Isak Dinesen
(1885–1962)


El anciano
“The Old Chevalier”
Seven Gothic Tales (1934)


      Mi padre tenía un amigo, el anciano barón Von Brackel, que por haber viajado había tenido ocasiones de visitar y conocer muchas ciudades y muchos hombres.
       Sin embargo, no era ningún Ulises, ni podía ser considerado como un genio, ya que había mostrado poca habilidad y destreza en la dirección y manejo de sus propios asuntos. Probablemente fuera el complejo de fracaso el motivo porque se abstenía de inmiscuirse en discusiones relacionadas con la vida práctica frente a una generación más joven, eficiente, aguda y sutil.
       No obstante, era un conversador agradable, entendido en teología, ópera, derecho, moral, injusticia social y otros temas que no servían para nada en la vida práctica.
       En su juventud había sido hombre excepcionalmente guapo, especie de ideal de una juventud hermosa y sana.
       En la actualidad no se podría encontrar en las facciones de su rostro ningún vestigio de la pasada belleza. La historia de su pasado se adivinaba en una cierta dignidad alegre y festiva, y una plena confianza en sí mismo que constituían el resultado de una serie de éxitos lejanos.
       Una noche nos pusimos a discutir sobre un viejo tema que había dado que hacer en la literatura del pasado. Versaba sobre si es posible conseguir algún beneficio o satisfacción moral abandonando esta inclinación innata que nos induce a buscar el principio de las cosas.
       En el transcurso de nuestra conversación me contó la siguiente historia:
       Una noche lluviosa del invierno de 1874, cuando yo me encontraba en una de las grandes avenidas de París, se acercó a mí una muchacha bastante borracha. Entonces estaba yo en plena juventud. Cuando la joven ebria se dirigió a mí, estaba yo sentado, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, en uno de los bancos que había a lo largo de la avenida. Terminaba de separarme de una dama a la que, decíamos entonces, adoraba con toda mi alma. Mi inquietud y mi desgracia derivaban de que la tal dama había intentado envenenarme.
       Ésta era una historia curiosa, aunque nada tiene que ver con la que quiero contarte ahora. No había pensado sobre esto hasta que cuando estuve últimamente en París vi a la dama en su palco de la ópera, ya convertida en una anciana, con dos muchachas encantadoras junto a ella. Según me informaron, eran sus nietas.
       Luego me arrepentiría de no haber acudido a su palco a saludarla. Aunque en aquellas relaciones amorosas no había habido más que una insignificante felicidad, pensé que se hubiera sentido muy complacida de tener ocasión de recordar a aquella mujer joven y hermosa que hacía a los hombres desgraciados, como yo también hubiera experimentado placer y alegría al recordar a aquel joven guapo que había sido tan agraciado en tiempos lejanos.
       Su gran belleza, a no ser que algún artista extraordinario la plasmara en sus lienzos o en el yeso, no está reflejada ahora sino en algún recuerdo como el mío. En sus tiempos era maravillosa. Rubia, la mujer más rubia que he visto jamás, nada tenía de parecido con las bellezas actuales de blanco y de rosa. Pálida, incolora, transparente, como una pintura antigua al pastel, o su propia imagen en un espejo empañado.
       Dentro de aquellas formas frías y quebradizas había una energía sin rival, y una distinción como nunca tuvo mujer alguna, ni tal vez tenga.
       Me encontré con ella y me enamoré un otoño en el castillo de un amigo. Allí nos conocimos, con otros jóvenes alegres de uno y otro sexo, que ahora están, los que viven, alados, encorvados y sordos.
       Salíamos juntos de cacería. Creo que recordaré hasta los últimos momentos de mi vida su aspecto excepcional sobre el caballo, así como su aire otoñal cuando volvíamos al castillo fatigados, cabalgando uno al lado del otro.
       Mi amor era tan audaz como el de un paje hacia su señora. Era admirada por todas las personas que la conocían, y su belleza llevaba intrínseco una especie de desdén, algo extraño e inimitable, con fuerza más que suficiente para provocar sueños tristes a un joven de veinte años.
       Cada hora de nuestros paseos a caballo, de nuestros bailes, de nuestras conversaciones, abundaba en arrobamientos y en dolor, orquesta de corazón de la que tú también tendrás noticias. Yo pensaba, viéndola, que era feliz.
       Nunca olvidaré una mañana que sentados en la terraza recreábalos la vista con la contemplación del hermoso paisaje de colinas cubiertas de árboles. Entonces, interiormente, daba gracias al Señor por la felicidad inmensa con que estaba llenando mi vida. En tales momentos inolvidables era yo el hombre más feliz de este mundo.
       El amor entre personas demasiado jóvenes es un asunto en que no interviene el corazón. En esa edad bebemos porque tenemos sed o porque queremos emborracharnos; es solamente en nuestros años maduros cuando nos ocupamos de la razón de nuestra embriaguez. Un joven enamorado está embelesado y cautivo con las fuerzas que se mueven dentro de su ser. Pero no olvides que luego se puede volver a ver las cosas así, como en una segunda adolescencia.
       En París conocí a un anciano ruso, muy rico, que acostumbraba a estar rodeado de jóvenes y encantadoras bailarinas. Cuando cierto día le preguntaron si sentía alguna ilusión sobre los sentimientos de estas mujeres para con él, pensó unos momentos la pregunta y dijo: «Cuando mi cocinero consigue hacerme una buena tortilla, no pienso ni me preocupo lo más mínimo si me quiere o no».
       Es evidente que un joven no puede contestar a esa pregunta con estas palabras, pero puede decir que no se preocupa de si su vinatero es de su mismo partido político o del contrario, siempre que el vino sea bueno.
       En otra edad se llega a una sumisión más profunda ante lo accesorio y se considera de importancia que la persona que vende o cosecha nuestro vino sea o no de nuestro partido.
       En este caso mío del que estoy hablando, mi vanidad juvenil se debía a haber alcanzado la madurez demasiado pronto. Durante los meses de aquel invierno en París, donde su casa era lugar de reunión de los elegantes y ella misma admirada diletante en música y artes, comencé a pensar que aquella mujer se estaba aprovechando de mí para dar celos a su marido.
