John Steinbeck
(27 de febrero, 1902 – 20 de diciembre, 1968)

El pony colorado, IV:
El guía de la partida

[Otro título en español: “El Jefe”]
(“The Red Pony IV, The Leader of the People”)
Originalmente publicado en Argosy [revista inglesa], 20 (agosto de 1936);
The Long Valley
(Nueva York: The Viking Press, 1938, 303 págs.)



      El sábado por la tarde, Billy Buck, el peón del rancho, rastrilló los restos del almiar del año anterior, y luego, con el bieldo, echó varias brazadas escasas de heno, por encima de la cerca de alambre, a unas cuantas reses que le miraban con aire mansurrón. Arriba, en el cielo, el viento de marzo arrastraba hacia oriente nubecillas cual las vedijas de humo de una descarga de artillería. Se oía silbar el viento en los matorrales que coronaban las lomas, pero ni un soplo de aire llegaba hasta la hondonada del rancho.
       El pequeño Jody salió de la casa comiendo una gran rebanada de pan con mantequilla. Vio a Billy atareado con los últimos restos del almiar. Jody se acercó arrastrando los zapatos de un modo que, como mil veces le habían dicho, destrozaba las suelas del calzado fino. A su paso, una bandada de palomas blancas echó a volar desde el negro ciprés, describió un círculo alrededor del árbol y volvió a posarse de nuevo en él. Un gato mediano, atigrado, brincó del soportal del cobertizo, cruzó a todo correr el camino, se volvió y retrocedió con la misma velocidad. Jody agarró una piedra para añadir un aliciente al juego, pero llegó tarde, porque antes de que pudiera lanzar la piedra ya estaba el gato bajo el porche. La arrojó contra el ciprés, y las palomas blancas describieron otro vuelo circular.
       Al llegar a los restos del almiar, el chico se recostó en la cerca de alambre de espino.
       —¿Crees que ya se ha acabado todo? —preguntó.
       El peón del rancho, un hombre de mediana edad, interrumpió su laborioso rastrillaje y clavó el bieldo en tierra. Se quitó el sombrero negro y se alisó el cabello.
       —No queda nada que no esté empapado de la humedad del suelo —declaró. Volvió a calarse el sombrero y se frotó las manos, bastas y callosas.
       —Tiene que haber muchos ratones —sugirió Jody.
       —Está infestado —declaró Billy—. Es un hervidero de ratones.
       —Bueno, a lo mejor, cuando acabes, puedo llamar a los perros y cazar los ratones.
       —Sí, yo creo que no habrá inconveniente —aseguró Billy Buck. Levantó el bieldo cargado de heno mojado del fondo y lo lanzó al aire. En el acto saltaron tres ratones, que volvieron a refugiarse despavoridos bajo el heno.
       Jody suspiró con satisfacción. Aquellos ratones relucientes, rollizos y soberbios estaban sentenciados. Durante ocho meses habían vivido y se habían multiplicado en el almiar. A salvo de los gatos, las ratoneras, el veneno y Jody. En su seguridad, se habían vuelto presumidos, altaneros. Y lo gordos que estaban. Pero había llegado la hora de la aflicción; no vivirían un día más. Billy fijó la mirada en lo alto de las lomas que rodeaban el rancho.
       —Quizá sea mejor que pidas permiso a tu padre antes —sugirió.
       —Bueno, ¿dónde está? Se lo pido ahora mismo.
       —Se fue a caballo para el rancho de la sierra, después de almorzar. Estará a punto de volver.
       Jody se dejó caer contra la estaca de la cerca.
       —No creo que le importe.
       Pero cuando Billy reanudó su trabajo, le dijo con tono agorero:
       —De todos modos, es mejor que se lo digas. Ya sabes cómo es.
       Jody lo sabía, en efecto. Su padre, Carl Tiflin, tenía empeño en que se le pidiese permiso para cuanto se hacía en el rancho, fuese importante o no. Jody siguió deslizándose para abajo, de lomos contra la estaca, hasta que se encontró sentado en el suelo. Contempló las vedijas de nube que arrastraba el viento.
       —¿Tú crees que lloverá, Billy?
       —Pudiera ser. El viento es favorable, pero le falta fuerza.
       —Bueno, espero que no llueva hasta que haya matado a esos puñeteros ratones. —Miró por encima del hombro a ver si Billy había reparado en la palabrota, ya tan de hombre, pero Billy siguió trabajando sin hacer ningún comentario.
       Jody se volvió y miró hacia la falda del cerro por donde bajaba la carretera que les unía con el mundo exterior. Bañaba la loma un raquítico sol de marzo. Entre matojos de salvia florecían cardos borriqueros, altramuces azules y algunas amapolas. Hacia media ladera distinguió Jody a Doubletree Mutt, el perro negro, escarbando en la madriguera de una ardilla. Excavaba un rato; luego paraba y, a manotazo limpio, disparaba la tierra extraída por entre sus patas traseras, haciéndolo todo con una seriedad que desmentía la convicción que debía tener de que jamás perro alguno cazó una ardilla por el procedimiento de excavar en una madriguera.
