Ian McEwan
(Aldershot, Inglaterra, 1948-)


Pornografía (1976)
(“Pornography”)
Originalmente publicado en la revista The New Review, Vol. 2, No. 23 (febrero 1976), pp. 45-50;
In Between the Sheets
(Londres: Jonathan Cape, 1978, 144 págs.)



      O'Byrne atravesó a pie el mercado del Soho hasta la tienda de su hermano, en Brewer Street. Un puñado de clientes hojeaba las revistas, y Harold los observaba a través de unas gafas de culo de vaso desde su tarima, en un rincón. Harold apenas medía metro sesenta y llevaba zapatos de plataforma. Antes de convertirse en empleado suyo, O'Byrne lo llamaba Renacuajo. Junto al codo de Harold, un minúsculo transistor bramaba los detalles de las carreras previstas para aquella tarde.
       —Vaya —dijo Harold con un desprecio apenas velado—, el hermano pródigo…
       Cada vez que pronunciaba una consonante, sus ojos revoloteaban tras las lentes de aumento. Miró por encima del hombro de O'Byrne.
       —Aquí vendemos revistas, señores.
       Los mirones se revolvieron inquietos como si alguien hubiera turbado su sueño. Uno de ellos devolvió la revista a su sitio y se marchó apresuradamente de la tienda.
       —¿Dónde te habías metido? —dijo Harold en voz más baja.
       Bajó de la tarima, se puso el abrigo y lanzó a O'Byrne una mirada iracunda, a la espera de una respuesta. Renacuajo. O'Byrne tenía diez años menos que su hermano, y lo detestaba, y detestaba que hubiera tenido éxito, pero en aquellos momentos sentía necesidad de su comprensión, lo que no dejaba de parecerle extraño.
       —Tenía que ir al médico, ¿no? —dijo sin alzar la voz—. Tengo gonorrea.
       Harold pareció complacido. Se estiró y, bromeando, le pegó un puñetazo en el hombro a O'Byrne.
       —Te lo mereces —dijo con una risotada socarrona y teatral. Otro cliente se marchó discretamente de la tienda. Desde la puerta, Harold gritó—: Estaré de vuelta a las cinco.
       O'Byrne sonrió mientras su hermano se marchaba. Se metió los pulgares en la cintura de los vaqueros y se dirigió despreocupadamente hacia el denso núcleo de clientes.
       —¿Puedo ayudarles, caballeros? Aquí vendemos revistas.
       Se dispersaron ante él como gallinas asustadas y, de pronto, se encontró solo en la tienda.
       Una mujer rolliza, de unos cincuenta años, posaba delante de una cortina de baño de plástico, desnuda salvo por unas bragas y una máscara antigás. Los brazos le colgaban lánguidamente a los costados, y en una de sus manos humeaba un cigarrillo. La Esposa del Mes. Desde lo de las máscaras antigás y la sábana de goma en la cama, escribía J. N., de Andover, nos lo pasamos bomba. O'Byrne jugueteó con la radio un rato, y después la apagó. Pasaba rítmicamente las páginas de la revista, deteniéndose para leer las cartas. Un varón virgen sin circuncidar, no demasiado limpio, que iba a cumplir cuarenta y dos años en mayo, no se atrevía a despegarse el prepucio por temor a lo que pudiera encontrar. «Tengo pesadillas en las que veo gusanos». O'Byrne se rió y cruzó las piernas. Devolvió la revista a su sitio, volvió a la radio, la encendió y la apagó en rápida sucesión y captó una palabra ininteligible a la mitad. Paseó por la tienda enderezando las revistas en los estantes. Se detuvo junto a la puerta y contempló la húmeda calle a través de las tiras de plástico de colores de la cortina. Silbó una y otra vez una tonadilla cuyo final volvía inmediatamente al principio. Después volvió a la tarima de Harold e hizo dos llamadas telefónicas, las dos al hospital. La primera a Lucy. Pero la enfermera Drew estaba ocupada y no podía atender al teléfono. O'Byrne pidió que le dijeran que no podría verla aquella noche y que volvería a llamar al día siguiente. Marcó otra vez el número de la centralita del hospital y en esta ocasión preguntó por la enfermera en prácticas Sheperd, del servicio de pediatría.
       —¡Hola! —dijo O'Byrne cuando Pauline cogió el teléfono—. Soy yo. —Y, estirándose, se apoyó contra la pared.
       Pauline era una chica callada que en cierta ocasión lloró durante una película sobre los efectos de los pesticidas en las mariposas, y que quería redimir a O'Byrne con su amor. Pero ahora se reía.
       —Llevo toda la mañana llamándote —dijo—. ¿No te lo ha dicho tu hermano?
       —Oye —dijo O'Byrne—, estaré en tu casa sobre las ocho. —Y colgó.

       Harold no regresó hasta después de las seis, y O'Byrne estaba casi dormido, con la cabeza descansando sobre el antebrazo. No había clientes. La única venta que había hecho era un ejemplar de Puta Americana.
       —Esas revistas americanas —dijo Harold mientras sacaba quince libras y un puñado de calderilla de la caja registradora— son buenas. —Harold llevaba su cazadora nueva de cuero. O'Byrne la palpó con admiración. Setenta y ocho libras —dijo Harold mientras posaba ante el espejo. Sus gafas emitían destellos.
