Lorrie Moore
(Glens Falls, NY, 1957 –)

Dispuesta (1990)
(“Willing”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (14 de mayo de 1990, pág. 39);
Birds of America
(Nueva York: Alfred A. Knopf, Inc., 1998, 291 págs.)


¿Cómo puedo vivir la vida sin cometer un acto con tijeras gigantes?
JOYCE CAROL OATES. An Interior Monologue

      En su última película la cámara se había entretenido en la cadera, la cadera desnuda, y aunque no era su cadera, adquirió reputación de estar bien dispuesta.
       —Tienes buena figura —comentaron los encargados del estudio durante la comida en Chasens.
       Ella miró hacia otro lado.
       —Habeas corpus —dijo sin sonreír.
       —¿Cómo dices? —Una cadera que sabía latín. Dios mío.
       —Nada —contestó. Le sonrieron y soltaron nombres de gente importante: Scorsese, Brando. Para ellos el trabajo era un juego, jugaban con el pelo engominado. A veces sentía que no fuera su cadera: tendría que haber sido su cadera. Una película ordinaria, una película con pornografía nauseabunda: sabía que éstas erotizaban a los no dispuestos; a los retocados y a los falsos. La doble. Sin darse cuenta, había participado. Que una cadera se interponga. Una cadera anónima, falsa y no dispuesta. Ella misma era tan auténtica como un maldito producto lácteo; a mano en todo momento, como un almuerzo.
       Sin embargo se iba acercando a los cuarenta.
       Comenzó a pasar largos ratos en los bares de zumos. Se sentaba tardes enteras en lugares como Orange-U-Sweet o I love Juicy. Bebía un zumo y de vez en cuando salía a fumarse un cigarrillo. La habían tomado en serio (una vez) y ella lo sabía. Se habían discutido algunos proyectos: Nina, Porcia, Madre Coraje maquillada. Las manos le temblaban ya demasiado, incluso bebiendo zumo, sobre todo bebiendo zumo, un Vantage oscilando entre los dedos como un metrónomo. Recibía guiones en los que se suponía que diría frases que nunca diría y en que no llevaría ropa que sí llevaría. Comenzó a recibir llamadas obscenas y postales firmadas con un: «Así me gusta, muñeca.» Su novio, un director con creciente mala reputación debido a sus caros fracasos, un hombre que dos veces a la semana fulminaba con la mirada al extraño y vistoso pez que ella tenía y le decía que buscara trabajo, se hizo católico y volvió con su esposa.
       —Precisamente cuando comenzábamos a superar los problemas y los altibajos —repuso ella, y a continuación se echó a llorar.
       —Lo sé —dijo él—, ya lo sé.
       Y entonces se fue de Hollywood. Llamó a su agente y se disculpó. Volvió a su ciudad, a Chicago, y alquiló una habitación por una semana en el Days Inn; tomó jerez y engordó un poco. Dejó que su vida se hiciera aburrida; aburrida, pero con galletas Hostess. Había momentos en que la falta de vitalidad era total, y entonces contemplaba su vida y se preguntaba: «¿Qué he hecho?» O todavía peor, cuando se sentía cansada y no podía acabar la frase: «¿Qué?» Su vida había tomado la forma de un error imperdonable. Llegó a la conclusión de que no le habían dado las herramientas adecuadas con las que construir una vida de verdad: eso era. Le habían dado un sobre de sopa y un cepillo de pelo, y le habían dicho: «Espabílate.» Se había quedado allí durante años, pestañeando, confundida, cepillando la sopa con el cepillo.
       A pesar de todo, era una actriz de cine menor que en su día había sido nominada para un premio importante. El correo le llegaba indirectamente: un aviso, una factura, una tarjeta de Acción de Gracias. Pero nunca una fiesta, una cena, una inauguración, un té helado. Uno de los problemas de los habitantes de Chicago, recordó, era que nunca se encontraban solos al mismo tiempo. La tristeza les sorprendía en solitario, les dejaba en la estacada con espasmos, les hacía dar vueltas como globos deshinchándose y les mandaba hacia los rincones vacíos y acolchados, desconectados y solos.
       Vio la televisión por cable y pidió un menú en una pizzería. Una vida de oscuridad y calma radical. Alquiló un piano y se puso a practicar escalas. Invirtió en Bolsa. Escribía sus sueños por la mañana para descubrir alguna pista y saber en qué invertir. Disney salió una vez en un sueño. El hospital de San Judas. Ganó, algo de dinero. Se obsesionó. Las palabras «gallina de los huevos de oro» anidaron en su boca, como en la de un rumiante. Trataba de ser original, cosa no muy recomendable con las acciones, y comenzó a perder. Cuando un valor bajaba, compraba más acciones para recuperarse cuando subieran. Estaba confundida. Le cogió gusto a quedarse contemplando el lago Michigan a través de la ventana, la superficie gris y ondulada como una pizarra estropeada.
       —Sidra, ¿qué haces ahí? —gritó su amigo Tommy por teléfono—. ¿Dónde estás? ¡Vives en un estado que limita con Dakota del Norte!
       Era guionista y vivía en Santa Mónica; una vez, hacía ya mucho tiempo y bajo los efectos del éxtasis, se habían acostado juntos. Era gay, pero se habían gustado mucho.
       —Quizá me case —dijo ella. Chicago no le desagradaba: pensaba en la ciudad como un cruce entre Londres y Queens, con una pizca de Cleveland.
       —Vamos, por favor —gritó de nuevo—. ¿Qué haces ahí realmente?
       —Escucho casetes de autoestima y de olas del mar —contestó. Sopló el auricular del teléfono.
       —Se oye como cuando hay polvo en la aguja del tocadiscos —dijo—. Quizá tendrías que probar con la casete de los grillos. ¿Has oído la casete de los grillos?
       —He ido a hacerme la permanente y me ha ido fatal —dijo—. Cuando estaba en la mitad, en la parte de los rulos, ha habido un apagón en el edificio de la peluquería. Unos hombres que taladraban la fachada se han cargado un cable.
       —Qué horror —comentó. Sidra le oía tamborilear con los dedos. Se había erigido en autor imaginario de un libro imaginario de ensayos titulado La opinión de un hombre y cuando estaba aburrido o inspirado solía citarlo—. Una vez formé parte de un grupo de rock que se llamaba Permanente Fatal —añadió.
       —No me digas —repuso riendo.
       —¿Qué haces ahí? —preguntó de nuevo, en voz baja y preocupado.

       Su habitación estaba en un ángulo y había espacio para un piano. Tenía forma de ele, como una vida que de repente girara para ser algo más. Había un sofá y dos tocadores, y nunca estaba tan ordenada como le habría gustado. Siempre colgaba el letrero de No Molestar cuando las camareras tenían que hacer la habitación, así que todo estaba un poco de cualquier manera. Bolas de pelos y polvo del tamaño de una cabeza pequeña se amontonaban en los rincones. La suciedad comenzaba a oscurecer las molduras y a empañar los espejos. El grifo del cuarto de baño goteaba y, demasiado cansada para llamar al fontanero, ató un cordel alrededor del extremo para llevar el agua silenciosamente hacia el desagüe y que de ese modo no la molestara. En la ventana, orientada al este, su única planta se había secado hasta convertirse en una rama crujiente y se cernía sobre la máquina de palomitas. En el alféizar, una calabaza a la que le había hecho una cara en Halloween se había podrido, deshecho, helado, y parecía una pelota de baloncesto deshinchada, que podría haber guardado por razones sentimentales: una pelota de un gran partido. El camarero del servicio de habitaciones que todas las mañanas le llevaba el desayuno —dos huevos pasados por agua y un tazón de café— informó del estado de su habitación al encargado del hotel, tras lo cual recibió una advertencia por escrito por debajo de la puerta.
       Los viernes iba a ver a sus padres a Elmhurst. Su padre, que tenía ya setenta años, todavía tenía problemas para mirarla a la cara. Diez años antes había ido a ver la primera película en que aparecía su hija, donde se quitaba la ropa y se tiraba a una piscina. Clasificaron la película para mayores de trece años; sin embargo, nunca más volvió a ver otra. Su madre veía todas sus películas y luego pensaba en los aspectos positivos que podía resaltar, aunque fueran de poca importancia. Se negaba a mentir: «Me gustó cómo dijiste la frase sobre irte de casa, con los ojos muy abiertos y las manos jugueteando con los botones del vestido», escribió. «Ese vestido rojo te quedaba que ni pintado. Tendrías que vestirte con colores más vivos.»
       —Mi padre siempre se va a dormir la siesta cuando voy a verles —contó a Tommy.
       —¿La siesta?
       —Le doy vergüenza. Cree que soy una hippie puta. Una puta hippie.
       —Qué absurdo. Como dije en La opinión de un hombre, tú eres la persona más conservadora que conozco con respecto al sexo.
       —Sí, bueno.
       Su madre siempre la recibía con calidez y los ojos llorosos.
       Últimamente leía delgados libros en rústica de un hombre llamado Robert Valleys, quien, después de observar todo el sufrimiento existente en el mundo (guerra, hambre, ambición), había descubierto el remedio: los abrazos.
       Abrazos, abrazos, abrazos, abrazos, abrazos.
       Su madre le creía. La estrujó tan fuerte y durante tanto rato que Sidra, como un bebé o como una amante, se perdió en el olor y en el tacto de su madre: la piel seca, dulce; la pelusilla gris del cuello.
       —Me alegro tanto de que hayas dejado ese dichoso antro de perdición... —dijo su madre con suavidad.
       Pero a Sidra todavía la llamaban del antro. A veces, por la noche, el director la llamaba desde una cabina, deseoso tanto de ser perdonado como de dirigir una película.
       —Pienso en todo lo que debes de estar pensando tú y me digo: «¡Dios mío!» Oye, ¿tú piensas lo que yo a veces creo que piensas?
       —Por supuesto —contestó Sidra—. Claro que lo pienso.
       —«¡Por supuesto!» «Por supuesto» es un término que no tiene cabida en esta conversación.
       Cuando Tommy llamaba, a menudo sentía que la inundaba un placer tan repentino que se sorprendía.
       —Vaya, qué bien que seas tú.
       —¡No tienes ningún derecho a desertar del cine americano de este modo! —decía afectuosamente, y ella se echaba a reír con fuerza durante minutos, sin parar. Comenzaba a tener dos velocidades: el Coma y la Histeria. Dos comidas: el desayuno y las palomitas. Dos amigos: Charlotte Peveril y Tommy. Oía el tintineo del vaso de Tommy.
