Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
La mosca
(“The Fly”,
1922)
Originalmente publicado en
Nation, Marzo 18, 1922
The Dove's Nest and Other Stories
Londres: Constable, 1923
—Pues sí que está usted
cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta.
Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa
de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su
conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería
irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y
las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana
excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban
volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las
hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a
los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros
últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De
manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y
observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón,
corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma,
todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con
melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
—Se está
cómodo aquí, ¡palabra que sí!
—Sí, es
bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial
Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho;
le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo
Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y
profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura
frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
—Lo he
renovado hace poco —explicó, como lo había explicado durante las
últimas, ¿cuántas?, semanas—. Alfombra nueva —y señaló la
alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos—.
Muebles nuevos —y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería
y la mesa con patas como de caramelo retorcido—. ¡Calefacción
eléctrica! —con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas
transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa
inclinada de cobre.
Pero no
señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa.
Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de
pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un
fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía
más de seis anos.
—Había
algo que quería decirle —dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le
nublaban al recordar—. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí
de casa esta mañana. —Las manos le empezaron a temblar y unas manchas
rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre
hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso,
le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
—Ya sé.
Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra
vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una
llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su
escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
—Ésta es
la medicina —exclamó—. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en
el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del
castillo de Windsor.
Al viejo
Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese
expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
—¿Es
whisky, no? —dijo débilmente.
El jefe
giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto,
era whisky.
—Sabe —dijo
el viejo, mirando al jefe con admiración— en casa no me dejan ni
tocarlo—. Y parecía que iba a echarse a llorar.
—Ah, ahí
es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras —dijo el jefe,
doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que
estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en
cada uno—. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un
sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! —Se tomó el suyo de un trago;
luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le
hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo
tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
—¡Qué
fuerte!
Pero lo
reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y
recordó.
—Eso era
—dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca—. Supuse que le
gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada
para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por
delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de
la otra.
El viejo
Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero
temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
—Las
chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello —dijo
la vieja voz—. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran
en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
—¡No, no!
—Por varias razones el jefe no había ido.
—Hay
kilómetros enteros de tumbas —dijo con voz trémula el viejo
Woodifield— y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas
las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. —Por su voz se
notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro
silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
—¿Sabe
usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de
confitura? —dijo—. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice
Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de
media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez
francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien;
eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que
porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar
cualquier precio por las cosas. Eso es. —Y se volvió, dirigiéndose
hacia la puerta.
—¡Tiene
razón, tiene razón! —dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea
de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo
los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió
de él. Woodifield se había marchado.
Durante un
largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras
el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía
de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
—No veré
a nadie durante media hora, Macey —dijo el jefe—. ¿Ha entendido? A
nadie en absoluto.
—Bien,
señor.
La puerta se
cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra
chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y
echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos.
Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había
causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre
la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera
abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield
mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis
años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un
cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para
siempre. “¡Mi hijo!”, gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no
acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los
primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas
palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento
episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado
entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría
nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran
aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho
era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a
levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para
el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro
sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo,
sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener
siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y
continuando donde él había abandonado?
Y esa
promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en
la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra.
Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el
mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No
era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su
popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey,
no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él
siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada
para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir:
“¡Sencillamente espléndido!”.
Pero todo
eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el
día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su
mundo se había venido abajo. “Sentimos profundamente informarle
que...” Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en
ruinas.
Hacía seis
años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que
había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía
confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como
quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no
era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era
fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel
momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el
gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con
desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas
patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y
resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una
pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en
un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó
quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las
patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo
empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas.
Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el
ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una
pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir
primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y
empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía
imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad,
alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba
preparada de nuevo para la vida.
Pero justo
entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero,
apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus
alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena
pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada,
paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero
entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas
delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente,
reanudó la tarea desde el principio.
Es un
diablillo valiente —pensó el jefe— y sintió verdadera admiración
por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los
asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión
de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y
al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra
vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué
pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero
¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió
una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura:
“Ah, astuta cabroncita”. Incluso se le ocurrió la brillante idea de
soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de
todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe
decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la
pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La
última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó
tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al
cuerpo; las delanteras no se veían.
—Vamos —dijo
el jefe—. ¡Espabila! —Y la removió con la pluma, pero en vano. No
pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe
levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la
papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que
verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre
para llamar a Macey.
—Tráigame
un secante limpio —dijo con severidad— y dese prisa. —Y mientras
el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse
en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el
pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le
fuera la vida en ello no se podía acordar.
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