       Yo supongo que esto mismo ha sucedido a muchos jóvenes en todas las edades, sin que la suma total de tales experiencias sirva de nada al joven que se encuentra hoy día en la misma situación… Creo que en aquellos momentos comencé a tener miedo. Ella estaba celosa de mí y hasta me hubiera reprendido con indignación, como si yo fuera un lacayo que hubiese faltado a mis deberes. Pero la realidad era que yo creía que no podría vivir sin ella, y que ella no deseaba vivir sin mí, aunque yo no comprendía exactamente lo que quería o pensaba hacer conmigo. Su contacto me hería y me lastimaba como hiere y lastima el hierro frío, cuando se toca en un día de invierno en que no se sabe si el dolor proviene del calor o del frío.
       Antes de encontrarme con ella había leído ya mucho sobre su familia, cuyo apellido fue difamado durante siglos en la historia de Francia.
       Lo único que puedo decir es que siempre encontré en ella un particular encanto, del que le estaré agradecido hasta el fin de mis días.
       Durante el primer año que pasé en París, antes de conocer a nadie, me dediqué a estudiar la historia de los hoteles antiguos de la ciudad y esta chifladura le gustó tanto a ella que los dos nos entusiasmábamos con los barrios y edificios antiguos de París. Mientras nos ocupamos en este entretenimiento se portó conmigo tan formal y gentil como una niña. En otras ocasiones pensaba que no debía mantener por más tiempo aquel estado de cosas, y me convenía buscar la forma de librarme de ella. Yo creo que la sospecha de mis intenciones no la dejaba dormir durante la noche, buscando nuevos métodos para castigarme y reprenderme. Sin saberlo, practicábamos el viejo juego del ratón y del gato, probablemente modelo original de todos los juegos del mundo. Como el gato pone más pasión en el juego y el ratón busca solamente salvar la vida, resulta que es el ratón el que primero se cansa.
       Recuerdo que acudí una noche a su hotel para asistir a un baile. Aunque nadie me lo había pedido, me disfracé de peluquero. Las muchachas de aquella época lucían grandes moños y la labor del peluquero requería mucho tiempo y cuidado. Por todos los sitios me seguía el pensamiento de su marido, como una sombra gigantesca que se proyectara sobre los blancos cortinajes de un absurdo y burlesco teatro de polichinelas.
       Comenzaba a sentirme tan cansado y aburrido de ella y de mí, que estaba dispuesto a formar un escándalo pidiendo una explicación aunque la perdiera definitivamente por ello; de súbito, aquella misma noche fue ella misma la que organizó el escándalo y la que pidió la explicación; levantó un huracán como nunca he vuelto a ver en los largos años de mi vida, y todo con las mismas armas que yo estaba dispuesto a utilizar: con la acusación de que yo pensaba más en su marido que en ella misma.
       Cuando me dijo esto en aquel gabinete que yo conocía tan bien, con paredes pintadas de color azul claro con flores, con suaves cojines de seda por doquier, un ramo de lilas y la luz tamizada por una gran pantalla roja, no hallé contestación alguna. Sabía que ella tenía toda la razón.
       Conocerías su nombre si te lo dijera, porque todavía se habla de él aunque hace muchos años que murió. O lo encontrarías fácilmente en los anales de la época, ya que era el ídolo de nuestra generación.
       Una vez oí a dos hombres que hablaban sobre su madre, que había sido una de las bellezas de la Restauración, y decían que llevaba con tanta soltura y donaire sus famosas joyas como otras señoras lucen guirnaldas de flores.
       «Sí —dijo el otro—, y además las regalaba al final como si fueran flores…».
       Desde entonces dediqué muchas horas a contemplar aquellos edificios del siglo XVII que me parecían inapropiados para que los habitasen seres humanos. Tenía una confianza plena en la vida, independiente de los éxitos y de las victorias por los que nosotros le envidiábamos, como si supiera que podía desplegar, si las necesitaba, fuerzas mayores para nosotros desconocidas.
       Todo esto me dio mucho que pensar sobre el destino del hombre, cuando, muchos años más tarde, en el borde final de su trágico destino, contestaba a las personas amigas que acudían a él, suplicándole e implorándole en el nombre de Dios, con este adagio de Sófocles: «Mujer, me estás angustiando demasiado. ¿No sabes que yo he dejado de ser un deudor de los dioses?».
       Ya he dicho que mis sentimientos hacia aquella mujer, a quien adoraba, estaban realmente injustificados. Si hubiera estado el esposo el día que me encontré con ella, o si le hubiera conocido a él antes, no creo que hubiera pensado ni en sueños enamorarme de su mujer.
       El amor de ella para con él y sus rabiosos celos eran de naturaleza extraña. Me di cuenta de que ella estaba enamorada de su esposo desde el primer momento en que le oí hablar de él. Probablemente me había dado cuenta de esto mucho tiempo antes. Estaba enormemente celosa; sufría, sollozaba y parecía dispuesta a matar si fuese preciso para conseguir su objetivo. Una lucha terrible se libraba en ella, pero una lucha singular que no era de posesión, sino de competición.
       Estaba celosa de él como si ella fuese un joven y le envidiara por sus constantes triunfos.
       Yo pienso que ella, en su interior, se imaginaba a solas con él en un mundo que menospreciaba. Cuando cabalgaba, cuando se rodeaba de admiradores, tenía siempre su pensamiento en él. En cuanto al resto de nosotros, sólo existíamos en tanto que pertenecíamos a ella o a él. Tomaba sus amantes con el propósito de juntar más conquistas que el hombre de quien estaba enamorada.
       Yo no sé, naturalmente, cuáles fueron los motivos porque se creó este estado de cosas en el matrimonio. Más tarde traté de creer que el origen estaba en un deseo de venganza por parte de ella, por algún desaire o mala jugada que recibiera de él anteriormente. Lo que no dudo es que esto constituía una especie de pasión desenfrenada que dominaba en ella sobre todas las cosas.