       —Eres una persona con demasiado talento para vivir en un estado fronterizo con Dakota del Norte.
       —Iowa.
       —Dios santo, es peor de lo que creía. Apuesto a que allí lo dicen. Seguro que dicen «Dios santo».
       —Vivo en la ciudad. Aquí no lo dicen.
       —¿Estás en algún lugar cerca de Champaign-Urbana?
       —No.
       —Yo estuve allí una vez. Pensé, por el nombre, que sería un lugar diferente. Me decía: ¡Champanur... Bah, na!, ¡Champaña!, ¡Urbana! —suspiró—. Y resultó ser un sitio en pleno campo. Entré en un restaurante chino y pedí doble ración de glutamato.
       —Yo vivo en Chicago. No es tan horrible.
       —No es tan horrible. Pero si allí no se hace cine... Sidra, ¿qué pasa con tu talento de actriz?
       —No tengo talento de actriz.
       —¿Estás ahí?
       —Sí, me has oído.
       —No sé. Por un momento creí que te había dado de nuevo el mareo ese, lo del oído interno.
       —Talento. Yo no tengo talento. Lo que pasa es que siempre estoy dispuesta. ¿Eso es talento? —De pequeña siempre contaba los chistes más obscenos. De mayor, podía partir un hueso y hablar con él. Era sencilla, transparente. Nada la detenía. ¿Por qué no había nada que la detuviera?—. Puedo estirar el cuello del jersey para enseñar una peca en el hombro. Cualquier persona a la que no le hayan prestado suficiente atención en el parvulario puede hacerlo. El talento es algo más.
       —Escúchame bien, ¿quieres? Yo sólo soy guionista. Pero alguien te ha convencido de que has pasado de ser una actriz seria a una mujer objeto entrada en años. Es absurdo. Lo único que tienes que hacer es mover un poco tus contactos por aquí. Además, creo que para estar dispuesto a hacer las cosas se necesita valentía; ésta es la esencia misma del talento.
       Sidra se miró las manos: las tenía cortadas y arrugadas a causa del mal tiempo, el mal jabón y la mala vida. Necesitaba oír la casete de los grillos.
       —Pero no me voy a forzar a hacerlo —dijo—. Ya estoy dispuesta.

       Por las noches comenzó a frecuentar los bares de blues. A veces llamaba a Charlotte Peveril, la única amiga que le quedaba del instituto.
       —Siddy, ¿cómo estás? —En Chicago, Sidra sonaba a nombre paleto. Pero en Los Angeles, la gente lo encontraba precioso y suponía que era inventado.
       —Estoy bien. Vamos a emborracharnos y a oír música.
       A veces simplemente iba sola.
       —¿Te he visto en alguna película? —podía preguntarle un hombre en uno de los intermedios, lanzándole una mirada lasciva y brillante.
       —Puede ser —solía decir, y entonces el hombre parecía súbitamente alarmado y se retiraba.
       Una noche, un hombre guapo vestido con un poncho, un poncho malo («¿acaso existen los ponchos buenos?», preguntó Charlotte), se sentó junto a ella con dos vasos de cerveza.
       —Tienes aspecto de salir en alguna película —dijo. Sidra asintió cansinamente—. Pero no voy al cine. Así que si realmente aparecieras en alguna, tampoco habría podido comerte con los ojos.
       Ella paseó la vista desde el poncho al jerez, y luego al poncho otra vez. Quizá había pasado algún tiempo en México o Perú.
       —¿Qué haces? —preguntó.
       —Soy mecánico de coches. —La miró con atención—. Me llamo Walter. Walt. —Y empujó la segunda cerveza hacia ella—. Aquí la bebida es buena, siempre que no pidas combinados. Sobre todo: nunca pidas un combinado.
       Sidra cogió la cerveza y tomó un sorbo. Había algo en él que le gustaba: percibía algo auténtico más allá de su apariencia. En Los Angeles, más allá de las apariencias sólo encontrabas praliné o plástico. O cristal. La boca de Sidra tenía el contorno dibujado con jerez. Los labios de Walt brillaban con la cerveza.
       —¿Cuál es la última película que has visto? —preguntó Sidra.
       —La última película que he visto... Vamos a ver. —Estaba pensando y ella intuyó que no era su fuerte. Miró con curiosidad los labios doblados hacia dentro, la cabeza ladeada: un individuo que no iba al cine, por fin. Sus ojos daban vueltas como las ruedecillas de una silla de oficinista, buscando—. ¿Sabes qué vi?
       —No. ¿Qué? —La bebida le estaba subiendo.
       —Una película de dibujos animados.
       Dibujos animados. Sintió alivio. Por lo menos no era una de esas películas malas de arte y ensayo protagonizada por una chica de la que nadie sabe el nombre.
       —Un hombre está dormido y sueña con un país precioso y diminuto lleno de gente diminuta. —Walt se echó hacia atrás en el asiento, miró a su alrededor, como si hubiera terminado.
       —¿Y? —preguntó ella. A aquel individuo iba a tener que sacarle las cosas con sacacorchos.
