James Joyce
(1882-1941)


Las hermanas
(“The sisters”)
(Dubliners, 1914)


      No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: No me queda mucho en este mundo, y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
      El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
      —No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.
      Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
      —Yo tengo mi teoría —dijo—. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...
      Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:
      —Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.
      —¿Quién? —dije.
      —El padre Flynn.
      —¿Se murió?
      —El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
      Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo Cotter.
      —Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.
      —Que Dios se apiade de su alma —dijo mi tía, piadosa.
      El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
      —No me gustaría nada que un hijo mío —dijo— tuviera mucho que ver con un hombre así.
      —¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? —preguntó mi tía.
      —Lo que quiero decir —dijo el viejo Cotter— es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es cierto, Jack?
      —Ese es mi lema también —dijo mi tío—. Hay que aprender a manejárselas solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor acá el señor Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero —agregó a mi tía.
      —No, no, para mí, nada —dijo el viejo Cotter.
      Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
      —Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los niños? —preguntó ella.
      —Es malo para estas criaturas —dijo el viejo Cotter— porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
      Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz de pimentón!
      Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
      A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se Forran Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para leerla.

1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn (quien perteneció a la parroquia de la Iglesia de Santa Catalina,
en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad.
R. I. P.

      Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.
      Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo cuando pensaba en todo ello no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditativo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el labio inferior —costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.
      Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas —en Persia, pensé... Pero no pude recordar el final de mi sueño.
      Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.
      Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.
      Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto: las flores.
      Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.
      Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
      —Ah, pues ha pasado a mejor vida.
      Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
      —Y él... ¿tranquilo? —preguntó.
      —Oh, sí, señora, muy apaciblemente —dijo Eliza—. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
      —¿Y en cuanto a lo demás...?
      —El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.
      —¿Sabía entonces?
      —Estaba muy conforme.
      —Se le ve muy conforme —dijo mi tía.
      —Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
      —Pues es verdad —dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
      —Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.
      Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
      —¡Pobre James! —dijo—. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.
      Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.
      —Así está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—, que no se puede tener en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman’s General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.
      —¿No es verdad que se portó bien? —dijo mi tía.
      Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
      —Ah, no hay amigos como los viejos amigos —dijo.
      —Pues es verdad —dijo mi tía—. Y segura estoy que ahora que recibió su recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
      —¡Ay, pobre James! —dijo Eliza—. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que...
      —Le vendrán a echar de menos cuando pase todo —dijo mi tía.
      —Ya lo sé —dijo Eliza—. No le traeré más su taza de caldo de res al cuarto, ni usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
      Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:
      —Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
      Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
      —Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡Pobre James!
      —¡Que el Señor lo acoja en su seno! —dijo mi tía.
      Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.
      —Fue siempre demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
      —Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
      El silencio se posesionó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
      —Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!
      —¿Y qué fue eso? —dijo mi tía—. Yo oí algo de...
      Eliza asintió.
      —Eso lo afectó mentalmente —dijo—. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?
      Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.
      Eliza resumió:
      —Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que, pues, que no andaba del todo bien...




Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar