Italo Calvino
(1923-1985)


Comida con un pastor
Ultimo viene il corvo (1949)


      Fue un error de nuestro padre, como siempre. Había hecho venir a aquel muchacho de un pueblecito de montaña para que nos guardara las cabras. Y el día en que llegó quiso invitarlo a comer con nosotros.
       Nuestro padre no comprende las diferencias que existen entre las gentes, la diferencia entre un comedor como el nuestro, con muebles tallados, alfombras con dibujos oscuros, mayólicas, y las casas de piedra, ahumadas, con suelo de tierra batida y festones de papel de periódico negros de moscas en el manto de las chimeneas. Nuestro padre se mueve en todas partes con esa cordialidad suya sin ceremonias, de quien no permite que le cambien el plato, y cuando sale de caza todos lo invitan, y por la noche vienen a verlo para zanjar pleitos. Nosotros, sus hijos, no. Mi hermano quizá pase todavía: con su aire de complicidad taciturna puede suscitar alguna confidencia escabrosa; pero yo sé lo difícil que es hablarse entre seres humanos y siento todo el tiempo las distancias entre las clases y las culturas que se abren bajo mis pies como abismos.
       Él entra; yo estoy leyendo un periódico. Y mi padre empieza a echarle largos discursos, ¿qué necesidad había?, se sentirá cada vez incómodo. Pues no. Alcé los ojos y estaba en medio de la sala, las manos colgando, el mentón apoyado en el pecho, pero mirando hacia adelante, obstinado. Era un pastor de mi edad, aproximadamente, de pelo compacto y leñoso y las facciones abombadas: frente, órbitas, mandíbula. Llevaba una camisa oscura de soldado, abotonada, que le apretaba la nuez y un pobre traje mal cortado del que parecían desbordarle las grandes manos nudosas y los zapatones pesados y lentos sobre el suelo brillante.
       —Éste es mi hijo Quinto —dijo mi padre—, está en la secundaria.
       Yo me levanté aventurando una expresión sonriente y mi mano tendida se encontró con la suya y enseguida las retiramos sin mirarnos a la cara. Mi padre había empezado ya a contar de mí cosas que no le importaban a nadie: de cuánto me faltaba para terminar mis estudios, de un lirón que había matado yo una vez que salí a cazar en los pagos del muchacho; y yo me encogía de hombros con frases como: «¿Yo? ¡Qué va!», cada vez que algo me parecía inexacto. El pastor seguía mudo e inmóvil y no se sabía si escuchaba: de vez en cuando lanzaba una rápida ojeada hacia una pared, una cortina, como un animal enjaulado que busca una salida.
       Entretanto mi padre había cambiado de tema y ahora daba vueltas por la habitación y hablaba de ciertas variedades de hortalizas que se cultivaban en aquellos valles y le hacía preguntas al muchacho y él con el mentón clavado en el pecho y la boca semicerrada seguía contestando que no sabía. Escondido detrás del periódico, yo esperaba que sirvieran la comida. Pero mi padre ya había hecho sentar al invitado y había traído de la cocina un pepino y lo cortaba en tajadas finas en el plato de la sopa, para que lo comiera, decía, como entrante.
       Mi madre apareció, alta y con un vestido negro bordeado de encaje y su pelo blanco y lacio con una raya impecable.
       —Ah, aquí está nuestro pastorcito —dijo—. ¿Has tenido un buen viaje?
       El muchacho no se levantó y no contestó, alzó la mirada hacia mi madre, una mirada llena de desconfianza y de incomprensión. Yo estaba con él de todo corazón: desaprobaba ese tono de superioridad afectuosa de mi madre, su tuteo de patrona: si hubiera hablado en dialecto como nuestro padre, pase, pero hablaba en italiano, un italiano frío como una pared de mármol frente al pobre pastor.