       —¿Y? —repitió él. Se inclinó hacia delante nuevamente—. Y un día los habitantes se dan cuenta de que sólo existen en el sueño del hombre. ¡Son gente de ensueño! Y que si el hombre se despierta, dejarán de existir.
       Entonces deseó que no siguiera con aquello. Había cambiado algo de idea.
       —Y entonces se reúnen todos en la ciudad y traman un plan —siguió. Quizá no faltara mucho para que el grupo volviera a tocar—: Entrarán de sopetón en el cuarto del hombre y se lo llevarán a una habitación acolchada y aislada de la ciudad (la ciudad de su propio sueño); allí lo tendrán vigilado para asegurarse de que siga durmiendo. Y eso es lo que hacen. Durante toda la eternidad se turnan para vigilarlo atentamente, pero con preocupación, porque tienen que conseguir que no despierte jamás —sonrió—. Me he olvidado de cómo se llamaba.
       —Y nunca se despierta.
       —No —la miró sonriendo. A ella le gustó. Intuía que él lo intuía. El tomó un sorbo de cerveza, echó un vistazo alrededor del bar y luego volvió a mirarla—. ¿No te parece que este país es magnífico? —preguntó.
       Ella le dedicó una sonrisa, llena de deseo.
       —¿Dónde vives? —preguntó—. ¿Y cómo se va hasta tu casa?

       —He conocido a un hombre —contó a Tommy por teléfono—. Se llama Walter.
       —Una relación forzada. Estás estresada. Tienes el síndrome, seguro. Vas a forzar el romance. ¿A qué se dedica?
       —A algo relacionado con los coches —suspiró—. Quiero acostarme con alguien. Cuando me acuesto con alguien me obsesiono menos por el correo.
       —Quizá lo que te conviene es estar sola. Sin compañía, durante un tiempo.
       —Como si tú hubieras estado solo alguna vez —comentó Sidra—. A ver, ¿has estado alguna vez solo?
       —Sí que he estado solo.
       —¿Durante cuánto tiempo?
       —Horas —dijo Tommy y suspiró—, por lo menos me parecieron horas.
       —Muy bien —repuso—, pues entonces no me des lecciones sobre recursos internos.
       —Está bien. Es que vendí los derechos de explotación de mi cuerpo hace años; pero no te creas, me dieron bastante dinero.
       —A mí me dieron algo de dinero —dijo Sidra—, un poco.

       Walter la inclinó sobre su coche aparcado. Tenía la boca ligeramente torcida, como el estampado de las telas de cachemir, y los labios, anélidos y generosos. La besó con firmeza. En ella había algo aturdido y como a la espera; Sidra descubrió que en las partes más sueltas de su corazón había pequeños fosos oscuros de aniquilación, y se abalanzó sobre ellos y cayó dentro. Fue a casa con él, se acostó con él. Le contó quién era. Una actriz poco importante que una vez fue nominada para un galardón importante. También le contó que vivía en el Days Inn. El había estado una vez allí, en el piso de arriba, tomando una copa. A él no parecía sonarle su nombre.
       —Nunca pensé que me acostaría con una actriz —comentó—. Supongo que es el sueño de todo hombre —rió con nerviosismo.
       —Pues no te despiertes —repuso ella, y a continuación tiró de la colcha hasta la altura de la barbilla.
       —O cambies de sueño —añadió él con seriedad—. Es que en la película que vi todo iba bien hasta que el hombre que está durmiendo comienza a soñar con otra cosa. No creo que lo haga a propósito ni nada de eso; simplemente le ocurre.
       —No me habías dicho nada de esa parte.
       —Es verdad —dijo—. Verás, el sujeto comienza a soñar con flamencos, y entonces los habitantes diminutos se transforman en flamencos y salen volando.
       —¿De verdad? —dijo Sidra.
       —Creo que eran flamencos. No soy muy experto en pájaros.
       —Ah, ¿no? —Trataba de tomarle el pelo, pero le salió mal, como un lagarto llevando un pequeño sombrero.
       Si quieres que te diga la verdad, no creo que haya visto ninguna película en que salgas tú.
       Entiendo —asintió por inercia, indiferente, sin prestarle más atención.
       Él apoyó la cabeza sobre el brazo doblado, la nuca en la muñeca.
       —Aunque puede ser que haya oído hablar de ti —su pecho subía y bajaba con la respiración.
       En la radio sonaba Django Reinhardt. Sidra escuchaba atentamente.
       —Son increíbles los sonidos que salen de las manos de este hombre —murmuró Sidra.
       Walter trató de besarla, trató de volver a captar su atención. A él la música no le interesaba tanto como a ella, aunque a ratos trataba de mostrar interés.
       —¿Increíbles, los sonidos? —dijo—. ¿Como éste? —Juntó las manos y las ahuecó para hacer ruidos aspirando el aire entre ellas.
       —Sí —murmuró Sidra. Pero estaba en otra parte, dormida a causa del viento seco que soplaba por su llanura—. Así.

       Pronto comenzó a darse cuenta de que no lo respetaba. Cualquier bicho viviente lo habría notado. Un pomo de puerta también lo habría advertido. Nunca se lo tomó suficientemente en serio. Ella se ponía a hablar de películas y de directores, luego lo miraba y comentaba: «Bueno, da igual.» Ella formaba parte de otro mundo. Un mundo que ya no le gustaba.
