miró a Richard de arriba abajo.
       —No estás débil —dijo—. Estás en forma y conservas toda tu lucidez. Así que dime a dónde quieres ir a parar. Insultas a mi mejor amigo. ¡Dame una explicación! Me insinúas una serie de horrores… ¡Dilos claramente!
       Desvió los ojos de repente hacia la puerta, y Richard siguió su mirada. El mayor Luttrel estaba de pie en el umbral.
       —Entre, caballero —dijo Richard—. Gertrude no quiere oír nada malo sobre usted. Venga y dígale que se equivoca. ¿Cómo puede usted seguir persiguiendo a una mujer que ha puesto en tal estado? Recuerde cómo estaba hace tres meses ¡y mírela ahora!
       Luttrel padeció el ataque en toda regla sin inmutarse. Había reconocido la voz de Richard desde la entrada y se había armado de paciencia para afrontarlo. Hizo como si no hubiera oído las primeras palabras del joven, sino sólo las últimas; giró entonces la cabeza como un autómata en dirección de Gertrude, fingiendo obedecer a aquella última orden.
       —¿Qué te ocurre? —preguntó dirigiéndose hacia ella y dándole la mano—. ¿Estás enferma?
       Gertrude le dejó la mano, pero no lo miró.
       —¡Enferma! ¡Claro que está enferma! —gritó Richard con pasión—. Se está muriendo, se está consumiendo. Ya sé que parece que estoy desempeñando un papel detestable en estos momentos, Gertrude, pero te prometo que no puedo evitarlo. Doy la sensación de que soy un traidor, un espía, un delator, un soplón, ¡pero no es en absoluto lo que siento! Y, sin embargo, si me lo pides, me iré.
       —¿Tiene que marcharse, Gertrude? —preguntó Luttrel sin mirar a Richard.
       —¡No! Que se quede y que dé una explicación. Te ha acusado, Luttrel: que diga cuáles son sus pruebas.
       —Yo ya sé lo qué va a decir —contestó Luttrel—. Y no saldré bien parado. A pesar de todo, ¿quieres escucharlo?
       Gertrude soltó bruscamente su mano de la de Luttrel.
       —Habla, Richard —exclamó Gertrude con un gesto apasionado.
       —Te va a doler, Gertrude —dijo Richard—. Te he causado un daño espantoso. Ignoraba el alcance de este daño antes de que te viera hoy tan terriblemente cambiada. En cuanto me enteré de que ibas a casarte, pensé que eso no tenía demasiada importancia y que había tenido remordimientos en balde. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que él también es consciente de ello. Me dijiste un día que ya no querías al capitán Severn. No era verdad: nunca has dejado de quererlo, incluso lo quieres en este momento. Si lo hirieran otra vez en la próxima batalla, ¿cómo reaccionarías? ¿Cómo podrías soportarlo?
       Y Richard se detuvo un instante, de tan vehemente que era su pregunta.
       —¡Por Dios —gritó Gertrude—, respeta a los muertos!
       —¿Los muertos? ¿Está muerto?
       Gertrude ocultó el rostro en sus manos.
       —¡Qué bruto es! —dijo Luttrel.
       Richard se dio la vuelta hacia él con un aire feroz.
       —¡Vaya quién para dar lecciones! —rugió Richard—. ¡Me dijo que estaba perfectamente bien!
       Gertrude tuvo un gesto de mudo desamparo.
       —Tú lo has querido, querida —dijo Luttrel con altivez.
       Richard, que había empalidecido, se puso a temblar.
       —Lo siento, Gertrude —dijo Richard con una voz estrangulada—. Me engañaron. ¡Cómo lo siento por ti, Gertrude! —siguió diciendo entre murmuros mientras se acercaba a ella—. Yo lo he matado.
       Con el rostro teñido de un horror inefable, Gertrude se echaba hacia atrás a medida que él se acercaba.
       —Yo… y él —añadió Richard señalando a Luttrel.
       Gertrude siguió con la mirada aquel gesto, y fue el pretendiente quien se convirtió en el blanco del desprecio insostenible de ambos. Aquella mirada hizo que la valentía de Luttrel vacilara.
