Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Algo infantil, pero muy natural (1914)
(“Something Childish But Very Natural”)
Originalmente publicado, póstumamente, Collier’s Weekly (Nueva York), enero de 1924;
reimpreso en la revista Adelphi, 1.9–1.10 (febrero-marzo de 1924);
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)


1

      Henry no sabía qué opinar; o no se acordaba ya de cómo le sentaba el verano anterior, o de entonces ahora le había crecido la cabeza. Porque aquel sombrero de paja le hacía daño, oprimiéndole la frente y produciéndole un dolor sordo en los huesos que hay sobre las sienes. Así que, optando por un asiento en el rincón de una tercera para fumadores, se lo quitó y lo dejó en la rejilla, juntamente con la gran carpeta negra de cartón y los guantes que su tía B. le había regalado aquellas Navidades. El compartimiento olía terriblemente a goma mojada y a hollín. Tenía diez minutos disponibles antes de que saliera el tren, y Henry decidió ir a echar un vistazo al puesto de libros. Por el techo encristalado de la estación penetraba la luz del sol en haces azules y dorados. Un chicuelo corría de aquí para allá con una batea de primaveras. Había en la gente, sobre todo en las mujeres, algo de dejadez y al mismo tiempo de ansiedad. El primer día verdaderamente primaveral, el día más encantador de todo el año desplegaba sus esplendores deliciosamente templados, incluso ante los ojos de los londinenses. Haciendo relumbrar todos los colores, infundía un tono nuevo a todas las voces, así que la muchedumbre urbana iba de aquí para allá, sintiendo que bajo sus ropas llevaban un cuerpo viviente de verdad y que un corazón realmente vivido hacía circular su sangre aletargada.
       Henry era gran amigo de los libros. No había leído mucho y ni poseía tampoco más de media docena. Pero, a la hora de comer y siempre que tenía algún rato disponible, solía contemplarlos en Charing Cross Road; era asombroso el número de libros con quienes se saludaba. Y a juzgar por la pulcritud y cuidado con que solía manejarlos y por las frases tan bien escogidas que usaba al hablar de ellos con este o aquel librero, uno hubiera creído que había tomado su primera papilla teniendo delante un tomo apoyado contra el pecho de la nodriza. Pero no había nada de eso. No eran sino las maneras habituales en Henry con todo lo que tocaba y con todo lo que decía. Aquella tarde se trataba de una antología de poesía inglesa, y estaba hojeándola, cuando le saltó a la vista este título: Algo infantil, pero muy natural.

Had I but two little wings [Si yo tuviese dos alitas de pluma]
And were a little bird, [y fuere un pintado pajarillo,]
To you I’d fly, my dear. [hacia ti volaría, mi bien amada.]
But thoughts like these are idle things, [Pero pensar cosas así resulta vano,]

And I stay here.[y no quiero seguir.]
But in my sleep to you I fly. [Mas en mis sueños hacia ti vuelo.]
I’m always with you in my sleep, [En sueños siempre estoy contigo,]
The world is all omme’s own, [y el mundo entero nos pertenece.]
But then one wakes and where am I? [Pero luego despierto, y ¿dónde me hallo?]
All, all alone. [Solo, completamente solo.]

Sleep stays not though a monarch bids, [Los sueños no perduran aun cuando un monarca lo mande,]
So I love to vake at break of day, [y por eso me encanta despertar cuando rompe el día,]
For though my sleep be gone, [pues aun cuando el sueño se haya disipado,]
Yet while’s tis dark one shuts one’s lids, [aún está obscuro y, cerrando los párpados,]
And so, dreams on. [puede uno seguir soñando.]