       Y ahora estaba en otro lugar. En otro mundo que tampoco le gustaba.
       Pero estaba dispuesta; dispuesta a probarlo. De vez en cuando, aunque trataba de evitarlo, le hacía preguntas sobre los niños: si quería tener hijos, si quería llevar una vida familiar rodeado de amigos. ¿Qué le parecía todo aquello? Creía que si alguna vez tenía una vida con hijos, segadoras y podadoras sería mejor compartirla con alguien que no encontrara degradante o trivial hablar de esas cosas. ¿A él le gustaban los grandes jardines de césped abonado? ¿Qué tal un jardincito de rocalla? ¿Qué pensaba realmente de las ventanas de guillotina con mosquitera incorporada?
       —Sí, están bien —comentaba él, y ella asentía maliciosamente y bebía algo más de la cuenta. A continuación trataba de no agotarse pensando en toda su vida. Trataba de vivir el día a día, como un alcohólico: beber, no beber, beber. Quizá debería tomar drogas.
       —Siempre pensé que algún día tendría una niña y que le pondría el nombre de mi abuela —comentó Sidra con un suspiro, mirando el jerez con nostalgia.
       —¿Cómo se llamaba tu abuela?
       —Abuelita. Se llamaba abuelita. —Walter se echó a reír con una especie de graznido. Sidra miró la boca de cachemir y añadió—: Gracias por reírte.
       Walter estaba suscrito a Auto Week. La hojeaba en la cama. También le gustaba leer los manuales de reparaciones de los coches nuevos, sobre todo de los Toyota. Sabía mucho de salpicaderos, conmutadores de luces y planchas laterales.
       —Es evidente que no encajáis en absoluto —comentó Charlotte mientras tomaban tapas en un bar.
       —Oye, espera un momento —repuso Sidra—. Me parece que tengo un gusto algo más sutil. —Lo que ocurre en estos bares es que no paras de atiborrarte de comida—. Lo de que no encajamos sólo es el principio. Por ahí es por donde siempre comienzo. Por no encajar en nada.
       En teoría le hacía gracia la idea de parejas que no tuvieran nada que ver, donde hubiera trifulcas y enredos, como en una comedia de Shakespeare.
       —No te puedo imaginar con alguien así. Es que no es nada especial. —Charlotte lo había visto sólo una vez, pero había oído hablar de él a una amiga suya. Se acostaba con todas, le había contado la chica. «Se mete en el gallinero», así lo había descrito, y luego había contado algunas anécdotas aburridas—. Sobre todo no dejes que te humille. No confundas la falta de sofisticación con la ternura —añadió.
       —¿Tengo que andar esperando a alguien especial, mientras todas las chicas de esta ciudad espabilan y viven la vida?
       —No lo sé, Sidra.
       Era verdad. Los hombres podían estar con quien les diera la gana. Pero las mujeres tenían que salir con hombres que fueran mejores, más amables, más adinerados y listos, listos, listos; si no, la gente se sentía desorientada. Daba prestigio sexual.
       —Soy del montón —dijo desesperada, y de algún modo detectó que Charlotte ya lo sabía: era un secreto salvajemente evidente, oscuro, profundo, y hacía que Sidra apareciera un poco patética, impropia, inferior; cuando llegabas al fondo de la cuestión. Charlotte observó la cara de Sidra como los faros de un coche cuando deslumbran a un ciervo. «Las pistolas no matan a la gente —pensó Sidra animadamente—; los ciervos sí.»
       —Quizá fuera eso lo que solíamos envidiarte tanto —dijo Charlotte con un atisbo de amargura—. Tenías tanto talento... Siempre te llevabas el papel principal en las obras de teatro. Eras el sueño de lo que todas querían.
       Sidra fisgoneó en la ración que tenía delante y comenzó a juguetear con la comida como si fuera un trozo de tierra. Para nostalgias la suya. Había hecho tan poca cosa en la vida... Su soledad la avergonzaba como si fuera un crimen.
       —La envidia se parece mucho al odio, ¿verdad? —comentó Sidra.
       Pero Charlotte no dijo nada. Lo más probable era que quisiera que Sidra cambiara de tema. Sidra se llenó la boca de queso feta y cebolla y miró hacia arriba.
       —Bueno, todo lo que se me ocurre decir es que me alegra haber vuelto. —Y de los labios se le cayó un trozo de queso.
       Charlotte miró el trozo y sonrió:
       —Entiendo lo que quieres decir —dijo. Abrió mucho la boca y dejó que toda la comida que tenía dentro cayera encima de la mesa.
       Charlotte podía hacer cosas así de raras. Sidra lo había olvidado.

       Walter había encontrado algunas de sus antiguas películas en el videoclub. Sidra tenía una llave. Una noche llegó a su casa y lo encontró dormido delante de La ermitaña y el compañero de habitación. Trataba sobre una mujer llamada Rose que no salía casi nunca, porque cuando lo hacía tenía miedo de las personas: le parecían criaturas extrañas, sin alma, sin alegría, que hablaban sin sintaxis. Rose no tardó en alejarse de la realidad. Walter había congelado la imagen en la parte cómica, cuando Rose llama a los celadores de un psiquiátrico para que vayan a buscarla y se la lleven, pero le dicen que no. Sidra se acostó junto a él y trató de dormir, pero comenzó a lloriquear. Él se movió.