       —¿No dejarás nunca de atormentarme? —le dijo Gertrude a Richard, con un gemido—. ¡Haz el favor de hablar!
       —Él te quería, y tú pensabas que no —dijo Richard—. Lo entendí la primera vez que lo vi. Era clarísimo, era transparente para todos, salvo para ti. El mayor Luttrel también lo entendió. Pero Severn era demasiado reservado, nunca pensó que sentías afecto por él. Antes de regresar al ejército, la víspera misma, vino a despedirse de ti. Si te hubiera visto, habría sido mejor para todo el mundo. Recordarás esa velada, por supuesto. Luttrel y yo nos cruzamos con él. Severn estaba muy excitado; estaba dispuesto a contártelo todo. Yo lo sabía; y Luttrel, usted lo sabía; hasta un ciego lo habría visto. Yo me interpuse. Hice que volviera para atrás, le mentí y le dije que no estabas en casa. Fue pura y simple cobardía. Yo sabía que lo esperabas. Pero fue más fuerte que yo, y creo que lo volvería a hacer. Le perseguía el infortunio y se marchó. Yo fui a decírtelo, pero mis celos infernales impidieron que salieran las palabras. Volví a casa y bebí hasta enfermar. Te he causado un daño que no podré reparar nunca. Si pensara que te serviría de algo, me ahorcaría.
       Richard hablaba con una voz lenta, pausada, clara, como si la Justicia en persona, la irresistible Justicia hubiera colocado la mano sobre su nuca y lo obligara a caerse de rodillas. Teniendo en cuenta la consternación de Gertrude, sólo resultaba posible una confesión sin reservas. En la actitud de Luttrel, que permanecía allí, inmóvil, con la cabeza erguida y los brazos cruzados, la mirada de ojos grises clavada en lontananza, Richard percibía una insostenible insolencia; no una insolencia hacia él —ya que eso le importaba poco—, sino insolencia hacia Gertrude y hacia la horrible solemnidad de aquel instante. Richard lanzó una mirada cargada de desprecio de lo más violento al mayor Luttrel.
       —En cuanto al mayor Luttrel —dijo Richard—, se contentó con ser un espectador pasivo. No, Gertrude —gritó, incapaz de contenerse—: lo digo ante Dios, ¡fue peor que yo! Yo al menos te quería; ¡él, no!
       —Los hechos que cuenta nuestro amigo son exactos, Gertrude —dijo con calma Luttrel—. Pero las conclusiones son inexactas. Es cierto que fui un espectador pasivo de su engaño. Parecía que él disfrutaba de cierta autoridad sobre tus deseos y tus actos —y yo os respetaba demasiado a ambos para cuestionarme nada—. Y llegué a la conclusión de que él actuaba como acaba de contarlo justamente en nombre de dicha familiaridad. Recuerda que nos habías pedido que nos fuéramos con el pretexto de que no estabas de humor para tener visitas. Por lo tanto, al hacerle creer a otro visitante que estabas ausente, me pareció que incurríamos en un exceso de celo, sin duda, pero que era un exceso en definitiva perdonable. No olvides que lo ignoraba todo de tus relaciones con ese visitante, que sobre este punto quizá te hayas confiado a otros, pero ni una sola vez a mí, y que Mr. Maule acaba ahora de abrirme los ojos. Sin embargo, no tengo por qué creer nada de lo que dice. Sólo pensaré que te he herido cuando te lo oiga decir a ti misma.
       Richard hizo un gesto como si estuviera a punto de lanzarle una invectiva al mayor; pero Gertrude, que había permanecido inmóvil y con los ojos fijos en el suelo, los levantó rápidamente y con una mirada imperiosa se lo prohibió. Había escuchado y había tomado su decisión.
       —Mayor Luttrel —dijo—, fue usted claramente cómplice de un acto que tuvo para mí consecuencias muy dolorosas. Es mi obligación decírselo. Un cómplice totalmente involuntario, por supuesto. Me apiado de usted más de lo que cabe imaginar. Merece que se le tenga más compasión que a mí misma. Es cierto que nunca me sinceré con usted. Con Richard, tampoco. Tenía un secreto, y él lo descubrió. Usted tuvo menos suerte.