       No se cansaba de leer aquel poemita. Y no eran tanto las palabras lo que atraían sino su tono, su aire gracioso. Debía de haber sido escrito muy de mañana por alguien tendido en la cama contemplando en el techo los movedizos resplandores del sol. «Tiene esa calma», se dijo Henry. «Estoy seguro de que lo escribió medio dormido aún; porque ha quedado en él una sonrisa de ensueño.» Miraba al poema y luego hacia lo lejos, repitiéndolo de memoria. En la tercera estrofa no se acordó de una palabra y tuvo que mirarla, hasta que, volviendo a la realidad, oyó voces y carreras, y al mirar hacia el tren vio que empezaba a andar poco a poco.
       —¡Dios santo!
       Henry echó a correr. Un hombre con una bandera y un silbato que iba a cerrar una portezuela, lo atrapó como pudo. La portezuela se cerró tras él de golpe y Henry se encontró en un compartimiento donde no se podía fumar y en el que no había ni rastro de su sombrero de paja, de su carpeta negra, ni de los guantes que le regalara en Navidad su tía B. En lugar de todo ello, en el ángulo opuesto, junto a la pared, había sentada una muchacha. Henry no se atrevía a mirarla; pero estaba seguro de que ella le estaba mirando. «Debe de creer que estoy loco —pensó—. ¿A quién se le va a ocurrir entrar así, de sopetón, sin sombrero y además cuando va a obscurecer?» Se sentía bastante extraño, y no sabía cómo sentarse ni cómo poner las piernas. Se metió las manos en los bolsillos y trató de aparentar una indiferencia absoluta, mirando con ceño fruncido una gran fotografía de la Abadía de Bolton. Pero sintiendo que los ojos de ella le miraban fijamente, le echó nada más que un vistazo. Ella, muy apresurada, se puso a mirar por la ventanilla y Henry, pendiente de su más leve movimiento, siguió mirándola. Se hallaba sentada, comprimida contra la ventanilla, la mejilla y el hombro semiocultos por las largas ondas de sus cabellos, unos cabellos tan rubios y encendidos como la flor de la caléndula. Una de sus manos minúsculas, enguantadas de gris algodón, sostenía un maletín de cuero con las iniciales É. M., mientras que la otra la había deslizado en el lazo que formaba la correa de la ventanilla. Henry notó que en su pulsera tintineaban un diminuto cencerro suizo, un zapatito y un pez de plata. Llevaba un abrigo verde y un sombrero adornado con una guirnalda. Y veía todo esto, teniendo en la memoria el título del poema que acababa de leer: Algo infantil, pero muy natural. «Debe de ir a algún colegio de Londres —pensó—. O trabajará en alguna oficina. Pero no, es demasiado joven. Además, de ser así, llevaría el pelo recogido. Mas ni siquiera lo lleva trenzado.» Le era imposible apartar los ojos de aquella hermosa cabellera ondulada. «Mis ojos son como dos abejas ebrias. Bueno, ¿he leído yo esto, o acabo de inventarlo?»
       En aquel momento la muchacha se volvió, y, al ver que él la miraba, se sonrojó, inclinando la cabeza para ocultar los colores que le salían a las mejillas. Y Henry, terriblemente azarado, se sonrojó también. «Tengo que hablarle, sí, tengo que hablarle.» Al ir a hacerlo fue a quitarse el sombrero, pero no lo llevaba y esto le resultó divertido y le dio ánimos.
       —Yo... yo lo siento muchísimo —dijo sonriendo al sombrero de la muchacha—, pero no puedo seguir aquí sentado en el mismo compartimiento con usted sin explicarle por qué he penetrado de ese modo tan brusco y sin sombrero además. Sin duda le he dado un susto y además ahora mismo la estaba mirando. Pero ése es uno de mis mayores defectos; soy un mirón incorregible. ¿Me permitiría que le explicara? Que le explicara cómo entré aquí, no las miradas, claro —añadió con una risita—. Voy a hacerlo.
       De momento ella no replicó, pero luego con una voz queda y tímida dijo:
       —No tiene importancia.
       El tren había dejado atrás tejados y chimeneas, y, trepidando, entraba campo adelante, entre obscuros bosquecillos, praderas descoloridas y charcos que relucían bajo el cielo del atardecer color de albérchigo. El corazón de Henry se puso a saltar y a golpetear al compás del golpeteo del tren. No podía dejar la cosa así. Pero ella estaba allí sentada tan quieta, oculta tras la cascada de sus cabellos... Él comprendía que era absolutamente indispensable que alzara los ojos para mirarle, que comprendiese... Al menos, que comprendiese. Inclinado hacia delante, cruzó las manos sobre las rodillas.
       —Ya ve usted. Acababa de dejar todas mis cosas y una carpeta en una tercera para fumadores, y había ido a echar un vistazo al puesto de los libros...
       A medida que se lo iba contando ella alzaba la cabeza. Pudo ver sus ojos grises bajo las penumbras del sombrero y sus cejas como dos plumas de oro. Tenía los labios levemente separados. Y, casi sin saber cómo, se percató de que llevaba un ramillete de primaveras, de que su cuello era blanquísimo y el óvalo de su rostro maravillosamente delicado contrastando con la cabellera de fuego. «Qué bonita es, qué sencillamente bonita», cantaba el corazón de Henry, y sintió que le crecía al compás de aquellas palabras, haciéndose grande, muy grande y muy tembloroso, como una gran burbuja, a tal punto que no se atrevía a respirar por miedo de que le estallara.
       —Espero que en la carpeta no habría nada de valor —dijo la muchacha, muy seria.
       —Nada, sólo unos dibujos tontos que había sacado de la oficina —replicó él jovialmente—. Y casi me alegro de haber perdido mi sombrero. Me había estado haciendo daño en la frente todo el día.
       —Sí —repuso ella, casi sonriendo—, le ha dejado una señal.
       ¿Por qué aquellas palabras hicieron que Henry se sintiera de pronto tan desembarazado, tan dichoso, tan tremendamente contento? ¿Qué había ocurrido entre ellos? Ambos callaron, pero aquel silencio se le antojó a él viviente y cálido, y sintió que le envolvía de los pies a la cabeza con sus ondas temblorosas. Aquellas mágicas palabras: «Le ha dejado una señal» habían tendido entre ambos un lazo misterioso. Ya no podían sentirse extraños el uno al otro, al haber hablado ella con tanta naturalidad. Y ahora le sonreía efectivamente. La sonrisa le bailaba en los ojos, se le subía a las mejillas y a los labios y allí permanecía. Él se echó hacia atrás mientras que de sus labios se escapaban estas palabras:
       —¿Verdad que la vida es maravillosa?
       En aquel momento la máquina se precipitó dentro de un túnel y oyó cómo ella, inclinada hacia delante, alzaba la voz en medio del ruido del tren.
       —Yo no lo creía así. Durante mucho tiempo he sido pesimista —una pausa—, durante meses.
       Avanzaban traqueteando en las tinieblas.
       —¿Por qué? —gritó Henry.
       —Ah.
       Ella se encogió de hombros, sonriendo y moviendo la cabeza, dando a entender que con el ruido no podía hablar. Él asintió con un gesto y se recostó hacia atrás. Salieron del túnel en medio de un centelleo de luces y de casas. Él esperaba que ella se explicara. Pero se puso en pie, se abrochó el abrigo, llevándose las manos al sombrero, vacilando un poco con el traqueteo.
       —Bajo aquí —dijo.
       Aquello le pareció a Henry totalmente imposible.
       El tren redujo la marcha y las luminarias de afuera se hicieron más brillantes. Ella fue hacia el extremo del compartimiento para salir.
       —Oiga —balbuceó él—, ¿no la volveré a ver?
       Se había puesto también de pie, y se sujetaba con una mano a la rejilla.
       —Tengo que verla de nuevo.
       El tren iba a detenerse.
       —Vuelvo de Londres por las tardes —replicó ella con voz entrecortada.
       —Ah... ¿Sí? ¿De veras?
       Su ansiedad asustó a la muchacha y él se apresuró a ocultarla. ¿Debía darle la mano o no debía dársela? Éste era el dilema que ocupaba su cerebro, haciéndole funcionar a toda velocidad. Una de las manos de la muchacha estaba en la manecilla de la portezuela; la otra sostenía el maletín. El tren se detuvo. Sin una palabra, ni una mirada, había desaparecido.