       De pronto el perro negro se irguió, se volvió de espaldas a la madriguera y miró hacia la quebrada de la cima por donde se abría paso la carretera. Jody miró también. Por un momento, Carl Tiflin, a caballo, se destacó sobre el cielo pálido; y luego bajó por la carretera hacia la casa. Traía en la mano una cosa blanca.
       El niño se puso en pie de un brinco.
       —Trae una carta —gritó, y echó a correr hacia la casa del rancho, ya que probablemente leería la carta en voz alta y él quería estar presente. Llegó a la casa antes que su padre, y entró en ella. Oyó a Carl desmontar de su silla, que crujía, y dar al caballo una palmada en el anca para que se largase a la cuadra, donde Billy le quitaría la silla y le dejaría libre.
       Jody irrumpió en la cocina.
       —¡Tenemos carta! —gritó.
       Su madre alzó la vista, que tenía en una fuente de habichuelas.
       —¿Quién la tiene?
       —Padre la trae. Se la he visto en la mano.
       Carl entró a poco en la cocina, y la madre de Jody le preguntó:
       —¿De quién es la carta, Carl?
       El hizo un gesto de desagrado.
       —¿Cómo te has enterado de que hay carta?
       Ella señaló al chico con la barbilla.
       —Me lo ha dicho este entrometido que ya se cree un hombre.
       Jody se sintió avergonzado.
       Su padre le lanzó una mirada desdeñosa.
       —Sí; se está volviendo un entrometido —aseguró Carl—. Se ocupa de todo menos de sus cosas. Le gusta meter las narizotas en todas partes.
       La señora Tiflin se suavizó un poco.
       —Desde luego no tiene mucho en qué entretenerse. ¿De quién es la carta?
       Carl seguía enojado con Jody.
       —Ya le daré yo que hacer si no anda con ojo. —Alargó un sobre cerrado—. Creo que es de tu padre.
       La señora Tiflin se quitó una horquilla de la cabeza y abrió con ella el sobre. Frunció los labios en un mohín de circunspección. Jody vio sus ojos ir y volver presurosos sobre los renglones.
       —Dice —explicó—, dice que viene el sábado a pasar unos días. Pero si sábado es hoy. Debe de haberse retrasado la carta. —Examinó el matasellos—. Esta carta la echaron al correo anteayer. Teníamos que haberla recibido ayer. —Miró con gesto inquisitivo a su esposo y su rostro se ensombreció, iracundo—. ¿Y por qué pones esa cara? No viene de visita muy a menudo.
       Carl desvió la mirada, sustrayéndose a su enojo. Tal vez fuera severo con ella la mayoría de las veces, pero cuando ella sacaba a relucir su genio, cosa que sucedía de cuando en cuando, era incapaz de oponerse.
       —¿Qué te pasa? —volvió a preguntar la mujer.
       En la explicación de Carl pudo apreciarse un tono de disculpa que no desdecía nada del que gastaba Jody.
       —Lo único es que habla tanto —dijo débilmente—. No calla un momento.
       —Bueno, ¿y qué? También hablas tú.
       —Desde luego. Pero tu padre sólo habla de una cosa.
       —¡Los indios! —intervino Jody entusiasmado—. ¡Los indios y las praderas!
       Carl se volvió hacia él, indignado.
       —¡Fuera de aquí, entrometido! ¡Largo ahora mismo! ¡Vete!
       Jody salió compungido por la puerta trasera y cerró la cancela con deliberada lentitud. Bajo la ventana de la cocina, sus ojos avergonzados y abatidos se fijaron en una piedra de extraño perfil, una piedra tan fascinante que le movió a agacharse y recogerla y darle vueltas en sus manos.
       A través de la ventana abierta de la cocina, llegaban las voces claramente a sus oídos.
       —Jody tiene razón, vive Cristo —decía su padre—. Los indios y las praderas. La historia esa de cómo se llevaban los caballos la he oído contar ya casi mil veces. Lo repite una y otra vez sin cambiar una sola palabra de las cosas que cuenta.
       Cuando respondió la señora Tiflin, su tono era tan diferente que Jody dirigió su atención hacia la ventana, abandonando por un momento el examen de la piedra. Su voz habíase tornado suave y aclaratoria. Sabía Jody hasta qué punto tenía que haber cambiado su gesto para compaginarse con la voz.
       —Míralo como lo que es, Carl —decía sosegadamente—: lo más importante que ha sucedido a mi padre en su vida. Condujo una caravana de carromatos por las praderas hasta la costa, y cuando todo acabó, su vida perdió su objeto. Era una gran empresa, pero no duró lo suficiente. ¡Fíjate! —continuó—, es como si hubiera nacido para eso, y una vez concluida la aventura, no le quedaba ya más que pensar en ella y hablar de ella. Si hubiera habido un Oeste más lejano adonde ir, allá que habría ido. El mismo me lo ha dicho. Pero al final estaba el océano. Y allí vive, junto al mar que le obligó a detenerse.
