Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


En el café Lehmann (1910)
(“At ‘Lehmann’s’”)
Originalmente publicado en The New Age (7 de julio de 1910);
In A German Pension
(Londres: Stephen Swift and Company, 1911, 251 págs.)


      Sabina no tenía una vida descansada. Trotaba desde la mañana temprano hasta muy entrada la noche. A las cinco bajaba trastabillante de la cama, se abotonaba la ropa, se ponía el delantal de alpaca y manga larga sobre su uniforme negro y descendía a tientas las escaleras hacia la cocina.
       Ana, la cocinera, había engordado tanto durante el verano que adoraba su cama porque allí no necesitaba usar corsés y podía despatarrarse a gusto, rodar sobre el gran colchón y lamentarse ante Jesús, María Santísima y San Antonio bendito de que su existencia no era aceptable ni para un puerco en el chiquero.
       Sabina era nueva en el trabajo. El color rosa aún teñía sus mejillas; había un hoyuelo en el lado izquierdo de su boca que incluso cuando estuviera de lo más seria, de lo más absorta, salía y la delataba. Y Ana bendecía ese hoyuelo. Significaba media hora extra en su cama; hacía que Sabina prendiera el fuego, escombrara la cocina y lavara un sin fin de tazas y platos que quedaban del día anterior. Hans, el galopín, no llegaba hasta las siete. Era hijo del carnicero... un muchacho malencarado y enclenque, muy parecido a las salchichas de su padre, según Sabina. Su cara roja estaba cubierta de barros y sus uñas indescriptiblemente mugrosas. Cuando el mismo Herr Lehmann le dijo que tomara una horquilla para limpiárselas, Hans contestó que eran sucias de nacimiento porque su mamá siempre se entintaba haciendo cuentas... y Sabina le creía y compadecía.
       El invierno cayó pronto en Mindelbau. Al finalizar octubre las calles se cubrieron de nieve que llegaba hasta medio cuerpo y casi todos los huéspedes que hacían la “cura”, hartos a morir de agua fría y hierbas, partieron como almas que se llevara el diablo. Así que el café Lehmann cerró el gran salón y sólo dejó el comedor para los servicios que proporcionaba. Allí el suelo tenía que fregarse, las mesas se tallaban, las tazas se acomodaban con su terrón de azúcar en el plato, y los periódicos y revistas se colgaban de sus ganchos a lo largo de las paredes antes de que Herr Lehmann apareciera a las siete y media y abriera el negocio.
       Por lo regular su esposa atendía la tienda instalada dentro del café, pero escogió la temporada tranquila para encargar un niño, y mujer frondosa en sus mejores épocas, se puso tan enorme con el embarazo que su marido le dijo que se veía poco apetecible y le ordenó quedarse en la planta alta cosiendo.
       Sabina tomó el trabajo extra sin pensar en cobrar extra. Le gustaba pararse detrás del mostrador, cortar rebanadas de los maravillosos pasteles de chocolate confeccionados por Ana o empaquetar peladillas en bolsas rayadas de azul y rosa.
       —Le saldrán várices como a mí —dijo Ana—. Lo mismo le pasó a la Frau. ¡No me sorprendería que el bebé no llegara! toda la hinchazón se le fue a las piernas.
       —Y Hans demostraba un interés inmenso.
       En comparación, durante la mañana el negocio era tranquilo. Sabina atendía la campanilla de la tienda y a los escasos clientes que bebían licor para calentarse el estómago antes de la comida, y corría escaleras arriba una y otra vez para preguntarle a la Frau si no deseaba algo. Pero en la tarde, seis o siete espíritus selectos jugaban cartas, y todo aquel que fuera alguien en el pueblo bebía té o café.
       —Sabina... Sabina...
       Volaba de una mesa a otra cobrando a manos llenas de moneditas, dándole las órdenes a Ana a través de la ventanilla, ayudando a los hombres a ponerse sus pesados abrigos, siempre con esa magia infantil que la rodeaba, esa deliciosa sensación de encontrarse perpetuamente en una fiesta.
       —¿Cómo está Frau Lehmann? —preguntaban entre susurros las mujeres.
       —Se siente algo decaída, pero tan bien como podría esperarse —respondía Sabina en tono confidencial.
       Se acercaba el mal trance de Frau Lehmann. Ana y sus amigas se referían a ello como “el viaje a París”, y Sabina anhelaba hacer preguntas, sin embargo, avergonzada de su ignorancia, guardaba silencio tratando de descifrarlo por sí misma. No sabía prácticamente nada excepto que la Frau guardaba dentro un bebé que debía salir... con mucho dolor por cierto. Uno no puede concebirlo sin marido... eso también lo entendía. ¿Pero qué papel jugaba el hombre en el asunto? Se interrogaba mientras sentada por la noche remendaba servilletas, la cabeza inclinada sobre su labor y la luz reflejada sobre sus rizos castaños. Nacer... ¿qué era eso? reflexionaba Sabina. Morir... una cosa tan simple. Conservaba un retratito de su abuela muerta vestida con un ropón de seda negro, las cansadas manos apretaban un crucifijo entre los senos flácidos, la boca curiosamente tensa, casi sonreía aún en secreto; pero la abuela había nacido alguna vez... eso era lo importante.
