Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


El desconocido (1921)
(“The Stranger”)
Originalmente publicado en London Mercury, 3.15 ( enero de 1921);
The Garden Party and Other Stories
(Londres: Constable & Company Limited, 1922, 276 págs.)


      A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.
       Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.
       ¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.
       —Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?
       La mirada rápida y decidida del señor Hammond, tan nerviosa, y sin embargo tan simpática y tranquilizadora, agradaba a todos los que se habían reunido en el muelle, divirtiendo incluso a los viejos marinos que estaban recostados contra las pasarelas. Todos sabían que la señora Hammond volvía en aquel barco y que su marido se hallaban tan excitado que jamás le hubiera pasado por la mente pensar que aquel hecho maravilloso no tenía también un significado especialísimo para todos ellos. Y hacía que su corazón se sintiera hermano de toda aquella gente. Había decidido que todos eran gente de lo más decente, sí, incluso los viejos marinos recostados en las pasarelas, gente realmente sólida y agradable. ¡Y qué corpulencia la de los marinos! Y echó los hombros hacia atrás, se metió las manos enguantadas en los bolsillos y se balanceó sobre los talones y la punta del pie.
       —Sí, mi mujer llevaba diez meses en Europa. Fue a visitar a nuestra hija mayor, la que se casó el año pasado. Sí, yo la acompañé hasta aquí, hasta Crawford, yo mismo. De modo que me ha parecido que lo más apropiado era que volviese a buscarla. Sí, claro, sí. —Sus astutos ojillos volvieron a achicarse y a escudriñar, rápida, ansiosamente, el paquebote inmóvil. De nuevo se desabrochó el abrigo. Y sacó por enésima vez el reloj plano, del amarillento color de la mantequilla, efectuando por décima, centésima o millonésima vez el cálculo de lo que podía tardar.
       —Vamos a ver. La lancha del doctor ha salido a las dos y cuarto. Dos y cuarto. Ahora son las cuatro y veintiocho minutos para ser exactos. Eso quiere decir que el doctor salió hace dos horas y trece minutos. ¡Dos horas y trece minutos! ¡Vaaaya! —y soltó una extraña especie de silbidito volviendo a cerrar el reloj—. Aunque imagino que si sucediese algo malo ya nos lo habrían comunicado, ¿no le parece, señor Gaven?
       —¡Naturalmente, señor Hammond! No creo que exista ninguna razón para…, para preocuparnos —respondió el señor Gaven, vaciando la pipa con unos golpecitos contra el tacón del zapato—. Aunque también es cierto que…
       —¡Precisamente, precisamente! —exclamó el señor Hammond—. ¡Es tremendamente fastidioso! —y dio algunos rápidos pasos de un lado a otro hasta regresar a ocupar su posición entre el señor Gaven y el matrimonio Scott—. Además está empezando a oscurecer —e hizo un ademán con el paraguas cerrado como si por lo menos el ocaso hubiese podido tener la decencia de esperar un poco. Pero las sombras avanzaban lentamente, extendiéndose sobre el mar como una mancha perezosa. La pequeña Jean Scott tiró de la mano de su madre.
       —Mamá, yo quiero ir a tomar el té —suplicó.
       —No me extraña lo más mínimo —comentó el señor Hammond—. Supongo que todas estas damas deben estar anhelando ira tomar el té. —Y su mirada amable, encendida, casi compadecida, volvió a acunarlos a todos juntos. Se preguntó si Janey estaría tomando una última taza de té en el salón de a bordo. Ojalá fuese así; aunque no creía que lo hiciese. Lo típico de ella era que no abandonase la cubierta para nada. En tal caso quizás el camarero de cubierta podía servirle una tacita allí mismo. Si él se hubiese encontrado a bordo se las habría ingeniado para irle a buscar una taza de té. Y por un instante se vio en cubierta, inclinado junto a ella, contemplando su manita agarrando la taza, de aquel modo que ella tenía, mientras bebía la única taza de té que se podía conseguiren todo el barco… Pero volvió a la realidad, y sólo Dios sabía cuándo aquel capitán de pacotilla iba a dejar de dar vueltas allí en medio de la corriente. Dio otra vueltecita, arriba, abajo, arriba, abajo. Se llegó hasta la parada de los taxis para asegurarse de que el conductor del suyo no se había esfumado; y regresó hacia el grupito congregado al abrigo de las banastas de plátanos. La pequeña Jean Scott todavía pedía que la llevasen a tomar el té. ¡Pobre criatura! Le hubiera gustado tener un trocíto de chocolate.
