Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Esta flor (1920)
(“This Flower”)
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)


Ya le conté a usted, mi querido y necio señor,
cómo de aquella ortiga peligrosa recogimos esta flor de seguridad.


      Mientras estaba recostada allí, mirando el cielorraso, tuvo su momento... sí, ¡tuvo su momento! Y no estaba conectado con nada que hubiera pensado o sentido antes, ni siquiera con esas palabras que el doctor acababa de decir. Era único, brillante, perfecto; era como... una perla, demasiado inmaculada como para compararse con otra... ¿Podía describir lo que había ocurrido?
       Imposible. Era como si, aún sin estar consciente (y por cierto no lo había estado todo el tiempo) de que había estado luchando contra la corriente de la vida... la corriente de la vida, precisamente... hubiese de pronto dejado de luchar. ¡Oh, más que eso! Había cedido, cedido por completo, hasta en el último pulso y el último nervio, y había caído en el brillante seno de la corriente y ésta la había sostenido... Formaba parte de su cuarto... parte del gran ramo de anémonas sureñas, de las blancas cortinas de seda que se agitaban, rígidas, contra la brisa ligera; de los espejos, de las blancas y sedosas alfombras; formaba parte del alto, tembloroso y ondulante clamor, roto por campanitas y gritos que llegaban flotando desde afuera... parte de las hojas y de la luz.
       Basta. Se incorporó. El doctor reapareció. Esta extraña figurita con su estetoscopio colgado aún del cuello... porque ella le había pedido que examinara su corazón... retorciendo y frotando sus manos recién lavadas, le había dicho...
       Era la primera vez que lo había visto. Roy, incapaz por supuesto de perderse la menor oportunidad dramática, había obtenido aquella dirección más bien sombría en Bloomsbury del hombre a quien siempre confiaba todo, y quien, a pesar de no haberla visto nunca, sabía “todo acerca de ellos”.
       —Mi amor —había dicho Roy— mejor será conseguir a alguien completamente desconocido por si acaso es... bueno, lo que ninguno de los dos quiere que sea. Uno nunca es demasiado cuidadoso en asuntos de este tipo. Los médicos hablan. Es una maldita estupidez decir que no lo hacen. —Luego:— No es que me importe un bledo quién lo sepa. No es que yo... Si me dejaras lo echaría a los cuatro vientos, o tomaría la primera página del Daily Mirror y haría poner nuestros nombres, en un corazón, ya sabes... atravesado por una flecha.
       Sin embargo, por supuesto, su pasión por el misterio y la intriga, su pasión por “guardar nuestro secreto de una manera espléndida” (¡su frase!) había vencido, y desapareció en un taxi para buscar a este hombrecito de aspecto llovido.
       Oyó su propia voz impasible que decía:
       —¿Le importaría no decirle nada de esto al señor King? Si usted le dijese que estoy algo fatigada y que mi corazón necesita un descanso... Porque he estado quejándome del corazón.
       Roy había estado en realidad demasiado acertado acerca del tipo de persona que era ese doctor. Le echó una mirada extraña, rápida, de desprecio, y quitándose el estetoscopio con dedos temblorosos, le guardó en su valija que de algún modo parecía un zapato de tela, viejo y roto.
       —No se preocupe, querida —dijo hoscamente—. Voy a ayudarla.
       ¡Haberle pedido un favor a este sapito odioso! Se puso velozmente de pie, y tomando su corto abrigo púrpura, se acercó al espejo. Hubo un golpe suave en la puerta y Roy... realmente estaba pálido, sonriendo a medias... entró y le preguntó al doctor qué tenía que decirle.
       —Bueno —dijo el médico, tomando su sombrero, sosteniéndolo contra el pecho y haciendo en él un tatuaje—, todo lo que tengo que decir es que la señora... hm... que madame necesita un poco de descanso. Está algo fatigada. Su corazón está algo extenuado. Eso es todo.
       En la calle un organito empezó a tomar algo alegre, algo con risas burlonas, que burbujeaba con pequeños gorjeos, golpes, mezcolanzas de notas.

Eso es todo lo que tengo que decir,
que decir eso es todo lo que tengo que decir,

decía burlón. Sonaba tan cerca que no le hubiera sorprendido si el médico hubiera estado dando vueltas a la manivela.
       Vio cómo la sonrisa de Roy se ahondaba; sus ojos se encendieron. Exclamó un pequeño “¡Ah!” de alivio y contento. Y por un instante se permitió mirarla sin importarle si el doctor los veía o no, bebiéndola con la mirada que ella conocía tan bien, mientras permanecía de pie atando los pálidos lazos de su camisola y arrebujándose en el pequeño abrigo de tela púrpura. De golpe se volvió hacia el médico:
       —Se irá afuera. Se irá al mar enseguida —dijo, y luego, con terrible ansiedad: —¿Y su comida?— ante eso, abotonándose el abrigo frente al largo espejo, no pudo evitar reírse de él.
       —Todo está muy buen —protestó, riéndose de una manera encantadora en respuesta a la risa de ella, y riéndose del médico—. Pero si no me ocupara de su comida, nunca comería otra cosa más que canapés de caviar y... uvas blancas. Y el vino... ¿tiene que tomar vino?
       El vino no le haría mal.
       —Champagne —rogó Roy.
       ¡Cómo se estaba divirtiendo!
       —Oh, tanto champaña como quiera —dijo el médico—, y un coñac con soda para el almuerzo si quiere.
       Eso le encantó a Roy; lo halagaba inmensamente.
       —¿Oyes eso? —preguntó solemnemente, parpadeando y mordiéndose las mejillas para evitar reírse. ¿Quieres un coñac con soda?
       Y en la distancia, débil y exhausto, el organito:

Un brandi con soda,
un brandi con soda, ¡sí!
Un brandi con soda, ¡sí!

       El médico también parecía oírlo. Le dio la mano a ella y Roy lo acompañó hasta el pasillo para arreglar los honorarios. Oye cómo la puerta de entrada se cerraba, y luego... pasos rápidos, muy rápidos, por el pasillo. Esta vez sencillamente se precipitó en el cuarto y cayó en sus brazos, y se encontró aplastada y pequeña mientras él la besaba con besos rápidos y cálidos, murmurando entre uno y otro:
       —Mi amor, mi preciosa, mi encanto. Eres mía, estás a salvo —Y después tres suaves gemidos. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué alivio!—. Siempre con los brazos alrededor de ella, apoyó la cabeza en su hombro como si estuviera exhausto. —Si supieras lo asustado que estaba —murmuró—. Pensé que esta vez estábamos perdidos. De veras que sí. Y hubiese sido tan... fatal... ¡tan fatal!



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