Lorrie Moore
(Glens Falls, NY, 1957 –)

Una madre estupenda (1992)
(“Terrific Mother”)
Originalmente publicado en la revista The Paris Review, 124 (otoño 1992);
Birds of America
(Nueva York: Alfred A. Knopf, Inc., 1998, 291 págs.)


      Aunque había estado rodeada de niños durante toda su vida, al llegar a los treinta y cinco parecía ponerse nerviosa cuando cogía a un bebé: le subía una punzada de miedo escénico desde el estómago. «Adrienne, ¿puedes cogerme al bebé? ¿Verdad que no te importa?» Esas palabras siempre provenían de una mujer de su edad con aspecto amable y suplicante (una antigua amiga; perdía a las amigas a fuerza de que le pidieran favores y no pararan de hablar), y Adrienne se obligaba a respirar hondo. Coger a un bebé ya no era algo natural (ella ya no era natural) sino un test de feminidad y de habilidades terrenales. La observaban. La gente la miraba para ver cómo se desenvolvía. Había entrado en una década puritana, en un momento demográfico (o lo que fuera) en que el mejor cumplido que te podían dirigir era: «Serías una madre estupenda.» El silbido de admiración de los noventa.
       Así que cuando, el Día del Trabajo, en la cena de los Spearson, Sally Spearson le había pasado al bebé, Adrienne le había hecho las carantoñas que le habría hecho a un animalito, había balanceado al niño con cuidado, había chasqueado la lengua y le había susurrado cariñosamente: «Hola cielito, hola mi niñito guapo», había tendido la mano para ahuyentar una mosca y, entre el olor a hierba seca y el crepitar grasiento de la parrilla, había perdido el equilibrio cuando un banco, con las espigas pudriéndose en las juntas, se tambaleó y comenzó a hacer que perdiera el equilibrio (el banco, el banco que se tambaleaba, estaba haciéndole perder el equilibrio). Y cuando cayó hacia atrás y se dislocó la columna (en la rapidez calmosa del mundo que daba vueltas, ella vio las nubes arcillosas, algunas caras heladas, una estrella solitaría como el morro de un avión), y cuando la cabeza del bebé golpeó contra el muro de piedra del jardín nuevo de los Spearson con distintos niveles y el cerebro comenzó a sangrarle fatalmente, Adrienne se fue a casa, después de pasar por el hospital y hacer los informes para la policía, y no salió del ático en que vivía durante siete meses; y había miedos, miedos muy profundos de que Adrienne no saliera nunca más. Los tenía Martin Porter (el hombre con el que había estado saliendo), y casi todo el mundo, incluida Sally Spearson, que la llamó llorosa para decirle que la perdonaba.

       Martin Porter, cuando la iba a ver, le solía llevar queso de finas hierbas o una ración de cuscús instantáneo; era su único amigo. Estaba divorciado y trabajaba en investigación económica, aunque más bien parecía un leñador escocés: pelo canoso, barba moteada con unos cuantos pelos pelirrojos, la camisa preferida de franela verde y dorada. Se preparaba para hacer un viaje al extranjero.
       —Nos podríamos casar —sugirió. De ese modo, decía él, Adrienne lo podría acompañar al norte de Italia, a una villa en los Alpes preparada para acoger a eruditos y encuentros académicos. Podría ser su cónyuge. A los cónyuges les facilitaban un estudio donde trabajar. Algunos estudios tenían piano. En algunos había escritorios o tornos de alfarero.
       —Puedes hacer lo que quieras. —Estaba terminando el segundo borrador de un estudio sobre el impacto del imperialismo del Primer Mundo sobre los sistemas monetarios del Tercer Mundo—. Podrías pintar. O no. Podrías no pintar.
       Ella lo miró de cerca, ávidamente, luego apartó la mirada. Todavía se sentía patosa y grande, un asesino cachas en una jaula que necesita la comida de la cárcel aunque sea poco abundante.
       —Tú me quieres, a que sí —dijo ella. Se había pasado la mayor parte de los siete meses durmiendo con unas mallas, con un ventilador eléctrico echándole aire, la oreja izquierda reteniendo viento, metiéndose en su cabeza, como el mar triste en una caracola. No se sentía comunicativa, sino condenada—. O es sólo que te doy pena. —Dio un manotazo a un pequeño enjambre de mosquitos que había salido de repente de una lata de Coca-Cola abandonada.
       —No siento pena por ti.
       —¿Ah, no?
       —Te siento. He llegado a quererte con el tiempo. Los dos somos adultos. Uno llega a hacer cosas con el tiempo. —Era un hombre práctico. Solía referirse a la fiesta anual del Departamento como «Dejarte Ver Para Cobrar».
       —Martin, no creo que podamos casarnos.
       —Claro que podemos casarnos. —Se desabotonó los puños como si fuera a arremangarse la camisa.
       —No lo entiendes —dice—. Para mí ya no es posible tener una vida normal. Me he apartado de todos los caminos normales y ahora vivo en los arbustos. Ahora soy una mujer de arbustos. No creo que pueda tener las cosas normales. El matrimonio es algo normal. Hace falta el cortejo normal, la proposición de matrimonio normal. —No sabía qué más pensar. El agua le ardía en los ojos. Hizo un ademán de desdén con una mano, que pasó por su campo de visión como algo criminal y enorme.
       —Cortejo normal, proposición de matrimonio normal —dijo Martin. Se quitó la camisa, los pantalones y los zapatos. Se tendió en la cama sólo con los calcetines y los calzoncillos y apretó su cuerpo cuan largo era contra el de ella—. Me voy a casar contigo, te guste o no. —Le tomó la cara entre las manos y miró la boca con ansia—. Voy a casarme contigo hasta que vomites.

       En Malpensa los esperaba un chófer que hablaba muy poco inglés pero que sostenía un cartel en el que decía
VILLA HIRSCHBORN, y cuando Adrienne y Martin se acercaron hasta él, asintió con la cabeza y dijo: «Hola, buongiorno. ¿Signor Porter?» El viaje hasta la casa duró dos horas, subían y bajaban cuestas por campos y pueblecitos, y hasta que el chófer aparcó en una montaña escarpada, que él llamó «La Madre Vertiginoso», y la verja de hierro de la casa se abrió automáticamente y luego se cerró tras ellos, hasta que terminaron de recorrer el camino serpenteante que pasaba por delante de los espectaculares jardines, los viñedos soleados y las terrazas de las estucadas edificaciones contiguas, a Adrienne no se le ocurrió que la invitación que le habían hecho a Martin era todo un honor. Había ganado aquello y tenía que vivir allí durante un mes.
       —¿Te parece una luna de miel? —preguntó ella.
       —¿Una qué? Ah, una luna de miel. Sí. —Se volvió y le dio unas palmaditas en el muslo, con indiferencia.
       Estaba con el desfase horario. Eso era. Se alisó la falda, que estaba arrugada y húmeda.
       —Sí. Me imagino a los dos envejeciendo juntos —dijo ella, apretándole la mano—. En las próximas semanas, de hecho. —Si ella se volvía a casar alguna vez, lo haría bien: la ceremonia incómoda, los parientes que daban vergüenza ajena, los regalos voluminosos y nada buenos para el medio ambiente. Ella y Martin simplemente habían ido al ayuntamiento, y luego habían pedido a amigos y familiares que no les enviaran regalos sino que donaran dinero a Greenpeace. Sin embargo, ahora, mientras pasaban lentamente por delante de los leones de piedra de nariz aplastada junto a la entrada de la casa, con un arriate perfecto de nomeolvides y tejos y una puerta de cristal brillante, a Adrienne se le cortó la respiración. «Las ballenas —pensó con rapidez—. Las ballenas se han quedado con mi cristalería.»
       La habitación del piso de arriba, «Principessa», a la cual los condujo un distinguido mayordomo bilingüe llamado Carlo, era elegante y enorme: un piano, una cama grande, tocadores con estarcidos de guirnaldas de frutas. Las habitaciones se hacían dos veces al día, dijo Carlo. Había barquillos, toallas, agua mineral y caramelos de menta. La cena se servía a las ocho, el desayuno hasta las nueve. Después de que Carlo les hiciera una reverencia y se fuera, Martin se quitó los zapatos con la punta de los pies y se hundió en el diván tapizado y antiguo.
       —He oído decir que estos cuadros del Quattrocento son falsos sólo por motivos de impuestos —susurró—, ya me entiendes.
       —¿En serio? —dijo Adrienne. Se sentía como uno de aquellos obreros tomando el Palacio de Invierno. Sentía que su voz retumbaba—. ¿Sabes?, a Mussolini le echaron el guante por aquí. Piénsalo.
       —¿Qué quieres decir? —Martin parecía desconcertado.
       —Que fue por aquí donde lo atraparon. No sé. Estaba leyendo un librito sobre eso. Déjame en paz. —Se desplomó en la cama. Martin ya se estaba cambiando. El estaba mejor cuando sólo salían, con el queso de finas hierbas. Ella dejó que la cara se le hundiera en la almohada, con la boca abierta colgando, como la de un perro, y luego se durmió hasta las seis y soñó que tenía a un bebé en los brazos pero luego se convertía en una pila de platos, con los que tenía que hacer juegos malabares, tirándolos por el aire.

