Jhumpa Lahiri
(Londres, 1967-)


Una vez en la vida (2006)
(“Once in a Lifetime”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (8 de mayo de 2006);
Unaccustomed Earth
(Nueva York: Alfred A. Knopf , 2008, 331 págs.)



      Te había visto antes, demasiadas veces para contarlas, pero en una fiesta de despedida que celebró mi familia en honor de la tuya, en nuestra casa de Inman Square, es cuando empiezo a recordar tu presencia en mi vida. Tus padres habían decidido dejar Cambridge, no por Atlanta o Georgia, como otros bengalíes, sino para regresar a la India, cejando en la lucha en la que mis padres y sus amigos se habían embarcado. Corría 1974. Yo tenía seis años. Tú tenías nueve. Lo que recuerdo con mayor nitidez son las horas previas a la fiesta, que mi madre se pasó preparando la llegada de los invitados: se sacó brillo al mobiliario, se dispusieron en la mesa los platos y las servilletas de papel, las habitaciones se impregnaron del olor a cordero al curry y pullao y el L’Air du Temps con que mi madre se rociaba en las ocasiones especiales, y me rociaba a mí, oscureciendo momentáneamente lo que llevara puesto. Aquella noche iba vestida con un atuendo que había enviado mi abuela de Calcuta: pijama blanco con las perneras estrechadas y una cintura lo bastante ancha para que cupieran dos como yo, una kurta turquesa y un chaleco negro adornado con perlas de plástico. Las tres piezas habían quedado dispuestas sobre la cama de mis padres mientras yo tomaba un baño, y permanecí temblorosa, con las yemas de los dedos arrugadas y blancas, mientras mi madre metía un trozo de grueso cordón por la gigantesca cintura del pijama con ayuda de un imperdible, y lo extraía poco a poco para luego anudarme el cordón con firmeza a la altura del estómago. El tiro del pantalón del pijama estaba estampado con letras púrpura dentro de un círculo; el sello del fabricante. Recuerdo que me sentí incómodo, quería llevar otra cosa, pero mi madre me aseguró que el sello se iría al lavarlo, y añadió que, gracias a lo larga que era la kurta, nadie repararía en ello.
       Mi madre tenía preocupaciones más urgentes. Además de la calidad y cantidad de la comida, le inquietaba el tiempo: habían previsto una nevada para esa noche, y por entonces ni mis padres ni sus amigos tenían coche. La mayoría de los invitados, incluido tú, vivía a menos de un cuarto de hora a pie, bien en los barrios que había detrás de Harvard, bien justo al otro lado del puente de Mass Avenue. Pero algunos vivían más lejos, y venían en autobús o en metro desde Malden, Medford o Waltham. «Supongo que el doctor Choudhuri puede llevar a la gente en coche a su casa», comentó acerca de tu padre mientras me desenredaba el pelo. Tus padres, a diferencia de los míos, eran un poco mayores, emigrantes curtidos. Se habían marchado de la India en 1962, antes de que cambiasen las leyes que daban la bienvenida a los estudiantes extranjeros. Mientras que mi padre y los demás hombres seguían pasando exámenes, el tuyo ya tenía un doctorado e iba a su trabajo, en una empresa de ingeniería, en Andover, conduciendo su propio coche, un Saab plateado con asientos envolventes. A mí me habían llevado a casa en ese automóvil muchas noches, cuando alguna fiesta se prolongaba hasta tarde y yo acababa dormido en una cama ajena.
       Nuestras madres se conocieron cuando la mía estaba embarazada. Aún no lo sabía; de pronto se sintió mareada y se sentó en un banco en un parquecillo. Tu madre estaba encaramada a un columpio, meciéndose suavemente mientras tú planeabas por encima de ella, cuando reparó en una joven bengalí con sari que llevaba bermellón en el pelo. «¿Se encuentra usted bien?», le preguntó tu madre con una fórmula de cortesía. Te dijo que te bajaras del columpio y luego ella y tú acompañasteis a mi madre a casa. Fue durante aquel paseo cuando tu madre sugirió que tal vez la mía estuviese embarazada. Se hicieron amigas de inmediato y empezaron a pasar el día ¡untas mientras nuestros padres estaban trabajando. Hablaban de la existencia que habían dejado atrás, en Calcuta: la hermosa casa de tu madre en Jodhpur Park, con hibiscos y rosales que florecían en la azotea, y el modesto piso de mi madre en Makiktala, encima de un mugriento restaurante punjabí, donde vivían siete personas en tres habitaciones pequeñas. En Calcuta probablemente hubiesen tenido pocas ocasiones de coincidir. Tu madre iba a un colegio de monjas y era hija de uno de los abogados más importantes de la ciudad, un anglófilo que fumaba en pipa y era miembro del Saturday Club. El padre de mi madre trabajaba en Correos, y ella no comió en una mesa ni se sentó en un inodoro hasta que vino a América. Esas diferencias carecían de importancia en Cambridge, donde las dos estaban solas por igual. Aquí iban a hacer la compra juntas y se quejaban de sus maridos y cocinaban en nuestra cocina o la vuestra, dividiendo los platos para nuestras respectivas familias una vez que habían terminado. Hacían punto juntas y se intercambiaban las labores cuando una de las dos se aburría. Al nacer yo, tus padres fueron los únicos amigos que fueron a la maternidad. Me dieron de comer en tu antigua trona, me paseaban por las calles en tu viejo cochecito.
       Durante la fiesta empezó a nevar, tal como habían pronosticado, y los abrigos de los rezagados estaban tan emblanquecidos y húmedos que tuvimos que colgarlos en la barra de la cortina de la ducha. Durante años, mi madre relataría que, cuando acabó la fiesta, tu padre hizo incontables viajes para acompañar a la gente a casa. A una pareja la llevó nada menos que hasta Braintree, asegurándoles que no representaba ninguna molestia, que era su última oportunidad de conducir el coche. En los días previos a vuestra marcha, tus padres volvieron a pasarse por nuestra casa para traer cacerolas, pequeños electrodomésticos, sábanas y mantas, paquetes medio llenos de harina y azúcar, botes de champú. Seguimos refiriéndonos a esas cosas como si fueran de tu madre. «Tráeme la sartén de Parul», decía mi madre. O «Creo que tenemos que bajar la intensidad de la tostadora de Parul». Tu madre también trajo bolsas llenas de ropa que había sido tuya y que a su entender me vendría bien. Mi madre guardó las bolsas, y nos las llevamos cuando, unos años después, nos mudamos de Inman Square a una casa en Sharon, incorporando las prendas a mi vestuario conforme iban ajustándose a mi talla. Sobre todo eran prendas de invierno, cosas que ya no te harían falta en la India, gruesas camisetas y jerséis de cuello alto en colores azul marino y marrón. A mí me parecía ropa fea e intentaba evitarla, pero mi madre se negaba a sustituirla. Así que me vi obligada a llevar tus jerséis, tus botas de goma los días de lluvia. Un invierno tuve que llevar tu abrigo; lo aborrecía tanto que me hizo odiarte a ti en consecuencia. Era negro azulado con forro naranja y una rasposa cenefa marrón grisáceo en torno a la capucha. Nunca me acostumbré a tener que engarzar la cremallera a la derecha, a tener un aspecto tan distinto del de las demás chicas de mi clase, con sus abrigos acolchados de color rosa o morado. Cuando les pedí a mis padres un abrigo nuevo respondieron que no. Un abrigo era un abrigo, me dijeron. Yo quería con desesperación librarme de él. Deseaba que se me perdiera, que alguno de los niños de mi clase, muchos de los cuales llevaban abrigos idénticos, lo cogiera por accidente del estrecho recoveco adonde nos precipitábamos a ponernos las prendas de abrigo al final de la jornada. Pero mi madre había llegado al extremo de pegar con la plancha una etiqueta en el interior del abrigo con mi nombre, una idea que había sacado de La buena ama de casa, revista a la que estaba suscrita.