       Ahora te darás cuenta de que todo esto tenía lugar en aquellos días que nosotros llamábamos «era de la emancipación de la mujer». Muchas cosas extrañas ocurrieron entonces. Yo no creo que en aquel tiempo este movimiento calara muy hondo en la sociedad. Lo único que puedo asegurar es que las mujeres jóvenes de más inteligencia, sagaces e ingeniosas, salían del claroscuro de miles de años, brillando al sol con el deseo de probar sus alas. Hasta creo que algunas de estas mujeres «emancipadas» pusieron sobre sí la armadura y el halo de santa Juana de Arco, que era a su vez una virgen emancipada, y se convirtieron en ángeles blancos. Pero la mayoría de las mujeres jóvenes, cuando se veían libres frente a la vida, iban derechas al aquelarre. Por mi parte las respeto y considero, aunque creo que no podría amar a ninguna mujer que no haya montado en la escoba de bruja en una o en otra época.
       Siempre he considerado injusto para la mujer que nunca haya estado sola en el mundo. Adán tuvo un tiempo, corto o largo, en el que pudo pasear libremente por una tierra pacífica, fértil, entre los animales, en plena posesión y dominio de lo creado por Dios; la mayoría de los hombres na en ya con el recuerdo de aquel período de nuestro primer padre; en cambio, Eva, la pobre Eva, se encontró con que Adán ya vivía en el Paraíso terrenal, y desde el primer momento tuvo que someterse a la voluntad del varón.
       Las mujeres ancianas de aquellos días, asiduas de la iglesia y de su casa, decían que esa emancipación estaba trastornando las cabezas de las muchachas. Probablemente hubiera más jóvenes señoras cabalgando, al igual que la mía, de espaldas a la crítica de las gentes. Por el aire andaba una teoría de la que se hicieron eco la mayoría de aquellas jóvenes. Se decía que los celos de los amantes se habían convertido en una cuestión insoportable y que ninguna mujer debería dejarse poseer más que por el demonio. Se sentían orgullosas de que en su camino hacia el demonio fueran siempre, según el doctor Fausto, cien pasos delante del hombre. Pero los celos eran una noble contienda. De esta forma se encontraban, no sólo antiguas brujas de Macbeth, sino también jóvenes señoras con rostros perfumados.
       Sin embargo, yo creo que las cosas han cambiado actualmente y que hoy en día que los varones están totalmente emancipados se puede encontrar al joven amante sobre el matorral, siguiendo las huellas de la sombra de la bruja a lo largo del campo, y preparando con menos imaginación que entonces el brebaje mortal para su señora.
       La parte que me fue concedida en la historia de la joven bruja emancipada no era en sí halagadora. Todavía creo que estaba loca por mí, probablemente con la clase de pasión que una niña tiene por su muñeca favorita. Yo era realmente la figura central de nuestro drama. Si ella hubiera sido Otelo, sería yo y no su marido quien debería hacer el papel de Desdémona, y hasta llego a imaginar sus suspiros: «¡Oh! ¡Qué lástima, qué lástima, Yago!». Aún más, sé que me daría un beso y luego otro hasta terminar juntos la escena.
       No me mataría sin un motivo de justicia o venganza, pero también sé que haría todo lo posible por hacerme desaparecer en el momento que llegara a ella la más insignificante sospecha de que me iba a perder. Ante esto haría lo imposible. Su actitud me recuerda la manera de proceder de un determinado general que voló una fortaleza que no podía sostener por más tiempo, antes que verla en manos de su enemigo.
       Fue al final de una entrevista cuando intentó envenenarme. Siempre he creído que esto iba contra su programa, y que lo que ella quería era decirme cuanto pensaba de mí cuando hubiera yo ingerido el veneno, pero fue incapaz de contener sus nervios.
       Parecía impropio, como puedes comprender, tomar café en los momentos más acalorados de nuestro diálogo. La forma con que insistió y su súbito silencio cuando acercaba la copa a mis labios la descubrió por completo. Aún puedo recordar, aunque no hice más que tocarlo ligerísimamente con los labios, el gusto mortal del opio. Si hubiera ingerido aquella bebida no hubiera habido para mí salvación posible. Dejé caer la copa y la miré fijamente por unos instantes, mientras por sus ademanes parecía querer lanzarse contra mí. Luego estuvimos inmóviles unos minutos y los dos comprendimos que todo estaba perdido. Cuando pasaron unos segundos ella comenzó a sollozar, haciendo extraños movimientos con manos y boca. Súbitamente vi que se había transformado en una anciana.
       Por mi parte me encontraba incapaz de emitir ni un solo sonido, y creo que salí de aquella casa tan pronto como recobré fuerzas para moverme. El aire, la lluvia y la calle misma me saludaron como antiguos amigos olvidados, fieles y leales aun en los momentos de mayor apuro y necesidad.
       Me senté en un banco de la avenida Montaigne, con todo el edificio de mi orgullo y de mi felicidad derrumbado alrededor de mí, enfermo de muerte con horror y humillación cuando esta muchacha de la que te he hablado vino hacia donde yo estaba.
       Ahora pienso que tal vez estuve sentado allí durante algún tiempo y que ella había estado también algún tiempo observándome y tomando valor y decisión para acercarse. Probablemente se compadeció de mí, pensando que debía de estar borracho, ya que las personas sensatas no permanecen sentadas al descubierto bajo la lluvia. Tal vez también le animara pensar que yo era aproximadamente de su misma edad. No oí lo que me decía; no me hallaba en condiciones de entrar en conversación con una muchacha de la calle.
       Pienso que debió de ser un natural instinto de conservación lo que me indujo a dirigirle una mirada y a escucharla. Tenía necesariamente que desembarazarme de mis propios pensamientos, y cualquier ser humano sería bienvenido para ayudarme a realizar mis propósitos.
       Pero al mismo tiempo había en aquella muchacha algo extraordinariamente gracioso y expresivo que podía haber atraído mi atención. Permanecía firme bajo la lluvia, exageradamente pintada, con los ojos radiantes como estrellas, muy erguida e inmóvil sobre sus piernas. Cuando puse mi vista en sus ojos me sonrió con una sonrisa abierta. Era muy joven. Con una mano sostenía su vestido, ya que en aquellos días las señoras usaban en la calle vestidos de larga cola. Su cabeza estaba tocada con un sombrero negro de plumas de avestruz, que caían melancólicamente y oscurecían su frente y sus ojos.