       Había cautivado a Carl, enredándolo en sus acentos melifluos.
       —Si lo he visto —admitió él con calma—. Baja y tiende la mirada hacia el oeste, sobre el océano. —Su voz se endureció un tanto—. Y después se va al Club de la Herradura, en Pacific Grove, y cuenta a todo el mundo cómo robaban los indios los caballos.
       Ella trató de reconquistarle.
       —Pero eso es todo para él. Debes tener paciencia y fingir que le escuchas.
       Carl se dirigió hacia la puerta, impaciente.
       —Bueno, si se pone demasiado insoportable, siempre podré marcharme al cobertizo y sentarme con Billy —dijo con irritación, y salió dando un portazo.
       Jody corrió a realizar sus tareas domésticas. Distribuyó el grano entre las gallinas sin perseguir a ninguna. Recogió los huevos. Trotó hacia la casa con la leña, y la colocó en hueco con tanta maña que con dos brazadas pareció quedar colmada la leñera.
       Su madre había acabado ya con las habichuelas. Atizó el fuego y limpió la tapa del fogón con una concha. Jody la escudriñó cautelosamente para ver si seguía albergando algún rencor contra él.
       —¿Viene hoy? —preguntó.
       —Eso dice en su carta.
       —Quizá sea mejor que vaya a la carretera a esperarle.
       La señora Tiflin cerró con estrépito la tapa del fogón.
       —Eso estaría estupendo —dijo—. Seguramente le gustará.
       —Entonces es lo que voy a hacer.
       Ya fuera, Jody llamó a los perros con estridente silbido.
       —Vamos para el cerro —ordenó.
       Los dos perros menearon la cola y salieron corriendo delante. En la cuneta, la artemisa mostraba sus brotes tiernos. Jody arrancó unos cuantos y se frotó las manos con ellos hasta que el aire se llenó del penetrante aroma silvestre. En un repente, los perros se precipitaron ladrando por el monte en persecución de un conejo. Jody ya no volvió a verles el pelo, pues cuando fracasaron en su intento de cazar el conejo se volvieron a casa.
       Jody se afanó por la ladera arriba. Cuando llegó a la pequeña quebrada, en la cima, por donde pasaba la carretera, le azotó el viento de la tarde, alborotándole el pelo y haciendo tremolar su camisa. Contempló allá abajo montículos y alcores, y después el inmenso y verde valle de Salinas. Alcanzó a ver la blanca ciudad de Salinas, en la lejanía del llano, y el resplandor de sus ventanas heridas por el sol poniente. A sus mismos pies, en un roble, habíase congregado una asamblea de cuervos. El árbol estaba negro. Todos los cuervos graznaban al mismo tiempo.
       Los ojos de Jody siguieron el camino de carros que bajaba desde la cima donde se encontraba para perderse por detrás de una loma y reaparecer al otro lado. En este tramo distante acertó a distinguir un carro del que tiraba, lento, un caballo bayo. Desapareció tras de la loma. Jody se sentó en el suelo y vigiló el lugar por donde habría de aparecer de nuevo el carro. Aullaba el viento en las crestas de los montes, y las nubes, redondas como hongos, se apresuraban en su carrera hacia el este.
       De pronto el carro se mostró a la vista y se detuvo. Un hombre vestido de negro bajó del pescante y se acercó a la cabeza del caballo. Con lo lejos que estaba, advirtió Jody que había desenganchado la gamarra, porque vio abatirse la cabeza del animal. El caballo echó a andar y el hombre caminó despacio a su lado por la cuesta arriba. Jody lanzó un grito de alegría y bajó corriendo hacia él. Las ardillas huían precipitadas del camino, y un cuco rabilargo agitó la cola y corrió por el borde del barranco, lanzándose luego al aire como un planeador.
       A cada tranco intentaba Jody pisar en mitad de su sombra. Rodó un canto bajo su pie y se pegó una costalada. Al fin dobló un pequeño recodo y allí, poco más adelante, estaban su abuelo y el carro. Aflojó el chico su improcedente carrera y se aproximó con aire digno, al paso.
       El caballo subía malamente, a trompicones, y el anciano marchaba junto a él. El sol del ocaso proyectaba tras ellos unas sombras moribundas, lúgubres, desmesuradas. El abuelo llevaba traje negro de paño fino, botas de elásticos de cabritilla con polainas y corbata negra con cuello corto duro. Traía en la mano su sombrero negro de ala caída. Gastaba barba recortada, toda blanca, y sus cejas, no menos blancas, cabalgaban los ojos como mostachos: unos ojos azules, a un tiempo severos y festivos. En su rostro y en todo su porte traslucíase una dignidad granítica que hacía inconcebible toda posibilidad de movimiento. Si se detenía, era como si el anciano fuese de piedra, inmóvil para la eternidad. Sus pasos eran lentos y seguros. Una vez dados, nada podría rectificarlos; emprendida una dirección, el camino jamás tendría curvas ni haría más rápida o más lenta su marcha.
