Katherine Anne Porter
(Indian Creek, Texas, 1890 - Silver Spring, Maryland, 1980)
Las calabazas de la abuelita Weatherall
“The Jilting of Granny Weatherall”
Originalmente publicado en Transition Magazine (Febrero 1929)
Flowering Judas and Other Stories (1930)
Zafó su muñeca de entre los dedos regordetes y cuidadosos
del doctor Harry y subió la sábana hasta su
barbilla. ¡El mocoso debería andar con pantalones
cortos, en vez de pasar por doctor en toda la región
usando anteojos sobre la nariz!
—Váyase ahora, tome sus libros escolares y váyase.
No tengo nada.
El doctor Harry puso una mano cálida, similar a un
almohadón, sobre su frente, donde una vena verde
se bifurcaba danzante crispándole los párpados.
—Bueno, bueno, sea obediente y podremos levantarla
dentro de poco.
—Esa no es forma de hablarle a una mujer de casi
ochenta años sólo porque está enferma. ¡Prefiero
que respete a sus mayores, jovencito!
—Está bien, señora, discúlpeme—. El doctor
Harry le palmeó la mejilla—. Tengo que prevenirla
¿o no? Usted es maravillosa pero necesita cuidarse
o no andará bien y lo lamentará.
—No me diga lo que me pasará. Ya estoy en pie,
moralmente hablando. Cornelia tiene la culpa. Tuve
que acostarme para librarme de ella.
Sentía los huesos sueltos, flotar dentro de su
cuerpo y veía al doctor Harry como un globo flotante
al pie de la cama. Flotaba y se bajaba el chaleco
y los lentes le columpiaban de un cordel.
—Bueno, quédese donde está, de cualquier manera
no le hará daño.
—Váyase de una vez a curar a sus enfermos —dijo la abuelita Wheatherall—. Deje en paz a una
mujer sana. Lo llamaré cuando lo necesite... ¿Dónde estaba usted hace cuarenta años cuando aguanté
una flebitis y una neumonía doble? Ni siquiera
había nacido. ¡No deje que Cornelia lo domine!
—gritó porque el doctor Harry parecía flotar hasta el
cielo y salir volando—. ¡Pago mis propios gastos y no
desperdicio dinero en tonterías!
Quiso hacerle un gesto de adiós, pero le costaba
demasiado trabajo.
Los ojos se le cerraban solos, era como si una cortina
oscura cayera alrededor de la cama. La almohada
levitó, flotante sobre su cabeza. Escuchó el
susurró de las hojas fuera de la ventana. No, no, alguien
estaba hojeando periódicos ... No, Cornelia y
el doctor Harry murmuraban. Se despertó sobresaltada,
pensando que conversaban en su oreja.
—¡Nunca estuvo así, así nunca!
—Bueno, ¿qué esperamos?
—Sí, ochenta años de edad...
—Bien, ¿y que si así era? Todavía tenía oídos. Cornelia
acostumbraba cuchichear tras las puertas.
Siempre contaba secretos a voces, tratando eternamente
de actuar con tacto y gentileza.Cornelia tenía
sentido del deber. Ese era su problema. Responsabilidad
y bondad.
—Es tan buena y responsable —dijo la abuelita—,
que quisiera pegarle. Se vio a sí misma golpeando
bien fuerte a Cornelia.
—¿Qué dices, mamá?
La abuelita sintió como si el rostro se le endureciera:
—Me gustaría saber... ¿es que uno no puede pensar?
—Creí que deseabas algo.
—Sí. Quiero un montón de cosas. Antes que nada
que se vayan y dejen de murmurar.
Se recostó y adormeció esperando que durante su
sueño los muchachos permanecieran fuera y la dejaran
tranquila un minuto. Había sido un largo día.
No es que se sintiera cansada. Era que siempre resultaba
agradable aprovechar un momento para sí
misma. Había siempre tanto que hacer: Mañana.