       Una vez me lo dejé en el autobús de la escuela. Era un día no muy frío de finales de invierno, las ventanillas del autobús iban abiertas, todo el mundo había dejado en el asiento la ropa de abrigo. Iba en un autobús diferente del habitual, un autobús que me dejaba en las inmediaciones de la casa de mi profesora de piano, la señora Hennessey. Cuando se acercaba a mi parada, me levanté y, al llegar a la altura de la conductora, me advirtió que tuviera cuidado al cruzar la calle. Tiró de la palanca que abría la puerta y dejó que el aire fragante entrase en el autobús. Estaba a punto de apearme, sin abrigo, pero entonces alguien gritó: «¡Eh, Hema, se te olvida esto!» Me asombró que alguien en aquel autobús supiera mi nombre; se me había olvidado lo de la etiqueta.

       Para el año siguiente el abrigo ya me iba pequeño, y se me quitó un gran peso de encima cuando lo donaron a la beneficencia. Las demás cosas que nos legaron tus padres, la tostadora, la vajilla y las sartenes y los cacharros de teflón, también fueron sustituidos gradualmente, hasta que no quedó ningún rastro físico de vosotros en la casa. Durante años nuestras familias no se pusieron en contacto. La amistad no era digna de la misma energía que dedicaban mis padres a los parientes: compraban montones de aerogramas en Correos y los enviaban fielmente todas las semanas, pidiéndome que escribiera la misma serie de tres frases a cada pareja de abuelos. Mis padres rara vez hablaban de vosotros, y supongo que daban por sentado que había muy pocas probabilidades de que nuestros caminos volvieran a cruzarse. Os habíais mudado a Bombay, una ciudad lejos de Calcuta, adonde mis padres y yo nunca íbamos. Así que no os vimos, ni tuvimos noticias vuestras, hasta el primer día de 1981, cuando tu padre nos llamó por la mañana muy temprano para desearnos feliz Año Nuevo y decirnos que tu familia regresaba a Massachusetts, donde él tenía un empleo nuevo. Preguntó si, hasta que encontrara casa, podíais alojaros todos en la nuestra.
       A partir de ese momento, mis padres no hablaron de nada más durante días. Se preguntaron qué habría ido mal: ¿se habría ido al garete el puesto de tu padre en Larsen &Toubro, demasiado bueno para rechazarlo, a la sazón? ¿Acaso tu madre ya no era capaz de soportar el desorden y el calor de la India? ¿Habrían decidido que la educación no era lo bastante buena para ti? Por entonces, las llamadas internacionales eran breves. Naturalmente, tu familia era bienvenida, dijeron mis padres, y señalaron la fecha de vuestra llegada en el calendario que había en nuestra cocina. Fuera cual fuere la razón de vuestro regreso, deduje, por las conversaciones de mis padres, que se consideraba una flaqueza, una debilidad. «Deberían haber sabido que es imposible regresar», les comentaron a sus amigos, condenando a tus padres por haber fracasado en ambos extremos. Nosotros habíamos resistido como emigrantes, mientras que vosotros os habíais ido; de haber sido nosotros los que habían regresado a la India, parecían sugerir mis padres, también habríamos sabido apechugar allí.
       Hasta vuestro regreso, había pensado en ti como en un niño de ocho o nueve años, congelado en el tiempo, del tamaño de la ropa que había heredado. Pero ahora tenías el doble de esa edad, dieciséis, y a mis padres les pareció más adecuado que ocuparas mi cuarto y yo durmiera en una cama plegable en el suyo. Tus padres se alojarían en la habitación de invitados, al final del pasillo. Mis padres acogían a menudo a amigos que venían de Nueva Jersey o Nueva Hampshire a pasar el fin de semana, a degustar elaboradas comidas y hablar hasta altas horas de política india. Pero para el domingo por la tarde esos invitados siempre se habían marchado. Yo estaba acostumbrada a que por las noches hubiera niños a los pies de mi cama, en sacos de dormir. Al ser hija única, disfrutaba con aquella compañía ocasional. Pero nunca me habían pedido que renunciara a mi habitación por completo. Le pregunté a mi madre por qué no te daban a ti la cama plegable en vez de a mí.
       —¿Dónde la pondríamos? —me preguntó—. Sólo tenemos tres dormitorios.
       —Abajo —sugerí—. En el salón.
       —No quedaría bien —dijo mi madre—. Kaushik ya debe de ser prácticamente un hombre a estas alturas. Necesita intimidad.
       —¿Y qué hay del sótano? —insistí, pensando en el pequeño estudio que había construido allí mi padre, revestido de estanterías metálicas.
       —No es manera de tratar a los invitados, Hema. Sobre todo a éstos. El doctor Choudhuri y Parul Di fueron una auténtica bendición cuando tú naciste. Nos llevaron a casa desde la maternidad, nos trajeron comida durante semanas. Ahora nos toca a nosotros ayudarlos.
       —¿Qué clase de doctor es? —pregunté. Aunque siempre había disfrutado de buena salud, por entonces tenía un miedo irracional a los médicos, y la idea de que viviese uno en nuestra casa me ponía nerviosa, como si su mera presencia bastase para que alguno de nosotros enfermara.
       —No es doctor en medicina. El título se refiere a su doctorado.
       —Baba también tiene un doctorado y nadie lo llama doctor —señalé.
       —Cuando nos conocimos, el doctor Choudhuri era el único que se había doctorado. Era nuestra manera de mostrarnos respetuosos.
       Le pregunté cuánto tiempo pasarían con nosotros: ¿una semana? ¿Dos? Mi madre no sabía decirlo; todo dependía de cuánto le llevara a tu familia asentarse y encontrar un lugar donde vivir. La perspectiva de tener que renunciar a mi habitación me enfurecía. Mis sentimientos se complicaban por el hecho de que, hasta hacía poco, para gran vergüenza mía, había dormido con regularidad con mis padres, en la cama plegable, en lugar de hacerlo en la habitación donde tenía mi ropa y mis cosas. Mi madre consideraba la idea de que un niño durmiera solo una cruel costumbre norteamericana, y por lo tanto no la fomentaba, pese a que disponíamos de espacio suficiente. Me contó que ella había dormido en la misma cama que sus padres hasta el día que se casó y que aquello era perfectamente normal. Pero yo sabía que no lo era, no era lo que hacían mis amigas del instituto, y se reirían de mí si llegaban a enterarse. El verano anterior a que empezase la secundaria, me empeñé en dormir sola. Al principio mi madre insistía en comprobar que todo anduviera bien durante la noche, como si aún fuera una criatura que pudiese dejar de respirar de súbito; me preguntaba si tenía miedo, me recordaba que estaba al otro lado del tabique. De hecho, aquella primera noche pasé miedo; el perfecto silencio de mi habitación me aterró. Pero me negué a reconocerlo, pues lo que más temía era fracasar en algo que debería haber aprendido a hacer a los tres o cuatro años. Al final me resultó fácil: concilié el sueño de puro miedo a no conseguirlo, y por la mañana desperté sola, con los ojos entornados ante la luz del este, que no llegaba a iluminar la habitación de mis padres.

