Isak Dinesen
(1885–1962)


Las carreteras de Pisa
“The Roads Round Pisa”
Seven Gothic Tales (1934)


I. La redomilla

      Una apacible tarde de mayo de 1823 el conde Augustus von Schimmelmann, joven noble danés, escribía una carta sentado ante una mesa de piedra en el jardín de una hostería cerca de Pisa.
       Su carácter reflejaba una disposición propensa a la melancolía y a la tristeza; su aspecto hubiera parecido mejor si no fuese flaco en exceso.
       No le fue posible terminar de escribir. Entró en su habitación, y al poco tiempo salió a la calle para dar un paseo por la carretera, mientras los otros huéspedes esperaban en la hostería la hora de la cena.
       Contempló por unos instantes el sol que estaba acercándose a su ocaso. Los rayos dorados penetraban por entre los altos álamos a lo largo de la carretera. El aire era cálido y puro. La atmósfera estaba cargada con el dulce olor de hierba y árboles, y las golondrinas cruzaban veloces de un lado a otro como queriendo aprovechar al máximo aquella última media hora de luz.
       Pero los pensamientos del conde Augustus estaban fijos en la carta. Iba dirigida a un amigo que tenía en Alemania; un compañero de clase de sus felices días de estudiante en Ingolstadt, única persona a la que podía abrir su corazón sin reservas.
       «Pero ¿reflejaré toda la verdad en la carta? —pensaba el conde Augustus—. Daría un año de mi vida por poder hablar con él esta noche y observar las facciones de su rostro durante la conversación».
       Caminaba despacio por aquella carretera. En su mente bullían y se agolpaban las ideas:
       «¡Qué difícil es conocer la verdad! Me gustaría saber si es posible decir absolutamente la verdad cuando se está solo. A mi entender, la verdad, al igual que el tiempo, es una idea que nace y depende de la conversación y la comunicación humanas. ¿Cómo podremos saber la verdad de una montaña de África, sin nombre, donde no existe vereda alguna para subir a ella, ni huella de la visita del hombre? Yo sé que la verdad de esta carretera por la que estoy paseando es que conduce a Pisa, y también sé que la verdad sobre Pisa puede encontrarse en los libros escritos y leídos por el hombre».
       Aquel noble joven de carácter melancólico levantó la cabeza para tratar de distraer sus pensamientos con la vista del paisaje. Pero una honda preocupación le dominaba. La carretera estaba en aquellos momentos solitaria. Sólo él contemplaba allí el atardecer. De nuevo recurrió a sus pensamientos:
       «¿Cuál es la verdad sobre un hombre que se encuentra en una isla desierta? —se preguntaba—. Yo soy como un hombre en una isla desierta, en estos momentos. Recuerdo que cuando era estudiante mis amigos solían reírse de mí porque tenía la costumbre de mirarme, a menudo, en los espejos. Me decían que esto era debido a mi vanidad. Pero mi opinión no era ésa. Me gustaba mirarme a los espejos para tratar de conocer cómo era yo mismo. Siempre he dicho que un espejo dice la verdad sobre uno mismo».
       Con un estremecimiento de disgusto recordaba que un día, cuando era niño, fue llevado a Copenhague para ver el salón de los espejos de Panoptikon. Allí se vio reflejado a la derecha y a la izquierda, en el techo y en el suelo; un centenar de espejos deformaban y falseaban la cara y el tallecen distintas maneras. Alargaban, ensanchaban, disminuían, reducían la forma, sin dejar por eso de conservar alguna semejanza. Ante este recuerdo pensó cuán grande es el parecido de los espejos del salón de Panoptikon con la vida real.
       «La personalidad y la existencia de cada ser humano —pensaba Augustus— están reflejadas en la mente de las personas con quienes nos relacionamos y convivimos, como una caricatura de nosotros mismos».
       Sin embargo, la realidad es que estos reflejos, aun los más atractivos y halagüeños, se convierten, en la mayoría de los casos, en falsas caricaturas y embustes declarados.
       «Para mí —seguía pensando— una mente amiga y simpática como la de Karl es como un verdadero espejo del alma, y es eso precisamente lo que ha hecho su amistad tan preciada para mí. Yo creo que el amor, de esta manera, sería más fuerte. Debería significar, a lo largo de los caminos de la vida, como la compañía de otra mente donde se reflejaran nuestras fortunas y nuestros infortunios, y donde se probara al mismo tiempo que no todo es un sueño. La idea del matrimonio ha sido siempre para mí la presencia en mi vida de una persona con la que yo pueda hablar mañana de las cosas que acontecieron ayer».
       Dio un suspiro y sus pensamientos volvieron a su carta. La tarde apacible y serena de aquel mes de mayo de 1823 no tenía fuerza suficiente para distraer su mente profundamente preocupada.
       Había intentado explicar a su amigo las razones que le habían movido a alejarse de su casa. Tenía la desgracia de tener una esposa exageradamente celosa.
       «Pero 110 es así —pensó—. Mi mujer es celosa, pero de una forma especial e inconcebible. No tiene celo alguno de las otras mujeres. Sabe que destaca entre la mayoría de la ciudad por su atractivo, por su elegancia y por sus encantos, y sabe también lo poco que las demás mujeres significan para mí. El mismo Karl recordará que las pequeñas aventuras que tuve en Ingolstadt significaron para mí mucho menos que la ópera, cuando una buena compañía de cantantes representaba Alceste o Don Giovanni. Pero, cosa inaudita, está celosa de mis amigos, de mis perros, de los bosques de Lindenburg, de mis escopetas y de mis libros. Está celosa de las cosas más absurdas».
       Recordaba lo que le había acontecido a los seis meses de casados. Había acudido lleno de alegría y de ilusión a la habitación de su esposa para llevarle un par de pendientes que por mediación de un amigo suyo había adquirido en París, de la herencia del duque de Berri, Siempre había tenido el conde Augustus una especial afición a las joyas, y sabía distinguir su calidad y su labrado.
       A veces, le asaltaban pensamientos sobre por qué razón los hombres no pueden llevar joyas lo mismo que las mujeres. Desde su boda sentía un verdadero placer en comprar las más raras y valiosas que encontraba, dignas de la belleza de su joven esposa.
       Tanta fue la alegría que sintió al acudir con los pendientes a la habitación de su esposa, que él mismo quiso ser quien se los pusiera en las blancas orejas. Luego acercó un espejo para que su esposa pudiera contemplarlos. Ella comenzó a sentirse molesta al ver que los ojos de su querido esposo estaban más fijos en los diamantes que en su rostro.
       Súbitamente se los quitó y se los entregó a su marido, diciendo con los ojos secos de lágrimas, pero más trágicos que si hubieran estado llorando a borbotones:
       —Siento decirte que nuestros gustos no se identifican en lo que a cosas bellas se refiere.
       Desde aquel día ella renegó de toda clase de joyas y adoptó vestidos de estilo grave y austero, que más parecían hábitos de monja que ropas de una dama de la nobleza. Pero su elegancia y su gracia causaron sensación incluso con sus extraños vestidos, y pronto tuvo una copiosa secuela de imitadores.
       «¿Cómo podré conseguir hacer comprender a Karl —pensaba Augustus— que mi mujer está celosa de sus joyas? Estoy seguro de que nadie podrá llegar a comprender semejante locura. Yo mismo tengo que confesar que no la comprendo, y a veces pienso que la he hecho a ella tan desgraciada como ella a mí. Yo esperaba encontrar en mi esposa una mujer con la que pudiera sincerarme y compartir mis emociones. Pero con Malvina esto es imposible. Ella me ha obligado a mentirle veinte veces al día, a engañarla y a fingir mis miradas y hasta mi voz. No, estoy plenamente convencido de que aquello no podía continuar así, de que he hecho bien en abandonarla. Con ella estaríamos siempre lo mismo, sin esperanza de arreglo».
       Sus pensamientos le llevaron a un punto delicado:
       «¿Pero qué será de mí ahora? No sé qué hacer con mi vida. ¿Podré confiar en que el destino me depare alguna solución?».
       Del bolsillo de su chaleco sacó un pequeño objeto de cristal. Era una redomilla en forma de corazón. Tenía dibujado un paisaje con árboles y un puente que cruzaba un río. En el fondo, sobre una colina o roca, se erguía un castillo con una torre, y sobre una cinta se leían estas palabras: «Amitié sincère».
       El recuerdo de que aquella redoma había jugado un papel importante en su decisión de dirigirse a Italia, le hizo sonreír.
       Había pertenecido a una tía de su padre, soltera, que sobresalió en tiempos por su nobleza. Cuando era muchacha había viajado por Italia y sido huésped en aquel castillo. Ella había tenido fe en su redomilla, a la que atribuía la virtud de curar los dolores de muelas y los de corazón.
       Cuando Augustus era niño gustaba compartir con su tía aquellas ilusiones y fantasías. Le había contado cuentos deliciosos relacionados con los dibujos de la redomilla, y hasta había llegado a soñar que tal vez algún día llegara a cruzar el puente y asomarse al castillo y a la torre.
       «Pero ahora —pensaba— ¡qué misterioso y difícil será vivir! ¿Qué significa todo? ¿Por qué mi vida parece más importante que cualquier suceso célebre que haya acontecido jamás? Tal vez, dentro de cien años, la gente lea cosas sobre mí y sobre mi tristeza y soledad de esta noche, y quizá tomen la lectura como un mero entretenimiento, sin darle ninguna importancia».

II. El accidente

       En aquel mismo momento sus pensamientos desesperados fueron interrumpidos por un terrible ruido detrás de él. Se volvió para mirar, y los rayos del sol que se hundía en el Occidente penetraron en sus ojos. Durante unos segundos le pareció ver solamente un mundo envuelto en plata, en oro y en llamas.
       Un carruaje grande y lujoso, rodeado de una nube de polvo, venía por la carretera a una velocidad de vértigo. Los caballos corrían desbocados, en un galope salvaje, y el coche se balanceaba de un lado a otro de la carretera.
       Mientras miraba, le pareció ver dos figuras humanas que eran despedidas del vehículo. Eran el cochero y el lacayo, que con la velocidad de los caballos habían sido arrojados de sus asientos, dando con sus cuerpos en la carretera.
       Por un momento Augustus pensó en ponerse en mitad de la carretera, dispuesto a hacer frente a los caballos para tratar de reducir su velocidad, e incluso detenerlos para detener también el carruaje. Pero antes de que llegaran hasta él aconteció algo que le libró de arriesgarse a tal aventura: primero un caballo y luego otro se soltaron y pasaron ante la vista estupefacta de Augustus a una velocidad aterradora. El carruaje quedó volcado a un lado de la carretera, mientras una de las ruedas traseras se desprendía. El conde Augustus von Schimmelmann corrió hacia el coche.
       Recostado contra el asiento del vehículo destrozado había un anciano calvo, del que destacaba su rostro refinado y distinguido y su larga nariz.
       El anciano clavó su vista en Augustus. Su aspecto pálido y su inmovilidad hicieron pensar al joven conde que aquel hombre había recibido heridas mortales en el accidente.
       Solícito se dirigió a él:
       —Señor, permítame que le ayude. Ha tenido usted un horrible accidente, pero espero que no haya sufrido heridas de gravedad.
       El anciano le miraba como, al principio, reflejando en sus ojos el desconcierto y el azoramiento.
       En el asiento de enfrente una mujer joven yacía envuelta entre los cojines y las cajas. Ahora trataba de desembarazar sus manos y piernas, con grandes lamentaciones y sollozos.
       El anciano volvió sus ojos hacia ella y dijo en tono imperativo:
       —Ponme mi sombrero.
       Augustus se dio cuenta inmediatamente de que aquella joven era la doncella.
       Se movió dificultosamente y colocó sobre la cabeza del anciano calvo un gran sombrero con plumas de avestruz. El sombrero tenía por dentro abundancia de rizos plateados y, en unos momentos, el anciano quedó transformado en una elegante señora de aspecto distinguido y simpático. Era el sombrero y los rizos plateados que llevaba cogidos por dentro los que lograron aquella agradable transformación. El sombrero pareció serenar a aquella anciana, y hasta tuvo una sonrisa dulce y agradecida para Augustus.
       En estos momentos venía corriendo el cochero, cubierto de polvo, mientras el lacayo quedaba todavía tendido en la carretera.
       La gente de la hostería, cuando se dio cuenta del accidente, corrió veloz hacia el lugar del siniestro, dispuesta a prestar su colaboración y ayuda.
       Un empleado traía tras de sí a uno de los caballos, y a cierta distancia, dos aldeanos estaban tratando de hacerse con el otro.
       Entre varios sacaron a la anciana de la mejor manera que les fue posible y la instalaron en una de las habitaciones de la hostería, en la que sobresalía la cama gigante y las cortinas rojas.
       La anciana señora seguía pálida como un cadáver, con respiración muy dificultosa. Su brazo derecho parecía haberse roto por la muñeca. Al parecer, era ésta la mayor o la única consecuencia del accidente.
       La doncella, de ojos grandes y redondos como dos botones negros, se volvió a Augustus y le preguntó:
       —¿Es usted médico?
       La anciana contestó desde la cama con voz desfallecida y ronca por el dolor:
       —No. No es doctor ni sacerdote. Es un hombre noble. En realidad, ya no necesito médico. Lo que precisamente deseo es hablar con una persona noble como este caballero. Abandonad todos esta habitación, y dejadme que hable a solas con él.
       Cuando los dos quedaron solos, su rostro cambió y cerró los ojos. Luego dijo que se acercara más. Le preguntó su nombre, y después de un corto silencio le interrogó:
       —Conde, ¿cree usted en Dios?
       Augustus quedó perplejo y confundido ante una pregunta tan directa e inesperada. Estuvo unos momentos indeciso, sin encontrar palabras con que contestar a la pregunta. Al darse cuenta de que los ojos de la anciana le miraban fijamente, dio esta contestación:
       —Era ésta precisamente la pregunta que estaba tratando de contestarme cuando sus caballos se desbocaron. Ahora, señora, no puedo darle respuesta alguna.
       La anciana dijo, sin separar sus ojos del rostro del conde:
       —Dios existe, y esta afirmación la seguirán admitiendo las generaciones que nos sucedan.
       Luego prosiguió:
       —Yo voy a morir. Me encuentro muy desfallecida y acabada. Pero no moriré hasta que haya visto una vez más a mi nieta. ¿Tiene usted inconveniente, como hombre de noble cuna y de clara inteligencia, en encargarse de buscarla y traerla ante mí?
       Hizo una pausa. En su rostro se dibujaban una serie de expresiones extrañas. Fijó de nuevo su vista en Augustus y continuó:
       —Dígale que ya no puedo levantar mi mano derecha sino para darle mi bendición.
       Augustus, después de unos instantes de extrañeza y de zozobra, preguntó a la anciana dónde podría encontrar a la nieta por la que se interesaba.
       —Está en Pisa —dijo la abuela— y su nombre es Donna Rosina di Gampocorta. Sin duda alguna conocerá su nombre. Durante meses ha sido el único tema de conversación en la ciudad.
       Hablaba con voz tan baja y débil que el conde se vio obligado a acercar su cabeza a la almohada para oírla. Por unos momentos pensó que la anciana había fallecido. A Augustus le preocupaba enormemente aquella situación. Los profundos pensamientos que invadían su espíritu antes de ocurrir el accidente se habían desvanecido, centrándose de una manera total y sin reservas en la suerte y en los razonamientos de aquella anciana.
       Después de unos minutos, la anciana pareció volver en sí, recobrando nueva fuerza. Su voz cambió, y a veces era más fuerte y perceptible que antes. Sin embargo, el joven noble 110 tenía seguridad de que ella le viera, aunque tenía sus ojos clavados en su cara, como tampoco estaba seguro de que se diera cuenta del lugar donde se encontraba. Sus mejillas se tiñeron de un color rosado, y sus párpados, como gruesos crespones, temblaban ligeramente. Todo su ser parecía estar bajo emociones profundas y extrañas.
       —Le contaré mi historia —dijo— para que usted comprenda la necesidad de que me ayude.