       La curva firme y gentil de su barbilla y su cuello joven y redondo brillaban a la luz de una lámpara de gas. Me parece verla todavía en aquella postura.
       Lo que más me impresionó fue que parecía extrañamente conmovida y afectada por la situación. Creí ver en ella a una persona que terminaba de salir también de una gran aventura y guardaba un secreto.
       Creo que al mirarla comencé a reír, con risa amarga y salvaje, y que esta actitud mía la reanimó. Se acercó más a mí. Entonces busqué en mis bolsillos algunas monedas para entregárselas, pero no llevaba o no encontré ninguna. Me levanté y comencé a caminar. Ella, a mi lado. Recuerdo que sentía cierta satisfacción en tenerla conmigo, ya que no quería encontrarme solo. Por esta razón consentí gustoso en que me acompañara.
       Le pregunté cuál era su nombre y ella me contestó que se llamaba Nathalie.
       Por aquella época yo estaba empleado en la Legación y vivía en un apartamento de la plaza de Francisco I, por lo que no tendríamos que andar mucho. Yo lo tenía todo dispuesto para regresar tarde. En aquellos días acostumbraba a cenar en frío. Al propio tiempo dejaba el fuego encendido para que la habitación estuviera cálida y acogedora a mi regreso.
       Cuando entramos en el apartamento lo encontramos iluminado y templado. Junto al fuego estaba preparada la mesa para mí. Había una botella de champán en hielo. Tenía por costumbre dejarla para beber cuando regresaba.
       La joven miró la habitación con rostro satisfecho. A la luz de la lámpara que lucía en la estancia pude ver cómo era realmente. Tenía suaves rizos y ojos azules. Su cara era redonda, con ancha frente. Se veía bonita y graciosa. Recuerdo que me produjo la misma sensación que produce un manojo de rosas encontrado en una cuneta.
       Si hubiera estado yo en equilibrio supongo que habría intentado obtener de ella alguna explicación sobre el misterio que parecía encerrar, pero en aquellas circunstancias nada de esto se me ocurrió.
       La verdad es que los dos debíamos haber pasado por circunstancias similares, tales que sería muy difícil que se repitiesen. Los dos, excitados y preocupados, nos encontramos con simpatía especial e íntima. En parte aturdido y en parte impresionado la tomé egoístamente, sin pensar de dónde venía ni adonde podría ir cuando desapareciera, como si fuese un regalo que el destino me enviaba en aquel momento en que yo no podía estar solo.
       Parecía un espíritu salvaje, ajeno a París, que podía concederme favores inesperados y había llegado a mí en el crítico momento.
       Nada puedo decir de lo que ella pensara o sintiera. Ahora que pienso en ello como en una cosa muy lejana, diría que debí simbolizar para ella alguna cosa, que apenas debí existir como individuo.
       Consideré una felicidad y una suerte que ella fuera joven y amable. Esto me ha hecho reír después que pasaron aquellas horas tristes y misteriosas. Quité su sombrero, levanté su rostro y la besé. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mojada que estaba. Tenía que haber estado muchas horas caminando por las calles bajo la lluvia.
       Abrí la botella de champán, llené un vaso y se lo ofrecí. Ella lo cogió y se mantuvo de pie delante del fuego. Sus rizos, mojados, le caían sobre la frente. Con sus mejillas encarnadas y sus ojos brillantes parecía un niño que terminara de despertarse de un largo sueño.
       Bebió medio vaso muy despacio con los ojos fijos en mi cara, y como si este medio vaso de champán le hubiera inducido a no soportar más tiempo el silencio, comenzó a cantar con voz dulce, casi sin mover los labios. Eran las primeras estrofas de una canción, un vals, que por aquel entonces estaba de moda en todos los cafés cantantes y salas de conciertos. Interrumpió la canción, vació su vaso y me lo devolvió con estas palabras: A votre santé.
       Su voz era tan agradable y tan bien timbrada que parecía el canto de un pajarillo en el bosque. Por otra parte, la música era entonces para mí lo que más directamente podía llegarme al corazón.
       Su canción hizo que creciera en mí la idea de que por algo especial y sobrenatural me había sido enviada aquella compañía. Llené de nuevo su vaso, rodeé con mi mano su cuello blanco y rocé sus bucles húmedos. «¿Cómo te has mojado tanto, Nathalie?», dije como si fuera yo su abuela. «Debes quitarte la ropa y calentarte». Cuando dije estas últimas palabras mi voz cambió. De nuevo comencé a reír. Ella fijó en mí sus ojos brillantes como estrellas.
       Comenzó a desabotonarse la capa, dejándola caer al suelo. Bajo esta capa de encaje negro, descolorida en sus bordes, llevaba una túnica negra de seda, ajustada al busto y a la cintura, plegada con flecos y volantes fruncidos, tal como las damas solían usarla en aquella época. Los plisados brillaban a la luz del fuego. Comencé a desvestirla como hubiera desvestido a una muñeca, muy despacio y torpemente.
       El anciano barón Von Brackel hizo una pausa.
       —Creo que debería haberte explicado —dijo— esta historia de forma que la comprendas rectamente. En aquella época desvestir a una mujer era una cosa muy diferente de lo que hoy es y significa. ¿Cuáles son las ropas que usan vuestras flamantes damas de hoy? Usan la menor ropa posible. Estas damas viven esclavas de su cuerpo; su único propósito es descubrir y dar a conocer su cuerpo.
       »Pero en aquellos días el cuerpo de una mujer era un secreto que sus ropas cuidaban muy bien de velar.
       «Paseábamos por las calles durante el mal tiempo, con el solo objeto de echar una mirada a algún tobillo; ahora la vista de un tobillo es para vosotros, jóvenes de hoy, tan familiar y corriente como eran los pies de las copas de vino en mis tiempos. Las ropas de entonces tenían manera de ser, personalidad y distinción propias. Con serenidad difícil de adivinar, cumplían a las mil maravillas su cometido; transformaban el cuerpo que cubrían, y creaban una silueta tan distante de la realidad que convertían la belleza de una mujer en un misterio cuya penetración y conocimiento constituía un privilegio.
