Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Los vestidos nuevos (1912)
(“New Dresses”)
Originalmente publicado en la revista Rhythm, Núm. 9 (octubre de 1912);
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)


      Sentadas ante la mesa del comedor, la señora Carsfield y su madre daban los últimos toques a los vestidos de casimir verde que las dos señoritas Carsfield estrenarían al día siguiente, para ir a la iglesia, con el complemento de unos cinturones verde manzana y sendos sombreros de paja con cintas colgantes. La señora Carsfield había puesto toda el alma en ellos y como aquella noche Henry volvería tarde, porque había ido a una reunión de la Liga Política, su madre y ella podían disponer a sus anchas del comedor y, como decían, tenerlo todo revuelto sin molestar a nadie. El tapete rojo había sido retirado de la mesa, y en ella habían instalado la máquina de coser, su regalo de bodas, un cesto de costura obscuro, el género y algunas revistas de modas con hojas arrancadas. La señora Carsfield hacía que la máquina fuera despacio, para que el hilo verde no se rompiera; conservaba la vaga esperanza de hacerlo durar más, si lo empleaba poco a poco. Y la anciana, sentada en una mecedora, la falda recogida y los pies abrigados con zapatillas de fieltro, posados sobre un cojín, iba anudando los hilos rotos de la máquina y cosía una tira de encaje en los puños y cuello de un vestido. Cuando la llama del gas oscilaba y disminuía, la anciana levantaba la vista para mirar al mechero.
       —Debe de haber agua en la tubería, Anne —dijo. Y tras breve pausa insistió de nuevo—: Anne, tiene que haber agua en la tubería.
       Otro silencio seguido de una verdadera explosión de energía.
       —Sí, eso es, estoy segura.
       Anne, ante la máquina, frunció el ceño. “Me ataca los nervios —pensó—, esa manía de repetir tanto las cosas. Y siempre cuando no hay posibilidad humana de evitarlo. Sin duda es cosa de la edad, pero resulta molestísimo.” Luego en voz alta:
       —Mamá, voy a dejar un buen dobladillo en el vestido de Rose. Ha dado últimamente tal estirón... y no pongas encaje a Helen en las mangas. Sería hacer una distinción, y además tiene tan poco cuidado... No le importa coger cualquier cosa con las manos, hasta lo más repugnante.
       —Pero si hay mucho —dijo la anciana—; lo pondré un poco más arriba.
       Se preguntaba por qué Anne tenía tanta pelusilla con Helen. Y a Henry le ocurría lo mismo. Parecía que siempre trataban de herirla. Eso de la distinción sólo era una excusa.
       —Bueno —dijo la señora Carsfield—, tú no ves la ropa de Helen cuando se la quita por la noche. En una semana la pone negra de los pies a la cabeza. Y, si le enseño la de Rose para que vea la diferencia, se encoge de hombros y se pone a tartamudear. Ya sabes esa costumbre que ha cogido. Quisiera que el doctor Malcolm la viniera a ver para eso de la tartamudez. Aunque sólo fuera para darle un buen susto. Creo que no es sino un amaneramiento que ha contraído en el colegio y que si quiere puede evitarlo.
       —Pero, Anne, si ha tartamudeado siempre, recuérdalo. Y a ti te pasaba lo mismo a su edad. Es muy nerviosa.
       La anciana se quitó las gafas y las empañó con el aliento para frotarlas con una punta de su delantal de labor.
       —Bueno —replicó Anne, sacudiendo un vestido verde y quitando los hilvanes del dobladillo con la aguja—. Lo peor para ella sería que llegara a creer eso. Se la trata exactamente igual que a Rose. Y el nene tampoco es nervioso. ¿Te fijaste hoy cuando le monté por primera vez en el caballito balancín? De puro contento hacía gorgoritos. Cada día se parece más a su padre.
       —Sí, es Carsfield de los pies a la cabeza —asintió la anciana, corroborándolo con movimientos de cabeza.
       —Además hay otra cuestión respecto a Helen —añadió Anne—. Esa manera que tiene de tratar al nene. Se le queda mirando como si quisiera asustarle. ¿Te acuerdas de que, cuando tomaba el biberón, solía quitárselo para ver lo que hacía? En cambio Rose se porta perfectamente con la criatura. Pero Helen...
