João Guimarães Rosa
(Minas Gerais, Brazil, 1908 - Rio de Janeiro, 1967)


El caballo que bebía cerveza
(“O cavalo que bebia cerveja”)
Primeiras estórias
(Río de Janeiro: Livraria José Olympio, 1962, 193 págs.)


      La quinta del hombre quedaba medio oculta, oscurecida por los árboles, tamaños y tantos, como jamás se vieron plantados alrededor de una casa. Era hombre extranjero. De mi madre oí cómo, en el año de la gripe española, llegó cauteloso y espantado, a adquirir aquel lugar de total defensión, y la morada, donde de cualquier ventana alcanzaría a vigilar la distancia, manos en la escopeta; no era todavía, en ese tiempo, tan gordo, de causar asco. Decían que comía mucha inmundicia: caracol, hasta ranas, con manojos de lechugas embebidas en un balde de agua. Había qué ver, qué almorzaba y cenaba, del lado de afuera, sentado en el umbral, el balde entre las gruesas piernas, en el suelo, también las lechugas, menos la carne, ésa, cocida, legítima de res. Gastaba demasiado en cerveza, que no bebía a la vista de uno. Yo pasaba por allá, él me pedía: —“Irivalini, bisoña [transcripción fonética de la palabra italiana bisogna, que debe interpretarse aquí “por hace falta”] otra botella, es para el caballo...” No me gusta preguntar, no me hace gracia. A veces yo le traía, a veces no le traía, y él me indemnizaba el dinero, gratificándome. Todo en él me daba rabia. No aprendía a decir bien mi nombre. Afrenta u ofensa, no soy de perdonar — a nadie de ninguna.
       Siendo mi madre y yo de las pocas personas que pasaban por enfrente del portón, para atravesar por la pasarela del riachuelo. —“Déjalo estar, el pobre, penó en la guerra...”, mi madre explicaba. Se rodeaba de diversos perros, grandotes, para que vigilasen la quinta. A uno de ellos se veía que no lo quería del todo, el animal en susto, antipático — el menos bien tratado; y con todo, hacía para que no se apartara de él, pues a toda hora, por desprecio, llamaba al endemoniado perro: de nombre Musulino. Yo mascullaba el rencor: de que un hombre de ésos, cogotudo, barrigón, ronco de catarros, extranjero hasta la náusea — si sería justo poseer el dinero y estado, viniendo a comprar tierra cristiana sin honrar la pobreza de los demás, y encargando docenas de cerveza para pronunciar el feo hablar. ¿Cerveza? Era un hecho que a sus caballos los tenía, a los cuatro o tres, siempre descansados, en ellos no montaba, ni aguantaría montarlos. Siquiera caminar, casi no lo conseguía. ¡Cabrón! Se quedaba a fumar unos puros pequeños malolientes muy mascados y babeados. Merecía una buena corrección. Sujeto sistemático, con su casa cerrada, pensaba que todo el mundo era ladrón.
       Es decir, a mi madre la estimaba, la trataba con benevolencia. Conmigo no medraba — no disponía de mi ira. Ni cuando mi madre enfermó de gravedad y él ofreció dinero para los remedios. Acepté; ¿quién va a vivir de no? Pero no se lo agradecí. Seguro que él tenía remordimientos de ser extranjero y rico. E igual, de nada sirvió, la santa de mi madre se fue a las oscuridades, y el condenado hombre pagó el entierro. Después indagó si yo quería ir a trabajar para él. Me quedé en sofismas. Sabía que no tengo temor, en mis momentos, y que enfrento a unos y otros; en el lugar la gente poco me encaraba. Sólo si fuese para tener mi protección, día y noche, contra los ires y venires. Tanto, que no me dio ni media tarea que cumplir, sino que estaba para haraganear por allá, siempre con armas, pero le hacía los mandados. —“Cerveza, Irivalini. Es para el caballo...”, lo que, serio, decía en aquella lengua de batir huevos. ¡Ojalá me insultara! Aquel hombre aún se las vería conmigo.