Mañana quedaba muy lejos y no existía ningún
problema pendiente. Las cosas terminarían de alguna
manera cuando llegara su tiempo; gracias a
Dios siempre había un pequeño margen de paz: entonces
una persona podía trazar su plan de vida y
desarrollarlo ordenadamente. Era bueno tener todo
limpio y guardado, con los cepillos de pelo y las botellas
de tónico colocadas derechitas sobre la carpeta
de lino bordada. El día comenzaba sin problemas y
los estantes de la despensa estaban repletos de
pomos con mermelada, y tarros cafés y blanca porcelana
china con arabescos azules y dibujos; café, té,
azúcar, gengibre, canela, todas las especies; y el reloj
de bronce coronado por un león bien sacudido. ¡El
polvo que podía caerle a ese león en veinticuatro
horas! El desván guardaba una caja con todos esos
paquetes de cartas; mañana se ocuparía de ellas.
Todas esas cartas..., las de George, las de John y las
que ella les había enviado a los dos, andaban por allí
desparramadas y los niños podían encontrarlas y eso
la incomodaba. Sí, esa sería su tarea de mañana.No
había razón para que nadie se enterara de lo tonta
que a veces había sido.
Mientras rumiaba, encontró a la muerte en su
pensamiento y le pareció turbia y estrambótica. Se
había preparado durante tanto tiempo para afrontarla
que no necesitaba comenzar por el principio.
Dejaría tranquilo el asunto.Cuando cumplió sesenta
años, se creyómuy vieja y acabada y estuvo viajando para ver a sus hijos y a sus nietos llevando un secreto
en su pensamiento: ¡Este es el fin de su madre,
niños! Hizo su testamento y cayó en cama con una
larga fiebre. No resultó sino una idea, como cualquier
otra, afortunada porque le quitó la sensación de la
muerte durantemucho tiempo.Ahora no se preocupaba.
Esta vez tenía más sentido común. Su padre
vivió hasta los ciento dos años y en su último cumpleaños
bebió un vaso de fuerte ponche caliente. A
los reporteros que fueron a entrevistarlo les dijo que
era su hábito cotidiano. Logró escandalizarlos y se
sintiómuy satisfecho. La abuelita quiso atormentar
un poco a Cornelia:
—¡Cornelia, Cornelia! —no escuchó pasos pero
una mano suave se posó sobre su mejilla—. Bendita
seas ¿dónde estabas?
—Aquí, mamá.
—Bien Cornelia, dame un vaso de ponche caliente.
—¿Tienes frío, querida?
—Un poco, Cornelia. Permanecer en cama perjudica
la circulación. Te lo he explicado más de cien
veces.
Podía escuchar a Cornelia diciéndole al marido
que su madre se portaba algo infantil y que le seguiría
la corriente. Le asombrabamucho que Cornelia
la creyera sorda, ciega y muda. Con miraditas
rápidas y gestos tímidos la señalaba como diciendo:
No la hagan enojar, síganle la corriente, tiene
ochenta años, y ella estaba allí como sentada dentro
de un capelo.Algunas veces la abuelita se proponía
empacar todas sus cosas y mudarse a su casa, donde
nadie le recordara a cada instante que estaba vieja.
¡Espera, espera, Cornelia, a que tus propios hijos se
aconsejen a tus espaldas!
En épocas mejores habían llevado una buena casa
y trabajab amucho. Entonces no era tan vieja puesto
que Lidia atravesaba doscientos kilómetros sólo para
pedirle consejo porque uno de los chicos se había
descarriado, y Jimmy venía aún y comentaba asuntos
con ella: —Ahora, mamy, tú que tienes tan
buena cabeza para los negocios ¿que piensas de esto?