       —Ven, Jean —dijo—. ¿Quieres que te aúpe? —y, condescendiente y amable, izó a la niña sobre un tonel más alto. Aquel movimiento de sostenerla y colocarla arriba le proporcionó un maravilloso alivio, aligerando su corazón.
       —Aguántate ahí —le dijo, manteniendo un brazo a su alrededor.
       —Oh, no se preocupe por Jean, señor Hammond —dijo su madre.
       —No es nada, señora Scott. No da ningún trabajo. Al contrario. Jean y yo somos buenos amigos, ¿verdad Jean?
       —Sí, señor Hammond —respondió la niña resiguiendo con el dedo la hendidura de su sombrero de fieltro.
       Pero de pronto le agarro de una oreja y dio un fuerte chillido:
       —¡Mire, señor Hammond! ¡Se está moviendo! ¡Mire, ya se acerca!
       ¡Por Júpiter! Era cierto. ¡Por fin! El barco empezaba a girar, lenta, lentamente. Una campana sonaba a lo lejos, sobre el agua, y una gran humareda se elevó hacia el cielo. Las gaviotas levantaron el vuelo; y se perdieron en el firmamento como trochos de papel. El señor Hammond hubiese sido incapaz de decir si aquellas palpitaciones provenían de los motores del barco o de su corazón. Pero, vinieran de donde viniesen, lo cierto es que tuvo que hacer un esfuerzo por dominarse. En aquel instante el viejo capitán Johnson, contramaestre del puerto, se acercó caminando por el muelle, con una carpeta de cuero bajo el brazo.
       —Vaya, capitán —volvió a decir aquella voz nerviosa y solícita—, veo que por fin se ha apiadado de nosotros.
       —Ah, no me eche a mí las culpas, señor Hammond —resopló el viejo capitán contemplando el barco—. La señora Hammond se encuentra a bordo, ¿no es cierto?
       —¡Sí, sí, claro! —dijo Hammond, manteniéndose al lado del contramaestre—. La señora Hammond llega en este barco. ¡Vaya por. Dios! ¡Espero que ya no se demoren por más tiempo!
       Con los timbres de los teléfonos y el estruendo de las hélices llenando el aire, el gran paquebote viró directamente hacia ellos, cortando las oscuras aguas y haciendo saltar blancas virutas a ambos lados. Hammond y el contramaestre estaban en primera fila.
       Hammond se quitó el sombrero; escudriñó los puentes de cubierta, repletos de pasajeros; saludó con el sombrero y gritó un fuerte y extraño: “¡Hola!” por encima de las enaguas, y luego giróse y se puso a reír y comentó algo —o nada— con el capitán Johnson.
       —¿La ha visto? —inquirió el contramaestre.
       —No, todavía, no. Tranquilo… ¡Hay que tener un poco de paciencia! —Y de pronto, entre dos imbéciles patosos: “salgan de ahí de una vez”, pareció indicarles con los paraguas; distinguió un guante blanco agitando un pañuelo. Un instante más y, ¡gracias a Dios, gracias a Dios!, allí la tenía. Allí estaba Janey. Era la señora Hammond, sí, sí, no cabía duda. Allí, junto a la barandilla, sonriendo, moviendo la cabeza y saludando con el pañuelo.