       Cuando Jody apareció en el recodo, el abuelo agitó despacio el sombrero en son de bienvenida y le dijo:
       —¡Qué hay, Jody! Conque has salido a esperarme, ¿eh?
       Jody llegó a su lado, dio media vuelta, ajustó su paso al del anciano, se estiró bien y marchó arrastrando un poco los talones.
       —Sí, señor —dijo—. Hasta hoy no hemos recibido su carta.
       —Tenía que haber llegado ayer —repuso el abuelo—. Es lo suyo. ¿Cómo están todos?
       —Muy bien, abuelo. —Vaciló, y a poco propuso tímidamente—: ¿Querría usted venir mañana a una cacería de ratones, abuelo?
       —¿Cacería de ratones, Jody? —sonrió entre dientes el viejo—. ¿Es que la gente de esta generación ha descendido al extremo de cazar ratones? No es que sean muy fuertes los chicos de hoy, pero no creía que se dedicasen a esas cacerías de ratones.
       —No, señor. Es sólo por jugar. Han quitado el almiar. Voy a echar los perros a los ratones. Y usted podrá mirar, o remover un poco el heno, si quiere.
       Los ojos serios, burlones, se posaron en él.
       —Comprendo. Así que no te los vas a comer. Todavía no has llegado a eso.
       —Se los comen los perros, abuelo —explicó Jody—. No es como cazar indios, ni mucho menos, supongo yo.
       —No, no se parece mucho... pero al final, cuando las tropas empezaron a dar caza a los indios, y a disparar sobre los niños, y a quemar las tiendas de sus campamentos, no era muy diferente de tu caza de ratones.
       Llegaron al remate de la cuesta y empezaron a descender hacia la hondonada del rancho, con lo cual dejó de darles el sol.
       —Has crecido —dijo el abuelo—. Casi una pulgada, diría yo.
       —Más —se enorgulleció Jody—. Desde el Día de Acción de Gracias he crecido más de una pulgada. Lo hemos visto en la puerta donde me tallan.
       —A lo mejor es que te riegan demasiado y te estás convirtiendo en puro tallo —vibró la voz campanuda y gutural del abuelo—. Espera a que seas mayor y entonces veremos.
       Jody echó una ojeada al rostro del anciano, a ver si debía sentirse ofendido por sus palabras; pero en los vivos ojos azules no se apreciaba el menor deseo de molestar, ni de reconvenir, ni de guardar las distancias.
       —Podríamos matar un cerdo —sugirió Jody.
       —¡Oh, no! No lo consentiría. Lo dices sólo por halagarme. Ahora no es época de matanza, y tú lo sabes.
       —¿Se acuerda usted de Riley, el verraco grande?
       —Sí. Lo recuerdo bien.
       —Pues Riley se puso a comer en ese mismo almiar, hizo un agujero, se le vino el almiar encima y lo asfixió.
       —Los cerdos a veces hacen cosas asi —dijo el abuelo.
       —Riley era un cerdo muy bueno para ser un verraco, abuelo. A veces llegué a montar en él y no le importaba.
       Sonó una puerta en la casa, allá al fondo, y ambos vieron a la madre de Jody, de pie en el porche, agitando el delantal en señal de bienvenida. Y vieron también a Carl Tiflin que se acercaba desde el establo para estar en la casa cuando llegaran. Ya había desaparecido el sol que doraba los cerros. El humo azul de la chimenea formaba difusos estratos en el aire violáceo, sobre la hondonada del rancho. Las nubecillas cumuliformes, ahora que había amainado el viento, flotaban indolentes en el cielo.
       Billy Buck salió del cobertizo y arrojó una jofaina de agua jabonosa al suelo. Se había afeitado, pese a estar sólo a mediados de semana, porque Billy sentía un gran respeto por el abuelo, y el abuelo dijo que Billy era uno de los pocos hombres de la nueva generación que no se habían reblandecido. Aunque Billy era de mediana edad, el abuelo le consideraba un muchacho. Ahora Billy se apresuraba también hacia la casa.
       Cuando llegaron Jody y el abuelo, los tres estaban esperándolos a la entrada del patio.
       —¿Qué tal? —le saludó Carl Tiflin—. Le esperábamos a usted.
       La señora Tiflin besó al abuelo a un lado de la barba y permaneció inmóvil mientras él le palmeaba el hombro con su manaza. Billy le estrechó la mano solemnemente, sonriendo tras de su bigote pajizo.
       —Voy a ocuparme de su caballo —dijo Billy, y se alejó con el animal cogido de las riendas.
       El abuelo le vio marchar; luego, volviéndose hacia el grupo, dijo lo que tantas veces:
       —Es un buen chico. Conocí a su padre, el viejo Buck Cola de Mula. Jamás supe por qué le llamaban Cola de Mula; quizá por ser acemilero.
