Louise Erdrich
(Little Falls, Minnesota, 1954–)


Fleur (1986)
(“Fleur”)
Originalmente publicado en la revista Esquire (agosto 1986);
reimpreso en The O. Henry Prize Stories 1987;
capítulo 2 de la novela Tracks
(New York: Henry Holt and Company, 1988, 226 págs.);
The Red Convertible: Selected and New Stories 1978-2008
(Nueva York: HarperCollins Publishers, 2009, 496 págs.)



      La primera vez que se ahogó en las gélidas y cristalinas aguas del lago Turcot, Fleur Pillager no era más que una niña. Dos hombres vieron cómo volcaba el bote y ella se debatía en el oleaje. Remaron hasta el lugar donde se había hundido y se tiraron al agua. Cuando la arrastraron por encima de la borda, estaba fría y rígida, por lo que la abofetearon, la zarandearon sujetándola por los talones, le movieron los brazos arriba y abajo y le dieron golpes en la espalda hasta que tosió y escupió el agua del lago. Se estremeció de los pies a la cabeza como un perro y luego tomó aire. Pero al poco tiempo de aquello, los dos hombres desaparecieron. El primero se marchó a la aventura y el otro, Jean Hat, fue atropellado por una carreta.
       He ahí la prueba, sostenía mi abuela. Para ella resultaba evidente. Al salvar a Fleur Pillager, los dos hombres se habían perdido.
       La siguiente vez que cayó al lago, Fleur Pillager tenía veinte años y nadie la tocó. Acabó tirada en la orilla con la piel de un gris opaco y apagado, pero cuando George Muchas Mujeres se inclinó para examinarla más de cerca, vio que su pecho se movía. Después, abrió los ojos de golpe, dos ágatas negras y penetrantes, y le clavó la mirada.
       —Tú ocuparás mi lugar —susurró.
       Todo el mundo se dispersó y la dejaron allí. Nadie sabe cómo consiguió arrastrarse hasta su casa. Al poco tiempo de aquello, advertimos que Muchas Mujeres cambió, se volvió miedoso, no quería salir de casa y no había manera de que se aproximara al agua. Gracias a su cautela, vivió hasta el día en que sus hijos le regalaron una nueva bañera de hojalata. Entonces, la primera vez que probó la bañera, resbaló, se golpeó la cabeza, perdió el conocimiento y tragó agua mientras su mujer preparaba el desayuno en la otra habitación.
       Los hombres se mantenían alejados de Fleur Pillager después del segundo ahogamiento. Y a pesar de su belleza, nadie se atrevía a cortejarla, porque estaba claro que Misshepeshu, el Hombre Agua, el monstruo, la quería para él. Ese es un demonio, hambriento de amor y deseo, y loco por acariciar a las muchachas jóvenes, sobre todo las fuertes y atrevidas como Fleur.
       Nuestras madres nos advertían de que nos resultaría atractivo, ya que se muestra con ojos verdes, piel cobriza y una boca tan tierna como la de un niño. Pero en cuanto caigas en sus brazos, le saldrán cuernos, colmillos, garras y aletas. Sus pies se fundirán en uno solo y su piel, de escamas de bronce, tintineará al tocarlo. Te quedas fascinada, sin poder moverte. Él lanza un collar de conchas a tus pies, llora centelleantes astillas que se transforman en mica y se endurecen en tus pechos. Te retiene bajo el agua. Después, adopta el cuerpo de un león o de un enorme gusano pardo. Está hecho de oro. Está hecho de musgo de la playa. Es una criatura de espuma seca, una criatura de muerte por ahogamiento, la muerte a la que un chippewa no puede sobrevivir.
       A no ser que seas Fleur Pillager. Todos sabíamos que ella no sabía nadar. Después de la primera vez, pensamos que jamás volvería al lago Turcot. Creímos que llevaría una vida tranquila y solitaria, sin dar muerte a los hombres ahogándose en el lago. Después de la primera vez, pensamos que iría por el buen camino. Pero luego, tras el segundo ahogamiento, supimos que tratábamos con algo mucho más grave. Estaba loca, fuera de control. Flirteaba con el mal, se reía ante las advertencias de las ancianas y se vestía como un hombre. Se interesó por alguna medicina medio olvidada y estudió modos y maneras de hacer las cosas de las que es mejor no hablar. Algunos dicen que guardaba en el bolsillo el dedo de un niño y que llevaba colgado del cuello el polvo de unos conejos no nacidos en una correa de cuero. Se ponía en la lengua el corazón de un búho para poder ver de noche, y salía a cazar, pero ni siquiera con su propio cuerpo. Lo sabemos a ciencia cierta porque al día siguiente, en la nieve o la tierra, seguimos las huellas de sus pies descalzos y vimos dónde se iban transformando, dónde salían las garras, dónde las almohadillas se ensanchaban y se hundían en el suelo. Por las noches, oíamos su tos jadeante, la tos del oso. De día, su silencio y la amplia sonrisa que nos dirigía para que bajáramos la guardia nos asustaba. Algunos pensaban que Fleur Pillager debía ser expulsada de la reserva, pero ni una sola de las personas que lo decían tenía el valor suficiente para hacerlo. Y al final, cuando la gente estuvo a punto de reunirse para mandarla al destierro, ella se marchó por voluntad propia y no regresó durante todo el verano. De eso trata esta historia.