2

       Vino el sábado, medio día de oficina, y luego hubo de transcurrir el domingo. El lunes por la tarde Henry estaba agotado por completo. Fue a la estación tempranísimo, acosado por una manada de pensamientos absurdos que le mordían los talones mientras andaba de un lado para otro. «No dijo que vendría en este tren.» «¿Y si voy hacia ella y no me hace caso?» «Puede venir alguien acompañándola.» «¿Y crees que se habrá vuelto a acordar de ti?» «¿Qué le vas a decir si la ves?» Hasta llegó a rezar: «Señor, si ésa es tu voluntad, deja que nos veamos.»
       Pero aquello no disminuía su ansiedad. Una blanca humareda flotaba bajo el techo de la estación, se disipaba y volvía a ascender en ondulantes volutas. Y de pronto, mientras él las contemplaba, tan sutiles y silenciosas, moviéndose con aquella gracia misteriosa por encima de la multitud y del estrépito, se sintió calmado. Pero tan rendido que ya no deseaba sino sentarse y cerrar los ojos. «No vendrá.» Y en aquellas palabras alentaba un desolado alivio. Entonces la vio, muy cerca de donde estaba, yendo hacia el tren con el mismo maletín de cuero en la mano. Henry esperó. Se dio cuenta, sin saber cómo, de que le había visto; pero no se movió hasta que estuvo junto a él y le dijo con la voz queda y tímida:
       —Los encontró, ¿verdad?
       —Ah, sí, muchas gracias. Los encontré —y con un ademán un tanto cohibido le mostró la carpeta y los guantes.
       Caminaron el uno junto al otro hacia el tren y penetraron en un compartimiento vacío. Se sentaron frente a frente, sonriendo azorados, pero sin hablarse, mientras que el tren echaba a andar y poco a poco iba aumentando la velocidad, y la marcha se hacía más regular. Henry fue el que primero habló.
       —Resulta ridículo —exclamó— que aún no sepa cómo se llama.
       Ella se echó hacia atrás una crencha de pelo que le caía sobre el hombro y él vio que su mano enguantada de gris se estremecía. Luego observó que se sentaba rígida y con las rodillas juntas, como también iba sentado él, ambos esforzándose en no temblar. Ella dijo:
       —Me llamo Edna.
       —Yo, Henry.
       Y en la pausa que siguió cada uno de ellos tomo posesión del nombre del otro, lo dio vueltas y se lo guardó, sintiéndose un tanto menos amedrentado.
       —Tengo que preguntarle algo más —volvió a decir Henry, mirando a Edna con la cabeza levemente ladeada—. ¿Qué edad tiene?
       —Dieciséis cumplidos —replicó—. ¿Y usted?
       —Cerca de dieciocho.
       —¿Verdad que hace calor? —dijo ella de pronto.
       Y quitándose los grises guantes, se llevó las manos a las mejillas y las mantuvo allí un rato. Ya no se miraban con ojos atemorizados, sino con una especie de sosegada desesperación. Si sus cuerpos no se estremecieran tan tontamente... Edna, medio oculta tras su cabellera, preguntó:
       —¿Ha estado enamorado alguna vez?
       —No, nunca. ¿Y usted?
       —Jamás en la vida —replicó denegando con la cabeza—. Siempre creí que sería imposible.
       A continuación habló él atropelladamente:
       —¿Qué ha hecho usted desde el viernes pasado por la tarde? ¿Qué hizo durante todo el sábado, todo el domingo y todo el día de hoy?
       Ella no respondió. Se limitó a sonreír, moviendo la cabeza y a decir:
       —No, dígalo usted.
       —¿Yo? —exclamó Henry.
       Y se dio entonces cuenta de que no podía decirlo. No le era posible remontar aquella montaña de días, y tuvo también que mover la cabeza.
       —Sufrir —replicó con una sonrisa radiante—. Sufrir —y al oírlo, ella se quitó las manos del rostro y se echó a reír. Henry la imitó y rieron hasta que no pudieron más.
       —Es algo tan... tan extraordinario —exclamó ella—. Así, de pronto, ¿comprende? Y parece como si hiciera años que nos conociésemos.
       —Eso me pasa a mí —dijo Henry—. Debe de ser la primavera. Se me figura que me he tragado una mariposa y que está agitando las alas aquí —y se puso la mano sobre el corazón.
       —Lo más extraordinario —añadió Edna— es que yo estaba decidida a no hacer caso de los hombres. Quiero decir que en el colegio las chicas...
       —¿Iba usted al colegio?
       Asintió con la cabeza.
       —A una academia preparatoria, para secretarias —su voz tenía un deje desdeñoso.
       —Yo estoy en una oficina —dijo él—. En la oficina de un arquitecto. Una oficina muy rara y muy chiquita, a ciento treinta escalones de altura. Siempre he creído que debiéramos construir nidos en lugar de casas.
       —¿Y le gusta ese trabajo?
       —No, claro que no. No me gusta hacer nada. ¿Y a usted?
       —Tampoco; me horroriza... —y añadió—: Como mi madre es húngara, creo que eso contribuye a que me horrorice aún más.
       Aquello le pareció a Henry muy natural.
       —Puede ser.
       —Mi madre y yo somos enteramente iguales. No tengo nada de común con mi padre. Es sólo un... un hombrecillo de la City. Pero mi madre tiene sangre bohemia, y ella me la ha transmitido. Detesta tanto esta manera de vivir como yo —y tras de una pausa, frunciendo el ceño—. De todos modos no nos entendemos, es curioso, ¿verdad? Yo estoy en casa enteramente sola.
       Henry estaba escuchando; escuchando en cierto modo; pero había algo que quería pedirle, y preguntó tímidamente:
       —¿Querría usted... querría usted quitarse el sombrero?
       Ella pareció sorprendida.
       —¿Quitarme el sombrero?
       —Sí, para ver su pelo. Daría cualquier cosa por verlo bien.
       Ella protestó:
       —¿Lo dice de veras...?
       —Sí, sí —exclamó él. Y luego, cuando se lo hubo quitado, y se dio unos toquecitos con la mano—: Oh, Edna, es la cosa más maravillosa del mundo.
       —¿Le gusta? —preguntó sonriente y muy complacida, dejándolo caer sobre sus hombros como una capa dorada—. La gente, generalmente, se ríe de él. Es de un color tan extraño.
       Pero Henry no podía creerlo.
       Ella había apoyado los codos en las rodillas y descansaba la barbilla en el hueco de sus manos.
       —Así es como me suelo sentar cuando estoy enfadada, y entonces siento como si me abrasara. ¡Qué tontería!, ¿verdad?
       —No, no, nada de eso —repuso Henry—. Ya sabía yo que lo haría. Es una especie de coraza contra todas las cosas sórdidas y horrendas.
       —¿Cómo sabía esto? Sí, es eso precisamente. ¿Pero cómo ha podido saberlo?
       —Sabiéndolo —replicó él sonriente—. ¡Dios mío! —exclamó—. Qué necia es la gente. Todas esas personillas que usted y yo conocemos. Fíjese en nosotros dos. Estamos el uno junto al otro, y todo está dicho. Yo le comprendo a usted y usted me comprende a mí... nos acabamos de encontrar el uno al otro... una cosa sencillísima... precisamente por ser tan natural. Así es todo en la vida: algo infantil y muy natural. ¿No le parece?
       —Sí, sí —afirmó ella con vehemencia—. Eso es lo que he creído siempre.
       —Son las gentes quienes hacen que las cosas sean tan... estúpidas. Y en tanto uno pueda mantenerse alejado de ellas, está salvado y es feliz.
       —Sí, he pensado eso mismo hace mucho tiempo.
       —Entonces somos iguales— afirmó Henry.
       Y aquello era tan sorprendente, que casi se echa a llorar. Pero en lugar de hacerlo él dijo sólo:
       —Creo que somos los únicos seres vivientes que piensan así. Sí, estoy seguro. A mí no me comprende nadie y me parece estar viviendo en un mundo poblado por seres extraños. ¿Y usted?
       —Eso mismo.
       —Vamos a entrar dentro de un momento en ese túnel antipático —advirtió él—. ¡Edna! ¿Puedo tocar su pelo, solamente tocarlo?
       Ella se echó hacia atrás bruscamente.
       —No, no, por favor.
       Y cuando penetraron en la obscuridad se alejó de él un poquito.