III. La historia de la señora anciana

       —Soy una anciana —comenzó diciendo y conozco el mundo. No me confío en nadie porque la experiencia de mi vida y de mis años me ha hecho comprender que cualquiera que sea el grado de confianza y de buena voluntad que yo ponga en una persona, ésta me protegerá o me arrojará de su lado, según sus propias conveniencias. Por esta misma razón, yo, a veces, no he puesto mi confianza en Dios. No tenga lástima ni compasión alguna de mí por el anuncio que le he hecho de mi próxima muerte. Yo creo que verdaderamente es mucho mejor morir comme il faut que seguir viviendo sin objeto alguno.
       Augustus prestaba toda su atención a las palabras de aquella mujer:
       —He tenido amantes, un marido y cientos de amigos y de admiradores. En mi vida he amado con cariño verdadero y afecto sincero a tres personas. De estas tres personas queda solamente esa joven que se llama Rosina.
       Suspendió por breves momentos la conversación como afectada por el recuerdo de su nieta, Luego prosiguió:
       —Su madre no era mí hija. Yo era madrastra, pero las dos estábamos tan unidas y compenetradas que nos queríamos tanto como pueden quererse y amarse una madre y una hija. Esto tenía su razón de ser: desde mi juventud concebí un miedo pavoroso a ser madre. Cuando fui pedida en matrimonio por un viudo, cuya primera esposa había muerto precisamente en el parto, accedí con la condición indeclinable de que nunca tendría yo ningún niño. Él, subyugado por mi belleza y también por mis riquezas, me juró formalmente que se cumplirían mis deseos.
       Los fuertes dolores de su brazo derecho hicieron que suspendiera, durante breves minutos, su interesante historia. Hizo un nuevo esfuerzo, sacando fuerzas de flaqueza, para continuar:
       —Era tan amable y tan atractiva aquella muchacha llamada Anna, que yo vi, con mis propios ojos, a la imagen de san José en la basílica volver su cabeza y mirarla, recordando complacido la aparición de la Santísima Virgen en aquellos históricos momentos en que fueron desposados. Sus pies eran como las patas del cisne, y el zapatero nos tenía que hacer los zapatos sobre la misma horma. Le enseñé a comprender que la belleza de una mujer es la obra maestra coronada de Dios y que esta belleza y esta virginidad no se deben perder nunca hasta la unión matrimonial. Cuando cumplió los diecisiete años se enamoró de un hombre, un soldado en aquella época de las guerras de Francia y de su temible emperador. Se casó con él y le siguió fielmente. Un año más tarde moría en horrorosa agonía, como murió su querida madre.
       El conde Augustus escuchaba cada vez con más interés aquella historia.
       —Aunque yo no he tenido nunca especiales deseos por un varón —continuaba—, en aquellos momentos pensé que sería un niño. Pero no fue así. Una preciosa niña fue el fruto de mi inolvidable Anna, y esta niña fue confiada a mi cuidado, porque su padre no podía hacerse cargo de ella, ocupado como estaba con sus deberes militares. Unos meses más tarde la niña quedó también huérfana de padre, y fue ella la heredera absoluta de sus grandes riquezas, adquiridas, en su mayoría, como botín de guerra. Ahora, cuando mi nieta ha crecido y se ha hecho una mujer, puede usted comprender fácilmente mis preocupaciones y mis continuos desvelos por procurar el bienestar de Rosina y de prepararle un futuro seguro y una larga vida, teniendo en cuenta la experiencia de su madre y de su abuela.
       Hizo un esfuerzo como queriendo incorporarse. Luego siguió en un tono más confidencial e íntimo:
       —¿Dije que la belleza de su madre era la obra más perfecta del Todopoderoso? Pues no concreté bien, porque la verdadera obra maestra del Creador fue Rosina. Era tan clara y transparente que en Pisa se decía que cuando bebía vino tinto se podía ver el líquido que descendía por su garganta y por su pecho. Yo nunca deseé que se casara, y veía con complacencia la actitud dura y despreciativa de la joven hacia los hombres en general, y de una manera especial hacia aquellos galanes enamorados que la seguían y la cortejaban con los mejores deseos de unirse a ella en matrimonio. Pero los años no pasaban en balde. Yo iba envejeciendo y sentía una honda preocupación por la niña que fue confiada a mi protección y tutela y a la que, por mi parte, adoraba con toda mi alma. No quería morir dejándola en el mundo sola y sin ningún amparo. El mismo día en que la niña cumplía los diecisiete años llevé, por la mañana, a la iglesia de Santa María della Spina un preciado tesoro que había pertenecido durante muchos cientos de años a la familia de mi madre. Era un cinturón de castidad que uno de los antecesores había adquirido en España cuando estuvo allí luchando contra los infieles. Por ser su esposa sobrina de san Fernando de Castilla, el cinturón llevaba incrustadas valiosas cruces de rubíes. Hice esta ofrenda para pedir a los santos que me ayudaran a dar una solución acertada para el futuro de la niña.
       Estos recuerdos parecían reanimar a la anciana, olvidándose de los fuertes dolores que la acosaban y de la gravedad en que se encontraba.
       —Aquella misma tarde di una gran fiesta, a la que acudió, entre otros distinguidos personajes de la nobleza, el príncipe Potenziani. Tan pronto como vio a Rosina se enamoró de ella y, sin esperar más, aquella misma noche pidió su mano. Ahora le preguntaría a usted, conde: ¿No cree que aquello fue una contestación inmediata a mi súplica de la mañana? El príncipe era una magnífica oportunidad. Actualmente es el hombre más rico de la región, y lo mismo él que toda su familia son bien conocidos por las ansias desorbitadas de hacer más y más dinero. Aunque es un poco avanzado en años, es la persona más encantadora, un auténtico Mecenas, un hombre de gustos refinados y de mucho ingenio, y es, además, un antiguo amigo mío. Aunque es un admirador de nuestro sexo, yo sé, de buena tinta, que un capricho de la naturaleza le ha hecho incapaz de ser un amante ni un esposo. Por motivos de vanidad o de debilidad propia, no le gusta que se divulgue este defecto suyo, y para tratar de despistar de la mejor forma posible su falta, se hace rodear de las damas cortesanas más caras y vistosas. Las gentes le temen porque este secreto no es conocido de nadie. Yo me di cuenta de ello porque, hace muchos años, hubo un tiempo en que fue uno de mis mayores admiradores, y a mí no me disgustaba su compañía. Era entonces tan feliz y dichosa que vi mi propio rostro sonreírme en el espejo, como el rostro de un espíritu bendito.
       La emoción con que la anciana contaba su historia se acentuaba cada vez más. Augustus estuvo tentado en varias ocasiones de aconsejarle reposo y tranquilidad. Pero no se decidió a interrumpirle. Por otra parte, la narración de aquella historia le agradaba sobremanera.
       —La misma Rosina —continuó— estaba complacida y dispuesta a desposarse con el príncipe, y durante algún tiempo le quiso con verdadero cariño, debido a su ingenio, a sus encantos personales, a sus modales educados y a los ricos regalos con que continuamente la obsequiaba. Habían sido anunciados ya los esponsales; pero una noche, cuando yo estaba ya acostada, entró Rosina en mi habitación luciendo un vestido satinado de color rojo muy vivo. A la luz de las velas me pareció tan amable y tan decidida que, en aquellos momentos, me recordó al arcángel san Miguel dando órdenes a las huestes celestiales. Yo me sentía realmente contenta y satisfecha con Rosina, y me enorgullecía extraordinariamente al contemplarla tan bella y tan atractiva. Se acercó a mí y, como si sus noticias supusieran para mí una gran alegría, me confesó que estaba enamorada de su primo Mario y que, además, no se casaría con ningún otro hombre más que con él. Cuando oí aquellas palabras noté que mi corazón desfallecía. No obstante, dominé como pude mi rostro para no reflejar el estado de ánimo y me limité a recordarle solamente que el príncipe era un tirador terrible y certero y que; cualesquiera que fueran sus pensamientos sobre su primo, lo mejor que podía hacer, si es que le amaba de verdad, era olvidarle por completo. Pero su contestación fue tan valiente y decidida como si estuviera enamorada con la misma muerte.
       Hubo un corto silencio. La anciana hizo un esfuerzo para cambiar de postura en la cama. Luego continuó con su historia:
       —No es que a mí me desagrade Mario, ni que tenga ningún prejuicio contra él. Precisamente siempre he tenido una gran debilidad por la familia de mi esposo, aunque todos ellos padezcan de una especie de excentricidad. La excentricidad en este joven se manifestaba en su exagerada pasión por todo lo relacionado con la astronomía. Pero como esposo no podía ser comparado con el príncipe, y, además, me bastaba a mí imaginarles juntos a Rosina y su primo Mario, para sacar la conclusión inmediata de que cualquier debilidad mía en este punto conduciría a mi querida Rosina, a los nueve meses de su unión, a la tumba de su madre. Rosina estaba envanecida y alocada con los continuos halagos y adulaciones del príncipe. Sabía que si pedía a Potenziani la luna, éste pondría todo su empeño en llevársela; pero, a pesar de todo, estaba dispuesta a desistir de las lisonjas y de los regalos del príncipe para unirse a su joven primo. Un día la llamé ante mi presencia y le hice ver serenamente las realidades de la vida. Pero sólo Dios sabe la cantidad de ideas vanas y exaltadas que se han infiltrado en la mente de la generación de mujeres nacidas después de la Revolución francesa y después de ser publicadas las novelas de aquella mujer llamada De Staël: riqueza, posición social y un marido tolerante no es suficiente para ellas. Prefieren hacer el amor como nosotros tomamos el Sacramento.
       Interrumpió la historia para preguntar:
       —¿Es usted casado?
       —Sí. Soy casado —contestó escuetamente aquel noble joven.
       Ella prosiguió, reflejando en el tono de su voz la satisfacción que le produjeron las escuetas palabras del joven conde.
       —Entonces no necesito descubrir ante usted la locura y la necedad de estas ideas. Rosina estaba tan obstinada que me fue imposible, en todo momento, razonar con ella. No me hubiera causado sorpresa alguna si, al final de mis consejos y advertencias, me hubiese salido con que lo que a ella le gustaría era tener, por lo menos, nueve hijos. Yo he llegado a una edad, querido conde, en que me resulta totalmente imposible soportar o aguantar las contrariedades. Me puse enfurecida, tan enfurecida como me hubiera puesto un bandido a quien hubiera visto arrastrarla, montarla en un caballo y huir con ella a las montañas de la selva. Dije al príncipe que debíamos apresurarnos para celebrar la boda, y decidí mantener a Rosina encerrada dentro de la casa. Durante estos meses viví en un estado de nerviosismo y de preocupación tal que apenas si podía conciliar el sueño. Cada noche me parecía a mí tan larga como una vuelta completa alrededor del mundo. Rosina tenía una amiga llamada Agnese della Gherardesca. Esta joven pasaba la mayoría de los días en compañía de Rosina. Un día, cuando las dos se encontraban haciendo un bordado, se pincharon los dedos con las agujas. La sangre de ambas jóvenes se mezcló y entonces se juraron eterna hermandad. Agnese della Gherardesca se había criado libremente a sus aventuras y, de esta suerte, se había convertido en una auténtica muchacha de la época. En su cabeza tenía metida la idea de que tenía mucha semejanza con milord Byrori, que estaba muy en boga por aquel entonces. Acostumbraba a vestirse y a cabalgar como un hombre, y en sus ratos de ocio, que eran los más, se dedicaba a escribir poesías. Para hacer más llevadero el encierro de Rosina hice que Agnese la acompañara durante la semana anterior a su boda. Pero, a mi entender, debe haber algún diablillo enredador en las muchachas cuando se empeñan en deshacer algún compromiso amoroso. Yo creo que se las arregló para enviar, durante aquella semana, cartas a su primo Mario.
       »La mañana anterior a la boda, cuando el príncipe y yo pensábamos que todo estaba a salvo, Agnese alquiló un coche de caballos, Rosina salió de la casa y montó con su amiga, y las dos desaparecieron, por la carretera en dirección a Pisa.
       »No faltó la doncella fiel que me puso inmediatamente en antecedentes de lo que terminaba de suceder. Yo, sin perder un solo minuto, monté en mi carruaje y seguí detrás de ellas. Al mediodía logré alcanzar, en la carretera, al coche alquilado. Agnese iba conduciendo, agarrada a las riendas de los caballos, vestida con una capa de cochero. Sus caballos estaban agotados y sin fuerza, mientras los míos estaban tan fuertes y lozanos como siempre.
       »Cuando Rosina vio que me acercaba yo a toda velocidad, bajó del coche. Cuando llegué, descendí de mi vehículo y me acerqué a ella, que estaba inmóvil, de pie, en la carretera. Las dos nos miramos sin pronunciar una sola palabra. La llevé, sin réplica alguna por su parte, a mi coche sin prestar ninguna atención a su amiga. Cuando las dos nos acomodamos en el coche, ordené al cochero que volviera para atrás. Había en la carretera una pequeña ermita, situada entre los árboles. Cuando llegamos, Rosina me pidió permiso para parar el coche y entrar en la ermita un momento. Entonces me dije para mí: «Ésta quiere hacer algún voto o alguna promesa». Bajé con ella y las dos entramos en aquella reducida iglesia. Cuando entramos dentro de aquel oscuro recinto llegó a mi nariz un fuerte olor a incienso. Pensé con desesperación que el corazón de una joven es como una oscura iglesia, un lugar de misterio, y pensé, también, que resulta imposible para una señora anciana el abrirse camino y orientarse dentro de él.
       »Rosina fue derecha ante el altar y cayó de rodillas. Con las manos juntas oró por unos instantes ante la imagen de la Santísima Virgen. Luego se levantó y salió del templo sin dirigirme a mí ninguna mirada. Yo traté también de rezar alguna oración, pero no me fue posible. Cuando salí la encontré junto al coche mirando en dirección a Pisa. «Yo sé, si tú no lo sabes —le dije— cuáles son los motivos de que el pensamiento de cierto hombre se interponga entre tú y yo. Ahora yo también puedo hacer un voto lo mismo que tú, y espero que las dos nos veremos algún día paseando juntas por el paraíso. Mi voto es éste: “Juro que mientras pueda levantar mi mano derecha no daré mi bendición a ningún matrimonio tuyo, excepto cuando te cases con el príncipe.” Rosina me miró fijamente y me hizo las mismas cortesías y reverencias que cuando era una niña; pero no pronunció ninguna palabra. Al día siguiente se celebraron las nupcias con un esplendor inusitado que causó gran sensación en toda la región.
       »Un mes después de la boda, Rosina solicitó del Papa la anulación del matrimonio basándose en que no había sido consumado.
       »Esta decisión de la joven ocasionó un gran escándalo. El príncipe tenía amigos poderosos e influyentes, mientras que Rosina se encontraba sola, demasiado joven y sin experiencia. Pero ella siguió en sus propósitos con admirable determinación y entereza. La noticia se fue extendiendo por toda la región de tal rnodo que Rosina estaba en boca de todos, siendo su caso el único tema dominante de las conversaciones. Su decisión de pedir la anulación del matrimonio y la tenaz oposición del príncipe hizo que entre las gentes se extendiera una corriente de simpatía, de afecto y adhesión hacia la joven Rosina.
       »El príncipe no gozaba de ninguna popularidad, debido, principalmente, a su afán desmesurado y a su infeliz pasión por el dinero. Estas cuestiones, como usted sabrá, atraen poderosamente la atención de las clases bajas. Tanta era la admiración y el respeto que sentían todos por Rosina, que llegaron a considerarla como una especie de santa. Cuando consiguió, por fin, acudir a Roma, la población la rodeó y la aplaudió fervorosamente en las calles como si se tratara de una prima donna de la ópera.
       »El príncipe se comportaba como una persona sin juicio. Hizo uso de sus influencias para echar a Mario fuera de Pisa. Esto, en aquellas circunstancias, fue probablemente la acción más desacertada que pudo hacer. En un estado de demencia furiosa, se burlaba de la Iglesia y conmocionaba al pueblo.
       »Rosina se presentó por sí misma ante el Santo Padre. Se postró reverentemente a sus pies y entregó los certificados que llevaba de los médicos y de las comadronas de Roma. Cuando el príncipe tuvo noticia de todo ello, cayó desmayado y durante tres días no pudo hablar. Tuvo que ordenar que cerraran las ventanas de sus habitaciones, con el objeto de no oír las canciones y las coplas que la multitud entonaba gozosa en las calles sobre la virgen de Pisa. Se mordía las uñas de rabia al pensar en la alegría que recibiría el pueblo, particularmente la gente joven, cuando Rosina, con la carta de anulación del matrimonio en sus manos, contrajera nuevo matrimonio con el hombre a quien amaba.
       »Durante todo este tiempo, aunque me ha parecido, en repetidas ocasiones, oír por el aire el susurro de su nombre, me he negado a verla y he procurado apartar mis pensamientos de su recuerdo. Pero ¿qué cosa hay en el mundo capaz de apartar de la imaginación de una anciana el recuerdo de una nieta a la que ha querido con toda su alma y con la que ha vivido por espacio de diecisiete años? ¿Qué fuerza humana será capaz de conseguir que yo la olvide?
       »Hace dos meses llegaron a mí las noticias de que mi nieta estaba para tener un niño. Aunque yo lo esperaba y estaba preparada para recibir la nueva, sin embargo, constituyó para mí la última sacudida. Esta noticia casi me mató. Mis pensamientos se concentraban en su madre y en el juramento que yo había hecho. Tuve tentaciones de no creer más en los santos. Día y noche tenía ante mí la imagen de Rosina representándome tal y como la vi en la pequeña ermita postrada ante la Santísima Virgen con las manos juntas. Mi corazón se llenó entonces de tal amargura y pesar como no creo haya ocurrido a ninguna otra mujer en ninguna época de su vida.
       »Durante varios meses me he encontrado bastante enferma e indispuesta para ponerme en viaje, pero ayer me puse en camino con dirección a Pisa.
       »Ahora, amigo mío, se ha enterado de toda mi historia. Quiero que reflexione usted sobre el relato que termina de oír y que saque también las conclusiones que crea más oportunas.
       Hubo una larga pausa. Cuando Augustus, asustado, miró su cara pálida, los ojos de la anciana estaban fijos en él. Con palabra clara dijo al conde:
       —Estoy dispuesta para abandonar este mundo. Ojalá que me conociera como yo le conozco a él. Nosotros no tenemos más que decirnos. Creo haberle dado con mi narración un buen tema para que haga reflexiones.
       »Yo misma me siento extrañada al pensar que esa anciana Carlotta de Gampocorta, que pronto habrá desaparecido también, y a la que yo he tenido un afecto y un cariño entrañables, no pueda tener una oportunidad de verse conmigo para que tenga ocasión de perdonar a aquellas personas que le faltaron durante su vida. Pero, cualesquiera que sean sus pensamientos, querido conde, sobre el particular, yo sólo sé decirle que no resulta nada fácil cambiar los hábitos y las costumbres a una edad avanzada como la mía. ¿Tiene usted inconveniente en ir a buscarla en mi nombre?
       Su brazo izquierdo se movía torpemente sobre la sábana como tratando de buscar la mano del joven Augustus. El noble joven tocó sus dedos fríos.
       —Estoy a su servicio, señora —dijo.
       Ella emitió un hondo suspiro y cerró los ojos.
       Augustus se apresuró a buscar al doctor que había sido mandado llamar. Más tarde ordenó a sus criados que tuvieran todas las cosas preparadas para partir al día siguiente, de madrugada. Luego, como quería terminar de escribir la carta, antes de salir, se retiró a sus habitaciones dispuesto a hallar una forma de concluir la carta que dirigía a su amigo Karl.
       Leyó las líneas que había escrito. Eran profundas reflexiones sobre la vida. Augustus pensó que la tristeza y la melancolía que se reflejaban en aquella carta serían objeto de inquietud y de intranquilidad para su buen amigo. Estuvo unos momentos reflexionando sobre las frases con las que debería terminar la carta.
       Su imaginación volvió al recuerdo de la historia que había terminado de oír de labios de aquella anciana moribunda.
       Pasaron unos instantes. Luego, tomó la pluma con energía y añadió a la carta, como colofón, dos líneas del Fausto de Goethe. Era un texto favorito de su amigo con el que, en repetidas ocasiones, cuando estudiaban juntos en Ingolstadt, acostumbraba a poner punto final a sus discusiones:

       Un hombre noble, aún entre las más oscuras aspiraciones,
       conserva todavía el instinto para seguir el camino recto.


       No encontró forma mejor de terminar aquella carta.
       Con una media sonrisa, puso su nombre al final de la cita de Goethe.

IV. Las penas de la señora joven

       La posada a la que llegó era la última que se encontraba antes de Pisa, junto a la posada había otras edificaciones.
       Los carruajes y la gente que había alrededor hacían que el viajero notara en el aire la proximidad de una gran ciudad.
       Un faetón se detuvo justamente enfrente de Augustus. Del vehículo bajaron un hombre joven y delgado con una gran capa oscura, y un anciano mayordomo que tenía el aspecto y el mirar de Pantalone.
       Estaba oscureciendo. Algunas escasas estrellas comenzaban a brillar en el inmenso cielo azul. Corría una débil brisa. Augustus sintió la sensación de estar verdaderamente en la carretera donde tenían origen los momentos más felices y agradables de todo buen caminante.
       En el transcurso del día se había cruzado con un buen número de viajeros; unos cabalgaban sobre corceles flamantes y bien enjaezados, otros, en burros, y un número muy reducido, a pie. También se había cruzado con carros, tirados unos por bueyes, y otros, por muías.
       «Todos llevan una dirección y un destino en su vida. ¿Es posible que sea yo el único viajero que camina sin rumbo determinado?».
       La luz artificial, el ruido y el olor del humo de la leña que se iba quemando en la chimenea, junto con el olor a queso y a grasa que llegaba a su nariz, complacían sobremanera al joven conde.
       El aire de Italia parecía que hubiera bajado de las montañas y cruzado los ríos para rozar suave y gentilmente el rostro de Augustus.
       La hostería había sido en otros tiempos residencia señorial. Tenía un gran salón con frescos en las paredes.
       Al entrar se encontró con el anciano hostelero y dos criados que estaban colocando una mesa junto a la ventana abierta. Mientras realizaban este trabajo tenían una discusión acalorada, por cuyo motivo no se dieron cuenta de la entrada del nuevo huésped. Fue el propio anciano hostelero quien se dirigió apresuradamente a dar la bienvenida al conde. Le presentó sus respetos y le hizo halagüeñas promesas de que pondría todo su interés en que su estancia fuera agradable.
       Pero todos aquellos honorables y distinguidos huéspedes que estaban llegando al mismo tiempo, de forma inesperada, a una casa tan celosa siempre por mantener su buen nombre, casi llegaron a abrumar y confundir al anciano hostelero.
       Media hora más tarde se esperaba al príncipe Potenziani acompañado de su joven amigo el príncipe Giovanni Gastone. Era gente que sabía comer y seleccionar sus comidas. Habían pedido codornices, pero el cocinero se equivocó en la cocina.
       Augustus preguntó al hostelero con cierta curiosidad:
       —¿Ese joven que acaba de llegar es, por casualidad, el príncipe Giovanni?
       —¡Oh! No. Sin duda alguna será otro de los clientes ricos y exigentes que frecuentan mi establecimiento.
       Con un cierto tono de asombro y extrañeza preguntó luego al conde:
       —Pero ¿es posible que milord no haya oído hablar nunca del príncipe Nino? Es un joven tal que no puede encontrarse nadie parecido a él fuera de los límites de la Toscana. Cuando era niño, su belleza y candidez hizo que le eligieran como modelo para pintar el Niño Jesús de la catedral. Todos le queríamos mucho. Siempre fue un gran patriota, un verdadero y digno hijo de la Toscana.
       El viejo hostelero hablaba con un auténtico orgullo al citar a su región:
       —Su ambiciosa madre le envió a las cortes de Viena y de San Petersburgo. Pero el príncipe regresó pronto dispuesto a no hablar más idiomas que el de los grandes poetas. Es un gran patriota, milord, un gran patriota. Sus palazzi estaban trazados al estilo antiguo de la Toscana. Sostuvo por su cuenta una orquesta dedicada única y exclusivamente a interpretar música italiana. Cedió sus caballos para las carreras clásicas. Nunca terminaría de contarle cosas referentes a este gran patriota y al propio tiempo gran amante de su región, Cuando terminaba la vendimia tenía por costumbre organizar unos festivales. En ellos se representaban las antiguas danzas regionales interpretadas por las mismas chicas que, con sus pies descalzos, habían pisado las uvas en los lagares. Los improvvisatori recitaban poesías y declamaban al estilo antiguo. Eran unas fiestas que rememoraban las felices épocas pasadas.
       Con una toalla grasienta bajo el brazo y sus pequeños ojos negros fijos en cada movimiento de los criados, el anciano hostelero conservaba la suficiente agilidad y viveza de espíritu para hacer pasar a sus huéspedes horas de entretenimiento:
       —Fue el mismo príncipe Nino quien un día, cuando un cantante alemán tuvo la audacia de presentarse en la ópera de Cimarosa para interpretar «Ballerina Amante», le hizo abandonar el escenario, y con gran bizarría cantó toda la partitura ante un auditorio absorto y emocionado.
       Hizo una breve pausa mientras pasó nueva revista a los criados y a la clientela. Luego prosiguió:
       —Así somos en esta tierra, milord. Si usted permaneciera entre nosotros algún tiempo se daría muy pronto cuenta de que hay por esta región muchos príncipes Nino.
       En la cara ancha del hostelero se dibujó ahora un cierto tono de picardía y de confidencia:
       —Por lo que se refiere al sexo bello, milord, usted lo conocerá, por sí mismo, Son las propias mujeres quienes se interfieren en el camino de un hombre, y en ese caso ¿qué queda hacer?
       Siguió la conversación sobre el príncipe Nino, con estas palabras:
       —Incluso en este punto nuestro querido príncipe ha demostrado en repetidas ocasiones ser un verdadero hijo de su región. Pudo haberse casado con una princesa de la Casa de Austria. Cuando estuvo en la corte de San Petersburgo, la hermana del zar de Rusia se enamoró perdidamente de él; pero desechó valientemente todas las magníficas oportunidades diciendo que solamente las mujeres y los barriles de vino de su Toscana gemirían bajo sus caricias. Hasta se ha llegado a decir que los maridos de Toscana cedían todos sus derechos ante el príncipe Nino y que una mujer que hubiera pertenecido al príncipe nunca cedería ante las súplicas y los ruegos de otro amante.
       El viejo era incansable contando episodios de la vida del príncipe Nino. El conde Augustus le escuchaba con complacencia y agrado.
       —También se ha dicho que las mujeres que dejó el príncipe Nino siguen pensando continuamente en él y viven de su recuerdo. Éste es el príncipe, un hombre querido por todos. Pero fue una lástima, milord, que a causa de la generosidad y la magnificencia con que este joven príncipe repartió por doquier las riquezas de su casa e incluso las de su madre, haya sido entregado a merced del viejo príncipe Potenziani, a quien acudió frecuentemente en busca de dinero prestado. Es una verdadera lástima, milord. Desde entonces el príncipe está cambiando por completo. Algunos han llegado a decir que la santa reina Matilde, ascendiente suya, se le apareció en un sueño y le apartó su corazón y sus pensamientos de las cosas terrenales.
       Uno de los camareros cometió una equivocación tan grave al preparar una mesa que el avisado anciano, como en un terrorífico salto espiritual, cortó la conversación para dirigirse inmediatamente hacia el lugar de la catástrofe. Pasados unos minutos volvió con el vino que Augustus le había pedido. Sin pronunciar palabra le dirigió una sonrisa. Luego se apartó de él haciendo una profunda reverencia. Dos ancianos sacerdotes estaban sentados junto a la chimenea contemplando las llamas de la leña encendida.
       El muchacho delgado que se había apeado del faetón permanecía pensativo y triste mientras bebía el café que el anciano mayordomo le había servido. Estaba sentado en una silla baja situada bajo una pin tura al fresco que representaba a los ángeles visitando a Abraham.
       Su figura joven, sutil y graciosa llamó la atención de Augustus, siempre admirador de la belleza. En aquella cara pensativa y fina quiso ver una semejanza de su amigo Karl cuando era joven. Sus ojos estaban fijos en aquel muchacho. Deseó en seguida encontrar algún motivo, alguna oportunidad para acercarse a él y entablar conversación. Cuando el anciano mayordomo se acercó a Augustus para informarle de una disputa entre los lacayos por culpa de la elección de los mejores lugares del establo, Augustus aprovechó el momento para entablar diálogo con el joven haciendo preguntas sobre la carretera de Pisa. Al mismo tiempo le rogó que aceptara tomar un vaso de vino en su compañía.
       El muchacho, con mucha cortesía, declinó el ofrecimiento, alegando que nunca había bebido vino. No obstante, al darse cuenta de que Augustus era un extranjero y desconocía la carretera se sentó junto a él unos momentos para darle la información que deseaba. Durante la conversación el joven colocó sobre la mesa su brazo izquierdo y Augustus lo miró fijamente, pensando para sus adentros:
       «Al encontrarse con las gentes de esta región se da uno cuenta perfectamente de que han vivido en palacios de mármol y han dedicado su vida a escribir sobre temas filosóficos. Mientras tanto mis antecesores vivían en los bosques, fabricaban armas de piedra y vestían sus cuerpos con las pieles de los osos que desollaban después de haber bebido su sangre caliente. Yo creo que para conseguir unas manos y unas muñecas como las de este joven serían precisos miles de años. En Dinamarca todo el mundo tiene los tobillos y las muñecas gruesas. Cuanto más distinguidas son las personas y más elevado es su rango social, más gruesos y abultados son sus muñecas y tobillos».
       Las mejillas del muchacho se enrojecieron al conocer que Augustus procedía de Dinamarca. Le dirigió una sonrisa triste y le dijo:
       —¿Es usted de Dinamarca? Me produce gran sensación y respeto cuando oigo hablar de esas lejanas tierras. Es usted la primera persona de ese país del príncipe Hamlet con la que me encuentro.
       Hablaba como un profundo conocedor de la célebre tragedia inglesa. Su cortesía italiana le impidió recrearse en los sucesos trágicos, como si Ofelia hubiera sido la prima perdida recientemente por el otro joven; citó el soliloquio con mucha gracia y encanto, y finalmente dijo que sus pensamientos estaban a menudo en Elsinore, sobre la espantosa cima del acantilado que tiene por fondo el mar.
       Augustus no creyó oportuno hacer la observación de que pláinore es una zona completamente llana. Le pareció más conveniente preguntarle:
       ¿Dedica usted algún tiempo a escribir poesías?
       —¡Oh! No —contestó el joven, moviendo gentilmente sus suaves rizos morenos—. Dediqué algunos ratos de ocio a las musas, pero hace ya más de un año que lo abandoné por completo.
       Augustus contestó con una leve sonrisa:
       —Creo que hizo usted muy mal. La poesía es una de las cosas que más deleite y alegría proporcionan a la vida. Es una ayuda eficaz y diría yo que insustituible para soportar y resistir la monotonía del mundo.
       El muchacho pareció sentir que había encontrado un hermano o un amigo del desgraciado príncipe danés. Esto le indujo a abrir su corazón al extranjero hablándole con más libertad y confianza:
       —Algo me ha acontecido que me ha impedido volver a la poesía. He escrito comedias y tragedias, pero no he podido encajar la poesía ni en unas ni en otras. —Después de una corta pausa añadió—: Ahora… voy a Pisa para dedicarme a perfeccionar mis estudios sobre astronomía.
       Su decir grave y amistoso atraía poderosamente la atención de Augustus.
       —En Ingolstadt dediqué muchas horas al estudio de las estrellas.
       Hablaron durante un largo espacio sobre el tema.
       —Es una ciencia maravillosa —decía Augustus— casi rayana con lo divino. En mi país hay muchos y célebres astrónomos. En Augsburg el gran astrónomo danés Tycho Brahe ordenó y dirigió la construcción de un cuadrante de diecinueve pies de altura y un globo celeste de cinco pies de diámetro.
       —Yo quiero estudiar astronomía porque no puedo soportar más el pensamiento del tiempo. Me parece como una prisión, y si algún día pudiera salir de él creo que me sentiría completamente feliz.
       —Ese mismo pensamiento me ha asaltado a mí en muchas ocasiones. A veces pienso que si en algún momento de nuestra vida, aunque se tratara del momento más feliz, se nos dijera que el tiempo seguiría así por siempre, la conclusión que sacaríamos sería que no habíamos llegado a la bienaventuranza eterna sino a un sufrimiento perdurable.
       De pronto el rostro de Augustus se puso triste. Por su imaginación pasó un recuerdo amargo que rozaba con su abandonada mujer:
       «Sí —pensaba—. Este mismo pensamiento pasó por mi mente durante un instante determinado en la noche de mi boda».
       Pero el muchacho no pareció percatarse de la tristeza momentánea que se reflejó en el rostro de Augustus. Todo daba a entender que seguía con simpatía los razonamientos del conde. Sus ojos parecían ahora más negros que antes, y su cara estaba más pálida.
       —Yo he tenido la desgracia, signore, de fijar en mi mente el recuerdo de una sola hora de mi vida. Antes de esa hora fatal siempre pensaba con optimismo tanto sobre el pasado como sobre el futuro o el presente. El tiempo era para mí como una carretera ancha y recta que cruzaba por un agradable paisaje, que yo podía recorrer en ambas direcciones, a mi capricho. Pero ahora me resulta terriblemente imposible apartar mi pensamiento de esa hora. Cada segundo de ella me parece más largo que todos los años del resto de mi vida.
       Augustus miraba con profundo respeto y con afectuosa admiración a aquel joven. Le miró con verdadero afecto y simpatía. El joven continuó:
       —Sé que algunas personas me recomendarían la idea de la moral infinita que nos enseña la religión como un refugio recto y seguro, pero yo he acudido a ella varias veces y no me ha servido para nada; al contrario, el pensamiento de la omnipotencia de Dios, la voluntad libre del hombre, el cielo y el infierno, todo ello me devuelve a los pensamientos que yo quiero desechar de mí. Quiero ahora acudir a la infinidad del espacio. Espero que el estudio de las órbitas de los planetas y de las estrellas, sus elipses y sus círculos dentro del espacio infinito, me devuelvan la fuerza necesaria para encaminar mi mente por rutas nuevas y distintas. ¿No piensa usted igual que yo, s ignore?
       Augustus recordó los momentos, no muchos años atrás, en que sentía a los astros como su verdadera mansión. Miró con tristeza al joven y le dio esta contestación:
       —A mi entender, la vida tiene su ley de gravitación espiritual. Predios, bienes raíces, mujeres…
       Miró por la ventana. Sobre el firmamento azul de aquella tarde de primavera se hallaba Venus radiante como un diamante.
       El joven se acercó más a él y le dijo en tono confidencial:
       —¿Usted cree realmente que yo soy un hombre? Pues no lo soy, y con el permiso de usted debo decirle que me encuentro muy feliz con no serlo. Naturalmente sé que los hombres han realizado obras grandiosas y admirables, pero sigo pensando que el mundo sería un lugar más plácido y tranquilo si no vinieran los hombres con mucha frecuencia a destruir y deshacer las cosas que nos son queridas.
       Augustus se quedó confuso al ver que había estado tratando a una joven dama como si fuera un muchacho. No pudo excusarse por ello ya que la culpa no había sido suya. Se apresuró a presentarse por sí mismo y a preguntar si podía ayudarle en alguna cosa durante el viaje. La joven dama, sin embargo, no cambió en lo más mínimo sus maneras de hablar y comportarse. Mostró una absoluta indiferencia ante su nueva actitud para con ella. Siguió adoptando la misma postura: sus piernas estaban cruzadas bajo su larga capa oscura, y sus manos, juntas sobre una rodilla. Augustus pensaba que nunca había estado hablando con una mujer cuyo interés primordial en la conversación no hubiera sido el efecto que su presencia había causado.
       «Esto es —pensaba— la causa del hastío y el aburrimiento que me produce hablar con las mujeres. La forma con que esta mujer ha tomado un interés amistoso y confidencial conmigo, sin darme aparentemente ningún motivo para pensar sobre ella, me resulta totalmente nueva a la par que dulce y agradable. Durante muchos años de mi vida he pensado y he buscado semejante actitud sin lograr encontrarla. ¡Cuánto daría ahora por librarme del tono y el acento convencional exigido en la conversación de un hombre con una mujer!».
       —Es muy triste —dijo en tono melancólico y pensativo— que piense usted tan mal y tan bajo de los hombres. Además, estoy seguro de que todos los hombres con los que usted se ha relacionado se han esmerado en atenciones y desvelos por complacerla. ¿Me dirá usted a qué se deben sus querellas contra el sexo fuerte? Por mi parte, puedo decirle que una mujer me ha dicho muchas veces que la estaba haciendo desgraciada con mi compañía, y que deseaba la muerte para los dos en los momentos en que yo, precisamente, me esforzaba más por hacerla feliz.
       Miró a un cuadro que representaba a Adán y Eva que había sobre la pared de la sala y continuó:
       —Han pasado muchísimos años desde que Adán y Eva estuvieron juntos en el Paraíso terrenal, y es una verdadera lástima que no hayamos aprendido todavía la forma de soportarnos el uno al otro.
       —¿Y no hizo usted ninguna pregunta a esa mujer? —dijo la joven intrigada.
       —Sí. Más de una vez le pregunté cuáles eran los motivos de su descontento, con el mejor deseo de poner remedio a la tristeza y a la pesadumbre que mi compañía le ocasionaba. Pero vi que era nuestro sino fatal el no poder resolver estas cuestiones a sangre fría. Yo creo, por ciertas razones, que son las mujeres las que se oponen a que nosotros las conozcamos plenamente. No quieren el mutuo entendimiento ni la comprensión mutua. Más bien se diría que lo que quieren es guerra y discordia. Yo desearía que en nombre de los hombres y las mujeres, se reunieran dos embajadores para tratar de llegar a una mutua inteligencia.
       Hubo un corto silencio. Luego, Augustus continuó con sus razonamientos:
       —Es verdad que en cierta ocasión me encontré en París con una mujer, gran dama cortesana, que podría haber desempeñado a las mil maravillas el papel de embajador. Pero esta mujer exigía la entrega inmediata de las cartas credenciales, o, la sumisión plena e inapelable a sus decisiones. Yo no sé si usted considera a esta mujer como una traidora a su sexo…
       La muchacha estuvo meditando unos momentos sobre las palabras que Augustus terminaba de decir. Levantó la cabeza y dijo:
       —Supongo que en su país se dan fiestas de sociedad, que se celebrarán bailes y conversazioni.
       —Sí. De todo eso hay en mi país.
       —Entonces sabrá usted —siguió ella, lentamente— que el papel del huésped es diferente del papel del anfitrión, y que la gente no espera las mismas atenciones de uno y otro.
       —Así es —dijo Augustus.
       La muchacha alzó su vista hasta el cuadro de Adán y Eva que antes había comentado Augustus. Después dijo:
       —Dios, que creó a Adán y Eva, preparó las cosas de forma que el hombre haga el papel de huésped y la mujer el de anfitrión. Por tanto, el hombre toma el amor ligeramente, debido a que el honor y la dignidad de su casa no están envueltos en ello. Usted mismo, con toda seguridad, puede ser huésped de mucha gente de la que de ningún modo quisiera ser anfitrión. Ahora, dígame, conde, ¿qué necesita o qué quiere un huésped?
       Augustus pensó por unos instantes.
       —Yo creo que un huésped espera ser atendido y regalado; busca, naturalmente, la diversión y el olvido de sus monotonías o de sus preocupaciones y trabajos diarios. En segundo lugar, el huésped decente quiere brillar, quiere imprimir su personalidad y su nombre sobre todas las personas que le rodean. Y, en tercer lugar, tal vez quiera hallar alguna justificación, alguna forma de explicar los motivos de su existencia.
       Augustus, después de pensar durante algunos minutos, continuó:
       —Ahora, signora, yo desearía saber la contestación suya a mi pregunta. Usted lo ha preparado todo muy a su manera, y me atrevería a decir que a su conveniencia. Lo encuentro muy justo y razonable. Siempre se ha dicho que es precisamente la mujer la que pudiera perder en la misma ocasión que el hombre nada perdería. La mujer…
       La joven señora, que tan hábilmente había sabido hacerse pasar por un joven, miró con aire de complacencia a Augustus y, con tono decidido y resuelto, le dijo:
       —Pero todavía no me ha hecho usted su pregunta.
       —Así es, signora. Mi pregunta era escuetamente la siguiente: ¿Qué desea una anfitriona de su huésped?
       —Necesita y quiere únicamente el agradecimiento.
       Las voces del exterior pusieron fin a la conversación.