       Un ruido fuerte la despertó, una maleta que se había caído. Tenían que vestirse para la cena, y Martin sacaba con brusquedad las cosas de la maleta, quejándose mientras buscaba una chaqueta y una corbata. Adrienne se levantó, se bañó y se puso unos pantis, y como hacía meses que no se los ponía, se le enroscaron en la pierna como las rayas del poste giratorio de las barberías.
       —Andas como si te hubieras roto un ligamento —dijo Martin mientras cerraba con llave la habitación para irse.
       Adrienne estiró la parte de las rodilleras de los pantis pero no lograba ponerlas bien.
       —Dime que te gusta la falda, Martin, o si no voy a tener que volverme a la habitación y no voy a salir nunca más.
       —Me gusta tu falda, es fantástica. Tú eres fantástica. Yo soy fantástico —dijo, como en una conjugación. La cogió del brazo y bajaron cojeando la escalera curva (¿Era teatral? Sí, ¡era teatral!) hasta el comedor, donde Carlo los condujo hasta sus puestos en la mesa.
       —La disposición de los asientos cambia todas las noches —dijo Carlo con un acento italiano cortado—, para ayudar a la polinización de las ideas.
       —¿Cómo dice? —dijo Adrienne.
       Había unas treinta y cinco personas, todas cuarentonas o cincuentonas, con la extraña expresión ambigua de alegría y hastío de los académicos: Martin la había descrito una vez como «un cruce entre flirteo y topetazo». El puesto de Adrienne se encontraba en el otro extremo de la sala, entre un historiador que escribía un libro sobre un monje llamado Joachim de Flore y un musicólogo que había consagrado su vida a la búsqueda del «andante serio». Todos estaban sentados en sillas de madera muy barrocas, los respaldos tallados con cabezas a modo de gárgolas que asomaban por encima de cada uno de los hombros del comensal, como una advertencia.
       —De Flore —dijo Adrienne sin saber qué decir, apartando la vista del carpaccio y dirigiéndola al hombre—. ¿No quiere decir «de flor»? —Hacía poco se había enterado que desastre quería decir «mala estrella», y estaba buscando una oportunidad para meter cuchara y soltarlo en algún momento de la conversación.
       —¿Es usted cónyuge? —dijo el hombre del monje mirándola.
       —Sí —dijo ella. Bajó los ojos y luego volvió a mirarlo—. Pero mi marido también lo es.
       —No será guionista de cine, ¿verdad?
       —No —dijo ella—. Soy pintora. Bueno, más bien grabadora. En verdad, soy más bien..., ahora mismo estoy en transición.
       El asintió y volvió a hundirse en su comida.
       —Tengo miedo de que acaben por dejar entrar guionistas de cine.
       Había ensalada de espinacas y ossobuco de plato principal. Se volvió hacia el musicólogo.
       —¿Encuentra usted normalmente poco serios los andantes? —Miró enseguida por encima de las demás cabezas para saludar a Martin con un ademán falso e infantil.
       —Es el uso de la séptima menor —dijo el musicólogo entre dientes—. Fraudulenta y saturada.

       —Si la comida no fuera tan buena, me iría ahora mismo —dijo Adrienne a Martin. Estaban tendidos en la cama, en la pista de patinaje alfombrada que tenían por habitación. Podrían pasar semanas, ella lo sabía, antes de que tuvieran relaciones sexuales en ese lugar—. Tan fraudulento y repleto —dijo con voz aguda y nasal, al estilo de la voz que Martin había oído sólo una vez, en una reunión de Departamento presidida por un rencoroso jefe de Departamento interino que hacía imitaciones de los colegas que no estaban en la habitación—. ¿Se puede usar la palabra repleto así?
       —En cuanto te instales en el estudio, te encontrarás mejor —dijo Martin, que se comenzaba a apagar y buscaba a tientas bajo la colcha la mano de ella para cogérsela.
       —Quiero el divorcio —susurró Adrienne.
       —No pienso dártelo —dijo, atrayendo la mano de ella hacia el pecho y colocándola allí, como una medalla, como un collar de sueño, y luego comenzó a roncar suavemente, como el más silencioso de los radiadores.

       Les dieron bolsas con la comida y les desearon que trabajaran bien. El estudio de Martin era un moderno cubo de cristal en medio de uno de los jardines. El de Adrienne era una cabaña de piedra que olía a humedad y se encontraba a veinte minutos cuesta arriba, en un cerro, sobre un cabo boscoso al que se llegaba por un sendero de tierra donde tomaban el sol unas lagartijas que se movían como flechas. Abrió la puerta con la llave que le habían dado, entró e inmediatamente se sentó y se comió todo lo que había en la bolsa de la comida (rápido, compulsivamente, aunque sóló fueran las nueve y media de la mañana): dos manzanas, un poco de queso y un bocadillo de mermelada. «Pan con gelatina», dijo en voz alta, sujetando el bocadillo, examinándolo bajo la luz.
       Dejó el cuaderno de dibujo en la mesa de trabajo y comenzó una mañana llena de matanzas de arañas y de dibujos de sus cuerpos aplastados y trágicos. Las arañas tenían forma de estrella, eran peludas y se escabullían como cangrejos. Eran estrellas caídas. Estrellas malas. Eran un intento de animales terrestres en el cielo. A menudo tenía que pisarlas dos veces: eran grandes y corrían rápido. Si las pisaba una vez por lo general hacía que corrieran más rápido.
       Estaba haciendo el trabajo descuidado del universo, obsesionada con la muerte y paseándose por ahí como un poli. Su fondo personal de compasión por los seres vivos se iba a agotar en la conversación durante la cena en la villa. No tenía compasión de sobras, sólo un lápiz y un zapato.
       —¿Arte trouvé? —dijo Martin secándose con la toalla después de ducharse, mientras se arreglaban para el aperitivo de la tarde.
       —Arañas trouvées —dijo ella—. Un plato aborigen muy delicado. —Martin soltó una carcajada que la asustó. Ella lo miró y luego se miró los zapatos. El la necesitaba. Tendría que ir al pueblo para encontrar unas sandalias italianas sexys que dejaran al descubierto los dedos. Tendría que llevarlo a bailar. Tendrían que cogerse y conducirse mutuamente de nuevo hacia el amor o si no allí se volverían locos. Se volverían sarcásticos, maliciosos y violentos. Uno de los dos pondría la zancadilla y el otro tropezaría. Estas cosas.
       En la cena se sentó junto a un medievalista que acababa de terminar su sexto libro sobre los Cuentos de Canterbury.
       —El sexto —repitió Adrienne.
       —Hay mucho que decir —dijo el medievalista a la defensiva.
       —Seguro que sí —dijo ella.
       —Leo con detenimiento, con gran concentración.
       —Me alegro por usted.
       —Claro que usted debe de pensar que tendría que escribir un libro sobre Cat Stevens —dijo mirándola de hito en hito. Ella asintió con neutralidad—. Ya veo.
       De postre, Carlo sirvió una tarta de chocolate blanco, y ella decidió pasar la mayor parte de la hora de los postres y la sobremesa hablando de la tarta. Los postres así nacen, no se hacen, diría. Ya estaba practicando, ensayando para la sobremesa.
       —Qué curioso —dijo al médico sueco que tenía a su izquierda—: hasta hoy mis sentimientos por el chocolate blanco eran ¿por qué?, ¿qué sentido tiene? Podrías comer cera y sería lo mismo. —Tenía un codo encima de la mesa, la mano levantada cerca de la cara; miró con nerviosismo más allá del médico y sonrió a Martin, que se encontraba en el otro extremo de la larga mesa. Agitó los dedos en el aire como si fueran patas de bichos.
       —Sí, claro —dijo el médico frunciendo el entrecejo—. Usted debe de ser..., bueno, ¿es usted una de las cónyuges?

       Por las mañanas comenzó a reunirse con otras cónyuges (les iban a dar unas camisetas de tirantes con algo estampado) en la sala de música para hacer ejercicio. De ese modo podía evitar oír palabras como heidegeriano e ideológico durante el desayuno; le parecía que por la mañana era demasiado temprano para oír esas palabras. Las mujeres apartaron los sofás de damasco e hicieron un espacio en la alfombra donde todas pudieran hacer ejercicios suaves de caderas y muslos, dirigidas por la esposa del médico sueco. Arriba, abajo; arriba, abajo.
       —Supongo que esto te relaja —dijo la mujer de pelo blanco que había junto a ella.
       —El bourbon relaja —dijo Adrienne—. Esto te destroza.
       —El bourbon te destroza —dijo una cabeza pelirroja de Brasil.
       —Tienes que ir a ver a esa mujer del pueblo —susurró la mujer de pelo blanco. Llevaba una camiseta de la marca deportiva Spalding.
       —¿A quién?
       —Sí, ¿a quién? —preguntó la rubia.
       La mujer de pelo blanco se detuvo y tendió a las dos una tarjeta que sacó del bolsillo del pantalón corto.
       —Es una masajista estadounidense. Dos de nosotras hemos comenzado a ir. Acepta liras o dólares, no importa. Tenéis que llamar con un par de días de antelación.
       —Gracias —dijo Adrienne y se metió la tarjeta bajo el elástico, y reanudó los ejercicios moviendo la pierna arriba y abajo, como la barrera de un puesto de peaje.

       Para cenar había tacchino alla scala.
       —Me pregunto cómo se hará esto —dijo Adrienne en voz alta.
       —Querida —dijo el historiador francés sentado a su izquierda—. Nunca hay que preguntar, sólo preguntarse. —Luego siguió menospreciando el intelectualismo orgánico, los tropos aletargados, las contingencias genealógicas.
       —Sí —dijo Adrienne—, platos como éste, tienen una especie de realidad omnihistórica. Por lo menos eso es lo que me parece a mí —se volvió rápidamente.
       A su derecha estaba sentada una antropóloga cultural que acababa de volver de China, donde había estudiado el infanticidio.
       —Sí —dijo Adrienne—, el infanticidio.
       —Allí se disponen a hacer algo espantoso. Es todo el futuro, también nuestro futuro, y algo terrible les va a ocurrir. Uno se da cuenta enseguida.
       —Qué atroz —dijo Adrienne. No conseguía seguir con el trabajo mecánico de comer, con el cuchillo y el tenedor, arriba y abajo. Dejó el tenedor y el cuchillo cruzados descansado en el plato.
       —Una mujer tiene que pedir un permiso para tener un hijo. Todo son sobornos y racionamientos. Fuimos a hacer excursiones a la montaña, y no vimos ni un solo pájaro, ni un solo animal. A lo largo de los años se lo han ido comiendo todo.
       Adrienne sintió un leve peso dentro del brazo que desaparecía y volvía, desaparecía y volvía, como la historia de algo, como la historia de todas las cosas.
       —¿De dónde eres? —preguntó Adrienne. No podía distinguir su acento.
       —De Múnich, la tierra del Oktoberfest. —Se hundió en su comida de un modo exasperado, luego se volvió hacia Adrienne para sonreírle con cierta formalidad—. Me crié viendo a todos esos adultos de fieltro verde vomitando por la calle.
       Adrienne le devolvió la sonrisa. Ahora era así como aprendía del mundo, con frases durante las comidas; destilaciones de otra gente en medio de su propio y vago dolor. Esto, para ella, era el conocimiento: cambiarse de posición para escuchar, vaciarse los brazos; las vivencias de la otra gente recorriendo las habitaciones desnudas de su cerebro, buscando un lugar donde sentarse.
       —¿Yo? —decía demasiado a menudo—, solo soy una estudiante que no terminó la carrera en la Universidad de Sue Bennet.
       —¿Y dónde está eso? —preguntaba la gente educadamente asintiendo con la cabeza.

       A la mañana siguiente, en la habitación, se sentó junto al teléfono con la mirada perdida. Martin se había ido al estudio; su libro iba estupendamente bien, decía, cosa que hizo que a Adrienne le entrara un sentimiento de abandono y de malestar (por ser infeliz y no apoyarlo), lo cual le hizo pensar que no era siquiera una de las cónyuges. ¿Quién era? Lo contrario a una madre. Lo contrario a una cónyuge.
       Era la Mujer Araña.
       Levantó el teléfono, marcó para hablar con el exterior y llamó al teléfono de la masajista de la tarjeta.
       —Pronto! —dijo la voz al otro lado de la línea.
       —Sí, hola. Per favore, lei parla la mia lingua?
       —Ah, sí —dijo la voz—. Soy de Minnesota.
       —¡No me diga! —dijo Adrienne. Se tendió y buscó el techo para hablar—. Una vez me inscribí a un boletín informativo que se publicaba en Minnesota.
       —Sí —dijo la voz con un poco de impaciencia—. En Minnesota hay un montón de boletines sobre casas encantadas.
       —Una vez viví en una casa encantada —dijo Adrienne—, en la época de la universidad. Yo y cinco estudiantes más.
       La masajista se aclaró la garganta confidencialmente:
       —Sí, una vez me llamaron para exorcizar los demonios de una casa encantada. ¿Pero qué puedo hacer por usted?
       —¿De verdad que la llamaron?
       —¿Me llamaron? Ah, sí, la casa, sí. Cuando llegué, vi que lo único que le hacía falta a ese lugar era una buena limpieza. Así que me puse a limpiar. Lavé los platos y quité el polvo.
       —Sí —dijo Adrienne—. La casa donde estábamos también la embrujaron así.
       Se hizo un silencio extraño durante el cual Adrienne, que sentía algo tenso y húmedo en la habitación, comenzó a juguetear con la bolsa de la comida que estaba sobre la cama, abriendo los bocadillos nerviosamente, pensando que si se volvía, el auricular sujeto en el cuello, vería al niño detrás de ella, un poco mayor ahora, un bebé de más de un año, avanzando hacia ella de modo fantasmal de la mano de sus propios padres muertos, la escena de un Nacimiento corrompida por el error y el sueño.
       —¿Y ahora en qué la puedo ayudar? —preguntó de nuevo la masajista con firmeza.
       «¿Ayudar?», se preguntaba Adrienne de modo abstracto, y recordó que en ciertos países, en vez del ratoncito Pérez, tenían cosas tales como arañas de los dientes. La araña de los dientes podía robarte los hijos, mezclarlos, darte un niño que no era el tuyo, que estaba cambiado.
       —Quiero pedirle hora para el jueves. Si puede. Por favor.