       La anciana dejó su labor sobre la mesa. Hubo un breve silencio, durante el cual resonó fuertemente el tictac del reloj. Tenía ganas de decirle a Anne de una vez y para siempre lo que opinaba sobre el modo en que ella y Henry trataban a Helen. Decirle que la estaban echando a perder. Pero el ruidoso tictac la distrajo y no pudiendo hallar las palabras adecuadas se quedó ahí sentada con aire estúpido, sintiendo resonar dentro de su cerebro aquel persistente tictac.
       —Cómo suena ese reloj —fue lo único que dijo.
       “Bueno, ya se ha salido mamá por la tangente. Ni me ayuda ni me alienta nunca”, pensó Anne. Y, mirando la hora, dijo en voz alta:
       —Mamá, si has terminado con el vestido, podías ir a la cocina a calentar un poco de café. Y también podrías preparar un plato de jamón. Henry va a llegar de un momento a otro. Ya tengo casi terminado este otro vestido —lo mantuvo en alto para inspeccionarlo—. ¿Verdad que son encantadores? Tienen que durarles un buen par de años y luego, alargándoselos y quizá tiñéndolos, podrían usarlos para ir al colegio.
       —Me alegro de que hayamos escogido el género más caro —replicó la anciana.
       Al quedar sola en el comedor, el entrecejo de Anne se contrajo aún más, su boca se hundió y una profunda arruga se fue dibujando desde la nariz a la barbilla. Dio un prolongado suspiro y se echó hacia atrás el cabello. Le parecía que faltaba aire en la habitación; se sentía harta, y, además, ¿para qué esmerarse con primores de aguja tratándose de Helen? No acaba una nunca con las criaturas, y no lo saben agradecer. Salvo Rose, que era un caso excepcional. Otro síntoma de chochez en su madre era esa absurda opinión respecto a Helen, y lo quisquillosa que era cuando se trataba de esta cuestión. “Pero he decidido una cosa —se dijo a sí misma—: mantener a Helen alejada de la criatura.” El nene había heredado toda la sensibilidad del padre para darse cuenta de la falta de simpatía en los demás. Era una suerte que las niñas se pasaran todo el día en el colegio.
       Al fin los vestidos quedaron concluidos y doblados sobre el respaldo de una silla. Transportó la máquina de coser a la estantería de los libros, extendió el tapete sobre la mesa y se dirigió hacia la ventana. Como las persianas estaban alzadas, podía verse cómodamente el jardín. Debía de haber luna. Entonces vio brillar algo sobre el banco. Un libro, sí, debía de ser un libro que había quedado olvidado y estaría humedeciéndose con el rocío. Fue al vestíbulo, se puso unos chanclos, se recogió la falda y salió presurosa al jardín. Efectivamente, era un libro. Se agachó y lo recogió cuidadosamente. Estaba ya empapado y tenía la cubierta bombeada. Se encogió de hombros con aquel gesto que su hijita había copiado de ella.
       En el jardín en tinieblas que olía a hierba y a rosas, el corazón de Anne se endureció aún más. Se oyó entonces el ruido de la puerta de la verja y vio a Henry que avanzaba a grandes pasos por el camino central.
       —¡Henry! —le llamó.
       —Hola —gritó él—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí, Anne? ¿Contemplando la luna?
       Corrió hacia él y se besaron.
       —Mira este libro —dijo—. Otra vez se lo ha dejado olvidado Helen. ¡Cómo hueles a tabaco, chico!
       —Cuando se está con los amigos —explicó él— hay que fumar un buen puro, por lo menos. Es de mal efecto no hacerlo. Pero vamos adentro, Anne. No te has echado nada encima. Al diablo con el libro. Estás helada, querida, y tiritando —le pasó el brazo por la espalda—. Mira la luna, allí arriba, junto a la chimenea. Magnífica noche, caramba. He estado haciendo retorcerse de risa a todos. Hice un chiste estupendo. Uno dijo: “La vida es una partida de naipes”, y yo, sin pensarlo, me salió sin más, dije... —Henry se detuvo junto a la puerta con un dedo en alto—. Bueno, he olvidado exactamente lo que dije, pero se retorcían de risa. Materialmente se retorcían. Ya lo recordaré cuando esté en la cama. Ya sabes que lo recuerdo siempre todo.