       La casa estaba preparada para vuestra llegada. Se compraron cojines nuevos para el sofá del salón, de color naranja intenso en contraste con el tapizado marrón de mezclilla. Las plantas y los bibelots cambiaron de sitio, mi retrato de la escuela fue enmarcado y colgado encima de la chimenea. Se retiraron las tarjetas de Navidad que había a los lados de la puerta principal, donde mi madre y yo las habíamos pegado con cinta adhesiva conforme iban llegando. Mis padres, que recordaban la costumbre de tu padre de vestir bien, se compraron albornoces para lucirlos por la mañana, el de ella de terciopelo, el de él semejante a una chaqueta de esmoquin. Un día llegué a casa del instituto y me encontré con que habían sustituido el edredón de mi cama por una manta de color canela. En el cuarto de baño había toallas nuevas para ti y tus padres, más elegantes que las que usábamos nosotros y de un tono azulado más bonito. Mi armario había sido limpiado de malas hierbas igual que un jardín, y sólo quedaban las perchas que colgaban de la barra. Me dijeron que vaciara un par de cajones, y retiré suficientes cosas como para no tener que entrar en la habitación mientras estuvieras tú. Cogí los pijamas, algún atuendo para el instituto y las zapatillas que necesitaba para gimnasia. Me llevé el libro de la biblioteca que estaba leyendo, junto con los demás que tenía apilados en la mesilla. Quería que vieras tan pocas cosas mías como fuera posible, así que también vacié el joyero lleno de cadenas de bisutería enredadas y muestras de perfume Avon. Retiré el diario con llave del cajón de la mesa, aunque sólo había escrito dos entradas desde que me lo habían regalado en Navidad. Saqué el anuario de primero de secundaria en el que aparecía mi foto y cuyas guardas estaban llenas de ridículos mensajes de mis compañeros de curso. Fue como decidir cuáles de mis posesiones quería llevarme en un largo viaje a la India, sólo que esta vez no me iba a ninguna parte. Aun así, metí mis cosas en una maleta cubierta con etiquetas y pegatinas medio levantadas que había hecho varios trayectos de ida y vuelta por medio mundo, y la llevé a rastras a la habitación de mis padres.
       Estudié las fotografías de tus padres; teníamos alguna que otra pegada en un álbum, tomadas la noche de la fiesta de despedida. Allí estaba mi padre, cuyo pelo, rígido y de color azabache, me resultaba sorprendente ya entonces. Iba vestido con un chaleco de lana, la camisa remangada, y señalaba con urgencia algo fuera del encuadre. El tuyo llevaba el traje y la corbata de siempre; su rostro, atractivo, con gafas, aparecía inclinado hacia alguien en plena conversación, mientras que sus ojos verdosos eran diferentes de los de cualquier otra persona. Vi la raya en medio con que se peinaba tu madre, acentuada por aquel rostro largo y estrecho. Llevaba el extremo del sari sobre los hombros, como un chal. Mi madre, una cabeza más baja que ella y más desaliñada, con los cabellos sueltos en torno a las orejas, estaba a su lado. Las dos aparecían con las mejillas coloradas, como si hubiesen bebido vino, aunque lo único que bebían en aquellos tiempos era agua del grifo o té. La amistad que las unía resultaba evidente. En cuanto a ti, la persona que más curiosidad me despertaba, no había ni rastro. ¿Quién sabe dónde te habrías metido en medio de aquel grupo? Imagino que estarías sentado a la mesa en el rincón de la habitación de mis padres, leyendo un libro que habías llevado contigo, a la espera de que la fiesta terminase.
       Mi padre fue una tarde al aeropuerto a recibiros. Yo había ido al colegio, como cada día. La mesa de la cena estaba puesta desde media tarde. Era lo que tenía mi madre por costumbre cuando celebraba fiestas, aunque nunca había preparado una comida tan elaborada un día de trabajo. Una hora antes de cuando estaba previsto que llegarais, encendió el horno. Había calentado una cacerola con aceite y puesto a freír gruesas tiras de berenjenas para servirlas con el dal. Una neblina de humo llenaba la estancia cuando mi padre llamó para decir que, aunque había aterrizado el avión, una de las maletas no había llegado. Yo ya tenía hambre para entonces, pero no me parecía bien pedirle a mi madre que abriera el horno y ni cara para mí todo lo que estaba cocinando. Mi madre apagó el hornillo en que hervía el aceite y nos sentamos juntas en el sofá para ver en la tele una película que iba sobre la Segunda Guerra Mundial y en la que un grupo de hombres cansado» cruzaba un campo oscuro. El cine de cierto período era lo único que mi madre adoraba sin reservas de Occidente. Nunca se puso una falda —lo consideraba indecente—, pero era capaz de recordar los vestidos que lucía Audrey Hepburn en cualquier película, escena por escena.
       Me dormí a su lado, y antes de darme cuenta estaba repanchigada en el sofá sola, con el televisor apagado, mientras unas voces llegaban de otra parte de la casa. Me levanté, con el rostro caliente y las extremidades agarrotadas y pesadas. Estabais todos en el salón, cenando. Los cuencos de comida jalonaban la mesa, y además de la jarra de agua allí, entre los platos, había una botella de Johnnie Walker cuyo contenido sólo bebían tus padres. Tu madre, con el lustroso cabello moreno cortado a la altura de los hombros y vestida con pantalones de sport, una túnica y un fular de seda anudado al cuello, apenas si tenía una vaga semejanza con la mujer que había visto en las fotografías. Gracias al intenso lápiz de labios y los párpados nacarados parecía menos cansada que mi madre. Seguía delgada, con las clavículas sofisticadamente protuberantes, sin el lastre del peso de la edad mediana que ahora acolchaba los rasgos de mi madre. Tu padre tenía más o menos el mismo aspecto. Seguía siendo apuesto y vistiendo chaqueta y corbata; las gafas, de un estilo distinto del que llevaba antes, constituían su única concesión a la nueva década. Tú eras pálido como tu padre, llevabas el largo flequillo peinado hacia un lado, y siempre mirabas con aquellos ojos distraídos que sin embargo no perdían detalle. No esperaba que fueses guapo. No esperaba encontrarte atractivo en absoluto.
       —Dios mío, Hema, ya eres una mujercita. No nos recuerdas, ¿verdad? —dijo tu madre. Me habló en inglés, en un tono agradable, pausado, con una voz que parecía divertida—. Ven aquí, pobrecita, te hemos tenido esperando. Tu madre nos ha dicho que has pasado hambre por nuestra culpa.
       Me senté, avergonzada de que me hubieras visto dormida en el sofá. Aunque acababas de cruzar medio mundo a bordo de un avión, era yo la que se sentía cansada, a pesar de la siesta. Mi madre me puso comida en un plato, pero estaba centrada en vosotros, y en el hecho de que no queríais repetir.
       —Hemos cenado antes de aterrizar —contestaste en inglés, con un acento mucho menos marcado que el de tus padres. Tu voz ya no era la de un niño, se había vuelto grave.
       —Es extraordinario la cantidad de comida que te sirven en primera clase —dijo tu madre—. Champán, bombones, incluso caviar. Pero he dejado sitio. Recordaba cómo cocinas, Shibani —añadió.
       —¡Primera clase! —exclamó mi madre—. ¿Cómo habéis ido a parar allí?
       —Era mi regalo por los cuarenta años —explicó tu madre, dirigiendo una sonrisa a tu padre—. Una vez en la vida, ¿verdad?
       —¿Quién sabe? —respondió él, a todas luces orgulloso de la extravagancia—. Podría convertirse en una costumbre terrible.
       Nuestros padres hablaron del viejo grupo de Cambridge, los míos pusieron a los tuyos al corriente de los cambios de domicilio y los logros de la gente, los solteros que se habían casado, los niños que habían nacido. Hablaron de la victoria electoral de Reagan, de todos los fracasos de Cárter. Tus padres hablaron de Roma, donde habíais hecho una escala de dos días para ver la ciudad. Tu madre describió las fuentes y los techos de la Capilla Sixtina, para cuya visita habíais tenido que aguardar tres horas. «Muchas iglesias preciosas —comentó ella—. Cada una es como un museo. Sentí deseos de ser católica sólo para poder rezar en ellas.»