       Durante aquel verano, cuando ella vivía unos pocos kilómetros más al sur, en Argus, sucedieron cosas. Casi destruyó ese pueblo.

       Cuando llegó a Argus en el año 1920, el poblado apenas era más que una cuadrícula de seis calles a cada lado de la estación de ferrocarril. Había dos silos, uno central y otro unos pocos kilómetros al oeste. Dos tiendas competían por atender a ochocientos ciudadanos, y tres iglesias luchaban entre sí por sus almas. Había un edificio con armazón de madera para los luteranos, otro de sólidos ladrillos para los episcopalianos y otro largo y estrecho de tablillas de madera para la iglesia católica. Este último tenía un campanario alto y espigado, dos veces más alto que cualquier otro edificio o árbol.
       No cabe duda de que Fleur divisó por encima de los cortos y llanos trigales y desde la carretera mientras caminaba hacia Argus ese campanario, que se elevaba como una sombra, tan delgada como un alfiler. Es posible que en aquel espacio abierto la atrajera del mismo modo que un árbol solitario atrae los rayos. Es posible que, al final, la culpa de todo sea de los católicos. Pues si no hubiera visto esa señal de orgullo, esa afilada oración, ese jalón, quizá habría seguido su camino.
       Pero Fleur Pillager tomó el desvío y el primer sitio al que se dirigió en cuanto entró en el pueblo fue a la puerta trasera de la casa del párroco adosada a la iglesia mojón. No fue allí en busca de limosna, aunque la consiguió, sino para pedir trabajo. También lo consiguió, o el pueblo la consiguió a ella. Es difícil decir quién salió peor parado de todo aquello, si ella, los hombres o el pueblo, aunque el resultado final de toda esta historia fue que Fleur continuó con vida.
       Los cuatro hombres que trabajaban en la carnicería habían despiezado, entre los cuatro, unos mil animales, tal vez la mitad terneros y la otra cerdos, ovejas y animales de caza mayor como venados, arces y osos. Eso sin contar los pollos, que eran innumerables. Pete Kozka era el dueño del establecimiento y tenía contratados a Lily Veddar, Tor Grunewald y a Dutch James, mi padrastro, que se había traído a mi madre de la reserva un año antes de que ella lo defraudara muriéndose. Dutch me sacó de la escuela para ponerme en su lugar. Yo cuidaba de la casa la mitad del tiempo y trabajaba en la carnicería la otra mitad, barriendo el suelo, echando serrín o llevando al otro lado de la calle un hueso de jamón para la olla de judías de un cliente o un paquete de salchichas a la esquina. Era buena idea tener a alguien como yo cerca, porque hasta que me necesitaban era invisible. Me fundía con las paredes marrones y sucias, una muchacha escuálida de nariz grande y ojos curiosos. Y como podía desaparecer en un rincón o deslizarme bajo una estantería, estaba al tanto de todo, de lo que decían los hombres cuando no había nadie, y de lo que le hicieron a Fleur.
       Carnes Kozka atendía a una clientela de granjeros en un área de ochenta kilómetros a la redonda, tanto para matanzas, ya que disponía de un corral y una jaula trampa, como para curar la carne ahumándola o picándola con especias para hacer salchichas. La cámara frigorífica era una maravilla, formada por varias capas de ladrillo, un aislamiento de adobe y madera de Minnesota, todo ello forrado con serrín y enormes bloques de hielo procedentes del lago Turcot, arrastrados cada invierno por un caballo y un trineo desde nuestra reserva.
       Una desvencijada construcción de tablas de madera, mitad matadero y mitad tienda, estaba adosada al cubo bajo y macizo de los depósitos. Allí era donde trabajaba Fleur. Kozka la contrató por su fuerza. Era capaz de levantar una pata entera o cargar un palo lleno de salchichas sin tambalearse, y pronto aprendió a cortar con la mujer de Pete, una rubia delgada como un alambre que fumaba encadenando los cigarrillos y manejaba los afiladísimos cuchillos con una precisión imperturbable, cortando a ras de sus dedos manchados. Fleur y Fritzie Kozka trabajaban todas las tardes, envolvían los trozos de carne en papel y Fleur arrastraba los paquetes hasta los almacenes. Dejaba la carne delante de las pesadas puertas de roble, que solo se abrían a las cinco de la tarde, antes de que los hombres cenaran.