       »Los corsés largos y estrechos, las ballenas, las faldas y las enaguas, los tontillos y los paños, todo aquel conglomerado de ropas bajo las que las mujeres de mi época estaban encerradas, tendían a una sola cosa: el disfraz. Naturalmente, no iban como las mujeres de vuestros días, cuya ropa, que apenas ocupa espacio, casi ni les roza el cuerpo.
       «Fuera de aquella espuma de colas, plisados, encajes y flecos que flameaban y se ondulaban secumdum artem a cada movimiento de su portadora, la cintura crecía y se maduraba como el cáliz de una flor, soportando al busto, alto y redondo como una rosa, aprisionado en las ballenas.
       »Imagínate ahora la vida que tenían que soportar aquellas criaturas metidas en los estrechos corsés, en los vestidos ampulosos que llevaban donde quiera que paseaban o se sentaban, sin pensar ni soñar nunca que podrían vestirse de otra manera; compara la vida de tus jóvenes amigas, las mujeres de tu época, cuyas ropas apenas las tocan. Entonces una mujer era una obrá de arte, el resultado de siglos de civilización; y se hablaba de ella y de su figura con la misma admiración que despierta la obra de un artista profesional.
       »Bajo todo esto, la Eva eterna respiraba y vivía, revelación constante cada vez que salía de su disfraz con la cintura marcada delicadamente por el corsé, como una guirnalda de pétalos rosados.
       »Para la juventud de hoy, que se ríe de las ideas como de los tontillos del siglo XVII, y que dirá que a pesar de todos los artificios quedaba poco margen para el misterio, yo me permitiría decirles que quizá no sepan lo que significa la palabra misterio. Nada es misterioso si no simboliza algo. El pan y el vino consagrados tienen antes que ser amasados y embotellados. Las mujeres de aquellos días eran más que una serie de individuos. Simbolizaban o representaban a la Mujer, con mayúscula. Comprendo que esa palabra, en ese sentido, ha desaparecido ya de nuestro lenguaje. Cuando hablamos ahora de mujer, por muy cínicamente que queramos pensar, hablamos de mujeres, y ahí radica toda la diferencia.
       »¿No recuerdas la discusión tan traída y llevada entre los estudiantes de la Edad Media sobre quién fue primero, el perro o la idea del perro? Para ti, que has estudiado estadística en los actuales centros de enseñanza, supongo que no hay duda en esta cuestión. Es justo decir que tu mundo parece que se hubiera hecho experimentalmente.
       »Pero para nosotros hasta las ideas del anciano mister Darwin eran nuevas y extrañas. Teníamos nuestras ideas propias sobre cuestiones tales como las sinfonías y los ceremoniales de la corte, y fuimos educados en unos sentimientos fuertes y bien fundados sobre la distinción entre el nacimiento legítimo e ilegítimo. Teníamos fe en nuestros destinos y en nuestros propósitos. La idea de Mujer, de el eterno femenino, sobre la que tú mismo no podrás negarme que existe cierto misterio, fue creada desde un principio para nosotros; además nuestras mujeres supieron cumplir bien con su misión de representar merecidamente esta idea de la mujer. De la misma forma creo que el perro fue creado para dejar representada cumplidamente la idea del Creador.
       «Podemos seguir el desenvolvimiento de esta idea en una niña que va creciendo y desarrollándose gradualmente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Más tarde es presentada en sociedad y finalmente queda hecha una Mujer. Lentamente el centro de gravedad de su ser es desviado de la individualidad al símbolo. Entonces es cuando nos encontramos con ese orgullo y modestia característicos de la persona que representa grandes poderes, orgullo y modestia que podemos hallar también en un artista verdadero y consumado.
       »En realidad, la altanería y el orgullo de una mujer joven y bonita, o la prestancia de una señora anciana, existían innatos en su ser íntimo, sin tener nada que ver con ninguna vanidad personal, ni con ninguna estimación particular de cualquier clase que sea, como por ejemplo el orgullo de Miguel Angel. Don Juan hubiera sido absuelto por un tribunal compuesto por mujeres de mi época. La gran fe que tenía en la idea de Mujer hubiera borrado con creces todos los demás delitos de que hubiera sido acusado. También habrían estado de acuerdo con los grandes maestros de Oxford al condenar a Shelley como ateo.
       »La multitud que hay en las afueras del templo no es muy interesante. El verdadero interés está con el sacerdote que oficia dentro.
       »No sé si recuerdas el cuento de la muchacha que salvó el barco amotinado sentándose sobre el barril de pólvora con su antorcha encendida amenazando con poner fuego al barril, sabiendo que estaba vacío. Ésta me ha parecido a mí una imagen apropiada de la mujer de mi tiempo. Su misión era mantener al mundo en orden y en paz; ellas conservaban convenientemente el equilibrio y la estabilidad necesarias, sentándose sobre el misterio de la vida a pesar de que sabían que no había misterio alguno.
       «También he oído hablar a los jóvenes de esta generación de que las mujeres de los tiempos antiguos no tenían sentido alguno del humor, Sólo con pensar en la mujer sentada sobre el barril con los ojos abatidos, he pensado si el humor varonil y el arrojo y valentía de los hombres de nuestros días no resulta insípido y sin gracia comparado con el suyo.
       »Se me ocurre decirte una cosa: que estaríamos dentro de la razón y de la justicia mostrando agradecimiento y admiración rendida y devota hacia aquellas mujeres; si rindiéramos vasallaje y afecto por ellas superior que el que rendimos y tributamos a las mujeres de la época actual.
       »Espero que no te importará que un anciano se entretenga y deleite con el recuerdo de las escenas de una edad que ya pasó. Creo que si tú te adentraras de lleno en las historias de aquella época, que yo considero dorada, pasarías momentos agradabilísimos e inolvidables. Sería como el que se detiene a contemplar un museo en el que se conservan las grandes obras de los mejores artistas. Al tiempo y los años me los imagino vitrinas de un inmenso museo, donde las ilusiones de los días pasados se han ido disecando, prendidas con alfileres. Son ilusiones que, aunque muertas, no huelen a podrido. Ten en cuenta, y no lo olvides nunca, que matar una ilusión es como matar a un niño pequeño. No lo olvides… Tal vez te rías de lo que te estoy diciendo, pero no importa.