       La señora Tiflin se volvió y abrió la marcha hacia la casa.
       —¿Cuánto tiempo vas a estar con nosotros, padre? No lo dices en tu carta.
       —Pues no lo sé. Creo que unas dos semanas. Pero nunca me quedo todo el tiempo que tengo pensado.
       Momentos después estaban sentados a la mesa con tapete de hule blanco, cenando. Sobre la mesa pendía el quinqué con reverbero de hojalata. Al otro lado de las ventanas del comedor, grandes mariposas nocturnas chocaban blandamente contra los cristales.
       El abuelo cortaba la carne en porciones menudas y masticaba lentamente.
       —Estoy hambriento —declaró—. El llegar hasta aquí me ha abierto el apetito. Es como cuando íbamos en la caravana. Por las noches teníamos todos tanta hambre que nos costaba esperar a que la carne acabara de asarse. Yo llegué a comerme casi cinco libras de carne de bisonte en una noche.
       —Es por el ejercicio —afirmó Billy—. Mi padre era acemilero del gobierno. Yo le ayudaba, de chico. Entre los dos éramos capaces de liquidar un pernil de venado.
       —Yo conocí a tu padre, Billy —dijo el abuelo—. Era un buen hombre. Le llamaban Buck Cola de Mula. No sé por qué. Como no fuera por ser acemilero.
       —Por eso —convino Billy—. Era acemilero.
       El abuelo dejó cuchillo y tenedor y paseó la mirada en torno a la mesa.
       —Recuerdo una vez que no teníamos carne —su voz fue bajando de tono hasta reducirse a un extraño y profundo sonsonete que se deslizaba por el surco sonoro que el relato se había labrado con los años—. Ni un bisonte, ni un antílope, ni siquiera conejos. Los cazadores no pudieron tirar ni a un coyote. En momentos así es cuando el guía de una caravana tiene que andar alerta. Yo era el guía y mantuve los ojos bien abiertos. ¿Sabéis por qué? Porque cuando la gente empieza a tener hambre se pone a sacrificar los bueyes de los atalajes. ¿Podéis creerlo? Sé de algunos que liquidaron todas sus bestias de tiro. Empezando por el centro y siguiendo hacia los extremos. Al final se comieron la pareja delantera y por último los de varas. El guía de una caravana tiene que impedir tales cosas.
       Una mariposa nocturna de gran tamaño consiguió entrar en el aposento y empezó a describir círculos alrededor del quinqué. Billy se levantó de la mesa e intentó apresarla entre las manos. Carl dio un manotazo con la palma hueca, atrapó la mariposa y la deshizo. Después se acercó a la ventana y la arrojó fuera.
       —Como iba diciendo —quiso proseguir el abuelo, pero Carl le interrumpió.
       —Mejor será que coma usted algo más de carne. Los demás ya estamos listos para tomar el budín.
       Jody advirtió un relámpago de ira en los ojos de su madre. El abuelo volvió a coger el cuchillo y el tenedor.
       —Tengo mucha hambre, desde luego —dijo—. Ya os lo contaré después.
       Acabada la cena, cuando la familia y Billy Buck se sentaron ante la chimenea en el otro salón, Jody se puso a espiar ansiosamente al abuelo. Vio las señales que ya conocía. El rostro barbudo inclinado hacia adelante; los ojos que habían perdido su severidad y contemplaban el fuego dubitativos; los grandes dedos escuálidos que se entrecruzaban sobre las negras rodillas.
       —Estaba pensando —empezó—, estaba preguntándome precisamente si os he contado alguna vez cómo se nos llevaron treinta y cinco caballos esos ladrones de payutes.
       —Creo que sí —interrumpió Carl—. ¿No sucedió eso poco antes de que llegara usted a la región de Tahoe?
       El abuelo se volvió rápidamente hacia su yerno.
       —Exactamente. Creo que he debido de contaros ya esa historia.
       —Montones de veces —confirmó Carl, despiadado, evitando las miradas de su esposa. Pero sintió fijos en él sus ojos iracundos, y concedió—: Por supuesto me gustaría volverla a escuchar.
       El abuelo miró de nuevo al fuego. Sus dedos se soltaron y se volvieron a enlazar. Jody comprendía sus sentimientos, la desolación y el vacío que llevaba dentro. ¿No le habían llamado entrometido a Jody aquella misma tarde? Dio pues rienda suelta a su heroísmo, arriesgándose a que volvieran a llamarle entrometido:
       —Cuéntanos cosas de los indios —suplicó con voz queda.
       Los ojos del abuelo recobraron su severidad.
       —Los chicos quieren siempre escuchar historias de indios. Era aquella una misión de hombres, pero los chicos quieren oír contar. Pues bien, vamos a ver. ¿Te he dicho alguna vez por qué quise yo llevar en cada carromato una plancha larga de hierro?
       Todo el mundo permaneció en silencio menos Jody, que dijo:
       —No, nunca.
