James
Joyce
(1882-1941)
Arabia
North Richmond Street, por ser
un callejón sin salida, era una calle callada, excepto en la hora en
que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba a sus alumnos. Al
fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y
separada de sus vecinas por su terreno cuadrado. Las otras casas de la
calle, conscientes de las familias decentes que vivían en ellas, se
miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
El inquilino anterior de nuestra
casa, sacerdote él, había muerto en la saleta interior. El aire, de
tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y
el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos
papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en
papel, con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, de Walther
Scott; la devota comunicante y las memorias de Vidocq. Me gustaba más
este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre
detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos
arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una
bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era un cura
caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, y
los muebles de la casa, a su hermana.
Cuando llegaron los cortos días
de invierno oscurecía antes de que hubiéramos acabado de comer.
Cuando nos reuníamos en la calle, ya las casas se habían hecho
sombrías. El pedazo de cielo sobre nuestra cabezas era de un color
morado moaré y las luces de la calle dirigían hacia allá sus
débiles focos.
El aire frío mordía, pero
jugábamos hasta que nuestros cuerpos relucían.
Nuestros gritos hacían eco en la
calle silenciosa. Nuestra carreras nos llevaban por entre los oscuros
callejones fangosos detrás de las casas, donde pasábamos bajo la
baqueta de las salvajes tribus de las chozas hasta los portillos de
los oscuros jardines escurridizos en que se levantaban tufos de los
cenizales, y los oscuros, olorosos establos donde un cochero peinaba y
alisaba el pelo a su caballo o sacaba música de arneses y de estribos.
Cuando regresábamos a nuestra calle, ya las luces de las cocinas
bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la esquina, nos
escondíamos en la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la
hermana de Mangan salía a la puerta llamando a su hermano para el té,
desde nuestra oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo.
Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba o entraba, y si se quedaba
dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos hasta el
quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo
recortado contra la luz que salía de la puerta entreabierta. Su
hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo me
quedaba junto a la reja a mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba
con su cuerpo y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.
Todas las mañanas me tiraba al
suelo de la sala delantera para vigilar su puerta. Para que no me
viera bajaba las cortinas a una pulgada del marco. Cuando salía a la
puerta mi corazón daba un vuelco. Corría al pasillo, agarraba mis
libros y le caía atrás. Procuraba tener siempre a la vista su cuerpo
moreno, y cuando llegábamos cerca del sitio donde nuestro camino se
bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría un día
tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas
palabras de ocasión, y, sin embargo, su nombre era como un reclamo
para mi sangre alocada.
Su imagen me acompañaba hasta los
sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los
sábados por la tarde, yo tenía que ir con ella para ayudarla a
cargar los mandados. Caminábamos por calles bulliciosas hostigados
por borrachos y baratijeros, entre las maldiciones de los trabajadores,
las agudas letanías de los pregoneros que hacían guardia junto a los
barriles de mejillas de cuerdo, el tono nasal de los cantantes
callejeros que entonaban un "oigan esto todos" sobre O’Donovan
Rossa o la balada sobre los líos de la tierra natal. Tales ruidos
confluían en una única sensación de vida para mí: me imaginaba que
llevaba mi cáliz a salvo por entre una turba enemiga. Por momentos su
nombre venía a mis labios en extrañas plegarias y súplicas que ni
yo mismo entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas a menudo (sin
poder decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la boca.
Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle, y
si le hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero mi
cuerpo era un arpa y sus palabras y sus gestos eran como los dedos que
recorrieran mis cuerdas.
Una noche me fui a la saleta en
que había muerto el cura. Era una noche oscura y lluviosa y no se oí
un ruido en la casa. Por uno de los vidrios rotos oía la lluvia
hostigando al mundo: las finas, incesantes agujas de agua jugando en
sus camas húmedas. Una lámpara distante o una ventana alumbrada
resplandecía allá abajo. Agradecí que pudiera ver tan poco. Todos
mis sentidos parecía querer echar un velo sobre sí mismos, y
sintiendo que estaba a punto de perderlos, junté las palmas de mis
manos y las apreté tanto que temblaron, y musité: “¡Oh, amor!
¡Oh, amor!”, muchas veces.
Finalmente, habló conmigo. Cuando
se dirigió a mí, sus primeras palabras fueron tan confusas que no
supe qué responder. Me pregunto si iría a la “Arabia”. No
recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a ser una feria fabulosa,
dijo ella; le encantaría a ella ir.
—¿Y por qué no vas? —le
pregunté.
Mientras hablaba daba vueltas y
más vueltas a un brazalete de plata en su muñeca. No podía ir, dijo,
porque había retiro esa semana en el convento. Su hermano y otros
muchachos peleaban por una gorra y me quedé solo recostado a la reja.
Se agarró a uno de los hierros inclinando hacia mí la cabeza. La luz
de la lámpara frente a nuestra puerta destacaba la blanca curva de su
cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí y, descendiendo, daba
sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el
blanco borde de su pollera, que se hacía visible al pararse
descuidada.
—Te vas a divertir —dijo.
—Si voy —le dije—, te
traeré alguna cosa.
¡Cuántas incontables locuras
malgastaron mis sueños, despierto o dormido, después de aquella
noche! Quise borrar los días de tedio por venir. Le cogí rabia al
estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en el aula su imagen
se interponía entre la página que quería leer y yo. Las sílabas de
la palabra "Arabia" acudían a través del silencio en que
mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo oriental. Pedí
permiso para ir a la feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó
sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera una cosa de los
masones. Pude contestar muy pocas preguntas en clase. Vi la cara del
maestro pasar de la amabilidad a la dureza; dijo que confiaba en que
yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis pensamientos. No
tenía ninguna paciencia con el lado serio de la vida que ahora se
interponía entre mi deseo y yo, y me parecía juego de niños, feo y
monótono juego de niños.