... ¡Vieja! Cornelia no podía ni cambiar los muebles
sin consultarla. ¡Minucias, minucias! Eran tan dulces
los chicos. La abuelita deseaba que regresaran los
viejos tiempos cuando los niños eran pequeños y
todo estaba por empezar. Fue una lucha dura, y
nunca se venció. Pensaba en toda la comida que cocinó,
en toda la ropa que cortó y cosió, en todos los
jardines que había cultivado... los muchachos servían
de muestra. Ahí estaban, hechura suya, y no
podían negarlo. Algunas veces deseaba ver a John
nuevamente y señalárselos a todos con el dedo y decirle
¿no lo hice tanmal, verdad? Pero eso esperaría.
Mañana.Acostumbraba pensar en John como en un
hombre, pero ahora los muchachos eran mayores
que su padre; y él sería un niño junto a ella si volvieran
a estar juntos. Parecería una situación extraña y
aberrante. John ni siquiera la reconocería. Ella había
levantado una cerca alrededor de cuarenta hectáreas,
cavando hoyos para los postes y afianzando los
alambres con la única ayuda de unmuchacho negro.
Eso cambia a unamujer. Lomismo que transitar caminos
del campo, en invierno, cuando va a parir,
velar noches enteras a caballos enfermos, negros enfermos,
hijos enfermos y no perder casi ninguno;
también eso transforma a una mujer. ¡John no perdí
casi ninguno! Él entendería al instante, lo entendería
¡no necesitaría explicaciones!
Sintió ganas de subirse las mangas para poner
otra vez todo en orden. No importaba que Cornelia
determinara estar en todas partes, había gran cantidad
de cosas inconclusas. Ella empezaría mañana
y las terminaría. Hay que estar fuerte para aguantarlo
todo, incluso cuando lo hecho se desvanezca,
cambie o se resbale de las manos, tanto que al momento
de terminarlo casi se olvide la razón por la
cual trabajamos. Una neblina cubrió el valle, la vio
avanzar al través del arroyo, devorando árboles, la
vio levantarse hasta la colina como un ejército de
duendes. Pronto llegaría al límite del huerto y, entonces,
sería el momento de encender las lámparas.
Vengan niños, no deben permanecer a la interperie
de la noche.
Era hermoso encender las lámparas. Los muchachos
se amontonaban y respiraban como terneritos
encerrados en el establo. Sus ojos seguían el cerillo
y miraban la flama crecer y detenerse en una curva
azul; luego se alejaban. La lámpara estaba encendida
y ellos no tenían motivo para sentir miedo y
colgarse a las enaguas de su madre. Nunca, nunca,
nunca más.Dios te agradezco mi vida entera. Sin ti,
mi Dios, no lo hubiera logrado. Santa María, llena
de gracia.
Quiero que recojan toda la fruta este año y que
no desperdicien nada.Alguien puede siempre aprovecharlo.
No dejen podrir cosas buenas sin usarlas.
Se desperdicia la vida cuando se tira la buena comida.
Nunca permitan que las cosas se pierdan. Es
amargo perderlas. Ahora, impídanme seguir pensando,
estoy cansada tomando una siestecita antes
de cenar...
La almohada levitó contra sus hombros y presionó
su cabeza y exprimió sus recuerdos. ¡Ay, quítenme esta almohada! Me asfixia. Resultaba tan
fresca la brisa y tan verde la mañana sin presagios.
Pero él no había llegado como siempre. ¿Qué hace
una señorita cuando se ha puesto el velo blanco y
preparado el pastel de bodas para un hombre que
no llega? Intentó recordar. No, juré que no me lastimaría
otra vez. Él nunca me hirió sino entonces...
¿qué había hecho? Era el día, el día, pero un remolino
negro se levantó y lo cubrió, se deslizó hasta el
campo brillante donde los árboles estaban plantados
cuidadosamente en hileras ordenadas. Era el infierno,
reconoció el infierno apenas lo vio. Durante
sesenta años había rezado para no recordarlo y para
que su alma no cayera en el pozo profundo del infierno
y ahora las cosas se combinaban en una y las
memorias de él se convertían en una nube de humo
infernal que invade sumente cuando apenas procuraba
librarse del doctor Harry para descansar unminuto.