       —Está bien —dijo O'Byrne.
       —¡Está cojonudamente bien! —dijo Harold, y empezó a prepararse para cerrar. Los miércoles nunca recaudamos gran cosa —dijo melancólicamente mientras se estiraba para conectar la alarma antirrobo. El miércoles es un día de lo más capullo.
       Ahora era O'Byrne quien estaba frente al espejo, examinando un pequeño e incipiente brote de acné que le había aparecido en la comisura de los labios.
       —Y que lo digas, joder —asintió.
       La casa de Harold, donde le alquilaba una habitación a O'Byrne, se encontraba al pie de la torre de Correos. Caminaron juntos sin hablar. De vez en cuando, Harold echaba furtivas miradas de soslayo a las oscuras lunas de los comercios para mirar su reflejo y el de su cazadora nueva de cuero. Renacuajo. O'Byrne dijo:
       —Hace frío, ¿no? —Y Harold no contestó.
       Unos minutos más tarde, cuando pasaban junto a un pub, Harold tiró de O'Byrne hasta su frío, húmedo y desierto interior mientras decía:
       —Como has pescado una gonorrea, te invito a una copa.
       El dueño oyó el comentario y miró a O'Byrne con interés. Tomaron tres whiskies por barba y, cuando O'Byrne pagaba la cuarta ronda, Harold dijo:
       —Ah, sí, ha llamado una de las enfermeras con las que sales últimamente. —O'Byrne asintió y se limpió los labios. Tras una pausa, Harold dijo—: La tienes en el bote…
       O'Byrne volvió a asentir.
       —Ya.
       A Harold le brillaba la cazadora. Cada vez que se estiraba para coger el vaso, crujía. O'Byrne no pensaba contarle nada. Se golpeaba una mano en la palma de la otra.
       —Ya —volvió a decir, y miró el bar vacío por encima de la cabeza de su hermano. Harold volvió a intentarlo.
       —Quería saber dónde te habías metido…
       —Apuesto a que sí —murmuró O'Byrne, y sonrió.

       Pauline, bajita y poco locuaz, la cara pálida y exangüe, coronada por un largo flequillo negro, y con unos ojos grandes, verdes y observadores, tenía un piso pequeño y húmedo que compartía con una secretaria que nunca estaba allí. O'Byrne llegó después de las diez; estaba un poco bebido, y necesitaba un baño para quitarse el leve olor a pus que desprendían últimamente sus dedos. Pauline se sentó en un pequeño taburete de madera para contemplar cómo se relajaba en la bañera. Se inclinó hacia él una vez y tocó la parte de su cuerpo que sobresalía del agua. O'Byrne tenía los ojos cerrados, y las manos flotando junto a los costados; el único sonido que se oía era el siseo cada vez más tenue de la cisterna. Pauline se levantó silenciosamente para traerle de su habitación una toalla blanca limpia, y O'Byrne no la oyó salir ni regresar. Volvió a sentarse y alborotó, más aún si cabe, el pelo húmedo y enmarañado de O'Byrne.
       —La comida se ha echado a perder —dijo, sin ánimo de reproche.
       En los ojos de O'Byrne se acumulaban perlas de sudor que caían como lágrimas a lo largo del contorno de su nariz. Pauline posó la mano sobre la rodilla de O'Byrne, donde ésta sobresalía del agua gris. El vapor se convirtió en agua sobre las frías paredes, pasaban los minutos monótonamente.
       —No te preocupes, cariño —dijo O'Byrne, y se incorporó.
       Pauline salió a comprar cerveza y pizzas, y O'Byrne se echó en su minúsculo dormitorio para esperarla. Pasaron diez minutos. Tras un somero examen de su uretra, limpia, pero inflamada, se vistió y deambuló apáticamente por el cuarto de estar. En la pequeña colección de libros de Pauline no había nada que le interesara. No había revistas. Entró en la cocina en busca de algo para beber. No había nada, salvo un pastel de carne que había estado demasiado tiempo al fuego. Picoteó alrededor de las partes quemadas y mientras comía pasó las hojas de un calendario ilustrado. Cuando terminó, volvió a recordar que esperaba a Pauline. Miró el reloj. Hacía ya casi media hora que se había ido. Se incorporó tan rápidamente, que tiró la silla de la cocina al suelo. Se detuvo vacilante en el cuarto de estar y a continuación abandonó el piso con decisión y cerró de un portazo. Bajó rápidamente la escalera, ansioso por no encontrarse con ella ahora que había decidido largarse. Pero allí estaba. Entre el primero y el segundo, un poco sofocada, con los brazos llenos de botellas y paquetes envueltos en papel de plata.
       —¿Adónde has ido? —dijo O'Byrne.
       Pauline se detuvo a varios peldaños de distancia, con la cara asomándole torpemente por encima de la compra; sus ojos y el papel de plata brillaban en la oscuridad.
       —El sitio de siempre estaba cerrado. He tenido que caminar un montón… Lo siento.
       Permanecieron inmóviles. O'Byrne no tenía hambre. Quería irse. Se metió los pulgares en la cintura de sus vaqueros y levantó la cabeza hacia el techo invisible; después miró a Pauline, que estaba a la expectativa.
       —Bueno —dijo por fin—, había pensado marcharme.
