Katherine
Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 -
Francia, 1923)
Preludio (1918)
(“Prelude”)
Prelude
(Richmond: Hogarth Press, 1918, 68 págs.)
Bliss and Other Stories
(Londres: Constable & Company, 1920, 280 págs.)
I
Ni un dedo de sitio quedaba en el
coche para Lottie y Keiza. Se bambolearon, cuando Pat las sentó en la
cima de un montón de equipajes. La abuela tenía lleno de bultos su
regazo, y Linda Burnell nunca había podido llevar en el suyo, durante
un trayecto del viaje, ni siquiera un fragmento de chiquillo.
Dominándolo todo iba Isabel, en lo alto, junto al nuevo criado, en el
asiento del cochero. Paquetes, maletas y cajas se apilaban en el
fondo.
—Son cosas
absolutamente necesarias, que yo no quiero perder de vista un solo
momento —dijo Linda Burnell, con voz temblona por la excitación y la
fatiga.
Lottie y Kezia
permanecían sobre el césped, precisamente detrás de la verja,
dispuestas para el suceso, con sus chaquetillas de botones de metal,
marcados con un ancla y con sus gorras de cintas que llevaban el nombre
de un acorazado. Cogidas de la mano, con los ojos muy redondos y graves,
miraban fijamente, primero, “esas cosas absolutamente necesarias”;
después, a su madre.
—Habrá,
sencillamente, que dejarlas. Podemos abandonarlas —dijo Linda
Burnell.
Una extraña risita se
escapó de sus labios; Linda se recostó contra los mullidos cojines de
cuero y cerró los ojos. La risa hacía temblar su boca. Felizmente, la
señora Samuel Joseph, que había seguido la escena desde detrás de
la cortina de su salón, se acercaba contoneándose a lo largo del
sendero del jardín.
—¿Por qué no dejarme
los niños, señora Burnell? ¡Podrían ir en el coche del camionero,
cuando baje esta tarde! Hay que llevar todo lo que está en el camino,
¿verdad?
—Sí. Hay que llevar
todo lo que está fuera —dijo Linda Burnell, agitando su blanca roano
en dirección de las mesas y las sillas colocadas patas arriba,, sobre
el césped, ante la casa.
¡Qué facha tan absurda
tenían! Debían colocarse en sentido opuesto, o era preciso que Lottie
y Kezia se mantuviesen también cabeza abajo. Linda tenía ganas de
decir: “¡poneos cabeza abajo, niñas, y esperad el camión!”. Esto
le parecía tan deliciosamente gracioso que no podía escuchar a la
señora Samuel Joseph.
El cuerpo crujiente y
grasiento se apoyó en la barrera y la cara voluminosa de jalea
sonrió.
—No se atormente
usted, Mrs. Burnell. Lottie y Kezia podrán tomar el té con los
niños en la nursery, y luego los meteré en el camión.
La abuela reflexionó:
—Sí, es verdad, es el
mejor medio; se lo agradecemos mucho, Mrs. Samuel Joseph. Niños, dad
las gracias a Mrs. Joseph.
Un doble piar chillón.
—Muchas gracias, Mrs. Joseph.
—Que seáis buenas
niñas y. . . venid más cerca —ellas se acercaron—. No olvidarse de
pedir a Mrs. Joseph cuando tengáis necesidad de...
—¡No, abuela!
—No se atormente
usted, Mrs. Burnell.
A última hora, Kezia
soltó la mano de Lottie y corrió al coche.
—Yo quiero besar a mi
abuela y decirle adiós otra vez.
Pero llegó demasiado
tarde. El coche rodaba ya a lo largo de la carretera que subía una
pendiente. Isabel, henchida de orgullo, levantaba la nariz sobre el
mundo entero; Linda Burnell estaba abatida, la abuela huroneaba entre
el curioso baratillo que había juntado a última hora en su bolso de
seda negra, para encontrar en él algo que dar a su hija. El coche
desapareció en lo alto de la cuesta y más allá, entre reflejos del
sol y del fino polvo dorado. Kezia se mordió el labio; pero Lottie,
después de haber buscado cuidadosamente su pañuelo, comenzó a
lamentarse.
—¡Mamá, abuela!
Mrs. Samuel Joseph la
envolvió como una enorme y caliente cubretetera de seda negra.
—Eso está bien,
querida mía. Tienes que ser una niña valiente, ven a jugar en la nursery.
Colocó su brazo
alrededor de Lottie que lloraba y se la llevó. Kezia siguió haciendo
muecas en la falda de Mrs. Samuel Joseph, desabrochada como siempre, que
dejaba pasar dos largos lazos rosa del corsé...
Las lágrimas de Lottie
se secaron mientras subía la escalera; su aspecto a la puerta de la nursery,
con los ojos hinchados, la nariz inflada, hizo mucha gracia a los
pequeños de Samuel Joseph sentados en dos bancos, delante de una
larga mesa recubierta de hule, adornada con grandes platos llenos de
rebanadas de manteca y dos picheles morenos que humeaban débilmente.
—¡ Oh! ¡Has llorado!
—¡ Oh! ¡Se te han
hundido los ojos en la cabeza!
—¡Estás
compietamente llena de placas encarnadas!
Lottie se dió cuenta de
su éxito, se hinchó y sonrió tímidamente.
—Vete a sentar cerca
de Jaidée, pollita —dijo Mrs. Samuel Joseph— y tú, Kezia,
siéntate al extremo de la mesa, cerca de Moisés.
Moisés se rió
maliciosamente y la pellizcó al sentarse, pero ella no dió señal de
haberse enterado. ¡ Cuánto aborrecía a los chicos!
—¿.Qué prefieres?
—preguntó Stanley, inclinado sobre la mesa, muy contento y
sonriente—. ¿Por dónde quieres empezar, por las fresas con natilla o
por el pan untado?
—Fresas con natilla,
haga el favor —contestó.
Ah, ah! Cómo se reían
todos, golpeando la mesa con sus cucharillas de té. ¡ Ah! ¡ Cayó en
el cepo! ¡ Cómo la ha cogido! ¡Vaya con el viejo Stan!
—Mamá. ¡Ha creído
que era verdad!
La misma Mrs. Samuel
Joseph no pudo contener la sonrisa, vertiendo el agua y la leche.
—No hay que hacerlas
rabiar en su último día —dijo, haciendo ruido al respirar.
Kezia mordió un enorme
bocado de su rebanada y la plantó sobre su plato. La huella de los
dientes formaba una delicia de enrejado. ¡No! ¡Todo eso le daba igual!
Una lágrima corría a lo largo de su mejilla, pero no lloraba, no
hubiera podido llorar delante de esos horribles Samuel Joseph; sentada,
con la cabeza baja, como se le deslizaba dulcemente una lágrima, la
engulló con un diestro lengüetazo, y se la bebió afites de que nadie
la viese.
II
Después
del té, Kezia volvió a dar vueltas por la casa. Lentamente subió por
la escalera de servicio, atravesó el oficio y entró en la cocina.
Sólo quedaba un pedazo de jabón amarillo cubierto de arena en un
rincón de la ventana, y en el otro, un trapo de franela manchado por
una bola de añil. La chimenea estaba llena de despojos. Kezia huroneó,
pero no encontró más que un sujetavuelos con un corazón pintado
encima, que había. pertenecido a la criada; lo dejó también y se fué
deslizando a lo largo del estrecho pasillo hasta el salón. Habían
corrido el estor, pero no por completo. Largas y brillantes rayas de
sol, se filtraban a través. La sombra movecliza de un arbusto, bailaba
fuera sobre las franjas doradas y, unas veces inmóvil, otras
revoloteando, rozaba los pies de Kezia. ¡Zuum...! ¡Zuum...! Una mosca
azul chocaba contra el techo; briznas de plumón encarnado quedaban
pegadas a los clavos de la alfombra.
La ventana del comedor
tenía vidrios de colores en cada ángulo. Unos azules, otros amarillos.
Kezia se asomó para ver una vez inás la azul avenida con los lirios
azules que crecían junto a la verja, y después, la avenida amarilla
con los lirios y la valla amarilla. Mientras ella miraba, una pequeña
Lottie chinesca avanzó sobre el césped y se puso a secar las mesas y
las sillas eon la punta de su delantal. ¿Era realmente Lottie? Kezia no
estuvo segura del todo hasta haberla mirado por la ventana corriente.
Arriba, en la habitación de su padre y de su madre, Kezia encontró una
cajita de píldoras, negra y brillante por fuera y roja dentro, que
contenía un pequeño copo de algodón.
—Podría guardar un
huevo de pájaro —decidió.
En la habitación de la
criada un botón automático había quedado cogido entre las junturas
del entarimado, y en otra grieta algunas perlas y una larga aguja. Kezia
sabía que en la habitación de su abuela no había nada; ella la había
visto hacer su equipaje; fué hacia la ventana y se apoyó, pegando
sus manos contra el cristal. A Kezia le gustaba quedarse así ante la
ventana. Le gustaba la sensación del cristal frío y brillante contra
sus palmas calientes y le gustaba también mirarse las yemas de sus
dedos, que se quedaban blancas al apretarlos contra el cristal.
Mientras permanecía así, el día se apagó y la noche vino, Y con la
noche, el viento se deslizó huroneando y ululando. Las ventanas de la
casa vacía temblaron; un crujido salía de los muros y de los
entarimados, un trozo de hierro desprendido golpeaba lúgubremente
contra el tejado. Kezia se quedó de pronto absolutamente tranquila, con
los ojos muy abiertos y las rodillas apretadas una contra otra. Tenía
miedo. Quería llamar a Lottie y seguir llamándola mientras bajase la
escalera y saliera de la casa. Pero la cosa estaba justamente detrás
de ella esperando en la puerta, en lo alto de la escalera, debajo de la
escalera, escondiéndose en el corredor, dispuesta a lanzarse por la
puerta de servicio. Pero en la puerta de servicio estaba también
Lottie.
—¡Kezia! —la
llamaba alegremente—. ¡ El camionero está aquí! ¡Todo está ya en
el camión, y hay tres caballos, Kezia! Mrs. Samuel Joseph nos ha dado
un gran chal para abrigarnos y ha dicho que te abroches el abrigo. Ella
no saldrá porque tiene el asma.
Lottie se sentía muy
importante.
—¡Vamos, niñas! —gritó
el camionero.
Hunde sus gruesos
pulgares bajo los brazos de las niñas, las iza en el aire. Lottie se
arregla el chal “de un modo admirable” y el camionero envuelve sus
pies en un pedazo de vieja manta.
—Levantadlos despacio.
Ellas hubieran podido
ser un par de jóvenes poneys. El camionero pasó la mano sobre
las cuerdas que retenían su carga, desenganchó la cadena de la rueda
y, silbando, se lanzó al lado de las niñas.
—¡Apriétate contra
mí! —dijo Lottie—, porque si no, vas a tirar el chal por tu lado,
Kezia!
Pero Kezia se acercaba
al camionero. Él la dominaba, alto como un gigante; olía como las
nueces y las cajas nuevas de madera.
III
Beryl
estaba sola en la sala común, cuando Stanley apareció en traje de
sarga azul, cuello almidonado y corbata de lunares. Tenía el aspecto
limpio y bien cepillado hasta un punto casi excesivo; iba a la ciudad, a
pasar el día. Se dejó caer en su silla, sacó su reloj y lo colocó
junto a su plato.
—Me quedan exactamente veinticinco
minutos —dijo—. Usted podría ir a ver sí el porridge está
dispuesto, Beryl.
—Mamá acaba de ir a verlo —contestó
Beryl.
Ella se sentó a la mesa y sirvió
el té a su cuñado.
—Gracias.
Stanley bebió un sorbo.
—¡Vaya! —dijo en tono de
sorpresa—, ha olvidado usted el azúcar.
—¡Oh! ¡Perdón!
Pero Beryl, aun entonces no lo
sirvió: empujó hacia el el azucarero. ¿Qué significaba aquello? Los
ojos azules de Stanley, mientras se servía, se dilataron; parecían
estremecerse. Lanzó una rápída mirada a su cuñada y se echó hacia
atrás.
—No ocurre nada malo, ¿verdad?
—preguntó negligentemente, arreglándose la corbata.
Beryl inclinaba la cabeza y hacía
al plato dar vueltas entre sus dedos.
—Nada —dijo con tenue voz.
Después levantó también sus ojos
y sonrió a Stanley.
—¿Por qué iba a ocurrir nada
malo?
—¡Oh! Por nada que yo sepa. Me
parecía que tenía usted un aire algo...
En este momento la puerta se abrió
y tres niñas aparecieron llevando cada una su plato de porridge.
Venían uniformadas con jerseys azules y pantalones cortos; sus morenas
piernas estaban desnudas y todas ellas iban peinadas con trenzas
aderezadas en la forma que entonces se llamaba una cola de caballo.
Tras ellas venía la abuela Fairfield, con la bandeja.
—¡Cuidado, niñas! —dijo la
abuela.
Pero las niñas tenían el mayor
cuidado. Les encantaba que se les permitiese llevar objetos.
—¿Habéis dado los buenos días a
vuestros padres?
—Sí, abuela.
