Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Evasión (1920)
(“The Escape”)
Originalmente publicado en la revista Athenaeum, Núm. 4706 (9 de julio de 1920);
Bliss and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1920, 280 págs.)


      Era culpa de él, solamente de él, que hubieran perdido el tren. ¿Qué tenía que ver que el estúpido personal del hotel se hubiera negado a darle la factura a tiempo? ¿O eso no había ocurrido acaso porque él no le había avisado al camarero a la hora del almuerzo que querían tener la cuenta lista para las dos? Cualquier otro hombre se hubiera quedado allí hasta que se la trajeran. ¡Pero no! Su exquisita confianza en la naturaleza humana le había permitido levantarse esperando que alguno de esos idiotas se la alcanzara a la habitación... Y después, cuando la voiture llegó, cuando ellos seguían (¡Oh, Dios!) esperando el vuelto, ¿por qué no se había ocupado al menos de acomodar el equipaje para que al menos pudieran partir en cuanto les entregaran el dinero? ¿O esperaba que fuera ella la que saliera y allí en ese tremendo calor, debajo de la marquesina, diera órdenes señalando con su parasol? Una divertida escena de la vida doméstica inglesa. Incluso cuando le dijo al conductor que fuera rápido, él no prestó atención en absoluto... sólo sonrió.
       “Oh, gruñó ella, “si hubiera estado en su lugar tampoco yo hubiera podido evitar sonreír ante el modo absurdo, ridículo en que le había pedido que se apurara”. Y se recostó en el asiento e imitó la voz de él:
       —Allez vite, vite... —pidiéndole perdón al cochero por molestarlo así...
       Y después en la estación —inolvidable— al ver aquel tren ridículo que se iba y esos horribles niños que saludaban desde las ventanillas. “Oh, ¿por qué tengo que tolerar todo esto?”... El resplandor, las moscas, mientras esperaban, y él y el jefe de estación inclinados sobre los horarios, tratando de encontrar ese otro tren que, por supuesto, no lograrían alcanzar. La gente que se había reunido alrededor y esa mujer que llevaba en brazos a ese bebé con la cabeza horrible, horrible... Oh, preocuparme como me preocupo, sentirme como me siento, y que jamás se me ahorre nada... jamás saber ni por un momento lo que...”
       Su voz cambió. Era temblorosa ahora, llorosa. Escarbó en la cartera y extrajo de ella un pañuelito perfumado. Se levantó el velo y, como si estuviera haciéndoselo a otra persona, como si le estuviera diciendo a otra: “Sí, lo sé, querida”, restregó los ojos.
       La pequeña cartera, con sus brillantes y plateadas fauces abiertas, yacía en su falda. El podía ver la polvera. El lápiz labial, un manojo de cartas, una tira de píldoras negras que parecían semillas, un cigarrillo roto, un espejo, unas láminas de marfil con rayas que habían sido muy manoseadas. “En Egipto la enterrarían con todas esas coses”, pensó él.
       Habían dejado atrás las últimas casas, aquellas casitas dispersas; con pedazos de macetas caídas en los canteros y gallinas medio desplumadas escarbando junto a los peldaños de la entrada. Ahora ascendían una cuesta empinada que serpenteaba por la montaña hasta la bahía. Los caballos tropezaban, tirando con toda su fuerza. Cada cinco minutos, cada dos minutos, el cochero hacía restallar el látigo. Su enorme espalda era sólida como la madera, tenía forúnculos en el cuello enrojecido y llevaba un sombrero de paja nuevo y reluciente...
       Había un poco de viento, lo suficiente para convertir en satén las hojas de los frutales, para acariciar la fina hierba, para platear los olivares de color humo... lo suficiente para formar un remolino frente al coche y arrojar sobre sus ropas una capa de polvo tan delgada como la ceniza. Cuando ella sacó la polvera, el polvo voló sobre los dos.
       —Oh, este polvo —suspiró ella—, este repulsivo polvo.
       Y se bajó el velo y se recostó como extenuada.
       —¿Por qué no abres tu sombrilla?—sugirió él. Estaba en el asiento de adelante, así que él se agachó para alcanzársela. Ante eso ella se irguió repentinamente, enfurecida.