       Pauline subió, y al pasar junto a él susurró:
       —Tonto.
       O'Byrne se volvió y la siguió; se sentía estafado, sin saber por qué.
       Se apoyó en el marco de la puerta mientras ella ponía la silla de pie. Con un movimiento de cabeza le indicó que no quería saber nada de la comida que repartía en los platos. Pauline le sirvió una cerveza y se arrodilló para recoger del suelo unos pedazos de pastel chamuscado. Se sentaron en el cuarto de estar. O'Byrne bebía, Pauline comía despacio, los dos callaban. O'Byrne se terminó la cerveza y posó una mano en la rodilla de Pauline. Ella no se inmutó. Entonces él dijo alegremente:
       —¿Qué te pasa?
       Y ella dijo:
       —Nada.
       Muy irritado, O'Byrne se aproximó más y le rodeó el hombro con un brazo protector.
       —Se me ocurre algo —susurró a media voz. Vamonos a la cama.
       Pauline se levantó bruscamente y se metió en el dormitorio. O'Byrne se quedó sentado con las manos en la nuca. Escuchó desnudarse a Pauline y oyó el chirrido de la cama. Se puso en pie, y sin sentir deseo todavía, entró en el dormitorio.
       Pauline estaba tendida sobre la espalda y O'Byrne, tras desnudarse rápidamente, se echó a su lado. Ella no lo acogió de la forma habitual, y ni siquiera se movió. O'Byrne levantó el brazo para acariciarle el hombro, pero en vez de hacerlo dejó que su mano cayese con fuerza sobre la sábana. Ambos permanecieron tendidos boca arriba en un silencio cada vez más opresivo, hasta que O'Byrne decidió darle una última oportunidad y, gruñendo abiertamente, se apoyó sobre el codo y situó su rostro encima del de ella. Los ojos de Pauline, cargados de lágrimas, evitaron mirarlo.
       —¿Cuál es el problema? —dijo él con cantarina resignación.
       —Tú —dijo simplemente ella.
       O'Byrne volvió a su lado de la cama, y, tras una pausa, dijo, en tono amenazador:
       —Ya veo. —Entonces se levantó, pasó sobre ella y fue al otro extremo de la habitación. De acuerdo, pues… —dijo. Tiró de los cordones de sus zapatos para hacer un nudo y se puso a buscar su camisa. Pauline estaba de espaldas a él. Sin embargo, mientras él atravesaba el cuarto de estar, el ritmo de sus sollozos, cada vez más intenso y acelerado, lo hizo detenerse y volver. Más blanca que nunca a causa del camisón de algodón que se había puesto, la vio en la puerta del dormitorio, y de repente, como si de un montaje fotográfico se tratara, estaba junto a él, en el otro extremo de la habitación, pegada a sus solapas, con los nudillos en la boca y meneando la cabeza. O'Byrne sonrió y la cogió por los hombros. Se sintió indulgente. Regresaron al dormitorio estrechamente abrazados. O'Byrne se desnudó y volvieron a acostarse, O'Byrne boca arriba, Pauline con la cabeza descansando sobre el hombro de él.
       —Nunca sé qué te pasa por la cabeza —dijo O'Byrne y, consolado en lo más hondo de su ser por esta idea, se quedó dormido. Se despertó media hora más tarde. Pauline, agotada por una semana de turnos de doce horas, dormía profundamente sobre su brazo. La meneó con suavidad y dijo: —Eh. —Luego la meneó con firmeza y, a medida que se interrumpía el ritmo de su respiración y empezaba a despertarse, parodiando lacónicamente alguna película que no recordaba, le dijo: —Eh, hay algo que aún no hemos hecho…

       Harold estaba excitado. Cuando entró O'Byrne en la tienda, hacia el mediodía del día siguiente, lo cogió de un brazo y agitó en el aire una hoja de papel. Estaba a punto de gritar.
       —¡Ya lo tengo resuelto! ¡Sé lo que quiero hacer con la tienda!
       —¿Ah, sí? —dijo sin entusiasmo O'Byrne, y se llevó los dedos a los ojos y se los rascó hasta que el intolerable picor se convirtió en un dolor soportable. Harold frotó sus pequeñas manos rosadas y se explicó rápidamente.
       —Voy a fichar por All American. He hablado con su representante esta mañana y estará aquí dentro de media hora. Voy a deshacerme de todas esas revistas de cartas méate-en-su-coño a una libra cada una. Voy a llevar toda la gama de House of Florence a cuatro libras y media la unidad.
       O'Byrne cruzó la tienda hasta donde se encontraba la cazadora de Harold, desplegada sobre una silla. Se la probó. Por supuesto, era demasiado pequeña.
       —Y voy a llamarla Transatlantic Books —decía Harold.
       O'Byrne arrojó la cazadora sobre la silla. La cazadora resbaló hasta caer al suelo y allí se desinfló como si fuese la vejiga respiratoria de un reptil. Harold la recogió sin dejar de hablar.
       —Si llevo exclusivamente lo de Florence, me hacen un descuento especial y el puto letrero de neón lo pagan ellos —dijo soltando unas risitas.
       O'Byrne se sentó e interrumpió a su hermano.
       —¿Cuántas de esas puñeteras muñecas hinchables has vendido? Sigue habiendo veinticinco cabronas de ésas en el sótano.