       A veces Dutch, Tor y Lily comían en los almacenes, y cuando lo hacían, yo también me quedaba, fregaba los suelos, alimentaba los fuegos en las salas de ahumado mientras los hombres se sentaban alrededor de la achaparrada estufa de hierro forjado y pinchaban tiras de arenques en tortas de pan. Jugaban largas partidas de póquer o cribbage en una tabla hecha con el fondo cepillado de una caja de sal. Hablaban y yo escuchaba, aunque no había mucho que oír, ya que casi nunca pasaba nada en Argus. Tor estaba casado, Dutch había perdido a mi madre y Lily leía folletos. Conversaban ante todo sobre las próximas subastas, los equipamientos y las mujeres.
       De vez en cuando, Pete Kozka venía delante para jugar al whist y dejaba a Fritzie fumando sus cigarrillos y friendo buñuelos en la trastienda. Tomaba asiento y echaba un par de partidas, pero no compartía sus pensamientos. Fritzie no consentía que él hablara a sus espaldas, y el único libro que él leía era el Nuevo Testamento. Si decía algo, tenía que ver con el tiempo, un excedente de estómagos de ovejas, un jamón que había salido verde del ahumado o con las cotizaciones del maíz y el trigo. Tenía un amuleto de la suerte, el cristalino opalescente del ojo de una vaca. Cuando jugaba a las cartas, se lo frotaba entre los dedos. Ese suave sonido y el chasquido de las cartas suponían más o menos su única conversación.
       Fleur terminó por procurarles un tema.
       Sus mejillas eran anchas y achatadas; sus manos, grandes, agrietadas y musculosas. Los hombros de Fleur eran tan macizos como unas vigas; sus caderas, como peces, resbaladizas y estrechas. Un viejo vestido verde, que estaba desgastado donde se sentaba, se le pegaba a la cintura. Sus trenzas eran gruesas como las colas de un animal, y la golpeaban cuando se movía, pausada y lentamente, al trabajar, sujetas y medio domesticadas, pero solo a medias. Yo me daba cuenta de ello, pero los demás nunca lo vieron. Nunca miraron en sus astutos ojos castaños ni se fijaron en sus dientes, fuertes, curvos y muy blancos. Llevaba las piernas desnudas y, como caminaba con paso acolchado con sus mocasines adornados con abalorios, nunca advirtieron que le faltaba el dedo meñique del pie. Nunca supieron que se había ahogado. Estaban ciegos, eran estúpidos, solo la veían en carne y hueso.
       Sin embargo, no era simplemente que fuese una chippewa, o incluso una mujer, no era que fuese atractiva o estuviese sola lo que hizo hervir sus mentes. Fue su manera de jugar a las cartas.
       Las mujeres no solían jugar con hombres, de modo que la noche en que Fleur arrimó una silla a la mesa de los hombres sin haber sido invitada, fue algo perturbador.
       —¿Qué es esto? —exclamó Lily.
       Era un hombre gordo con unos ojos de serpiente fríos y claros y una piel delicada, suave y blanca como un lirio, a lo que le debía su nombre. Lily tenía un perro, un macho achaparrado y malo con una panza tensa como un tambor de tanto comer cortezas de cerdo. Al perro le gustaba jugar a las cartas tanto como a Lily, y se sentaba a horcajadas sobre sus muslos con forma de barricas durante las partidas de póquer abierto, rum póquer y veintiuno. El perro intentó morder el brazo de Fleur esa primera noche, pero retrocedió con el gruñido congelado cuando la mujer se sentó.
       —He pensado —dijo Fleur con voz dulce y melosa— que tal vez me dejaríais jugar.
       Había un hueco entre el pesado bote de harina con especias y la pared en el que yo cabía justito. Me acuclillé ahí, mantuve los ojos abiertos y vi cómo su cabellera negra se balanceaba por encima del respaldo de la silla y clavaba sus pies en el suelo de madera. No alcanzaba a ver la mesa donde echaban las cartas, de modo que en cuanto estuvieron absortos en la partida me incorporé en la penumbra y fui a agazaparme en el alféizar de madera.
       Observé las manos de Fleur mientras amontonaba las cartas y las barajaba, cortaba y las repartía a cada jugador en una nebulosa, luego las recogía trayéndolas hacia ella con los dedos y volvía a barajar. Tor, bajito y peleón, cerró un ojo y miró de reojo a Fleur. Dutch apretó los labios sobre un puro húmedo.
       —Tengo que ir a regar las plantas —farfulló y se levantó para dirigirse al retrete al fondo. Los demás hicieron una pausa, dejaron sus cartas sobre el tapete y Fleur se quedó sola bajo la luz de la lámpara, que lanzaba destellos sobre sus pechos turgentes. La observé detenidamente y entonces me dedicó por primera vez un fogonazo de atención. Se volvió, me miró a los ojos y me dirigió la sonrisa blanca de loba que esbozan las Pillager a sus víctimas, solo que no me acechaba a mí.
       —Oye, Pauline —dijo—, ¿cuánto dinero tienes?