       —No se os ocurra morir sin haber visto el Panteón —apuntó tu padre, y los míos asintieron, sin saber qué era eso.
       Yo lo sabía; de hecho, estaba estudiando la antigua Roma en mi clase de latín, y tenía que escribir un largo trabajo sobre su arte y arquitectura, todo ello consultando la enciclopedia y otros libros en la biblioteca del instituto. Tus padres hablaron de Bombay y del hogar que habíais dejado atrás, un piso en la décima planta, con una terraza con vistas a las palmeras y el mar de Omán.
       —Es una lástima que no nos visitaseis —se lamentó tu madre.
       Luego, en la intimidad de su dormitorio, mi madre le comentó a mi padre que nunca nos habían invitado.
       Después de cenar me pidieron que te enseñara la casa y dónde ibas a dormir. Por lo general me encantaba hacerlo con los invitados, me producía un placer de propietaria explicarles que eso era el escobero, aquello el aseo de abajo. Pero en esa ocasión me demoré para nada, pues alcanzaba a advertir tu aburrimiento. También me ponía nerviosa que nos enviaran a los dos solos, me inquietaba la atracción de adolescente que sentía hacia ti. Para entonces ya estaba acostumbrada a admirar a los chicos, chicos de mi clase que eran ajenos a mi existencia y seguirían siéndolo. Pero nunca me había fijado en alguien tan mayor como tú, y perteneciente al mundo de mis padres, además. Fuiste tú quien fue delante, quien subió las escaleras deprisa, abrió puertas, asomó la cabeza a las habitaciones, sin parecer para nada impresionado con lo que veías.
       —Este es mi cuarto —dije—. Tu cuarto —me corregí.
       Tras temerlo durante tanto tiempo, de pronto me emocionaba en secreto que durmieras allí. Absorberías mi presencia, pensé. Sin que yo tuviera que hacer nada, llegarías a conocerme y a apreciarme. Cruzaste la habitación hasta la ventana, la abriste y te asomaste hacia la oscuridad, dejando que entrara el aire frío.
       —¿Sales al tejado alguna vez? —preguntaste. No esperaste a que respondiera, y antes de que me diese cuenta levantaste la cortina y desapareciste. Me precipité hacia la ventana y me asomé, pero no atiné a verte. Imaginé que tropezabas en las tejas, caías a los arbustos y me echaban a mí la culpa del accidente, por haberme quedado mirando como una estúpida mientras tú cometías semejante insensatez.
       —¿Estás bien? —grité. Lo lógico habría sido pronunciar tu nombre, pero me sentía inhibida y no lo hice. Por fin, regresaste y te sentaste en la pendiente, encima del garaje, contemplando el jardín.
       —¿Qué hay detrás de la casa?
       —El bosque. Pero no se puede ir.
       —¿Quién lo dice?
       —Todo el mundo. Mis padres y los profesores del instituto.
       —¿Por qué?
       —Un chico se perdió allí el año pasado. Aún no ha aparecido. —Se llamaba Kevin McGrath, y estaba dos cursos por detrás del mío. Durante una semana no se oyó otra cosa que helicópteros, ladridos de perros, en busca de algún indicio de él.
       No pareció impresionarte la información. En cambio, preguntaste:
       —¿Por qué la gente pone lazos amarillos en los buzones?
       —Es por los rehenes de Irán.
       —Seguro que la mayoría de los americanos no habían oído hablar de Irán antes de esto —dijiste, lo que hizo que me sintiese responsable tanto por el patriotismo de mis vecinos como por su ignorancia—. ¿Qué es eso hacia la derecha? —añadiste.
       —Unos columpios.
       La palabra debió de hacerte gracia. Me miraste y sonreíste, aunque no con cariño, sino como si me hubiera inventado el término.
       —Echaba de menos el frío —dijiste—. Este frío. —El comentario me recordó que nada de aquello te resultaba nuevo—. Y la nieve. ¿Cuándo volverá a nevar?
       —No lo sé. Este año no nevó mucho por Navidad.
       Volviste a entrar en la habitación, decepcionado, me temí, por mi falta de información. Te miraste por un instante en mi espejo de marco blanco, tu cabeza casi aparecía cortada por la parte superior.
       —¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntaste mientras te disponías a salir de la habitación. Esa noche, en el dormitorio de mis padres, tumbada en la cama plegable y por completo despierta a pesar de que ya era bastante más de medianoche, los oí hablar en la oscuridad. Me inquietó la posibilidad de que tú también alcanzaras a oírlos. La cama donde dormías estaba justo del otro lado del tabique, y si hubiera sido capaz de atravesarlo con la mano, te habría tocado. Mis padres criticaban a los tuyos y al mismo tiempo se mostraban intimidados por ellos, perplejos por lo mucho que habían cambiado. Bombay los había americanizado más que Cambridge, dijo mi madre, cosa que no había previsto ni entendía. Hubo comentarios acerca del pelo corto de tu madre, sus pantalones, el Johnnie Walker que ella y tu padre continuaron bebiendo después de terminar la cena, tras llevarse la botella al salón. Sobre todo era mi madre la que hablaba, mientras que mi padre escuchaba y de vez en cuando murmuraba en señal de asentimiento, hastiado. Mis padres, que no habían puesto un pie en una licorería en la vida, se preguntaban si debían comprar otra botella de whisky: al ritmo que llevaban, para el día siguiente tus padres habrían acabado con la que había, dijo mi madre. Comentó también que tu madre se había vuelto «estilosa», un término peyorativo en su vocabulario que daba a entender una falta de moderación que ella rechazaba. «Por el precio de un billete en primera clase podrían haber volado doce personas», dijo. Los cumpleaños de mi madre llegaban y pasaban sin que mi padre se diera por enterado. Era yo la que hacía una tarjeta y le insistía para que la firmase conmigo todos los primeros de junio. De pronto mi madre se incorporó, olisqueando el aire. «Huele a humo», dijo. Mi padre le preguntó si se había acordado de apagar el horno. Ella respondió que estaba segura de haberlo hecho, pero le pidió que se levantara a echar un vistazo.
       —Lo que hueles es un cigarrillo —dijo él cuando regresó a la cama—. Alguien ha estado fumando en el cuarto de baño.
       —No sabía que el doctor Choudhuri fumara —dijo mi madre—. ¿Deberíamos haber sacado un cenicero?

* * *

      Por la mañana todos dormisteis hasta tarde a causa del desfase horario, recordándonos que, pese a vuestra presencia, a las maletas atestando los pasillos, a los cepillos de dientes amontonados en la repisa del lavabo, vuestro lugar estaba en otra parte. Cuando por la tarde regresé a casa del instituto seguíais durmiendo, y a la hora de cenar —de desayunar, para vosotros— rehusasteis el curry que estábamos comiendo, hambrientos de tostadas y té. Fue así durante los primeros días: estabais despiertos cuando nosotros dormíamos, dormíais cuando nosotros estábamos despiertos; llevábamos vidas contrapuestas bajo el mismo techo. Como resultado de ello, aparte de que yo ya no dormía en el mismo cuarto, no había muchos cambios. Me tomaba el zumo de naranja, me comía los cereales y me iba a la parada de autobús como siempre. No hablé con nadie de vuestra llegada; casi nunca revelaba detalles de mi vida doméstica a ninguna amiga americana. De niña, siempre me atemorizaban los cumpleaños, cuando una docena de niñas se presentaban en casa y tenían oportunidad de ver cómo vivíamos. No sé cómo me habría referido a ti. «Un amigo de la familia», supongo.