Las niñas se instalaron en el banco
frente a Stanley y Beryl.
—Buenos días, Stanley.
La anciana señora Fairfield le
tendió su plato.
—Buenos días, madre. ¿Cómo
está el pequeño?
—Admirablemente. No se ha
despertado anoche más que una sola vez. ¡Qué mañana tan ideal!
La anciana se interrumpió con la
mano sobre la hogaza de pan para mirar el jardín, por la puerta
abierta. Se oía el mar. A través de la ventana abierta de par en par
el sol inundaba los muros pintados de amarillo y el entarimado desnudo.
Todo sobre la mesa brillaba y centelleaba. En el centro había una vieja
ensaladera llena de campanillas rojas y amarillas. Sonrió, y una
expresión de profundo júbilo brilló en sus ojos.
—Podrías cortarme una rebanada de
ese pan, madre —dijo Stanley—. Sólo me quedan doce minutos y
medio antes que pase el coche.
—¿Ha dado alguien mis zapatos a
la criada?
—Sí, ya están listos.
La calma de la señora Fairfield no
se había perturbado.
—¡Oh! ¡Kezia! ¿Por qué eres
tan sucia? —exclamó Beryl desesperada.
—¡Yo, tía Beryl!
Kezia la miró abriendo los ojos.
¿Qué había hecho ella ahora? Sólo cavar un canalillo justamente en
mitad de su plato de papilla; lo había llenado de leche y estaba
comiendo los bordes. Pero esto lo venía haciendo todas las mañanas sin
que nadie le hubiese dicho nada hasta aquel día.
—¿Por qué no puedes comer
correctamente, como Isabel y Lottie?
¡Qué injustas son las personas
mayores!
—Pero Lottie hace siempre una
isla, ¿verdad, Lottie?
—Yo no —dijo categóricamente
Isabel—. Espolvoreo simplemente de azúcar mi papilla, pongo leche por
encima y me la como. Únicamente los niños pequeños son los que juegan
con lo que tienen para comer.
Stanley apartó su silla y se
levantó.
—¿Podrías hacer que trajesen mis
zapatos, madre? Y usted, Beryl, si ha terminado, quisiera que se llegase
hasta la puerta e hiciese parar la diligencia. Isabel, corre a preguntar
a tu madre dónde ha puesto mi sombrero hongo. Espera un minuto:
¿Habéis estado jugando con mi bastón, niños?
—No, papá.
—Pues yo lo había dejado aquí.
Stanley empezó a refunfuñar.
—Me acuerdo exactamente de haberlo
colocado en este rincón. Ahora, ¿quién lo ha tomado? No hay tiempo
que perder. ¡De prisa! Es preciso encontrar el bastón.
Hasta Alicia, la criada, tuvo que
tomar parte en las pesquisas.
—¿No se ha servido usted de él
para atizar el fuego de la cocina por casualidad?
Stanley se precipitó en la
habitación donde Linda estaba acostada.
—¡He aquí algo insensato! No
consigo guardar una sola de mis cosas. ¡Ahora han escamoteado mi
bastón!
—¿Tu bastón, amigo mío? ¿Qué
bastón?
En circunstancias semejantes, el
aire incierto de Linda no podía ser sincero, pensó Stanley. ¿Nadie,
pues, simpatizaba con él?
—¡El coche! ¡El coche, Stanley!
—gritó desde la puerta del jardín, la voz de Beryl.
Stanley agitó el brazo en
dirección de Linda: “¡No tengo tiempo de decir adiós!” —gritó.
Y tenía la intención de castigarla así.
Cogió bruscamente su sombrero, se
lanzó fuera de la casa y bajó corriendo a la avenida del jardín. Sí,
la diligencia estaba allí, esperando, y Beryl, asomándose por encima
de la puerta abierta, reía, con el rostro levantado hacia alguien,
exactamente como si nada hubiese ocurrido.
¡Las mujeres no tienen corazón!
¡Qué maneras tienen de considerar como una cosa muy natural que el
papel del hombre sea fatigarse por ellas, mientras ellas ni siquiera se
molestan en evitar que se pierda su bastón!
El conductor pasó ligeramente su
látigo por la espalda de los caballos. “¡Adiós, Stanley!” —gritó
Beryl, con una voz suave y alegre—. Era bastante fácil decir
adiós. Y ella se quedaba allí, ociosa, resguardándose los ojos con su
marro. Lo peor era que Stanley estaba obligado a gritar también adiós,
con el fin de salvar las apariencias. Luego la vió volverse, esbozar un
saltito, y regresar corrienclo a casa. ¡Estaba contenta de
desembarazarse de él!
Sí, estaba complacida por ello.
Entró corriendo en la sala y gritó: “¡Se ha marchado!” Linda
llamó desde su habitación: “¡Beryl! ¿Se ha marchado Stanley?” La
vieja señora Fairfield apareció, llevando el bebé vestido con una
chaquetita de franela.
—¿Se ha marchado?
—¡Se ha marchado!
¡Oh, qué alivio! ¡Qué diferencia
cuando el hombre abandona la casa! Sus mismas voces eran ya otras, al
llamarse entre ellas; su tono era más cálido y tierno; se hubiera
dicho que guardaban un secreto común. Beryl fué hacia la mesa: “Toma
otra taza de té, mamá.Está todavía caliente”. Ella tenía gana de
celebrar, de alguna manera, el hecho de que podían hacer ahora lo que
quisiesen. Ya no había allí hombre que las molestase; todo un
magnífico día era suyo.
—No, gracias, pequeña —dijo la
anciana señora Fairfield; pero su manera, en aquel momento, de hacer
saltar al bebé y de decirle: “¡A-gue..., a-gue..., a-ga!”,
indicaba que su sentimiento era el mismo. Las niñitas huyeron al
cercado, como pollitos escapados de una jaula.
Aun Alicia, la criada, que estaba
fregando en la cocina, fué ganada por el contagio y prodigó el agua
preciosa de la cisterna de una manera en absoluto extravagante.
—¡Oh, esos hombres! —dijo ella.
Y sumergió la tetera en el barreño
y la mantuvo bajo el agua, aunque ya las burbujas habían acabado de
subir, como si la tetera fuese también un hombre y el ahogarlo fuera un
destino demasiado suave.
—Sí, Stanley —dijo la anciana,
al salir.
—¡Oh! Espere medio segundo; creo
due nadie sabe dónde han puesto mis zapatillas. Supongo que no las
podré tener antes de un mes o dos... ¿Qué?
Un “¡sí!” venía de Linda.
Estaban arriba del todo, en el bolso de tela, marcado urgente.
—Bien; podría usted dármelas,
¿quiere usted, madre?
—Sí, Stanley.
Burnell se levantó, se estiró y se
acercó al fuego. Le volvió la espalda y levantó los faldones de su
chaqueta.
—¡Caray! Es un revoltijo
precioso. ¿Verdad, Beryl?
Beryl bebía su té a sorbitos de
codos sobre la mesa. Sonrió por encima de su taza. Llevaba un delantal
que nadie conocía; las mangas de su blusa, recogidas hasta el hombro,
descubrían sus bellos; brazos sembrados de pecas, y se había dejado
caer el, pelo sobre su espalda en una larga trenza.
—¿Cuánto tiempo cree usted que
nos falta para poner orden en esto? Quince días, al menos, ¿no es
así? —dijo con aire burlón.
—De seguro que no —dijo
suavemente Beryl—; lo más fuerte ha pasado ya. La criada y yo hemos
bregado como esclavas, todo el día y desde que mamá llegó, también
ella ha trabajado como un caballo. No nos hemos sentado ni un momento.
¡Vaya un día!
Stanley se olió un reproche.
—No esperaban ustedes que me
escapara del despacho para venir aquí a clavar alfombras, ¿no es
verdad?
—Ciertamente que no —dijo Beryl,
riendo.
Dejó su taza y se escapó.
—¿Qué diablo espera de nosotros?
—preguntó Stanley—. ¿Quiere sentarse y estar dándose aire con un
abanico . de hoja de palmera, mientras yo traigo un equipo de
profesionales para el trajín? ¡Dios mío, bien puede ella echar una
mano cuando haga falta sin envanecerse, a cambio de... !
Y se quedó sombrío, porque las
chuletas empezaban a pelearse con el té en su estómago delicado. Linda
alzó una mano y le atrajo al lado de su sofá.
—Es un mal momento para ti,
querido —dijo ella. Sus mejillas estaban pálidas, pero sonrió y
hundió sus dedos en la gruesa mano roja que ella mantenía cogida.
Burnell se calmó. De pronto silbó: “Pura como un lirio, alegre y
altiva... Buena señal”.
—¿Crees que lo pasarás bien
aquí? —preguntó él.
—No quisiera decirlo, pero creo
que sí. Mamá, Kezia está bebiendo el té en la taza de la tía Beryl.
IV
La
abuela se las llevó a acostar. Subía delante de ellas, con una vela.
La escalera resonaba bajo sus pasos. Isabel y Lottie dormían solas en
el mismo cuarto; Kezia se apelotonó en el lecho blando de su abuela.
—¿No tendremos sábanas,
abuelita?
—No, esta noche, no.
—Esto hace cosquillas —dijo
Kezia—, pero es como los indios. —Atrajo a su abuela y la besó en
la barbilla—. Ven a acostarte pronto y serás mi jefe indio.
—¡Qué boba eres! —dijo la
anciana, arropándola como a la niña le gustaba estar arropada.
—¿No vas a dejarme una vela?
—No. ¡Chist! ¡Duérmete!
—Entonces, ¿se podrá dejar la
puerta abierta?
Se quedó hecha un ovillo pero no se
durmió. De toda la casa venían ruidos de pasos. La casa misma crujía
y se movía; gruesas voces venían cuchicheando desde abajo. Una vez se
oyó el brusco estallido de la risa de la tía Beryl y otra vez el ruido
de corneta de Burnell que se sonaba. Por la ventana, centenares de gatos
negros, con ojos amarillos, sentados en el cielo, la observaban. Pero no
tenía miedo.
Lottie decía a Isabel:
—Esta noche voy a rezar en la
cama.
—No, no puedes, Lottie —Isabel
era muy enérgica—. Dios permite que se rece en la cama sólo cuando
se tiene fiebre.
—Entonces Lottie cedió:
Gentil
Jesús, dulce y bueno,
mira a un pequeño niño.
Ten piedad de mi, simple Lizzie,
permite que vaya hacia ti.
Después
se acostaron espalda contra espalda, correspondiéndose sus culitos
con toda exactitud y se durmieron.
De pie en un mantel de claro de
luna, Beryl Fairfield se desnudaba. Estaba cansada, pero no tanto como
ella decía, dejando caer sus ropas, echándose hacia atrás, con un
gesto lánguido, sus cabellos cálidos y pesados.
—¡Oh! ¡Qué cansada estoy, qué
cansada!
Cerró los ojos un momento pero sus
labios sonreían. Su respiración subía y bajaba en su pecho como dos
alas que la estuviesen abanicando. La ventana estaba abierta de par en
par. Hacía calor y en algún sitio, allá abajo, en el jardín, un
hombre moreno y esbelto de ojos burlones se paseaba de puntillas entre
los arbustos, cogía un gran ramo, se deslizaba bajo la ventana y se
lo tendía a Beryl. Ella se vió asomada hacia fuera. Él hundía la
cabeza en las brillantes flores de cera, malicioso y sonriente. “¡No,
no!” —dijo Beryl. Se apartó de la ventana y se puso su camisón.
—¡Cuidado que Stanley es poco
razonable, a veces! —pensaba ella, mientras lo abrochaba. Después,
cuando se acostó, le vino el viejo pensamiento, el cruel pensamiento:
—¡Ah, si tuviera dinero propio!
Un hombre joven, inmensamente rico,
acaba de llegar de Inglaterra. Él se la encuentra por una pura
casualidad... El nuevo gobernador no es casado. .. Hay un baile en
casa del gobernador... ¿Quién es esa criatura exquisita con un traje
de satén verde nilo? Beryl Fairfield...
—Lo que me gusta —dijo Stanley
apoyado contra la cama y rascándose fuertemente los hombros y la
espalda, antes de acostarse— es que yo he conseguido esta finca por
nada, Linda. Al decírselo al pequeño Walle Bell, me respondió que no
podía comprender cómo ellos habían aceptado la cifra. ¿Ves? El
terreno, aquí, aumentará de precio. Dentro de diez años, poco más
o menos... Naturalmente, habrá que empezar muy despacito, y disminuir
cuanto más se pueda los gastos. Aún no duermes, ¿verdad?
—No, querido; he oído todas tus
palabras —dijo Linda.
Él saltó a la cama, se inclinó
sobre ella y sopló la vela.
—Buenas noches, señor negociante
—dijo ella; y, cogiéndole la cabeza por las dos orejas, le dió un
rápido beso. Su voz lejana parece salir de un pozo muy hondo.
—Buenas noches, querida.
Deslizó el brazo bajo su cuello, y
la atrajo hacia él.
—Sí, apriétame bien —dijo la
voz débil, desde lo hondo del pozo.