V. La historia del bravo

       El dueño de la hostería entró el primero. Caminaba de espaldas y llevaba en cada mano un candelero de tres brazos. La agilidad de movimiento y los modales airosos y sueltos sugerían en aquel anciano muchos menos años de los que en realidad tenía.
       Detrás de él seguían los tres caballeros para los que estaba ya preparada la mesa. Los dos primeros iban cogidos del brazo. Las luces que portaba consigo el hostelero, la presencia de los cuatro hombres en el salón y su conversación ruidosa, hicieron cambiar en unos segundos el ambiente.
       Un hombre alto, ancho de hombros y enormemente gordo, de una edad aproximada a los cincuenta años, atrajo poderosamente la atención de Augustus. Nada de extraño había en que absorbiera la atención del conde la presencia de aquel hombre extremadamente corpulento; de igual manera hubiera absorbido la atención de todo el que estuviera junto a él. Vestía un elegante traje de color negro, resaltando sobre el color oscuro del traje la blancura impecable de los puños y el cuello de su camisa. En sus dedos sobresalían, por su brillo, algunas sortijas coronadas con diamantes. Su cabello estaba teñido de color negro, y su cara, pintada y empolvada.
       A pesar de su extrema gordura y de sus formas pesadas se movía con gracia y soltura peculiar, como si dentro de él mismo tuviera un ritmo propio.
       Augustus miraba lleno de asombro a aquel hombre corpulento que acababa de entrar en el salón. Su presencia le hizo concebir estos pensamientos:
       »Si se pudiera separar de nuestra mente la idea convencional que tenemos de cómo debe ser y parecer el ser humano, yo creo que este hombre sería un sujeto excelente, y hasta podría constituir un fino adorno en cualquier lugar, convirtiéndose inclusive en un ídolo impresionante y poderoso.
       Fue él quien habló ahora con voz penetrante y, al mismo tiempo, agradable y simpática:
       —¡Oh, mi Nino! ¡Mi joven, encantador y fascinante Nino! Oí hablar de ti la semana pasada cuando compraste un Correggio y dieciséis caballos de Cascine para tu coche.
       El joven a quien hablaba, mientras le tenía del brazo, parecía prestarle muy escasa atención. Augustus pensó, al mirarle, que la gente de la comarca valoraría en mucho su belleza singular. Últimamente había visitado muchas galerías de pinturas. Le pareció algún joven san Sebastián o algún san Juan Bautista, alimentado con miel y langostas, que hubiese bajado de su cielo para vestirse a la moderna con elegancia. Tenía incluso en los tonos negros de su cabello, en sus ojos y en su cara algo de la pátina de las pinturas antiguas. Augustus quiso ver en aquel joven la imagen de un ser que no piensa en nada, cosa que debe ser natural en el paraíso, donde no hay necesidad de pensar.
       El tercero de los que entraron en el salón detrás del hostelero era un hombre alto y joven, iba también ricamente vestido. Su cabello parecía demasiado rubio y rizado, y su rostro, como el de un carnero, continuaba hasta la gruesa garganta sin ninguna señal de la mandíbula inferior. Estaba absorto escuchando al anciano y no apartó ni por un momento sus ojos de él.
       Los tres se sentaron a la mesa bajo la luz de los candeleras.
       La muchacha joven miró unos segundos a los recién llegados. Luego se levantó, ajustó la capa a su cuerpo y abandonó el salón. El viejo mayordomo la esperaba con una vela.
       Cuando Augustus entró de nuevo en el salón encontró su cena servida, y se sentó ante un capón y un bizcocho bañado con crema batida de color rosado.
       Los tres que cenaban en la mesa grande sostenían una charla tan animada y ruidosa que el melancólico conde Augustus se distrajo de sus pensamientos, y de vez en cuando dirigió hacía ellos la mirada.
       Siempre observador y reflexivo, se dio cuenta inmediatamente de que el anciano corpulento bebía únicamente limonada, mientras incitaba y animaba continuamente a los otros a que bebieran vino en abundancia. Sin embargo, se iba poniendo a la misma altura de excitación y alegría de los dos acompañantes, como si tuviera una especie de borrachera propia de la que pudiera usar cuando le viniera en gana.
       Su voz llegó a los oídos de Augustus. Estaba contando esta historia:
       —Estaba yo en Pisa —comenzó diciendo— cuando hace ya muchos años nuestro glorioso Monti, el poeta, sacó su pistola e hirió de muerte a monseñor Talbot. La escena tuvo lugar durante una cena. Todo aquel trágico incidente fue originado por un tema de ultratumba, un argumento sobre la condenación o la salvación eterna.
       Los comensales prestaban oído atento a las palabras del gordo anciano. Todos conocían su forma amena y entretenida de contar, y a todos, incluso a Augustus, les gustaban sus historias y cuentos. El anciano siguió con su relato:
       —Monti, que por aquel entonces había terminado su Don Giovanni, había permanecido durante algún tiempo sumido en una honda melancolía. No quería beber ni tenía ganas de hablar. Todo le molestaba.
       »Monseñor Talbot le preguntó amablemente qué le sucedía y a qué se debía su decaído estado de ánimo. Se extrañaba de que precisamente en los momentos de haber concluido su obra no tuviera en su espíritu una emoción y una alegría desbordantes. Le extrañaba que no se sintiera feliz después del resonante éxito que había alcanzado. Monti contestó a las preguntas y sugerencias de Talbot interrogándole si no creía él que existía un gran peso y responsabilidad sobre el pensamiento y sobre la voluntad de un hombre por el hecho de haber creado un ser humano que ardería, por una eternidad, en el fuego inextinguible del infierno. Monseñor Talbot le miró con una sonrisa afectuosa. Luego le dijo que no se preocupara por esa culpa o responsabilidad de que hablaba. Eso —le dijo— sólo acontece a las personas reales.” Esta afirmación de monseñor Talbot sacó a Monti de sus casillas. Dio un grito y le preguntó airado si se atrevería a decir que su Don Giovanni no era un personaje real; pero monsignore, sin apartar la sonrisa de sus labios, se apoyó en el respaldo de la silla y trató de explicar al gran poeta lo que había querido significar con su frase de ‘personas reales” o seres humanos que existieran realmente en carne y hueso. ¡La carne! —gritó Monti—. Pero ¿puede dudar usted de que mi Don Giovanni existió y vivió en carne y hueso, cuando sólo en España se pueden encontrar mil trescientas mujeres que confirman su existencia?” Monseñor Talbot estaba bastante confuso. No sabía qué razonamientos emplear para tratar de convencer a aquel hombre, que más tenía de demente que de cuerdo. «¿Acaso se cree usted —le preguntó— un creador en el mismo sentido de Dios, único y verdadero creador de todas las cosas y de todas las vidas?».
       »«Me habla usted ahora de Dios —repuso Monti, cada vez más excitado—. Me habla usted ahora de Dios, el creador único y verdadero de todas las cosas, el artífice de todos los seres que pueblan el universo. Está bien. Dios es el único creador. Pero debo decirle que Dios se complace en obras maestras como mi Don Giovanni, la Odisea de Homero o el 'ingenioso hidalgo' de Cervantes. Es muy probable que sean éstos los únicos seres de la creación para los que han sido hechos el cielo y el infierno. Sí. La humanidad, hombres y mujeres, son sólo la arcilla, el yeso de Dios, mientras que nosotros los artistas somos sus instrumentos, y cuando la estatua está terminada en mármol o en bronce. Él le infunde la vida. Creo que cuando usted muera no dejará rastro alguno, pero no le quepa la menor duda de que por las mansiones de la eternidad pasearán Orlando, el Misántropo y mi Donna Elvira. Tal es la obra de Dios y no está en nosotros criticarle cuando nada sabemos del tiempo y de la eternidad».
       »Monseñor Talbot, aunque gran admirador de las artes, comenzó a sentirse inquieto ante los puntos de vista herejes del poeta. «Es intolerable —dijo en tono severo— que un hombre de las cualidades artísticas extraordinarias que usted posee piense de forma tan descabellada. Váyase de mi presencia y arrepiéntase de sus pecados».
       »Monti dio un grito. Luego colocó sobre el extremo de la mesa la funda de la pistola con la que había estado antes jugando, y sin esperar más disparó a bocajarro sobre monseñor Talbot, que estaba sentado frente a él. Monsignore cayó envuelto en sangre. El asunto era muy serio y grave. Monseñor Talbot estuvo durante mucho tiempo luchando entre la vida y la muerte.
       El más joven, que a estas alturas tenía algún vaso más de la cuenta, comenzó a gastar bromas y a comentar jocosamente los episodios de esta historia y de otras que había oído contar al anciano.
       —Los poetas tienen muchas maneras de describir la inmortalidad y la vida futura.
       Augustus oyó muchas expresiones cuyo significado no pudo conocer. Oía a los tres comensales hablar con entusiasmo. Las voces de los tres parecían confundirse. Sólo la voz del anciano era distinta de las demás, y ella fue la que atrajo la atención de todos.
       —No, no. No es así. Yo tengo y abrigo en lo íntimo de mi alma otras esperanzas más reales de las que vosotros explicáis. Ahora, si pudiera servir para distraeros algunos instantes y, al mismo tiempo, contribuyera a disipar la melancolía de nuestro Nino, contaría otro cuento.
       Se apoyó en el respaldo de la silla. Durante el relato anterior no había comido ni bebido nada. Augustus se percató de que el joven moreno a quien había llamado Nino hacía lo mismo que él, y así de los tres era sólo el más joven quien se deleitaba con los manjares de la mesa.
       El anciano comenzó con otro nuevo cuento que atrajo la atención de todos.
       —En Pisa, mis queridos amigos, vivía en tiempos de mi abuelo un noble de alta alcurnia y de incalculables riquezas. Había pasado por una triste y lamentable experiencia, fruto amargo de la ingratitud y la indolencia humanas. Un joven amigo al que hizo incontables beneficios le infirió un insulto con una calumnia tan horrenda que le puso en ridículo ante los ojos de todo el mundo. El noble era filósofo y valoraba su paz y tranquilidad de espíritu sobre todas las cosas de la vida. Cuando se dio cuenta de que este asunto no le dejaba dormir a gusto y que no tendría ningún placer ni recobraría su paz y tranquilidad mientras no hubiera vertido la sangre de su enemigo, decidió locamente comenzar a dar los pasos convenientes para preparar la muerte de su adversario. Este noble filósofo se olvidó de la obligación de todo cristiano de perdonar al enemigo, y se olvidó también de que es precisamente en ese perdón al que nos ha hecho el mal, donde radica la fuente de la paz y de la tranquilidad de espíritu.
       »Estuvo varios días dando vueltas en su imaginación para buscar la forma más oportuna de eliminar a su adversario. Debido a su posición social y a otras circunstancias, no creyó lo más acertado hacerlo él mismo. Después de mucho pensar acordó dirigirse a un asesino asalariado de la ciudad.
       »El hombre a quien se dirigió era un tipo de disposición extravagante. Había contraído fuertes deudas y su posición era tan lastimosa y desdichada que no veía forma humana de salir de aquel terrible laberinto. El amigo de mi abuelo le dijo: “Mi deseo es que todo el mundo salga de este asunto satisfecho y tranquilo. Yo te pagaré por la paz y el sosiego de mi espíritu todo lo que crea que te has merecido, que sin duda alguna será una crecida cantidad. Hazme este trabajo y yo me encargaré de abonar todas tus deudas, y hasta devolveré a tu abuela el rosario con cuentas de coral que le has empeñado”. El asesino asalariado aceptó el encargo. Todo se arregló entre ellos satisfactoriamente.
       Un gato grande que había estado dando vueltas por el salón, saltó ahora sobre una rodilla del anciano que estaba contando la historia. Sin mirar al animal, le pasó la mano por el lomo mientras continuaba con su cuento.