       —¿Qué pasa? —preguntó.
       —Nada. Te has quedado dormido. Mirándome.
       —Estaba cansado —dijo.
       —Me lo imagino.
       —Déjame besarte. Déjame buscarte el panel de control.
       —Tenía los ojos cerrados. Podía haber sido otra persona.
       —¿Te gustó el principio de la película? —Esta necesidad era en Sidra algo nuevo. Alarmante. Le ponía los pelos de punta. ¿Cuándo había necesitado tanto?
       —Está bien —dijo.

       —Bueno, ¿qué hace ese individuo? ¿Es piloto de carreras? —preguntó Tommy.
       —No, es mecánico.
       —Bah, déjalo, como harías con unas clases de música.
       —¿Clases de música? ¿Qué es esto? ¿Símiles de la clase media? ¿La opinión de un hombre? —preguntó con exasperación.
       —Sidra, esto no puede ser. Necesitas salir con alguien que sea listo de verdad, para variar un poco.
       —Ya he salido con listos. Salí con uno que tenía dos doctorados. Nos pasábamos todo el tiempo en la cama con la luz encendida, corrigiendo su currículum —dijo con un suspiro—. Tenía apuntadas todas las cosas que había hecho en su vida, por muy pequeñas que fueran, todas y cada una de las cosas, por muy minúsculas y diminutas que fueran. Oye, ¿alguna vez has visto un currículum?
       Tommy también suspiró. Aquella historia ya se la sabía.
       —Sí —dijo—. Yo pensaba que Patti LuPonne era increíble.
       —Además —añadió Sidra—: ¿quién te ha dicho que no es listo?

       Los coches japoneses eran los más interesantes, aunque los estadounidenses cada vez los hacían más provocativos para estar a su altura.
       —¡Estos nipones!
       —Hablemos de mi mundo —dijo ella.
       —¿De qué mundo?
       —Bueno, de algo que me interese a mí. De algo que tenga que ver conmigo.
       —Muy bien. —Encendió la luz y graduó la intensidad para crear un ambiente romántico—. Tengo información confidencial sobre la Bolsa.
       Ella estaba horrorizada, abatida, interesada.
       Le dijo el nombre de una empresa en la cual había invertido uno de su trabajo. AutVis.
       —¿Cuál es el problema?
       —No lo sé. Pero uno en el trabajo dijo que compráramos esta semana. Van a anunciar algo importante. Si tuviera dinero compraría.
       Sidra compró a la mañana siguiente sin falta. Mil acciones. Por la tarde, su valor había caído en picado un diez por ciento; a la mañana siguiente, un cincuenta por ciento. Vio la información en teletexto, pasando como una cinta por la parte inferior de la pantalla en el canal de noticias de televisión. Se había convertido en la mayor accionista. ¡Era la mayor accionista de una compañía moribunda! Muy pronto la llamarían, cansinamente, para preguntarle qué deseaba hacer con las carretillas elevadoras.

       —Tus modales en la mesa son mejores que los míos —comentó Walter mientras comían en Palmer House.
       —¿En qué diablos estabas pensando cuando me recomendaste las acciones esas? —preguntó mirándolo sombríamente—. ¿Cómo puede ser que seas tan idiota e irresponsable? —Ella vio entonces cómo sería su vida en común. Ella le gritaría; a continuación él chillaría. El tendría un lío, y luego ella tendría un lío. Después irían desapareciendo, desapareciendo, y vivirían en ese irse marchando.
       —Me equivoqué de nombre —dijo—. Lo siento.
       —¿Qué?
       —No era AutVis. Era AutDrive. Pensé que era vis por visión.
       —Vis por visión —repitió ella.
       —No soy muy bueno recordando nombres —confesó Walter—. Lo mío son los conceptos.
       —Los conceptos —repitió ella nuevamente.
       El concepto de rabia, el concepto de facturas; el concepto de amor estúpido, incapaz de volar.
       Fuera caían ráfagas de agua procedentes del lago.
       —Chicago —dijo Walter—. La ciudad del viento. ¿Es la ciudad del viento o no? —miró a Sidra con expectación, lo cual hizo que ella lo despreciara aún más.
       —Ni siquiera sé por qué estamos juntos —comentó ella—. A ver, ¿por qué estamos juntos?
       —No puedo contestar a esa pregunta por ti —repuso gritando y con una mirada dura. Dio dos pasos hacia atrás, alejándose de ella—. Tú eres quien tiene que responder a esa pregunta. —Le hizo señas a un taxi, subió al vehículo y desapareció por la calle.
       Volvió al Days Inn andando y sola. Se puso a tocar escalas sin hacer ruido, pulsando las teclas por la parte interior. Los dedos delgados de nudillos marcados se levantaban y caían silenciosamente como los dientes de una caja de música o las patas de una araña. Cuando se cansó, encendió la televisión, cambió de canal varias veces y descubrió una vieja película en la que había actuado: una historia de amor y misterio con asesinato llamada Toques finales. Era la clase de actuación por la que se había dado a conocer, aunque fuera brevemente: había una intimidad con la audiencia, mitad artificial, mitad revelación; un cruce entre la timidez y la burla. Entonces no le había importado nada y ahora le ocurría algo parecido, sólo que entonces era un estilo, una manera de ser, y no un diagnóstico o una desaparición.