Es tu vanidad herida, Ellen, precisó una
vocecita en la cima de sumente. No permitas que te
domine el orgullo. A muchas muchachas les dan calabazas.
¿Te plantaron, verdad? Pues supéralo. Sus
párpados se entreabrieron y se filtraron unos rayos
de luz azulada similar a un papel de china sobre los
ojos. Debería levantarse y bajar las cortinas o nunca
podría dormir. Estaba encamada y no bajaron las cortinas.
¿Cómo sucedió? Mejor era voltearse, taparse
la luz porque dormir con luz le daba pesadillas.
—Madre ¿cómo te sientes? —y un picante sudor
frío sobre la frente. ¡Pero no me gusta que me laven
la cara con agua fría!
¿Hapsy? ¿George? ¿Lidia? ¿Jimmy? No, Cornelia
y sus facciones que se dilataban y se cubrían de
manchas.
—Ya vienen, querida, pronto estarán todos aquí—.
Vete a lavar la cara, niña, pareces payaso.
En lugar de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso
su cabeza contra la almohada. Simulaba hablar pero
no se oía ningún sonido.
—Bueno, ¿te comieron la lengua? ¿De quién es
el cumpleaños? ¿Darás una fiesta?
La boca de Cornelia se movió aprisa con extraños
gestos.
—No hagas eso, me impacientas, hija.
—No, mamá, no...
Tonterías. Los niños son tercos. Le discuten a uno
cada palabra.
—¿No qué, Cornelia?
—Aquí está el doctor Harry.
—No quiero ver otra vez a ese joven. Se acaba de
ir hace cinco minutos.
—Eso fue esta mañana, madre. Ahora es de
noche. También está aquí la enfermera.
—Soy el doctor Harry, señora Weatherall. ¡Nunca
la vi tan joven ni tan feliz!
—Ay, nunca más seré joven; sin embargo, me
sentiré contenta si me dejan descansar.
Pensó que hablaba fuerte pero nadie respondió.
Sintió un peso cálido en su frente, una pulsera caliente
en su muñeca y una brisa que continuaba susurrante,
intentando decirle algo. Un murmullo de
hojas en las manos eternas de Dios. Él las sopló y
las hojas danzantes musitaron.
—Madre, no te asustes, van a inyectarte.
—Fíjate aquí, hija ¿por qué hay hormigas en mi
cama? Ayer hallé hormigas en el azúcar. ¿Trajeron a
Hapsy también?
A Hapsy era a quien quería ver. Recorrió muchos
cuartos hasta encontrarla parada con un bebé en los
brazos. Le parecía que ella misma era Hapsy, y que el bebé acunado era Hapsy y él mismo
y ella, todo a la vez, y no había sorpresa en el encuentro.
Entonces la imagen de Hapsy se desvaneció
y se puso transparente como una gasa gris y el bebé
fue una sombra etérea... y Hapsy se acercó y dijo:
—Pensé que nunca llegarías.
Y al mirarla de cerca
agregó:
—¡No has cambiado ni un poquito!
Se inclinaron
para besarse cuando Cornelia empezó a murmurar
desde lejos.
—¿Quieres decirme algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Sí, cambió de pensar después de sesenta años y le
gustaría ver a George. Quiero que encuentres a George.
Encuéntralo y dile que lo perdono, cuéntale que de
todos modos tuve marido y mis hijos y mi casa como
cualquier otra mujer. Una buena casa y un buen marido
que amé, y lindos niños suyos. Mucho mejor de
lo que imaginé. Dile que me fue devuelto todo lo que
él me quitó y mucho más. Oh, no, no, Dios, había algo
más aparte de la casa, el marido y los hijos. Seguramente
eso no era todo. ¿Qué era? Una cosa intangible
que no volvió... Su respiración se hizo dificultosa
bajo sus costillas y se convirtió en un monstruo aterrador,
con uñas filosas. Le taladraban el cerebro y la
agonía se volvió atroz:
—Sí, John llama al doctor, no
hablemos más, mi hora ha llegado.