       —El reloj acababa de dar las doce de la noche cuando el asesino partió para llevar a efecto su cometido. Como sabía que no le sería posible conciliar el sueño mientras no se enterara de los resultados y le fuera asegurado que el «negocio» se había llevado a efecto en su totalidad y a plena satisfacción, permaneció el otro en su habitación esperando el retorno del asesino. Su emoción era tanta y su confianza tan absoluta en que el joven cumpliría con su encargo a las mil maravillas, que le tenía preparada una cena suculenta y exquisita para que comiera a su regreso. Cuando el reloj dio la una en punto de la madrugada, entró el hombre, con aspecto trágico y pálido rostro que parecía la misma muerte. «¿Murió mi enemigo?», preguntó el noble filósofo con nerviosismo. «Sí», contestó el asesino. «Pero ¿es seguro?». «Segurísimo… Si no muere un hombre a quien he clavado por tres veces mi estilete en el corazón, es que se trata de un ser inmortal». «Todo el mundo tiene que salir de este negocio satisfecho. Ahora deseo que los dos juntos tomemos una botella de champán». Cenaron en alegre compañía. «¿Sabe usted —dijo el asesino— lo que considero como una lástima? Esto: que nos hemos vuelto tan escépticos que hasta nos cuesta trabajo creer lo que con tanto tesón y con tanta fe nos enseñaron nuestras piadosas abuelas». Hizo luego unos movimientos extraños, como si el champán hubiera surtido ya sus efectos. «¿Quiere saber una cosa? Me causa un gran placer pensar que tanto usted como yo seremos reos de condenación eterna». El noble quedó sorprendido, y le causó pena ver a aquel hombre joven con síntomas de haber perdido los sentidos. «Esto ha sido para ti un golpe muy fuerte. Te tomé por un hombre más valeroso, arrojado y sin escrúpulos. En lo referente al asunto de la condenación, me he dado cuenta de lo que quieres significar, y es muy probable que estés en lo cierto. En lo único que no estoy de acuerdo contigo es en lo referente a que te cause un gran placer pensar en la condenación eterna. El crimen que has perpetrado esta noche, lo he cometido yo muchas veces en mi corazón, y la Sagrada Escritura dice que se condena igualmente quien peca o comete crímenes con el pensamiento, siquiera de deseo. No faltarían pensadores sofísticos que probaran que tu culpa y responsabilidad en este asunto es totalmente nula, sin valor ni efecto. Pero a mí todo eso me tiene sin cuidado. Lo que quiero recordarte para que no se borre fácilmente de tu memoria es que yo te he pagado por los momentos apurados y sumamente peligrosos que has tenido que atravesar para llevar a cabo tu cometido, y te he pagado también para que respondas, si hubiere lugar, de tu culpa ante las leyes de Pisa y ante los familiares de mi enemigo asesinado. Sobre tu alma no había pensado. Para asegurar este riesgo añadiré a lo que ya hemos convenido este anillo mío».
       »Mientras decía estas palabras entregó al asesino un anillo coronado con un rubí valioso. Le pagó con una sonrisa de agradecimiento, pero no pronunció ninguna palabra.
       »Nuestro noble fue a la cama y durmió tranquilo por primera vez desde hacía ya muchos meses, con el pensamiento de que sus deseos habían sido cumplidos, y también con la satisfacción de haber pagado con generosidad al asesino asalariado.
       Cuando llegaron a este punto del cuento, el gato cruzó por encima de la mesa y saltó al regazo del joven príncipe. También él acarició al animal pasándole la mano suavemente por el lomo, mientras se apoyaba en el respaldo de la silla y escuchaba la historia.
       El anciano prosiguió:
       —Pero era su destino la vacilación y la duda sobre la fidelidad de los seres humanos. Pasaron unas pocas semanas. Durante este tiempo el noble filósofo disfrutó, como en una segunda juventud, de la compañía de sus amigos, de la música y de la belleza de los paisajes naturales que rodean Pisa. Pero cuando hubo pasado este corto espacio de tiempo, recibió carta de un amigo que tenía en Roma, en la que se le comunicaba que aquel enemigo por cuya muerte había pagado suma tan elevada estaba allí, más fresco y lozano que nunca, considerado y admirado en la sociedad romana y la propia corte papal.
       »Esta última prueba de la perfidia humana, y de la locura de quien pone fe ciega en los amigos, hirió considerablemente al noble. Cayó enfermo a consecuencia del disgusto, y durante mucho tiempo padeció dolores de ojos y del brazo derecho. Fue a los baños de Pyrmont pensando que aquellas aguas le repondrían de nuevo y le devolverían su antigua salud. Pero voy a pasar por alto este período triste. Sólo quiero decir que, como era un hombre dado a pensar, comenzó a especular sobre el futuro que aguardaba tanto a él como a su asesino asalariado, y recordó la conversación que tuvieron la noche que cenaron juntos, después que el cínico había logrado persuadir y convencer plenamente al noble filósofo de que su enemigo había desaparecido para siempre de este mundo. «La intención —pensaba— es la que únicamente hace bajar la balanza y la que nos salva o nos condena, pero ¿no tiene la acción nada que ver con todo esto?». Cuanto más profundizaba en sus pensamientos sobre tal tema, más convencido quedaba de que las cosas tenían que ser así. «Probablemente —seguía pensando— la intención solamente cumple con su objetivo en tanto que es intención y nada más». «La acción —seguía meditando— hace desaparecer el deseo. La forma más adecuada y segura de dejar de codiciar a la mujer de tu prójimo es, sin duda alguna, poseerla. Podemos perdonar y amar a nuestros enemigos, podemos rogar por ellos y olvidar todo el mal que nos han hecho, sólo cuando esos enemigos están muertos».
       »Recordaba los pensamientos amables que había tenido para su enemigo durante aquel corto período de tiempo en que creyó que estaba muerto.
       »«Tal vez —pensaba ahora— el infierno esté lleno de gente que no ha sabido hacer lo que debía de hacer, ni ha sabido llevar lo que debía de llevar. Suyo es el gusano que nunca muere».
       Ahora el anciano adoptó un tono más bajo en su narración.
       —Y a partir de entonces, después de haber perdido toda su confianza en los asesinos asalariados, decidió que en el futuro llevaría a efecto sus intenciones y sus deseos personalmente. Pero había una cosa que al noble le hubiera gustado mucho conocer, después que pudo apartar de su mente la idea fija de la tragedia. ¿Qué cantidad sacaría este asesino de la otra parte, después de haberle pagado yo tan generosamente? Es una pura curiosidad que me complacería mucho en ver satisfecha.
       »Éste es, mi dulce Nino, el cuento, y espero que no te hayas aburrido escuchándolo. Me harías un gran favor si me dijeras tu opinión sobre él.
       Hubo un gran silencio. El joven príncipe moreno se inclinó hacia adelante, puse su brazo sobre la mesa, apoyando la barbilla en la mano, y miró al anciano.
       —Con el debido permiso, debo significar que me he aburrido un poco. Conozco ya sus historias y sé que son tan largas que nunca les llega el fin. Por esta noche, demos fin a los cuentos.
       Volvió a llenar su vaso con la mano izquierda, y casi lo vació. Luego, como si hubiera bebido demasiado, tiró el vaso contra la cara del anciano. El vino manchó la boca escarlata y las mejillas empolvadas. El vaso rodó hasta el suelo, donde se rompió.
       El joven rubio dio un grito. Se incorporó, sacó un pequeño pañuelo de encaje y limpió la cara del anciano. Pero éste le rechazó. Por unos instantes su cara quedó inmóvil como una máscara. Mientras contaba los cuentos parecía un auténtico anciano, por sus gestos y por sus palabras y expresiones. Ahora daba la sensación de ser un muchacho joven. Augustus le encontró inmediatamente semejanza.
       «Se parece —pensaba—, por su plenitud y por el gran poder que se refleja en su ser, a las antiguas estatuas de Baco».
       El anciano cogió un pañuelo y cuidadosamente se limpió los labios. Luego habló con voz baja y suave, como el propio dios Baco hubiera hablado a los seres humanos, sabedor de que su fuerza sería demasiado para los mortales.
       Sorbió un poco de limonada para quitarse el gusto del vino y, a continuación, dijo:
       —Eres un crítico excelente e incomparable. No solamente de tus propias canciones toscanas, sino también de la prosa moderna.
       Exactamente ése es el defecto de mi historia, que tú me has advertido con tanto acierto: que no tiene fin. Fascinante palabra: fin. ¿Vendrás mañana al apuntar el alba a la terraza que hay detrás de esta casa? Yo conozco el lugar. Es delicioso.
       Nino, conservando todavía la misma postura, con la mano en la mejilla, contestó al anciano:
       —Sí. Muchas gracias, muchas gracias, querido amigo.
       Aquél prosiguió, con serena dignidad:
       —Ahora, con tu permiso, me retiraré. —Miró su camisa manchada y dijo—: Yo no puedo permanecer en tu compañía con la camisa sucia. Arturo, dame el brazo. Buenas noches, y que duermas bien.
       Cuando se marchó cogido del brazo del joven rubio de cabello rizado, el otro se sentó unos momentos, inmóvil como si se hubiera dormido sobre la mesa. Pasados unos instantes, dio media vuelta y clavó su mirada en Augustus, de cuya presencia no parecía haberse percatado anteriormente.
       Se levantó, se acercó a él y le saludó con extremada cortesía. Sus pies no respondían debidamente, pero no obstante aparentaba estar en condiciones de tomar parte en un ballet.
       —Signore —dijo—. Usted ha sido testigo de una disputa entre yo y mi amigo el príncipe Potenziani, a quien me encuentro en la obligación de dar una satisfacción. ¿Quiere usted, como noble que es, hacerme el favor de actuar en mi nombre mañana por la mañana? Yo soy Giovanni Gastone, de la Toscana, siempre a su servicio.
       —Nunca he intervenido en ningún asunto relacionado con duelos. La sola idea me inquieta y me intranquiliza enormemente. Por otra parte, me gustaría y me alegraría ayudarle a usted. Pero al mismo tiempo no puedo dejar de pensar que sería mucho mejor resolver tal disputa ante una mesa, entre amigos; tampoco puedo apartar de mi imaginación la idea de que usted no puede tener verdaderos deseos de luchar con un hombre mayor que usted, por cosas, después de todo, baladíes y sin importancia verdadera.
       Giovanni le sonrió muy suavemente. Luego le dijo en voz reposada:
       —Tranquilice su conciencia, conde. El príncipe es la parte afrentada y será él quien elija las armas. Si ha vivido usted algún tiempo en la Toscana habrá oído hablar de su puntería. En cuanto a que es viejo, es cierto que ha vivido el doble de años que usted o que yo, pero para estos asuntos es un chiquillo, comparado con cualquiera de nosotros. Para él sería tan natural vivir doscientos años como para nosotros vivir sesenta. Las cosas que a nosotros nos desgastan y envejecen, a él no le hacen efecto alguno. Es asombroso.
       —Lo que acaba de decirme —replicó Augustus— no me parece que haga al duelo más razonable. ¿Usted cree que ese hombre portentoso le matará?
       El hombre joven contestó, sin aparentar temor alguno:
       —No, no. Él ha sido mi mejor amigo durante muchos años.
       En el salón penetró ahora el canto de un pájaro que semejaba la voz de la noche misma.
       Giovanni preguntó:
       —¿Oye usted el canto de la aziola? Cuando oigo el canto de ese pájaro siempre lo tomo como anuncio de algún suceso afortunado.
       Estuvo pensativo durante unos momentos con el oído puesto en el canto del pájaro, que se repetía en el jardín. Luego dirigió de nuevo la mirada a Augustus y le dijo:
       —No sé, ni me es posible averiguarlo, qué va a acontecer. Ignoro si la fortuna estará al lado de mi amigo el príncipe, o de mi parte. De cualquier modo que sea, yo no puedo ni quiero volverme atrás. Esto nunca sería bien visto, ni por mi amigo, ni por mí mismo. Seguiré adelante sin arredrarme por nada.
       Estos pensamientos entretuvieron a Giovanni Gastone, de la Toscana, durante largo espacio de tiempo. Tenía el hombro izquierdo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano. A veces levantaba la vista para observar al conde Augustus. Otras, cerraba los ojos y se sumía en profundos pensamientos. Tal vez en su interior se estuviera librando una tremenda batalla sobre la conveniencia o la no conveniencia de llevar a cabo el duelo.
       De pronto se levantó y sorprendió a Augustus con estas palabras:
       —Todavía no he puesto nombre a los caballos que compré. El príncipe habría encontrado inmediatamente los nombres apropiados para cada uno de ellos. ¿Puede usted ayudarme en esto?