       El anciano caballero resumió entonces su historia en los siguientes términos:
       —Cuando desnudé a aquella muchacha y las ropas que tan severamente la cubrían y la disimulaban cayeron delante del fuego de mi apartamento, entonces, hijo mío, vi que todo estaba vestido y adornado al estilo misterioso de la época: la misma lámpara que iluminaba la habitación estaba rodeada y sostenida con lazos de seda, los sillones tenían largas franjas también de seda, todo en la estancia era una estampa clara de la época…
       «Cuando contemplé el busto de la joven me pareció ver ante mí la obra mejor acabada de cuantas mis ojos habían tenido el privilegio de conocer. Sé que debe haber algo amable en las pequeñas imperfecciones del bello sexo. La figura de esta joven era patética, entrañable por razón de su perfección.
       »Su busto brillaba con la luz, suavizado delicadamente, como de mármol. Una línea recta subía desde los tobillos hasta el cuello como el tronco derecho, lleno de vida y de savia, de un árbol joven.
       »El mismo distintivo de delicadeza se observaba en la garganta del pie como en la curva de su barbilla; el mismo en la mirada apacible de sus ojos penetrantes, como en las líneas delicadas y fuertes al mismo tiempo de sus hombros y sus muñecas.
       »El calor de la lumbre la hizo suspirar con agrado manifiesto. Reía suavemente como un niño que abandona el umbral de la escuela para pasar unos días de vacaciones. Seguía de pie ante el fuego; sus rizos mojados caían desordenadamente sobre su frente, sin hacer ella el menor movimiento para echarlos atrás; sus mejillas parecían ahora más las de una muñeca.
       »Creo que en aquellos momentos toda mi alma estaba en mis ojos. Realmente me había encontrado hacía tan poco tiempo en situación desagradable, que no quería por ningún concepto volver de nuevo a la misma. En alguna parte de mi ser se agazapaba un miedo funesto y busqué refugio dentro de la fantasía, como un niño apesadumbrado lo buscaría en su libro de cuentos. Bebí una copa de champán y fijé mis ojos en la bella mujer.
       »No me sentía incrédulo siempre que el milagro esperado se operase en mí mismo. No estaba sorprendido ante tan manifiesto favor de los dioses y creo que mi corazón rebosaba gratitud y reconocimiento hacia ellos. Después de todo, consideré razonable que el gran poder del universo se manifestara de nuevo en mi favor y me enviara como ayuda y consuelo aquella delicada muchacha.
       »Nathalie y yo nos dispusimos a cenar en la habitación templada y tranquila, con la grande y bulliciosa ciudad bajo nosotros. Estaban caídas las cortinas ocultándonos la noche lluviosa. Éramos como dos lechuzas dentro de una torre arruinada, en lo más espeso de la selva, y nadie en el mundo sabía nada de nosotros. Apoyó un brazo sobre la mesa y descansó su cabeza sobre él. Creo que tenía hambre. Al ver la comida que tenía preparada, caviar y carne de ave en frío, comenzó a mirarme con alegría, a sonreír, a hablarme y a escuchar lo que yo le decía.
       »No recuerdo de qué hablamos. Sé que estuvimos muy cordiales y que yo le dije lo que no había dicho todavía a nadie, es decir, cómo había estado a punto de ser envenenado momentos antes de encontrarme con ella. También supongo que le hablaría de mi país; le pediría que me escribiera o que fuera a visitarme alguna vez. Recuerdo que me contó una historia sobre un mono muy viejo que sabía hacer algunas monerías y pertenecía a un organillero armenio. Su dueño había muerto y el animal deseaba que alguien le dirigiera para realizar los ejercicios a que había sido enseñado, pero nadie los conocía.
       No podré olvidar que en el curso de su narración imitaba al mono de la forma más alegre e inspirada que uno puede imaginar. Recuerdo todavía la mayoría de sus movimientos. A veces he pensado que la comprensión de algunas piezas de música de violín o de piano ha llegado a mí a través de la contemplación del contraste o de la armonía entre su mano delicada y larga y su barbilla redondeada cuando llevaba el vaso de champán a sus labios.
       »En ningún asunto amoroso, si es que a éste puedo llamarlo así, he tenido una sensación tan grande y firme de seguridad y libertad. En mi última aventura pasada estuve todo el tiempo preocupado por hallar lo que pensarían de mí y sobre el papel que yo estaría desempeñando a los ojos del mundo. Pero tales zozobras no penetraron aquella noche en nuestra pequeña habitación. Yo creo que esta sensación de seguridad y de libertad sólo existe entre los matrimonios felices. Me extraña que esta comprensión mutua pueda ser en el matrimonio realmente armoniosa a lo largo de todos los días, pero esto es otra cuestión.
       »Una cosa, al menos, había de común entre los dos, aunque no nos diéramos cuenta perfecta de ella. El mundo del exterior era malo y terrible; la vida me había mirado con ojos duros, y a ella la había tratado de la misma manera. Pero aquella habitación y aquella noche eran nuestras, de los dos únicamente.
       »El vino nos ayudó. Yo no había bebido mucho, pero me sentía alegre. El champán es una bebida amable para las noches de lluvia. Recuerdo que un anciano danés me dijo en cierta ocasión que había muchas maneras de buscar la verdad, y una de ellas era el vino de Borgoña. Pero la gente joven que ha visto al diablo cara a cara precisa la ayuda de una mano más fuerte.