       Pero Harold estaba sirviendo whisky en dos vasos.
       —Estará aquí dentro de media hora —repitió, y le ofreció a su hermano un vaso.
       —Pues qué bien —dijo O'Byrne, y bebió un sorbo.
       —Quiero que esta tarde vayas con la furgoneta a Norbury a recoger el pedido. Piensa empezar con esto inmediatamente.
       O'Byrne se quedó sentado con su vaso y puso mala cara mientras su hermano silbaba y trasteaba por la tienda. Un hombre entró y compró una revista.
       —¿Ves? —dijo maliciosamente O'Byrne mientras el cliente se entretenía toqueteando los condones con tentáculos—, ése ha comprado un producto nacional, ¿no?
       El hombre puso cara de culpabilidad y se marchó corriendo. Harold se acercó, se agachó junto a la silla de O'Byrne y le habló como quien le explica a una criatura de dónde vienen los niños.
       —¿Y qué gano yo? El cuarenta por ciento de setenta y cinco peniques. Treinta peniques. ¡Treinta putos peniques! Con House of Florence sacaré el cincuenta por ciento de cuatro libras y media. Y eso —dijo mientras pasaba brevemente su mano sobre la rodilla de O'Byrne— es lo que yo llamo hacer negocios.
       O'Byrne meneó su vaso vacío delante de la cara de Harold y esperó pacientemente a que se lo llenase… Renacuajo.

       El almacén de House of Florence era una iglesia secularizada situada en una estrecha calle llena de casas adosadas en la parte de Norbury que pertenece a Brixton. O'Byrne entró por la otra puerta principal. Habían habilitado una tosca oficina de conglomerado y cristal y una sala de espera en el extremo oeste. La pila bautismal servía como cenicero en la sala de espera. Una mujer mayor con reflejos azules en el cano cabello estaba sola en la oficina escribiendo a máquina. Cuando O'Byrne dio un golpecito en la ventana corrediza, hizo como que no lo oía, pero al final se levantó y echó a un lado el panel de vidrio.
       Miró a O'Byrne con evidente desagrado cuando cogió el formulario del pedido que le tendió. Hablaba remilgadamente.
       —Será mejor que espere aquí.
       O'Byrne bailoteó abstraído alrededor de la pila bautismal, y silbó la tonadilla que siempre volvía sobre sí. De repente, apareció junto a él un hombre arrugado que llevaba un abrigo marrón y una tablilla.
       —¿Transatlantic Books? —dijo.
       O'Byrne se encogió de hombros y lo siguió. Caminaron lentamente por largos pasillos entre estanterías metálicas unidas con pernos; el viejo empujaba un enorme carro y O'Byrne iba algo adelantado, con las manos detrás de la espalda. Cada pocos metros, el almacenista se detenía, y, jadeando malhumoradamente, levantaba un grueso fajo de revistas de las estanterías. La carga que llevaba el carro iba aumentando. La respiración del viejo despertaba roncos ecos en la iglesia. Al final del primer pasillo, se sentó sobre el carro, entre los montones meticulosamente dispuestos, y tosió y escupió dentro de un pañuelo de papel durante un minuto más o menos. Después, tras doblar cuidadosamente el pañuelo y su espeso y verde contenido y guardárselo en el bolsillo, le dijo a O'Byrne:
       —Toma, eres joven. Empújalo.
       —Empuje usted esa mierda —dijo O'Byrne. Es su curro. —Y le ofreció un cigarrillo que él mismo encendió.
       O'Byrne señaló las estanterías con la cabeza.
       —Seguro que se pone morado leyendo.
       El viejo exclamó con irritación:
       —¡No es más que basura! ¡Deberían prohibirla!
       Se pusieron en marcha. Al final, mientras firmaba la factura, O'Byrne dijo:
       —¿Qué, ha quedado para esta noche con la de la oficina?
       Al almacenista le hizo gracia. Sus carcajadas resonaron como campanadas y empalmaron inmediatamente con otro ataque de tos. Se apoyó casi exánime contra la pared y, cuando se recuperó un poco, levantó la cabeza y le guiñó significativamente un ojo lloroso. Pero O'Byrne ya le había dado la espalda y conducía el carro y su carga hasta la furgoneta.

       Lucy era diez años mayor que Pauline y estaba un poco rellenita. Pero su piso era grande y cómodo. Era enfermera, mientras que Pauline no era más que enfermera en prácticas. No sabían nada la una de la otra. En la estación de metro O'Byrne le compró unas flores, y cuando le abrió la puerta se las ofreció con una reverencia irónica y un entrechocar de tacones.
       —¿Una ofrenda de paz? —dijo ella, despectiva, pero cogió los narcisos. Lo condujo hasta el dormitorio. Se sentaron juntos sobre la cama. O'Byrne recorrió su pierna con la mano de modo un tanto mecánico. Ella se la apartó y dijo: —Venga, confiesa: ¿dónde has estado los tres últimos días?
       O'Byrne apenas se acordaba. Dos noches con Pauline, otra en el pub con los amigos de su hermano.
       Se estiró lánguidamente sobre el edredón rosa.
       —Ya sabes…, trabajando para Harold hasta tarde. Reorganizando la tienda. Eso es todo.