       —Pues bien, cuando atacaban los indios, siempre formábamos un círculo con los carros y nos defendíamos parapetados en las ruedas. A mí se me ocurrió que si en cada carro llevábamos una plancha alargada con troneras para los rifles, los hombres podrían colocar las planchas por la parte de afuera de las ruedas, una vez puestos los carros en círculo, y así estarían protegidos. Se salvarían vidas, lo cual compensaría con creces el peso del hierro. Pero entonces los otros no quisieron. A nadie se le había ocurrido antes, y no comprendían por qué habían de hacer ese gasto. Tiempo tuvieron para arrepentirse.
       Jody miró a su madre y dedujo por su expresión que no estaba escuchando en absoluto. Carl se pellizcaba un callo del pulgar y Billy Buck miraba una araña que subía por la pared.
       El tono de voz del abuelo volvió a caer en su rutina narrativa. Jody sabía con exactitud las palabras que iba a escuchar. Y así proseguía el runrún del relato, acelerado durante el ataque, entristecido con la descripción de las heridas, fúnebre al llegar a los enterramientos en las grandes llanuras. Jody escuchaba en silencio, observando al abuelo. Los severos ojos azules parecían ausentes. Como si el narrador no estuviera muy interesado en su propio relato.
       Cuando al fin acabó, y se respetó cortésmente la pausa como una linde de lo contado, Billy Buck se levantó y se estiró y sujetó los pantalones.
       —Creo que ya es hora —declaró. Después se encaró con el abuelo—. Tengo en el cobertizo un viejo cuerno para pólvora y una pistola de pistón. ¿Se los he enseñado alguna vez?
       El abuelo asintió con lentas cabezadas.
       —Sí, creo que ya me los has enseñado, Billy. Me recuerda una pistola que tuve cuando iba de guía de la caravana.
       Billy se mantuvo en pie sin rechistar hasta que concluyó la anécdota, y después dijo:
       —Buenas noches —y salió de la casa.
       Carl Tiflin intentó dar un nuevo giro a la conversación.
       —-¿Cómo es la región entre esto y Monterrey? He oído decir que es muy seca.
       —Es seca —dijo el abuelo—. En la Laguna Seca no hay ni gota. Pero aun así no están las cosas como en el ochenta y siete. La región no era más que polvo entonces, y creo que en el sesenta y uno se murieron de hambre todos los coyotes. Este año hemos tenido quince pulgadas de lluvia.
       —Sí, pero cayó demasiado temprano. Ahora es cuando hacía falta lluvia. —Los ojos de Carl se fijaron en Jody—. ¿No sería mejor que te fueras a la cama?
       Jody se levantó obediente.
       —¿Puedo matar mañana los ratones del almiar viejo, padre?
       —¿Los ratones? Hombre, desde luego, mátalos todos. Dice Billy que no dejan ni pizca de heno en buenas condiciones.
       Jody cambió una mirada secreta y satisfecha con el abuelo.
       —Mañana los mato a todos —prometió.
       Una vez acostado, Jody se puso a pensar en el mundo inasequible de los indios y de los bisontes, un mundo desaparecido para siempre. Le hubiera gustado vivir en aquellos tiempos heroicos, aunque reconocía que no tenía madera de héroe. Ya nadie en la actualidad, excepto quizá Billy Buck, tendría arrestos para hacer lo que los antiguos. Vivía entonces una raza de gigantes, de hombres sin miedo, con una firmeza desconocida en los tiempos presentes. Jody se imaginaba las vastas llanuras, los carromatos que las cruzaban como ciempiés. Evocó al abuelo sobre un colosal caballo blanco, mandando a la gente. Por su imaginación cruzaban los grandes fantasmas que fueron un día sobre la faz de la tierra, y pasaron, y desaparecieron.
       Volvió entonces por un instante al rancho. Oyó ese ruido sordo, vertiginoso, que hacen el espacio y el silencio. Uno de los perros, afuera en la perrera, se rascaba las pulgas golpeando rítmicamente él suelo con el codillo. Volvió a levantarse el viento, gimió el negro ciprés y Jody se quedó dormido.
       Media hora antes de que sonase la campana llamando a todos para el desayuno ya estaba él levantado. Cuando pasó por la cocina, su madre andaba removiendo el fogón para reavivar el fuego.
       —Temprano te levantas —le dijo—. ¿Adonde vas?
       —Voy fuera, a buscar una buena estaca. Vamos a matar hoy los ratones.
       —¿Quiénes?
       —Pues el abuelo y yo.
       —Ya le has metido otra vez en el lío, ¿eh? Siempre te las arreglas para que haya alguien contigo, por si hay que repartir las culpas.
       —Vuelvo en seguida —aseguró Jody—. Quiero tener lista una buena estaca para después del desayuno.