Pat, el criado, se revolcaba en su
cuartito, detrás de la cocina. Su chaqueta, de tejido impermeabilizado,
y sus pantalones, colgaban de la puerta como un ahorcado. Los dedos de
sus pies torcidos sobresalían de los bordes de su manta, y en el
entarimado, junto a ella, se encontraba una jaula de pájaros, vacía,
hecha de juncos. Parecía una caricatura.
—Honk, honk —hacía la criada,
que tenía vegetaciones.
La última en acostarse fué la
abuela.
—Cómo, ¿no duermes todavía?
—No; te esperaba —dijo Kezia.
La anciana suspiró y se tendió a
su lado. Kezia hundió su cabeza bajo el brazo de su abuela y dió un
gritito. Pero la abuela no la apretó sino débilmente contra ella; dió
otro suspiro, se quitó los dientes y los puso en un vaso de agua, en el
suelo.
En el jardín, unos pequeños buhos,
colocados en las ramas de un álamo, llamaban “¡Hu, hu! ¡Hu, hu!”
Y de los arbustos, muy de lejos, salía un rudo y precipitado cacareo:
“Ha-ha-ha... Ha-ha-ha...”.
V
Vino
el alba, áspera y fría, con nubes encarnadas en un cielo verdoso y
gotas de agua en cada hoja y cada brizna de hierba. Una brisa sopló
sobre el jardín, escurriendo el rocío, haciendo caer los pétalos.
Tiritó por encima de las praderas empapadas, y se perdió en el fondo
de los setos oscuros. En el cielo, minúsculas estrellas flotaron un
momento para desaparecer, disueltas como burbujas de aire. Y,
distintamente, en la calma matutina, se oyó el riachuelo que corría a
través de la pradera, corría por encima de las piedras oscuras,
corría y volvía a salir de los hoyos de arena, se escondía bajo
grupos de sombríos matorrales de bayas, y se derramaba en un pantano
de berros y de flores amarillas.
Y después, al primer rayo de sol,
comenzaron los pájaros. Grandes pájaros atrevidos, estorninos y
mynahs, silbaban en el césped; los pequeños jilgueros, chorlitos y
papamoscas revoloteaban de rama en rama. Un gracioso martín pescador,
en la valla del cercado, alisaba las plumas de su lozana belleza, y un
trepador cantaba sus tres notas, reía y las cantaba de nuevo.
—¡Qué bulliciosos son los
pájaros! —se decía Linda en su sueño. Se paseaba con su padre por
una pradera verde sembrada de margaritas. De repente, él se inclinó,
separó las hierbas y le mostró un minúsculo copo de plumón a sus
pies. —“¡Oh! ¡Papá, el amor!”—. Ella hizo de sus manos una
copa, tomó el pajarito y le acarició la cabeza con el dedo. Estaba
completamente domesticado, pero ocurrió una cosa extraña. Mientras lo
acariciaba, comenzó a hincharse, a erizarse, a dilatar su garganta;
se puso cada vez más gordo, y sus ojos redondos parecían sonreírla
con un aire malicioso. Los brazos de Linda no bastaban ya para
contenerlo, y lodejó caer en su delantal. Aquello se había convertido
en un bebé con una cabeza gorda y un pico de pájaro embotado que se
abría y se cerraba. Su padre estalló en una gran risa con sones de
castañuelas y ella se despertó para ver a Burnell delante de las
ventanas que levantaba por completo el estor.
—Buenos días —dijo él—. ¿No
te habré despertado, verdad? Nada hay que decir esta mañana contra el
tiempo.
Estaba encantado. Este sol imprimía
el sello final sobre su compra.. Tenía la impresión de haber comprado
también aquel día tan bello, de que lo había hecho añadir gratis,
a la casa y al terreno. Corrió a bañarse y Linda se volvió hacia
atrás apoyándose en un codo para ver la habitación a la luz del día.
Todos los muebles habían encontrado su sitio, todos los viejos arreos
—como ella decía—, hasta las fotografías sobre la chimenea y las
botellas de medicina en la repisa, encima del tocador. Los trajes
estaban colocados en una silla, sus trajes de salir: una capa de
púrpura y un sombrero redondo adornado con una pluma. Linda,
mirándolos, deseaba también marcharse de esta casa. Se reía,
yéndose lejos de todos ellos, en coche, dejando a todo el mundo, sin
mover siquiera la mano.
Stanley volvía, ceñido con una
toalla reluciente y golpeándose en los muslos. Tiró la toalla mojada
encima del sombrero y de la capa y, manteniéndose firme en el centro
exacto de un cuadrado de luz, empezó a hacer sus ejercicios:
respiración profunda, flexiones de rana y puntapiés. Era tan feliz con
su cuerpo musculoso, obediente, que se golpeó el pecho e hizo salir
un “¡ah!” sonoro. Pero este vigor sorprendente parecía colocarle
a muchos mundos de Linda, tendida en la blanca cama deshecha, que le
miraba como desde lo alto de las nubes.
—¡Demonio! —dijo Stanley, que
se ponía una camisa blanca, muy tiesa, al descubrir que un idiota
cualquiera había abrochado el cuello de modo que él se encontraba
prisionero. Anduvo a grandes pasos hacia Linda, agitando los brazos.
—Pareces un gran pavo, muy gordo
—dijo ella.
—¡ Gordo!, sí, ¡me gusta! —dijo
Stanley—. No tengo un centímetro cuadrado de grasa en mí. Toca esto.
—Es roca, es hierro —dijo ella,
burlona.
—Te sorprendería —dijo Stanley,
como si ello fuese de un interés palpitante— el número de tipos
gordos que hay en el club. Tipos jóvenes, ¿sabes?, hombres de mi edad.
Empezó a hacerse la raya en su pelo
rojo y enmarañado, muy tieso; sus ojos azules, fijos y redondos en el
espejo; las rodillas, dobladas, porque el tocador —¡el diablo se lo
lleve!— estaba siempre un poco bajo para él...
—El pequeño Wally Bell, por
ejemplo. . . —Se irguió, describiendo con su cepillo de la cabeza una
enorme curva sobre sí mismo—. Debo decir que me horrorizaría...
—Querido, no te atormentes. Nunca
serás gordo. Eres demasiado enérgico.
—Sí, sí, tienes razón —dijo
él, consolado por centésima vez, y sacando de su bolsillo una navaja
de nácar, empezó a arreglarse las uñas.
—¡ El desayuno, Stanley! —gritó
Beryl desde la puerta—. ¡Oh! Linda, mamá dice que no te levantes
todavía.
Ella pasó su cabeza por la puerta
entreabierta. Llevaba prendida en el pelo una gran brizna de celinda.
—Todo lo que anoche habíamos
dejado en el mirador, lo hemos encontrado esta mañana completamente
calado. Si hubieseis visto a la pobrecita mamá secando las mesas y las
sillas... Pero no hay ningún daño —anadió, esbozando una mirada
hacia Stanley.
—Ha dicho usted a Pat que tenga el
coche preparado a su hora? Hay sus buenas seis millas y media de aquí a
la oficina.
—Me invagino lo que va a ser esta
salida para la oficina, tan temprano —pensaba Linda—. Realmente
será bien justo.
—¡Pat! ¡Pat! —llamaba la
muchacha.
Pat debía ser, evidentemente, muy
difícil de encontrar. La necia voz hablaba a través del jardín.
Linda no pudo descansar antes del
retumbo de la gran puerta, que marcaba la salida de Stanley.
Más tarde oyó a los niños jugar
en el jardín. La vocecita firme y compacta de Lottie gritaba: “¡Ke...
zia! ¡I ... sa... bel!” Lottie se perdía siempre o perdía a las
otras para encontrarlas con gran sorpresa detrás del árbol próximo o
del primer recodo... “¡Oh! ¡Aquí estáis, por fin!” Las habían
dejado en la puerta, después de desayunar, con la prohibición de
volver a la casa sin ser llamadas. Isabel paseaba un coche lleno de
muñecas cuidadosamente ordenadas, y permitía a Lottie, como un gran
favor, marchar a su lado y mantener la sombrilla de muñeca por encima
de la que tenía la cara de cera.
—¿Dónde vas, Kezia? —preguntó
Isabel deseando inventar para Kezia algún trabajo fácil e
insignificante que hiciera doblegarse a su hermana bajo su dominio.
—¡Oh! Hacia allá.
Después Linda no las oyó más.
¡Qué reverberación había en el cuarto! ¡A todas horas le molestaban
los estores completamente alzados, pero por la mañana, era intolerable!
Se volvió de cara a la pared y con un dedo vago seguía sobre la
tapicería una amapola con la hoja, el tallo y un grueso capullo que
estallaba. En la calma, bajo el dedo que la contorneaba, la amapola
parecía tomar vida. Linda podía sentir los pétalos pegajosos,
sedeños, el tallo peludo como una piel de grosella, la hoja rugosa y
el capullo apretado, barnizado. Las cosas tenían así una costumbre de
adquirir vida, no sólo las cosas grandes y sustanciales como los
muebles, sino también las cortinas, los dibujos de los tejidos, los
flecos de los cobertores y los almohadones. ¡ Cuántas veces había
visto los pompones del fleco de su colcha convertirse en una divertida
procesión de danzarinas con sacerdotes ayudantes! ... Porque había
pompones que no bailaban sino que marchaban gravemente inclinados
hacia adelante como si rezaran o cantaran. ¡Cuántas veces los
frascos de medicina se habían transformado en una fila de hombrecitos
coronados de chisteras oscuras y el jarro del agua tenía una manera
de instalarse en la palangana como un gran pájaro en un nido redondo!
“He soñado con pájaros esta
noche”, pensaba Linda. ¿Qué era? Lo había olvidado. Pero lo
extraño en esta vida de los objetos, era lo que hacían. Escuchaban,
parecían inflarse con un regocijo misterioso e importante; se
dilataban y entonces Linda les sentía sonreír. Pero no era para ella
sola esa sonrisa astuta, misteriosa; miembros de una sociedad secreta,
ellos sonreían entre sí. A veces, cuando se había .dormido
durante el día, se despertaba sin poder levantar un dedo, ni aun
volver los ojos a derecha e izquierda, porque ellos estaban
allí. Otras veces, si ella salía de una habitación dejándola vacía,
sabía que al ruido del portazo ellos la ocuparían. Y había
momentos, por ejemplo, durante la noche, cuando ella subía, dejando
abajo a todo el mundo, en que apenas le era posible escaparse de ellos.
Entonces no podía apresurarse, no podía tararear una música. Si
trataba de decir de la manera más desenvuelta: “¿dónde estará
ese dedal viejo?”, ellos no se equivocaban, ellos
conocían su miedo, ellos veían cómo volvía la cabeza al pasar
delante del espejo. Linda sentía siempre que ellos querían algo
de ella y sabía que si se abandonaba y se quedaba tranquila, más que
tranquila, silenciosa, inmóvil, ocurriría algo seguramente.
—Todo está muy tranquilo ahora
—pensaba. Abrió mucho los ojos y oyó el silencio hilando su suave
tela sin fin. ¡Con qué ligereza respiraba! Casi no tenía necesidad de
respirar.
Sí, todo se había hecho viviente,
hasta la más pequeña, la más menuda partícula. No sentía su cama;
flotaba sostenida por el aire. Solamente parecía escuchar, con los ojos
muy abiertos, atentos, acechando a alguien que debía venir y que no
venía, esperando algo que debía ocurrir y que no ocurría.
VI
En
la cocina, en la larga mesa de pino colocada bajo las dos ventanas, la
anciana Mrs. Fairfield fregaba la vajilla del desayuno. La ventana de la
cocina daba sobre una pendiente de hierba que descendía hasta la
huerta, hasta las platabandas de ruibarbo. La despensa y el lavadero la
bordeaban por un lado y sobre este tejadillo blanqueado de cal trepaba
una parra nudosa. Mrs. Fairfield se había dado cuenta ayer de que
algunos sarmientos pasaban a través de las grietas del techo del
lavadero y que todas las ventanas tenían una espesa chorrera de hierbas
tiesas.
—Me gusta mucho la parra —dijo
Mrs. Fairfield—, pero no creo que las uvas maduren aquí; necesitan
del sol de Australia. —Ella recordó cómo Beryl, cuando era niña,
recogía uvas blancas en la parra del mirador, detrás de su casa de
Tasmania, cuando sintió en la pierna el pinchazo de una enorme hormiga
roja. Volvía a ver a Beryl con su trajecito escocés, anudado en los
hombros con cintas carmesí, aullando tan fuerte que la mitad de la
calle se había precipitado a la casa. ¡Cómo se había hinchado la
pierna de la niña! “¡Ah!” Mrs. Fairfield detuvo su respiración
pensando en aquello. “¡Pobre pequeña, era espantoso!” Con los
labios apretados volvió al horno a tomar agua caliente. El agua hacía
espuma de jabón en el gran barreño, con burbujas rosas y azules en la
espuma. Los brazos de la anciana Mrs. Fairfield, desnudos hasta el codo,
estaban teñidos de un rosa vivo. Llevaba un vestido de foulard
gris, sembrado de grandes pensamientos violetas, un delantal de tela
blanca y un alto gorro de muselina en forma de molde de jalea; en su
cuello brillaba una india terna de plata, coronada de cinco pequeños
buhos, y alrededor de su cuello se enrollaba una cadena de perlas
negras. Era difícil creer que no estuviese en esta cocina desde hacía
muchos años, tanto, que parecía formar parte de ella. Ordenó la loza
con una mano precisa y segura, con movimientos lentos y amplios, yendo
del horno al aparador, mirando a la fresquera, a la despensa, como si
no existiera un rincón que no le fuese familiar. Cuando hubo terminado,
los objetos de la cocina parecían todos alineados por categorías. De
pie, en el centro de la pieza, se secaba las manos con un paño a
cuadros; una sonrisa florecía en sus labios. Encontraba esto muy
bien, muy satisfactorio.