       —Tú y tus libros guarros —dijo Lucy con una risita estridente.
       O'Byrne se levantó y se quitó los zapatos sacudiendo los pies.
       —No empieces con eso —dijo, alegre por no estar ya a la defensiva.
       Lucy se agachó y recogió sus zapatos.
       —Vas a estropearte el talón de los zapatos —dijo muy seria—, quitándotelos así.
       Los dos se desnudaron. Lucy colgó ordenadamente su ropa en el armario. Cuando O'Byrne ya estaba casi desnudo, ella arrugó la nariz con una mueca de asco.
       —¿Eres tú el que huele así?
       O'Byrne se sintió ofendido.
       —Me daré un baño —dijo a modo de seca disculpa.
       Lucy removía el agua del baño con la mano y hablaba con energía por encima del estrépito de los grifos.
       —¿Por qué no me has traído ropa para que te la lavara? —Metió los dedos en el elástico de sus calzoncillos. Dámelos ahora y estarán secos por la mañana.
       O'Byrne entrelazó sus dedos con los suyos en un simulado gesto afectuoso.
       —¡No, no! —gritó con viveza. ¡Me los he cambiado esta mañana!
       Bromeando, Lucy trató de quitárselos. Forcejearon a lo largo del suelo del cuarto de baño, Lucy riéndose estrepitosamente, O'Byrne excitado, pero decidido.
       Por fin Lucy se puso el albornoz y se marchó. O'Byrne la oía en la cocina. Se sentó en el baño y lavó concienzudamente aquellas brillantes manchas de color verde claro de sus calzoncillos. Cuando Lucy volvió, estaban secándose sobre el radiador.
       —La liberación de la mujer, ¿no? —dijo O'Byrne desde el baño.
       —Yo también voy a meterme —dijo Lucy, y se quitó el albornoz. O'Byrne le hizo sitio.
       —Como gustes —le dijo con una sonrisa mientras se acomodaba en el agua grisácea.
       O'Byrne estaba tumbado boca arriba sobre las pulcras sábanas blancas y Lucy se colocó cómodamente sobre su vientre como un enorme pájaro que se instala en el nido. No admitía hacerlo de ningún otro modo; desde el principio había dicho: «Aquí mando yo». O'Byrne había contestado: «Eso ya lo veremos». Estaba horrorizado, asqueado de disfrutar con la sumisión, como uno de aquellos tarados de las revistas de su hermano. Lucy le habló con energía, con el tono que empleaba con los pacientes difíciles: «Si no te gusta, no vuelvas». O'Byrne fue puesto al corriente poco a poco de las necesidades de Lucy. No se trataba sólo de que quisiera colocarse sobre él: además, no quería que se moviese. «Si vuelves a moverte», le advirtió un buen día, «te castigaré». Pero, instintivamente, O'Byrne empujó más adentro, y, veloz como la lengua de una víbora, ella le cruzó varias veces la cara con la palma de la mano; entonces se corrió, y después se tendió a lo ancho de la cama, medio llorando, medio riéndose. O'Byrne, con un lado de la cara hinchado y sonrosado, se marchó enfurruñado. «¡Eres una maldita pervertida!», le gritó desde la puerta.
       Al día siguiente volvió, y Lucy accedió a no volver a pegarle. En vez de eso, le insultó. «¡Triste e inútil mierdecilla patética!», gritaba en la cima de su excitación. Parecía intuir la culpable sensación de placer de O'Byrne, y quería llevarla más lejos. Una vez se alzó de pronto sobre él y, con una sonrisa ausente, orinó en su cabeza y su pecho. O'Byrne luchó, intentando escabullirse, pero Lucy lo inmovilizó y pareció profundamente satisfecha cuando él tuvo un inesperado orgasmo. Esta vez se marchó del piso furioso. El fuerte y químico olor de Lucy lo impregnó durante días, y fue entonces cuando conoció a Pauline. Pero antes de una semana volvió a casa de Lucy para recoger, sólo para recoger, insistió, su maquinilla de afeitar, y ella trató de convencerlo de que se probase su ropa interior. O'Byrne se resistió, entre horrorizado y excitado. «Tu problema es», dijo Lucy, «que lo que te gusta te da miedo».
       Ahora Lucy le atenazó la garganta con una mano.
       —Atrévete a moverte —siseó, y cerró los ojos.
       O'Byrne permaneció quieto. Sobre él, Lucy se bamboleaba como un árbol gigantesco. Sus labios formaban una palabra, pero de ellos no salía ningún sonido. Muchos minutos después, abrió los ojos y frunció un poco el ceño, como tratando de recordar quién era aquel hombre. Y durante todo ese tiempo se desplazaba hacia delante y hacia atrás. Por fin habló, más para sí que para él.
       —Gusano… —O'Byrne gemía. Lucy apretó más las piernas y los muslos y se estremeció. Gusano…, gusano…, pequeño gusano. Te voy a pisar…, sucio gusanito.
       De nuevo cerró la mano sobre su garganta. O'Byrne tenía los ojos profundamente hundidos, y la palabra que pronunció al fin hizo un largo recorrido antes de asomarle a los labios.
       —Sí —susurró.