VI. Las marionetas

       Cuando el joven príncipe se separaba de su padrino, despidiéndose con repetidas gracias y muestras de agradecimiento, el viejo criado se le acercó por detrás y le dio unos golpecitos en el brazo. Augustus se volvió al fiel criado.
       —Señor conde, la señora está preocupada por el escándalo de la hostería. Ha estado esperando impaciente y desea saber de sus labios lo sucedido.
       En efecto: estaba esperando en la hostería, sobre un asiento de piedra iluminado por la luz que salía por la ventana. El viejo criado permaneció en actitud de espera junto a un frondoso árbol, a corta distancia de su señora.
       Augustus dudó si informar a la joven sobre el duelo; pero pronto se dio cuenta de que estaba ya enterada de todo. Su anciano mayordomo había estado escuchando con el hostelero desde la puerta.
       Sin embargo, lo que a ella le interesaba conocer eran los motivos por los que se había originado aquella discusión. Esto la tenía excitada, sin poder disimular este estado. Augustus estuvo pensativo breves instantes.
       «Creo que debo contarle las cosas tal y como han sucedido. Después de todo, se va a enterar, si es que no sabe ya hasta los más mínimos detalles. Pero puedo estar seguro de que hay algo de lo que no está enterada y es precisamente lo que más la intriga y mayores deseos tiene de conocer. Desea, sin duda, conocer los motivos que han originado ese duelo a vida o muerte; debo de confesar que ni yo mismo conozco con certeza cuáles han sido. Sin embargo, me limitaré a contar las cosas como han sucedido. Sé que habrá fallos en mi memoria, pero yo procuraré ser lo más fiel que me sea posible a la verdad de los hechos».
       En efecto; Augustus hizo todo lo que le fue posible por reproducir los hechos tal y como habían acontecido.
       Ella escuchaba atentamente sin pronunciar una sola palabra. Estaba de pie, rígida e inmóvil como una estatua, pero cuando Augustus llegó a mitad de la narración lo cogió del brazo y sin decirle nada le condujo hasta el círculo de luz que salía de la ventana.
       Cuando hubo terminado le pidió que contara de nuevo la historia del asesino asalariado. Augustus no opuso resistencia alguna. Sólo la idea de tener que repetir las mismas palabras y los mismos gestos le produjo un cierto malestar y aburrimiento; pero supo comportarse de forma que ella no notó nada que delatara su estado de ánimo.
       Cuando terminó, por segunda vez, su narración, ella se volvió súbitamente de cara a la luz. Augustus quedó sobrecogido cuando vio en el rostro de la joven, como en un espejo, los mismos gestos y facciones del anciano príncipe.
       Suspiró profundamente y dijo mirando fijamente al conde:
       —Signore: Desde el momento que le vi por primera vez tuve la impresión de que me iba a acontecer alguna cosa afortunada. Por favor, conteste a esta pregunta: ¿Es posible que si los dos disparan al mismo tiempo y los dos tienen excelente puntería las dos balas alcancen en el mismo instante a los dos corazones, y por consiguiente mueran los dos?
       Augustus estuvo en silencio breves minutos.
       «Me extraña la forma de expresarse de esta joven —decía para sus adentros—. Con su manera de razonar me parece ver en ella, en lugar de una estudiante de filosofía, a una muchacha con ideas sanguinarias y la mente trastornada».
       Luego dijo en voz alta:
       —Es la primera vez que oigo que pueda acontecer semejante cosa, aunque no puedo decir que esto sea imposible. Me encuentro altamente preocupado por los resultados de este duelo; es para mí una extraña coincidencia que ayer mismo oyera hablar de la pericia en el disparar que tiene el anciano príncipe.
       —Todo el mundo sabe —dijo ella— que acostumbra a atemorizar a la gente, cuando agota otros medios, haciendo uso o amenazando con la pistola. Pero dígame —prosiguió—: ¿quién es ese joven que el príncipe quiere matar? Todavía no me ha dicho su nombre y ardo en deseos de saberlo.
       Augustus dijo el nombre. Nuevamente la joven se mantuvo en silencio durante unos instantes. Luego, con voz reposada y grave repitió:
       —Giovanni Gastone. Le conozco. Precisamente el día de mi primera comunión, hace ahora cinco años, le vi acompañando a su abuela en la basílica. Llovía intensamente. Giovanni tuvo un detalle que se me grabó profundamente y que ha constituido motivo para acordarme de él en varias ocasiones. Iba sentado junto a su abuela en la carroza y sostenía firmemente con sus manos el paraguas para proteger a la abuela de la lluvia. El carruaje estaba detenido ante el pórtico de la iglesia.
       Hubo un corto silencio. Luego prosiguió:
       —Creo que lo mejor sería que esos dos hombres se fueran a dormir. Tal vez sea la última noche que puedan ir a la cama. Haga lo que pueda para que se acuesten. Por lo que a nosotros respecta, signore, posiblemente no nos sea posible conciliar el sueño. ¿Qué podemos hacer entonces? Mi fiel mayordomo me dice que hay en la hostería una compañía de marionetas. Dentro de una hora comenzará la función. ¿Por qué no vamos a verla? Sería una forma de pasar algún tiempo distraídos.
       Augustus se dio cuenta de que no dormiría aunque fuera a acostarse. En efecto; hacía mucho tiempo que no se había encontrado tan despierto y tan despabilado como lo estaba aquella noche, Además la compañía de aquella joven le agradaba. Le parecía que su cuerpo estaba más ligero, más ágil, como si hubiera retrocedido unos años en su vida, convirtiéndose de nuevo en un niño.
       Con la feliz admiración de un buscador de oro que da con un filón de este preciado metal en una roca, pensó que había dado con un nuevo filón, una veta inesperada en los acontecimientos de su vida.
       Por su parte, la compañía de la muchacha le seguía gustando, muy particularmente por su forma de vestir.
       «Me encanta su compañía —pensaba—. Tal vez el atractivo mayor lo ejerzan esos largos pantalones negros. Para mí, es la forma normal con que debería vestirse todo ser humano, hombre o mujer. Los movimientos estudiados y la coquetería con que las mujeres, en general, acentúan su femineidad, limitan, a mi entender, la libertad en la conversación y en el trato. Al dialogar con estas mujeres se pone por medio un respeto parecido al que se impone cuando hablamos con oficiales uniformados o con clérigos vestidos con traje talar».
       La joven se dirigía hacia el local pintado de blanco donde se había levantado el teatro y donde, en aquellos momentos, empezaba la función. Augustus la siguió en silencio.
       Aunque en el techo de aquel improvisado teatro había sido abierto un ventanal, el aire estaba cargado y sofocante.
       El local estaba a medio llenar de público. La única luz que iluminaba débilmente el salón la proporcionaban unos antiguos faroles que colgaban del techo.
       Junto al escenario, las luces de detrás de los bastidores formaban una especie de oasis de luz. Los ligeros vestidos de color carmesí, naranja o verde claro con que se cubrían las marionetas brillaban y resplandecían ante aquellas luces como auténticas joyas. Sin duda alguna, aquellas mismas ropas, vistas a la luz del día, hubieran descubierto su baja calidad y sus colores empalidecidos por el uso y por el tiempo.
       El actor detuvo su discurso a la llegada de los distinguidos espectadores; acercó dos sillones para que se sentaran cerca del escenario, frente al público. Luego, reanudó su monólogo desde donde lo había interrumpido. Hablaba en voz alta y procuraba imitar las distintas voces de sus personajes.
       La obra que se iba a representar era la más inmortal y la más encantadora de las comedias de marionetas. Se titulaba La venganza de la verdad.
       Como todo el mundo recordará, la trama consiste en una bruja que, al pronunciar sobre el lugar donde se encuentran reunidos todos los personajes una maldición, hace que toda mentira se convierta en verdad y en realidad palpable. Según esto, la joven mercenaria que trata de conquistar a un marido rico haciéndole creer que le ama, termina enamorándose de él; el bandido se convierte en un héroe; los hipócritas terminan por hacerse verdaderamente virtuosos; el viejo avaro que dice a todo el mundo que es pobre, termina perdiendo todo su dinero. Cuando las mujeres se encuentran solas, hablan en verso; en cambio, el lenguaje de los hombres es, a veces, demasiado ordinario y vulgar. Solamente un muchacho joven, la única persona inocente de la comedia, tiene algunas intervenciones muy acertadas en las que interpreta, acompañado por una bandolina que hay detrás del escenario, algunas excelentes canciones.
       La moral de la obra complació al público. Sus rostros cansados y llenos de polvo del local se reanimaban para reír las muecas y los chistes de «Mopsus», el payaso.
       La joven seguía el desarrollo de la trama con espíritu crítico. Augustus sintió que algunas de las frases tenían un extraño eco en su corazón.
       Cuando el amante dice a su amada que un trozo de pan duro sacia mejor el hambre del hambriento que todo un hermoso y bien presentado libro de cocina, lo tomó como si fuera una advertencia y un consejo para él mismo.
       Los discursos y razonamientos sobre la belleza de la luz de la luna, con que la víctima se dirigía hacia su futuro asesino, y las contestaciones del villano sobre el poder de Dios para hacernos gozar y disfrutar de todas las cosas de la naturaleza, atraían poderosamente la atención de Augustus.
       Al final aparece de nuevo la bruja, y al ser preguntada sobre cuál es, en realidad, la verdad, contesta:
       —La verdad, hijos míos, es que todos nosotros, sin excepción alguna, estamos actuando como en una comedia de marionetas. Y siendo así, no olvidéis que lo más importante de todo en una comedia de marionetas es conservar claras las ideas del autor. En esto consiste la verdadera felicidad de la vida. Yo que al final he logrado entrar en un papel de marioneta, no lo dejaré jamás. Pero, vosotros, mis queridos actores, no olvidéis nunca que lo más importante de todo es conservar claras las ideas y sacar de ellas las mejores consecuencias.
       Estas palabras de la bruja parecieron a Augustus llevar encerrada una buena porción de la verdad.
       «Sí —pensaba—. Si mi vida fuera solamente una comedia de marionetas en la que yo tuviera asignado mi papel y lo conociera a la perfección, estoy seguro de que mis días serían más fáciles y más dulces. Me estoy dando cuenta de que las gentes de este país parecen practicar todos este ideal. Son inmunes a los horrores y a las contrariedades de la vida, no les afectan los crímenes ni los milagros en que toman parte, como tampoco les afectaban a los actores que representaban la comedia».
       De súbito se contrajeron las facciones de su rostro.
       «Para las gentes del norte —siguió pensando—, las de mi tierra, las perturbaciones del alma son cosa extraña y terrible; cuando se encuentran en un estado de excitación y nerviosismo su conversación no es normal, hablan a tontas y a locas sin saber casi nunca lo que dicen. Sin embargo, esta gente es distinta. He podido observar que hablan con toda normalidad y cordura, aun cuando se encuentran bajo la influencia de las grandes pasiones, como si la vida fuera, en alguna de sus fantasías, una comedia que han ensayado ya repetidas veces. Estoy seguro que si yo lograra al fin entrar en un papel de marioneta, diría exactamente las mismas palabras que hace pocos momentos pronunció la bruja de la obra: no lo dejaría jamás».
       Durante la última escena, cuando todas las marionetas estaban en el escenario recibiendo los aplausos del público, Augustus oyó que una puerta se abría al fondo del local. Se volvió para mirar y vio al príncipe Giovanni y a su criado que terminaban de penetrar en el salón. Por la forma de mirar a un lado y a otro, Augustus quiso comprender que le buscaban a él. Se levantó y se acercó a ellos; los tres se separaron un poco del ruido del teatro.
       Augustus, siempre reflexivo y muy mirado, sintió cierta vergüenza por haber ido a divertirse aquella noche que pudiera ser la última en la vida de aquel joven príncipe.
       Pero Giovanni no aparentaba estar sorprendido ni nervioso. Preguntó si le había gustado la comedia y luego le dijo:
       —Ha ocurrido una cosa desagradable. El joven amigo del príncipe que se había ofrecido para ser su padrino, ha sufrido un fuerte ataque de epilepsia. En estos momentos está muy enfermo.
       Hizo una breve pausa y continuó:
       —He recordado que esta tarde le he visto a usted en compañía de un joven a quien tomé por un caballero de alta alcurnia, quizá oriundo de su tierra. Vengo a pedirle que intervenga usted para que sea ese joven el padrino mañana por la mañana, ya que ni el príncipe ni yo queremos demorar el duelo.
       Las palabras del príncipe plantearon un dilema. No quería descubrir el secreto de la joven; creyó que tal vez fuera mejor dejar a Giovanni con la idea de que ella era verdaderamente un muchacho, que en cierto modo estaba a su cargo.
       —Ese joven caballero me parece demasiado joven para tomar parte en un asunto tan delicado. Pero de todos modos, como él se encuentra aquí conmigo, si usted quiere esperar un momento… Iré y le hablaré sobre el particular.
       Cuando llegó junto a la joven el telón bajaba por última vez.
       Repitió su conversación con el príncipe, y al propio tiempo sugirió que podían fácilmente buscar alguna excusa para quedar bien y demostrar la imposibilidad de su intervención como padrino.
       —Podríamos decir que se encuentra algo indispuesta y que no puede responder que asista mañana por la mañana al duelo.
       Ella estuvo por unos momentos pensativa. Luego se levantó con aire resuelto y miró a Giovanni, el cual estaba en el extremo opuesto mirándola a ella y a Augustus.
       Por respuesta a la sugerencia contestó con voz grave y lenta:
       —Signore, quiero saludar a su amigo el príncipe Nino y además le manifiesto que nada me dará más placer que actuar como padrino en este duelo. Es cierto que nuestras familias nunca han tenido relaciones amistosas, pero en un asunto en que interviene el honor es un deber de toda persona de nobles sentimientos hacer caso omiso de cualquier cuestión relacionada con el pasado. Le ruego que tenga la bondad de decirle que mi nombre es Daniel della Gherardesca y que me tiene a su incondicional servicio.
       El príncipe Giovanni, al ver que los dos le estaban mirando, se acercó a ellos. Cuando Augustus les presentó, los dos se saludaron con extrema cortesía.
       Ella estaba de pie, de espaldas al escenario. Las luces formaban alrededor de su cabeza una especie de halo. La gente que había contemplado la comedia, al percatarse de la presencia del príncipe se detuvo a mirarle, manteniéndose a una distancia prudente del grupo.
       El príncipe expresó su agradecimiento a las muestras de respeto y cortesía de que aquel público le estaba haciendo objeto.
       —Señor —dijo la muchacha—, en Egipto, cuando ella era una señora anciana y él primer ministro, la esposa de Putifar consiguió una audiencia para visitar a José y pedirle la concesión para su yerno de «la estrella del paraíso», que era una gran condecoración. «Hace tanto tiempo —dijo ella— que no pido nada a Vuestra Excelencia, que espero que obtendré esto de vos». Señora —dijo el primer ministro—, hace algún tiempo yo estuve en la prisión. Desde allí no podía ver las estrellas, soñaba únicamente con ellas. Soñaba que por no poder vigilarlas caminarían por el cielo sin orden ni registro alguno, y de esta forma los pastores y los camelleros perderían su camino. Una vez soñé, también, con vos, señora; vi la estrella de Aldebarán que caía del cielo, la cogí y os la entregué. Entonces recuerdo que dijisteis, agradecida: «Un millón de gracias, José». Me alegra que mi sueño se haya convertido, más o menos, en realidad. La condecoración que solicitáis para vuestro yerno está concedida.
       Poco después se marcharon.