       —Voy a llevar el libro a la cocina para que se seque junto al hornillo —dijo Anne.
       Y mientras lo cerraba de golpe, pensó: “Ha esta—sus piernas—. ¿Qué perifollos verdes son esos que mañana se hallará indispuesto. No viene a qué hablarle de Helen esta noche.”
       Cuando hubo terminado de cenar, Henry se recostó en el respaldo de la silla hurgándose los dientes con un palillo, y, dándose una palmada en una rodilla, invitó a Anne a que viniera a sentarse ahí.
       —Hola —dijo, mientras la hacía cabalgar sobre sus piernas—. ¿Qué perifollos verdes son ésos que hay sobre esa silla? ¿Qué habéis estado fraguando tu madre y tú?
       Con naturalidad y echando un vistazo al desgaire sobre las verdes vestimentas, Anne dijo:
       —Unos vestidos de domingo para las niñas hechos de retales.
       La anciana recogió el plato y la taza. Luego encendió una vela.
       —Bueno, me voy a acostar —anunció muy campechana.
       “¡Dios mío! Qué poco discreta es mi madre —pensó Anne—; va a hacer que Henry sospeche, si se larga así. Y lo hace siempre que se prepara algo desagradable.”
       —No, madre, no se vaya todavía a la cama —exclamó Henry jovialmente—. Vamos a ver eso.
       Ella le pasó los vestidos sonriendo levemente y Henry palpó la tela.
       —¿Y éstos son los retales, Anne? No se parecen en nada a los pantalones de domingo que solía hacerme mi madre de una manta de planchar. ¿Cuánto ha costado la yarda?
       Anne recogió los vestidos y se puso a juguetear con un botón del chaleco de su marido.
       —No recuerdo exactamente, querido. Regateamos bastante, mamá y yo, a pesar de que eran tan baratos. Los grandes hombres no deben ocuparse de trapos. ¿Estuvo Lumley en la reunión?
       —Sí, dice que su niño también era un poco arqueado de piernas a la edad del nuestro. Me habló de un modelo nuevo de sillas para niños que acaba de recibir el de la tienda de géneros. Les obliga a estar sentados con las piernas bien derechas. A propósito: ¿ha mandado la factura de este mes?
       Lo había estado esperando; lo estaba viendo venir. Se deslizó de sus rodillas y bostezó.
       —Ah, me parece que voy a imitar a mamá. En la cama es donde debo estar —y mirando a Henry con mirada inexpresiva añadió—: ¿Decías que las facturas? Bueno, ya las buscaré mañana.
       —No, Anne, aguarda. —Henry se levantó y fue hacia el aparador, donde se guardaban en una carpeta—. Mañana no, que es domingo. Quiero quitarme el peso de esa preocupación antes de irme a la cama. Siéntate ahí, no tienes por qué estar en pie.
       Ella se dejó caer en el asiento y se puso a canturrear, mientras su cerebro trabajaba fríamente y sus ojos se clavaban en las anchas espaldas de su esposo, inclinado sobre la puertecilla del aparador. No acababa de encontrar la carpeta, y ella pensó: “Lo está haciendo a propósito, para tenerme en vilo. Podemos permitirnos ese gasto y lo he hecho por eso; no soy ninguna loca. Cada mes hemos de tener una trifulca con las dichosas facturas.” Y se acordó de la cama que la esperaba allá arriba, anhelando verse en ella y pensando que jamás se había sentido tan cansada.
       —Aquí está —exclamó Henry, tirando con estrépito la carpeta sobre la mesa—.. Acerca tu silla. “Clayton: siete yardas de casimir verde a cinco chelines la yarda, treinta y cinco chelines.”
       Leyó por dos veces la partida y luego, doblando el papel, se acercó a ella. Tenía la cara encendida y su aliento olía a cerveza. Anne sabía muy bien cómo tomar las cosas cuando se encontraba en aquel estado, y arqueando las cejas asintió con la cabeza.