       Entonces, un día, llegué a casa y me encontré a tus padres despiertos, con los tobillos cruzados encima de la mesita de centro, ocupando el sofá donde yo solía sentarme a ver La tribu de los Brady y La isla de Gilligan. Charlaban con mi madre, que estaba en el sillón reclinable con un cuenco en la mano, pelando patatas. Tu madre iba vestida con un sari de nailon de la mía, morado y con lunares rojos de diversos tamaños. Habían llegado noticias preocupantes sobre la maleta perdida de tu madre: la localizaron en Roma pero la pusieron a bordo de un vuelo a Johannesburgo. Recuerdo haber pensado que el sari le sentaba mejor a tu madre que a la mía; el tono morado intenso resultaba más favorecedor para su piel. Me dijeron que estabas fuera, en el jardín. No salí a buscarte, sino que me puse a hacer ejercicios de piano. Para cuando entraste y aceptaste el té que yo aún no podía tomar, porque era demasiado pequeña, ya casi había oscurecido. Tus padres también tomaban té, pero a las seis en punto la botella de Johnnie Walker ya estaba encima de la mesita de centro, como ocurría cada noche de las que pasasteis con nosotros. Habías salido sólo con un jersey, y llevabas la costosa cámara de tu padre colgada al cuello. Tu rostro delataba los efectos del frío: tenías los ojos brillantes, los rebordes de las orejas de color carmesí, tu piel resplandecía como iluminada desde dentro.
       —Hay un arroyo allí atrás —dijiste—, en el bosque.
       Entonces mi madre se puso nerviosa y te advirtió que no fueras allí, tal como me lo había advertido a mí a menudo, tul como te lo advertí yo la noche de tu llegada, pero tus padres no compartieron su preocupación. En vez de eso, te preguntaron qué habías fotografiado.
       —Nada —respondiste, y me tomé que nada te hubiera inspirado como algo personal. Los barrios residenciales eran nuevos para ti y tus padres. Los recuerdos que poseíais de América eran de Cambridge, un lugar que yo apenas alcanzaba a recordar.
       Te tomaste el té y desapareciste en mi cuarto como si fuera tuyo; sólo saliste cuando te llamaron para cenar. Comías deprisa, en silencio, y luego volvías arriba. Eran tus padres quienes me prestaban atención, quienes me hacían preguntas y me felicitaban por mis modales, por cómo tocaba el piano, por todo lo que hacía para ayudar a mi madre en casa. «Fíjate, Kaushik, cómo se prepara Hema el almuerzo», comentaba tu madre mientras me hacía un sándwich de jamón o pavo después de cenar y lo metía en una bolsa de papel para llevármelo a la escuela al día siguiente. Seguía siendo, en buena medida, una niña, mientras que tú, sólo tres años mayor que yo, ya te habías desembarazado de la influencia de tus padres. No discutías con ellos ni parecía que les hablases demasiado. Mientras estabas fuera, había oído que le comentaban a mi madre lo contrariado que estabas por haber regresado. «Se puso furioso cuando nos fuimos, y ahora está furioso porque hemos vuelto —dijo tu padre—. Incluso en Bombay nos las arreglamos para criar a un típico adolescente norteamericano.»
       Yo hacía los deberes en la mesa de la cocina, pues no podía utilizar la mesa de mi habitación. Seguía con mi trabajo sobre la Roma antigua, un tema que me había interesado hasta vuestra llegada. Ahora, teniendo en cuenta que habíais estado allí, lo encontraba ridículo. Quería trabajar en la intimidad, pero tu padre me hablaba con detenimiento de los aspectos estructurales del Coliseo. Sus explicaciones de ingeniero civil me resultaban incomprensibles, no guardaban relación con mis necesidades, pero escuchaba por cortesía. Me preocupaba que quisiera comprobar si había incorporado las cosas que decía; sin embargo, nunca me importunó al respecto. Hurgó en su equipaje y me enseñó las postales que había comprado, y, aunque no tenía nada que ver con mi trabajo, me dio una moneda de diez liras.
       Cuando hubieron pasado en buena medida las consecuencias del desfase horario, fuimos al centro comercial en el coche de mis padres. Tu madre necesitaba sujetadores, una prenda que no podía tomar prestada de mi exuberante madre. En el centro comercial, nuestros padres se sentaron juntos en un nivel inferior en el que había bancos y plantas en jardineras, a la espera, y a ti te dieron dinero y te dejaron dar una vuelta mientras yo acompañaba a nuestras madres a la sección de ropa interior de Jordán Marsh. Tu madre nos llevó hasta allí, con la tarjeta de crédito que tu padre le había entregado. Por lo general, íbamos a Sears. De camino a los sostenes se compró unos guantes de cuero negro y un par de botas hasta la rodilla, con cremallera, sin mirar en ningún momento el precio antes de coger algo del estante. En la sección de ropa interior, fue a mí a quien abordó la vendedora.
       —Acaban de llegarnos unos modelos para jovencitas preciosos —le comentó a tu madre, creyendo que era hija suya.
       —Ah, no, es muy pequeña —intervino mi madre.
       —Pero mira, qué monada —señaló tu madre, al tiempo que palpaba el modelo que le presentaba la vendedora en una percha, de encaje blanco con un capullo de rosa en el centro. Aún tenía que venirme el período y, a diferencia de muchas chicas del instituto, todavía llevaba camisetas con estampados de flores. Me llevaron al probador y tu madre me observó con aire de satisfacción mientras me quitaba el abrigo y el jersey y me probaba el sostén. Me ajustó los tirantes y abrocho el cierre a la espalda. Ella también se probó cosas, desnuda de cintura para arriba a mi lado, sin avergonzarse, aunque a mí sí me azoraba ver sus grandes pezones de color ciruela, sus pechos sorprendentemente caídos, las oscuras matas de vello en las axilas, que despedían un olor acre si bien no del todo desagradable.
       —Perfecto —comentó tu madre. Pasó el dedo por debajo del elástico, sobre la piel, y añadió—: Espero que sepas que algún día vas a ser muy hermosa.
       A pesar de las protestas de mi madre, la tuya me compró mis primeros tres sostenes, insistiendo en que se trataba de un regalo. A la salida, en el mostrador de cosméticos, se compró un pintalabios, un frasco de perfume y un surtido de cremas caras que prometían dar firmeza al cuello y brillo a los ojos; no mostró el menor interés en los productos Avon que utilizaba mi madre. El regalo por sus compras en el mostrador de cosméticos fue un bolso rojo de gran tamaño. Me lo dio, convencida de que me vendría bien para los libros, y al día siguiente lo llevé a clase.

       Una semana después tu padre se incorporó a su nuevo trabajo, en una empresa de ingeniería, a sesenta kilómetros de casa. Al principio mi padre se levantaba temprano y lo llevaba antes de regresar a Northeastern para dar clases de economía. Luego tu padre se compró un Audi con cambio de marchas manual. Tú te quedabas en casa con tu madre y la mía; tus padres querían esperar a comprarse una vivienda para decidir qué instituto te convenía. Yo estaba pasmada, y muerta de envidia: ¡medio año sin ir a clase! Para agravar mi disgusto, no se esperaba que hicieras nada en casa, como llevar el plato o el vaso al fregadero o hacerte mi cama, que yo veía de vez en cuando por la puerta entreabierta de mi habitación en un estado de desorden absoluto: la manta en el suelo, tu ropa amontonada encima de mi mesa blanca. Comías cantidades enormes de fruta, racimos enteros de uva, manzanas hasta el corazón, una costumbre que me fascinaba. En aquella época yo no probaba la fruta fresca; las texturas y la intensidad de los sabores me producían arcadas. Tú te quejabas del sabor, o de la falta de sabor, pero igualmente diezmabas lo que hubieran traído mis padres del Star Market. Al llegar a casa por las tardes siempre te encontraba en el mismo extremo del sofá, con los pies descalzos apoyados en el borde de la mesita de centro, leyendo libros de Isaac Asimov que sacabas de las estanterías de mi padre, en el sótano. Yo aborrecía Doctor Who, la única serie de televisión que te gustaba.