       Para cenar había vongole in umido, una carne gomosa, cocida al vapor con vino, que daba pie a comentarios comparativos sobre la anatomía de los moluscos y los crustáceos. Adrienne suspiraba y masticaba. Durante el aperitivo, había habido una larga discusión sobre péptidos y experimentos con conejos.
       —Ahora bien, las langostas, como sabéis, tienen lo que se llama hemipene —dijo el hombre que había a su lado. Era biólogo marino, epidemiólogo o antropólogo. Lo había olvidado.
       —Hemipene. —Adrienne recorrió visualmente la sala con un poco de desesperación.
       —Sí —sonrió—. No es un término que nadie querría oír en una situación íntima, por supuesto.
       —No —dijo Adrienne devolviéndole la sonrisa. Se quedó callada un momento y luego dijo—: ¿Es usted uno de los cónyuges?
       Alguien asió al hombre del brazo por su derecha y a continuación se volvió en aquella dirección para decir: pues sí, conocía en efecto al Profesor tal y tal..., ¿y el año pasado no estaba en Bruselas presentando un artículo en una conferencia de hermenéutica?
       Llegaron las castagne al porto y el café. La mujer que estaba a la izquierda de Adrienne se volvió por fin y dejó la taza en el platillo con un agudo tintineo.
       —¿Sabes?, el chef tiene el sida —dijo la mujer.
       Adrienne se quedó un poco paralizada en la silla.
       —No, no lo sabía.
       ¿Quién era esa mujer?
       —¿Qué te hace sentir esto?
       —¿Cómo dice?
       —¿Qué te hace sentir esto? —anunció con lentitud como un maestro de alfabetización.
       —No estoy muy segura —dijo Adrienne frunciendo el ceño a las castañas—. Ciertamente, me preocupo por nosotros, por que nos quedemos sin él.
       —Muy interesante —dijo la mujer sonriendo, y llevó la mano debajo de la mesa para buscar el bolso y dijo—: Lo cierto es que el chef no tiene sida, por lo menos que yo sepa. Es que estoy haciendo una encuesta para comprobar la reacción de la gente ante el sida, la homosexualidad y las ideas generales del contagio. Soy socióloga. Es parte de mi investigación. Acabo de llegar esta tarde. Me llamo Marie-Claire.
       Adrienne se volvió hacia el hombre del hemipene.
       —¿Cree que la gente de por aquí es mezquina? —preguntó ella.
       —Claro que sí —dijo sonriéndole de modo paternal. Se hizo un silencio largo con un poco de masticación—. Pero el lugar es precioso, como de postal.
       —Sí, bueno —dijo Adrienne—. Nunca envío esa clase de postales. Donde sea que esté, siempre envío esas con bromas de gatos.
       —Pues te vamos a buscar algunas bromas de gatos —dijo posando un momento su mano en el hombro de ella. Echó un vistazo a la habitación como desconcertado y luego se miró el reloj.

       Había establecido aquel vínculo en un estado de emergencia, como un polluelo. Pero quizás ese matrimonio fuera tranquilizador. Quizá fuera como un agradable baño de agua caliente. Un agradable baño de agua caliente en una bañera que sale volando por un tejado.
       Por la noche, Martin y ella casi parecían marido y mujer, el pecho de uno contra la espalda del otro en una especie de amor desmemoriado (un cielo quieto y frío por el que podría explotar una palabra o una caricia como una luna, luego desaparecer, sin que nadie la recordase). Ella movió los brazos para ponerlos alrededor de él y lo sintió muy grande, enorme, que le llenaba los brazos.

       La mujer de pelo blanco que le había dado la tarjeta de la masajista se llamaba Kate Spalding, y era la esposa del hombre del monje, y después del desayuno le preguntó a Adrienne si quería ir a correr. Se encontraron junto a los leones, Kate una vez más con una camiseta Spalding, y se dirigieron por la gravilla hacia los jardines.
       —Esto es precioso, como una postal, ¿verdad? —dijo Kate. Al otro lado del lago, las montañas parecían presidir sobre las minucias de los pueblos de terracota enclavados más abajo. Era mayo y los Alpes estaban perdiendo su sombrero de nieve, las enfermeras se estaban soltando el pelo. El aire era tibio. Podía pasar cualquier cosa.
       —¿Tú crees que la gente de aquí tiene relaciones sexuales?
       —¿Quieres decir relaciones esporádicas? ¿Entre los invitados?
       —¿Relaciones esporádicas? —Adrienne se sentía enfadada—. No, no digo relaciones esporádicas. Hablo de sexo de Sears & Roebuck, azarosamente profundo, difícil. Hablo del sexo matrimonial.
       Kate soltó una risa aguda, parecida a un ladrido, que por alguna razón hirió los sentimientos de Adrienne.
       —No creo en el sexo esporádico —dijo Adrienne y se subió los calcetines—. Creo en el matrimonio esporádico.
       —A mí no me mires: me casé con mi marido porque estaba profundamente enamorada de él.
       —Sí, bueno —dijo Adrienne—. Me casé con mi marido porque pensé que era una excelente manera de conocer tíos.
       Kate ahora se reía de verdad. Su pelo blanco era como de abuelita, pero tenía la cara joven y bronceada, y sus dientes brillaban con generosidad, mojados, los incisivos cremosos y curvados como anacardos.
       —Lo he intentado todo, pero es que simplemente no funciona —añadió Adrienne, corriendo sin moverse de lugar.
       Kate se acercó y le hizo un masaje a Adrienne en el cuello. Tenía la piel arrugada y como de papel.
       —Todavía no has ido a ver a Ilke de Minnesota, ¿verdad?
       Adrienne fingió que sufría alguna perturbación.
       —Es que parezco tan tensa, tan perdida, tan... —Y dejó que los brazos se le abrieran como en un espasmo—. Iré mañana.

       Era un niño precioso, ¿verdad? En la cama, Martin la tenía cogida hasta que se volvió, le asió la mano y se quedó dormido. Por lo menos había eso: un marido durmiendo junto a su esposa, un marido agradable durmiendo cerca. Aquello quería decir algo para ella. Comprendía que a través de los años el matrimonio acumularía fuerza, su comodidad animal sancionada socialmente, su vida nocturna una danza del amor soñadora. Estaba tendida despierta y recordaba cuando su padre, al final, estaba tan enfermo y senil que su madre ya no podía dormir en la misma cama que él (el desorden, el olor) y lo tuvieron que trasladar, con pañales y hediondo, a la habitación contigua de los invitados. Su madre había llorado al darle esa despedida a un marido. Por perderlo al final de ese modo, haciéndolo desaparecer y dejándolo de lado como un muerto, para nunca más dormir con él: había llorado como un bebé. Su muerte real no le afectó de ese modo. Durante el funeral no se dejó vencer por la pena y no lloró e invitó a todo el mundo a su casa a tomar un té elegante y silencioso. Cuando pasaron dos años y a ella le diagnosticaron cáncer, le había vuelto un poco el sentido del humor. «El asesino silencioso», decía con un guiño. «El Asesino Silencioso.» Parecía que se deleitaba repitiéndolo, aunque nadie sabía qué responder, y muy al final, se asía a los dobladillos de las enfermeras y les preguntaba: «¿Por qué no viene nadie a visitarme?» La gente no vive tan cerca, explicaba Adrienne. Nadie vive tan cerca de nadie.