       Ese día, todos habíamos cobrado la paga semanal. Llevaba ocho centavos en el bolsillo.
       —Apuesta por mí —continuó, extendiendo sus largos dedos.
       Deposité las monedas en la palma de su mano y, después, retorné a mi insignificancia fundiéndome con las paredes y las mesas. Tardé mucho tiempo en comprender que los hombres no me habrían visto hiciese lo que hiciese o me moviese como me moviese. Yo no me parecía a Fleur en nada. Mi vestido colgaba con holgura y ya tenía la espalda encorvada como la de una anciana. El trabajo me había puesto la piel áspera, la lectura me había estropeado los ojos y cuidar de mi madre antes de su muerte había endurecido mi rostro. No era muy bonita de ver, por lo que nunca nadie me veía.
       Cuando los hombres regresaron y se sentaron de nuevo alrededor de la mesa, se habían conchabado. Intercambiaban miraditas, se metían la lengua en la mejilla, estallaban en carcajadas de vez en cuando para poner nerviosa a Fleur. Pero ella no se inmutaba. Jugaron al veintiuno, manteniéndose a flote mientras Fleur iba ganando poco a poco. Aquellos escasos peniques que yo le había dado se transformaron en monedas de cinco centavos y atrajeron otras de diez hasta que una pequeña pila se fue formando delante de ella.
       Luego los enganchó con un póquer de cinco cartas, nada del otro mundo. Repartió, se descartó, cogió cartas y entonces suspiró y sus naipes temblaron levemente. El ojo de Tor centelleó y Dutch se enderezó en su asiento.
       —Yo pago para ver —dijo Lily Veddar.
       Fleur descubrió su juego, pero no tenía nada, absolutamente nada.
       La sonrisa de Tor se ensanchó y arrojó también sus cartas sobre la mesa.
       —Bueno, sabemos una cosa —dijo, retrepándose en la silla—, la squaw no sabe tirarse un farol.
       Con eso yo me dejé caer sobre un montón de serrín que había barrido y me quedé dormida. Desperté durante la noche, pero ninguno se había movido de ahí todavía, de modo que yo tampoco podía. Más tarde aún, los hombres debieron de haber salido otra vez, o Fritzie debía de haber aparecido para detener la partida, porque unos brazos femeninos me levantaron, tranquilizaron, acunaron y mecieron tan suavemente que mantuve los ojos cerrados mientras Fleur me hacía rodar dentro del armario lleno de mugrientos libros de contabilidad, papel aceitado, pelotas de cuerda y voluminosas carpetas que hicieron las veces de colchón debajo de mí.
       La partida continuó después del trabajo la tarde siguiente. Recuperé mis ocho centavos multiplicados por cinco, y Fleur guardó el resto del dólar que había ganado para apostar. Esta vez no se quedaron hasta tan tarde, pero jugaron al póquer normal y luego decidieron seguir así noche tras noche. Ahora jugaban al póquer, o a alguna variante, durante una semana seguida, y cada vez Fleur ganaba exactamente un dólar, ni más ni menos, demasiado regular como para que se debiera a la suerte.
       Llegados a este punto, Lily y los demás hombres estaban tan encandilados por el suspense que invitaron a Pete a que se uniera a ellos. Se concentraron, con el panzudo y tenso perro sentado en el regazo de Lily; Tor estaba receloso; Dutch se acariciaba su enorme frente cuadrada; y Pete permanecía tranquilo. No era el hecho de que Fleur ganara lo que les obnubilaba de tal manera, porque también perdía algunas partidas. Era más bien que nunca conseguía una jugada extraordinaria, ni siquiera nada mejor que una escalera. Solo ganaba con sus jugadas más bajas, lo cual no terminaba de encajar. A esas alturas, el azar ya debería de haber repartido a Fleur un full o un color. Lo irritante del asunto era que ganaba con parejas y jamás se marcaba un farol, porque no sabía hacerlo, y aun así terminaba cada noche exactamente con un dólar. Lily no podía creerse primero que una mujer fuese lo bastante lista como para jugar a las cartas, y luego que, aunque lo fuese, fuera tan tonta como para hacer trampas solo para ganar un dólar cada noche. Durante el día yo la observaba mientras le daba vueltas al asunto, con el semblante duro, blanco y apagado, tocándose los nudillos, hasta que al fin creyó haber comprendido que Fleur era una jugadora timorata que jugaba con cautela. Subir las apuestas la ofuscaría.
       Ahora, más que nada, deseaba que Fleur se marchara de allí con cualquier cosa que no fuese un dólar. Veinticinco centavos abajo o diez arriba, la cantidad no importaba, tan solo que se rompiera la racha.
       Noche tras noche, Fleur jugaba, ganaba su dólar y se marchaba para dormir en un lugar que solo Fritzie y yo conocíamos. Fleur se daba un baño en la cuba de escaldar y después dormía en la sala de ahumado de ladrillos que no se utilizaba, detrás de los almacenes, un lugar sin ventanas cuyas paredes estaban alquitranadas con grasa rancia. Cuando rocé su piel, percibí el penetrante olor a madera casi quemada de las paredes. Desde aquella noche en que me metió en el armario dejé de tenerle miedo y en cambio la seguía de cerca, permanecía a su lado y me convertí en su sombra movediza que los hombres nunca advertían, la sombra que podría haberla salvado.

       Agosto, el mes de los frutos, se cerró sobre la carnicería, y Pete y Fritzie se marcharon a Minnesota para escapar del calor. Noche tras noche, de forma continua, Fleur había ganado treinta dólares, y solo la presencia de Pete había mantenido a Lily a raya. Pero ahora Pete ya no estaba y, un día de cobro, cuando el calor era tan asfixiante que nadie podía moverse salvo Fleur, los hombres tomaron asiento y jugaron, y esperaron a que ella terminara de trabajar. Las cartas sudaban, blandas entre sus dedos, y la mesa estaba resbaladiza de la grasa, e incluso las paredes se notaban calientes al tocarlas. El aire estaba inmóvil. En la habitación contigua, Fleur hervía unas cabezas.
       Su vestido verde, empapado, le envolvía el cuerpo como un velo transparente. Una piel de algas del lago. Unas marañas de venas negras se le pegaban a los brazos. Llevaba las trenzas sueltas, medio desatadas, recogidas en la nuca en un grueso bucle. De pie en medio del vapor, removía los cráneos en una cuba con una pala de madera. Cuando los trocitos de carne subían a la superficie, se inclinaba con una espumadera redonda de hojalata y los sacaba. Llenó dos barreños.
       —¿No hay suficiente ya? —gritó Lily—. Estamos esperando.
       El tocón de perro tembló en su regazo, rabioso. Nunca me olía ni se fijaba en mí, por encima del olor a madera de la piel de Fleur. El ambiente estaba cargado en mi rincón y me aplastaba. Fleur se sentó con ellos.
       —¿Qué dices ahora? —preguntó Lily al perro. Soltó un ladrido. Era la señal para que comenzara la partida de verdad—. Vamos a subir la apuesta inicial —anunció Lily, que llevaba todo el mes anhelando esa noche. Tenía un fajo de billetes enrollados en el bolsillo. Fleur tenía cinco en su vestido. Cada uno de los hombres había ahorrado toda su paga.
       —Pues apuesto un dólar —dijo Fleur, y lanzó el suyo sobre el tapete.
       Perdió, pero dejaron que fuera remontando poco a poco, centavo a centavo. Y luego ganó un poco más. Jugaba de manera inconstante, como si solo tuviera la suerte a su favor. Los fue embobinando. La partida continuó. El perro ahora no se movía, en equilibrio en el regazo de Lily, una bola de músculos despiadados con los ojos amarillos, entrecerrados de tanta concentración. Daba consejos, parecía olisquear la configuración de las cartas de Fleur, se agitaba y daba golpecitos con el hocico. Fleur ganó, luego perdió, salvada por los pelos. Tor repartió siete cartas, tres de ellas tapadas. El bote fue creciendo, ronda tras ronda, hasta que contuvo todo el dinero. Nadie se plantó. Y entonces todo se jugó a la última carta y todos enmudecieron. Fleur cogió la suya y exhaló un largo suspiro. El calor descendió como una campana. Su carta tembló, pero ella siguió jugando.
       Lily sonrió y cogió la cabeza del perro entre sus manos con cariño.
       —Dime, gordinflón —dijo, susurrando las palabras—, ¿tú crees que esa chica va de farol? —El perro gimió y Lily soltó una risotada—. Yo también —continuó—, vamos a ver.
       Echó sus billetes y monedas en el bote y, acto seguido, descubrieron sus cartas.
       Lily miró y volvió a mirar, después estrujó al perro como si fuera una masa de pan y lo arrojó con fuerza contra la mesa.
       Fleur alargó los brazos y atrajo el dinero hacia ella, sonriendo con la misma sonrisa de loba que me había dirigido a mí, la sonrisa que atrapaba a todo el mundo. Metió rápidamente los billetes en su vestido y recogió las monedas en un papel encerado blanco, que ató con una cuerda.
       —Juguemos una partida más —dijo Lily, con un zumbido de voz.
       Pero Fleur abrió la boca y bostezó, después fue a la trastienda a buscar despojos para el enorme cerdo que aguardaba en el corral para su sacrificio.
       Los hombres permanecían sentados, impávidos como rocas, con las manos abiertas apoyadas en la mesa de madera engrasada. Dutch había masticado su puro hasta convertirlo en unos jirones húmedos. El ojo de Tor estaba apagado. La mirada de Lily fue la única que siguió a Fleur. Yo no me moví. Sentí cómo se recomponían, vi las venas de mi padrastro, las de su frente que sobresalían cuando se enfadaba. El perro se había bajado de la mesa y se había encogido en un ovillo debajo de la encimera, donde ninguno de los hombres pudiera tocarlo.
       Lily se levantó y se dirigió al fondo, al armario de los libros de contabilidad donde Pete guardaba su reserva privada. Volvió con una botella, la descorchó y la inclinó entre sus dedos. La nuez en su garganta se movió y, después, pasó la botella. Bebieron, notaron enseguida el fuego del whisky y expresaron con los ojos las cosas que no podían decir en voz alta.
       Cuando salieron, los seguí. Me escondí al lado del corral, detrás del montón de tablas rotas y cajas de aves, donde ellos aguardaban. Al principio, Fleur permanecía invisible, y luego salió la luna y la mostró, deslizándose con cautela a lo largo de la afilada y estrecha jaula trampa de tablas ásperas con un cubo en la mano. Su cabello, hirsuto y desgreñado, le caía hasta la cintura y su vestido parecía una mancha flotando en la oscuridad. Lanzó un pequeño grito para llamar al cerdo, hizo tintinear el cubo de hojalata contra la madera y se quedó inmóvil, recelosa. Pero era demasiado tarde. Lily aprovechó el tintineo para moverse, corpulento pero ágil, se situó justo detrás de Fleur y extendió sus manos lechosas. En cuanto la rozaron, Fleur se volvió y le empapó con el cubo lleno de despojos rancios. Él la empujó contra la enorme valla, el paquete de monedas se partió y estas cayeron y rebotaron contra la madera con destellos y un tintineo. Fleur rodó sobre sí misma y desapareció en el jardín.
       La luna se ocultó detrás de una cortina de nubes desgarradas y Lily la siguió por el oscuro fango. Pero tropezó y se precipitó por encima del enorme flanco del cerdo, que yacía en el lodazal hasta el hocico, con un sonoro ronquido. De un salto salí de detrás de las malas hierbas y trepé por el lateral del corral, adherida como pegamento. Vi cómo la cerda se ponía sobre sus bonitas y protuberantes rodillas, encontraba el equilibrio y se bamboleaba, con curiosidad, mientras Lily avanzaba a trompicones. Fleur había retrocedido hasta el rincón del fondo donde estaba la madera basta, más allá, y cuando Lily intentó apartarla para pasar, la cerda se alzó sobre sus patas traseras y atacó, con la rapidez y violencia de una serpiente. Hundió la cabeza en el abultado costado de Lily y de un bocado le arrancó un trozo de la camisa. Se abalanzó de nuevo y lo pilló más abajo, por lo que él gruñó de sorpresa y dolor. Pareció reflexionar, jadeante. Después, se arrojó hacia delante con todo su enorme cuerpo, como si fuera un nadador.
       La cerda chilló cuando el cuerpo de Lily golpeó el suyo. Cayó rodando, propinando patadas con sus pezuñas afiladas como cuchillos, y Lily se inclinó sobre ella, cogió por las orejas su cabeza de treinta centímetros y le restregó el morro y las mejillas contra los caballetes del corral. Lanzó el cráneo compacto de la cerda contra un poste metálico, pero en vez de darle un golpe letal, solo consiguió despertarla de su letargo.
       Se encabritó, chilló y lo arrastró con ella, de tal manera que ambos quedaron de pie en una pose. Intercambiaron unos saludos entrecortados, como para entrar en materia. Después, los brazos de Lily se balancearon, agitándose en el aire. La cerda le hundió sus colmillos negros en el hombro, apresándolo, y le hizo bailar arriba y abajo por todo el corral. Sus pasos fueron cobrando velocidad a un ritmo desenfrenado. Ambos se inclinaron como si fueran uno, bailaron unos pasos cruzados y tropezaron el uno con el otro. Ella le pasó la pezuña partida por el cabello. Él le agarró el rabo en tirabuzón. Cayeron y se levantaron, como si se tratara de un mismo cuerpo y, después, un mismo color, hasta que los hombres fueron incapaces de distinguirlos en la penumbra y Fleur pudo precipitarse por encima de la verja, girarse y aterrizar sobre la gravilla.
       Los hombres la vieron, gritaron y la persiguieron en una carrera desesperada hasta la sala de ahumado. Lily también la siguió, en cuanto la cerda, asqueada, abandonó la partida y lo soltó. Ese fue el momento cuando yo debería de haber ido tras Fleur para salvarla, arrojándome sobre Dutch. Pero me quedé paralizada de miedo y no pude despegarme de los caballetes ni mover un solo músculo. Cerré los ojos y hundí la cabeza entre mis brazos, intentando esconderme, de modo que no hay nada que describir salvo lo que no pude apartar de mi mente: la respiración ronca de Fleur, tan sonora que me invadió totalmente, su grito en la antigua lengua, y mi nombre que se repetía una y otra vez entre las demás palabras.