       No acababa de pillarte la vuelta. Como habías vivido en la India, te tenía más asociado con mis padres que conmigo. Y, sin embargo, eras distinto de mis primos de Calcuta, que tan inocentes y obedientes parecían cuando los visitaba, preguntándome sobre mi vida en América como si ésta fuese la Luna, pasmados por todos los detalles. Tú no mostrabas la menor curiosidad por mí. Un día una amiga de clase me invitó a ver El Imperio contraataca un sábado por la tarde. Mi madre dijo que podía ir, pero sólo si también estabas invitado tú. Protesté, aduje que mi amiga no te conocía. A pesar de mi encaprichamiento, no quería tener que explicarle a mi amiga quién eras y por qué vivías en nuestra casa.
       —Tú sí lo conoces —replicó mi madre.
       —Pero ni siquiera le caigo bien —me quejé.
       —Claro que le caes bien —respondió mi madre, ciega a las implicaciones de lo que yo había dicho—. Se está adaptando, Hema. Tú nunca has tenido que pasar por eso.
       La conversación concluyó allí. Luego resultó que la película no te interesaba, pues ni siquiera habías visto La guerra de las galaxias.

       Un día te encontré sentado a mi piano, pulsando teclas al azar con el índice. Te levantaste al verme y te sentaste en el sofá.
       —¿Odias esto? —te pregunté.
       —Me gustaba vivir en la India —contestaste.
       Yo no dejé entrever que los viajes a la India me resultaban aburridos, que no me gustaban las lagartijas que se aferraban a las paredes al caer la noche, venga a entrar y salir de los fluorescentes, ni las cucarachas gigantescas que me observaban mientras me bañaba. No me hacían gracia los comentarios que soltaban mis parientes abiertamente en mi presencia: que no había heredado las elegantes manos de mi madre, que mi piel se había oscurecido desde que era niña.
       —Bombay no se parece en nada a Calcuta —añadiste, como si me leyeras el pensamiento.
       —¿Está cerca del Taj Mahal?
       —No. —Me miraste con atención, como si repararas en mi presencia por primera vez—. ¿Nunca has visto un mapa?
       En nuestro viaje al centro comercial te habías comprado un disco, algo de los Rolling Stones. La cubierta era blanca, y en ella aparecía lo que semejaba una tarta. No tenías el menor interés en los pocos discos que yo poseía: Abba, Shaun Cassidy, un recopilatorio de música disco que había encargado con el di ñero de la paga tras verlo en un anuncio de televisión. Tampoco estabas dispuesto a poner el álbum en el tocadiscos de plástico que había en mi habitación. Abriste el armario donde mi padre tenía el plato y el receptor de radio. Mi padre era sumamente maniático con su aparato estéreo. A mí, e incluso a mi madre, nos estaba vedado. El estéreo había sido la única compra lujosa de su vida. Los sábados por la mañana, antes de escuchar su colección de cantantes indios, lo limpiaba todo personalmente, frotando las piezas con un trapo especial.
       —No puedes tocar eso —le advertí.
       Te volviste. La tapa del giradiscos ya estaba levantada, y el disco daba vueltas. Sostuviste el brazo de la aguja, dejando que su peso reposara sobre tu dedo.
       —Sé cómo poner un disco —dijiste, sin hacer ya el menor esfuerzo por disimular tu irritación. Y luego dejaste caer la aguja.

* * *

      Qué aburrido debías de sentirte en mi habitación, llena de objetos de chica. Debía de ponerte nervioso verte atrapado con nuestras madres el día entero mientras cocinaban y veían culebrones. En realidad, era mi madre quien cocinaba ahora. Aunque la tuya le hacía compañía, pelaba o troceaba algo de vez en cuando, ya no estaba interesada en cocinar, como lo había estado en los tiempos de Cambridge. La había malacostumbrado Zareen, la cocinera parsi que teníais en Bombay, dijo. En ocasiones nos prometía un bizcocho al jerez, lo único que, aclaraba, siempre insistía en preparar ella misma, aunque nunca llegaba a hacerlo. Seguía tomando prestados saris de mi madre e iba al centro comercial a comprarse más jerséis y pantalones. Su maleta perdida jamás llegó, y ella lo aceptó con calma, asegurando que así tenía excusa para comprarse cosas nuevas, pero tu padre presentó batalla por ella, haciendo una serie de airadas llamadas a la compañía aérea antes de dejar estar definitivamente el asunto.
       Tú estabas en casa tan poco como te era posible, y a pesar del frío salías a pasear por el bosque y las calles casi desiertas. Te vi una vez, mientras iba en el autobús escolar de regreso a casa, asombrada de lo lejos que habías llegado. «Vas a ponerte enfermo, Kaushik, siempre paseando así a la intemperie», te advertía mi madre, que seguía hablándote en bengalí pese a que contestabas sistemáticamente en inglés. Fue tu madre la que se acatarró, y se sirvió de esa excusa para quedarse en cama durante días. Rehusaba la comida que preparaba mi madre para todos los demás y pedía únicamente caldo de pollo enlatado. Tú te llegabas andando hasta el pequeño supermercado que quedaba a kilómetro y medio de nuestra casa y traías el caldo y ejemplares de Vogue y Harper’s Bazaar. «Ve a preguntar a Parul Mashi si quiere té», me dijo mi madre una tarde, y subí a la habitación de invitados. De camino, tenía que ir al cuarto de baño. Allí estaba tu madre, envuelta en un albornoz, sentada con aire taciturno en el borde de la bañera, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo.
       —¡Ay, Hema! —exclamó, y a punto estuvo de caer dentro de la bañera, tan sorprendida que aplastó el cigarrillo contra la porcelana y no en el diminuto cenicero que sostenía en la palma de la mano y que debía de haber traído consigo de Bombay.
       —Lo siento —me disculpé, y me volví para marcharme.
       —No, no, por favor, ahora mismo salía —dijo.
       La miré mientras tiraba la colilla por el retrete, se enjuagaba la boca en el lavabo, se aplicaba de nuevo pintalabios y M lo secaba con un Kleenex, que luego acabó, con un revoloteo, en la papelera. Aparte del bindi, mi madre no llevaba maquillaje, y observé el ritual de la tuya con atención, más impresionada si cabe de que se tomase tantas molestias teniendo en cuenta que se encontraba mal y pasaba la mayor parte del tiempo en la cama. Se miró fijamente en el espejo, sin sopesar lo que veía Al parecer la breve aplicación de pintalabios le devolvió la compostura que mi repentina aparición le había hecho perder. Me vio contemplando su reflejo y sonrió. «Un cigarrillo al día no puede matarme, ¿verdad?», comentó alegremente. Abrió la ventana, sacó un perfume de su bolsa de cosméticos y lanzó una rociada al aire. «Nuestro secretito, ¿verdad, Hema?», dijo. No era tanto una pregunta como una orden, y se marchó, cerrando la puerta a su espalda. En ocasiones, por la tarde, íbamos con vosotros a mirar casas. Íbamos en nuestro coche familiar, pues en el precioso automóvil que había comprado tu padre no cabíamos todos. Mi padre conducía, vacilante, hasta barrios desconocidos donde los jardines eran un poco más grandes que el nuestro y las casas un poco más apartadas entre sí. Tus padres buscaron primero en Lexington y Concord, donde estaban las mejores escuelas. Algunas casas que íbamos a ver estaban vacías, otras ocupadas por los inquilinos de ese momento y sus posesiones. Ninguna, según las conversaciones que oía por la noche mientras intentaba conciliar el sueño, era de las que podrían haberse permitido mis padres. Ellos se hacían a un lado mientras los tuyos hablaban con los agentes inmobiliarios de los precios que se pedían. Pero no era el dinero lo que se interponía.