       —¿No os parece interesante esta sopa? —dijo Adrienne a nadie en particular después de dejar la cuchara en la mesa. ¡Zup-pa ma-ri-ta-ta! Sopa de matrimonio. Concluyó que quizá fuese como el matrimonio: una buena idea que, como todas las ideas, viven en la tierra con torpeza.
       —No es poetisa, espero —dijo el geólogo inglés que estaba a su lado—. El mes pasado tuvimos a una poetisa y las cosas se pusieron un poco mal para los que estábamos por aquí.
       —Ah, sí. —Después de la sopa había arroz negro.
       —Sí. Se refería todo el rato a los insectos como «erratas de Dios» y luego una noche nos hizo quedar a todos después de cenar para leernos algunos de sus poemas, que parecían consistir en una repetición incesante del verso: «El kiwi peludo de sus pelotas.»
       —El kiwi peludo —repitió Adrienne, buscando la frase musical de un andante sincero. Antaño había escrito un poema. Lo había titulado «Noche asquerosa en la niebla» e iba de un largo paseo que hizo una vez durante una noche asquerosa.
       El geólogo sonrió ligeramente al rissoto, esperando que Adrienne dijera algo más, pero ahora ella estaba mirando en dirección a Martin, que estaba en la otra mesa. Estaba junto a la socióloga con la que ella se había sentado la noche anterior, y mientras Adrienne lo observaba, vio que la mirada de Martin iba, de un modo enfermizo, de la socióloga a su plato y del plato a la socióloga. «¿El cocinero?», dijo en voz alta, y a continuación dejó caer el tenedor y apartó la silla de la mesa.
       La socióloga frunció la frente. «Estás suspendido», dijo.
       —Mañana voy a ver a una masajista. —Martin estaba boca arriba en la cama y Adrienne estaba a horcajadas sobre su cadera, normalmente una de sus posturas favoritas para conversar. En el aparato de música sonaba una de las cintas de Mandy Patikin que se había traído.
       —La masajista. Sí, algo he oído.
       —Ah, ¿sí?
       —Pues sí. Hablaron de ella ayer durante la cena.
       —¿Quién? —Ya se sentía posesiva, sola.
       —Oh, una de ellas —dijo Martin, sonriendo y agitando la mano como quitándole importancia.
       —De ellas —dijo Adriennne fríamente—. Te refieres a una de las cónyuges, ¿verdad? ¿Por qué aquí todos los cónyuges son mujeres? ¿Por qué las mujeres académicas no tienen cónyuges?
       —Creo que algunas sí lo tienen. Sólo que no están aquí.
       —¿Dónde están?
       —¿No te puedes apartar? Te estás sentando en mi ingle.
       —Está bien —dijo, y se bajó.