       Podría tener un hijo, quizás.
       Por la mañana fue a visitar a sus padres a Elmhurst. Habían envuelto la casa en plástico para el invierno (las ventanas, las puertas) de modo que parecía una obra de arte vanguardista.
       —Así la factura de la calefacción no sube tanto —comentaron.
       Se habían acostumbrado a discutir sobre Sidra delante de ella.
       —Era una película, Don. Era una película sobre la aventura. La desnudez puede ser arte.
       —¡No es lo que yo vi! ¡No es en absoluto lo que yo vi! —dijo su padre con la cara roja y luego abandonó la habitación. Había llegado la hora de la siesta.
       —¿Cómo te va? —preguntó su madre con un tono que quería ser de preocupación pero que en realidad era el inicio de algo más. Había hecho té.
       —Estoy bien, de verdad —dijo Sidra. Todo lo que contaba ahora sobre ella le sonaba a mentira. Si estaba mal, sonaba a mentira; si estaba bien, también lo parecía.
       Su madre jugaba con una cuchara.
       —Te tenía envidia —suspiró su madre—. ¡Siempre te tuve tanta envidia! ¡De mi propia hija! —Lo dijo gritando, primero suavemente y luego gritando. Era exactamente como la niñez de Sidra: precisamente cuando creía que la vida había vuelto nuevamente a la sencillez, su madre le daba una nueva porción de mundo que debía organizar.
       —Tengo que irme —dijo Sidra. Acababa de llegar, pero quería irse. No quería ir a ver a sus padres nunca más. No quería mirar en sus vidas.
       Volvió al Days Inn y llamó a Tommy. Ella y Tommy se comprendían. «Te entiendo», solía decirle. Había tenido una niñez llena de hermanas y había pasado largos ratos dibujando mujeres en bañador (¡a Miss Kenia de Nairobi!), para luego pedir a una de sus hermanas que eligiera a la más guapa. Si él no estaba de acuerdo, le preguntaba a otra hermana.
       La línea telefónica no funcionaba bien, y de repente se sintió muy cansada.
       —Cariño, ¿estás bien? —preguntó con un hilo de voz.
       —Estoy bien.
       —Me parece que estoy un poco sordo —dijo él.
       —Me parece que soy un poco muda —contestó ella—. Te llamo mañana.
       Y entonces llamó a Walter.
       —Necesito verte —dijo.
       —¿De verdad? —preguntó escéptico. Con una dulzura que parecía haber cogido del aire expertamente, como se caza a una mosca, añadió—: ¿No crees que este país es magnífico?

       Dio gracias al cielo por estar de nuevo con él.
       —No nos separemos nunca —susurró frotándole el estómago. El tenía las inclinaciones físicas de un perro: le gustaba que le tocaran el estómago y las orejas, que lo saludaran efusivamente.
       —Por mí, bien —dijo.
       —Mañana... Vamos a cenar a algún sitio realmente caro. Invito yo.
       —Bueno... —dijo Walter—. Mañana no me va bien.
       —Ah.
       —¿Y el domingo?
       —¿Qué tiene de malo mañana?
       —Es que tengo..., bueno, primero que tengo que trabajar y acabaré cansado.
       —¿Y segundo?
       —He quedado con una clienta.
       —Ah.
       —No tiene mayor importancia. No es nada. No es una cita ni nada por el estilo.
       —¿Quién es?
       —Una mujer a la que le arreglé el coche. Tenía el tubo de escape suelto. Quiere que quedemos para hablar del asunto. Está interesada en saber más sobre el catalizador de gases. Ya sabes, las mujeres tienen miedo de que se aprovechen de ellas.
       —¿De verdad?
       —Sí, bueno, así que sería mejor el domingo.
       —¿Es atractiva?
       Walter arrugó la cara e hizo un ruido de poco entusiasmo.
       —Eh... —dijo a continuación. Alzó la palma de la mano y comenzó a hacerla girar levemente hacia un lado y hacia el otro.
       Antes de que él se fuera por la mañana, Sidra le dijo:
       —No te acuestes con ella.
       —Sidra —dijo él regañándola por su falta de confianza o porque trataba en vano de controlarlo, ella no estaba segura cuál era la razón.
       Aquella noche no volvió a su casa. Ella lo llamó una y otra vez; luego se bebió una caja de seis cervezas y se quedó dormida. Por la mañana, volvió a llamar. Finalmente, a las once en punto, contestó.
       Ella colgó.
       A las once y media sonó el teléfono.
       —Hola —dijo alegremente. Estaba de buen humor.
       —¿Se puede saber dónde has estado toda la noche? —preguntó Sidra. Eso era en lo que se había convertido. Se sintió más baja, más rechoncha y mal peinada.
       Hubo un momento de silencio.
       —¿Qué quieres decir? —preguntó él con cautela.
       —Ya sabes lo que quiero decir.
       Más silencio.
       —Mira, no te llamo por la mañana para que tengamos una conversación profunda.
       —Bueno, si es así está claro que te has equivocado de número —respondióo Sidra y colgó el teléfono bruscamente.