       —¡Hazme el favor de dejar mi sombrilla tranquila! ¡No la quiero! Y cualquier persona que no fuera absolutamente insensible se daría cuenta de que estoy demasiado extenuada como para sostenerla. Y con un viento como este... Déjala de inmediato —exclamó ella, y después le arrebató la sombrilla, la arrojó a la capota del coche y volvió a hundirse en el asiento, jadeando.
       Otro recodo en el camino y en la cuesta de la colina apareció un grupo de niños que chillaban y reían, niñitas con el pelo quemado por el sol, niñitos con gorras de soldado. Llevaban flores en las manos —toda clase de flores—, algunas sin tallo y se las ofrecían, corriendo junto al coche. Lilas, lilas marchitas, bolas de nieve de color verdoso, un lirio y un ramito de jacintos. Ofrecían sus flores y acercaban a ellos sus rostros endiablados y uno de ellos le arrojó un ramo de caléndula. ¡Pobres ratoncitos! El ya tenía la mano en el bolsillo.
       —¡Por Dios, no les des nada! ¡Típico en ti! ¡Micos espantosos! Ahora nos seguirán todo el camino. No los alientes: alentarías a mendigos.
       Y arrojando nuevamente el ramo dijo:
       —¡Por favor, si quieres, hazlo cuando yo no esté!
       El vio la conmoción de los rostros infantiles. Dejaron de correr, se quedaron atrás y después empezaron a gritar algo y siguieron gritando hasta que el coche dobló otro recodo.
       —Oh, ¿cuántas curvas más hay todavía hasta la cima? Los caballos ni siquiera han trotado. ¡No creo que sea indispensable llevarlos al paso todo el camino!
       —Llegaremos dentro de un minuto —dijo él, y sacó su cigarrera. Ella se volvió hacia él. Apretó las manos y se las llevó al pecho, sus ojos obscuros se hicieron inmensos e implorantes detrás del velo, se le estremecieron las ventanas de la nariz, se mordió los labios y sacudió la cabeza con un ligero espasmo nervioso. Pero cuando habló lo hizo con voz débil y muy calma.
       —Quiero pedirte algo. Quiero rogarte algo —dijo—. Te lo he pedido cientos y cientos de veces, pero te has olvidado. Es algo tan insignificante, pero si supieras todo lo que significa para mí... —Apretó las manos—. Pero no puedes saberlo. Nadie, ningún ser humano puede saberlo y ser tan cruel—. Y después, con toda deliberación, mirándolo con sus ojos enormes y sombríos: —Te ruego y te imploro por última vez que no fumes cuando estamos juntos. Si supieras la angustia que me invade cuando ese humo flota hasta mí rostro...
       —Muy bien —dijo él—. No lo haré. Me olvidé. —Y guardó la cigarrera.
       —Oh, no —dijo ella, casi echándose a reír y cubriéndose los ojos con una mano—. No puedes haberte olvidado.
       El viento soplaba con más fuerza en la cima.
       —¡Hop, hop, hop! —exclamó el cochero.
       El camino bajaba a un pequeño valle, bordeaba el mar y después trepaba por una pendiente suave. Ahora había casas otra vez, con postigos azules para resguardarse del sol, jardines luminosos, y brillantes con geranios que colgaban de los muros rosados. La línea de la costa se veía obscura y en la orilla del mar apenas si se movía un festón blanco y sedoso. El coche empezó a bajar la colina a los sacudones.
       —¡Hop! —gritó el cochero.
       Ella se aferró de los costados del asiento, con los ojos cerrados y él supo que ella sentía que todo esto, los golpes y sacudones, eran intencionales, que él era de algún modo responsable... que quería vengarse porque ella había preguntado si no podían ir más rápido. Pero justo cuando llegaron al fondo del valle se produjo un tremendo sacudón. El coche casi se volcó y él vio que los ojos de ella echaban chispas y su voz silbó:
       —Supongo que estarás disfrutando muchísimo de todo esto.
       Continuaron. Llegaron al fondo del valle. De repente ella se puso de pie.