       —Vaya, va en primera, ¡primera clase! ¡Vaya, vaya! —No cabía en sí de tanto gozo. Sacó velozmente una caja de cigarros y ofreció uno al viejo capitán Johnson—: ¡Tome uno, capitán! No están nada mal. ¡Tome otro! ¡Tenga! —y obligó al contramaestre a tomar todos los cigarros de la caja—. No se preocupe, tengo un par de cajas más en el hotel.
       —Se agradece —bisbiseó el capitán Johnson.
       Hammond se volvió a guardar la caja vacía. Las manos le temblaban, pero volvió a recuperar el control de sí mismo. Ya podía mirar a Janey. Allí estaba, apoyada en la barandilla, hablando con una señora y al mismo tiempo mirándole, rendida ya ante él. Mientras la franja de agua que les separaba disminuía sorprendió lo pequeña que se la veía en aquel enorme buque. Sintió que el corazón se le contraía con un espasmo tan fuerte que de buena gana hubiese sollozado. ¡Qué pequeña parecía para haber sido capaz de ir hasta tan lejos y regresar, absolutamente sola! Típico de ella, pensó. Típico de Janey. Tenía más valor que una… La tripulación apareció a babor, apartando a los pasajeros; estaban bajando las cabrias con las escalerillas.
       Las voces del muelle y las de a bordo se unieron en sus saludos.
       —¿Qué tal?
       —¿Va bien?
       —¿Cómo está mamá?
       —Mucho mejor.
       —¡Hola, Jean!
       —¡Hola, tía Emily!
       —¿Habéis tenido buen viaje?
       —¡Fantástico!
       —Ya no tardarán mucho.
       —No, no pueden tardar.
       Las hélices se pararon. Lentamente el paquebote fue atracando junto al muelle.
       —¡Abran paso, por favor! ¡Abran paso! ¡Abran paso! —y los mozos del puerto entornaron las pesadas pasarelas, haciéndolas correr.
       Hammond hizo señas a Janey para que no se moviese de donde estaba. El anciano contramaestre del puerto dio un paso hacia el buque, y él le siguió. Aquello de “primero las señoras” o cualquier otra tontería parecida nunca le había entrado en la sesera.
       —¡Usted primero, capitán! —exclamó genialmente. Y, siguiéndole los pasos, subió por la pasarela, saltó a cubierta y corrió directamente hacia Janey, abrazándola con fuerza.
       —¡Vaya, vaya, vaya! ¡Sí, sí! ¡Por fin juntos! —balbuceó. Era lo único que podía decir. Y Janey le miró, y su vocecita refrescante, que para él era la única voz del mundo, dijo:
       —¡Qué bien, cariño! ¿Has tenido que esperar mucho?
       No, no mucho. Y, de todos modos, no importaba. Ahora la espera ya había concluido. Aunque la verdad era que tenía un taxi esperando al final del muelle. ¿Estaba lista para bajar? ¿Tenía el equipaje preparado? En tal caso podían irse ahora, inmediatamente, con lo que tuviese en la cabina y dejar el equipaje facturado hasta el día siguiente. Se inclinó hacia ella y Janey le miró con aquella familiar sonrisa apenas esbozada. Estaba exactamente igual que siempre. No había cambiado pizca. Tal y como él la había conocido siempre. Janey puso su manita en la manga de su abrigo.
       —¿Qué tal están lo niños, John? —preguntó.
       (¡Al demonio con los niños!)
       —Perfectamente. Nunca han estado mejor.
       —¿Me han escrito?
       —Claro, naturalmente. He dejado las cartas en el hotel para que las puedas leer luego.