       El problema en sí eran las propias casas, la luz escasa, los techos bajos, las habitaciones incómodas, decían siempre tus padres en el camino de regreso a nuestra casa. A diferencia de mis padres, los tuyos tenían opiniones acerca del diseño, preferían algo contemporáneo, se entusiasmaban cuando pasábamos por delante de una estructura blanca en forma de caja medio oculta tras una hilera de árboles altos. Buscaban una piscina a ras de tierra, o un espacio para construirla; tu madre echaba de menos nadar en su club en Bombay. «Vistas al agua, eso deberíamos buscar», declaró una tarde tu madre mientras leía la sección de anuncios del Globe, y eso limitó aún más la búsqueda. Fuimos en coche a Swampscott y Duxbury para ver propiedades que daban al océano, y visitamos casas en el bosque con vistas a lagos privados. Tus padres hicieron una oferta por una casa en Beverly, pero después de una segunda inspección, tras aducir tu madre que el trazado del terreno no era óptimo, la retiraron.
       Mis padres se sentían desairados por las extravagantes perspectivas de los tuyos, avergonzados de tener una casa tan modesta. «Qué incómodos deben de estar aquí», decían, pero tus padres nunca se quejaban, como se quejaban los míos, todas las noches, antes de dormirse. «No esperaba que les llevase tanto tiempo», decía mi madre, y observaba que casi había transcurrido un mes. Mientras estabais con nosotros, no había sitio para nadie más. «Los Dasgupta querían visitarnos el fin de semana que viene y he tenido que decirles que no», comentó mi madre. Una y otra vez oía lo mucho que habían cambiado tus padres, cómo, sin darnos cuenta, habíamos abierto las puertas de nuestra casa a unos desconocidos. Había quejas porque tu madre no ayudaba a limpiar la cocina después de comer, porque se iba a la cama cuando le venía en gana y dormía casi hasta el mediodía. Mi madre afirmaba que tu padre era demasiado indulgente, demasiado atento con la tuya, siempre le preguntaba si quería otra copa, le bajaba una rebeca si tenía frío.
       —Ella es la razón de que sigan aquí —aseguró un día mi madre—. No se conformará con nada que no sea un palacio.
       —No es tarea fácil empezar con un trabajo nuevo, una forma nueva de vida desde cero —repuso mi padre con diplomacia—. Yo diría que ella no quería marcharse, y él intenta compensarla.
       —Tú nunca me perdonarías semejante comportamiento.
       —Déjalo estar —dijo mi padre, que le dio la espalda y se subió la manta hasta debajo de la barbilla—. No será para siempre. Se marcharán dentro de poco y entonces nuestra vida volverá a la normalidad.
       En alguna parte, en aquella casa abarrotada, se trazó una línea entre nuestras dos familias. A un lado estaba nuestra vida de siempre: mis padres me llevaban al Star Market los jueves por la noche, luego me daban el gusto de ir al McDonald's. Todos los domingos estudiaba para mi examen semanal de ortografía, y mi padre me ponía a prueba una vez terminado 60 minutos. Tu familia también empezó a hacer cosas por su cuenta. A veces tu padre volvía temprano de trabajar y se llevaba a tu madre a mirar propiedades o al centro comercial, donde lenta y metódicamente empezó a comprar todas las cosas que necesitaría para poner en marcha la casa: sábanas, mantas, platos y vasos, pequeños electrodomésticos. Regresaban a casa con bolsas y más bolsas, las apilaban en nuestro sótano; a veces le enseñaban a mi madre lo que habían comprado, otras ni siquiera se molestaban en hacerlo. Los viernes tus padres solían invitarnos a cenar fuera, en alguno de los mediocres y carísimos restaurantes de la ciudad. Disfrutaban con el cambio: habían desarrollado misteriosamente preferencias por cosas como el solomillo y las patatas asadas, mientras que mis padres no. Las salidas tenían como objeto dar un descanso en la cocina a mi madre, pero ella también se quejaba de eso.
       Yo era la única a quien no le importaba que siguierais con nosotros. A mi modo callado y complejo seguías gustándome, me sentía dichosa por el simple hecho de observarte día tras día. Y tus padres me caían bien, sobre todo tu madre; la atención que me dedicaba casi llegaba a compensar tu indiferencia. Un día tu padre reveló las fotografías de vuestra estancia en Roma. Yo disfruté viendo las copias, sujetándolas con cuidado por los bordes. Las fotos eran casi todas de ti y de tu madre, posando en piazze o sentados en el borde de fuentes. Había dos instantáneas de la columna de Trajano, casi idénticas.
       —Coge una para tu trabajo —me dijo tu padre, a la vez que me la daba—. Seguro que impresiona a tu profesor.
       —Pero yo no he estado...
       —Da igual. Dile que tu tío fue a Roma y sacó una foto para ti.
       Tú aparecías en la fotografía, de pie a un lado. Tenías la mirada baja, la cara oscurecida por una visera. Podrías haber sido cualquiera, uno de los muchos turistas de paso por el encuadre, pero me inquietó que estuvieras allí, tu presencia, que amenazaba con sacar a la luz la atracción secreta que sentía hacia ti y respecto de la cual aún confiaba en obtener alguna clase de respuesta. Habías conseguido eliminar todos mis encaprichamientos del instituto, de modo que sólo pensaba en estar en casa y en la forma de que nuestros caminos se cruzaran a lo largo de la tarde y por la noche, si te molestarías en mirarme en la mesa durante la cena. Tumbada en la cama plegable de la habitación de mis padres, dedicaba largas horas a imaginarte besándome. Yo era demasiado joven, demasiado inexperta, para contemplar nada más allá de eso. Acepté la fotografía y la pegué a mi trabajo, aunque no sin antes recortar la parte donde salías tú. Ese trozo me lo guardé, escondido entre las páginas en blanco de mi diario, a buen recaudo durante años.

       El deseo de que nevara aún no se había cumplido. Cayó alguna que otra breve ráfaga de copos, pero nada que cuajara. Entonces, un día, la nieve empezó a caer, apenas visible al principio, pero cada vez con más fuerza a medida que transcurría la tarde, hasta alcanzar dos o tres centímetros de espesor en las calles para cuando volví del instituto. No fue una nevada peligrosa, pero sí lo bastante importante para romper la monotonía del invierno. Mi madre, que esa tarde estaba de buen humor, decidió preparar una gran cazuela de khichuri, plato que por lo general cocinaba cuando llovía, y para variar la tuya insistió en ayudarla, y se puso a freír trozos de patata y coliflor y a derretir barritas de mantequilla en una cacerola para preparar ghee. También decidió que quería, por fin, hacer aquel bizcocho al jerez que tanto tiempo llevaba prometiendo, y cuando mi madre le dijo que no había suficientes huevos tu padre fue por ellos, así como por los demás ingredientes que necesitaba.
       —No estará listo hasta medianoche —advirtió mientras batía leche caliente y huevos sobre el fuego; cuando se cansó dejó que me ocupara de la tarea—. Hacen falta al menos cuatro horas para que cuaje.
       —Entonces podemos comerlo para desayunar —propusiste al tiempo que arrancabas un pedazo del pastel que ella acababa de cortar y te lo llevabas en la boca. Rara vez ponías un pie en la cocina, pero esa tarde revoloteabas por allí, entusiasmado con la promesa del bizcocho al jerez, que deduje te encantaba y yo nunca había probado.
       Después de cenar nos aglomeramos en el salón para ver las noticias mientras seguía nevando, emocionados al enterarnos de que al día siguiente mi instituto permanecería cerrado y las clases de mi padre se habían suspendido.
       —Tómate tú también el día libre —instó mi madre a tu padre, que, para sorpresa de todos, accedió.