       Lo que más extrañé fueron esos encubrimientos. En la casa, grande, antigua, atrancada noche y día, no se entraba; ni siquiera para comer y cocinar. Todo transcurría del lado de acá de las puertas. Él mismo, pienso que raras veces por allá se introducía, a no ser para dormir, o para guardar la cerveza —ja, ja, ja— la que era para el caballo. Y yo, conmigo: —“¡Espera tú, puerco, por si más día, menos día, yo no estoy bien aquí, entonces lo que fuere sonará!” Sea que, por ese tiempo, yo debía de haber buscado a las correctas personas, contar los absurdos pidiendo medidas, soplar mis dudas. Lo que, sencillamente, no hice. Ni soy de chismes. Además, ahí, fue cuando también aparecieron aquéllos — los de fuera.
       Sonsos los dos hombres, venidos de la capital. Quien me llamó hacia ellos fue don Priscilio, el comisario. Me dijo: —“Reivalino Belarmi no, éstos aquí tienen autoridad para constar la confianza”. Y los de fuera, llevándome aparte, me interrogaron, a las muchas preguntas. Todo para sacarme noticias del hombre, querían saber una relación de bagatelas. Toleré un sí; mas no les proveí de nada. ¿Acaso voy a ser como el coatí, para que me ladre el perro? Sólo rumié especulaciones, por las malas cataduras de esos sujetos embozados, pillos también. Pero me pagaron una buena cantidad. El principal de los dos, el de la mano en el mentón, me encargó: si mi patrón, siendo hombre muy peligroso, ¿vivía de veras solito? Y que yo me fijase, en la primera ocasión, si él no tenía en una pierna, abajo, señal vieja de aro de hierro, de criminal huido de la cárcel. Pues sí, canté, prometí.
       ¿Peligroso para mí? — ja, ja. Para eso, en su mocedad, vaya, puede que hubiera sido hombre. Pero ahora, panzón, regalón, mollejón, quería solamente la cerveza — para el caballo. El muy desafortunado. No que me queje, por mí, pues jamás aprecié la cerveza; si me gustase, compraría, tomaría o pediría, él mismo me la hubiera dado. Decía que tampoco le gustaba, no. En verdad. Sólo consumía la cantidad de lechuga, con carne, boquilleno, asqueroso, con mucho aceite, lamía hasta que espumaba. Por último, estaba medio enajenado; ¿sabía de la llegada de los de fuera? No observé marca de esclavo en sus piernas, ni me ocupé de eso. ¿Acaso voy a ser el servidor de un vigilante-jefe, de ésos, malpensados, con tantos miramientos? Pero yo buscaba la forma de entender, aunque sea por una rendija, aquella casa, bajo llaves, espiada. Los perros ya volviéndose mansos, amigables. Mas parece que don Giovanio desconfió. Pues, para mi hora de sorpresa, me llamó, abrió la puerta. Allá dentro, hasta hedía a cosa siempre tapada, nada bueno el aire. La sala, grande, vacía de amueblado, sólo para espacios. Él, como a propósito, me dejó mirar a mis anchas, anduvo conmigo por diversas habitaciones, me contenté. Ah, pero, después conmigo mismo, me di cuenta, al final de la idea: ¿y los cuartos? Eran muchos, resguardados, yo no había entrado en todos. Por detrás de algunas de aquellas puertas, presentí aire de presencia — ¿sólo más tarde? Ah, el carcamán quería pasarse de listo; ¿y yo, no lo era más?
       Además, unos días después, por oír decir se supo, que tarde en la noche, en diferentes ocasiones, galopes en el yermo de la llanura, de jinete salido por el portón de la quinta. ¿Podía ser? Entonces, el hombre tanto me engañaba, a punto de formar una fantasmagoría de hombre lobo. Sólo aquella divagación, que yo no acababa de entender, para dar razón de algo: ¿si tendría él, de veras, un extraño caballo, siempre escondido allí dentro, en lo oscuro de la casa?