3

       «¡Edna! He sacado los billetes. El de la taquilla del salón de conciertos no se ha extrañado en absoluto de que yo tuviera dinero. Nos encontraremos en la calle, a las tres, junto a la puerta de entrada al paraíso. Ponte aquella blusa crema y los corales. ¿Lo harás? Te amo. No me gusta mandar estas cartas a la tienda. Siempre he pensado que todas esas gentes que tienen en el escaparate el letrero de «se reciben cartas», también tienen en la trastienda una tetera humeando que lo mismo abriría un sobre que la oreja de un elefante. Pero eso no importa, ¿verdad, amor mío? ¿Podrás escaparte el domingo? Di que vas a ir a pasar el día con una amiga de la oficina, y nos encontraremos en algún pueblecillo y andaremos por los campos o nos dedicaremos a buscar un prado donde tendernos para ver abrirse las margaritas. Te amo, Edna. Y los domingos sin ti son sencillamente intolerables. No te dejes atropellar por un coche antes del sábado; no comas nada en conserva; no bebas agua de ninguna fuente pública. Eso es todo, amor mío.»
       «Mi muy amado: Iré el sábado y ya me las arreglaré para el domingo también. Es una gran fortuna el tener en casa entera libertad. Acabo de llegar del jardín. Hace una tarde tan encantadora. ¡Ay, Henry! Me dan ganas de sentarme y ponerme a llorar. ¡Qué tontería!, ¿verdad? Pero ¡te amo esta noche tanto! Me siento tan feliz que apenas puedo contener la risa, y también tan triste, que casi no puedo aguantar las lágrimas. Y todo por la misma razón. Pero, ¡nos hemos encontrado el uno al otro siendo tan jóvenes! Porque lo somos, ¿verdad? Te mando una violeta. Qué buen tiempo hace. Buenas noches, amor mío. Tuya, Edna.»