       —Me recuerda el invierno que nos marchamos de Cambridge —dijo tu padre. Él y tu madre bebían Johnnie Walker, y esa noche, aunque mi madre seguía rehusándolo, mi padre aceptó acompañarlos—. Aquella fiesta que celebrasteis en nuestro honor —continuó, volviéndose hacia mis padres—. ¿Os acordáis?
       —Hace siete años —dijo mi madre—. Era otra vida, en aquella época.
       Hablaron de lo pequeños que éramos tú y yo entonces, de lo jóvenes que eran ellos.
       —Qué velada tan estupenda —recordó tu madre, cuya voz delató una tristeza que los otros adultos parecían compartir—. Qué distinto era todo.
       Por la mañana colgaban carámbanos de nuestras ventanas y un palmo de nieve cubría la tierra. El bizcocho al jerez, que la víspera no aguardamos a que se hiciera por estar demasiado cansados, apareció para el desayuno junto con las tostadas y el té. No era lo que había esperado, la mezcla caliente que había ayudado a batir estaba ahora fría y resbaladiza, pero tú devoraste una ración tras otra; tu madre acabó por guardarlo, pues temía que empezara a dolerte el estómago. Después de desayunar, tu padre y el mío se turnaron con la pala para despejar el sendero de entrada. Cuando el viento remitió, me dejaron salir. Por lo general, en ocasiones así me dedicaba a hacer muñecos de nieve, raquíticos y ladeados; mis padres se quejaban, cuando les pedía una zanahoria, de que era un desperdicio de comida. Pero esta vez te sumaste a mí, tocabas la nieve con las manos desnudas, la estudiabas, parecías feliz por primera vez desde tu llegada. Hiciste una bola pequeña y me la arrojaste. Me aparté, y luego te arrojé una ti, te di en la pierna, consciente de que llevabas la cámara colgada al cuello.
       —Me rindo —dijiste, y levantaste los brazos—. Qué maravilla —añadiste, mirando en torno el jardín transformado por la nieve.
       Me sentí halagada, por mucho que yo no tuviera nada que ver con el tiempo. Echaste a andar hacia el bosque y luego vacilaste. Había algo que querías enseñarme, dijiste. Aquel luminoso día de cielos azules, cubierto de nieve, con las ramas peladas de los árboles ocultando tan poco, parecía un lugar seguro. No pensé en el niño que se había perdido allí y al que nunca habían encontrado. De vez en cuando te detenías y dirigías la cámara hacia algo, sin pedirme en ningún momento que posara. Recorrimos un largo trecho, hasta que dejé de oír el sonido de las paletadas de nieve, hasta que la casa ya no resultaba visible. Al principio no caí en la cuenta de lo que estabas haciendo, de rodillas en el suelo para apartar la nieve. Debajo había alguna clase de piedra. Y entonces vi que se trataba de una lápida. Descubriste una hilera de ellas, planas en el suelo. Me puse a ayudarte, dejando al descubierto lo que estaba sepultado, primero sirviéndome de las manos enguantada, luego de todo el brazo. Pertenecían a unas personas de apellido Simonds, seis miembros de una misma familia.
       —Están todos juntos —dijiste—. La madre, el padre, cuatro hijos.
       —No sabía que esto estuviera aquí.
       —Dudo que alguien lo sepa. Cuando las encontré estaban tapadas por la hojarasca. La última, Emma, murió en mil novecientos veintitrés.
       Asentí, sorprendida por la similitud de su nombre con el mío, me pregunté si habrías caído en la cuenta de ello.
       —Ojalá no fuéramos hindúes, para que mi madre pudiera ser enterrada en alguna parte. Pero nos ha hecho prometer que esparciremos sus cenizas en el Atlántico.
       Te miré, confusa, y seguiste explicando que tenía cáncer de mama, y que se le estaba propagando por el resto del cuerpo. Por eso os habíais ido de la India. No era tanto por el tratamiento como para que os dejaran en paz. En la India la gente sabía que estaba muriéndose, y de haber seguido allí, inevitablemente, amigos y parientes se habrían reunido a vuestro lado en vuestro hermoso apartamento a orillas del mar, intentando protegerla de algo de lo que no había modo de escapar. Tu madre, que no quería verse agobiada por su atención ni que sus padres fueran testigos de su declive, le pidió a tu padre que os trajera de regreso a América.
       —Ha estado visitándola un médico del Mass General. Es allí adonde suele llevarla mi padre cuando dicen que van a ver casas. Va a operarse en primavera, pero es sólo para ganar un poco más de tiempo. No quiere que nadie lo sepa. Al menos hasta el final.
       La información cayó entre nosotros, tan espantosa como si me hubieras abofeteado, y rompí a llorar. Al principio las lágrimas rodaron en silencio por mi rostro medio helado, pero luego empecé a sollozar, afeada delante de ti, moqueando por efecto del frío, con los ojos enrojecidos. Me quedé allí plantada, con las manos en cuña debajo de los pómulos para recoger las lágrimas, mortificada porque tuvieras que presenciar un espectáculo tan patético. Aunque nunca me habías sacado una foto, temí que levantaras la cámara y me captaras de esa guisa. Naturalmente, no hiciste nada, no dijiste nada; bastante habías dicho ya. Te quedaste donde estabas, contemplando la lápida de Emma Simonds, y al cabo, cuando me tranquilicé, echaste a andar de regreso a nuestro jardín. Te seguí por el sendero que habías descubierto, y después nos separamos, sin ser ninguno consuelo para el otro, tú a despejar el sendero con la pala, yo adentro a darme una ducha caliente, con la cara roja e hinchada a causa del frío a los ojos de nuestras madres. Tal vez pensaste que lloraba por ti o por tu madre, pero no era así. Era demasiado joven para sentir pena o compasión. Sólo noté el enorme miedo de tener una mujer agonizante en nuestra casa. Recordé haber estado junto a tu madre, las dos desnudas de cintura para arriba en el probador cuando me ponía mi primer sostén, impresionada por haberme encontrado tan cerca de su enfermedad. Estaba furiosa porque me lo hubieras dicho, y porque no me lo hubieras dicho, sentía al mismo tiempo una carga y una traición, te odiaba otra vez como al principio.

       Dos semanas después, os fuisteis. Tus padres compraron una casa en North Shore, diseñada por un renombrado arquitecto de Massachusetts. Tenía el tejado perfectamente plano y paredes enteras de vidrio. Las habitaciones de la planta superior estaban dispuestas en torno a una galería interior, el techo del salón alcanzaba los seis metros de altura. No había vistas al agua pero sí una piscina para que nadara tu madre, tal como deseaba. Vuestra primera noche allí, mi madre llevó comida para que la tuya no tuviera que cocinar, sin saber el favor que le hacía. Admiramos la casa y el terreno, las habitaciones, tan vacías que producían eco y que pronto rebosarían de tristeza y dolor. Había un dormitorio con claraboya; debajo, nos dijo tu madre, pensaba colocar su cama. Todo aquello le reportaría dos años de placer. Cuando mis padres por fin se enteraron de la noticia y fueron al hospital donde tu madre agonizaba, yo no les dije nada de lo que me habías contado. En ese sentido me mantuve leal. Nuestros padres apenas eran conocidos para entonces, pues tras las semanas de intimidad forzosa habían seguido sus respectivos caminos. Tu madre había prometido invitarnos en verano a nadar en la piscina, pero conforme empeoraba su salud, más deprisa de lo que habían previsto Ion médicos, tus padres se cerraron al resto del mundo, decididos a no revelar aún la dolencia de ella, y rara vez recibían visitas. Durante una temporada mi madre y mi padre siguieron quejándose, pues se sentían rechazados. «Después de todo lo que hicimos por ellos», decían antes de conciliar el sueño. Pero yo ya estaba en mi propia habitación, al otro lado de la pared, en la cama donde tú habías dormido, y ya no los oía.



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