       Yo quería desviar la conversación, protegerlo. Entonces leí una noticia en el periódico, una noticia que sólo podía interesar a mis padres, sobre un yacimiento mineral descubierto en una localidad africana donde vivían unos conocidos nuestros. Había elegido a propósito una noticia que no tuviera absolutamente nada que ver con nuestro huésped, llena de nombres que le eran desconocidos; y no para hacerle pesar más su aislamiento, sino como para cavar un foso a su alrededor y darle un respiro, distraer de él por un momento las agobiantes atenciones de mis padres. Tal vez también mi gesto fue malinterpretado por él y tuvo un efecto contrario, porque mi padre empezó a desenterrar una de sus historias africanas y a confundir al chico con un embrollo de extraños nombres de lugares, poblaciones y animales.
       Ya iban a servir la sopa cuando apareció mi abuela en su silla de ruedas empujada por mi pobre hermana Cristina. Tuvieron que gritarle a la oreja de qué se trataba. Y mi madre llegó incluso a hacer las presentaciones:
       —Éste es Giovannino, que nos cuidará las cabras. Mi madre. Mi hija Cristina.
       Yo enrojecía de vergüenza al oír que lo llamaban Giovannino; quién sabe cómo sonaría aquel nombre en el cerrado y tosco dialecto de la montaña: sin duda era la primera vez que lo llamaban de esa manera.
       Mi abuela asintió con su calma patriarcal:
       —¡Muy bien, Giovannino, esperemos que no se te escape ninguna cabra, eh!
       Mi hermana Cristina, que en cualquiera de las raras visitas que recibimos ve personas de suma importancia, semiescondida como estaba detrás del respaldo de la silla de ruedas, se adelantó muy asustada murmurando:
       —Encantadísima —y le dio la mano que él rozó torpemente.
       El pastor estaba sentado en el borde de la silla, pero mantenía los hombros echados hacia atrás y las manos abiertas sobre el mantel, mirando a mi abuela como fascinado. Esa viejecita encogida en la gran silla, con los mitones que le descubrían los dedos exangües vagamente gesticulantes en el aire, y aquel rostro minúsculo bajo la avalancha de las arrugas, aquellas gafas que apuntaban en dirección a él tratando de descifrar alguna forma en el confuso montón de sombras y colores que le transmitían sus ojos, y esa manera de expresarse en italiano como si estuviese leyendo un libro, todo debía de parecerle nuevo, diferente de las otras imágenes de la vejez que él tenía.
       Mi pobre hermana Cristina, que por su parte estaba no menos perdida, como cada vez que veía caras nuevas, con las manos siempre juntas debajo de la pañoleta que le modelaba los hombros deformes, se adelantó hasta el centro de la sala y, alzando hacia los cristales de la ventana los ojos claros y despavoridos, la cabeza estriada por precoces mechones grises, el rostro afeado por el tedio de sus días de reclusa, dijo:
       —En el mar había una barquita, yo la vi. Y dos marineros que remaban, remaban. Y después pasó detrás del tejado de una casa y nadie la vio nunca más.
       Yo quería que nuestro huésped se diera cuenta enseguida del triste caso de nuestra hermana, para que no tuviera que pensarlo más y no se detuviese a hacer conjeturas. Así que salté con una animosidad forzada y totalmente fuera de lugar:
       —Pero ¿cómo puedes haber visto desde nuestras ventanas a unos hombres en una barca? Estamos demasiado lejos.
       Mi hermana seguía mirando por aquellos cristales: no el mar, sino el cielo.
       —Dos hombres en una barca. Y remaban, remaban. Y había la bandera, la bandera tricolor.