4

       —Ya estamos aquí —dijo Edna—, y qué localidades más buenas, ¿verdad, Henry?
       Se puso en pie para quitarse el abrigo, y él fue a ayudarla.
       —No, no, ya está —lo colocó bajo el asiento y se sentó a su lado—. Pero ¿qué has traído aquí, Henry? ¿Flores?
       —Sólo un par de rositas —replicó dejándolas sobre su falda.
       —¿Recibiste mi carta? —preguntó ella, mientras quitaba los alfileres que cerraban el paquete.
       —Sí —dijo él—. Y la violeta está creciendo admirablemente. Tenías que ver mi cuarto. Planté un cachito en cada esquina, otro en mi almohada y otro más en el bolsillo de la chaqueta del pijama.
       Ella se sacudió la cabellera para mirarle.
       —Henry, déjame el programa.
       —Aquí lo tienes. Podemos leerlo juntos. Yo lo sostendré.
       —No, déjamelo.
       —Bueno, entonces te lo leeré yo.
       —No, te lo dejaré luego.
       —¡Edna! —suspiró él.
       —Por favor —suplicó ella—. Aquí no... La gente...
       ¿Por qué él tenía tantas ganas de tocarla, y por qué a ella le molestaba tanto? En cuanto estaban juntos, ya estaba queriendo cogerle la mano o llevarla del brazo si iban andando, o reclinarse contra ella, no mucho, sólo lo indispensable para que su hombro rozara el suyo. Y ella ni esto le permitía. Siempre que estaba alejado de Edna, se sentía hambriento de su presencia, se moría por tenerla a su lado. Entonces le parecía que de ella se exhalaba el calor y el consuelo que él necesitaba para sentirse tranquilo. Sí, así era. Pero cuando se encontraba a su lado no podía alcanzar esa tranquilidad, porque ella no dejaba que la tocase. Y le amaba, lo sabía. ¿Por qué sería tan rara para esto? Siempre que quería cogerle una mano o le pedía que se la dejase coger, ella se echaba hacia atrás y se le quedaba mirando con ojos implorantes y atemorizados, como si él quisiera hacerle daño. Podían decirse cuanto quisieran, y no cabía la menor duda de que se pertenecían el uno al otro. Pero, sin embargo, no podía tocarla. ¿Por qué no permitía siquiera que la ayudara a quitarse el abrigo? La voz de ella vino a interrumpir sus reflexiones.
       —¡Henry! —y él se acercó para escuchar, apretando los labios—. Tengo que explicarte una cosa. Te lo prometo... después del concierto.
       —Muy bien —todavía se sentía resentido.
       —¿No estarás triste, verdad?
       Él dijo que no con la cabeza.
       —Sí, sí lo estás, Henry.
       —No, de veras —y se quedó mirando las rosas que ella tenía en las manos.
       —Bueno, ¿estás contento?
       —Sí, ahí viene la orquesta.
       Obscurecía cuando salieron del concierto. Sobre las calles y las casas pendía como un tul de azulosa claridad, y nubes rosáceas flotaban en el cielo pálido. A medida que avanzaban por la calle, Henry tuvo la impresión de que eran algo muy insignificante y muy desamparado. Por primera vez desde que había conocido a Edna, se sentía deprimido.
       —¡Henry! —dijo deteniéndose de pronto y mirándole fijamente—. Henry, no me acompañes a la estación. No, no es preciso que esperes por mí, déjame, por favor.
       —¡Dios mío! —exclamó él asustado—. Edna, ¿qué te pasa? ¿Qué te he hecho, Edna?
       —No, nada, pero vete.
       Y, volviéndose, cruzó la calle corriendo y entró en unos jardinillos encuadrados por una pequeña verja, sobre la cual se reclinó ocultando el rostro entre las manos.
       —¡Edna, Edna, mi pequeña Edna! ¿Por qué lloras?
       Ella, con los brazos apoyados en la barandilla, seguía sollozando inconsolable.
       —No llores más, Edna. Yo tengo la culpa de todo. Soy un idiota, un condenado idiota. Te he estropeado la tarde. Te he estado molestando con mi necia y maldita grosería. Sí, eso ha sido. ¿Verdad, Edna? ¡Ah, cuánto lo siento!
       —¡Cuánto siento hacerte sufrir así! —replicó ella sollozando—. Cada vez que me pides que te deje cogerme la mano o besarme, daría mi vida por poderlo hacer, por permitírtelo. Pero, no sé por qué, me es imposible —y añadió con altivez—. No es que te tenga miedo, nada de eso. Es algo que ni yo misma comprendo. Déjame tu pañuelo, Henry. En el concierto he estado todo el tiempo obsesionada con esto, y cada vez que nos vemos sé que tiene que suceder. Hasta he llegado a creer que si lo hiciéramos, bueno, si nos cogiéramos las manos y nos besásemos, se acabaría todo y que ya no seríamos libres como lo somos ahora; que sería hacer algo a escondidas. Ya no nos sentiríamos como dos criaturas. ¡Qué tontería!, ¿verdad? Me encontraría ante ti cohibida, avergonzada, y como tú y yo somos como somos, creo que no debemos dejar que esto ocurra.
       Ella se había vuelto hacia él para mirarle, oprimiéndose las mejillas con las manos, de aquella manera que él conocía tan bien, y tras ella, como en sueños, vio el cielo, la blanca media luna y los árboles del jardinillo, cuyas yemas aún estaban cerradas. Y se quedó enrollando y desenrollando el programa del concierto.
       —Henry; me entiendes, ¿verdad?
       —Sí, creo que sí. Pero no volverás a atemorizarte por eso, ¿verdad que no? —y tratando de sonreír—. Olvidémoslo, Edna, no volvamos a hablar más de ello. Vamos a enterrar eso aquí, en este mismo jardín, ahora mismo, entre los dos. ¿No te parece?
       —Pero —preguntó ella mirándolo de frente—, ¿me querrás menos por eso?
       —Oh, no. Por nada, por nada del mundo, podrá eso ocurrir.