       El calor seguía apretando con fuerza a la mañana siguiente cuando volví al trabajo. Fleur se había marchado, pero los hombres estaban allí, con el semblante distendido y resacoso. Lily estaba más pálido y fofo que nunca, como si sus carnes hubieran hervido en sus huesos. Fumaban y tomaban tragos de una botella. Todavía no eran ni las doce del mediodía. Yo trabajé durante un rato, atendiendo en el mostrador y afilando el acero. Pero tenía náuseas, me ahogaba y sudaba tanto que mis manos resbalaban en los cuchillos, y me limpiaba en los dedos el contacto grasiento de las monedas de los clientes. En una ocasión, Lily abrió la boca y soltó un gruñido, pero no de ira. Era un sonido que no significaba nada. Su perrito, despatarrado y sin energía junto a su pie, no levantó la cabeza ni una sola vez. Ni tampoco lo hicieron los demás hombres.
       No repararon en mí cuando salí fuera, en busca de aire fresco. Y después yo me olvidé de ellos porque comprendí que todos andábamos en equilibrio en la cuerda floja, a punto de caer, salir volando o quedar aplastados en cuanto estallara la tormenta. El cielo estaba tan bajo que sentí su peso como un yugo. Los nubarrones colgaban, tetas de brujas, conos de tornado verdes y pardos, y mientras los observaba, uno desapareció y se convirtió en un delicado e inquisitivo dedo pulgar. En el instante mismo en que ponía tierra de por medio para precipitarme dentro de la tienda, un viento gélido se levantó de golpe y luego comenzó a llover.
       Dentro, los hombres ya habían desaparecido y todo el lugar estaba temblando como si una mano gigantesca estuviera agarrando las vigas y las sacudiera. Atravesé corriendo la habitación, llamando a voz en cuello a Dutch o a cualquiera de ellos, hasta que me detuve delante de las gruesas puertas de las cámaras de frío, donde seguramente se habían refugiado. Permanecí allí un momento. Todo se quedó inmóvil. Entonces oí un aullido que iba creciendo en el viento, al principio débil, apenas un susurro, hasta que se transformó en un grito escalofriante, que traspasó las paredes y me envolvió por completo, que habló de una manera tan clara que entendí que debía moverme, extender los brazos y bajar la enorme barra de hierro que encajaba entre el pestillo y el pasador.
       Fuera, el viento soplaba con más fuerza, como una mano levantada que me rechazara. Yo avanzaba a duras penas. Los matorrales se agitaban, los toldos batían sobre los escaparates y las barandillas de los porches repiqueteaban. El extraño nubarrón se convirtió en un enorme morro que hozaba, olisqueaba, golpeaba, arremetía contra objetos, los aspiraba, los hacía estallar en mil pedazos, rastreaba la tierra como si siguiese un olor determinado, hasta que se detuvo detrás de mí en la carnicería y se abatió sobre ella como un taladro.
       Salí volando y aterricé hecha un ovillo en alguna parte. Cuando abrí los ojos y miré a mi alrededor, sucedieron cosas todavía más extrañas.
       Una manada de vacas voló por los aires como pájaros gigantes, diseminando boñigas y, por la boca abierta, mugidos de asombro. Una vela, todavía encendida, pasó volando delante de mí, y también mesas, servilletas, herramientas de jardinería, un banco entero de gafas a la deriva, chaquetas en percheros, jamones, un tablero de ajedrez, la pantalla de una lámpara y, por último, la cerda de detrás de las cámaras de frío, dada a la fuga, sus pezuñas como una mancha difusa, liberada, cayendo en picado, precipitándose hacia abajo, chillando mientras todo en Argus se desmoronaba y terminaba patas arriba, aplastado y totalmente destrozado.

       Transcurrieron días hasta que el pueblo fue en busca de los hombres. Estaban solteros, al fin y al cabo, salvo Tor, cuya mujer había recibido un golpe en la cabeza que la había dejado sin memoria. Todo el mundo estaba ocupado quitando escombros, aliviados porque, aunque el campanario de la iglesia católica había sido arrancado como una gorra y salido volando cinco campos más allá, aquellos que se habían agazapado en el sótano salieron indemnes. Se habían derrumbado muros y roto ventanas, pero las tiendas permanecían intactas así como los banqueros y propietarios de las tiendas, que se habían refugiado en sus cámaras acorazadas o debajo de sus cajas registradoras. Era un desastre equitativo, nadie podía quejarse de haber padecido más daños que el vecino, al menos hasta que Fritzie y Pete regresaron.
