James Joyce
(1882-1941)
Un encuentro
(“An Encounter”)
(Dubliners, 1914)
Fue Joe Dillon
quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su
pequeña colección de números atrasados de The
Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel.
Todas las tardes, después de la escuela, nos
reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a
los indios. Él y su hermano menor, el gordo Leo,
que era un ocioso, defendían los dos el altillo del
establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por
asalto; o librábamos una batalla campal sobre el
césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos,
nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo
acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su
victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas
sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de
la Calle Gardiner y el aura apacible de la señora
Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él
jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más
pequeños y más tímidos. Parecía un indio de
verdad cuando salía de correrías por el traspatio,
una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el
puño una lata, gritando:
—¡Ya, yaka,
yaka, yaka!
Nadie quiso
creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el
sacerdocio. Era verdad, sin embargo.
El espíritu del
desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su
influjo, se echaron a un lado todas las diferencias
de cultura y de constitución física. Nos
agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y
algunos casi con miedo: y en el grupo de estos
últimos, los indios de mala gana que tenían miedo
de parecer aplicados o alfeñiques, estaba yo. Las
aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran
de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían
puertas de escape. A mí me gustaban más esos
cuentos de detectives norteamericanos en que de vez
en cuando pasan muchachas toscas, salvajes y bellas.
Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus
intenciones muchas veces eran literarias, en la
escuela circulaban en secreto. Un día cuando el
padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de
Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo
cogieron con un número de The Halfpenny Marvel.
—¿Esta
página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver,
Dillon, adelante. Apenas el día hubo... ¡Siga!
¿Qué día? Apenas el día hubo levantado...
¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene
en el bolsillo?
Cuando Leo
Dillon entregó la revista todos los corazones
dieron un salto y pusimos cara de no romper un
plato. El padre Butler la hojeó, ceñudo.
—¿Qué es
esta basura? —dijo—. ¡El jefe apache! ¿Es esto
lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia
Romana? No quiero encontrarme más esta condenada
bazofia en esta escuela. El que la escribió supongo
que debe de ser un condenado plumífero que escribe
estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes
como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo
entendería si fueran ustedes alumnos de... escuela
pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente,
aplíquese o...
Tal reprimenda
durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la
aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon,
confundida y abofada, despertó en mí más de un
escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora
de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra
vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape
que solamente estas crónicas desaforadas parecían
ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita
vespertina se volvió finalmente tan aburrida para
mí como la rutina de la escuela por la mañana,
porque lo que yo deseaba era correr verdaderas
aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no
le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay
que salir a buscarlas en tierras lejanas.
Las vacaciones
de verano estaban ahí al doblar cuando decidí
romper la rutina escolar aunque fuera por un día.
Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony
planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques
cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la
mañana en el puente del canal. La hermana mayor de
Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon
le iba a decir a su hermano que dijese que su
hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf
Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los
barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el
Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos
encontráramos con el padre Butler o con alguien del
colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen
juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el
Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la
primera parte del complot haciendo una colecta de
seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a
ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos
los últimos preparativos la víspera, estábamos
algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y
Mahony dijo:
—Hasta
mañana, socios.
Esa noche dormí
mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al
puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis
libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al
fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré
malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera
semana de junio. Me senté en la albarda del puente
a contemplar mis delicados zapatos de lona que
diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar
los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de
un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los
árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más
alegres con sus hojitas verde claro y el sol se
escurría entre ellas hasta tocar el agua. El
granito del puente comenzaba a calentarse y empecé
a golpearlo con la mano al compás de una tonada que
tenía en la mente. Me sentí de lo más bien.
Llevaba sentado
allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris
de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta,
sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente.
Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le
hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó
las mejoras que le había hecho. Le pregunté por
qué lo había traído y me explicó que era para
darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía
hablar jerigonza y a menudo se refería al padre
Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un
cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon
no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un
brinco, diciendo:
—Vámonos. Ya
sabía yo que ese manteca era un fulastre.
—¿Y sus seis
peniques...? —dije.
—Perdió
prenda —dijo Mahony—. Y mejor para nosotros: en
vez de seis, tenemos nueve peniques cada uno.
Caminamos por el
North Strand Road hasta que llegamos a la planta de
ácido muriático y allí doblamos a la derecha para
coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos
de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios.
Persiguió a un grupo de niñas andrajosas,
apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dos
andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos
piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba.
Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para
nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la
bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá,
cuá, ¡cuáqueros!, creyéndonos protestantes,
porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la
insignia de un equipo de críquet en su gorra.
Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle
sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta
por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo
Dillon declarándolo un fulastre y tratando de
adivinar los azotes que le iba a dar la señora Ryan
a las tres.
Luego llegamos
al río. Nos demoramos bastante por unas calles de
mucho movimiento entre altos muros de mampostería,
viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más
de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde
sus carretas crujientes para activarnos. Era
mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los
estibadores parecían estar almorzando, nos
compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos
a comerlos en unas tuberías de metal junto al río.
Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto
—las barcazas anunciadas desde lejos por sus
bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro
lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que
descargaban en el muelle de la orilla opuesta.
Mahony habló de la buena aventura que sería
enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo,
mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la
escasa geografía que nos metían por la cabeza en
la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis
ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse
de nosotros y su influencia parecía que se
esfumaba.
Cruzamos el
Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran
en compañía de dos obreros y de un judío menudo
que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan
serios que resultábamos casi solemnes, pero en una
ocasión durante el corto viaje nuestros ojos se
cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos
la descarga de la linda goleta de tres palos que
habíamos contemplado desde el muelle de enfrente.
Algunos espectadores dijeron que era un velero
noruego. Caminé hasta la proa y traté de descifrar
la leyenda inscrita en ella pero, al no poder
hacerlo, regresé a examinar a los marinos
extranjeros para ver si alguno tenía los ojos
verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los
ojos de los marineros eran azules, grises y hasta
negros. El único marinero cuyos ojos podían
llamarse con toda propiedad verdes era uno grande,
que divertía al público en el muelle gritando
alegremente cada vez que caían las albardas:
—¡Muy bueno!
¡Muy bueno!
Cuando nos
cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta
Ringsend. El día se había hecho sofocante y en las
ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se
desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate,
que comimos muy despacio mientras vagábamos por las
mugrientas calles en que vivían las familias de los
pescadores. No encontramos ninguna lechería, así
que nos llegamos a un vendedor ambulante y compramos
una botella de limonada de frambuesa para cada uno.
Ya refrescado, Mahony persiguió un gato por un
callejón, pero se le escapó hacia un terreno
abierto. Estábamos bastante cansados los dos y
cuando llegamos al campo nos dirigimos enseguida
hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos
ver el Dodder.
Se había hecho
demasiado tarde y estábamos muy cansados para
llevar a cabo nuestro proyecto de visitar el
Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las
cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony
miró su tiraflechas, compungido, y tuve que sugerir
regresar en el tren para que recobrara su alegría.
El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los
anhelos mustios y las migajas de las provisiones.
Estábamos solos
en el campo. Después de estar echados en la falda
de la loma un rato sin hablar, vi un hombre que se
acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé
desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes
que las muchachas cogen para adivinar la suerte.
Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en
la cadera y con la otra agarraba un bastón con el
que golpeaba la yerba con suavidad.
Se veía
miserable en su traje verdinegro y llevaba un
sombrero de copa alta. Debía de ser viejo, porque
su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros
pies nos echó una mirada rápida y siguió su
camino. Lo seguimos con la vista y vimos que no
había caminado cincuenta pasos cuando se viró y
volvió sobre sus pasos. Caminaba hacia nosotros muy
despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón,
y lo hacía con tanta lentitud que pensé que
buscaba algo en la yerba.
Se detuvo cuando
llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días.
Correspondimos y se sentó junto a nosotros en la
cuesta, lentamente y con mucho cuidado. Empezó
hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un
verano caluroso, pero añadió que las estaciones
habían cambiado mucho desde su niñez —hace mucho
tiempo. Habló de que la época más feliz es,
indudablemente, la de los días escolares y dijo que
daría cualquier cosa por ser joven otra vez.
Mientras expresaba semejantes ideas, bastante
aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a
hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si
habíamos leídos los versos de Tomás Moro o las
obras de Walter Scott y de Lytton. Yo aparenté
haber leído todos esos libros de los que él
hablaba, por lo que finalmente me dijo:
—Ajá, ya veo
que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora —añadió,
apuntando para Mahony, que nos miraba con los ojos
abiertos—, que éste se ve que es diferente: lo
que le gusta es jugar.
Dijo que tenía
todos los libros de Walter Scott y de Lytton en su
casa y nunca se aburría de leerlos.
—Por supuesto
—dijo—, que hay algunas obras de Lytton que un
menor no puede leer.
Mahony le
preguntó que por qué no las podían leer, pregunta
que me sobresaltó y abochornó porque temí que el
hombre iba a creer que yo era tan tonto como Mahony.
El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en
su boca grandes huecos entre los dientes amarillos.