       —No podemos irnos tan aprisa, tengo que despedirme de alguna gente… y del capitán. —Y al ver que él ponía rostro compungido le dio un pellizquito en el brazo—. Si el capitán sale al puente me gustaría que le dieses las gracias por todo lo que ha hecho por mí, me han cuidado maravillosamente. —De acuerdo, ahora ya la tenía con él, de modo que si necesitaba otros diez minutos… Y en cuanto se apartó, Janey quedó rodeada. Parecía que todos los pasajeros de primera quisieran despedirse de ella.
       —Oh, adiós, señora Hammond. La próxima vez que venga a Sidney ya sabe que la esperamos.
       —¡Ah, aquí está nuestra encantadora señora Hammond! No se olvidará de escribirnos, ¿verdad?
       —¡Ay, señora Hammond, no sé qué hubiese sido de este barco sin usted!
       Saltaba a los ojos que era, con mucho, la persona más popular de todos los pasajeros. Y ella se lo tomaba…, como siempre. Con absoluta compostura. Con aquella personalidad tan suya, sin aspavientos…, vaya, era Janey de los pies a la cabeza; allí con el velo echado hacia atrás. Hammond nunca se daba cuenta de los vestidos que llevaba su mujer. Lo mismo le daba. Pero en esta ocasión advirtió que llevaba un “traje sastre”, ¿no era así como lo llamaban?, negro, con puntillas blancas, supuso que debían ser volantes, en el cuello y las mangas. Y todo esto mientras ella le llevaba de un grupo a otro:
       —¡Querido, John…! —Y en seguida—: Quiero presentarte a…
       Por fin lograron escapar y ella le condujo a su camarote. Le resultaba tan extraño seguirla por aquellos pasillos que ella conocía tan bien; pasar tras ella las cortinas verdes y entrar en el camarote que había sido suyo le proporcionó una exquisita felicidad. Pero. —¡Oh, fortuna adversa!— la camarera estaba arrodillada en el suelo, arrollando las alfombras.
       —Ya he acabado, señora Hammond —dijo la camarera, levantándose y estirándose los puños.
       Y volvió a ser presentado, y luego Janey y la camarera desaparecieron por el corredor. Las oyó cuchichear. Debía estar dándole una propina, supuso. Tomó asiento en el sofá listado y se quitó el sombrero. Allí estaban las mantas que se había llevado al partir; todavía parecían nuevas. Todo su equipaje parecía fresco, perfecto. Las etiquetas estaban escritas con sus trazos hermosos y claros: “Señora de John Hammond”.
       “¡Señora de John Hammond!” Dio un profundo suspiro de alegría y se recostó, cruzando los brazos. El momento de mayor tensión ya había pasado. Se hubiera podido quedar allí sentado para siempre, suspirando de tranquilidad, la tranquilidad de verse libre de todos aquellos tirones, empellones y punzadas que había sufrido su corazón. Había pasado el peligro. Eso era lo que sentía. De nuevo pisaban tierra firme. Pero en aquel momento la cabeza de Janey asomó entre las cortinas.
       —¿Querido, te importaría un momento? Solo quería ir a despedirme del doctor.
       Hammond se incorporó.
       —Te acompaño.
       —¡No, no! —dijo ella—. No hace falta. Más vale que no. Sólo es un segundo.
       Y antes de que tuviese tiempo de responderle ya había desaparecido. Estuvo a punto de salir precipitadamente tras ella; pero terminó por sentarse de nuevo.
       ¿Era cierto que no iba a tardar? ¿Qué hora era? Sacó el reloj; lo contempló sin verlo. Aquello era un poco extraño por parte de Janey, ¿no? ¿Por qué no le había dicho a la camarera que la despidiese de su parte? ¿Por qué tenía que salir corriendo tras el médico del barco? Aunque hubiese sido urgente bien podía haberle enviado una nota desde el hotel. ¿Urgente? ¿Quería decir…, significaba aquello que había estado enferma durante el viaje, que le ocultaba algo? ¡Eso era! Recogió el sombrero. Iba a dar inmediatamente con aquel medicucho y le iba a hacer confesar la verdad costara lo que costase. Ahora que lo pensaba le pareció haber notado algo. Janey se había mostrado un poco demasiado tranquila…, un poco demasiado firme. Ya desde el primer momento…
       Las cortinas se corrieron. Janey estaba de vuelta. Se puso en pie de un salto.