       De todos los negocios de Argus, el que más daños sufrió fue la carnicería Kozka. Las tablillas de madera de la fachada se habían visto reducidas a astillas, amontonadas en una enorme pirámide, y el material de la tienda había terminado esparcido por cada esquina. Pete midió con grandes zancadas a qué distancia había sido proyectada la bañera de hierro: más de treinta metros. El recipiente de cristal de los caramelos recorrió unos quince y aterrizó con poco más que una grieta. Hubo otras sorpresas también, ya que las habitaciones del fondo, donde tenían su vivienda Fritzie y Pete, quedaron intactas. Fritzie observó que el polvo seguía cubriendo las figuritas de porcelana y que sobre la mesa de la cocina seguía encaramado en el cenicero el último cigarrillo que había apagado a la carrera. Lo encendió y apuró mientras miraba por la ventana. Desde ahí advirtió que la sala de ahumado, donde había dormido Fleur, aparecía aplastada y reducida a una arenisca rojiza y que los corrales estaban totalmente destrozados y las vallas se amontonaban de cualquier manera. Fritzie preguntó por Fleur. La gente se encogió de hombros. Después, preguntó por los demás y, de pronto, el pueblo cayó en la cuenta de que faltaban tres hombres.
       Los vecinos se congregaron para ir en su ayuda, reuniendo palas y voluntarios. Nos pasamos los tablones de madera de unas manos a otras, los apilamos, descubrimos lo que había debajo de la pila de astillas. Las cámaras, llenas de la carne que representaba la inversión de Pete y Fritzie, salieron a la luz poco a poco, sin daños. Cuando se despejó el suficiente espacio como para que un hombre pudiera ponerse de pie sobre el tejado, hubo gritos, una impaciencia generalizada, para abrir una brecha a hachazos y ver qué había más abajo. Pero Fritzie gritó que no lo consentía porque la carne se echaría a perder. De modo que el trabajo continuó, tablón tras tablón, hasta que aparecieron al fin las gruesas puertas de roble de la cámara de frío y la gente se arracimó delante de la entrada. Todos querían ser los primeros, pero dado que el desaparecido era mi padrastro, me dejaron pasar a mí cuando Pete y Fritzie se deslizaron en el aire que se volvió de pronto glacial.
       Pete prendió una cerilla con su bota y encendió la lámpara que Fritzie sujetaba, y después los tres nos quedamos quietos en el círculo de luz. El resplandor se reflejaba en las canales de carne que colgaban, las cajas de salchichas envueltas y los brillantes y nebulosos bloques del hielo del lago tan puros como el invierno. El frío nos caló hasta los huesos; al principio era agradable, después nos entumeció. Debimos de permanecer así de pie un par de minutos antes de divisar a los hombres, o más exactamente, a los bultos de pelaje, heladas y greñudas pieles de animales que los cubrían, pieles de oso que habían descolgado y en las que se habían envuelto. Nos acercamos e inclinamos la lámpara para alumbrar sus rostros debajo de las solapas de piel. El perro estaba ahí, sentado entre ellos, tan pesado como el umbral de una puerta. Los tres hombres se habían encorvado sobre una barrica en la que seguían puestas las cartas, una linterna apagada y también una botella vacía. Pero habían tirado su última mano y se habían agachado, pegados unos a otros, con los nudillos en carne viva de tanto golpear la puerta contra la que también habían arremetido con ganchos. Unas estrellas heladas brillaban en sus pestañas y en sus barbas de varios días. Sus semblantes mostraban un gesto de concentración, con las bocas abiertas como si fueran a pronunciar algún pensamiento prudente, algún acuerdo que habían alcanzado abrazados unos a otros.
      

El poder se transmite por vía sanguínea y se origina antes de nacer. Llega por las manos, que en los Pillager eran fuertes, nudosas, grandes, de dedos alargados, y ásperas, con la yema de los dedos muy sensible, perfecta para repartir naipes. También se transmite por los ojos, beligerantes, castaños oscuros, los ojos de los miembros del clan del Oso, displicentes porque escudriñan sin miramientos a la gente.
       En mis sueños, miro a Fleur a los ojos y a los hombres también. Ya no soy la chica que observa desde el alféizar en penumbra, la muchacha escuálida.
       La sangre nos trae de vuelta a casa, como si fluyera por una vena de tierra. He vuelto a casa y, salvo por hablar con mis primos, llevo una vida tranquila. Fleur también lleva una vida tranquila, a orillas del lago Turcot con su barca. Hay quien dice que está casada con Misshepeshu, el Hombre del Agua, o que vive en pecado con hombres blancos o windigos, o que los ha matado a todos. Yo debo de ser más o menos la única que va a visitarla alguna que otra vez. El invierno pasado fui a ayudarla a su cabaña cuando dio a luz a una niña, cuyos ojos verdes y piel color de un viejo penique dieron más que hablar, ya que nadie era capaz de decidir si la niña era mestiza o qué, si había sido engendrada en la sala de humado o por un hombre con escamas de bronce, o por el lago. La niña es espabilada, sonríe en sueños, como si supiera lo que se pregunta la gente, como si oyera hablar a los ancianos mientras le dan vueltas a la historia. Cambia a cada vez, y no tiene ni principio ni fin. También se equivocaban en la parte del medio. Solo saben que no saben nada.



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