—¡Mamá, mamá! ¿Estás ahí?
—llamaba Beryl.
—Sí, querida. ¿Me necesitas?
—¡No, voy yo!
Y Beryl entró como un torbellino,
muy colorada, arrastrando dos grandes cuadros.
—Mamá, ¿qué puedo hacer de
estas abominables y horribles pinturas chinas que Chung-Wah dió a
Stanley cuando quebró? Es absurdo decir que tienen valor, porque
estaban colgadas en la tienda de Chung-Wah desde hacía meses. No puedo
comprender por qué Stanley quiere guardarlas. Estoy segura de que él
es de nuestra opinión, de que las encuentra horribles, pero creo que es
por los marcos —dijo con despecho—; supongo que imagina que esos
marcos podrán valer salgo un día u otro.
—¿Por qué no las cuelgas en el
pasillo? —propuso Mrs. Fairfield—; allí no se les verá mucho.
—No puedo. No hay sitio; he puesto
allí todas las fotografías de su oficina antes y después de su
construcción, con las fotografías firmadas de sus amigos de negocios
y esa horrible ampliación de Isabel, tumbada en camisa sobre la
estera... —su mirada sombría recorrió la cocina—; ya sé lo que
voy a hacer, las colgaré aquí. Le diré a Stanley que estaban un poco
húmedas después de la mudanza y que las he puesto ahí de momento.
Acercó una silla, saltó, tomo del
bolsillo de su delantal un martillo y un gran clavo y se puso a
clavar.
—Así, ya basta; alcánzame el
cuadro, mamá.
—Un momento, hija.
La madre frotaba el marco de ébano
cincelado.
—¡Oh, mamá! No tienes necesidad
de desempolvarlos; harían falta años para limpiar todos esos
agujeritos. —Frunció las cejas por encima de la cabeza de su madre
y se mordió el labio con impaciencia. La manera reflexiva que su madre
tenía de hacer las cosas era sencillamente horrible.
—¡La vejez! —pensó ella con
desdén.
Los dos cuadros fueron, por fin,
colgados uno al lado del otro. Bajó de su silla y volvió a su lugar el
martillito.
—No hacen mal papel aquí,
¿verdad? —dijo ella—. En todo caso, nadie tiene necesidad de verlos
más que Pot y la muchacha. ¿Llevo una telaraña en la cara, mamá? He
ido a rebuscar en esa alacena bajo la escalera, y ahora hay algo que,
sin cesar, me hace cosquillas en la nariz.
Antes de que la señora Fairfield
hubiera tenido tiempo de mirar, Beryl se había vuelto. Alguien golpeaba
en la ventana. Linda estaba allí haciéndoles señas con la cabeza y
sonriendo. Ellas le oyeron levantar el picaporte de la despensa, y
Linda entró, sin sombrero; su pelo caía en bucles sobre su cabeza y
estaba envuelta en un viejo chal de cachemira.
—¡Tengo tanta hambre! —dijo
Linda—. ¿Dónde puedo encontrar algo de comer, mamá? Es la primera
vez que entro aquí. La cocina entera se parece a mamá; ¡todo está
tan en orden!
—¡Te voy a hacer té! —dijo
Mrs. Fairfield, extendiendo una blanca servilleta en la esquina de la
mesa— y Beryl podrá tomar una taza contigo.
—Beryl, ¿quieres la mitad de mi
tarta? —Linda movió su cuchillo en dirección a ella—. Beryl, ¿
te gusta la casa, ahora que estamos en ella?
—¡Ah! Sí, me gusta mucho la casa
y el jardín es magnífico, pero tengo la impresión de que todo está
un poco lejos de mí. No creo que las gentes vengan a vernos en ese
horrible ómnibus traqueteante; seguramente que no habrá nadie que
nos visite. Claro que a ti te es igual, porque...
—Pero está el coche —dijo Linda—;
Pat puede llevarte a la ciudad cuando quieras.
Era un consuelo, ciertamente, pero
había algo en el cerebro de Beryl, algo que no traducía en palabras ni
aun para sí misma.
—En todo caso, esto no nos matará
—dijo Beryl, secamente. Dejó su taza vacía, se levantó y se
estiró.—Voy a poner las cortinas —y se escapó cantando:
Cuántos
millones de pájaros veo
cantando estrepitosamente en todos los árboles...
...Pájaros
veo cantando estrepitosamente en todos los árboles... —Pero al llegar
al comedor cesó de cantar; su expresión cambió, se puso
melancólica, enfurruñada.
—Nos
enmoheceremos aquí lo mismo que en otro lado —gruñó entre dientes,
huraña, clavando imperdibles de bronce en las cortinas de sarga roja.
En
la cocina, las dos mujeres quedaron tranquilas un momento. Linda, con la
mejilla apoyada sobre su mano, miraba a su madre. La encontraba
notablemente bella, colocada así, apoyada contra la ventana ornada de
follaje. Había algo reconfortante en esta visión; Linda sentía
que nunca podría pasarse sin ella. Tenía necesidad de su madre, del
suave olor de su carne, de la sensación, tan dulce, de sus mejillas,
de sus brazos y de sus hombros aún más dulces. Le gustaba la manera
cómo se rizaban sus cabellos, plateados, en la frente, más claros en
la nuca y todavía oscuros y brillantes en el gran moño, bajo su gorro
de muselina. Las manos de su madre eran encantadoras; las dos sortijas
parecían fun—dirse en la piel de crema, siempre tan fresca y
deliciosa. La anciana no podía soportar más que la tela de hilo sobre
su cuerpo y se bañaba invierno y verano con agua fría.
—¿No hay nada que yo pueda hacer?
—preguntó Linda.
—No, querida. Quisiera que fueras
al jardín a echar una mirada a tus hijos, pero ya sé que no lo harás.
—Pues claro que sí; acuérdate
que Isabel es mucho más razonable que todas nosotras.
—Sí, pero no Kezia —dijo Mrs.
Fairfíeld.
—¡Oh! Hace pocas horas que Kezia
ha sido arrojada al aire por un toro —dijo Linda, envolviéndose de
nuevo en su chal.
Pero no; Kezia había apercibido un
toro a través de un agujero, en un nudo de la madera de la empalizada
que separaba el tenis de la pradera. Nunca le había gustado mucho el
toro; entonces se había vuelto por el huerto, había subido la cuesta
de césped a lo largo del empinado sendero que pasaba cerca del abedul y
que desembocaba en e! vasto jardín enmarañado. Ella creía que un día
se perdería en este jardín.
Dos veces había encontrarlo su
camino hacia la gran verja que habían cruzado la noche anterior y
había vuelto para remontar la avenida que conducía a la casa; pero ¡
había tantos caminitos por todos lados! Estos caminos conducían
todos a una maraña de árboles elevados y de matorrales extractos, de
hojas planas de terciopelo y de flores crema, ligeras como plumas,
donde zumbaban las moscas cuando se les sacudían. Había un lado
terrorífico que no se parecía nada a un jardín con sus senderitos
húmedos y arcillosos, atravesados por raíces de árboles parecidos a
patas de grandes aves.
Por el otro lado, había una linde
de boj muy alto y todos los senderos estaban también bordeados de boj,
se hundían en una maraña de flores cada vez más profunda. Las
camelias estaban en flor, blancas y carmesíes, rosas y blancas,
estriadas con brillantes hojas. No se veían hojas en los arbustos de
celinda; tantos racimos blancos tenían. Las rosas estaban abiertas;
rosas pequeñas, blancas, para poner en el ojal, pero demasiado
llenas de insectos para ponerlas bajo la nariz de cualquiera; rosas
rosadas, perennes, con un cerco de pétalos sembrados alrededor de una
mazorca; rosas dobles sobre gruesos tallos, rosas musgosas siempre en
capullo; rosaleda espléndida, entrelazada ramo a ramo, cíe un rojo
tau oscuro que parecía, al caer, convertirse en negro y una especie
color crema, encantadora, de fino tallo y hojas brillantes, escarlata.
Había grupos de campanillas de
hadas y toda suerte de geranios, arbustos de verbena, matas de
lavándula azulada, un macizo de pelargonium con ojos de terciopelo y
follaje de alas de mariposa nocturna. Había todo un macizo de resedá y
otro de pensamientos, orlas de margaritas dobles y sencillas y muchas
otras requerías plantas espesas, que, Kezia no había visto jamás.
Los tritomas eran más altos que
ella, los girasoles japoneses formaban un pequeño juncar. Kezia se
sentó sobre una de las lindes de boj; cuando se hundía mucho hacía
un buen asiento. Pero ¡qué polvo en el interior! Kezia se inclinó
para mirar, estornudó y se frotó la nariz.
Se encontró en seguida en lo alto
de la pendiente de hierba que descendía hasta el huerto. Miró hacia
abajo un momento, se tumbó de espaldas, lanzó un gritito y rodó sobre
sí misma hasta la hierba espesa y florida del huerto. Tumbada,
esperando que las cosas cesaran de bailar, decidió subir a la casa y
pedir a la criada una caja de cerillas vacía. Prepararía una sorpresa
a su abuela. Pondría primero una hoja en el fondo de la caja, encima
una hermosa violeta, después un clavelito blanco quizás y los
espolvorearía de espliego pero sin taparles la cabeza.
Hacía muchas veces estas bromas a
su abuela y siempre habían tenido un gran éxito.
—¿Quieres una, cerilla, abuelita?
—Si, nena mía. Creo que lo que yo
busco precisamente es una cerilla.
La abuela abría lentamente la caja
y encontraba la sorpresa en el fondo.
—¡Ay, Dios mío! ¡Cómo me has
sorprendido, nena mía!
—Podría hacérselo aquí, todos
los días —pensaba Kezia, trepando por la hierba con sus
resbaladizos zapatos.
Pero en su camino llegó a ese
islote tumbado en la avenida que la dividía en dos brazos, que volvían
a cerrarse en seguida ante la casa. Este islote de césped en alto
terraplén no tenía en su cima más que una enorme planta de hojas
espesas de un verde gris y espinosas. De su centro partía un tallo
elevado y fuerte. Algunas de las hojas de esta planta eran tan viejas
que no se mantenían tiesas en el aire, sino que se curvaban hendidas,
rotas; otras yacían en tierra aplastadas, marchitas.
¿Qué podría ser esto? Kezia no
había jamás visto nada parecido y se quedó allí con la mirada fija.
Después apercibió a su madre, que descendía por la avenida.
—Mamá, ¿qué es esto? —preguntó.
Linda levantó sus ojos hacia la
gruesa planta que se henchía con sus hojas crueles y su carnoso tallo.
Tranquila y alta, bañándose en la atmósfera, estaba, sin embargo,
tan sólidamente agarrada a la tierra de que salía, que hubiera podido
tener garras en lugar de raíces. Las recurvadas hojas parecían ocultar
algo; el ciego tallo hendía el aire como si ningún viento pudiera
agitarle nunca.
—Es un áloe, Kezia —dijo la
madre.
—¿No da flores jamás?
—Sí, Kezia —y Linda le sonrió
con los ojos entornados—. Una vez cada cien años.
VII
Al
volver de su oficina, Stanley Burnell hizo parar el coche en la Bodega;
bajó y compró un frasco grande de ostras en escabeche. En la puerta
contigua —en la tienda del Chino— tomó una piña perfectamente en
su punto, y fijándose en una cesta de cerezas negras muy frescas,
pidió a John que añadiese medio kilo de ellas. Colocó las ostras y la
piña en el cofre de delante, pero conservó las cerezas en la mano.
Pat saltó de su asiento y le
arropó de nuevo en la manta oscura.
—Levante los pies, señor Burnell,
mientras la doblo por debajo.
—Bien, bien, perfectamente —dijo
Stanley—. Ahora, derecho a casa.
Pat fustigó la yegua gris y el
coche arrancó.
—Creo que tengo aquí un tipo de
primer orden —pensaba Stanley, encantado de la apariencia del hombre
sentado allá arriba con su abrigo oscuro, muy correcto, y su sombrero
hongo, también oscuro. Asimismo le gustaba el modo con que Pat lo
había arropado; su mirada, nada servil en él; y si algo había que
Stanley odiase sobre todo, era el servilismo. Además, el hombre
parecía contento de su trabajo, ya feliz y satisfecho.
La yegua gris marchaba muy bien.
Burnell sentía la impaciencia de verse fuera de las casas; quería
estar en su casa. i Ah! Era maravilloso vivir en el campo, dejar ese
tabuco de ciudad tan pronto como se cerraba la oficina, y hacer este
viaje en el buen aire cálido, También era magnífico saber que al
final estaba su casa, con su jardín, sus prados cerrados, sus tres
vacas perfectas, bastantes patos y gallinas para el abastecimiento de
aves.