       —Janey ¿has estado enferma durante el viaje? ¡Lo he adivinado!
       —¿Enferma? —repitió su vocecita etérea en son de burla. Saltó por encima de las alfombras, se le acercó, le tocó el pecho y le miró.
       —Querido —dijo—, no me asustes. ¡Claro que no he estado enferma! ¿Qué te ha hecho suponer que lo he estado? ¿Hago mala cara?
       Pero Hammond no la veía. Sólo sentía que Janey le estaba mirando y que ya no necesitaba preocuparse de nada. Ella ya estaba a su lado para cuidar de todo. Todo iba bien. Todo estaba bien.
       La suave presión de la mano de su esposa era tan reconfortante que la sujetó con la suya para que no la quitara. Y ella dijo:
       —No te muevas. Déjame mirarte. Todavía no he tenido tiempo de mirarte. Qué bien te han recortado la barba, y estás… más joven, me parece, vaya, ¡y, desde luego, más delgado! Por lo visto te prueba la vida de soltero.
       —¿Que me prueba? —gruñó, necesitado de amor y apretándola de nuevo hacia él. Y de nuevo, como siempre le había ocurrido, tuvo la impresión de estar abrazando a alguien que nunca había sido enteramente suya. Era algo demasiado delicado, demasiado precioso, que podía escapar volando si lo soltaba.
       —¡Dios santo, vayámonos de una vez al hotel, para poder estar los dos solos! —dijo, tocando con fuerza la campanilla para que acudiese alguien a encargarse del equipaje.

       Mientras recorrían juntos el muelle ella le tomó del brazo. De nuevo la llevaba del brazo. Y qué diferencia tan grande subir al taxi después de Janey, cubrir las piernas de ambos con la manta listada de rojo y amarillo, y decirle al conductor que se diese prisa porque todavía no habían tomado el té. Se había acabado aquello de pasar sin té o de tener que servírselo él solo. Janey estaba de vuelta. Se volvió hacia ella, le apretó la mano, y dijo amablemente, bromeando, con aquella voz “especial” que reservaba para ella:
       —¿Estás contenta de volver a casa, cariño?
       Y ella sonrió, ni siquiera se tomó la molestia de responder, pero apartó suavemente su mano cuando empezaron a entrar en las calles más alumbradas.
       —He reservado la mejor habitación del hotel —dijo él—. No hubiese aceptado ninguna otra. Y le he pedido a la camarera que encendiese el fuego por si tenías frío. Es una muchacha muy agradable y atenta. Y he pensado que, ahora que estábamos aquí, no hacía falta que regresáramos a casa mañana, y que podíamos pasar el día dando alguna vuelta e irnos pasado por la mañana. ¿Qué te parece? No tenemos ninguna prisa, ¿verdad? Los niños ya te acapararán bastante pronto… Había pensado que un día de curiosear por ahí sería un buen descanso para tu viaje, ¿no crees, Janey?
       —¿Ya has sacado los billetes para pasado mañana? —preguntó ella.
       —Por supuesto —respondió el señor Hammond desabrochándose el abrigo y sacando su abultado billetero—. ¡Mira! He reservado dos plazas en primera clase para Salisbury. Aquí están: “Señor y señora Hammond”. Pensé que nos podíamos permitir un cómodo viajecito, y no necesitamos que otra gente venga a meter la nariz, ¿verdad? Pero si quieres que nos quedemos aquí un poco más…
       —¡Oh, no! —se apresuró a responder ella—. ¡De ningún modo! Entonces pasado mañana. Los niños…
       Pero ya habían llegado al hotel. El director estaba en el amplio porche, brillantemente iluminado, y se adelantó a recibirles. Un portero salió velozmente del vestíbulo en busca de sus paquetes.