       —¿Quieres hacerme creer —tronaba Henry— que eso que está ahí vale treinta y cinco chelines? ¿Esos cochinos trapos que vais a endilgarles a las niñas? ¡Dios Santo! Cualquiera creería que te has casado con un millonario. Con ese dinero podrías haberle comprado a tu madre un trousseau. Te estás convirtiendo en el hazmerreír de toda la ciudad. ¿Cómo crees que voy a poder encargar la silla al nene, ni ninguna otra cosa, si despilfarras mis economías de esa manera? Estás machacando siempre con que es imposible lograr que Helen ande decente y acto seguido me la cubres de casimires verdes por valor de treinta y cinco chelines.
       La voz siguió tronando.

       “Mañana se le habrá pasado —pensó Anne— al pasar los efectos de la cerveza. —Y después, al meterse entre las sábanas trabajosamente—: Cuando vea lo que duran, se dará cuenta...”
       Una mañana de domingo esplendorosa. Henry y Anne, reconciliados por completo, esperan en el comedor la hora de ir a la iglesia a los acordes del pequeño Carsfield, que con toda gravedad aporreaba la balda transversal de su silla, con una cuchara sopera que su padre había cogido de la mesa del almuerzo para ponerla en sus manos.
       —Este granuja va teniendo fuerzas —dijo Henry muy orgulloso—. Se lleva así cinco minutos sin parar. Lo he medido reloj en mano.
       —Asombroso —dijo Anne, abrochándose los guantes—. Pero creo que ya ha tenido la cuchara bastante tiempo, ¿no te parece? Tengo miedo de que vaya a metérsela en la boca.
       —No, ya estoy al cuidado —e inclinándose sobre su hijito—: Sigue dándole, muchacho. Hazle saber a mamá que a los chicos les gusta armar gresca.
       Anne no replicó. Al menos aquello serviría para distraer su atención cuando bajaran las niñas con los vestidos de casimir. Se estaba preguntando si habría conseguido meterles en la cabeza la enorme importancia de cuidarlos bien y quitárselos antes de comer, apenas llegaran de la iglesia, y también por qué Helen se ponía tan nerviosa siempre que la reñían, cuando la puerta se abrió y la anciana las introdujo vestidas de punta en blanco y con sus sombreros de paja de cintas colgantes.
       Al verlas no pudo menos de estremecerse levemente; tenían un aire tan distinguido... Rose llevaba el libro de rezos en su estuche blanco con una cruz bordada en lana color de rosa. Pero fingió no darle importancia y les advirtió que se hacía tarde. Henry no dijo ni una palabra sobre el asunto, a pesar de que aquel par, con el valor de treinta y cinco chelines encima, fue delante de él, dándose la mano, todo el camino hasta la iglesia. Anne reconoció que aquello era generoso y digno por su parte. Alzó los ojos para mirarle caminar a su lado con el pecho saliente. Qué bien le sentaba aquella levita con la corbata de seda blanca asomando sólo un poquito. Y las niñas no desmerecían de él. En la iglesia le apretó la mano como para decirle mediante aquella muda presión: “Si hice esos vestidos fue por ti, Henry. No puedes comprenderlo, pero es así.” Y lo creyó plenamente.
       Al volver a casa se encontraron con el doctor Malcolm que iba de paseo en compañía de su perro negro, el cual llevaba el bastón en la boca. El médico se detuvo para informarse de la salud del pequeño Carsfield, y mostró tan docto interés, que Henry le invitó a comer.
       —Venga a hacer penitencia con nosotros, así podrá ver al nene —le dijo.
       Y el doctor aceptó. Echó a andar al lado de Henry y se volvió un poco para decirle a Helen por encima del hombro:
       —Ten cuidado de que mi chico no se vaya a tragar el bastón. Porque le saldría luego un árbol por la boca, a no ser que se le fuera al rabo y entonces se le pondría tan tieso, que de un coletazo le mandaría a uno al otro barrio.
       —¡Qué doctor! —rió Helen, deteniéndose junto al perro—. Vamos, perrito, sé bueno y dame eso.
       —Helen, el vestido —advirtió Anne.
       —Sí, por cierto —exclamó el doctor Malcolm—; las dos damitas están hoy muy encopetadas.