Entonces nos preguntó que quién de los dos tenía
más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres
chiquitas. El hombre me preguntó cuántas tenía
yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me
dijo que estaba seguro que debía de tener por lo
menos una. Me quedé callado.
—Dígame —dijo
Mahoney, parejero, al hombre— ¿y cuántas tiene
usted?
El hombre
sonrió como antes y dijo que cuando él era de
nuestra edad tenía novias a montones.
—Todos los
muchachos —dijo— tienen noviecitas.
Su actitud sobre
este particular me pareció extrañamente liberal
para una persona mayor. Para mí que lo que decía
de los muchachos y de las novias era razonable. Pero
me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por
qué le darían tembleques una o dos veces, como si
temiera algo o como si de pronto tuviera
escalofrío. Mientras hablaba me di cuenta de que
tenía un buen acento. Empezó a hablarnos de las
muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las
manos y de cómo no todas eran tan buenas como
parecían si uno no sabía a qué atenerse. Nada le
gustaba tanto, dijo, como mirar a una muchacha
bonita, con sus suaves manos blancas y su lindo pelo
sedoso. Me dio la impresión de que estaba
repitiendo algo que se había aprendido de memoria o
de que, atraída por las palabras que decía, su
mente daba vueltas una y otra vez en una misma
órbita. A veces hablaba como si hiciera alusión a
hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y
hablaba misteriosamente, como si nos estuviera
contando un secreto que no quería que nadie más
oyera. Repetía sus frases una y otra vez,
variándolas y dándoles vueltas con su voz
monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras
lo escuchaba.
Después de un
largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso
en pie lentamente, diciendo que tenía que dejarnos
por uno o dos minutos más o menos, y, sin cambiar
yo la dirección de mi mirada, lo vi alejarse
lentamente camino del extremo más próximo del
terreno. Nos quedamos callados cuando se fue.
Después de unos minutos de silencio oí a Mahony
exclamar:
—¡Mira
lo que hace!
Como ni miré ni
levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo:
—¡Pero mira
eso!... ¡Qué viejo más estrambótico!
—En caso de
que nos pregunte el nombre —dije—, tú te llamas
Murphy y yo me llamo Smith.
No dijimos más.
Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando
el hombre regresó y otra vez se sentó al lado
nuestro. Apenas se había sentado cuando Mahony,
viendo de nuevo el gato que se le había escapado
antes, se levantó de un salto y lo persiguió a
campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la
cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony
empezó a tirarle piedras a la cerca por la que
subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo
del terreno, errático.
Después de un
intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo
era un travieso y me preguntó si le daban azotes
con frecuencia en la escuela. Estuve a punto de
decirle que no éramos alumnos de la escuela
pública para que nos dieran azotes, como decía
él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre
la manera de castigar a los muchachos. Su mente,
como imantada de nuevo por lo que decía, pareció
dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su
nuevo eje. Dijo que cuando los muchachos eran así
había que darles azotes y darles duro. Cuando un
muchacho salía travieso y malo no había nada que
le hiciera tanto bien como una buena paliza. Un
manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que
estaba pidiendo era una buena paliza en caliente. Me
sorprendió su ánimo, por lo que involuntariamente
eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su
mirada: un par de ojos color verde botella que me
miraban debajo de una frente fruncida. De nuevo
desvié la vista.
El hombre
siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su
liberalismo de hace poco. Dijo que si él encontraba
a un muchacho hablando con una muchacha o teniendo
novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le
enseñaría a no andar hablando con muchachas. Y si
un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba
una paliza como nunca le habían dado a nadie en
este mundo. Dijo que no había nada en el mundo que
le agradara más. Me describió cómo le daría una
paliza a semejante mocoso como si estuviera
revelando un misterio barroco. Esto le gustaba a
él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz,
mientras me guiaba monótona a través del misterio,
se hizo afectuosa, como si me rogara que lo
comprendiera.
Esperé a que
hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse
en pie de repente. Por miedo a traicionar mi
agitación me demoré un momento, aparentando que me
arreglaba un zapato y luego, diciendo que me tenía
que ir, le di los buenos días. Subí la cuesta en
calma pero mi corazón latía rápido del miedo a
que me agarrara por un tobillo. Cuando llegué a la
cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo
traviesa:
—¡Murphy!
Había un
forzado dejo de bravuconería en mi voz y me
abochorné de treta tan burda. Tuve que gritar de
nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con
otro grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él
corría hacia mí a campo traviesa! Corría como si
viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente
arrepentido: porque dentro de mí había sentido por
él siempre un poco de desprecio.
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