       Cerró tras él la cancela y salió a la mañana fría y azul. Los pájaros armaban gran algarabía en esa hora del alba, y los gatos del rancho bajaban del cerro como serpientes embotadas. Habían andado a caza de topos en la oscuridad y, pese a venir ahitos de carne de topo, los cuatro morrongos se sentaron en semicírculo ante la puerta trasera y se pusieron a maullar lastimeramente, reclamando su ración de leche. Doubletree Mutt y Smasher andaban olfateando por la linde del monte, un deber que cumplían con estricta ceremonia; pero cuando Jody silbó levantaron muy vivos la cabeza y agitaron la cola. Al punto se abalanzaron sobre él, desperezándose y bostezando. Jody les acarició la cabeza con ademán grave y se dirigió al montón de chatarra y desechos maltratados por la intemperie. Escogió un viejo mango de escoba y un tarugo cuadrado más pequeño. Sacó del bolsillo un cordón de zapato y ató mango y tarugo por las puntas, dejando entre uno y otro cierta holgura para formar una especie de mayal. Hizo zumbar su nueva arma en el aire y la probó contra el suelo, lo cual obligó a apartarse a los perros, que gimieron temerosos.
       Jody dio la vuelta, pasó junto a la casa y bajó al sitio donde había estado el almiar, a fin de reconocer el escenario de la carnicería; pero Billy Buck, sentado pacientemente en los escalones de la puerta trasera, le llamó:
       —Mejor es que vuelvas. Sólo falta un par de minutos para el desayuno.
       Jody cambió de rumbo y se dirigió hacia la casa, dejando el mayal recostado en los peldaños.
       —Es para echar fuera a los ratones —explicó—. Apuesto a que están gordos. Apuesto a que no saben lo que les espera.
       —No, ni tú tampoco —observó Billy filosóficamente—; ni yo, ni nadie.
       Jody se sintió desconcertado por este razonamiento. Sabía que era verdad. Su imaginación se desligó de la cacería de ratones. En ese momento su madre salió al porche de atrás y se puso a tocar la campana, con lo que todas las reflexiones quedaron en suspenso.
       El abuelo no estaba en la mesa cuando se sentaron. Billy señaló con el mentón su silla vacía.
       —¿Se encuentra bien? ¿No estará enfermo?
       —Le lleva mucho tiempo arreglarse —declaró la señora Tiflin—. Se peina la barba, se limpia el calzado, se cepilla la ropa...
       Carl espolvoreó azúcar sobre sus puches.
       —Un hombre que guió una caravana por las praderas tiene que poner mucho esmero en vestirse.
       La señora Tiflin se volvió hacia él:
       —¡No digas eso, Carl! ¡Por favor! —Había más amenaza que súplica en su tono. Y la amenaza irritó a Carl.
       —Bueno, ¿cuántas veces he tenido que tragarme la historia de las planchas de hierro y de los treinta y cinco caballos? Eso ya pasó. ¿Por qué no puede olvidarlo cuando ya ha pasado todo? —A medida que hablaba iba en aumento su irritación, y su voz subió de tono—. ¿Por qué tiene que contarlo una y otra vez? Que cruzó las praderas. Pues muy bien. Ahora todo eso ha terminado. Nadie quiere seguir escuchándole la historia toda la vida.
       La puerta de la cocina se cerró suavemente. Los cuatro que estaban sentados a la mesa se quedaron helados. Carl dejó la cuchara sobre la mesa y se sobó la barbilla con los dedos.
       Entonces se abrió la puerta y entró el abuelo. Sus labios forzaban una sonrisa y sus ojos miraban esquinados.
       —Buenos días —dijo, y se sentó, concentrando la atención en su plato de puches.
       Carl no podía dejar así las cosas.
       —¿Ha oído... ha oído usted lo que decía?
       El abuelo asintió con una leve cabezada.
       —No sé lo que me ha pasado... No lo decía de corazón... Era todo una broma.
       Jody echó una mirada furtiva a su madre, avergonzado, y vio que ella miraba fijo a Carl, conteniendo la respiración. Era espantoso lo que su padre hacía. Se estaba destrozando al hablar así. Era siempre terrible para él el tener que retirar una sola palabra, pero el tener que hacerlo avergonzado era infinitamente peor.
       El abuelo miró para un lado.
       —Estoy intentando ver las cosas claras —dijo suavemente—. No estoy enfadado. No me importa lo que has dicho, pero puede que sea verdad, y eso sí que me importaría.
       —No es verdad —afirmó Carl—. No me encuentro muy bien esta mañana. Lamento lo que he dicho.
       —No te preocupes, Carl. Un anciano a veces no se da cuenta de las cosas; quizá tengas razón. La época en que se cruzaban las praderas pasó a la historia. Quizá debiéramos olvidar.
       Carl se levantó de la mesa.
       —Ya he comido bastante. Me voy a trabajar. ¡Date prisa, Billy!
       Salió rápidamente del comedor. Billy engulló lo que le quedaba de comida y le siguió poco después. Pero Jody no pudo abandonar su asiento.
       —¿No querrá usted contar ya más historias? —preguntó Jody.