       —Es el tono que le sienta bien a Rose —replicó Anne—. Tiene mejores colores que Helen.
       Rose se ruborizó, y los ojos del doctor centellearon. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para contenerse y no decir que le parecía un tomate en una ensalada de lechuga. “Esa niña necesita que le bajen los humos. A mí que me den a Helen. Pero ya llegará el día en que sea dueña de sí misma y les dé su merecido.”
       El nene estaba durmiendo la siesta de mediodía cuando llegaron, y el doctor Malcolm le pidió a Helen que le enseñara el jardín. Henry, arrepentido ya de su generosidad, asintió complacido y Anne fue a la cocina para entrevistarse con la criada.
       —Mami, déjame ir contigo a probar la salsa —suplicó Rose.
       —Hum —murmuró el médico—. Que te vaya bien.
       Se instaló en un banco del jardín con los pies en alto y se quitó el sombrero “para darle al sol una ocasión —dijo a Helen— de hacer brotar la segunda cosecha”.
       La niña preguntó muy seria:
       —Doctor, ¿de veras le gusta mi vestido?
       —Claro que sí, señorita. ¿A ti no?
       —Sí, lo llevaría toda la vida; pero resultan tan molestas las pruebas, ¿comprende?, y tira de aquí, y no hagas eso. Creo que mamá me mataría si lo estropeara. He tenido que arrodillarme sobre la enagua durante todo el tiempo que estuvimos en la iglesia, porque el almohadón tenía polvo.
       —¿Tan mal están las cosas? —preguntó el médico haciendo rodar sus pupilas.
       —Oh, peor que mal —exclamó la niña. Y se echó a reír gritando—: ¡Horribles! —mientras saltaba sobre el césped.
       —Cuidado, que te van a oír.
       —Bah. ¿Qué es, si no un viejo y cochino casimir? Se lo merecen. Y como no están aquí no pueden verme, así que no importa. Es sólo estando con ellos cuando me pongo tonta.
       —¿No tenías que quitarte esos lujos antes de comer?

       —No, porque usted está aquí. —Ya me lo estaba diciendo el corazón —gimió el doctor.
       Se sirvió el café en el jardín. La criada sacó unas sillas de mimbre y una esterilla para el nene. Mandaron a las niñas que se fueran a jugar.
       —No molestes más al doctor, Helen —ordenó Henry—. No tienes que ser pesada con las personas que no forman parte de tu propia familia.
       Helen se enfurruñó un poco, y, para consolarse, se fue despacito hacia el columpio. Allí se puso a mecerse con fuerza, diciéndose que el doctor Malcolm era el hombre mejor del mundo y preguntándose si el perro habría dado fin al plato de huesos en el patio trasero.
       Decidió ir a verlo, y, disminuyendo el vaivén del columpio, saltó. La falda quedó prendida de un clavo y se oyó el estridente sonido de la tela al rasgarse. Rápidamente miró hacia donde estaban los demás; no parecían haberse dado cuenta de nada. Luego, volvió los ojos hacia el vestido; tenía un roto por el que se podía meter la mano. No se sintió ni asustada ni arrepentida. “Iré a mudarme”, se dijo.
       —Helen, ¿a dónde vas?
       —Adentro, a buscar un libro.
       La anciana observó que la niña se sujetaba la falda de un modo muy particular; sin duda se le habría soltado la cinta de la enagua. Pero no dijo nada. Cuando la niña se encontró en su habitación, se desabrochó el vestido, se lo quitó y se puso a pensar en lo que haría. “Lo mejor es esconderlo en cualquier sitio”, se dijo, echando una mirada en derredor. Pero no había ningún sitio donde ellos no pudieran encontrarlo, a no ser encima del armario. Mas ni subiéndose en una silla pudo tirarlo tan alto. Aquel trapo horrible y odioso se le venía encima cada vez que lo intentaba. Los ojos se le encandilaron de pronto al ver la cartera de ir al colegio colgada de un boliche de la cama. Lo envolvió en el delantal escolar y lo puso en el fondo, colocando encima el estuche de los lápices. No se les ocurriría mirar ahí.
       Y se volvió al jardín con el vestido de diario. Pero olvidó coger el libro.