Como dejaban los arrabales tras de
ellos, y corrían por la carretera desierta, su corazón latió
fuertemente de alegría. Hundió la mano en la bolsa y comenzó a
comerse las cerezas, tres o cuatro a la vez, lanzando los huesos por un
costado del coche. ¡Eran deliciosas, tan lozanas y frescas, sin una
mancha ni una rozadura!
Había que ver aquellas dos,
encarnadas por un lado, blancas por otro; un perfecto par de pequeños
herma—nos siameses. Y las hundió en su ojal... Con mucho gusto,
¡caramba!, hubiera ofrecido un puñado a este buen hombre de allá
arriba; pero no, era mejor no hacerlo. Era preferible esperar a
tenerlo consigo un poco más de tiempo.
Comenzó a hacer proyectos sobre el
empleo de sus tardes del sábado y de sus domingos. No almorzaría en su
club el sábado, y se escaparía de la oficina tan pronto como pudiese;
en casa, al llegar, se haría servir dos lonchas de carne fría y la
mitad de una lechuga. Por la tarde, habría algunos tipos de la ciudad,
que vendrían a jugar al tenis. No demasiados, tres a lo más. También
Beryl jugaba bien... Tendió su brazo derecho y lo dobló lentamente,
palpando el músculo.. . Un baño, una buena fricción, un cigarro puro
en la veranda después de cenar...
El domingo, a la mañana, irían a
la iglesia —los niños y todos—. Eso le recordaba que debía
alquilar un reclinatorio, al sol si era posible y muy adelante, para
prevenirse contra las corrientes de aire de la puerta. Imaginariamente,
se escuchaba a sí mismo entonar con toda perfección: “Cuando hayas
vencido el aguijón de la muerte, habrás abierto el reino de los cielos
a todos los que creen”. Y veía su tarjeta, muy clara, fija en el
ángulo del banco con sus cantoneras de bronce: “M. Stanley y
familia...” El resto del día divagaría ron Linda... Se pasearían
por el jardín, ella cogida de su brazo y él explicándole
detalladamente lo que pensaba hacer en su oficina a la semana siguiente.
La oía contestar: “Querido, creo que eso es muy razonable...”.
Charlar de cosas con Linda era una maravillosa ayuda, aun cuando a veces
ella desviase el tema.
Pat había frenado de nuevo la
máquina. ¡Que el diablo se la lleve! ¡No iban muy de prisa! ¡Vaya!
¡Qué asco de manivela! La sentía en el fondo de su estómago.
Una suerte de pánico se apoderaba
de Burnell cada vez que se acercaba a su casa. Ya antes de haber pasado
la verja, gritaba a la primera persona que veía: “¿Sigue todo bien?”.
Y no lo creía hasta haber oído a Linda decir: “Buenas noches. ¿Has
vuelto?” He aquí el lado desagradable de la vida en el campo. Se
necesitaba un tiempo loco para, vol—ver... Pero ya no estaban lejos,
en lo alto de la última colina; no les quedaba más que una larga y
suave pendiente, medio kilómetro poco más o menos.
Pat acarició con el látigo el
lomo de la yegua y la reavivó. ¡Hop! ¡Hop! El sol iba a ponerse
dentro de algunos minutos. Todo permanecía inmóvil, bañado en una luz
brillante, metálica, y, desde las praderas de cada lado, se deslizaba
el olor lechoso de la hierba madura. La verja de hierro, estaba abierta;
el coche tomó aliento y la atravesó de un tirón; enfiló la avenida,
bordeó el islote y se detuvo con toda exactitud frente al centro de la
veranda.
—¿Le ha gustado, señor? —preguntó
Pat, mientras bajaba de su asiento, con una lenta sonrisa, hacia su amo.
—Mucho, Pat, la verdad —dijo
Stanley.
Linda salió de la puerta de
cristales; su voz retumbó en la sombra tranquila: “Buenas tardes.
¿Ya has vuelto?”
Al sonido de esa voz, su corazón
latió tan fuertemente que apenas pudo reprimir el deseo de subir los
peldaños de cuatro en cuatro y de coger a su mujer en los brazos.
—Sí, soy yo. ¿Sigue todo bien?
Pat comenzaba a llevar el coche
hacia la verja de al lado, que se abría en el patio.
—Espere un minuto —dijo Burnell—.
Tráigame los dos paquetes. Y dijo a Linda: “¡Te he traído un bocal
de ostras y una piña!”, como si le hubiera traído todas las cosechas
de la tierra.
Se encaminaron al hall; Linda
llevaba las ostras en una mano y la piña en otra. Burnell cerró la
puerta vidriera; se quitó el sombrero. Ya ceñía a su mujer con sus
brazos y la apretaba contra sí; la besaba en la frente, en las orejas,
en los labios, en los ojos.
—¡Oh! ¡Oh!, querido —dijo ella—.
Espera un instante a que deje estas tonterías —y puso cl bocal de
ostras y la piña sobre una sillita tallada—. ¿Qué tienes en el
ojal? ¿Cerezas? —Ella las cogió y las colgó de la oreja de Burnell.
—No hagas eso, querida; son para
ti.
Entonces ella las descolgó de
nuevo. “¿No te importa que las guarde? Me quitarían la gana de
cenar. Ven a ver las niñas. Están tomando el té.”
La lámpara estaba encendida, sobre
la mesa de la nursery. Mrs. Fairfield cortaba y untaba de manteca
las rebanadas de pan. Las tres niñas, sentadas, llevaban anchas
servilletas con su nombre bordado. Se limpiaron la boca cuando entró
su padre, dispuestas a dejarse besar. Las ventanas estaban abiertas,
había un vaso de flores silvestres sobre la chimenea y, en el techo,
proyectaba la lámpara un enorme nimbo de suave luz.
—Tienen el aire de estar bien
instaladas, madre —dijo Burnell, pestañeando por la claridad. Isabel
y Lottie estaban sentadas cada una a un lado de lá mesa. Kezia, abajo.
El sitio de arriba permanecía vacío.
—Allí es donde deberá mi hijo
sentarse —pensó Stanley. Apretó más su brazo alrededor del hombro
de Linda. ¡Dios mío! Era grotesco sentirse feliz hasta este punto.
—Lo estamos, Stanley, estamos muy
bien —dijo Mrs. Fairfield, cortando el pan de Kezia en finas
rebanadas.
—Preferís eso a la ciudad, eh,
niñas? —preguntó Burnell.
—¡Oh, sí! —contestaron las
tres niñitas; e Isabel añadió, como después de reflexionar:
—Muchas gracias, querido papá.
—Subamos —dijo Linda—, te
traeré las zapatillas.
Pero la escalera resultaba demasiado
estrecha para subirla cogidos del brazo. Estaba completamente a
oscuras la habitación. Burnell oyó la sortija de Linda rozar el
mármol de la chimenea, mientras ella buscaba las cerillas.
—Tengo cerillas, querida, voy a
encender las velas. Pero, en lugar de eso, vino detrás de ella, la
rodeó de nuevo con sus brazos y apretó contra su hombro la cabeza de
Linda.
—¡Soy tan ridículamente feliz!
—dijo.
—¿De veras? —Se volvió.
Colocó sus manos sobre el pecho de Burnell y levantó sus ojos hacia
él.
—No sé lo que me ocurre —protestó.
Fuera, todo estaba completamente
oscuro y se espesaba la niebla. Cuando Linda cerró la ventana, el
fresco rocío tocó la extremidad de sus dedos. A lo lejos ladraba un
perro. “Creo que saldrá la luna”, dijo.
Pronunciando estas palabras, y con
la humedad del fresco rocío en los dedos, le pareció que había salido
la luna. Se sentía extrañamente desnuda, en una ola de fría luz. Se
estremeció, se alejó de la ventana y vino a sentarse en el diván
cerca de Stanley.
En el comedor, al fulgor parpadeante
de un fuego de leña, Beryl, sentada en un cojín, tocaba la guitarra.
Acababa de tomar un baño y cambiarse de todo. Llevaba ahora un
vestido de muselina blanca con lunares negros, y se había prendido en
el pelo una rosa de seda negra.
La
naturaleza descansa, amor mío.
Mira, estamos solos;
Dame tu mano, para que yo la estreche, amor mío,
Ligeramente con la mía...
Tocaba
para sí misma, cantaba a media voz, contemplándose. La llama se
reflejaba en sus zapatos, en el vientre rubio de la guitarra y en sus
blancos dedos...
“Si yo estuviese ahí fuera y
mirase al interior, por la ventana, me sorprendería bastante el verme
así”, pensaba. Tocó el acompañamiento totalmente en sordina; ya
no cantaba, escuchaba.
...La primera vez que te he visto,
niñita, ¡oh! ¡Te creías muy sola! Estabas sentada con tus piececitos
en un cojín y tocabas la guitarra. ¡Dios! No podré nunca olvidar...
Beryl levantó la cabeza y se puso a cantar de nuevo.
La
luna misma está cansada.
Pero
llamaban fuertemente a la puerta. Apareció el rostro carmesí de la
criada.
—Haga el favor, miss Beryl; acabo
de poner la mesa.
—Bueno —dijo Beryl con tono
glacial, dejando su guitarra en un rincón.
Alicia irrumpió en la habitación,
con una pesada bandeja de hierro negro en las manos.
—¡Vaya trabajo que he tenido con
este horno! No puedo tostar nada en él.
—¿Sí? —dijo Beryl.
Pero no, no aguantaría a esta tonta
de chica. Huyó al salón oscuro y se puso a recorrerlo de arriba
abajo... ¡Oh! Estaba nerviosa, nerviosa. Sobre el tapete de la chimenea
había un espejo. Con los brazos apoyados, contempló Beryl su pálida
imagen. ¡Qué hermosa era! Pero no había allí nadie para enterarse de
eso.
—¿ Por qué has de tener que
sufrir así? —decía con el rostro en el espejo—. ¿Si no estabas
hecha para sufrir?... Sonríe.
Beryl sonrió, y su sonrisa era en
verdad tan adorable, que sonrió de nuevo; pero esta vez, porque ya no
podía resistirse a hacerlo.
VIII
—Buenos
días, Mrs. Jones.
—¡Oh! Buenos días, Mrs. Smith,
estoy muy contenta de verla. ¿Trajo usted sus niños?
—Sí, traje mis dos gemelos. He
tenido otro bebé, desde que estuve con usted, pero ha venido muy de
repente y no he tenido aún tiempo de hacerle ropa. Así que lo he
dejado... ¿Está bien su marido?
—¡Oh! Muy bien, gracias. Es
decir, ha tenido un espantoso catarro; pero la reina Victoria es mi
madrina, ¿sabe?, y le ha enviado un cajón de piñas, con lo cual se
curó inmediatamente. ¿Es su nueva criada?
—Sí, se llama Gwen; la tengo
solamente desde hace dos días. Gwen, ésta es mi amiga Mrs. Smith.
—Buenos días, Mrs. Smith. La cena
no estará a punto hasta dentro de diez minutos.
—Creo que no debiste presentarme a
la criada. Creo que debí simplemente ponerme a hablarle así...
—Es más bien una señora de
compañía que una criada; y a una señora de compañía se la
presenta; lo sé porque Mrs. Samuel tenía una.
—¡Oh, es igual! —dijo la
criada, con aire indiferente. Batía una crema de chocolate con la mitad
de tina percha rota. La cena cocía muy bien en un peldaño de
cemento. La criada empezó a poner la mesa sobre un asiento del jardín
pintado de rosa. Delante de cada convidado, colocó dos platos de hoja
de geranio, un tenedor de aguja de pino y un cuchillo de ramita. Había
tres cabezas de margarita, corno huevos escalfados, encima de una hoja
de laurel; lonchas de vaca fría en un pétalo de fucsia, exquisitas
albondiguillas de tierra y agua, mezcladas con granos de amargón, y la
crema de chocolate que había decidido servir en una concha en la que la
había cocido.
—Usted no tiene necesidad de
preocuparse de mis niños —dijo Mrs. Smith, amablemente—. Basta con
que tome esta botella y la llene en el grifo, quiero decir en la
lechería.
—¡Oh!, muy bien —dijo Gwen, y
murmuró a Mrs. Jones: “¿Y si yo fuese a pedir a Alicia un poco de
leche de verdad?”
Pero alguien, ante la casa, llamaba,
y los convidados se dispersaron, dejando la deliciosa mesa, dejando las
albondiguillas y los huevos escalfados a las hormigas y a un viejo
caracol, que sacaba sus cuernos temblorosos al borde de la silla del
jardín y empezaba a roer un plato de geranio.
—¡Venid delante de la casa; dad
la vuelta, niños! Pip y Rags acaban de llegar.