       Así estaba sentada una noche, pensando, cuando un joven entró al café y pidió un vaso de oporto. Sabina se incorporó despacio. El largo día y el ambiente caluroso la ponían un poco lánguida, pero al servir el vino sintió los ojos del joven clavados en ella, correspondió la mirada y se le formó el hoyuelo.
       —Hace frío —comentó corchando la botella. El joven se pasó las manos por su cabello lleno de nieve y rió.
       —Yo no lo llamaría un clima tropical —dijo—, pero tú estás aquí muy abrigada... parece que te hubieras dormido.
       Sabina languidecía con el calor, y la voz del joven sonaba fuerte y profunda. Pensó que no conocía a nadie tan fuerte —hasta pensó que podía levantar la mesa con una mano—, y aquella inquieta mirada que le recorría la cara y el cuerpo le producía un extraño estremecimiento muy íntimo, medio placentero, medio doloroso... Quería quedarse allí, cerca de él; mientras bebía su vino. Sé hizo un pequeño silencio. Entonces él sacó un libro del bolsillo y Sabina regresó a su costura. Sentada en el rincón, escuchaba el ruido de las hojas al voltearse o el grave tic—tac del reloj que pendía arriba del espejo dorado. Deseaba mirar al joven otra vez... encontraba algo especial en su voz profunda, incluso en la forma como le caían las ropas. De la planta alta se oían los pasos lentos y pesados de Frau Lehmann y los viejos pensamientos preocuparon a Sabina. ¿Tendría ella que verse así algún día? ¿sentirse así? Aunque sería muy dulce tener un bebé a quien vestir y a quien alzar en brazos.
       —Fräulein... como te llames... ¿de qué sonríes? —inquirió el joven.
       Ella se ruborizó y vio al techo, con las manos quietas en regazo, miró entre las mesas vacías y sacudió la cabeza.
       —Ven, y te enseñaré un dibujo —ordenó él.
       Ella fue y se paró junto. Él abrió su libro, y Sabina vio un apunte a colores de una muchacha desnuda sentada, al borde de una gran cama destendida, con una chistera en la cabeza.
       Él puso la mano sobre el cuerpo, sólo dejó el rostro expuesto al escrutinio minucioso de Sabina.
       —¿Y bien?
       —¿Qué quiere decir? —preguntó ella, aunque lo sabía perfectamente.
       —Que podría ser tu propia fotografía... la cara, por supuesto, lo único que puedo juzgar.
       —El peinado es distinto —dijo Sabina, riendo—. Echó hacia atrás la cabeza y la risa burbujeó en su garganta blanca y redonda.
       —Es un dibujo bastante lindo ¿no crees? —preguntó él—. Ella estaba fijándose en el anillo peculiar que él usaba e la mano que cubría el cuerpo, y sólo asintió.
       —¿Nunca viste algo semejante?
       —Oh, hay muchas cosas curiosas en las revistas ilustradas.
       —¿Te gustaría que te retrataran así?
       —¿A mí? No dejaría que nadie lo viera. ¡Además no tengo un sombrero como ése!
       —Eso se remedia fácilmente.
       De nuevo un pequeño silencio, roto por Ana que abrió la ventanilla. Sabina corrió a la cocina.
       —Toma, súbele a la Frau esta leche y este huevo —dijo Ana—. ¿Quién está allá?
       —¡Dios, un hombre tan chistoso! Creo que está medio zafado de aquí —y se tocó la sien.
       Arriba en un cuarto horrible la Frau cosía sentada, un chal negro le rodeaba los hombros, los pies enfundados en pantuflas de lana rojas. La muchacha colocó la leche en una mesa cercana y, luego, permaneció tallando una cuchara con el delantal.
       —¿Nada más?
       —Na —repuso la Frau, levantándose de su silla—, ¿dónde está mi marido?
       —Juega cartas en el café de Snipold. ¿Lo necesita?
       —Santo cielo, déjalo. Yo no soy nadie. No importo... Y todo el día lo espero aquí.
       Temblaba al limpiar el borde del vaso con sus dedos hinchados.
       —¿La llevo hasta la cama?
       —Bájate. Déjame sola. Dile a Ana que no deje a Hans manosear el azúcar... que le dé un jalón de orejas.
       —Feo, feo, feo —murmuraba Sabina regresando al café donde el joven se abotonaba el abrigo, listo para salir.
       —Volveré mañana—dijo—. No te restires tanto el chongo; se te alaciarán los rizos.
       —Bueno, es usted chistoso —respondió ella—. Buenas noches.
       Ana roncaba cuando Sabina se acostó. Cepilló su largo cabello y se lo levantó con las manos... tal vez sería una lástima que se perdieran todos esos rizos. Miró entonces su bata sin adornos, se la quitó de un tirón y se sentó en la orilla de la cama.