       »Tenía yo una guitarra sobre el sofá. Nathalie la cogió después que terminamos de cenar. Se estremeció ligeramente al primer sonido. Hacía algún tiempo que yo no cogía el instrumento, bien por falta de ambiente propicio o porque no me había acordado. La guitarra estaba desentonada. Nathalie, pacientemente, cruzó las rodillas y comenzó a entonarla. Luego cantó para mí dos breves canciones. En la habitación tranquila y sin ruidos, aquella voz suave, aunque un poco ronca, sonaba clara como una campanilla. Cantó, en primer lugar, una canción de tono alegre y ritmo movido. Luego estuvo recordando durante unos momentos. Después cantó una canción sentimental en un idioma que yo desconocía. Tenía un gran sentido de la música. Toda la personalidad que se adivinaba en su figura se manifestó también en su voz. Su leve timbre metálico y la destreza y facilidad de la interpretación se correspondían con sus ojos y sus piernas. Su voz subía o bajaba en intensidad según lo exigía la canción. Luego hizo la misma inclinación que hacía Mischa Elma cuando saludaba desde el escenario.
       »Todo el equilibrio y serenidad que había conservado mientras la miraba, desaparecieron súbitamente al oír su voz. Las palabras que no entendía me parecieron más significativas que las que había comprendido. Me senté en otra silla frente a ella. Recuerdo el silencio que se produjo cuando terminó la canción. Recuerdo también que después me acerqué más.
       »Me miraba con una luz tan clara, tan severa, tan salvaje, que sus ojos me recordaron los del halcón cuando se le quita la caperuza. Cogí sus manos entre las mías y su rostro cambió y se iluminó con nobleza. Desde el principio había visto en ella algo heroico. La heroicidad consistía, a mi entender, en haberme seguido a conciencia de mi estado de locura y desesperación en que me encontraba. Pero se ha dicho que du ridicule jusqu’au sublime, il n’y a qu’un pas.
       »Me di cuenta de que era tan cándida y amable como sugerían sus cualidades externas. Existe una teoría que defiende que un hombre demasiado joven debe dirigir sus flechas amorosas hacia una mujer experimentada. Pero no creo en esa teoría. Una hora o dos más tarde me desperté con la sensación de que algo no iba bien, que algo corría peligro. Suele acontecer que después de la fiebre amorosa acude a nuestro pensamiento el futuro con sus trágicas consecuencias. Y como cuando l’on meurt en plein bonheur de ses malheurs passés, abandonamos la felicidad presente ante la desventura que vemos avecinarse. No era solamente la cuestión del omne animal, era desconfianza en el futuro, como si oyera esta reflexión: «Tengo que pagar esto. Pero ¿con qué voy a pagar?». Me pareció que lo que más me preocupaba era el temor de que se marchara.
       »Una vez más se incorporó e hizo ademán de despedirse, y una vez más conseguí hacerla sentar de nuevo.
       »—Tengo que marcharme —me dijo.
       »La lámpara aún estaba ardiendo y el fuego seguía humeando. Parecía natural que se separara de mí, por la misma razón misteriosa que la había traído a mi presencia. Esperaba que me dijera dónde iba a dirigirse. Yo estaba silencioso, perplejo, sin saber qué debía de hacer más en consonancia con las delicadas circunstancias.
       »Se envolvió en su disfraz negro y se dispuso a alejarse de mi presencia. Se puso su sombrero y la vi ante mí, inmóvil, de la misma manera que cuando se me acercó por primera vez en la avenida bajo la lluvia. Dio unos pasos hacia el sillón donde yo estaba sentado y me habló con serenidad:
       »—¿Me darás veinte francos?
       «Como no contesté, repitió la pregunta:
       »—Marie me dijo que me darías veinte francos.
       »No hablé. La miré fijamente y sus ojos claros se encontraron con los míos. Una gran claridad me iluminó como si todas las ilusiones se hubieran desvanecido y la realidad manifestado triste y desolada como una casa tras el incendio devastador. No hubo ya lugar para ninguna palabra superflua.
       »Fue éste el primer momento, creo, desde que me encontré con ella unas horas antes, en que la vi como un ser humano, no como un regalo para mí. Pero era ya demasiado tarde.
       »Los dos habíamos pasado un rato divertido. Comprendí que se me había hecho objeto de una burla extraña y había caído en la trampa. Era demasiado tarde para mantener el espíritu del juego hasta el final. Su propia demanda encajaba dentro del ambiente de la noche. La historia nos cuenta que el yin pedía por la construcción de un palacio para cuatrocientas esclavas blancas sólo una lámpara vieja de cobre; y que la hechicera de la selva que hizo desaparecer tres ciudades y creó para el hijo del leñador un ejército de soldados a caballo, no pedía a cambio sino el corazón de una liebre.
       »La muchacha me pidió que le pagara de la misma manera que el yin o que la hechicera del bosque, y si yo le daba veinte francos tal vez quedara a salvo dentro del círculo mágico de su libertad. Era yo quien estaba fuera de situación, cuando permanecía sentado, en silencio, como atormentado por el peso de la vida real. Sabía muy bien que estaba en la obligación de contestar o, de lo contrario, dentro de breves segundos, pesaría sobre ella el peso que me abrumaba.
       »Más tarde pensé que tal vez hubiera algún medio que me permitiera no perderla para siempre. Entonces pensé que debería haberle entregado los veinte francos diciéndole: «Y si necesitas otros veinte, vuelve mañana por la noche». Si me hubiera resultado menos amable y menos simpática, si no hubiera sido tan joven y tan cándida, tal vez lo hubiera hecho. Pero la presencia de esta muchacha había despertado, durante las pocas horas que estuvimos juntos, toda la caballerosidad y la hidalguía que había dentro de mi persona. Y la caballerosidad y la hidalguía significan amor. Si yo hubiera estado tan limpio de corazón como ella lo estaba, tal vez lo hubiera pensado, pero me veía forzado a seguir apegado a la realidad horrible y destructora de este mundo. Como fuera lo más razonable y natural que podía hacer, saqué los veinte francos y se los entregué a la muchacha.
       «Antes de marcharse hizo una cosa que nunca he olvidado. Con el billete en la mano izquierda se acercó a mí. No me besó ni tomó mi mano para decirme adiós. Con tres dedos levantó suavemente mi barbilla y me dirigió una mirada de ánimo y consuelo; hizo el mismo gesto que una hermana hubiera hecho con un hermano para despedirse de él. A continuación se separó de mí.