       Al día siguiente, O'Byrne fue a la clínica. El médico y el enfermero se mostraron profesionales e indiferentes. El enfermero rellenó un formulario y le pidió detalles a O'Byrne sobre su reciente historial sexual. Éste inventó una prostituta en la estación de autobuses de Ipswich. Durante muchos días después de aquello se sintió raro. Iba a ponerse inyecciones a la clínica por la mañana y al caer la tarde, y no sentía el menor deseo sexual. Cuando llamaban Pauline o Lucy, Harold les aseguraba que ignoraba el paradero de O'Byrne. «No sé dónde se ha metido», decía, mientras le hacía un guiño a su hermano, al otro extremo de la tienda. Ambas mujeres telefonearon a diario durante tres o cuatro días, hasta que, de repente, cesaron sus llamadas.
       O'Byrne no prestó la menor atención. La tienda empezaba a dar bastante dinero. Por las noches bebía con su hermano y los amigos de éste. Se sentía atareado y enfermo al mismo tiempo. Pasaron diez días. Con el dinero extra que Harold le daba, se compró una cazadora de cuero como la suya, pero algo mejor, más elegante, forrada con seda roja de imitación. No sólo brillaba, sino que también crujía. Pasó muchos minutos delante del espejo, de costado, fijándose en la manera en que sus hombros y sus bíceps atirantaban el lustroso cuero. Se la ponía para ir de la tienda a la clínica y notaba las miradas de las mujeres por la calle. Pensó en Pauline y en Lucy. Se pasó un día debatiendo a quién llamar primero. Se decidió por Pauline y le telefoneó desde la tienda.
       La enfermera en prácticas Sheperd no podía ponerse, le dijeron a O'Byrne después de muchos minutos de espera. Se estaba examinando. O'Byrne hizo que transfiriesen su llamada al otro lado del hospital.
       —¡Hola! —dijo cuando Lucy contestó al teléfono. Soy yo.
       Lucy pareció encantada.
       —¿Cuándo has vuelto? ¿Dónde has estado? ¿Cuándo vas a venir por casa?
       O'Byrne tomó asiento.
       —¿Qué tal esta noche? —dijo.
       Lucy susurró, con acento de gatita francesa:
       —Apenas puedo espegag…
       O'Byrne se rió y, apretándose el pulgar y el índice contra la frente, escuchó otras voces lejanas por la línea. Oyó a Lucy dando instrucciones. Entonces ella le habló apresuradamente.
       —Tengo que dejarte. Acaban de traer a un paciente. Entonces esta noche, sobre las ocho… —Y colgó.
       O'Byrne preparó su historia, pero Lucy no le preguntó dónde había estado. Parecía exultante. Se rió cuando le abrió la puerta, le abrazó y volvió a reírse. Estaba cambiada. O'Byrne no la recordaba tan hermosa. Llevaba el pelo más corto y con un tono castaño más oscuro, las uñas pintadas de color naranja claro, y un corto vestido negro con lunares amarillos. Había velas y copas de vino en la mesa, y música en el tocadiscos. Dio un paso atrás, con los ojos encendidos, casi salvajes, y admiró su cazadora de cuero. Recorrió el forro rojo con las manos. La apretó contra sí.
       —Muy suave —dijo.
       —Sesenta libras en las rebajas —dijo orgullosamente O'Byrne, e intentó besarla. Pero ella volvió a reírse y lo instaló en una silla.
       —Espera aquí, que voy a buscar algo de beber.
       O'Byrne se repantigó. En el tocadiscos, un hombre cantaba sobre el amor en un restaurante con limpios manteles blancos. Lucy trajo una botella de vino blanco helado. Se sentó en el brazo del sillón y bebieron y hablaron. Lucy le contó historias recientes de su sala, sobre enfermeras que se enamoraban y desenamoraban, y sobre pacientes que se recuperaban o se morían. Mientras hablaba, le desabrochaba los botones de la camisa y deslizaba la mano hacia su vientre. Cuando O'Byrne se estremeció en la silla y trató de abrazarla, ella lo apartó, se inclinó sobre él y le besó en la nariz.
       —Vamos, vamos —dijo remilgadamente.
       O'Byrne hizo un esfuerzo. Relató anécdotas que había oído en el pub. Lucy se reía como una loca al final de cada una de ellas, y cuando empezaba a contar la tercera dejó caer su mano suavemente entre las piernas de O'Byrne y la dejó allí. O'Byrne cerró los ojos. La mano desapareció y Lucy le dio unos suaves codazos.
       —Venga. Empezaba a ponerse interesante.
       Él la cogió de la muñeca y trató de sentarla sobre su regazo de un tirón. Con un pequeño suspiro, ella se escabulló y regresó con una segunda botella.
       —Tendríamos que beber vino más a menudo —dijo—, si te hace contar historias tan divertidas.
       Animado, O'Byrne le contó otra historia, algo sobre un coche y lo que el mecánico de un garaje le decía a un párroco. Lucy volvió a toquetearle la bragueta y a reírse sin parar. La historia era más divertida de lo que él creía. Bajo sus pies, el suelo subía y bajaba. Y Lucy estaba tan hermosa, tan perfumada, tan cálida…, le brillaban los ojos. Se sentía indefenso ante sus caricias. La amaba, y ella se reía y se apoderaba de su voluntad. Soñó despierto que vivían juntos y cada noche lo excitaba hasta el borde de la locura. Apretó su rostro contra sus pechos.