       —Cocher. ¡Cocher! ¡Arretez vous!
       Se volvió y miró en la destartalada capota.
       —Lo sabía —exclamó—. Lo sabía. Sentí el ruido que hizo al caer, y también tú, en ese último barquinazo.
       —¿Qué? ¿Dónde?
       —Mi sombrilla. Ha desaparecido. Esa sombrilla era de mi madre. La aprecio más que, más que...
       Estaba simplemente fuera de sí. El conductor se volvió con el rostro alegre y sonriente.
       —Yo también escuché algo —dijo con toda simpleza, alegremente—. Pero como madame y monsieur no dijeron nada...
       —Ahí tienes. Ya oíste. Tú también tienes que haber escuchado el ruido. Así que esa era la razón para que te sonrieras de ese modo...
       —Mira —dijo él—, no puede haber desaparecido. Si se cayó debe estar aún en el camino. Quédate aquí. Yo iré a buscarla.
       Pero ella pudo adivinar sus intenciones. ¡Vaya si pudo!
       —No, gracias —dijo, y lo miró despectivamente, a pesar de la presencia del cochero—. Iré yo misma. Caminaré hasta encontrarlo y confío en que no me sigas, porque —y habló con mucha amabilidad, sabiendo que el cochero no comprendía—, si no me escapo un minuto de ti me volveré loca.
       Se bajó del coche.
       —Mi cartera —dijo. Else la alcanzó.
       —La señora prefiere...
       Pero el cochero ya se había bajado y estaba sentado en un parapeto leyendo un pequeño periódico. Los caballos tenían las cabezas bajas. Todo estaba muy calmo. Él, en el coche, se desperezó, después cruzó los brazos. Sintió el sol que le calentaba las rodillas. Dejó caer la cabeza sobre el pecho. “Ish, ish”, llegaba el sonido del mar. El viento suspiró en el valle y luego se calló. Allí tendido, él se sintió como un hombre hueco, marchito, como si fuera de ceniza. Y el mar seguía: “Ish, ish”.
       Fue entonces que vio el árbol, cuando se hizo consciente de su presencia detrás de la verja de un jardín. Era un árbol inmenso, de tronco redondo y macizo, plateado, y un gran arco de hojas cobrizas que reflejaban la luz y eran, sin embargo, sombrías. Había algo más allá… una blancura, una suavidad, una masa opaca y medio oculta... con delicadas columnas. Mientras miraba el árbol sintió que su respiración se cortaba y formaba parte del silencio. El árbol parecía crecer, expandirse en el aire trémulo hasta que las grandes hojas talladas ocultaron el cielo, aunque en verdad estaba inmóvil. Después, de sus profundidades; o desde más allá llegó— una voz de mujer. Una mujer que cantaba. La voz cálida y despreocupada flotaba en el aire y formaba, como él, parte del silencio. De repente, cuando la voz se alzó, suave y soñadora, supo que llegaría flotando hasta él desde las hojas ocultas, y su paz se quebró. ¿Qué le sucedía? Algo se agitó en su pecho. Algo obscuro, algo intolerable y espantoso pujaba en su pecho y flotaba como un alga enorme... era cálido, asfixiante. Intentó luchar para romperlo y en ese mismo instante... todo terminó. Y profunda, profundamente, se hundió en el silencio, contemplando el árbol y esperando la voz que venía flotando, cayendo… hasta que sintió que lo envolvía.

       En el traqueteante pasillo del tren. Era de noche. El tren rugía a través de la oscuridad. El se aferró a la barandilla con las dos manos. La puerta del compartimiento estaba abierta.
       —No se preocupe, monsieur. Él vendrá a sentarse cuando tenga ganas. Le gusta, le gusta... es su costumbre. Oui, madame, je suis un peu souffrante.... Mes nerts... Oh, pero mi esposo no es nunca tan feliz como cuando viaja. Le gustan las incomodidades... Mi esposo... Mi esposo...
       Las voces murmuraban, murmuraban. No callaban nunca. Pero él se sentía tan celestialmente feliz allí, de pie, que deseaba poder vivir para siempre.



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