       —Desearía —musitó, sonriendo soñolienta— que hubiera un gran espejo en este cuarto.
       Acostada en la oscuridad se acarició su pequeño vientre.
       —No sería la Frau ni por cien marcos... ni por mil. ¡Verse así!
       Y medio dormida, se imaginó levantándose de su silla con la botella de oporto en las manos cuando el joven entrara al café.
       La mañana siguiente fue fría y oscura. Sabina despertó, cansada, sentía como si algo pesado le hubiera oprimido el corazón la noche entera. Hubo un ruido de pasos amortiguados por el pasillo. ¡Herr Lehmann! Sin duda se había dormido más de la cuenta. Sí, traqueteaban la manigueta.
       —Un momento, un momento —gritó, poniéndose las medias.
       —Sabina, dile a Ana que vaya con la Frau... pero rápido. Necesito buscar a la enfermera.
       —Sí, sí —contestó—. ¿Ha llegado?
       Pero ya se había ido, y ella corrió para sacudir a Ana por los hombros.
       —La Frau... el bebé... Herr Lehmann fue por la enfermera —tartamudeaba.
       —En nombre de Dios —dijo Ana, saltando del lecho.
       No hubo quejas ese día; importancia, entusiasmo, sólo eso revelaba el continente de Ana.
       —Baja de prisa y enciende la estufa. Pon una olla de agua —y como si hablara con un enfermo imaginario, mientras se abrochaba la blusa: sí, sí, lo sé... tenemos que sentirnos peor antes de mejorar... ya voy... paciencia.
       Todo el día estuvo nublado. Las luces se encendieron tan pronto como el café se abrió y en el negocio se veía animación. La enfermera sacó del cuarto a Ana, quien se rehusó a trabajar y se sentó en una esquina a lamerse sus heridas, escuchando los sonidos de la planta alta. Hans, más afectado que Sabina, abandonó también el trabajo, y se paró junto a la ventana hurgándose la nariz.
       —¿Por qué debo hacerlo todo? —decía Sabina en tanto lavaba vasos—. No puedo ayudar a la Frau, se tarda demasiado tiempo.
       —Escucha —dijo Ana— la movieron a la pieza de atrás, para que no moleste a la gente. ¡Qué pujido fue ése... qué pujido!
       —Dos cervezas chicas —gritó Herr Lehmann a través de la ventanilla.
       —Un momento, un momento.
       A las ocho el café se hallaba desierto. Sabina estaba sentada en el rincón con su costura. Nada parecía ocurrirle a la Frau. El doctor había venido... sólo eso.
       —Ach —dijo Sabina—. No pensaré más en esto. No escucharé más. Ach. Quisiera irme... odio esta plática. No la oiré. No, es demasiado —apoyó ambos codos en la mesa, hundió la cara entre sus manos e hizo pucheros.
       Pero repentinamente se abrió la puerta delantera, y ella se paró de un brinco sonriente. Era el joven otra vez. Ordenó más oporto y no trajo libros.
       —No te sientes a millas de distancia —refunfuñó—. Quiero ser divertido. Ven, toma mi abrigo. ¿Puedes secarlo en alguna parte? Nieva nuevamente.
       —Hay un lugar tibio... el guardarropa de las damas —sugirió ella—. Lo llevaré allí... junto a la cocina.
       Se sentía mejor y bastante contenta de nuevo.
       —Iré contigo —propuso él—. Veré dónde lo pones.
       No le pareció nada extraordinario. Ella rió haciéndole señas para que la siguiera.
       —Acá —exclamó—. Sienta qué calorcito. Echaré más leña al horno. No importa, todos están ocupados arriba.
       Se arrodilló en el suelo y metió los troncos al horno, burlándose de su propia extravagancia.
       Olvidó a la Frau, olvidó el día estúpido. Junto a ella había alguien también sonriente. Estaban juntos en el cuartito tibio robándose la leña de Herr Lehmann. Parecía la más excitante aventura del mundo. Quería seguir riendo... o estallar en llanto... o... o agarrar al joven.
       —¡Qué fuego! —casi gritó y estiró sus manos.
       —Toma mi mano, levántate —dijo él—. ¡No lo dejes para mañana!
       Estaban parados uno frente al otro con las manos cogidas aún. Y el temblor extraño estremeció a Sabina.
       —Mira —dijo él con dureza—, ¿eres una niña o juegas a serlo?
       —Yo... yo.
       La risa cesó. Lo miró un instante, después al piso y empezó a respirar como un animalito asustado.
       La acercó de un jalón y la besó en la boca.
       —Na. ¿Qué hace usted? —musitó ella.
       Él le soltó las manos y le tocó los senos, y la habitación simulaba bailar alrededor de Sabina. Repentinamente, desde lo alto salió un aullido espantoso, desgarrador.
       Ella se zafó estremecida, desencajada.
       —¿Quién ha hecho eso? ¿quién hizo ese ruido?
       —¡Achk! —profirió Sabina huyendo del cuarto.



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