       Entonces me di cuenta de que al escuchar a mi hermana el pastor no demostraba la incomodidad y el despiste que parecía causarle la presencia de todos los demás. Tal vez encontraba finalmente algo que entraba en sus esquemas, un punto de contacto entre nuestro mundo y el suyo. Y recordé los dementes que suelen verse en las aldeas de montaña, que se pasan las horas sentados en los umbrales entre nubes de moscas, y que con sus quejumbrosos delirios entristecen las noches campesinas. Tal vez esta desgracia de nuestra familia, que él comprendía porque era bien conocida entre sus gentes, lo acercaba más a nosotros que la camaradería fuera de lugar de mi padre, el aire maternal y protector de las mujeres o mi manera torpe de apartarme.
       Mi hermano llegó con retraso, como de costumbre, cuando ya empuñábamos las cucharas. Entra y de un vistazo se da cuenta de todo, y antes de que mi padre le explique la historia y lo presente: «Mi hijo Marco, que estudia para notario», ya se ha sentado y come sin pestañear, sin mirar a nadie, con las frías gafas que parecen negras por lo impenetrables, y la lúgubre barbita lisa y rígida. Se diría que hubiera saludado a todo el mundo y que disculpándose de su retraso hubiera dedicado incluso una especie de sonrisa al huésped, pero no despegó los labios y ni una arruga plegó la despiadada frente. Ahora sé que el pastor tiene a su lado a un aliado poderosísimo que lo protegerá con su mutismo de piedra, que le abrirá una vía de escape en esa pesada atmósfera de desazón que sólo él, Marco, sabe crear.
       El pastor inclinado sobre el plato sorbía ruidosamente la sopa. En esto los tres hombres estábamos con él y dejábamos que las mujeres hicieran alarde de buena educación: nuestro padre por su natural ruidoso y expansivo, mi hermano por imperiosa determinación y yo por falta de gracia. Me alegraba esta nueva alianza, esta rebelión de nosotros cuatro contra las mujeres, porque así el pastor no se sentiría solo. Seguro que en ese momento las mujeres nos desaprobaban y no lo decían para no humillarnos, los de la casa frente al huésped y viceversa. Pero ¿se daba cuenta el pastor? Seguramente no.
       Mi madre pasó al ataque, dulcísima:
       —¿Y cuántos años tienes, Giovannino?
       El muchacho dijo la cifra que resonó como un grito. La repitió despacio.
       —¿Cómo? —dijo la abuela y la repitió equivocándose.
       —No, no es eso —y todos se la gritaban a la oreja. Sólo mi hermano callaba.
       —Un año más que Quinto —descubrió mi madre y se consideró obligada a repetírselo a la abuela.
       A mí me hacía sufrir esa comparación entre él y yo: él que debía guardar las cabras ajenas para vivir, y heder a carnero, y que tenía fuerzas como para derribar una encina, y yo que vivía echado en una tumbona, junto a la radio, leyendo libretos de ópera, que pronto iría a la universidad y no quería ponerme la camiseta sobre la piel porque me escocía la espalda. Las cosas que me habían faltado a mí para ser él, y las que le habían faltado a él para ser yo, las sentía entonces como una injusticia que hacía de mí y de él dos seres incompletos que se escondían, desconfiados y avergonzados, detrás de la sopera.
       Entonces fue cuando nuestra abuela preguntó:
       —¿Y ya has hecho el servicio militar, eh?
       Era una pregunta fuera de lugar; su clase no había sido llamada todavía, acababa de pasar la primera revisión.
       —Soldado del papa —dijo nuestro padre, uno de sus chistes que no hacían reír a nadie.
       —Tengo que volver a pasar el reconocimiento —dijo el pastor.
       —Oh —dijo nuestra abuela—, ¿no apto para el servicio? —y su voz expresaba desaprobación y pesar.
       Y, aunque así fuera, pensaba yo, ¿a ti qué te importa?
       —No. Tengo que volver a pasar el reconocimiento.
       —Y eso ¿qué es? —Hubo que explicárselo.
       —Soldado del papa, ja, ja, soldado del papa —se divertía nuestro padre.
       —Ah, esperemos que no estés enfermo.