VII. El duelo

       El sol todavía no había salido. Sin embargo, en el ambiente se adivinaba la promesa de un día de sol maravilloso. El firmamento estaba totalmente despejado. El pavimento de piedra de la terraza estaba aún húmedo con el rocío; un pájaro, primero, luego otro, comenzaron a cantar entre los árboles del jardín, y desde la carretera llegaban los gritos de los carreteros que, acostumbrados a estar en pie desde las primeras horas de la mañana, comenzaban a caminar al lado de sus bueyes de largos cuernos.
       Augustus fue el primero en salir de la casa. La frescura del aire de la mañana, limpio y puro como un vaso de agua, hizo que Augustus respirara hondamente. Le parecía extraño que en este aire hubiera presagio alguno de muerte, aunque no podía poner en duda que los adversarios en el duelo pensaban en una muerte real; según las reglas que habían recordado previamente la noche anterior, era muy probable que uno de ellos o los dos no pudieran ver subir el sol sobre aquel firmamento claro y sin nubes.
       El pensamiento de la muerte crecía en él cada vez con más fuerza, mientras paseaba despacio hasta el final de la larga terraza. Desde allí divisó una hermosa perspectiva y un amplio paisaje en el que sobresalían las interminables filas de árboles a lo largo de la carretera.
       En el horizonte distinguió una línea azul baja y quebrada sobre la que se cernía, en el aire, una pequeña nube.
       Al volverse vio a Giovanni que salía acompañado de su criado. También Giovanni se paró para mirar al cielo.
       Cuando vio al joven Daniel se acercó a él y le dio cortésmente los buenos días. Los dos pasearon juntos por la terraza hablando de asuntos indiferentes.
       Si el duelista estaba nervioso lo tenía muy guardado dentro de sí. Lo único que se manifestaba en su exterior era una suavidad y agrado extraordinarios.
       Al mismo tiempo Augustus tenía la sensación de que se había ligado a la fatalidad de los próximos acontecimientos del duelo con un afecto tan apasionado que no permitiría, por nada del mundo, que nadie le suplantara en su puesto de padrino.
       Dos de los criados del anciano príncipe salieron portando un gran sillón. El príncipe estaba demasiado gordo para poder mantenerse en pie durante el duelo y estaba acostumbrado a hacer sentado sus prácticas de tiro.
       Preguntaron a Augustus por el lugar donde debían colocar la silla, y todos ellos comenzaron a buscar un sitio, sobre el piso bien nivelado. Entre los combatientes tenía que mediar una distancia de diez pasos. Midieron la zona con todo cuidado y escrupulosidad y señalaron el lugar que le correspondía a Giovanni.
       Los criados del anciano príncipe traían también consigo un elegante estuche que contenía dos pistolas. Lo colocaron sobre una mesa pequeña junto al sillón preparado para el anciano. También colocaron sobre la misma mesita un vaso de limonada y un pañuelo de seda. Después se retiraron al interior de la casa.
       Cuando preparaban todas estas cosas apareció en la terraza la muchacha y su mayordomo. Estaba descolorida y se mantenía un poco alejada de los demás.
       Al mismo tiempo llegó también el doctor que había sido mandado llamar. Era un anciano que olía a menta y gastaba el saquito de la pasada generación. Se acercó a la joven y la entretuvo con historias de duelos que había oído o leído y que habían terminado en muerte.
       A cierta distancia el joven príncipe les miraba de vez en cuando. El ambiente parecía irse llenando lentamente de luz. Los trinos de los pájaros se oían más claros. Se presentía que algo iba a acontecer. Por la carretera cruzaba ahora un gran rebaño de carneros envueltos en una nube de polvo, teñido ya con el color dorado de los primeros rayos del sol.
       Estaban mirando hacia la puerta de la hostería cuando ésta se abrió y salió el anciano príncipe apoyado en el brazo de un criado. Iba elegantemente vestido y caminaba con distinción. Se adivinaba fácilmente que estaba hondamente conmovido. El sol iba ya subiendo por el horizonte, pero el bello espectáculo de la mañana clara y serena no tenía tanta importancia para aquellos hombres como la llegada del anciano príncipe. Todos reprimían o disfrazaban de la mejor forma sus sentimientos verdaderos sobre aquel anciano que mostraba su pena con la candidez de un niño que confía plenamente en la simpatía y la admiración de los demás. Sus ojos negros estaban humedecidos y revelaban muy a las claras la franqueza y la caballerosidad que había dentro de su alma, como si todo en la vida fuera para él natural y dulce: daba la misma impresión de seguridad y de maestría con que un virtuoso recorre la escala de su violín como en un juego de niños.
       En el momento en que Augustus miró aquellos ojos se convenció plenamente de que el disparo de aquel hombre sería mortal. El mismo Júpiter no hubiera dado impresión más fuerte de omnipotencia.
       Saludó a todos con cortesía y con amabilidad; el mismo doctor pareció caer bajo su dominio desde el primer instante.
       Sus ojos de pez seguían atentos los más ligeros movimientos del anciano. Éste ni estaba preocupado ni quería echar la cosa por la borda. Desde el primer momento en que apareció en la terraza se vio que todo se llevaría a cabo con la medida y la gracia de un minué. Después de algunas breves consideraciones sobre el tiempo y sobre el paisaje, y después, también, de expresar su profunda gratitud y reconocimiento por los dos padrinos, ofreció la elección de pistola a su amigo. Cuando Giovanni, con la pistola en la mano, se retiraba lentamente hacia el lugar señalado, el anciano se apoyó sobre el brazo de su criado, hizo una profunda inclinación a su adversario y se sentó en su sillón con expresión de gran alivio. Colocó unos momentos sobre las rodillas la pistola.
       Augustus tomó también posiciones situándose a una distancia igual entre los dos duelistas de forma que los dos pudieran oír y ver sus señales.
       Una débil brisa agitaba las hojas en los árboles del jardín. La fragancia de las flores llenaba el ambiente. Cuando Augustus estaba aclarando su garganta para pronunciar las palabras: uno, dos, tres, que darían la señal del comienzo, la figura delgada de la muchacha que estaba frente a él se dirigió con paso lento y firme hacia el anciano príncipe con una mano levantada hasta su cadera. Habló con voz clara y bien timbrada, como si un pájaro del jardín se hubiera posado sobre su hombro para hablar por ella:
       —Permitidme, príncipe —comenzó diciendo la joven—, que os hable antes de que disparéis. Tengo algo que deciros. Si tuviera plena seguridad sobre el resultado de este duelo, esperaría hasta que hubierais matado a vuestro amigo, pero nadie puede conocer con certeza los caminos de la providencia y yo no quiero que muráis antes de que hayáis oído lo que os tengo que decir.
       Todas las miradas se volvieron hacia la joven, pero ella no miraba sino al rostro inmóvil y apenado del anciano príncipe. Aparentaba ser muy joven y menuda, pero su gravedad daba a su figura importancia; parecía que un ángel hubiera descendido del cielo sobre la terraza de piedra para actuar como juez en aquel duelo.
       —Hace un año, Rosina, vuestra esposa, se marchó a media noche a casa de su nodriza, cerca del puerto. Iba con el propósito de entrevistarse con Mario, el cual partiría para Pisa a la mañana siguiente. Necesitaban los dos encontrarse y decidir lo que iban a hacer. Rosina notaba que sus fuerzas desfallecían y que moriría si no se veía nuevamente con su amante. Rosina, como bien sabéis, acostumbraba a tener encendida durante toda la noche una lámpara en su dormitorio. Esa noche no creyó conveniente apagarla, por temor a que vos mismo penetrarais en la habitación, o alguno de vuestros espías, o incluso alguna de sus doncellas, y al hallar la habitación vacía despertara toda la casa. Por estas razones y para prevenir en lo posible el ser descubierta, pidió a su mejor amiga que se acostara en su cama, ocupando su lugar durante una hora. Entre las dos consiguieron sobornar a vuestro criado negro, Baba, entregándole doce yardas de terciopelo carmesí y un pequeño perro de Bolonia que pertenecía a la amiga de Rosina y que era cuanto tenía en este mundo para poder regalar; de esta forma consiguieron que Baba les permitiera entrar y salir del palacio, siempre que lo necesitaran, sin ser vistas.
       »Entraban y salían vestidas como mancebos de la farmacia, ya que a veces se requería la presencia del boticario para que pusiera una irrigación a vuestra anciana ama de llaves. Rosina fue a la casa de su nodriza y habló con Mario en presencia, como estaba convenido, de la anciana. Se prometieron fidelidad eterna, le entregó una carta para su tío de Roma y regresó a palacio minutos después de la una de la madrugada. Ésta era la historia, querido príncipe, que deseaba que conocierais.
       Todos estaban inmóviles como una colección de pequeñas muñecas de madera colocadas sobre aquella terraza de la hostería, en medio del gran paisaje: Augustus y el anciano doctor, porque ninguno de los dos sabía lo que aquello quería significar; el anciano príncipe y Giovanni porque estaban demasiado impresionados para moverse.
       Fue el anciano quien rompió el silencio para decir:
       —¿Quién le ha enviado a usted para que me diga esto en este día, mi lindo signore?
       La joven miró fijamente a sus ojos. Luego hizo esta pregunta:
       —¿No me reconocéis, príncipe? Yo soy aquella muchacha, Inés della Gherardesca, que hice este servicio a vuestra esposa. Me habéis visto en vuestra boda donde yo iba de madrina, vestida con elegante traje de color amarillo. Además, cierto día cuando entrasteis en las habitaciones de Rosina estaba yo allí jugando al ajedrez con el profesor Pacchiani, a quien vos mismo mandasteis llamar para que hablara a vuestra esposa sobre sus deberes y obligaciones. Rosina estaba junto a la ventana para tratar de ocultar su llanto.
       Cuando terminó de pronunciar estas palabras, el príncipe Giovanni fijó su mirada sobre el rostro de la joven sin apartarla un solo momento. Seguía inmóvil y rígido como uno de los árboles del jardín.
       El anciano príncipe, sentado en el sillón, parecía ahora más que nunca un ídolo antiguo, bello y severo, formado por un mosaico de oro y ébano. Miraba a la joven con curiosidad e interés. Después de una profunda cortesía, dijo a la joven poniéndose en pie:
       —Estoy muy apenado, signora.
       Luego se sentó de nuevo, en silencio. Después de una larga pausa continuó:
       —De tal forma, si Baba me hubiera sido fiel les podría haber cogido a los dos aquella noche, y los hubiera tenido en mis manos. ¿No es así?
       —Así es. Pero a ninguno de los dos les hubiera importado mucho morir sabiendo que morían juntos.
       —No, no, no —dijo el anciano príncipe—. De ninguna manera. ¿Cómo podéis imaginar que yo hubiera matado a ninguno de ellos? Lo que hubiera hecho sería despojarles de sus vestidos y anunciarles que morirían de la forma más horrible a la mañana siguiente. Mientras tanto los habría encerrado, separadamente, en una oscura habitación para que pasaran allí el resto de la noche. Allí estaría ella sobrecogida por el temor, su rostro lleno de odio y de rabia y todo su cuerpo enrojecido como una flor de adelfa.
       Hubo un largo silencio. Nadie osaba hablar en presencia de aquel hombre tan extremadamente apenado.
       De pronto les sonrió a todos con una sonrisa dulce y gentil. Luego les dijo:
       —Siempre fracasamos porque somos demasiado mezquinos.
       Después de una breve pausa añadió:
       —Nino, amigo mío. Perdóname. Dame tu mano.
       Giovanni, hondamente emocionado, puso a un lado su pistola y estrechó la mano de su antiguo amigo. Pero el anciano príncipe seguía con la pistola en la mano después de estrechar la mano de Nino. Parecía que estuviera en guardia contra un enemigo mayor. Sus grandes ojos negros le miraban de frente. La única palabra que salió de su boca fue:
       —Carlotta.
       Hizo un movimiento extraño, ladeó hacia la derecha el sillón y cayó contra el pavimento empedrado. La pistola con el golpe se disparó. La bala pasó tan cerca de la cabeza de Augustus que éste oyó su silbido. El doctor se arrodilló ante el anciano cuyo rostro iba tomando lentamente un color lívido.
       El doctor puso una mano sobre el pecho de aquella figura rígida. Cuando pasaron unos segundos volvió la cabeza y miró a las personas que había detrás de él. En su cara no se podía apreciar expresión alguna.
       Adoptó una postura solemne antes de declarar a los circunstantes:
       —Ha muerto.
       Todos quedaron inmóviles y perplejos alrededor de él. La figura del anciano yacía rígida en el suelo. Seguía siendo el punto central de la escena, aun después de muerto. Solamente Nino permanecía alejado de la situación. Esta conducta tenía confusos a todos, muy especialmente a Augustus. El sol acarició el blanco lienzo que cubría piadosamente el cuerpo del príncipe muerto, sobre la terraza de piedra.

VIII. El liberto cautivo

       Cuando los criados le alzaron y le metieron en la casa, Giovanni e Inés se encontraron solos, cara a cara, en la terraza desierta. Sus ojos negros se miraron mutuamente, y como si fuera la más fatal de las misiones en aquella mañana de primavera, le estuvo mirando durante el largo tiempo que el gallo de la hostería permaneció cantando. Este gallo era descendiente de los célebres gallos de la casa del gran sacerdote Caifás, cuyos antecesores fueron traídos a Pisa por los cruzados.
       Luego se volvió para seguir a los que entraban en la casa. En ese momento, Giovanni, que seguía de pie sin moverse, le dijo:
       —No os retiréis.
       Ante estas palabras Inés se detuvo sin hablar.
       —No os retiréis —repitió— sin permitirme que os hable.
       Ella, extrañada, dijo:
       —No puedo pensar que tengáis nada que decirme.
       Giovanni estuvo durante largo tiempo sin hablar. Su rostro estaba muy pálido. Luego, como haciendo un gran esfuerzo, dijo en voz baja:

       Lo spirito mio, che gia cotanto
       tempo era stato ch’alla sua presenza
       non era di stupor tremando affranto
       sanza degli occhi aver piu conoscenza,
       per occutta virtu che da lei mosse
       d’antico amor senti la gran potenza.