       A la mañana siguiente pasó por delante de los pinos cónicos que había en la ladera hecha terrazas (tan parecido al terreno de un palacio, el palacio de una princesa malhumorada llamada Sophia o Giovanna) y anduvo diez minutos cuesta abajo por un camino serpenteante hasta la verja cerrada que daba al pueblo. Aquella noche había llovido y los caracoles, dorados y malvas, decoraban las piedras del camino, a veces en el mismísimo centro, lo que hacía que Adrienne de vez en cuando se torciera el tobillo. «Un paso de baile», pensó. Moderno y con la rodilla doblada. Muy Martha Graham. «No nos mates. Ya te mataremos nosotros.» Al final de las últimas escaleras que iban a parar a la verja, apretó el timbre que la abría electrónicamente, y luego se apresuró a cruzarla para salir a tiempo.
«FALTAN TREINTA SEGUNDOS», decía en un cartel. «TRENTA SECONDI USCIRE. PRESTO!» Se necesitaba una llave para volver del pueblo, y ella la apretó como si fuera un amuleto.
       Tenía que seguir la Via san Carlo hasta el Corso Magenta, pasar por delante de una heladería y de una panadería con coronas de pan trenzado y bollos cortados con forma de pájaro. Se apretó contra los edificios para dejar pasar los coches. Miró la tarjeta. La masajista estaba encima de una farmacia, le habían dicho, y ya la veía, un letrero pequeño en el que decía
«MASSAGGIO DELLA VITA». Empujó la puerta de la calle y subió.
       Arriba, por una puerta abierta, accedió a una habitación forrada de libros: libros de vegetarianismo, libros de curación, libros de zumos. Una cacatúa, blanca, con un lunar rojo como el de una esposa hindú, se había colgado de la parte superior de un cuadro. El cuadro era del lago Como o del Garda, aunque cuando se entornaban los ojos, también podía ser una calavera, un obstáculo en el centro, como un arrecife.
       —Adrienne —dijo una mujer sonriente que llevaba un vestido morado de campesina. Tenía una gran melena con mechas y una cara feliz y ancha que contenía muchos tonos de rosa., Avanzó hacia delante y estrechó la mano de Adrienne—. Yo soy Ilke.
       —Sí —dijo Adrienne.
       La cacatúa de repente echó a volar desde su posición privilegiada y se posó en el hombro de Ilke. Picoteó su gran melena y luego miró a Adrienne acusadoramente.
       Los ojos de Ilke se movían rápidamente entre los de Adrienne, una lectura rápida, un escaneo de radar. Luego miró el reloj.
       —Puedes pasar a la habitación de atrás y enseguida estoy contigo. Puedes quitarte toda la ropa, también las joyas, el reloj y los anillos. Pero si quieres, te puedes quedar en ropa interior. Lo que prefieras.
       —¿Qué hace la mayoría de la gente? —Adrienne tragó con dificultad y de manera sospechosa.
       —Unos hacen una cosa, los otros la otra —dijo Ilke sonriendo.
       —Muy bien —dijo Adrienne y cogió su libro de bolsillo. Miró la cacatúa—. Es que no me gustaría que la barca volcara por mi culpa.
       Avanzó con cautela hacia la habitación de atrás que Ilke le había indicado y se hizo paso a través de una pesada cortina. Consistía en una alcoba espaciosa, sin ventanas y oscura, con una pequeña luz azulada que venía del rincón. En el centro había una camilla con una sábana de franela recién arrugada. Había unos altavoces instalados debajo de la camilla y de ellos salía una música coral inquietante, oohs y aahs sin palabras en tonos menores, con un canto susurrante de fondo que le sonaba a Adrienne como «Jesús es mejor, Jesús es mejor», aunque quizá fuera «Queso sin olor». Del techo colgaba un móvil de estrellas blancas, lunas en cuarto creciente y palomas. En las paredes azules había más nubes y copos de nieve. Era una habitación de niño, una habitación de bebé, todo trataba a toda costa de ser inofensivo y tierno.
       Adrienne se quitó toda la ropa, los pendientes, el reloj, los anillos. Ya se había acostumbrado al anillo que Martin le había dado, así que le entristecía y le estimulaba quitárselo, una rápida mirada al paisaje del adulterio. El otro anillo que llevaba era un cuarzo ahumado, que un hombre que le leyó las líneas de la mano en Milwaukee (vestido como un profesor de gimnasia, que había instalado una mesita para las cartas en un restaurante alemán) le había dicho que comprara y llevara en el dedo índice derecho para tener poder.
       —¿Qué clase de poder? —había preguntado.
       —El de verdad —dijo—. El que tienes aquí —dijo, moviendo la mano alrededor de su mano izquierda y señalando al delgado anillo de plata con una turquesa que llevaba— no es nada.
       —Me gusta que te vista un individuo que lee las manos —dijo más tarde a Martin en el coche, al volver. Esto fue antes del incidente de la barbacoa de los Spearson, y las cosas por entonces no parecían imposibles: quería que Martin se enamorara de ella—. Un sujeto que se parece a Mike Ditka, pero que elige las joyas por ti.
       —Un individuo que te dice que eres sensible y que muy pronto recibirás dinero de alguien que lleva gafas. ¿De dónde habrá sacado esa historia?
       —Tú no crees que sea sensible.
       —Me refiero al asunto del dinero y las gafas —dijo—. Y la historia siniestra esa de que cree que estás en las últimas, pero que vas a salir de ésta y vas a vivir para ver como el mundo atraviesa un cambio físico radical.
       —Eso sí que era siniestro —asintió.
       Había mucho silencio mientras miraban los carriles de la autopista iluminados por la noche, las luciérnagas chocando contra el parabrisas y espachurrándose, todas oro fosforescente, como si el coche estuviera volando por las estrellas.
       —Debe de ser duro para alguien como tú salir con alguien como yo —dijo ella.
       —¿Por qué dices eso? —había preguntado.
       Se subió a la camilla, despojada de todo adorno y del poder del adorno, y se deslizó entre las sábanas de franela. Por un momento se sintió petrificada y asustada, desnuda en una habitación extraña, más desnuda incluso que en la consulta de un médico, donde no te quitas las joyas, como una odalisca. Pero era algo nuevo hacer eso, dirigir el cuerpo a eso, el cuerpo con su obediencia perruna, el deseo perruno de agradar. Se tendió allí a la espera, observando las lunas del móvil girando lentamente, media revolución, mientras por los altavoces de debajo de la camilla llegaba un sonido nuevo, una versión de la canción de cuna de Brahms sintetizada, electrónica. Una niña. Iba a volver a ser una niña. Quizá fuera el bebé de los Spearson. Había sido un bebé precioso.
       Ilke entró en silencio, y apareció tan de repente por detrás de la cabeza de Adrienne, que le dio un buen susto.
       —Ven hacia mí —susurró Ilke. «Ven hacia mí», y Adrienne avanzó hasta que sintió la coronilla rozando la barriga de Ilke. La cacatúa entró volando y se posó en una silla cercana.
       «¿Estás tensa? —dijo. Presionó con los dos pulgares en el centro de la frente de Adrienne. Las manos de Ilke eran pequeñas, fuertes, huesudas. Garras forradas de piel. Cuanto más apretaba, mejor le parecía a Adrienne, todos sus pensamientos difíciles desanudándose y viajando hacia fuera, a los pulgares de Ilke.
       »Respira hondo —dijo Ilke—. No se puede respirar hondo sin relajarte.
       Adrienne hundía y sacaba el estómago.
       —Vienes de la Villa Hirschborn, ¿verdad? —La voz de Ilke era una risa de complicidad.
       —Ehuh.
       —Me lo imaginaba —dijo Ilke—. La gente está muy tensa por ahí. Rígidos como tablas. —Las manos de Ilke bajaron por la frente de Adrienne, por las cejas, hasta las mejillas, que apretó repetidamente, en pequeños círculos, como si rompiera los capilares más débiles. Cogió la cabeza de Adrienne y la estiró. Hubo un crujido apagado. Luego presionó con los nudillos el cuello de Adrienne—. ¿Sabes por qué?
       Adrienne gruñó.
       —Porque se han educado en exceso y ya no pueden hablar con sus propias madres. Eso los enloquece un poco. Literalmente han perdido la lengua materna. Y entonces vienen a mí. Soy su madre y no necesitan hablar.
       —Por supuesto te pagan.
       —Por supuesto.
       Adrienne, de repente, se sintió sumida en una larga caída: de placer, de entrega, de muerte vidriosa, un pedazo de calor puesto en libertad en una habitación. Ilke frotó los lóbulos de Adrienne, masajeó con los nudillos el cuero cabelludo como una peluquera, tiró de la cabeza, los dedos y los brazos como si fueran objetos atascados. Adrienne se convertiría en niña, se uniría a todos los niños, en el cielo, donde vivían.
       Ilke comenzó a masajear los brazos de Adrienne con aceite de sándalo, apretándolos, frotándolos, planchándolos; parecía, en un vistazo rápido, una de las lavanderas de Degas. Adrienne volvió a cerrar los ojos y escuchó la música, que había pasado de las canciones de cuna sintéticas a los sonidos de contrapunto de una flauta y de una tormenta. Con esas manos sobre ella se sintió un poco perdonada y comenzó a pensar en el perdón en general, cuánto de ella se requería en la vida: perdonar a todo el mundo, a ti, a la gente que has querido, y esperar que ellos te perdonen. ¿De dónde se suponía que venía todo ese perdón? ¿Dónde estaba todo ese suministro incombustible?
       —¿Dónde estás? —susurró Ilke—. Estás en algún lugar muy lejos.
       Adrienne no estaba segura. ¿Dónde estaba? En su propia cabeza, como en un sueño. En los fuelles de sus pulmones ¿Qué era? Quizás un niño. Quizás un cadáver. Quizás un helecho en el bosque durante la tormenta; un pájaro cantor. Las sábanas ya no la cubrían. Ahora las manos estaban por todas partes. Quizás estuviera debajo de la mesa con la música o en un rincón mohoso de su cadera. Sintió cómo Ilke la frotaba con aceite de cintura para arriba, entre los pechos, resiguiendo las costillas y describiendo círculos por el abdomen—. Aquí tienes algo atascado —dijo Ilke—. Algo que no funciona. —Luego la volvió a cubrir con la sábana—. ¿Tienes frío? —preguntó y como Adrienne no respondía, Ilke cogió otra manta, misteriosamente caliente, y la tendió sobre Adrienne—. Ya está —dijo Ilke. Colocó la manta de modo que sólo quedaron expuestos los pies de Adrienne. Untó con aceite las plantas de los pies, los dedos; algo salió de Adrienne, como una aceituna. Se sintió como si fuera a llorar. Se sintió como el niño Jesús. El Jesús adulto. «El pobre siempre estará con nosotros.» El Jesús muerto. Queso sin olor. Queso sin olor.

       En la mesa de la habitación de fuera, Ilke quería dinero. Treinta y cinco mil liras.
       —Te lo puedo dejar por treinta mil liras, si quieres venir con regularidad. ¿Te gustaría venir con regularidad? —preguntó Ilke.
       Adrienne rebuscaba en su billetera. Se sentó en el balancín de mimbre que había junto a la mesa.
       —Sí —dijo—. Por supuesto.
       Ilke se había puesto las gafas de leer y ahora abría la agenda para ver si estaba muy ocupada las semanas siguientes. Pasó una página, retrocedió. Miró a Adrienne por encima de las gafas.
       —¿Con qué frecuencia te gustaría venir?
       —Todos los días —dijo Adrienne.
       —¿Todos los días?
       El grito de Ilke preocupó a Adrienne.
       —¿Día sí y día no? —Adrienne la miró a hurtadillas con expectación. Quizás el masaje la había embrujado, la había destrozado. Quizá se había enamorado.
       —Pues día sí, día no —repitió Ilke mirando la agenda y encogiéndose de hombros. Lentamente, como una manera de seguir con la conversación mientras comprobaba su agenda—. ¿Qué tal a las dos en punto?
       —¿Lunes, miércoles y viernes?
       —Ocasionalmente podemos quedar en sábado.
       —Muy bien. De acuerdo. —Adrienne dejó el dinero sobre la mesa y se levantó. Ilke la acompañó a la puerta y le tendió la mano de modo formal. Su cara había cambiado del rosa de antes a un naranja extraño y brillante.
       —Gracias —dijo Adrienne. Estrechó la mano de Ilke, pero luego se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla; la besaba para hacer desaparecer el negocio—. Adiós —dijo.
       Avanzó con cautela escaleras abajo; todavía no había vuelto completamente a su cuerpo. Tenía que ir despacio. Se sentía como si acabara de ver a Dios, pero también como si acabara de ver a una prostituta. Ya en el exterior, anduvo hasta la villa, pero primero se detuvo en la heladería para tomarse una tarrina pequeña de helado de avellana. Era suave, tostado, mantecoso, como un licor exquisito, y pensó en lo diferente que era del helado de Estados Unidos, que parecía ya, en su mayor parte, agredido por niños armados con galletas.