       Don Priscilio me llamó, justo, otra vez, aquella semana. Los de fuera estaban allá, en colusión, sólo a medias tomé parte en el asunto; uño de ellos dos, escuché que trabajaba para el “consulado”. Pero conté todo, o tanto, por venganza, con muchas anécdotas. Ellos, entonces, instaron a don Priscilio. Querían permanecer en lo oculto, don Priscilio debería ir solito. Me pagaron más.
       Yo estaba por allí, fingiendo no ser ni saber, de prevención. Don Priscilio apareció, habló con don Giovanio: ¿y qué historia es ésa de un caballo que bebe cerveza? Inquiría, lo apretaba. Don Giovanio permanecía muy cansado, movía despacio la cabeza, resollando lo escurrido de la nariz, hasta la colilla del puro; pero no le hizo cara fea al otro. Mucho pasó la mano por la frente: —“¿Lei quiere ver?” Salió para aparecer con un canasto con las botellas llenas y una cubeta; en ella volcó todo, a las espumas. Me mandó traer el caballo: el alazán canela clara, bella faz. El cual —¿era de creerse?— ya avanzó, avispado, de orejas vezadas, redondeando los ollares, lamiéndose; y grueso bebió, el rumor de aquello, degustado, hasta el fondo; ¡viéndose que él ya era mañoso, cebado en aquello! ¿Cuándo le habían enseñado? Pues el caballo quería más y más cerveza. Don Priscilio se avergonzaba y en el momento agradeció y se fue. Mi patrón echó un silbido, miró hacia mí: —“Irivalini, que estos tiempos se van cambiando mal. ¡No lasha las armas!” Aprobé. Sonreí porque él tenía todas las mañas y patrañas. Asimismo, medio me disgustaba.
       Por lo tanto, cuando los de fuera regresaron, hablé, lo que yo especulaba: que alguna otra razón tendría que haber en los cuartos de la casa. Don Priscilio, esta vez, vino con un soldado. Sólo pronunció: que quería pasar revista a los dormitorios, ¡por la justicia! Don Giovanio, siendo de paz, prendió otro puro, él estaba siempre cuerdo. Abrió la casa para que don Priscilio entrase, el soldado; también yo. ¿Los dormitorios? Fue directo hacia uno que estaba duro de cerrado. El de lo pasmoso: porque allí dentro, descomunal, sólo había el singular —¡esto es, la cosa increíble!—: un enorme caballo blanco embalsamado. Tan perfecto, la cara cuadrada como uno de juguete, de niño; reclaro, blanquito, limpio, trinado, ancudo, alto cual uno de iglesia — caballo de San Jorge. ¿Cómo podían haber traído aquello, o mandado venir, y entrado allí acondicionado? Don Priscilio se cohibió, a pesar de toda la admiración. Todavía palpó mucho el caballo, no encontrando ni hueco ni contenido. Don Giovanio, tan pronto se quedó sólo conmigo, masticó el puro: —“Irivalini, pecado que a nosotros dos no nos guste la cerveza, ¿no?” Aprobé. Tuve ganas de contarle lo que estaba pasando por detrás.