       Hubo un silencio largo. Ella hubiera parecido una pequeña estatua del jardín, a no ser por el ligero viento de la mañana que movía sus bucles.
       Giovanni hablaba como una persona que soñara:
       —Os había dejado y me marchaba, pero volví nuevamente a la puerta. Os encontré sentada sobre la cama. Vuestra cara estaba en la sombra, pero la luz brillaba en vuestros hombros y espalda. Estabais desnuda porque yo mismo os había despojado de vuestros vestidos. La cama tenía cortinas verdes y doradas, como mis bosques en las montañas, y erais como mi cuadro de Daphne transformada en laurel. Yo estaba de pie en la oscuridad. El reloj dio la una.
       Elevó el tono de voz:
       —Durante todo un año no he pensado en otra cosa sino en este momento.
       Los dos jóvenes permanecían inmóviles. Como las marionetas de la noche anterior, estaban bajo la presión de unas manos más fuertes que las suyas y no tenían idea alguna de lo que podía acontecer.
       Giovanni habló de nuevo:

       Di penter si mi punse ivi l’ortica
       che di tutt-altre cose, qual mi torse
       piú nel suo amor, piú mi si fe’ nemica.
       Tanta riconoscenza il cuor mi morse
       ch’io caddi vinto…


       Aquí se paró. Aunque había repetido estas estrofas muchas veces, en estos momentos no pudo acordarse de más. Parecía como si él mismo hubiera tratado a la muerte como un viejo adversario.
       Inés se volvió para mirarle. Aunque la mirada era severa, su rostro reflejaba la quietud y la calma que la poesía produce en las personas que la aman. Le habló muy despacio, con voz tan clara y dulce como la de un pájaro:

       … da tema e da vergogna
       voglio che tu ormai ti disviluppe
       e che non parli piú com’ uom che sogna.


       Separó la vista por un momento, dio un hondo suspiro y su voz tomó fuerza:

       Sappi che il vaso che il serpente ruppe
       fu e non e; ma chi n’ha colpa creda
       che vendetta di Dio non teme suppe.


       Cuando terminó estos versos se alejó. No intentó tocarla, su único movimiento fue el de sus ojos, que la siguieron hasta la casa.
       En aquel mismo momento salía Augustus. Iba precisamente en busca de la joven. Aunque estaba profundamente afectado por los acontecimientos de la mañana, especialmente por lo del anciano príncipe, su conciencia le pedía un esfuerzo y llevar el mensaje de la anciana señora a Pisa. Para esto quería que la joven le ayudara. Al mismo tiempo, ahora que había comprendido la tragedia de la mañana, sentía cierta vergüenza de acercarse a ella, convertida en una de las principales figuras que habían intervenido y hecho cambiar el rumbo de los acontecimientos.
       «Esta joven ya no es para mí la muchacha de antes. Ha ganado muchos puntos en mi aprecio. Me limitaré a hablarle de cosas triviales e indiferentes, como por ejemplo, las carreteras, los carruajes…».
       Inés le saludó como si se tratara de un antiguo amigo a quien se sintiese muy feliz de encontrar. Le cogió la mano.
       «Esta muchacha —pensó Augustus— está cambiada. Parece una estatua que hubiera tomado vida».
       Escuchó con gran interés lo que Augustus tenía que decirle, y naturalmente aceptó llevar el mensaje a su amigo.
       —Os sugiero una idea. Como tengo también grandes deseos de que el mensaje llegue lo antes posible a su destino, podemos hacer el viaje juntos en mi faetón, que es, sin duda, más rápido que vuestro coche. Yo misma lo conduciré.
       Augustus no puso objeción alguna a la sugerencia de la joven. Inés, después de breves segundos, continuó:
       —Amigo mío, vamos a Pisa lo más rápidamente que podamos. Yo soy libre. Puedo elegir a mi voluntad el lugar adonde dirigirme. Puedo pensar libremente sobre el mañana. Y pienso que el mañana será amable. Debo recordar que tengo ahora diecisiete años, y que con la ayuda de Dios me quedan todavía sesenta años de vida. Ya no creo tener que estar callada. ¡Dios mío! No sería capaz ahora de recordarlo, aunque lo intentase.
       Cuando penetraron en la casa, Inés volvió la vista una vez más a la terraza. Luego se dirigió a Augustus para decir:
       —Todos hemos estado en un error. Ese anciano tenía un gran corazón. Mientras vivía deseábamos su muerte, y ahora que está muerto desearíamos que tornara a la vida.
       Augustus dijo, después de reflexionar unos momentos:
       —Eso pone de manifiesto que cada persona humana que encontramos y conocemos es algo que se graba en nuestra mente como un árbol plantado en nuestro jardín o un mueble colocado en nuestra casa. Es mejor conservarlos y hacer que nos sirvan de algo, que arrojarlos fuera de nosotros.
       Inés meditó unos instantes sobre estas palabras. Luego dijo:
       —Así el anciano será en el jardín de mi mente como una gran fuente de mármol negro, junto a la cual habrá siempre frescura y grandes cascadas. Cuando tenga mucho que pensar, me sentaré junto a esa fuente. Si yo hubiera sido Rosina no hubiera hecho nada por separarme de él. Estoy segura de que le hubiera hecho feliz. Me hubiera sentido contenta y satisfecha si hubiera conseguido su felicidad. Es terrible hacer a alguien desgraciado.
       Augustus dijo con el deseo de consolar a la joven:
       —Recordad que con vuestra intervención habéis salvado la vida de otros.
       Ella guardó silencio unos instantes. Luego se volvió y le miró con serenidad:
       —¿Quién hubiera permanecido inactivo al oír a un hombre tan injustamente acusado?
       Tan pronto como el faetón estuvo preparado partieron en dirección a Pisa a gran velocidad. El día amenazaba con ser caluroso, la carretera estaba llena de polvo y las sombras de los árboles se alargaban sobre el camino.
       Augustus había dejado su dirección al doctor por si fuese precisa alguna investigación, aunque el anciano había muerto sin duda de muerte natural.

IX. El obsequio de la partida

       El conde Augustus von Schimmelmann permaneció en Pisa más de tres semanas. La ciudad acabó por gustarle.
       Había tenido un amorío con una señora sueca, algo mayor que él, la cual había organizado un pequeño teatro de ópera, en el que actuaba sólo para sus amistades. Había sido discípula de Swedenborg, y un día dijo a Augustus que había tenido una visión de éste y de ella en el otro mundo.
       Comenzó a dedicar la mayor parte de su tiempo a una sociedad secreta en la que había sido presentado. En una de las sesiones conoció a uno de los antiguos jacobinos desterrado, que había sido amigo de Robespierre.
       Augustus le visitaba a menudo en una habitación pequeña, sucia y oscura de una casa antigua. Allí discutía con él cuestiones referentes a la tiranía y a la libertad. También recibía lecciones de pintura y hasta llegó a comenzar la copia de un antiguo cuadro existente en el museo.
       Un día recibió carta de la antigua condesa de Gampocorta, que residía entonces en su villa cerca de Pisa y le pidió que fuera a verla. La carta estaba escrita en términos de gran amistad y le comunicaba sus nuevas. La joven Rosina, al ser informada sobre el accidente de su abuela y sobre la muerte de su primer esposo a un mismo tiempo, dio a luz un niño, a quien su abuela bautizó con el nombre de Carlos. En la carta describía al muchacho como admirable y encantador. Ambas mujeres, la anciana y la joven, se encontraban bien, aunque la condesa manifestaba en su carta que la mano derecha le había quedado inutilizada. Terminaba la carta expresando su más sincero agradecimiento por servicio que le había prestado en los momentos difíciles por los que habían tenido que pasar.
       Augustus se dirigió a la villa de la anciana señora una tarde en que hacía un calor extremadamente molesto. Cuando se acercaba a la villa se desencadenó una gran tormenta, que había estado amenazando sobre Pisa durante tres días. Un extraño olor de azufre llenaba la atmósfera. Los altos árboles oscuros que bordeaban la carretera se movían por las violentas ráfagas de viento. Algunos relámpagos seguidos de enormes truenos parecían descargar junto al coche. Luego comenzó a llover intensamente, y en un momento todo el paisaje quedó velado ante el coche. Cuando cruzó un puente de piedra contempló las aguas del río que corrían vertiginosas aumentadas por la lluvia.
       Su coche subía ahora por un camino pendiente hacia una colina rocosa. Cuando llegó al final acudió corriendo un criado con un gran paraguas para proteger de la lluvia al visitante, en el trayecto que debía recorrer por unas escaleras de piedra hasta subir a la casa.
       En la gran habitación que daba a una terraza con vistas al río, se oía el ruido de la lluvia al caer sobre las piedras, tan distinto y claro como si fuera en la habitación misma.
       En el ambiente de la habitación, con sus altas ventanas abiertas, percibía el olor de una súbita frescura y humedad así como los efectos producidos por las piedras cálidas al ser enfriadas por la lluvia. También se percibía en la habitación un agradable olor a rosas.
       En el extremo opuesto del gran salón vio a un anciano abbate que daba clases de piano a una joven. En estos momentos estaban quietos, debido a que el ruido de la tormenta y de la lluvia les impedía proseguir en su trabajo. Estaban mirando al valle y al río.
       La anciana condesa y la joven, que estaban sentadas en un sofá, dejaron por unos instantes de contemplar al niño para mirar el magnífico espectáculo que ofrecía la tormenta.
       El niño estaba en brazos de su nodriza, una mujer joven. A pesar de su corpulencia y su aspecto parecía una pequeña manzana atada con cintas y lazos.
       Su atención estaba dividida entre la tormenta y el niño. Las dos estaban sumidas en un estado de triunfo y de regocijo como si sus vidas hubieran alcanzado en esta hora su cénit.
       La anciana señora estaba tan emocionada que no pudo moverse. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
       Besó a Augustus en ambas mejillas y le presentó con honda emoción a su nieta, que en realidad era tan bella como las madonas que había visto en Italia. Un ligero aire de arrogancia mundana completaban la perfección de aquella joven madre. También le presentó al niño.
       Augustus había sentido siempre temor y recelos ante la presencia de niños demasiado pequeños. Le causó sorpresa y admiración conocer que todas las mujeres eran de la opinión de que el niño representaba la perfección y resultaba trágico y desconsolador pensar que con los años cambiaría. El punto de vista de que la raza humana culmina y llega al máximo de la perfección en su nacimiento para declinar después, impresionó a Augustus sobremanera.
       La anciana había cambiado desde el día en que se encontraron en la carretera. Mirando a Augustus con la ternura y el afecto de una buena amiga, le dijo estas palabras:
       —Cuando yo era niña me enseñaron a considerar como locura dejar las cosas a medio hacer. Las vidas de todos nosotros, si lo pensáis bien, están a medio hacer. Dios nos creó y nos lanzó al mundo, a este mundo. Nos dio una fuerza motriz inicial, nos echó a rodar. Pero después nos dio una fuerza nueva, en virtud de la cual el alma puede por sí completar la obra primera. Eso es lo que se llama libertad. Este niño, Carlos, se encuentra ahora en eso que yo llamaría la primera fase de su creación. Dios lo ha creado, lo ha creado y ahí está… Es un ser perfecto. Pero, pensad una cosa: su perfección de aquí en adelante va a depender de él. No me refiero a las líneas de su rostro, ni a la dimensión de su tórax o a los pies de altura que pueda medir. Me refiero a la perfección y hermosura de su alma. En él ha depositado ya Dios la semilla de su libertad. Si esa semilla crece y se agiganta como un árbol y él puede comer de ese fruto sin sobrepasarse, si utiliza su libertad como un don de Dios y no como una prerrogativa merecida, entonces Carlos, su alma, se salvará. Será un hombre enteramente perfecto. Pero si ese fruto se le indigesta, si su libertad le vence, si se sobrepasa y la fruta prohibida le amarga en la boca, entonces, fatalmente, sin remisión, será hombre perdido y alma creada para el abismo. El mismo buscará su propia condenación.
       Augustus estuvo pensando durante un largo espacio de tiempo, como si rumiara detenidamente las grandes verdades que terminaban de salir de los labios de la anciana condesa.
       Más tarde habló de su accidente y de la tarde que pasaron en la hostería. Un criado trajo vino y algunos melocotones frescos y jugosos.
       Cuando penetró en la estancia el padre fue presentado al huésped; pero no representaba en la escena un papel más importante que el de un Rey Mago en la Adoración, reservándose la anciana condesa para sí el papel de José.
       Cuando la lluvia cesó la condesa llevó a Augustus hasta la ventana para contemplar el paisaje.
       Los dos se habían separado unos cuantos pasos de las restantes personas que había en la habitación. Entonces la condesa dijo:
       —Amigo mío, nunca podré expresaros como es debido mi gratitud y reconocimiento por los servicios que me habéis prestado. Quiero obsequiaros con un pequeño regalo para que os acordéis de mí cuando estéis de nuevo en vuestras lejanas tierras. Espero que lo aceptaréis.
       Augustus miraba al paisaje que tenía ante sus ojos. Parecía recordarle vagamente algo familiar.
       —En nuestro primer encuentro —prosiguió ella— os dije que había amado solamente a tres personas en el transcurso de mi larga vida. De esas tres personas vos conocéis ya a dos. La tercera y la primera que tuvo entrada en mi corazón, era una mujer de mi misma edad, una amiga oriunda de un país lejano a la que conocí durante un corto tiempo y luego perdí. Pero en aquel corto período de tiempo nos hicimos la promesa de recordarnos mutuamente siempre, y debo reconocer que su recuerdo y su memoria me han dado ánimo y fortaleza en repetidas ocasiones, para hacer frente a las vicisitudes de la vida. Cuando nos separamos, después de derramar abundantes lágrimas, nos ofrecimos un obsequio que sirviera de recuerdo. Este obsequio es precioso para mí, un distintivo de verdadera y franca amistad y yo quiero que os lo llevéis.
       Con estas palabras sacó de su bolsillo un objeto pequeño y se lo entregó a Augustus.
       Augustus lo miró y lo llevó hasta su pecho. Era una redomilla en forma de corazón. Sobre ella había dibujado un paisaje con árboles, y en el fondo una casa blanca. Cuando fijó su vista en aquel dibujo se dio inmediatamente cuenta de que se trataba de su propia casa de Dinamarca. Reconoció en sus detalles el alto tejado de Linderburg, los dos viejos robles que estaban frente a la entrada de la verja y la larga hilera de limeros en la avenida que había detrás del edificio. El asiento de piedra entre los robles había sido pintado con muchos detalles.
       Debajo, sobre una cinta pintada, se leían estas dos palabras: «Amitié sincère».
       Salió de casa de su anciana amiga y de la joven pareja mostrando y recibiendo expresiones de una amistad sincera y perdurable y tomó la carretera que conducía a Pisa. La lluvia había cesado. El aire era más bien frío. En el horizonte lejano Augustus vio brillar el arco iris. En el corazón de Augustus se juntaron el orgullo y la satisfacción: orgullo por el destacado lugar en que había logrado colocar su nombre y satisfacción por el deber cumplido.
       Sacó de su bolsillo un espejo pequeño y, sosteniéndolo en el hueco de la mano, se miró en él.


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