       —¡Oh! —exclamó Anne, sonriendo con ironía—. Otro tanto a favor del doctor Malcolm. Mira, mamá; Helen ha ido a cambiarse de traje sin necesidad de decírselo.
       —Ven aquí, hija, que te arregle un poco —dijo la anciana a Helen, y luego en voz baja—: ¿Dónde dejaste el vestido?
       —Lo dejé al pie de la cama; donde me lo quité.

       El doctor estaba hablando con Henry sobre la conveniencia de que los hijos de los hombres de negocios fueran educados en escuelas particulares; pero seguía con los ojos la escena, sin perder de vista a Helen. Y aquello le olió mal, pero que muy mal. Y se dijo: “Aquí hay gato encerrado. No sólo uno; toda una familia gatuna.”
       En la casa reinaban el tumulto y la consternación. Había desaparecido uno de los verdes vestidos de casimir. Se había esfumado sin dejar rastro alguno, en el breve tiempo transcurrido entre el momento en que Helen se lo quitó y el té de las niñas.
       —Helen, muéstrame el sitio exacto donde lo dejaste —insistía la señora Carsfield por vigésima vez—: Y dime la verdad.
       —Mami, te juro que lo dejé en el suelo.
       —Bah, no sirve de nada que lo jures si no está allí. Nadie lo ha podido robar.
       —Cuando subí a mudarme, vi a un hombre muy raro con una gorra blanca, que se paseaba por la carretera arriba y abajo mirando las ventanas.
       Anne miró a su hija con mirada penetrante.
       —Vamos —dijo—. Ya veo que estás diciendo mentiras —y volviéndose hacia la anciana añadió con tono en que había algo de orgullo y de regocijo—: Mamá, ¿has oído ese cuento chino?
       Cuando llegaron a los pies de la cama, Helen se puso encarnada y se apartó de ellas. Sentía constantemente deseos de gritar: “Lo rompí, lo rompí”, y se les quedaba mirando como si ya lo hubiera dicho y quisiera ver la cara que ponían. Igual que cuando soñaba en la cama que estaba levantada y vestida. Pero a medida que avanzaba la tarde se fue sintiendo menos inquieta. Sólo una cosa la alegraba: el pensar que se tendrían que ir todos a dormir. Rencorosa, se puso a mirar el sol que resplandecía en el hueco de la ventana y proyectaba el dibujo de las cortinas sobre el suelo desnudo del cuarto de las niñas. Luego a Rose que, sentada en la mesita, pintaba unas letras teniendo a su lado una huevera llena de agua para ella sola.
       Antes de irse a la cama Henry visitó la alcoba de las niñas. Helen lo oyó entrar, haciendo crujir el entarimado, y se escondió entre las sábanas. Pero Rose la traicionó.
       —Helen no está dormida —dijo con chillona vocecilla.
       Henry se sentó junto al borde de la cama tirándose del bigote.
       —Helen: si no fuera hoy domingo te daría una azotaina. Pero como lo es y mañana por la mañana tengo que ir a la oficina, lo dejaré para después del té de la tarde. ¿Me has oído? Te voy a dar una buena.
       Ella replicó con un gruñido.
       —Dime: ¿amas a tu padre y a tu madre?
       Silencio.
       Rose le dio a Helen con el pie.
       —Bien —exclamó Henry, dando un profundo suspiro—. Al menos amarás a Cristo.
       —Rose me ha arañado una pierna con la uña del dedo gordo —fue la respuesta.
       Henry salió de la habitación disparado y se tiró en su propia cama, poniendo las botas sobre el almohadón almidonado que había a los pies. Anne lo vio, pero estaba tan abrumado, que no se atrevió a protestar. También estaba en la alcoba la anciana, quitando con el peine los cabellos adheridos al cepillo de Anne. Henry les contó lo ocurrido y se sintió recompensado al ver lágrimas en los ojos de Anne. La abuela dijo solamente:
       —A Rose le toca arreglarse las uñas el sábado que viene después del baño.
       A medianoche Henry dio un codazo a su mujer.
       —Se me ha ocurrido una cosa —dijo—. Malcolm es el que ha armado este lío.