       —Te quiero —murmuró, y Lucy volvió a reírse, temblando, y se secó las lágrimas de los ojos.
       —De verdad…, de verdad… —intentaba decirle ella. Entonces vació el resto de la botella en la copa de O'Byrne.
       —Brindemos… ¡Venga! —dijo O'Byrne—, ¡por nosotros! —Lucy luchaba por no reírse.
       —¡No, no! —chilló—. ¡Porti!
       —De acuerdo —dijo él, y vació la copa de un trago.
       Entonces Lucy se puso en pie y le tiró del brazo.
       —Venga —dijo—. Venga.
       O'Byrne se levantó dificultosamente del sillón.
       —¿Y de la cena qué? —dijo.
       —La cena eres tú —dijo ella, y se rieron mientras iban tambaleándose hacia el dormitorio.
       Mientras se desnudaban, Lucy dijo:
       —Tengo una pequeña sorpresa para ti, así que… no te resistas.
       O'Byrne se sentó al borde de la enorme cama de Lucy y se estremeció.
       —Estoy dispuesto a lo que sea —dijo.
       —Bien…, bien —dijo Lucy y, por primera vez, lo besó con pasión y lo empujó suavemente sobre la cama. Se subió y se sentó sobre su pecho a horcajadas. O'Byrne cerró los ojos. Sólo unos meses antes, se habría resistido con ferocidad. Lucy le cogió la mano izquierda, se la llevó a la boca y besó sus dedos uno tras otro—. Mmmm…, el primer plato. —O'Byrne se reía. La cama y la habitación daban vueltas suavemente a su alrededor. Lucy condujo su mano hacia la esquina superior de la cama. O'Byrne escuchó un tintineo distante, como de campanas. Lucy se arrodilló junto a su hombro, le sujetó la muñeca y le abrochó alrededor una correa de cuero. Siempre le decía que un día lo ataría y se lo follaría. Se inclinó sobre su rostro y volvieron a besarse. Ella le lamió los ojos y susurró: —Ahora no te puedes escapar. O'Byrne pugnaba por respirar. No podía mover la cara para sonreír. Luego Lucy tiró de su brazo derecho y lo estiró hasta el otro extremo de la cama. Con la carne de gallina por la emoción, O'Byrne se sometió y le entregó el brazo. Una vez asegurado, Lucy le acarició el interior de los muslos hasta los pies… O'Byrne, con los miembros tan tirantes atados le parecía que sentía que se le iban a descoyuntar o desgajar de un momento a otro, estaba despatarrado sobre la blanca sábana. Lucy se arrodilló sobre el vértice de sus piernas. Lo miraba desde arriba con una sonrisita, como si lo evaluara con imparcialidad, y se acarició el sexo con delicadeza. O'Byrne esperaba que se instalase sobre él como un enorme pájaro blanco en su nido. Luego recorrió la curva de su enhiesto pene con la punta de un dedo, y después formó un ajustado anillo en su base con el pulgar y el índice. Se le escapó un suspiro entre dientes. Se inclinó hacia delante. La expresión de sus ojos era feroz. Susurró:
       —Nos las vas a pagar, a mí y a Pauline…
       Pauline. Por un instante, sílabas que carecían de significado.
       —¿Qué? —dijo O'Byrne, y entonces recordó y percibió una amenaza.
       —¡Desátame! —dijo apremiante.
       Pero Lucy entrecerró los ojos y hundió un dedo en su vagina. Respiraba lenta y profundamente.
       —¡Desátame! —gritó O'Byrne, y se debatió con desesperación contra las correas.
       Ahora Lucy respiraba con pequeños jadeos entrecortados. Cuanto más luchaba O'Byrne, más se aceleraban. Ella decía algo…, lo decía entre gemidos. ¿Qué decía? Él no lo oía.
       —¡Lucy! —dijo—, ¡desátame por favor!
       De repente, ella se quedó en silencio, con los ojos en blanco, muy abiertos. Se levantó de la cama.
       —Pronto estará aquí tu amiga Pauline —dijo, y empezó a vestirse.
       Estaba diferente, sus movimientos eran enérgicos y eficaces, y ya no lo miraba. O'Byrne trató de aparentar tranquilidad, pero su tono de voz era demasiado chillón.
       —¿Qué pasa?
       Lucy estaba al pie de la cama abrochándose los botones del vestido. Hizo una mueca.
       —Eres un hijo de puta —dijo. Sonó el timbre y sonrió. ¡Qué puntualidad!, ¿no te parece?

       —Sí, se ha dejado atar sin apenas ofrecer resistencia —decía Lucy mientras acompañaba a Pauline hasta el dormitorio. Pauline no dijo nada. Evitaba mirar tanto a O'Byrne como a Lucy. Los ojos de O'Byrne estaban clavados en el objeto que llevaba entre los brazos. Era grande y plateado, y recordaba una tostadora eléctrica descomunal.
       —Podemos enchufarlo aquí mismo —dijo Lucy. Pauline lo depositó sobre la mesilla de noche. Lucy se sentó ante el tocador y empezó a peinarse. Enseguida traigo el agua.
       Pauline fue hasta la ventana. Se hizo el silencio. Entonces O'Byrne dijo con voz quebrada:
       —¿Qué es ese cacharro?
       Lucy se revolvió en su asiento.