Los jóvenes Troud eran esos primos
de los cuales había Kezia hablado al camionero. Vivían
aproximadamente a un kilómetro de allí, en una casa llamada “Quinta
del árbol de los monos”. Pip era alto para su edad, con un pelo negro
y liso y un rostro pálido. Pero Rags era tan pequeño y tan delgado
que, desnudo, sus omóplatos sobresalían como dos alitas. Tenían un
perro mestizo de pálidos ojos azules y de larga cola retorcida, que les
seguía por todas partes. Se llamaba Snooker. Pasaban el tiempo
en peinar y cepillar a Snooker y en jaropearlo con diferentes y
horribles composiciones que fraguaba Pip y guardaba secretamente en un
jarrillo roto tapado con una vieja cobertera de marmita. Ni aun el fiel
pequeño Rags debía conocer la fórmula secreta de estas mezclas: Se
toma un poco de polvo dentífrico, tina pizca de azufre reducido a fino
polvo y quizás un poco de almidón para atiesar el pelo de Snooker.
Pero había algo más. En realidad, Rags pensaba que aquello era
pólvora... Por miedo al peligro, nunca se le permitía agitar la
mixtura. “¡Si te salta un grano en el ojo, te quedas ciego para toda
la vida!”, decía Pip, mezclándolo todo con una cuchara de hierro.
Y siempre quedaba el riesgo, un pequeño riesgo de que aquello hiciese
explosión si se le batía con demasiada fuerza... “Dos cucharadas de
eso en un bidón de kerosina bastarían para matar millares de pulgas.”
Pero Snooker pasaba todos sus momentos de libertad
mordisqueándose y refunfuñando, dentro de su pelo, y apestaba
abominablemente.
—Ocurre eso porque él es un gran
perro de combate —decía Pip—. Todos los perros de combate huelen.
Los jóvenes Troud iban a menudo a
pasar el día fuera, en casa de los Burnell. Y ahora que éstos poseían
una hermosa casa y este lindo jardín, estaban dispuestos a ser muy
amigos.
Además, a los dos les gustaba jugar
con las niñas; a Pip, porque podía gastarles bromas y Lottie era muy
fácil de asustar; y a Rags por una razón humillante: adoraba las
muñecas. ¡Cómo miraba a una muñeca dormida, le hablaba en voz baja,
con una sonrisa tímida, y qué fiesta para él cuando se le permitía
coger una!
—Rodéala con tus brazos, no los
dejes así de tiesos; vas a dejarla caer —decía severamente Isabel.
En aquel momento estaban en la
veranda, reteniendo a Snooker, que quería entrar en la casa;
pero no se le dejaba, porque la tía Linda odiaba a los lindos perros.
—Hemos venido en el ómnibus, con
mamá —dijeron—, y vamos a pasar la tarde con vosotras. Hemos
traído de nuestra galleta para la tía Linda; es nuestra Minnie quien
la ha hecho. Está llena de almendras.
—He mondado las almendras —dijo
Pip—. Hundo de prisa mi mano en una olla de agua hirviendo, las cojo,
las pellizco de un modo especial, y saltan fuera de la piel, algunas
hasta el techo, ¿verdad, Rags?
Rags asintió.
—Cuando hacen los pasteles en casa
—dijo Pip— nos quedamos siempre en la cocina Rags y yo; yo tengo el
tazón y él la cuchara y el batidor de huevos. El pastel de merengue es
el mejor, es muy espumoso.
Corrió a lo largo de la veranda,
bajó los peldaños hasta el césped, plantó sus manos encima de la
hierba, se inclinó hacia adelante, pero no pudo mantenerse
completamente cabeza abajo.
—Este césped está lleno de
terrones —dijo—; es preciso un sitio llano para ponerse patas
arriba. En casa puedo andar de cabeza todo alrededor del árbol de los
monos, ¿verdad, Rags?
—Casi —dijo Rags, muy bajo.
—Sosténte con la cabeza, bajo la
veranda; es llano —dijo Kezia.
—No, astuta —dijo Pip—, es
preciso hacerlo en un sitio blando, porque si damos un envite y hacemos
la pirueta, algo en el cuello nos hace “clic” y se rompe. Me lo ha
dicho papá.
—¡Oh! Entonces jugaremos —dijo
Kezia.
—¡ Muy bien! —dijo vivamente
Isabel—. Vamos a jugar al hospital, yo seré la enfermera, Pip el
médico, y tú, Lottie, y tú, Rags, los enfermos.
Lottie no quería jugar a eso,
porque la última vez Pip le había introducido, en el fondo de la
garganta, algo que le dolía horriblemente.
Pip se le burló:
—¡Ca! No era más que el jugo de
un trozo de piel de mandarina.
—Entonces, jugamos a la señora
—dijo Isabel—. Pip podrá ser el padre y vosotros seríais nuestros
queridos niñitos.
—Detesto jugar a la señora —dijo
Kezia—; nos hacéis ir siempre a la iglesia cogidos de la mano, y
después volver para acostarnos.
Bruscamente Pip sacó un pañuelo
sucio de su bolsillo: “¡Snooker, aquí, señor!”, llamó.
Pero Snooker, como de costumbre, trató de escapar, con la cola
entre las patas. Pip saltó encima de él y lo apretó entre sus
rodillas.
—Sosténle quieta la cabeza, Rags
—dijo; y ató el pañuelo alrededor de la cabeza de Snooker,
con un gracioso nudo que sacaba las puntas por encima.
—¿Por qué haces eso? —preguntó
Lottie.
—Es para acostumbrar a sus orejas
a que se peguen mejor a la cabeza; mira —dijo Pip—. Todos los perros
de combate tienen las orejas hacia atrás; pero las de Snooker
son demasiado blandas.
—Ya sé —dijo Kezia—; se le
vuelven siempre del revés; eso no me gusta.
Snooker se tumbó, hizo un
débil esfuerzo con su pata para arrancarse el pañuelo, pero no
pudiéndolo conseguir, se arrastró detrás de los niños, temblando de
angustia.
IX
Pat
venía a grandes zancadas. Llevaba en su mano un pequeño tomahawk [especie
de cuchillo] que brillaba al sol.
—Venid conmigo —dijo a los
niños—, yo os enseñaré cómo cortan el cuello a un pato los reyes
de Irlanda.
Ellos retrocedían; no le creían.
Además, los muchachos Troud nunca habían visto hasta entonces a Pat.
—Vamos, venid —les dijo
persuasivo, sonriendo y tendiendo la mano a Kezia.
—¿Un pato de verdad, uno del
cercado?
—Sí —dijo Pat. Kezia puso su
mano en la de Pat, dura y seca, él hundió el tomahawk en su cintura y
tendió la otra mano a Rags. Adoraba a los niñitos.
—Yo tendré que sujetar a Snooker
por la cabeza si va a haber sangre —dijo Pip—, porque la sangre le
vuelve completamente loco. Corrió adelante, tirando de Snooker
por el pañuelo.
—¿Crees que debemos ir? —murmuró
Isabel—. No hemos preguntado nada, ¿verdad?
Hacia la parte baja del huerto se
abría una barrera en la empalizada. Al otro lado una áspera pendiente
¡conducía a un puente que cruzaba el arroyo. Y una vez en la otra
orilla, se estaba ya junto a los cercados. En el primero habían
arreglado un viejo establo pequeño, para corral. Las gallinas
vagabundeaban a lo lejos, habían atravesado el cercado hasta un hoyo
lleno de mantillo. Pero los patos permanecían cerca de la parte del
arroyo que se deslizaba bajo el puente.
Grandes matorrales de follaje rojo,
con flores amarillas y racimos de bayas negras, caían sobre el
arroyo. En ciertos sitios era ancho y poco profundo; en otros, se
derramaba por agujeros de bordes llenos de espuma y de vibrantes
burbujas. En esas charcas habían elegido domicilio los grandes patos,
nadando y chapoteando a lo largo de las orillas herbosas.
Arriba y abajo, nadaban, alisando
sus plumas con sus pechugas relucientes y sus picos amarillos, y otros
patos, con una misma papada y un mismo pico amarillo, les seguían,
nadaban con ellos, al revés.
—He aquí la flotilla irlandesa
—dijo Pat—; mirad aquí el viejo almirante, con el cuello verde y la
hermosa oriflama sobre la cola.
Sacó de su bolsillo un puñado de
granos y se dirigió hacia el gallinero, indolente, con su viejo
sombrero de paja, metido hasta los ojos.
Llamaba: “Ti-ti-ti-ti”.
—“Cua-cua-cua-cua” —contestaban
los patos, que serpenteaban detrás de él, en una larga línea
ondulante. Les atraía, hacía como que echaba el grano, lo sacudía en
sus manos, los llamaba hasta reunirlos a todos alrededor de él, en un
blanco círculo.
De lejos, las aves oyeron los
gritos. Acudían, ellas también, al través del cercado, con las alas
extendidas, las patas metidas hacia adentro, a la manera de las
gallinas, y cacareaban al venir.
Entonces Pat esparció el grano, los
patos golosos empezaron a regodearse. Rápido, Pat se inclinó, agarró
a dos de ellos, uno bajo cada brazo, y se adelantó hacia los niños.
Las cabezas erizadas, los ojos redondos de los patos, asustaron a los
niños. A todos, menos a Pip.
—¡Vamos ya, tontos! —gritó—.
No pueden morder, no tienen dientes. Sólo llevan esos dos agujeritos en
el pico para respirar por allí.
—¿Queréis sujetarme uno de
ellos, mientras acabo con el otro? —preguntó Pat.
Pip soltó a Snooker.
—¿Que si yo quiero? Dame uno; me
da igual que patalee.
Casi le sofocó la alegría al
ponerle Pat entre los brazos el blanco paquete.
Había un viejo tronco cerca de la
puerta del gallinero. El hombre, sujetándolo por las patas, lo tendió
encima. Casi al mismo instante cayó el tomahawk; saltó la cabeza del
tajo, y la sangre brotó sobre las plumas blancas y sobre la mano.
En cuanto los niños vieron la
sangre, cesaron de tener miedo. Rodearon a Pat y se pusieron a gritar.
Hasta Isabel saltaba y aullaba: "¡La sangre, la sangre!". Pip
olvidó su pato y lo tiró a lo lejos. “¡Lo he visto, lo he visto!”
—decía él, dando saltos alrededor del bloque de madera.
Rags, con sus mejillas blancas como
el papel, corrió hacia la cabecita, avanzó un dedo como si quisiera
tocarla, se echó atrás, y de nuevo acercó un dedo. Temblaba con
todo su cuerpo.
Hasta Lottie, la pequeña Lottie, se
echó a reír, señaló al pato, y gritó: “¡Mira, Kezia, mira!”.
—¡Mirad! —exclamó Pat.
Dejó en tierra el cuerpo, que
comenzó a oscilar con un gran chorro de sangre en el sitio de la
cabeza, y se puso a dar suavemente menudos pasos hacia la áspera
pendiente que conducía al arroyo.
—¿Lo veis? ¿Lo veis? —gritaba
Pip. Corría alrededor de las pequeñas, tirándoles del delantal.
—¡ Es como una pequeña
locomotora! —gritaba Isabel—, ¡como una graciosa maquinilla de
tren!
Pero, de repente, Kezia se
precipitó sobre Pat, le echó los brazos alrededor de las piernas,
golpeando con la cabeza tan fuerte como podía, en las rodillas del
hombre.
—¡Vuelve a ponerle la cabeza!
¡Vuelve a ponerle la cabeza! —gemía.
Cuando Pat se inclinó para
desembarazarse de ella, no quiso soltar la presa. Ella se agarraba con
todas sus fuerzas y sollozaba: “Vuelve a ponerle la cabeza, vuelve a
ponerle la cabeza...”. Hasta que aquello se convirtió en un raro
estribillo.
—Se ha parado, ha caído, ha
muerto —dijo Pip.
Pat levantó a Kezia en sus brazos.
El sombrero de paja de la pequeña había resbalado hacia atrás, pero
ella no se dejó mirar. Apretó su cara contra el hombro huesudo de Pat,
y sus manos se enlazaron alrededor de su cuello.
Los niños pararon de gritar tan
súbitamente como habían empezado. Se mantenían alrededor del pato
muerto. Rags ya no tenía miedo de la cabeza. Se arrodilló y la
acarició.
—No creo que haya muerto
completamente —dijo—. ¿Creéis que no volvería, a vivir si yo le
diese algo de beber?
Pero Pip estaba muy enfadado.
—¡Bah! ¡Qué bebé! —dijo.
Silbó a Snooker y se marchó.
Cuando Isabel fué al encuentro de
Lottie, Lottie se separó bruscamente.
—¿Por qué me zarandeas
constantemente Isabel?
—Vamos —decía Pat a Kezia—,
¡ya tenemos aquí una buena niñita!
Levantó las manos y tocó las
orejas del hombre. Sintió algo. Lentamente levantó su rostro
estremecido, y miró. Pat llevaba anillitos en las orejas. Estaba muy
sorprendida.
—¿Se ponen y se quitan? —preguntó
Kezia, con voz ronca.
X
En
lo alto de la casa, en la cocina caliente y muy en orden, Alicia, la
criada, preparaba el té. Estaba “vestida”. Llevaba un traje de
paro negro que olía bajo los brazos, un delantal blanco, como una gran
hoja de papel, y un nudo de encaje sujeto al pelo por dos alfileres de
azabache. Había reemplazado sus confortables zapatillas de fieltro
por otras de cuero negro, que le apretaban el callo del dedo pequeño.