5

       Londres se convirtió para ellos en campo dé sus correrías. Las tardes del sábado las dedicaban a la exploración. Y descubrieron tiendas, sus tiendas, donde compraban cigarrillos y dulces para Edna. Su saloncito de té, con su mesa, sus calles, y una noche, mientras en casa de Edna la imaginaban asistiendo a una conferencia en el Politécnico, descubrieron su pueblecillo. Fue el nombre lo que les incitó a ir allí. Henry le había dicho a Edna:
       —En ese nombre hay patitos blancos, y un río, y casitas bajitas con viejecillos sentados a la puerta, viejos marinos de pata de palo que dan cuerda a sus relojes. Y hay tiendecitas con quinqués tras las vidrieras.
       Ya estaba muy obscuro para poder ver los patitos y los viejecitos, pero el río sí que estaba allí, y también las tiendecillas con sus quinqués. En una de ellas, una mujer sentada junto al mostrador cosía a máquina. Y estuvieron oyendo el zumbido de la máquina y viendo la sombra gigantesca de la mujer que ocupaba toda la tienda.
       —Está tan llena que no hay sitio ni para un cliente —observó Henry—. Es un lugar magnífico.
       Las casas eran pequeñas y se hallaban escondidas entre yedras y enredaderas. Para entrar en algunas había que subir unos gastados peldaños de madera, mientras que en otras había que bajarlos. Al lado mismo de la carretera de modo que podía ser visto con sólo asomarse a cualquier ventana, estaba el río, con un caramillo que corría a su lado bordeado por altos álamos.
       —Éste es el lugar donde debemos instalarnos —dijo Henry—. Hasta hay una casa que se alquila.
       Creo que nos esperaría si se lo pidiésemos. No me cabe la menor duda.
       —Sí, me gustaría vivir aquí —replicó Edna.
       Cruzaron la carretera y ella, recostada contra el tronco de un árbol, estuvo contemplando la casa vacía con sonrisa de ensueño.
       —Hay una huertecita detrás —aseguró Henry— y un poco de césped con un árbol, y unas cuantas matas de margaritas junto al muro. Por las noches las estrellas lucen en el árbol como velitas. Y dentro hay dos habitaciones en la planta baja y una grande con puerta de hojas plegadizas arriba; y, encima de todo, el desván. Y para entrar en la cocina hay que bajar a obscuras ocho escalones. Enteramente a obscuras, Edna. Y a ti, como sabes, te asustan un poco. «Anda, Henry: ¿quieres traerme el quinqué?, quiero estar segura antes de acostarme de que Euphemia ha apagado el fuego.»
       —Sí —dijo Edna—. Nuestra alcoba es ésa de arriba del todo, que tiene dos ventanitas cuadradas. Y, cuando todo esté en silencio, oímos correr el río y el rumor de los álamos, lejos, muy lejos, susurrando, fluyendo en nuestros sueños, ¿verdad, amor mío?
       —¿No sientes frío? —preguntó él de pronto.
       —No, sólo siento que soy feliz.
       —La habitación de la puerta plegable es la tuya —prosiguió Henry sonriente—. No es exactamente una habitación, sino una mezcla. Está llena de juguetes tuyos, y hay un gran sillón azul, donde tú te sientas acurrucada ante el fuego con el resplandor de las llamas en tus cabellos: porque, aunque estamos casados, tú te niegas a recogértelos, y sólo los escondes un poco con el cuello del abrigo cuando vamos a la iglesia. Y en el suelo hay una alfombra para tumbarme yo, que soy tan haragán. Euphemia, nuestra sirvienta, sólo está de día; y cuando se va, bajamos a la cocina, nos sentamos a la mesa y comemos una manzana. O quizás hacemos té; nada más por oír cantar a la tetera. No, no es una broma. Si uno la escucha atentamente, el rumor de una tetera parece un amanecer primaveral.
       —Sí, ya sé —repuso ella—. Es como si cantaran pájaros de todas clases.
       Entre los barrotes de la cerca de la casa desocupada salió un gatito a la carretera. Edna lo llamó, y arrodillándose le tendió las manos.
       —¡Michín! ¡Michín!
       Y el gatito fue hacia ella y se restregó contra sus rodillas.
       —Si vamos a salir de paseo, coge el gato y déjalo tras la puerta de la calle —dijo Henry, prosiguiendo la ficción—. Tengo la llave.
       Cruzaron la carretera y Edna estuvo acariciando al gato, mientras Henry hacía que abría la puerta. Pero bajó de nuevo muy apresurado. —Vamos de aquí en seguida —dijo—. Esto está a punto de convertirse en un sueño.
       La noche era obscura y templada. No tenían ganas de volver a casa.
       —Estoy seguro de ello —dijo Henry—; teníamos que estar viviendo aquí ya. No debemos esperar nada. ¿Qué importa la edad? Tú y yo tenemos la edad que vamos a tener siempre, ¿comprendes? Muchas veces siento que resulta peligroso el aguardar a que las cosas sucedan; que si uno está esperándolas, se alejan más y más.
       —Pero Henry, ¿y el dinero? Ya sabes que no tenemos dinero.
       —Bueno, tal vez disfrazándome de viejo podría lograr un empleo de vigilante nocturno en algún caserón; eso sería bastante divertido. Inventaría una historia terrorífica acerca de la casa para cuando alguien viniera a verla, y tu podrías hacer de fantasma para asustarlos, paseándote por el solitario salón de las pinturas, plañendo y retorciéndote las manos. ¿No se te ha ocurrido nunca que eso del dinero es cosa secundaria, y que si se quiere una cosa de veras, o lo tiene uno o no hace ninguna falta?
       Ella no respondió, se quedó mirando al cielo y dijo:
       —Henry; no tengo ganas de volver a casa.
       —Sí, eso es precisamente lo fastidioso. Y no debemos ir. Debemos volver a la nuestra, y buscar una cacerola vieja para darle al gato la leche que haya quedado en el fondo de la jarra. Y no creas que lo digo en broma. No tengo ganas de bromear. Me siento muy solo sin ti, Edna. Daría cualquier cosa por tirarme aquí mismo al suelo y llorar —añadió, la voz desmayada—, llorar con la cabeza en tu regazo y sintiendo tu mejilla en mis cabellos.
       —Pero, Henry —dijo ella acercándose—; tienes fe, ¿verdad? Quiero decir que estás completamente seguro de que tendremos una casa como ésta y todo lo que queramos, ¿no te parece?
       —No es bastante; no, no es bastante. Tengo que verme sentado en esas mismas escaleras y tengo que quitarme estas mismísimas botas ahora mismo. ¿A ti sí? ¿Te basta con tener fe?
       —Si no fuésemos tan jóvenes —exclamó ella muy afligida—. Y ya ves —suspiró—. Yo no me siento tan joven; ya me parece tener veinte años cuando menos.