       Un testigo objetivo del drama hubiera podido detectar en estas última cuatro palabras un ínfimo rastro de trágica ironía. Gertrude se calló un instante mientras Luttrel la miraba con intención sostenida y Richard, movido por un sentimiento de delicadeza un poco tardío, se alejó hasta la ventana. Ella siguió diciendo:
       —Es el momento más duro de mi vida. Apenas sé cuál es mi obligación. La única cosa evidente para mí es que debo pedirle que me libere de mi compromiso. Se lo pido con toda humildad —siguió diciendo Gertrude, con calidez en las palabras, pero una frialdad gélida en la voz, una frialdad que no podía evitar a pesar de que le provocaba mareos—. Para mí está claro que le costará renunciar a mí; sé que es pedir mucho y... —se obligó a decir lo que había decidido expresar— le estaré infinitamente agradecida si pusiera una condición para devolverme mi libertad. Se ha comportado honorablemente respecto a mí, y yo le pago a cambio con ingratitud. Pero no puedo casarme con usted —su voz empezó a quebrarse—. Le he mentido desde el inicio. No puedo darle mi corazón. Sería para usted una esposa lamentable.
       El mayor también había escuchado y tomó su decisión; en aquellas circunstancias tan extremas se mostró perfectamente digno de su reputación de hombre de mundo. Comprendió que Gertrude no cambiaría de opinión y decidió no oponerse a un designio tan inexpugnable. En la mirada, en el tono de voz de la joven, percibió que para ella toda su perfecta y viril dignidad se había evaporado y que su integridad había perdido todo su esplendor. Pero también se dio cuenta de la firme determinación de jamás reconocérselo a sí misma y de jamás proclamarlo públicamente, y aquella determinación de Gertrude lo alivió. Sus esperanzas, sus ambiciones, sus sueños de futuro no eran más que un amasijo de cristales rotos; pero mostraría la misma elegancia que Gertrude. Ella había descubierto su secreto, pero lo había perdonado. El mayor estuvo inspirado.
       —Al menos has hablado con franqueza —dijo—. No dejas ningún lugar a la duda y a la esperanza. Con las pocas luces que tengo no puedo decir que entiendo tus sentimientos, pero me inclino ante ellos con respeto infinito. Creo firmemente que sufres por lo que estás pidiendo y no voy a añadir más sufrimiento invocando mis propios sentimientos. Sólo me preocupa tu felicidad. La has perdido y yo te ofrezco sólo la mía a cambio. Y aunque sea lo más natural decírtelo —añadió—, debo declararte que te agradezco la confianza implícita que mantienes respecto a mi integridad.
       Le tendió la mano; al darle la suya, Gertrude cobró conciencia de lo terriblemente equivocada que estaba, y lo miró con una expresión tan humilde, tan desamparada y tan agradecida que se podría decir que Luttrel salió triunfador, a la postre, de todo aquel episodio.
       Una vez que se hubo ido, Richard se volvió hacia Gertrude con una gran sensación de alivio. Había oído las palabras de Gertrude, y sabía que no había sido totalmente justa, pero, a pesar de todo, le estaba agradecido. Ahora que había llevado a cabo su deber, sintió de repente un enorme cansancio. Miró mecánicamente a Gertrude y casi igual de mecánicamente se acercó a ella. Gertrude lo vio cruzar lentamente la amplia sala, el rostro desdibujado al contraluz velado por las cortinas y sintió cómo se le encogía el corazón al ver todo aquel cansancio que expresaba su ser.
       “Me ha salvado —se dijo—, pero su pasión ha perecido en la tormenta”.
       —Richard —dijo con una voz clara—, te perdono.
       Richard se detuvo. Aquella idea había perdido su encanto.
       —Eres muy buena —contestó con un tono cansino—. Eres demasiado buena. ¿Cómo sabes que me perdonas? Espera a estar segura.