       —Bien, Martin, ha sido un placer conocerte —dijo Adrienne sonriendo. Tendió una mano para estrecharle la suya y con la otra le dio palmaditas en el hombro—. Has sido muy comprensivo. Espero que no te lo tomes a pecho.
       —Acabas de volver del masaje —dijo un poco atontado—, ¿cómo te ha ido?
       —Como dirías tú, «relajante». Como diría yo..., bueno no diría nada.
       Martin la condujo a la cama.
       —Dame un beso y cuéntame —dijo.
       —Te doy un beso y ya está —dijo ella besándolo.
       —Me conformo con eso —dijo él.
       Pero entonces ella se detuvo y se metió en el baño para ducharse antes de cenar.

       Para cenar había zuppa alla paesana y a continuación salsiccia alla griglia con spinacci. Por primera vez desde que llegaron estaba sentada cerca de Martin, que se encontraba a su izquierda en diagonal. El estaba junto a otro economista y hablaba acaloradamente con él acerca de un libro sobre la división del trabajo y política económica.
       —¡Pero Wilkander sacó esa teoría de Boyer! —Martin dejó que la cuchara cayera violentamente en la zuppa antes de que llegara el camarero y le retirara el cuenco.
       —Digamos —dijo el otro hombre con calma— que era una especie de homenaje.
       —Si eso es «homenaje» —dijo Martin jugueteando con el tenedor—, me gustaría rendirle un pequeño «homenaje» al Chase Manhattan Bank.
       —Pienso que todo el mundo veía que no estaba suficientemente bien desarrollada y que alguien lo iba a hacer.
       —Claro. Y el hermano mellizo de uno es simplemente una explicación del texto.
       —¿Por qué no? —sonrió el otro economista. Estaba calmado, probablemente fuera un especialista en economía de la oferta.
       «Pobre Martin», pensó Adrienne. Pobre Martin keinesiano, pobre Martin marxista, sudoroso y rojo. «¿A la izquierda de Lenin? —había exclamado indignado ante un ingeniero agrónomo—. ¿A la izquierda de Lenin? ¡A la izquierda de las Lennon Sisters, dirás!» Pobre Martin, criado-ateo-en-Ohio, impío. «En Navidad —le contó una vez— solíamos ir a la Tienda de la Ciencia a adorar los mecheros Bunsen.»
       Simplemente tendría que encontrar la blusa adecuada, el perfume adecuado, recibirlo en el sofá con un hombro al descubierto y con un arrullo: «Hola, Hombre mío», llevarlo junto al lago cerca de la capilla de Sfondrata y hacer que se acostase con ella. Contratar a alguien. Se volvió hacia el erudito que tenía a su lado, que acababa de llegar aquella mañana.
       —¿Qué tal el vuelo? —preguntó. Ya no se avergonzaba por sus comentarios intrascendentes a la hora de la cena.
       —Vuelo es la palabra —dijo—, necesitaba volar lejos de mi piso, las facturas, el coche renqueante. Venir a un lugar en el que me cuiden.
       —Supongo que éste es el lugar —dijo—. Aunque no le arreglarán el coche. Al parecer no quieren oír hablar del asunto.
       —He venido con una beca Guggenheim —dijo.
       —¡Qué bien! —Pensó en el museo de Nueva York, y en los pendientes que se había comprado en la tienda del museo y que no había estrenado porque siempre le parecía que estaban rotos, aunque ése era el aspecto que se suponía que tenían que tener.
       —Pero no se me ocurrió pedir a la fundación el dinero suficiente. No me di cuenta de cuánto se podía pedir. No pedí la misma cantidad que los demás, así que recibí bastante menos.
       —Así que en vez de recibir una Guggenheim normal te dieron una Guggenheim pequeña —dijo Adrienne con comprensión.
       —Sí —dijo él.
       —Una Guggenheimita —dijo ella.
       —Eso mismo —dijo él sonriendo con una mueca de preocupación.
       —Así que ahora tienes que vivir en Villa Guggenheimita.
       Dejó de mover una salchicha con el tenedor y dijo:
       —Sí, he oído decir que aquí se dicen cosas muy ocurrentes. —Ella quiso torcer la boca igual que él—. Lo siento —añadió el hombre—. Es una broma.
       —Es el desfase de horarios —dijo ella.
       —Sí.
       —El desfase de horaritos. —Le sonrió—. Hablamos como los niños. Nos encanta —se detuvo un momento—. La semana pasada no estábamos así. Has llegado un poco tarde.

       «Era un niño precioso.» En la oscuridad había como latidos, como unos tam tam y un agudo flautín por encima. No podía mirar porque cuando miraba se escandalizaba: las manos de otra mujer por todo su cuerpo. Lo que hacía era mantener los ojos cerrados y concentrarse en la entrega y en su apacible invalidez. A veces se concentraba en estar donde estaban las manos de Ilke: en los pies, en la parte baja de la columna.
       —Tus padres ya no viven, ¿no? —dijo Ilke en la oscuridad.
       —No.
       —¿Murieron jóvenes?
       —A la mitad. Murieron a la mitad. Yo fui hija de último momento, menopáusica.
       —¿Quieres saber lo que siento en ti?
       —De acuerdo.
       —Siento una ternura grande y profunda. Pero también siento que te han deshonrado.
       —¿Deshonrado? —Qué japonés. A Adrienne le gustó cómo sonaba.
       —Sí, tienes un miedo metido muy adentro. Aquí. —Las manos de Ilke estaban debajo de las costillas de Adrienne.
       Adrienne respiró profundamente, hacia dentro y hacia fuera.
       —Maté a un niño —susurró.
       —Sí, todos hemos matado a un niño: hay una criatura en todos nosotros. Por eso la gente viene a verme, para volver a unirse con él.
       —No, yo maté a uno de verdad.
       Ilke se quedó muy callada y luego dijo:
       —Ahora puedes ponerte de lado. Ponte esta almohada debajo de la cabeza, y esta otra entre las rodillas.
       Adrienne se dio la vuelta con torpeza para ponerse de lado. Por último, Ilke dijo:
       —Este país, el Papa, la Iglesia hacen que las mujeres sean asesinas. No debes dejar que te hagan eso. Acércate un poco hacia mí. Así es.
       No es así, pensó Adrienne, en esta disolución temporal, viendo la muerte y el nacimiento, viendo el principio y luego el final, cómo eran del mismo negro silencioso, la misma nada después: la vida de todas las personas aparecía en el mundo como una película en una habitación. Primero oscuridad, luego luz, luego otra vez oscuridad. Pero estaba todo organizado de modo que en algún lugar siempre había luz.
       No es así. «No es así —pensó—. Pero gracias.»
       Cuando aquella tarde se marchó en busca de azúcar en alguna de las tiendas, avanzaba con lentitud, cegada por un ángulo de la luz de la tarde, pero también con el convencimiento de que había visto a Martin avanzar hacia ella por la calle estrecha, acercándose como el leñador con andares bruscos que a veces parecía ser. Su mirada entornada, sin embargo, no pudo captar la de él, y de repente giró hacia la izquierda y se metió por una calle. Cuando llegó a la esquina, él había desaparecido. «Qué extraño», pensó. Se había sentido cerca de algo, de él, y de repente no. Tomó el camino ascendente, en dirección a la villa, y fue al estudio de Martin y llamó a la puerta, pero no estaba allí.