El nacimiento de éste debió ser el último. El último.
Debió haber sido el primero porque era el que
de verdad ella quería. Todo vino a buen tiempo.
Nada se olvidó ni estuvo relegado. Se portó fuerte,
en tres días estaba tan bien como siempre. Mejor.
Una mujer necesita tener leche para llenarse de
salud.
—Madre ¿me oyes?
—Te he dicho...
—Mamá, el padre Connolly está aquí.
—Tomé la sagrada comunión la semana pasada.
Dile que no soy tan pecadora.
—El padre sólo desea hablar contigo.
Que hable tanto como guste. Acostumbra llegar
preguntando por el alma de uno como si inquiriera
por un bebé, y luego quedarse a tomar una taza de
té, jugar cartas o chismosear. Siempre sacaba a relucir
un cuento pícaro, generalmente sobre un irlandés
que se equivocaba a menudo y lo confesaba,
y lo chistoso era alguna tontería que soltaba en la
confesión mostrando su duda entre una piedad innata
y su pecado original. La abuelita no temía por
su alma. ¿Cornelia, dónde quedaron tus modales?
Ofrécele una silla al padre Connolly. Se entendía
con unos cuantos santos favoritos que le abrirían el
camino hasta Dios. Estaba firmado y sellado como
los papeles relativos a las cuarenta hectáreas. Para
siempre... heredados y trasladados de dominio para
siempre. Desde aquel día en que no se cortó el pastel
de bodas sino que se tiró y desperdició. La razón
de su existencia había desaparecido y ella quedó allí
ciega y sudorosa, sin nada bajo los pies y con las paredes
cayéndosele encima. La mano de él la sostuvo
por debajo del busto, o hubiera caído; allí estaba el
piso recién encerado con el tapete verde encima,
exactamente como antes. Él lanzó una maldición similar
a la de un perico de marinero, y exclamó: —Lo mataré por ti... No lo toques, hazlo por mí.
Déjale su castigo a Dios...—No, Ellen, debes creer
lo que te digo...
Así que no hubo nada, nada por qué preocuparse,
excepto ciertas veces en las noches cuando algún
niño lloraba por una pesadilla y ambos se atropellaban
bajando de la cama y temblaban buscando los fósforos mientras gritaban: —Espera un minuto,
aquí estamos. —John, busca al doctor. Hapsy se
muere. Pero allí estaba Hapsy parada junto a la cama
con una gorra blanca.
—Cornelia, dile a Hapsy que se quite esa gorra.
No puedo verla bien.
Abrió mucho los ojos y el cuarto le pareció igual
a un cuadro que había visto en otra parte. Colores
oscuros en las sombras que se levantaban como torres
hasta el cielo haciendo largos ángulos. La alta
cómoda negra relucía sin nada encima salvo una fotografía
de John, ampliada de otra pequeña, con los
ojos muy negros cuando debieron ser azules. Usted
no lo conoció ¿entonces cómo sabía cómo eran? Sin
embargo, el hombre insistía en lo perfecto de la
copia, rica en detalles y bonita. Para ser una fotografía
está bien, pero este no es mi esposo. La mesa
junto a la cama tenía una carpeta de lino, un candelero
y un crucifijo. La luz azulada venía de las pantallas
de seda que puso Cornelia. ¡No era luz sino
un perifollo! Se tiene que vivir cuarenta años con
lámparas de petróleo para apreciar una buena luz
eléctrica. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harry
con un halo rosa.
—Parece un santo, doctor Harry, juro que nunca
estará usted tan cerca de la santidad.
—Está diciendo algo.
—Ya te oí, Cornelia. ¿Qué es toda esta revoltura?
—El padre Connolly dice...