       —No... ¿Cómo...? ¿Por qué...? ¿Qué es lo que ha armado?
       —Lo de los dichosos vestidos verdes.

       —No me extrañaría nada —pudo articular, mientras pensaba: “La que iba a armar él si yo le despertara para decirle una idiotez semejante.”
       —¿Está en casa la señora Carsfield? —preguntó el doctor Malcolm.
       —No, señor; ha salido de visita —replicó la criada.
       —¿No anda por ahí el señor Carsfield?
       —No, señor; nunca está en casa al mediodía.
       —Acompáñeme a la sala.
       La criada abrió la puerta de la sala y echó un vistazo al maletín del doctor. Hubiese querido que lo dejara en el vestíbulo... Al menos, aunque no lo abriese, hubiera podido palparlo por fuerza. Pero no lo soltaba de la mano.
       La anciana estaba sentada en la sala con un ovillo de lana en el regazo, la cabeza caída hacia atrás y la boca abierta: dormía y roncaba muy bajito. Al ruido de los pasos del doctor, se incorporó sobresaltada y enderezándose la cofia.
       —Ay, doctor, me ha cogido por sorpresa. Estaba soñando que Henry le había comprado a Anne cinco canarios pequeñitos. Haga el favor de sentarse.
       —No, gracias, he entrado un momento nada más con la esperanza de cogerla a solas. ¿Ve usted este maletín?
       La anciana asintió.
       —Bueno, ¿qué tal maña se da usted para abrir maletines?
       —Ah, pues mi esposo viajaba mucho y yo misma me he pasado toda una noche en un tren.
       —Pruebe a ver si abre éste.
       La anciana se arrodilló en el suelo; sus dedos temblaban.
       —¿No habrá dentro algo que le salte a uno a la cara? —preguntó.
       —No tenga miedo, no la morderá —replicó el médico.
       El resorte del cierre saltó y el maletín dio un bostezo con su boca desdentada. Al fondo, en lo más profundo, vio el verde vestido de casimir con la tira de encaje en el cuello y las bocamangas.
       —¡Quién lo iba a pensar! —dijo la anciana apaciblemente—. ¿Puedo tomarlo, doctor?
       No daba muestras ni de sorpresa ni de agrado, y Malcolm se sintió decepcionado.
       —El vestido de Helen —dijo, inclinándose hacia ella, y alzando la voz añadió—: El atavío dominguero de esa joven peripuesta.
       —No estoy sorda, doctor —replicó la anciana—. Sí, ya veo que parece eso. Esta mañana precisamente se lo decía a Anne: “Ya aparecerá por cualquier parte” —sacudió el arrugado vestido y lo examinó detenidamente—. Todas las cosas aparecen tarde o temprano. He podido comprobarlo siempre... y es un gran consuelo.
       —¿Conoce a Lindsay, el cartero? Ulcera gástrica. Lo fui a visitar esta mañana. Lena le había llevado esto a casa. A ella se lo dio Helen cuando iban al colegio. Contó que la niña lo sacó de la cartera enrollado en el delantal, y le dijo que le había dicho su madre que lo regalara, porque no le sentaba bien a ella. Cuando vi el rasgón comprendí cuál era la baza a mi favor, como decía la señora Carsfield, y me dispuse al quite en un periquete. Cojo el vestido, compro un poco de tela en casa de Clayton y mando a mi hermana Bertha que lo cosa mientras como. Me imaginaba lo que estaría ocurriendo por estas latitudes... y sabía que usted estaría dispuesta a sacar de apuros a Helen, aunque sólo fuera por darle su merecido a Henry.
       —Qué previsor es usted, doctor. Diré a Anne que lo he encontrado debajo de mi dolmán.
       —Sí, es una buena idea.
       —Aunque, sin duda, Helen hubiera olvidado mañana la azotaina. Y como además le había prometido yo una muñeca...
       La anciana hablaba casi con aire apenado, y el doctor Malcolm cerró violentamente el maletín.
       “¿A qué hablar más con este viejo pajarraco? —pensó—. No se ha enterado ni de la mitad de lo que he dicho. No parece haber sacado en limpio sino que Helen se quedará sin la muñeca.”



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