6

       Henry yacía en el bosquecillo tendido de espaldas. Al moverse, las hojas secas crujían bajo él y, sobre su cabeza, las nuevas se estremecían como las verdosas aguas de un manantial al brotar a la luz del sol. Edna andaba por allí cerca, pero donde él no podía verla, cogiendo primaveras. Aquella mañana se sentía tan henchido de ensueños, que le era imposible gozar como ella del encanto de las flores.
       —Sí, amor mío, ve, pero vuelve a mi lado. Soy tan perezoso...
       Ella se había quitado el sombrero arrodillada junto a él. Luego, poco a poco, sus pasos fueron dejando de oírse. Ahora el bosque estaba silencioso; sólo se escuchaba el rumor de las hojas. Pero él sabía que ella no estaba lejos, y se estiró un poco hasta tocar con las yemas de los dedos su chaqueta color rosa. Aquella mañana se sentía tan raro desde que despertó, como si aún no hubiera vuelto del todo a la realidad, y siguiese soñando. Antes de conocer a Edna todo había sido un sueño, y ahora ella y él seguían soñando juntos, mientras que no sabía dónde, en algún paraje tenebroso, otro sueño le estaba esperando. «Pero no, eso no puede ser de verdad, porque no puedo concebir el mundo sin nosotros. Siento que nosotros dos representamos algo; algo que ha de existir de un modo tan natural como existen los árboles, los pájaros, las nubes.» Intentó recordar cómo era antes de conocer a Edna, mas le fue imposible retornar a aquellos tiempos. Ella los eclipsaba con su cabellera fulgurante y extraña; con aquella singular y soñadora sonrisa que lo colmaba todo. Henry respiraba en ella, se nutría de ella, en ella apagaba su sed. Por donde fuera llevaba en torno suyo el halo resplandeciente de Edna, que mantenía al mundo alejado de él o comunicaba su belleza a cuanto tocaba. «Mucho tiempo después de que tu risa ha cesado... —le decía—, puedo oírla circular por mis venas, y sin embargo, ¿seremos sólo un sueño?» De pronto, se vio a sí mismo y a Edna como dos niñitos que fueran por la calle, mirando los escaparates, comprando cosas con que jugar, charlando, sonriendo. Hasta se le representaron los ademanes, las actitudes que solían adoptar cuando quedaba el uno frente al otro tan inmóvil... Y entonces, desfallecido de deseo, se volvió para hundir su rostro en la hojarasca. Quería besarla, abrazarla, estrecharla contra él y sentir su cálida mejilla contra sus labios. Besarla hasta quedar sin aliento, y así sofocar sus sueños.
       «No, no puedo seguir con esta hambre de ella», se dijo Henry, poniéndose en pie y corriendo en la dirección que Edna había tomado. Había ido bastante lejos. La divisó de rodillas en una verde hondonada, y ella al verle le hizo señas con la mano, diciendo: —Ven, Henry, ¡qué hermosura! No había visto nunca cosa igual. ¡Mira, mira!
       Pero cuando estuvo junto a ella, se hubiera dejado cortar una mano antes de enturbiar su felicidad. ¡Qué rara estaba Edna aquel día! Mientras le hablaba, sus ojos reían, mirándole risueños y burlones. En sus mejillas ardían dos rosetas como fresas.
       —Quiero cansarme —siguió diciendo—. Me gustaría recorrer el mundo entero, andar hasta caerme muerta. Anda, vamos, Henry. ¡Más de prisa! Si de pronto me echara a volar cógeme por los pies. ¿Me lo prometes? Si no, no podría ya bajar al suelo. Y soy tan feliz —exclamó—. Tan enormemente feliz...
       Llegaron a un paraje encantado, cubierto de maleza. Eran las primeras horas de la tarde. Sobre la púrpura de los brezos descendía a chorros la luz del sol.
       —Vamos a descansar aquí un poco —dijo Edna, acomodándose entre los arbustos y tendiéndose.
       —¡Ay, Henry! ¡Qué maravilla! Sólo se ven flores y cielo.
       Él se arrodilló a su lado, cogió del cesto unas primaveras y las enlazó formando una guirnalda que podía rodear el cuello de Edna.
       —Me quedaría dormida —dijo ella.
       Y arrastrándose hasta rozar las rodillas de Henry, quedó allí a su lado, oculta tras la cabellera.
       —Es como estar en el fondo del mar. ¿No te parece, amor mío? Tan grato y tan silencioso.
       —Sí —replicó Henry con voz extraña y ronca—. Ahora voy a hacerte otra de violetas.
       Pero Edna se puso en pie diciendo:
       —Vámonos.
       Volvieron a la carretera y anduvieron un buen trecho. Ella declaró:
       —No, no podría recorrer el mundo a pie. Ya estoy cansada —y, caminando por la hierba del borde del camino, añadió—: los dos estamos cansados, Henry. ¿Falta mucho?
       —No sé, no mucho —repuso él, escudriñando la lejanía.
       Siguieron caminando en silencio. Al fin ella dijo: —Ay, Henry, la verdad, está muy lejos. Estoy cansada y tengo hambre. Lleva este dichoso canastillo.
       Y él lo tomó sin mirarla.
       Llegaron por fin al pueblo. En una casita había un letrero que anunciaba: «Se sirven tés.»
       —Aquí es —dijo Henry—. He venido aquí muchas veces. Siéntate en ese banquito. Iré a encargar el té.
       Ella quedó sentada en el banco del pequeño jardín, todo blanco y amarillo, todo rebosante de flores primaverales. La dueña salió a la puerta y, recostada en ella, les estuvo mirando mientras comían. Henry se mostró muy amable con aquella mujer, pero Edna no dijo una sola palabra.
       —Ya hacía tiempo que no venía por aquí —exclamó la buena señora.
       —Sí... pero, ¡qué bonito está el jardín!
       —No está mal. ¿Es hermana suya la señorita?
       Henry lo afirmó con un gesto de cabeza, mientras se servía la mermelada.
       —Se parecen algo —observó la mujer.
       Y bajando al jardín, cortó unas flores blancas de junco oloroso y se las dio a Edna.
       —¿No saben ustedes de alguien que quiera alquilar una casita? —preguntó—. Mi hermana se ha puesto enferma y me ha dejado la suya; quisiera alquilarla.
       —¿Por mucho tiempo? —preguntó Henry cortésmente.
       —Bueno —repuso la mujer indecisa—, depende.
       —Pues, sí, acaso logre encontrar alguien que... ¿podríamos ir a verla?
       —Sí, está un poco más abajo, una casita que tiene unos manzanos delante. Voy a buscar la llave.
       Cuando la mujer se alejó, él volviéndose hacia Edna le preguntó:
       —¿Quieres venir?
       Edna asintió. Siguieron carretera adelante, entraron por la puerta del jardín, avanzaron por un caminillo donde la hierba había crecido, entre árboles en flor, blancos y rosados. Era pequeñita; dos habitaciones abajo y otras dos arriba. Ella estaba reclinada contra el alféizar de la ventana más alta, cuando Henry se detuvo en la puerta del cuarto para preguntarle:
       —¿Te gusta?
       —Sí —y le hizo sitio en la ventana a su lado—. Ven a ver. ¡Qué preciosidad!
       Él se acercó y se asomó. Abajo, los manzanos se movían agitados por una leve brisa que despeinó a Edna y le echó un mechón de pelo sobre los ojos. Los dos quedaron inmóviles. Atardecía. El cielo, de un verde pálido, estaba salpicado de luceros.
       —¡Mira, Henry! —dijo ella—. Las estrellas.
       —Dentro de un momento saldrá la luna —replicó él.
       Ella no parecía haberse movido, pero estaba apoyada contra el hombro de Henry, y él le pasó el brazo en torno de la cintura.
       —¿Son manzanos todos esos árboles? —preguntó ella con voz trémula.
       —No, amor mío. Unos están llenos de ángeles, otros de almendras garrapiñadas. La luz del crepúsculo es muy engañosa.
       Edna suspiró:
       —Henry, no podemos estar aquí más tiempo.
       Él la dejó ir, y ella quedó en medio de la habitación en sombras arreglándose el cabello.
       —¿Qué te ha ocurrido hoy durante todo el día?
       Y sin esperar su respuesta corrió hacia él y le echó los brazos al cuello, reclinando el rostro en su hombro.
       —¡Ay, Henry! —murmuraba con voz entrecortada—. ¡Cuánto te quiero! Abrázame.
       Él la estrechó entre sus brazos y ella, apoyada en él, le miró a los ojos.
       —Qué día más terrible, ¿verdad? —dijo Edna—. Comprendía lo que te pasaba y trataba de hacerte comprender por todos los medios que ya había vencido aquella extraña impresión; que quería que me besaras.
       —Eres perfecta —dijo Henry—, perfecta.