       »En los días siguientes, no los primeros días, sino más tarde, traté de construir alguna teoría, alguna explicación de mi aventura. Ocurría esto poco tiempo después de la caída del segundo imperio. La atmósfera olía a catástrofe. Se había hundido un mundo. La propia emperatriz, a quien en una visita que hice a París cuando era un niño tuve el honor de ver como una deidad femenina, había desaparecido por la noche, en una carroza, acompañada de su dentista, sintiéndose desgraciada por la falta de un pañuelo. Los miembros de su corte estaban apiñados en posadas de Bruselas y de Londres, mientras que sus palacios servían de establos para los caballos prusianos. Había seguido la Commune, y en París continuaban las carnicerías perpetradas por el ejército de Versalles. Durante aquellos meses de desastre se estaba tambaleando todo un mundo.
       »Era también la época del nihilismo en Rusia. Los revolucionarios lo habían perdido todo y huían hacia el exilio. Pensé en ellos por la pequeña canción que me cantó Nathalie y de la que no pude entender la letra.
       »Sin saber qué podía haberle acontecido, pensé que tenía que ser una catástrofe de naturaleza violenta. Creo que ella había descendido con velocidad vertiginosa, o que conocía mucho sobre la resignación y la reconciliación con el destino; también pensé que tenía que estar ligada a alguien, porque de haber estado sola tal vez las cosas se habrían presentado de otra manera. Quizá quien la tenía a su cuidado no podía sostenerla por más tiempo. Tal vez tuviera a su cargo niños menores, algún hermano, alguna hermana. Pero cierto era que había vivido en un mundo de bellezas donde había aprendido a cantar, a moverse, a sonreír de la forma que cantaba, se movía y sonreía. Un mundo donde había sido amada. Era cierto que había descendido vertiginosamente de aquel mundo fantástico a ese otro mundo donde la belleza y la gracia nada cuentan, donde la realidad de la vida ha de afrontarse cara a cara y lleva directamente a la ruina, a la desolación y al hambre. Y en el último peldaño de esa escalera apareció Marie como una amiga, cualesquiera que fueran sus antecedentes, quien dentro de su conocimiento del mundo le había dado consejos y le había prestado vestidos, infundiendo en su espíritu aliento y valor para proseguir adelante.
       »Pensé mucho y durante tiempo sobre esto. Tan pronto como se separó de mí me encontré muy solo. En aquellos minutos que siguieron a su salida tuve una sensación de asfixia; la misma de una persona que ha sido enterrada viva. Quise salir a la calle inmediatamente pero no estaba vestido para ello. Cuando me puse la ropa de calle ya era tarde. Paseé durante largo tiempo. En el curso de aquella madrugada llegué al banco mismo en que estuve sentado cuando me habló por primera vez. Luego llegué al hotel de mi antigua amante. Pensé qué cosa tan extraña es un joven que va de un lado para otro en la misma noche, guiado por la pasión y por la pérdida de dos mujeres. Vinieron a mi mente las palabras de Mercurio a Romeo sobre el particular, y como si hubiera hallado en ellas una brillante caricatura de mí mismo y de todos los hombres jóvenes, me reí. Cuando comenzó a apuntar el día volví a mi habitación. Allí estaban la lámpara, ardiendo, y la mesa con la cena.
       »Este estado de ánimo duró algún tiempo. Al principio vivía con el pensamiento de volver a la misma hora al lugar donde la encontré por primera vez. Pensaba que ella volvería de nuevo. Esta idea mantuvo en mí viva la esperanza, pero ésta comenzó a desvanecerse lentamente, hasta que desapareció por completo. Intenté varios recursos para hacer soportable la vida. Una noche fui a la ópera porque había oído a otros que también pensaban ir. Se iba a representar Orfeo. ¿Recuerdas la partitura en que implora de las sombras del infierno que le sea entregada Eurídice?
       »Allí estaba yo, con mi corbata blanca, junto a gente alegre que sonreía y hablaba entre sí; algunos me miraban y hacían inclinaciones de cabeza…
       »Se dice de los bandidos que en tiempos antiguos frecuentaban los bosques de Dinamarca, que tenían la costumbre de poner un hilo cruzando el camino, con una campanilla atada. Los carruajes, al pasar, tendrían necesariamente que tocar el hilo y hacer sonar la campanilla, despertando a los ladrones. Yo sé que he tocado un hilo y la campanilla ha sonado en algún sitio. Yo fui el que pregunté: «¿Qué tengo que pagar por esto?», y la diosa contestó: «Veinte francos». Con ella no se puede regatear.
       »De todo esto hace ya mucho tiempo. Las Euménides son, si me permites la comparación, como las pulgas a que yo tenía tanto miedo y repugnancia cuando era niño. Les gusta la sangre joven pero luego nos abandonan. Vendí un trozo de terreno a un vecino, y cuando lo vi de nuevo había talado los árboles. ¿Dónde estaban ahora las sombras, los senderos ocultos y los caminos claros?
       —¿Nunca la volvió a ver?
       —No —contestó secamente y después de unos instantes prosiguió—: pero tengo una historia fantástica que contar. Quince años más tarde, en 1889, pasé por París en viaje hacia Roma; me detuve allí algunos días para ver la exposición y la torre Eiffel recién terminada. Una tarde fui a ver a un amigo pintor. En los principios de su carrera había sido extravagante e impetuoso, pero más tarde cambió completamente y se dedicó a estudiar anatomía con celo y entusiasmo siguiendo el ejemplo de Leonardo. Nuestra entrevista se prolongó hasta bien entrada la noche, y después que charlamos y discutimos sobre la pintura y sobre el arte en general me dijo que me enseñaría la cosa más bonita que tenía en su estudio.
       »—Es una calavera que estoy dibujando.
       »Era realmente la calavera de un mujer joven. La tuve en mis manos unos momentos. Cuando quise imaginar el ancho de las cejas, la línea noble y clara de la barbilla y las hondas cavidades de los ojos, de súbito me pareció familiar. El hueso limpio brillaba a la luz de la lámpara. En aquellos segundos volví con la imaginación al apartamento de la plaza de Francisco I, una noche de lluvia, hacía quince años.
       —¿Preguntó a su amigo algo sobre el origen de aquella calavera?
       —No —contestó el anciano—. ¿De qué hubiera servido?


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