       —Un esterilizador —dijo alegremente.
       —¿Un esterilizador?
       —Ya sabes, para esterilizar instrumentos quirúrgicos.
       O'Byrne no se atrevió a hacer la siguiente pregunta. Sentía náuseas y mareos. Lucy abandonó la habitación. Pauline seguía contemplando la noche por la ventana. O'Byrne sintió necesidad de susurrar.
       —Eh, Pauline, ¿de qué va todo esto? —Ella se volvió hacia él sin decir nada. O'Byrne descubrió que la correa que tenía alrededor de la muñeca derecha se había aflojado un poco, el cuero se había estirado. Las almohadas ocultaban su mano. La movió hacia delante y hacia atrás, y habló de modo perentorio:
       —¡Mira, vamonos de aquí! ¡Quítame todo esto!
       Ella vaciló un instante, y a continuación caminó hasta la cama y le miró fijamente. Negó con la cabeza.
       —Nos las vas a pagar. —La reiteración lo aterró. Se retorcía de un lado para otro.
       —¡Como broma, no tiene maldita la gracia! —gritó. Pauline se volvió.
       —Te odio —la oyó O'Byrne decir. La correa de la mano derecha cedió un poco más. Te odio. Te odio.
       O'Byrne tiró hasta temer que se le partiera el brazo. Su mano seguía siendo demasiado grande para la correa que rodeaba su muñeca. Se rindió.
       Lucy se acercó a la cama y vertió agua en el esterilizador.
       —Esto es una broma de mal gusto —dijo O'Byrne.
       Lucy levantó del suelo un maletín negro y plano y lo puso sobre la mesa. Abrió los cierres y empezó a sacar tijeras de mango largo, escalpelos y otros objetos brillantes, plateados y puntiagudos. Los sumergió cuidadosamente en el agua. O'Byrne empezó a mover la mano derecha otra vez. Lucy apartó el maletín negro y colocó sobre la mesa dos cazoletas blancas con los bordes azules. En una de ellas había dos agujas hipodérmicas, una grande y otra pequeña. En la otra había algodón. A O'Byrne le temblaba la voz.
       —¿Qué es todo esto?
       Lucy le posó su fresca mano sobre la frente. Enunció con precisión.
       —Esto es lo que tendrían que haberte hecho en la clínica.
       —¿La clínica…? —respondió O'Byrne como un eco. Veía a Pauline apoyada contra la pared y bebiendo de una pequeña botella de whisky.
       —Sí —dijo Lucy, que alargó la mano para tomarle el pulso. Te habría impedido ir por ahí contagiando tus pequeñas enfermedades secretas.
       —Y mintiendo —dijo Pauline, con la voz desbordante de indignación.
       O'Byrne empezó a reírse sin control.
       —Mintiendo…, mintiendo —farfulló. Lucy cogió la botella de manos de Pauline y se la llevó a los labios. O'Byrne volvió en sí. Le temblaban las piernas. Habéis perdido el juicio las dos.
       Lucy le dio un golpecito al esterilizador y le dijo a Pauline:
       —Aún tardará unos minutos. Fregaremos la cocina. —O'Byrne intentó levantar la cabeza.
       —¿Adónde vais? —gritó a sus espaldas: —¡Pauline…, Pauline!
       Pero Pauline no tenía nada más que decir. Lucy se detuvo a la entrada del dormitorio y sonrió en su dirección.
       —Te dejaremos un hermoso muñón como recuerdo —dijo, y cerró la puerta.
       El esterilizador empezó a sisear, estaba sobre la mesilla. Poco después se oyó el rumor del agua hirviendo, y los instrumentos tintinearon suavemente en su interior. Aterrado, tiró de su mano una y otra vez. El cuero le estaba despellejando la muñeca. Tenía la correa ya en la base del pulgar. Pasaron unos minutos que le parecieron eternos. Gimoteó y tiró, y los bordes de la correa le hicieron profundos cortes en la mano. Casi estaba libre.
       La puerta se abrió, y Lucy y Pauline introdujeron en la habitación una mesa pequeña y baja. A pesar de su temor, O'Byrne volvió a excitarse, a excitarse de horror. Prepararon la mesa junto a la cama. Lucy se inclinó para contemplar su erección.
       —¡Vaya…, vaya! —murmuró.
       Con unas pinzas, Pauline sacó los instrumentos del agua hirviendo y los dispuso en hileras plateadas sobre el blanco mantel almidonado que cubría la mesa. La correa de cuero cedió parcialmente. Lucy se sentó en el borde de la cama y sacó la hipodérmica grande de la cazoleta.
       —Esto te dormirá un poco —le aseguró. La sostuvo verticalmente y expulsó un pequeño chorro de líquido. Mientras alargaba la mano para coger el algodón, el brazo de O'Byrne quedó libre. Lucy sonrió. Dejó la hipodérmica a un lado. Volvió a inclinarse hacia delante…, cálida, fragante…, lo contempló con unos ojos salvajes, enrojecidos…, sus dedos juguetearon con el extremo de su pene, y luego lo asieron firmemente. Relájate, Michael, cariño. —Le hizo un gesto enérgico con la cabeza a Pauline. Si es tan amable de asegurar esa correa, enfermera Sheperd, creo que podremos comenzar.




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