       —Por qué no, claro que las contaré, pero sólo cuando esté seguro de que la gente desea escucharlas.
       —A mí me gusta escucharlas, abuelo.
       —Por supuesto que sí, pero tú eres un niño. Fue una empresa de hombres, pero sólo a los niños les gusta oírlo contar.
       Jody abandonó su puesto.
       —Le espero ahí fuera, abuelo. Tengo una buena estaca para esos ratones.
       Esperó junto a la puerta hasta que el anciano salió al porche.
       —Ahora vamos a matar los ratones —indicó Jody.
       —Creo que será mejor que me siente al sol, Jody. Puedes ir tú a matar los ratones.
       —Le dejo mi mayal, si quiere.
       —No; prefiero quedarme aquí un rato.
       Jody dio media vuelta, entristecido, y se fue para el almiar. Intentó espolear su entusiasmo pensando en ratones gordos y lozanos. Golpeó el suelo con su mayal. Los perros le hacían fiestas y gañían a su alrededor; pero no pudo llegar. Allá quedaba el abuelo sentado en el porche a espaldas de la casa. Jody le veía, pequeño, delgado y oscuro.
       Se arrepintió y vino a sentarse en los escalones a los pies del anciano.
       —¿Ya estás de vuelta? ¿Has matado los ratones?
       —No, señor. Otro día los mataré.
       Zumbaban a ras de tierra las moscas mañaneras, y las hormigas bullían dispersas ante los escalones. Llegaba de los cerros el intenso aroma de la artemisa, y el sol empezaba a caldear las tablas del porche.
       Jody apenas advirtió en qué momento comenzó a hablar el abuelo.
       —No debo quedarme aquí, dadas las circunstancias. —Examinó sus viejas y recias manos—. Siento como si no hubiera merecido la pena cruzar como cruzamos las praderas. —Sus ojos se alzaron hasta la loma inmediata y se detuvieron en un halcón inmóvil posado sobre una rama seca—. Yo cuento esas viejas historias, pero no son historias lo que me gustaría contar. Sólo yo sé cómo quiero que se sienta la gente cuando las cuento.
       »Lo importante no fueron los indios, ni las aventuras, ni siquiera el viaje. Era aquel puñado de hombres convertido en un gran animal que se arrastra. Y yo iba en cabeza. La cosa estaba en caminar y caminar hacia el oeste. Cada hombre tenía sus propias ambiciones personales, pero la bestia enorme que formaban todos juntos sólo deseaba seguir hasta el oeste. Yo iba en cabeza, pero si no hubiera estado allí, cualquier otro podría haber tomado el mando. La caravana tenía que llevar un guía.
       »Las sombras de las matas eran negras a la luz blanca del mediodía. Cuando al fin vimos las montañas, todos lloramos, todos. Pero lo que importaba no era el llegar hasta allí, sino moverse y seguir caminando hacia el oeste.
       »Trajimos aquí la vida y nos establecimos lo mismo que esas hormigas que acarrean sus huevos. Y yo era el jefe. Caminar hacia el oeste era tan importante como Dios, y los lentos pasos con que avanzábamos fueron acumulándose y acumulándose hasta que atravesamos el continente entero.
       »Entonces llegamos al mar, y todo se acabó. —Calló y se frotó los ojos hasta que se le pusieron ribetes colorados—. Eso es lo que yo debería contar, en vez de historias.
       Cuando habló Jody, el abuelo se sobresaltó y bajó la mirada hacia él.
       —Quizá pueda yo ser alguna vez guía de caravana —dijo el chiquillo.
       El anciano sonrió.
       —Ya no hay adonde ir. Está el océano, y de ahí no se pasa. Menuda hilera de viejos hay en el muelle; todos odian el mar porque detuvo sus pasos.
       —En barcos sí que podría, abuelo.
       —Ya no hay adonde ir, Jody. Todo está ocupado. Pero no es eso lo peor... no, no es lo peor. El anhelo de seguir hacia el oeste ha muerto para la gente. Nadie siente ya esa comezón. Todo ha concluido. Tiene razón tu padre. Todo se acabó. —Entrelazó los dedos sobre la rodilla y se quedó mirándolos.
       Jody se sentía muy triste.
       —Si quiere usted un vaso de limonada, yo puedo hacérselo.
       El abuelo estuvo a punto de decir que no, pero se fijó en la cara de Jody.
       —Eso vendría bien —afirmó—. Sí, vendría bien tomar una limonada.
       Jody corrió a la cocina, donde su madre estaba secando el último plato del desayuno.
       —¿Podrías darme un limón para hacer una limonada al abuelo?
       —Y otro limón para hacerte a ti otra —le remedó su madre, burlona.
       —No, mamá. Yo no quiero.
       —¡Jody! ¡Tú estás enfermo!
       Entonces la mujer se interrumpió de pronto.
       —Saca un limón de la nevera —dijo suavemente—. Espera, yo te alcanzo el exprimidor.



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