¡Algo horrible!
Hacía calor en la cocina; una mosca
zumbaba; un abanico de vapor blanquecino salía de la cafetera cuya tapa
no cesaba de bailar una giga ruidosa sobre el agua hirviendo. El reloj
lanzaba al aire tibio un tic—tac lento y mesurado como el ruido de la
aguja de hacer media de una vieja, y de vez en cuando, sin razón
ninguna, porque no había brisa, el estor se alzaba y venía a golpear
en la ventana.
Alicia confeccionaba sandwichs de
berros; sobre la mesa había un trozo de manteca, una hogaza de pan y
hojas de berros apiladas en un paño blanco.
Un librito sucio, grasiento,
semidescosido, con las páginas despuntadas, se apoyaba en la
mantequera, y mientras amasaba la manteca, Alicia leía: Soñar con
cucarachas que arrastran un ataúd es de mal agüero. Significa la
muerte de algún pariente o de alguien que os es querido: padre,
irradie, hermano, hijo o novio. Si las cucarachas marchan hacia atrás
cuando se las mira, quiere decir muerte por el fuego o como
consecuencia, de caída de una gran altura, caída por la escalera, de
andamios, etc., etc.
Arañas. — Soñar con arañas que
se pasean sobre uno, es bueno. Anuncian grandes cantidades de dinero,
próximamente. Si la persona espera hijos, puede confiar en partos
fáciles. Pero debe evitar el comer almejas., si las traen como regalo,
en el sexto mes.
“¡Cuántos millones de pájaros
veo!”
—¡Ay, Dios mío! ¡Aquí viene
miss Beryl!
Alicia dejó caer su cuchillo y
escondió la Llave de los Sueños bajo la mantequera. Pero no
tuvo el tiempo de disimularlo completamente, porque Beryl venía a la
cocina en dirección a la mesa, y los bordes grasientos del libro fueron
la primera cosa en la que repararon sus ojos. Alicia vió la sonrisita
astuta de miss Beryl, y la manera cómo levantó sus cejas como si
preguntase qué podía ser aquello. Decidió contestar, si miss Beryl le
preguntaba: “¡Nada que le interese, miss!”. Aunque estaba segura
que miss Beryl no lo haría.
Alicia era realmente una criatura
suave, pero poseía las más maravillosas réplicas a preguntas que —ella
lo sabía— nunca habían de hacerle. Componerlas, repetírselas a
sí misma, la consolaba tanto como si las hubiese expresado.
Verdaderamente, eso le había permitido tener colocaciones en donde la
habían tratado mal, hasta el punto de tener miedo de dormirse a la
noche con una caja de cerillas sobre la silla, por temor a comérselas
durante su sueño.
—¡Oh! ¡Alicia! —anunció miss
Beryl—. Hay uno más para el té; de modo que haga el favor de
recalentar un plato de scones de ayer; y, además del pastel de
café, ponga un mazapán. No olvide usted los mantelitos bajo los
platos. ¿Comprende? No los puso usted ayer, y la mesa tenía tan mala
facha. Y no nos coloque esa horrible cubretetera rosa y verde por la
tarde. Está bien por la mariana. Creo, por otra parte, que se debía
guardar para la cocina. ¡ Tiene un aire tan miserable y huele tan mal!
Ponga la cubretetera japonesa. Me ha comprendido bien, ¿verdad?
Miss Beryl había terminado. Al
dejar la cocina iba canturreando:
Cantando
tan fuerte desde todos los árboles,
muy
satisfecha de la manera enérgica con que manejaba a Alicia.
Alicia se sentía exasperada. No era
de esas a quienes disgusta que se les mande, no; pero no podía soportar
tal retintín en la manera de hablarle miss Beryl. No podía realmente
soportarlo. Eso le hacía rebelarse interiormente, por decirlo así, y
casi temblar. Pero la razón por la cual Alicia detestaba así a Beryl
era que la empequeñecía. Beryl hablaba a Alicia con una voz
especial, como si no estuviera totalmente presente, y jamás se
impacientaba, jamás. Aun cuando Alicia dejara caer una cosa u
olvidase alguna otra importante, miss Beryl parecía esperarlo.
—Haga el favor, Mrs. Burnell —decía
una Alicia imaginaria, mientras ella untaba de manteca los scones—;
preferiría no recibir órdenes de miss Beryl; puedo quizá no ser más
que una vulgar criada que no sabe tocar la guitarra, pero...
Este último párrafo la encantaba
hasta el punto de devolverle su buen humor.
—La única cosa que se puede hacer
—oyó al abrir la puerta del comedor— es cortar enteramente las
mangas y reemplazarlas por una amplia banda de terciopelo negro...
XI
El
pato blanco parecía no haber tenido jamás cabeza cuando Alicia lo
colocó ante Stanley Burnell aquella noche. Reposaba con una
resignación admirablemente asada sobre una fuente azul, rodeado de una
corona de albondiguillas y con las patas juntas, atadas con una hebra de
hilo.
Resultaba difícil decir cuál de
los dos, Alicia o el pato, parecía mejor asado. ¡Tenían ambos un
color tan hermoso e igual aspecto reluciente y terso! Pero Alicia era de
un rojo fuego y el pato de un caoba de España.
Burnell recorrió con la mirada el
filo de su cuchillo. Muy orgulloso de su manera de trinchar, se
envanecía de hacer de ello un trabajo de primer orden. Detestaba ver
trinchar a las mujeres. Demasiado lentas, parecían siempre indiferentes
al aspecto que pudiera tener la carne. 11, sí, él se preocupaba de
ello; él ponía su orgullo en cortar delicadas lonchas de vaca fría,
cuadraditos de cordero, justamente del buen espesor, y de despedazar
con precisión un pollo o un pato.
—¿Es el primero de nuestros
productos? —preguntó, sabiendo perfectamente a qué atenerse.
—Sí, el carnicero no ha venido;
hemos descubierto que no pasa más que dos días por semana.
No había necesidad de excusa sobre
este soberbio animal. No era ni siquiera carne, sino una suerte de
refinada gelatina. “Mi padre diría —apuntó Burnell— que éste
debe ser uno de esos pájaros a los que su madre tocaba la flauta
alemana en su infancia, y que los dulces sones de este delicado
instrumento han actuado sobre el espíritu juvenil para dar este
resultado...” Tome algo más, Beryl. Usted y yo somos los únicos en
esta casa que tenemos el sentimiento de lo que comemos. Estoy
dispuesto a declarar delante de un tribunal, si es preciso, que adoro la
buena comida.
Se sirvió el té en el salón.
Beryl, que por una razón cualquiera se había mostrado muy amable con
Stanley desde su llegada, le propuso una partida de cribbage. Se
sentaron junto a una mesita cerca de una ventana abierta. Mrs. Fairfield
desapareció, y Linda, tendida en una mecedora, se balanceaba con los
brazos cruzados en la nuca.
—No necesitas luz, ¿verdad,
Linda? —preguntó Beryl.
Y cambió de sitio la gran lámpara,
de tal modo, que quedó bajo la suave luz.
¡Qué lejos parecían esos dos
desde el sitio en que Linda, sentada, se mecía! La mesa verde, las
cartas relucientes, las grandes manos de Stanley, las pequeñitas de
Beryl, parecían formar parte de un mismo movimiento misterioso.
Stanley, bien plantado, robusto, en su traje oscuro, estaba a sus
anchas, y Beryl, sacudiendo su brillante cabeza, estaba algo mohina.
Llevaba enrollado al cuello un terciopelo negro, nuevo, que la cambiaba
en cierto modo, transformaba la forma de su rostro —pero era
encantadora, decidió Linda—. La habitación olía a lirios; había
dos grandes jarras de arums sobre la chimenea.
—Quince dos, quince cuatro y una
pareja hacen seis y una serie de tres son nueve —dijo Stanley tan
reposadamente que hubiera podido de la misma manera contar carneros.
—Yo no tengo más que dos parejas
—dijo Beryl, que exageraba su decepción, sabiendo lo que a él le
gustaba ganar.
Los peones parecían dos menudos
personajes que subían juntos el camino, dando vuelta al ángulo agudo
y bajando de nuevo. Deseaban menos adelantarse uno a otro que acercarse
bastante para poderse hablar, o quizá, sencillamente, para sentirse el
uno junto al otro.
Pero siempre había uno que se
impacientaba, que saltaba hacia adelante cuando el otro se le juntaba, y
se negaba a escucharle. ¿Quizás el peón blanco tenía miedo del rojo?
O tal vez, cruel, quitaba al rojo la ocasión de hablarle...
Beryl llevaba prendido al pecho un
ramito de pensamientos, y una vez, mientras los peoncillos se
encontraban juntos, se inclinó; los pensamientos cayeron cubriendo
los peones.
—Es demasiado —dijo ella,
recogiendo sus flores—, justamente cuando ellos iban a poder volar uno
en brazos del otro.
—¡Hasta la vista, hija mía! —dijo
Stanley riendo. Y el peón rojo saltó más lejos.
El salón era largo y estrecho con
puertas vidrieras que daban a la veranda. La tapicería era de color
crema con un dibujo de rosas doradas, y el mobiliario, que había
pertenecido a la vieja Mrs. Fairfield, parecía sombrío y vulgar.
Contra el muro se adosaba un pequeño piano con el tablero esculpido,
adornado con una seda amarilla plisada. Encima del piano colgaba un
óleo de Beryl; sobre el piano un grueso manojo de clemátides con aire
de sorpresa. Cada flor de la dimensión de un platillo, tenía un
corazón como un ojo asustado, festoneado de negro. La pieza no estaba
aún en regla. Stanley soñaba con una butaca chesterfield y dos
sillas confortables. Linda prefería el salón tal como estaba...
Dos grandes mariposas de noche
entraron por la ventana, dando vueltas y formando círculos alrededor
del halo de la lámpara.
—¡Huid, antes que sea demasiado
tarde! ¡Huid!
Dando vueltas y más vueltas,
parecían traer el silencio y el claro de luna sobre sus alas mudas...
—Tengo dos reyes —dijo Stanley—.
¿Son buenos?
—Muy buenos —dijo Beryl.
Linda cesó de balancearse y se
levantó. Stanley le lanzó una mirada.
—¿No estás bien, querida?
—No, nada, voy a reunirme con
mamá.
Salió de la pieza y, de pie, en el
comienzo de la escalera, llamó, pero la voz de su madre le contestó
desde la veranda.
La luna, que Lottie y Kezia habían
visto desde el camión, estaba en plenilunio, y la casa, el jardín, la
anciana, y Linda, todo se bañaba en su deslumbrante claridad.
—Yo miraba el áloe —dijo Mrs.
Fairfield—, creo que va a florecer este año. ¿Ves allí arriba?
¿Son capullos o un efecto de luz?
Como se mantenían en los peldaños,
el alto terraplén de césped sobre el que reposaba el áloe se alzó
como una onda; el áloe parecía bogar encima; tal un navío con los
remos alzados. El brillante claro de luna goteaba de los remos, como
agua, y, en la ola verde, centelleaba el rocío.
—¿ También tú lo sientes? —preguntó
Linda.
Hablaba a su madre con esa voz
especial con que se hablan las mujeres, a la noche, copio si se hablasen
entre sueños o desde el fondo de una gruta.
—¿No sientes que él viene hacia
nosotras?
Soñó que la arrastraban fuera del
agua fría, en el navío de los remos alzados y del mástil con
retoños. Ahora los remos se abatían, golpeando a prisa, a prisa.
Bogaban lejos por encima de los árboles del jardín, de los cercados
y de los sombríos matorrales, más allá. Se estaba oyendo gritar a
los remeros: “¡Más de prisa, más de prisa!”.
¡Cuánto más real parecía este
sueño que tener que volver a casa, donde dormían los niños y donde
Stanley y Beryl jugaban al cribbage!
—Creo que son capullos —dijo
Linda—; vamos al jardín, mamá. Este áloe me gusta. Lo prefiero a
todo lo demás de aquí. Y estoy segura que lo recordaré mucho tiempo
después de haber olvidado las otras cosas.
Apoyó su mano en el brazo de su
madre y bajaron los peldaños, dieron la vuelta al islote y se metieron
en la avenida principal que conducía a la verja de la entrada.
Desde abajo veía las largas espinas
puntiagudas que terminaban las hojas del áloe, y al mirarlas, su
corazón se endureció ... Eso era lo que prefería, esas largas
espinas puntiagudas.
... Nadie se atrevería a acercarse
al buque, ni a seguirlo.
“¡Ni siquiera mi terranova —pensaba
ella—, a quien tanto quiero durante el día!”
Porque ella le quería
verdaderamente. Lo amaba, lo admiraba y lo respetaba enormemente. ¡ Oh!
Más que a nadie en este mundo. Lo conocía a fondo. Él era la lealtad,
la respetabilidad mismas, y a pesar de toda su experiencia práctica,
continuaba sencillo, absolutamente ingenuo, cándido, contento con poco,
disgustado por poco.
Si no saltase así detrás de ella,
ladrando tan fuerte, mirándola con ojos tan ávidos, tan enamorados!