       —¡Ya ve, señor Arnold, por fin ha llegado mi esposa!
       El director les acompañó personalmente por el vestíbulo y tocó el timbre del ascensor. Hammond sabía que había algunos hombres de negocios conocidos suyos sentados en las mesitas del salón tomando una copa antes de cenar. Pero no quería arriesgarse a que les interrumpiesen; no miró a derecha ni a izquierda. Que pensaran lo que quisiesen. Y si no le comprendían, peor para ellos, y bajó del ascensor, abrió la puerta de la habitación y escoltó a Janey adentro. Cerró la puerta. Ahora, por fin, estaban a solas.
       Encendió la luz. Las cortinas estaban echadas; y en la chimenea crepitaba el fuego. Arrojó el sombrero al gran lecho de matrimonio y fue hacia Janey.
       Pero, aunque parezca increíble, volvieron a ser interrumpidos. Esta vez era el botones con el equipaje. Tuvo que hacer dos viajes y, entre uno y otro, dejó la puerta abierta, y no fue precisamente rápido, silbando entre dientes en cuanto salía al pasillo. Hammond recorría inquieto el dormitorio, quitándose los guantes, quitándose la bufanda. Finalmente arrojó el abrigo sobre la cama.
       Y por fin desapareció el intruso. La puerta se cerró con un chasquido. Ahora estaban solos. Hammond dijo:
       —Me parece que nunca te puedo tener para mí. ¡Demonios de gente!, Janey —añadió, inclinando su rostro acalorado y anhelante hacia ella—, cenemos aquí arriba. Si bajamos al restaurante nos interrumpirán, y además hay una música estruendosa —¡la misma que había elogiado calurosamente la noche anterior, aplaudiendo con entusiasmo!—. No nos oiríamos el uno al otro. Pidamos algo de cenar aquí arriba, frente al fuego. Ya es demasiado tarde para el té. Pido algo de cenar, ¿qué te parece? ¿Crees que es una buena idea?
       —¡Sí, por favor, pídelo! —respondió Janey—. Y mientras lo encargas, ¿dónde están las cartas de los niños…?
       —¡Oh…, ya las leerás después! —dijo Hammond.
       —Pero luego no tendré tiempo —explicó Janey—. Y ahora podría, mientras tú…
       —¡No, pero si no necesito bajar! —dijo Hammond—. No tengo más que llamar al timbre y encargarlo…, supongo que no querrás que te deje, ¿no?
       Janey denegó con la cabeza sonriéndole.
       —Me parece que estás pensando en otra cosa. Que estás preocupada por algo —dijo Hammond—. ¿Qué ocurre? Ven, siéntate aquí. Ven y siéntate en mis rodillas, junto al fuego.
       —Voy a quitarme el sombrero primero —respondió ella, acercándose al tocador—. ¡Aaahhh! —exclamó con un gritito.
       —¿Qué te sucede?
       —Nada, querido. Que acabo de encontrar las cartas de los niños. ¡No te preocupes! Las leeré más tarde. ¡No tengo ninguna prisa! —dijo volviéndose hacia él con las cartas en la mano. Luego se las metió en la blusa de encajes. Y rápidamente exclamó, divertida—: ¡Oh, es un tocador absolutamente típico de ti!
       —¿Por qué? ¿Tiene algo de particular? —inquirió Hammond.
       —Aunque me lo encontrase en el otro mundo sabría que es tuyo —rió Janey, contemplando la gran botella de tonificante para el cabello, la de agua de colonia con un estuche de mimbre, los dos cepillos del pelo, y una docena de cuellos duros nuevos atados con una cintita rosa—. ¿Es éste todo tu equipaje?