       Gertrude lo miró como no lo había hecho nunca, pero él no se dio cuenta. Sólo veía a una muchacha triste y sin belleza, con un vestido blanco, moviendo el abanico con nerviosismo. Él sólo pensaba en sí mismo. Si hubiera pensado en ella habría leído en su mirada insistente que la había conquistado; y al darse cuenta de eso, si hubiera abierto los brazos, Gertrude se habría refugiado en ellos. Esperamos que al lector no le choque esta precisión. Ella no lo odiaba, no lo despreciaba como hubiera podido, en pura lógica, por lo que él había hecho. A pesar de todo, sentía que había valor en él, y aquel descubrimiento lo hacía atractivo. Richard, por su parte, descubría con humildad aquella misma verdad y empezaba a respetarse a sí mismo. El pasado se había cerrado detrás de él, y la pobre Gertrude, al no saber escapar a tiempo quedaba para siempre prisionera de él. El futuro empezaba a dibujarse para Richard, y en él no estaba Gertrude. Por eso no abrió los brazos.
       —Adiós, Gertrude —dijo tendiéndole la mano—. Puede que no nos volvamos a ver en bastante tiempo.
       Gertrude tuvo la sensación de que la abandonaba el mundo entero.
       —¿Te marchas? —preguntó con temblor en la voz.
       —Lo vendo todo, pago mis deudas y me voy al frente.
       Ella le dio la mano, que él estrechó sin decir nada. No se puede luchar contra la guerra; con lo cual Gertrude renunció a él.
       Con esta separación concluye en realidad mi historia, y si contara más cosas sería tanto como iniciar un nuevo relato. Sin embargo, es mi obligación añadir rápidamente que el mayor Luttrel, siguiendo una lógica propia, se abstuvo de vengarse. Y que si el tiempo no lo vengó, al menos sí acabó recompensándolo.


* * *

         El general Luttrel, que ha perdido recientemente el brazo antes de que acabara la guerra, se ha casado no hace mucho con Miss Van Winkel, de Filadelfia, que cuenta con una renta de setenta mil dólares anuales. Richard se puso al servicio de su país y obtuvo, no sin dificultades, un cargo de oficial en el regimiento de voluntarios. Participó en muchas batallas, pero salió ileso de todas ellas. Una vez alcanzada la paz, volvió a su pueblo natal, sin hogar ni recursos. Una de sus primeras iniciativas fue ir a visitar a Miss Whittaker, con cortesía y respeto.
       Ésta había ampliado considerablemente el círculo de amistades, algunas de las cuales acudían de Boston y se instalaban en su casa. Gertrude fue de lo más amable con él, pero era una amabilidad menos espontánea que en otros tiempos. Había perdido mucho de su lozanía y simplicidad juveniles. Richard se preguntaba si había hecho votos de celibato, pero, naturalmente, no se lo preguntó. Ella le preguntó por sus proyectos y su situación financiera, e insistió mucho en prestarle dinero, cosa que él rechazó. Tras la visita, Richard estuvo paseando por las tierras de Gertrude y por el río. Recordando los días lejanos en que había aspirado a su amor, tuvo la convicción de que ninguna mujer representaría para él lo que ella había representado. Durante su estancia en la región se reconcilió con uno de los viejos terratenientes a los que en su alocada juventud había insultado, pero que, por suerte, le proporcionó un empleo temporal. Sin embargo, siente una gran aversión por su actual situación y desea vivamente probar suerte en el Oeste. Pero hasta ahora no ha logrado los medios necesarios para emigrar en buenas condiciones. Bebe, pero sin exceso.
       Hablar de los sentimientos de Gertrude hacia Richard nos llevaría demasiado lejos. Poco tiempo después del regreso de Richard, ella abandonó su tren de vida y tomó la valiente decisión —valiente al menos para una mujer joven y soltera y que ignora las costumbres de su propio país— de pasar alguna temporada en Europa. La última vez que oí hablar de ella vivía en la antigua ciudad de Florencia. Su gran fortuna, a la que solía acusar de impedirle cualquier muestra de simpatía humana, le garantiza ahora una protección sumamente eficaz. Entre sus compatriotas que viven como ella en el extranjero pasa por ser una mujer muy independiente y muy satisfecha con su suerte. Sin embargo, como se acerca de la treintena, a veces se alude veladamente a una pequeña aventura amorosa en su pasado que explicaría su prolongada soltería.



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