La voz de Cornelia se entrecortaba y golpeaba
como una carreta en un mal camino. Bamboleaba
en las esquinas, regresaba y no llegaba a ningún
lado. Vivaz, la abuelita se subió al carro y tomó las
riendas, pero guiaba el carro un hombre sentado junto a ella y lo reconoció por las manos. No lo miró
a la cara; lo supo sin verlo, en cambio miró hacia
abajo del camino donde los árboles se inclinaban y
saludaban entre sí y miles de pájaros cantaban una
misa. Quiso cantar también, pero puso su mano en
el escote de su vestido y sacó un rosario, y el padre
Connolly rezaba en latín con voz solemne y le hacía
cosquillas en los pies ¿Dios mío, quiere dejar esas
tonterías? Soy una mujer casada. ¿Qué importa si él
se fue y me dejó enfrentar sola al sacerdote? Encontré
un mundo mejor. No cambiaría a mi marido por
nadie, salvo por San Miguel y pueden decirle eso de
mi parte y darle las gracias en la barata.
La luz destelló sobre sus parpados cerrados, y un
bramido profundo la sacudió. ¿Es un relámpago,
Cornelia? Oí un trueno. Habrá tormenta. Cierra
todas las ventanas. Mete a los niños...
—Mamá, aquí estamos todos...
—¿Eres tú Hapsy?
—Oh, no, soy Lydia. Manejamos tan rápido como
pudimos.
Sus rostros se agacharon sobre ella. El rosario
cayó de sus manos y Lydia se lo colocó otra vez.
Jimmy intentó ayudar, las manos se encontraron a
tientas, y la abuelita apretó los dedos alrededor del
pulgar de Jimmy. No bastaban las cuentas del rosario,
necesitaba algo vivo. Estaba tan asombrada que
sus pensamientos corrían en torno. Entonces, mi
amado Señor, esta es mi muerte y yo ni siquiera lo
pensaba. Mis hijos vinieron para verme morir. Pero
no puedo, no es la hora. Oh, siempre odié las sorpresas.
Quise darle a Cornelia el juego de amatistas...
Cornelia tendrás el juego de amatistas, pero
Hapsy lo usará cuando quiera, y, doctor Harry, cállese.
Nadie lo llamó. Ay, mi amado Señor, espera un minuto. Necesito hacer algo con mis cuarenta
hectáreas, Jimmy no las necesita y Lydia las necesitará
con ese torpe marido que tiene. Debo terminar
el mantel del altar y enviarle seis botellas de vino a
la hermana Borgia para su digestión. Quiero mandarle
seis botellas de vino a la hermana Borgia,
padre Connolly recuérdamelo...
La voz de Cornelia se transformaba en sílabas y
se quebraba.
—Ay, mamá, ay, mamá, ay, mamá...
—No me voy Cornelia. Me tomaron por sorpresa.
No puedo irme.
—Verás a Hapsy nuevamente, ¿qué pasó con ella?
—Pensé que no llegarías nunca—. La abuelita
hizo un largo viaje buscando a Hapsy. ¿Qué pasa si
no la encuentro? ¿Qué hago? Su corazón se hundió
más y más, no había fondo para la muerte, no podía
llegar al final. La luz azul de la lámpara de Cornelia
se volvió un punto diminuto en el centro de su cerebro,
parpadeó y aleteó como un ojo y suavemente
fue disminuyendo. La abuelita yacía como ovillo,
asombrada y alerta con la mirada fija en el punto de
luz que era ella misma; ahora su cuerpo era un
hondo montón de sombras en la oscuridad eterna y
esa oscuridad se trenzaría a la luz, tragándosela.
¡Dios, haz una señal!
No hubo señal. Por segunda vez no vino el novio
aunque el cura estaba en casa. Ella no lograba recordar
ningún otro sufrimiento porque aquel dolor
había barrido los demás. No, nada hay más cruel que
esto. Nunca se lo perdonaré. Se distendió con un
suspiro profundo y apagó la luz.
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