       —Enfermo el día del reconocimiento —dijo el pastor, y por suerte mi abuela no oyó.
       Mi hermano alzó entonces la cabeza del plato y a través del cristal de sus gafas pasó algo como una ojeada directa al huésped, una ojeada de entendimiento, y la barbita se estiró en los bordes de los labios tal vez insinuando una sonrisa como si dijera: «No les hagas caso, yo te entiendo y de estas cosas lo sé todo». Con estas bruscas señales de complicidad se ganaba Marco las simpatías: de ahora en adelante el pastor lo miraría siempre a él, cada vez que respondiera «¿no?» a una pregunta. También yo descubría que en las raíces de esa púdica confianza humana de mi hermano Marco estaba la necesidad de nuestro padre de obtener la aprobación ajena y la superioridad aristocrática de nuestra madre. Y pensé que, no por aliarse con Marco, el pastor estaría menos solo.
       En ese momento me pareció que podía decir algo quizás interesante para él y expliqué que a mí me habían dado una prórroga hasta el final de mis estudios. Pero lo que había sacado a relucir era la diferencia tremenda entre nosotros dos, la imposibilidad de tener algo en común aun en las cosas que parecían una fatalidad para todo el mundo, como el servicio militar. Mi hermana salió con una de las suyas:
       —Disculpe, pero ¿lo destinarán a la caballería?
       Lo cual tal vez hubiese pasado inadvertido de no ser porque mi abuela encontró el tema interesante:
       —Eh, en nuestros tiempos la caballería…
       El pastor murmuró algo como:
       —Los cazadores alpinos.
       Mi hermano y yo nos dimos cuenta de que en ese momento teníamos como aliada a nuestra madre, que sin duda consideraba tonto ese tema de conversación. Pero ¿por qué no intervenía, entonces, para cambiarlo? Por suerte mi padre dejó de repetir: «Ah, soldado del papa…» y preguntó si en el bosque crecían hongos.
       Durante todo el almuerzo seguimos así esta guerra entre nosotros tres, los muchachos, y un mundo cruel y afable, sin poder reconocernos como aliados, llenos de desconfianza recíproca incluso entre nosotros. Mi hermano terminó con un gran gesto, después de la fruta: sacó una cajetilla y ofreció un cigarrillo al huésped. Lo encendieron sin pedir permiso a nadie, y éste fue el momento de solidaridad más plena que se creó en aquella comida. Yo quedaba excluido, porque mis padres no me permitían fumar mientras estuviera en la secundaria. Ahora mi hermano estaba satisfecho: se levantó, aspiró dos bocanadas mirándonos desde arriba y, en silencio, como había venido, dio media vuelta y se marchó.
       Mi padre encendió la pipa y la radio para escuchar las noticias. El pastor miraba el aparato con las manos extendidas sobre las rodillas y los ojos muy abiertos enrojecidos por las lágrimas. En esos ojos se veía aún el pueblo alto sobre los campos, el círculo de las montañas y la espesura de los bosques de castaños. Mi padre no dejaba de escuchar, hablaban mal de la Sociedad de Naciones, y yo aproveché para salir del comedor.
       El recuerdo del muchacho pastor nos siguió toda la noche. Cenamos en silencio bajo las luces tamizadas de la lámpara y no podíamos dejar de pensar en él, solo ahora en la cabaña de nuestra finca. Ahora seguramente habría terminado de tomar la sopa recalentada en la fiambrera, y se habría tendido sobre la paja casi a oscuras oyendo abajo las cabras que se movían y tropezaban y masticaban hierba. El pastor salía y del lado del mar había un poco de niebla y el aire estaba húmedo. Un manantial murmuraba discreto en el silencio. El pastor se acercaba a él por los caminos cubiertos de hiedra silvestre y bebía sin sed. Se veían luciérnagas que aparecían y desaparecían como en un gran enjambre compacto. Pero él movía el brazo en el aire sin tocarlas.



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