       Se pasó el día temblorosa y triste. Se sentía como un cruce entre Ana Karenina y Amy Liverhaus, que en cuarto curso solía gritar desde los vestuarios: «Me doy cuenta de que nadie me valora.» Fue a Marshall Field’s a comprarse un maquillaje.
       —Su color es mucho más el beis crema que el marfil —dijo la joven que atendía el mostrador de cosméticos. Pero Sidra se aferró al marfil.
       —La gente siempre me dice lo mismo —dijo— y me fastidia mucho.
       Más tarde, por la noche, lo llamó y estaba en casa.
       —Tenemos que hablar —dijo ella.
       —Quiero que me devuelvas la llave —repuso él.
       —Oye, ¿qué te cuesta venir aquí para que podamos hablar?
       Llegó con flores: rosas y lirios blancos. Tenían un aspecto mustio e irónico. Sidra las puso junto a la pared en un vaso vacío, sin agua.
       —Muy bien, lo reconozco —dijo—: tuve una cita. Pero no quiere decir que me haya acostado con ella.
       Advirtió, de repente, la promiscuidad que había en él. Era celo, una criatura, un inquilino mellizo.
       —Te has acostado con ella, ya lo sé.
       —¿Cómo puedes saberlo?
       —¡Déjame en paz! ¿Crees que soy imbécil? —lo fulminó con la mirada y trató de no llorar. Ella no lo había querido lo suficiente y él lo había notado. La verdad es que no lo había querido en absoluto.
       ¡Pero le gustaba muchísimo!
       Así que, a pesar de todo, le parecía injusto. En su interior se abrió un hueso brillante y pálido, lo puso a contraluz y habló por él.
       —Quiero saber sólo una cosa —hizo una pausa, sin buscar el efecto, aunque lo consiguió—. ¿Habéis practicado sexo oral?
       El la miró aturdido.
       —Pero ¿qué pregunta es ésa? No tengo por qué contestar a esa clase de preguntas.
       —No tienes por qué contestar a esa clase de preguntas. ¡Tú no tienes ningún derecho! —comenzó a gritar. Estaba deshidratada—. Tú eres quien lo ha hecho. Ahora quiero la verdad. Sólo quiero saberlo. ¡Sí o no!
       El tiró los guantes por la habitación.
       —¡Sí o no! —dijo ella de nuevo.
       Se dejó caer en el sofá y comenzó a dar puñetazos a un cojín mientras se tapaba los ojos con el otro brazo.
       —Sí o no —repitió.
       —Sí —contestó él.
       Ella se sentó en el taburete del piano. Algo oscuro y coagulado se movía en su interior, subía desde los pies. Algo ligero y como un respiro huyó a través de la cabeza, su casa envuelta en plástico y quemada hasta convertirse en alquitrán. Oyó que él soltaba un gemido, y una esperanza huidiza en ella, rodeada pero aún viva, en el tejado, dijo que quizás él le pidiera perdón con la promesa de ser un hombre diferente. Lo podría encontrar atractivo como hombre diferente y suplicante. Aunque en cierto momento tendría que dejar de suplicarle y sería sólo normal. Y entonces ella lo encontraría otra vez desagradable.
       El se quedó en el sofá, no se acercó para consolarla ni para que lo consolase, y la oscuridad que había dentro de ella la limpió a fondo, la vació como un ácido o como un gas.
       —No sé qué hacer —dijo ella, con algo paralizado en la voz. Se sentía estafada en todas las cosas sencillas, la calma radical de la oscuridad, de la rutina, de las pequeñeces de la dicha doméstica—. No quiero volver a Los Ángeles —dijo. Comenzó a acariciar las teclas del piano, hundió una y resultó que estaba rota. Hizo un ruido sordo y sin tono, brillante y burlón como un hueso abierto. Odiaba, odiaba su vida. Quizá siempre la había odiado.
       Se irguió en el sofá. Parecía consternado y falso, la cara descompuesta. Tendría que practicar delante de un espejo, pensó ella. El no sabía cómo se rompía con una actriz de cine. Era una regla de chicos: no rompas con una actriz de cine. No en Chicago. Si ella lo dejara, podría explicárselo mucho mejor a sí mismo, en el futuro, o a cualquiera que se lo preguntase. La voz de él se transformó en algo que quería parecer suplicante.
       —Ya lo sé —fue lo que él contestó en un tono que se aproximaba a la esperanza, a la fe, y un poco a la caridad, o algo así—. Sé que es posible que no quieras.
       »Por tu propio bien —decía—. Yo estaría dispuesto a...
       Pero ella ya se estaba convirtiendo en otra cosa, en un pájaro, un flamenco, un halcón, un flamenco halcón, y volaba hacia arriba, lejos, hacia el cristal plastificado de la ventana, y luego volvía describiendo círculos, mezquinamente, con los ojos entornados.
       De repente él comenzó a llorar —al principio, fuerte, con muchos «ay», luego con cansancio, como si saliera de un sueño profundo, la cabeza enterrada en el poncho que había tirado sobre el brazo del sofá, el cuerpo hundiéndose en la felpa de los cojines, un rehén del impaciente reparto estelar de su sueño.
       —¿Qué puedo hacer? —preguntó.
       Pero su sueño había cambiado y ella había desaparecido, desaparecido por la ventana, desaparecido, desaparecido.



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