       —¡Que se vaya al cuerno mi equipaje! —replicó Hammond, aunque en realidad le gustaba que Janey bromease a su costa—. Hablemos un poco. Vayamos a lo nuestro. Dime —y como Janey se había sentado en sus rodillas se echó hacia atrás y la atrajo hacia el fondo de aquel enorme y feísimo sillón—, dime, ¿estás realmente contenta de haber vuelto, Janey?
       —Sí, querido, muy contenta.
       Pero en el mismo instante en que la besaba sintió que se le iba a escapar, de modo que nunca podría saber, nunca podría saber con absoluta certeza si en verdad estaba tan contenta como él. ¿Cómo hubiera podido saberlo? ¿Llegaría jamás a obtener una seguridad? ¿Sentiría siempre aquel anhelo, aquella insatisfacción como de hambre, por llegar a poseer a Janey tan totalmente que no existiese ninguna porción de ella que le pudiese escapar? Hubiera deseado que no existiese nadie más, ni nada más. Ahora le hubiera gustado que las luces estuviesen apagadas. Tal vez así ella se hubiese acercado más a él. Y aquellas cartas de los niños que crujían bajo su blusa. Hubiera sido capaz de arrojarlas al fuego.
       —Janey —susurró.
       —Di, querido. —Estaba recostada sobre su pecho, pero era tan leve, se hallaba tan lejos. Su respiración se acompasó.
       —Janey.
       —¿Sí?
       —Mírame —murmuró. Un lento y profundo rubor le embargó las sienes—. ¡Bésame, Janey! ¡Quiero que me beses!
       Le pareció que se producía una diminuta pausa, pero lo suficientemente larga como para que él se sintiese torturado, antes de que los labios de ella se uniesen a los suyos, firmes y suaves, besándole como siempre le había besado, como si el beso… ¿Cómo podía describir aquello? Como si el beso confirmase lo que estaba diciendo, como si firmase un contrato. Pero no era eso lo que él quería; no tenía nada que ver con lo que él necesitaba para apagar su sed. Y de pronto se sintió horriblemente cansado.
       —Si supieses —dijo, abriendo los ojos— qué día he tenido, esperando… Me parecía que el barco nunca acababa de llegar. Nosotros allí, inquietos, dando vueltas. ¿Por qué ha tardado tanto en atracar?
       Pero ella no respondió. Estaba muy lejos de él, con la mirada perdida en el fuego que ardía en el hogar. Las llamas se levantaban apresuradamente, lamían los carbones, parpadeaban, se desplomaban otra vez.
       —No te habrás dormido, ¿verdad? —dijo Hammond, haciéndola saltar sobre sus rodillas.
       —No —respondió su esposa. Y añadió—: No me zarandees, querido. No, estaba pensando. La verdad —prosiguió— es que anoche murió uno de los pasajeros, un hombre. Eso ha sido lo que nos ha retrasado. Le han traído en el barco, bueno, quiero decir que no le han enterrado en el mar. De modo que, naturalmente, el médico de a bordo y el forense del puerto…
       —¿Qué tenía? —preguntó Hammond incómodo. No le gustaba nada oír hablar de la muerte. Y le desagradaba que hubiese ocurrido aquello. En cierto modo era como si se hubiesen cruzado con un entierro camino del hotel.
       —¡Oh, no era nada infeccioso! —respondió Janey, que hablaba apenas con un hilito de voz—. Fue del corazón. —Hizo una pausa—. ¡Pobre hombre! —añadió—. Y era bastante joven. —Contempló las llamas que se levantaban y volvían a caer—. Murió en mis brazos.
       El golpe fue tan inesperado que Hammond creyó que iba a desmayarse. No se podía mover; le costaba respirar. Notó que sus fuerzas le abandonaban, que se desparramaban por todo el sillón, y que éste le atenazaba, le aprisionaba, obligándole a soportar aquella tortura.
       —¿Cómo? —dijo anonadado—. ¿Qué dices?