Era demasiado fuerte para ella. Desde su niñez, detestaba las cosas que
se precipitaban sobre ella. Había momentos en que se ponía aterrador,
verdaderamente aterrador; en que ella estaba a punto de gritar con todas
sus fuerzas: “¡Me vas a matar!”. Y entonces ella tenía gana de
decir cosas rudas, cosas detestables...
—Ya sabes, estoy muy delicada;
sabes tan bien como yo que tengo el corazón lastimado; el médico te lo
ha dicho, puedo morir de un minuto a otro; he tenido ya tres pedazos de
niño...
Sí, sí, era verdad. Linda retiró
bruscamente su mano del brazo de su madre. .. Con todo su amor, su
admiración, su respeto para Stanley, lo odiaba. ¡Y qué cart—fioso
estaba siempre después de aquellos momentos! ¡Qué sumiso estaba y
atento! Él hubiera hecho cualquier cosa por ella; tenía el deseo de
servirla... Linda se estaba oyendo a sí misma pedir con voz débil:
—Stanley, ¿quieres encender la
vela?
Oía también la alegre
contestación: “Claro que sí, queridita”. Y saltaba de la cama,
como si fuese a brincar, a descolgarle la luna.
Nunca había ella experimentado eso
con tanta claridad; todos esos sentimientos para con ella eran
precisos y definidos, tan verdaderos el uno como el otro. Y este otro,
este odio, muy real, como los demás. Ella hubiera podido repartirlos en
otros tantos paquetitos y dárselos a Stanley. Tenía gana de entregarle
el último, como sorpresa, y se imaginaba sus ojos cuando lo abriera...
Apretó contra sí sus brazos
cruzados, y se puso a reír muy bajo. ¡Qué absurda era la vida,
risible, sencillamente risible! ¿Por qué tendría esa manía de
continuar viviendo? Porque era una manía —pensaba ella, irónica y
riendo.
—¿Por qué me cuido tan
preciosamente? Continuaré teniendo niños y Stanley ganando dinero. Los
niños y el jardín irán siendo cada vez mayores y habrá flotillas de
áloes entre los cuales podré escoger.
Linda había andado, con la cabeza
baja, sin mirar a nada. Ahora levantó los ojos y los pasó en derredor
suyo. Su madre y ella se hallaban cerca de las camelias rojas y blancas.
Soberbias eran las hojas, ricas y sombrías, bordadas de luz; y las
flores redondas posadas entre éstas como otros tantos pájaros rojos
y blancos. Linda arrancó una brizna de verbena, la arrugó y tendió
las manos a su madre.
—Delicioso —dijo la anciana—.
¿Tienes frío, hija mía? Sí, estás temblando; tus manos están
frías, haríamos mejor en retirarnos.
—¿En qué pensabas tú? —dijo
Linda—. Dímelo.
—¡Oh! En nada de particular. Me
preguntaba al pasar al lado del vergel, cuáles eran los árboles
frutales y si podríamos hacer muchas confituras este otoño. Hay
soberbios grosellos, muy sanos, en la huerta. Hoy me he dado cuenta.
Quisiera ver esas repisas de la despensa bien adornadas con nuestras
confituras.
XII
“Mi
querida Nan:
“No me tome usted por una farsante
al ver que no le he escrito antes. No he tenido ni un solo instante,
querida, y me siento aún tan agotada, que apenas si puedo sujetar una
pluma.
“¡Bien! La terrible acción fué
realizada. De veras hemos dejado el vertiginoso torbellino de la
ciudad y no veo la posibilidad de volver otra vez allí, pues mi
cuñado ha llegado a adquirir esta finca: construcciones, tierras y
servidumbres, como él dice.
“Por una parte, en efecto, es un
inmenso alivio, pues nos amenaza con tomar algo en el campo, desde que
vivo con ellos, y debo confesar que la casa y el jardín son deliciosos;
un millón de veces mejor que ese espantoso agujero de ratón en la
ciudad.
“¡Pero estoy enterrada, querida!
Aunque “enterrada” no es la palabra.
“Tenemos vecinos, pero no son más
que granjeros, gordos, torpes, que tienen aire de haber pasado el día
ordeñando vacas; y dos terribles mujeres, con dientes de conejo; el
día de nuestra mudanza, ellas nos trajeron scones, ofreciéndose a
ayudarnos. Mi hermana, que vive siempre lejos de aquí, no conoce ni
un alma; de modo que no tenemos ,la suerte de ver a nadie. Es casi
seguro que nadie vendrá de la ciudad, a pesar del ómnibus, porque es
una vieja galera ruidosa, tapizada de cuero negro, y cualquier persona
respetable preferiría morir antes que rodar en ella seis millas.
“Así es la vida... Es un triste
fin para la pobrecita B... De aquí a un año o dos me convertiré en
una horrible caricatura e iré a veros en mackintosh, con
sombrero marino, atado con un velo de auto de gasa blanca. ¡Es tan
bonito!
“Stanley dice, ahora que estamos
instalados —porque lo estamos verdaderamente, después de la más
terrible semana de mi vida—, que va a traernos dos individuos de su
club, para jugar al tennis, el sábado por la tarde. A
propósito, dos están anunciados para hoy como una gran fiesta. Pero,
querida, ¡ si pudiese usted ver a esos hombres del club de Stanley!
Regorditos, de un género que parecería terriblemente indecente sin
chaleco, y siempre con los dedos de los pies un poco encogidos —;
esto se ve en seguida cuando se anda por el court con sandalias
blancas! Andan sin cesar subiéndose los pantalones y blandiendo sus
raquetas contra obstáculos imaginarios.
“Yo jugaba con ellos, en el club,
el verano pasado, y estoy segura de que usted se dará cuenta del
género, si le digo que, después de haber ido allí tres veces, me
llamaban todos “Miss Beryl”. ¡Es una gente fatigante!
“Mamá adora el sitio,
naturalmente. Pero pienso que cuando tenga su edad estaré satisfecha de
quedarme sentada al sol limpiando guisantes en una tartera.
“¡Pero ahora, no, no y no!
“Como de costumbre, no tengo
ninguna idea de lo que piensa Linda de ello. Misteriosa como siempre.
“Querida, usted conoce mi vestido
de raso blanco; he cortado las mangas, he puesto dos bandas de tercio.
pelo negro, como hombreras, y dos grandes amapolas rojas cogidas en el
sombrero de mi querida hermana. Un gran éxito, pero no sé cuándo
podré ponérmelo.”
Beryl escribía esta carta sentada
ante una mesita de su habitación. En un sentido, todo ello era verdad,
claro es, pero, por otra parte, aquello no eran más que tonterías de
las que ella misma no creía una palabra. No, es decir, sentía esas
cosas, pero de diferente manera.
Era su otro yo quien había escrito
esta carta que molestaba a su verdadero yo a quien repugnaba “una
necia palabrería”. Con todo, sabía que la enviaría y que
escribiría siempre este género de bobadas a Nan Pym. De hecho, éste
era un ejemplar bastante anodino de las cartas que le enviaba
generalmente.
Beryl apoyó los codos sobre la mesa
y releyó su carta, de la que oía subir la voz hasta ella, ensordecida,
como en el teléfono, pero aguda, exuberante, con una chispa de acritud
en el tono; ¡cómo la detestaba hoy!
—¡Estás siempre tan animada! —decía
Nan Pym—. Por eso los hombres están locos por ti. —Y había
añadido, con cierta tristeza, pues los hombres no enloquecían mucho
por Nan, que era una muchacha sólida, de fuertes caderas y tez roja:
“No comprendo cómo puedas sostener el papel. Pienso que está en tu
naturaleza”.
¡Que tontería! ¡Qué estupidez!
Aquello no era nada natural en ella. ¡Dios mío! Si se hubiese mostrado
verdaderamente natural con Nan Pym, ésta, de sorpresa, se hubiera
tirado por la ventana. “Querida, usted conoce mí vestido de raso
blanco... ”. Beryl cerró bruscamente su carpeta.
Se levantó de un salto y, sin
pensar en ello, se dirigió hacia el espejo. Allí vió a una
muchacha, delgada, vestida de blanco, con falda de sarga blanca y blusa
de seda blanca, con el talle ceñido por un cinturón de cuero.
Su cara tenía forma de corazón,
ancha en las cejas y angulosa en la barbilla, pero no demasiado. Sus
ojos eran, sin duda, lo mejor que tenía: de un color extraño, tan poco
vulgar, verde azul, moteados de oro.
Tenía hermosas cejas negras y
largas pestañas, tan largas que, cuando reposaban en su mejilla, se
veía positivamente reflejarse en ellas la luz. Alguien se lo había
declarado.
Su boca era un poco grande.
¿Demasiado grande? No, en realidad, no. El labio inferior adelantaba
ligeramente y ella tenía una manera de sorbérselo que a otra persona
le había parecido seductora.
La nariz era lo menos logrado. No es
que fuese realmente fea, pero no era ni la mitad de bien hecha como la
de Linda. Linda tenía una naricita perfecta. La suya se extendía un
poco, no mucho, y probablemente ella se exageraba esta dimensión,
porque se trataba de su propia nariz, y, ¡era tan exigente consigo
misma! La apretó entre el pulgar y el índice e hizo una ligera mueca.
El pelo. ¡Ah! El pelo era
espléndido. ¡Y qué masa! Del color de las hojas recién caídas,
moreno y rojizo, con un fulgor amarillento. Cuando lo juntaba en una
larga trenza, sentía en la espalda como una gruesa serpiente. Le
gustaba este peso que arrastraba su cabeza hacia atrás, y le gustaba
tenerlo suelto, cubriendo sus brazos desnudos. “Sí, querida, no hay
duda, eres una monada.”
A esas palabras su pecho se alzó,
inició una larga respiración de alegría, cerrando a medias los
ojos. Pero mientras se miraba, la sonrisa se apagó en sus labios y en
sus ojos. ¡Oh, Dios! Había vuelto al mismo juego. Falsa, tan falsa
como antes, falsa como cuando había escrito a Nan Pym, falsa ahora,
sola consigo misma.
¿Qué relación había entre ella y
esta persona del espejo y por qué esta mirada fija? Se dejó caer
junto a su cama y hundió la cabeza en sus brazos.
—¡Oh! —gritó—. ¡Soy tan
desgraciada! Sé que soy tonta, rencorosa y vanidosa. Represento siempre
un papel. No soy nunca verdaderamente yo misma. —Y de una manera muy
precisa, vió su falso yo subir y bajar las escaleras, reír con una
risa especial, en trinos, durante las visitas; mantenerse bajo la
lámpara, si venía a cenar un hombre, para que pudiese admirar la luz
en su pelo; hacer muecas, hacer la niñita cuando se le pedía que
tocara la guitarra. ¿Por qué? Sostenía el papel aun delante de
Stanley. No más tarde que ayer a la noche, mientras él leía su
periódico, se le había acercado, apoyándose a propósito en su
hombro. ¿No había posado la mano sobre la suya, indicándole algo,
para que él pudiese advertir qué blanca era al lado de su mano de
hombre, tan morena?
¡Despreciable, despreciable! Su
corazón estaba frío de rabia. “Es extraordinario cómo puedes
persistir”, decía a su falso yo. Pero eso provenía de que se sentía
; tan desgraciada, tan desgraciada! Beryl, dichosa y viviendo su vida,
su falsedad hubiera cesado de existir. Veía a la verdadera Beryl, una
sombra..., una sombra, que radiaba, débil y sin sustancia. ¿Qué
tenía de real, aparte de este fulgor? ¿En qué raros instantes había
existido? Beryl casi podía recordar cada uno de ellos. Había pensado
entonces: “La vida es rica, misteriosa y buena, y yo también soy
rica, misteriosa y buena... ¿Seré yo jamás esa Beryl para
siempre...? ¿Y cómo? ¿Hubo jamás un tiempo en que no existiera un
falso yo...?”. Había llegado a este punto cuando oyó resonar
pequeños pasos a lo largo del pasillo y moverse el picaporte. Kezia
entraba.
—Tía Beryl, mamá pregunta si
quieres bajar; te lo ruego; papá está allí con un señor y la comida
está dispuesta.
¡Qué aburrimiento! ¡Cómo había
arrugado su falda, arrodillándose tan idiotamente!
—¡Muy bien, Kezia!
Y Beryl fué al tocador y se
espolvoreó la nariz.
Kezia vino también, destapó un
tarro de crema y lo aspiró. Debajo del brazo llevaba un gato de calicot
muy sucio.
Cuando tía Beryl salió de su
habitación, corriendo, Kezia, sentó el gato sobre el tocador y le puso
la tapa del tarro de crema sobre la oreja.
—Ahora, mírate —dijo con tono
severo.
El gato de calicot se impresionó
tanto al verse, que se cayó hacia atrás, saltó, y volvió a saltar
hasta el suelo. La tapa voló por el aire, fué rodando por el linóleo,
como una moneda, y no se rompió.
Pero, para Kezia, se había roto
desde el momento en que había volado por el aire; la recogió toda
caliente de emoción y la volvió a poner encima del tocador.
Después huyó sobre la punta de los
pies, demasiado de prisa y ligeramente.
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