7

       «¿Cómo voy a esperar hasta la noche? Ésa es la cuestión», se decía él. Sacó el reloj del bolsillo, entró en la casita y lo dejó dentro de un jarrón de porcelana que había sobre la chimenea. Lo había sacado más de siete veces en el espacio de un rato, pero ya no recordaba la hora. Bueno. Habría que mirarlo otra vez. Las cuatro y media. El tren llegaba a las siete. Tenía que encaminarse a la estación a las seis y media. Todavía dos horas de espera. Volvió a rondar por la casa, subiendo y bajando las escaleras. «Está preciosa», se dijo. Salió al jardín; cogió unos claveles blancos y formó un ramillete que colocó en el florero que estaba sobre la mesilla de noche de ella. «No acabo de creerlo —pensaba Henry—. No puedo creerlo ni por un momento. Es demasiado. Dentro de dos horas llegará, vendremos andando a casa, y luego cogeré aquella jarra blanca que hay sobre la mesa de la cocina, y me iré a buscar la leche a casa de la señora Biddie. Después volveré, y, cuando yo vuelva, ella habrá encendido ya el quinqué de la cocina, y desde la ventana yo la veré moverse en el círculo de luz. Luego cenaremos y después de cenar (habría de lavar los platos, claro) echaré un poco de leña en la chimenea, y nos sentaremos en la estera para ver arder los troncos. Todo estará en silencio; sólo se oirá el crepitar de la leña y quizás el viento rondando en torno de la casa. Y entonces encenderemos las palmatorias y ella subirá delante seguida de su sombra en la pared. Y desde arriba gritará: “Buenas noches, Henry.” Y yo responderé: “Buenas noches, Edna.” Y entonces echaré a correr escaleras arriba, me meteré en la cama y estaré observando la delgada barra de la luz de su cuarto que penetrará por mi puerta. Y en cuanto se haya apagado, cerraré los ojos y dormiré hasta la mañana. Luego otra noche y otra y otra, y ¿estará ella pensando en lo mismo? ¡Ven pronto, Edna!

Si yo tuviera dos alitas de pluma
Y fuese un pintado pajarilla,
Hacia ti volaría, mi bien amada.

       »“No, no amor mío.” ¡Porque el aguardar es también una especie de paraíso! ¿Podrías comprender eso? ¿Has oído decir alguna vez que una casita pueda estar de puntillas? Pues ésta se halla ahora así.»
       Bajó la escalera y se sentó en el escalón de delante de la puerta, abrazándose las rodillas. Aquella noche en que descubrieron su pueblo, Edna le preguntó «Tienes fe, Henry?» «Entonces no la tenía —pensó el joven—, pero ahora la tengo. Me siento como un Dios.»
       Reclinó su cabeza en el marco de la puerta. Apenas si podía mantener los ojos abiertos. Y no es que tuviera sueño, pero... no sabía por qué... y el tiempo pasaba... y pasaba...
       Creyó que lo que veía era una gran mariposa blanca que había venido volando carretera abajo a posarse sobre la puerta del jardín. Pero no, no era una mariposa, sino una niña con delantal. ¡Qué niña más bonita! Y en sueños le sonrió, y ella le sonrió a él también y se dirigió hacia donde estaba. «Pero no puede vivir aquí —pensó Henry—. Es nuestra casa. Aquí está ya.»
       Cuando la niña llegó junto a él, metió la mano bajo el delantal, sacó un telegrama y se lo dio sonriendo. Luego se fue. «Qué obsequio más extraño —pensó él sin dejar de mirarla—. Quizá será sólo de broma, y tendrá dentro una de esas serpientes de resorte que le saltan a uno a la cara.» Rió calladamente en sueños, y lo abrió con mucho cuidado. «Bah, había sólo un papel doblado.»
       Lo sacó y lo extendió.
       El jardín había quedado en sombras, y las sombras fueron tendiendo su red tenebrosa sobre la casita y los árboles, sobre Henry y el telegrama. Pero él no se movió.



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