       —Tuvo un final muy apacible —continuó aquella vocecita—. Simplemente —y Hammond vio que levantaba un poco su delicada manecita— exhaló un postrer suspiro y murió. —Y volvió a dejar caer la mano.
       —¿Quién más estaba allí? —logró preguntar Hammond haciendo un gran esfuerzo.
       —Nadie. Estaba sola con él.
       ¡Oh, Dios santo, qué era lo que oía! ¿Por qué le hacía aquello? ¡Iba a matarle! Pero, mientras, ella no había dejado de hablar:
       —Vi que se estaba muriendo y envié a la camarera en busca del médico, pero cuando llegó ya era demasiado tarde. De todos modos tampoco hubiese podido hacer nada.
       —Pero…, ¿por qué tú, por qué precisamente tú? —gimió Hammond.
       Ante sus palabras Janey se volvió rápidamente y le miró a los ojos.
       —Espero que no te importe, John, ¿verdad que no? A ti no… No tiene nada que ver con nosotros dos.
       Sin saber exactamente cómo logró esbozar algo semejante a una sonrisa. E incluso balbuceó:
       —¡No, no, sigue, sigue! Quiero que me lo cuentes todo.
       —Pero, John…
       —¡Cuéntamelo, Janey!
       —¿Qué quieres que te cuente? —dijo, perpleja—. Era uno de los pasajeros de primera. Cuando embarcamos yo ya vi que estaba muy enfermo… Pero pareció haber mejorado mucho durante el viaje. Hasta que ayer tuvo un ataque muy grave por la tarde…, la excitación, los nervios, supongo, de la llegada. Y ya no se recuperó.
       —¿Y por qué la camarera no…?
       —¡Ah, querido…, la camarera! ¿Cómo se hubiese sentido el pobre? Y además tal vez deseaba dejar algún recado, algo…
       —¿Lo hizo? —tartamudeó Hammond—. ¿Dijo algo?
       —No, querido, ¡ni una palabra! —respondió Janey denegando suavemente con la cabeza—. Todo el rato que permanecí con él estaba tan débil que…, no creo que hubiese sido capaz ni de mover un dedo…
       Janey calló. Pero sus palabras, tan suaves, ligeras, escalofriantes, parecieron quedar suspendidas en el aire, ir lloviendo sobre su pecho como nieve.
       El fuego se había convertido en una ascua. Se iba apagando con un agudo chirrido y la habitación empezaba a estar más fría. Sintió que sus brazos se iban enfriando. La habitación era enorme, inmensa, deslumbrante. Abarcaba todo su mundo. Y el lecho enorme, con su abrigo tirado encima, como un hombre decapitado que estuviese rezando. Y el equipaje, listo para ponerse otra vez en camino, hacia cualquier sitio, para ser facturado en un vagón de tren, o en el camarote de algún buque.
       … “Estaba tan débil…, estaba tan débil que hubiese sido incapaz de mover un dedo…” Y sin embargo había muerto en brazos de Janey. Ella, que jamás, en todos aquellos años, ni siquiera en una sola ocasión…
       No, no debía pensar en ello. Si le daba más vueltas se iba a volver loco. No, no podía enfrentarse a aquella situación. No podía soportarla. ¡Era superior a sus fuerzas!
       Ahora Janey le tocaba la corbata con los dedos. Apretaba ambos bordes, uniéndolos.
       —John, querido, no te sabe mal que te lo haya contado, ¿verdad? ¿No te habrás puesto triste? Espero que no haya echado a perder la noche…, ahora que estamos juntos, por fin los dos solos…
       Pero al oír sus palabras tuvo que esconder el rostro, tuvo que ocultarlo en su pecho y estrecharla entre sus brazos.
       ¡Echar a perder la noche! ¡Estar los dos solos! Ya nunca, nunca, volverían a estar solos los dos.



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