       Don Priscilio y los de fuera estarían ahora purgados de la curiosidad. Pero yo no apartaba el sentido de esto: ¿y los demás cuartos de la casa, lo de tras puertas? Deberían de haber hecho una búsqueda total en ella, de una vez por todas. Cierto que yo no les iba a recordar ese rumbo a ellos, no soy maestro de quinaos. Don Giovanio platicaba más conmigo, pensativo: —“Irivalini, eco, la vida es bruta, los hombres son cativos...” No quería preguntarle respecto al caballo blanco; tonterías: habría sido de él, en la guerra, de suma estimación. —Pero, Irivalini, a nosotros nos gusta mucho la vida.” Quería que comiera con él, pero la nariz le goteaba, el moco de aquella pituitaria resollando, mal sonada, y él olía a cigarro por todos lados. Cosa terrible el asistir a aquel hombre, en el no de-cir de su lástima. Entonces, salí, fui hasta don Priscilio, hablé: ¡que yo no quería saber de nada, de aquéllos, los de fuera, intrigantes, tampoco jugar con dos velas! Si regresasen yo los correría, los insultaría, los iba a emboscar —falto ahí!— que aquí es Brasil, también ellos eran extranjeros. Soy de sacar puñal y arma. Don Priscilio lo sabía. Sólo que no sabía de las sorpresas.
       Lo que pasó de repente. Don Giovanio abrió de par en par la casa. Me llamó: en la sala en el centro del piso yacía un cuerpo de hombre, bajo una sábana: —“Josepe, mi hermano...”, él me dijo, conmovido. Quiso al cura, las campanas de la iglesia para redoblar las veces de los tres dobles, para él, tristemente. Nadie había sabido nunca cuál hermano, el que se encerraba, en fuga a la comunicación de las personas. Aquel sepelio fue muy conceptuado. Don Giovanio podría jactarse ante todos. Sólo que, antes, llegó don Priscilio, me figuro que los de fuera le habían prometido dinero; exigió que se levantase la sábana, para examinar. Pero, entonces, se vio sólo el horror de todos nosotros, con caridad de ojos: el muerto no tenía cara, a bien decir —sólo un agujerote, enorme, cicatrizado antiguo, terrible, sin nariz, sin rostro—; se veían albos huesos, el comienzo de la gola, garguero, gorjas. —“Que ésta es la guerra...”, don Giovanio explicó, boca de bobo, que se le olvidó cerrar, toda dulzura.
       Ahora, yo quería seguir mi rumbo, ir tirando, allí ya no me convenía, en la quinta extravagante y desdichada, con el oscuro de los árboles, tan alrededor. Don Giovanio estaba del lado de fuera, conforme a su costumbre de tantos años. Más achacoso, envejecido súbitamente, en el traspaso del mani-fiesto dolor. Pero comía, su carne, las muchas lechugas, en el balde, resoplaba. —“Irivalini... que esta vida... bisoña. ¿Caspité?”, preguntaba en tono del todo cantado. Él enrojecidamente me miraba. —“Yo aquí sí pizco...”, contesté. No por asco, no le di un abrazo, por vergüenza, para no tener también los ojos lagrimeados. Y entonces él hizo la cosa más disparatada: destapó cerveza, toda la que se espumase. —“¿Andamos, Irivalini, contadino, bambino?”, propuso. Yo quise. A las copas, a las veinte y treinta, me iba en toda aquella cerveza. Sereno, me pidió que llevara conmigo, al irme, el caballo —alazán tomador— y aquel entristecido perro flaco, Musulino.
       Nunca más vi a mi patrón. Supe que murió, cuando, en tes-tamento, me dejó la quinta. Ordené levantar tumbas y decir misas por él, por el hermano, por mi madre. Ordené vender el lugar, pero, antes, echar abajo los árboles, y ordené enterrar en el campo la cosa que se encontraba en aquel referido cuarto. Nunca volví allá. No, que no me olvido de aquel día —el que fue una compasión. Nosotros dos, y las muchas, muchas botellas, en ese momento pensé que otro sobrevendría, por detrás de uno, también, por su parte: el alazán faz alba; o el blanco enorme, de san Jorge; o el hermano, horrendamente. Infeliz ilusión que fue, ninguno estaba allí. Yo, Reivalino Belarmino, “capisqué”. Fui bebiendo to-das las botellas que quedaban, hago como que fui yo quien consumió toda la cerveza de aquella casa, como cierre del engaño.




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