El sábado por la mañana le
recordé a mi tío que deseaba ir a la feria de noche. Estaba atareado
con el estante del pasillo buscando el cepillo de su sombrero, y me
respondió, agrio:
—Está bien, muchacho, ya lo sé.
Como él estaba en el pasillo no
podía entrar en la sala y apostarme en la ventana. Dejé la casa de
mal humor y caminé lentamente hacia la escuela. El aire era
implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.
Cuando volví a casa para la cena
mi tío aún no había regresado. Pero todavía era temprano. Me
senté frente al reloj por un rato, y cuando su tic—tac empezó a
irritarme me fui del cuarto. Subí a los altos. Los cuartos de arriba,
fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui de cuarto en cuarto
cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros jugando en
la calle. Sus gritos me llegaron indistintos y apagados, y, recostando
mi cabeza contra el frío cristal, miré la casa a oscuras en que ella
vivía. Debí estar parado allí cerca de una hora, sin ver nada más
que la figura morena proyectada por mi imaginación, retocada
discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvo y en la
mano sobre la reja y en el borde del vestido.
Cuando bajé las escaleras de
nuevo me encontré a Mrs. Mecer sentada al fuego. Era una vieja
hablantina, viuda de un prestamista, que coleccionaba sellos para una
de sus obras pías. Tuve que soportar todos esos chismes de la hora
del té. La comelata se prolongó más de una hora, y todavía mi tío
no llegaba. Mrs. Mercer se puso de pie para irse: sentía no poder
esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le gustaba andar
por fuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue
empecé a pasarme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:
—Me temo que tendrás que
posponer tu tómbola para otra noche del señor.
A las nueve oí el llavín de mi
tío en la puerta de la calle. Lo oí hablando solo y oí el crujir
del estante del pasillo cuando recibió el peso de su sobretodo.
Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por la mitad de la cena le
pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se le había olvidado.
—Ya todo el mundo está en la
cama y en su segundo sueño —me dijo.
Ni me sonreía. Mi tía le dijo,
enérgica:
—¿No puedes acabar de darle el
dinero y dejarlo que se vaya? Bastante lo hiciste esperar.
Mi tío dijo que sentía mucho
haberse olvidado. Dijo que él creía en ese viejo dicho: “Mucho
estudio y poco juego hacen a Juan un majadero”. Me preguntó que a
dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez, me preguntó que si
no conocía “Un árabe dice adiós a su corcel”. Cuando salía de
la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos del
poema.
Apreté el florín bien en la mano
mientras iba por Buckingham Street hacia la estación. La vista de las
calles llenas de gentes de compras y bañadas en luz de gas me hizo
recordar el propósito de mi viaje. Me senté en un vagón de tercera
de un tren vacío. Después de una demora intolerable, el tren salió
lento de la estación y se arrastró cuesta arriba entre casas en
ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Westland Row la
multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores
la rechazaron diciendo que éste era un tren especial a la tómbola.
Seguí solo en el vagón vacío. En unos minutos el tren arrimó a una
improvisada plataforma de madera. Bajé a la calle y vi en la
iluminada esfera de un reloj que eran las diez menos diez. Frente a
mí había un edificio que mostraba el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las
entradas de seis peniques, y, temiendo que hubieran cerrado, pasé
rápido por el torniquete, dándole un chelín a un portero de aspecto
cansado. Me encontré dentro de un salón cortado a la mitad por una
galería. Casi todos los estanquillos estaban cerrados y la mayor
parte del salón estaba a oscuras. Reconocí ese silencio que se hace
en las iglesias después del servicio. Caminé hasta el centro de la
feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor de los
estanquillos que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre
la que aparecían escritas las palabras Café Chantant con
lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un cepillo.
Oí cómo caían las monedas.
Recordando con cuánta dificultad
logré venir, fui hacia uno de los estanquillos y examiné los
búcaros de porcelana y los juegos de té floreados. A la puerta del
estaquillo una jovencito hablaba y reía con dos jóvenes. Me di
cuenta que tenían acento inglés y escuché vagamente la
conversación.
—¡Oh, nunca dije tal cosa!
—¡Oh, pero sí!
—¡Oh, pero no!
—¿No fue eso lo que dijo ella?
—Sí. Yo la oí.
—Oh, vaya, pero qué ...
embustero!
Viéndome, la jovencita vino a
preguntarme si quería comprar algo. Su tono de voz no era alentador;
parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Miré
humildemente los grandes jarrones colocados como mamelucos a los lados
de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:
—No, gracias.
La jovencita cambió de posición
uno de los búcaros y regresó a sus amigos.
Empezaron a hablar del mismo
asunto. Una que otra vez la jovencita me echó una mirada por encima
del hombro.
Me quedé un trato junto al
estanquillo —aunque sabía que quedarme allí era inútil— para
hacer parecer más real mi interés en la loza. Luego me di vuelta
lentamente y caminé por el centro del bazar. Dejé caer los dos
peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz gritando desde
un extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte
superior del salón estaba completamente a oscuras ya.
Levantando la vista hacia lo
oscuro, me vi como una criatura manipulada y puesta en ridículo por
la vanidad, y mis ojos ardieron de angustia y de rabia.
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