       —Hueles bien —dijo a Martin dándole la bienvenida. Había pasado un rato y ella acababa de volver a la habitación, y lo encontró allí—. ¿Te acabas de bañar?
       —Hace un rato —dijo él.
       Se acurrucó contra él, con coquetería.
       —¿No una ducha? ¿Un baño? ¿Has puesto sales de baño en el agua?
       —Me he dado un baño muy masculino —dijo Martin.
       —¿Qué perfume tienen? —dijo tras olerlo de nuevo.
       —Un perfume varonil —dijo—. De roca, me di un baño con sales con perfume de roca.
       —¿Te has dado un baño de burbujas? —Ella inclinó la cabeza hacia un lado.
       —Sí —dijo él sonriendo—, pero, eh, yo me he hecho las burbujas.
       —¿Tú solito? —dijo ella apretándole el bíceps.
       —Sí, he golpeado el agua con el puño.
       Ella fue hacia el aparato de música y puso una cinta. Miró a Martin, que de repente parecía infeliz.
       —Esta música te molesta, ¿verdad?
       Martin se retorció.
       —Es sólo que... ¿por qué no puede cantar ni una sola canción entera?
       —Porque —dijo pensando en ello— es el rey de las Mezclas.
       —¿No has traído nada más?
       —No.
       Volvió a donde estaba Martin y se sentó junto a él, en silencio, oliendo su perfume, como si fuera algo raro.

       Para cenar había vitello alla salvia, guisantes pequeños y pasta hecha con caviar.
       —Hay que atajar el problema antes de que sea demasiado tarde —suspiró Adrienne—. Una helada temprana.
       Un hombre gordo y mayor, que llegaba tarde, corrió la silla y la puso encima de su pie, y luego se sentó. Ella dio un grito.
       —Oh, vaya, lo siento —dijo el hombre, levantándose todo lo que podía.
       —No se preocupe. De verdad, no se preocupe.
       Pero a la mañana siguiente, durante los ejercicios, Adrienne se observó el pie atentamente mientras levantaba la pierna. El dedo gordo estaba hinchado y azul, y la uña estaba suelta y había tomado un ángulo raro y desquiciado.
       —Vas a perder la uña del dedo gordo —dijo Kate.
       —Estupendo —dijo Adrienne.
       —A mí me ocurrió en una ocasión, durante mi primer matrimonio. Mi marido me tiró un diccionario en el pie. Una de esas cosas subconscientes. La furia en un libro muy grande.
       —¿Has estado casada antes?
       —Oh, sí —suspiró—. Tuve uno de esos matrimonios de ensayo, ya sabes, en que tú eres feminista y entrenas al individuo, y entonces luego otra feminista viene y se lleva al sujeto.
       —No sé —dijo Adrienne frunciendo el entrecejo—. Creo que hay algo que no acaba de funcionar si las palabras «feminista» y «se lleva al individuo» están en la misma frase.
       —Sí, bueno...
       —¿Estabas disgustada?
       —Pues claro. Pero luego, he hecho de todo. Había insistido en la separación de bienes, en ser independiente económicamente. Trabajaba. Me encargaba de los niños. Pagaba la casa; cocinaba; limpiaba. Me encontré gritando: «¿Esto es feminismo? ¡Pues gracias, Gloria y Betty!»
       —Pero ahora estás con otra persona.
       —Enseñado, con sistema de autolimpieza. Con las pilas incluidas.
       —Alguien lo entrenó y tú te lo quedaste.
       —Pues sí —dijo Kate sonriendo—. Qué, ¿estoy loca?
       —¿Qué le pasó al dedo?
       —La uña se cayó. Y la que me creció era ondulada y oscura y solía asustar a los niños.
       —Oh —dijo Adrienne.

       —¿Por qué alguien publicará seis libros sobre Chaucer? —Adrienne observaba cómo Martin se vestía. Ella también fumaba un cigarrillo. Una de las cosas raras de la villa era que todos los fumadores habían dejado de fumar, y que los no fumadores habían comenzado a fumar. La gente se ponía en contacto con su otro yo. Abundaban los cigarrillos regalados. Aparecían cartones junto a las puertas de las habitaciones.
       —Tienes que entender las publicaciones académicas —dijo Martin—. Nadie lee esos libros. Simplemente, todo el mundo se pone de acuerdo en publicar lo de los otros. Es una gran estupidez en círculo. Es un acuerdo rentable y gigante. Cuando te paras a pensar en ello, probablemente viola la ley de Sherman.
       —¿Una gran estupidez en círculo? —preguntó insegura. El cigarrillo la mareaba.
       —Sí —dijo Martin mientras se volvía a hacer el nudo de la corbata.
       —Pero ¿seis libros de Chaucer? ¿Por qué no, por ejemplo, un libro sobre Cat Stevens?
       —A mí no me mires, yo estoy dentro del círculo.
       —Pues entonces te voy a cantar —dijo ella con un suspiro—. Música ambiental. —Se inventó una melodía romántica que sonaba a asiática, y bailó por la habitación con el cigarrillo como si flotase y las extremidades fueran alas—. Este es el baile de la esperanza.
       Y llegó la hora de ir a cenar.

       Al parecer la cacatúa se había acostumbrado a Adrienne; silbaba dos veces y luego volaba a la habitación de atrás, se posaba con rapidez en el marco del cuadro y esperaba con ella a Ilke. Adrienne cerró los ojos y respiró profundamente, se subió la sábana de franela hasta debajo de los brazos, apretándosela, como un sarong.
       La cara de Ilke apareció en la oscuridad, en lo alto, como si fuera una madre que va a echar un vistazo e inspecciona la cuna.
       —¿Cómo estás?
       Adrienne abrió los ojos y vio que Ilke llevaba una camiseta en la que decía
«DI UNA ORACIÓN. MIMA UNA PIEDRA».
       «Di una oración.»
       —Bien —dijo Adrienne—. Me siento de puta madre.
       «Mima una piedra.»
       Ilke recorrió con los dedos el pelo de Adrienne, tarareando en voz muy baja.
       —¿Qué música es la de hoy? —preguntó Adrienne. Al igual que Martin, ella también se había hartado de las cintas de Mandy Patinkin, toda esa exuberancia sin límite.
       —Grillos y uapitíes —susurró Ilke.
       —Grillos y uapitíes.
       —Grillos y uapitíes y una arpita.
       Ilke comenzó a moverse alrededor de la mesa, tirando de las extremidades de Adrienne y apretándole los tendones con fuerza.
       —Hoy hago masaje con coreografía —dijo Ilke—. Por eso me he puesto este vestido.
       Adrienne no se había dado cuenta del vestido. En cambio, con la luz que ahora era débil (a excepción de las nubes iluminadas de las paredes) se sintió hundiéndose en los lagos de la muerte, muy dentro de los huesos, los pozos oscuros de soledad, fracaso, culpa.
       —Ahora puedes darte la vuelta —oyó decir a Ilke. Y forcejeó un poco entre las sábanas para conseguirlo, hasta que Ilke la ayudó, como si fuera una enfermera y Adrienne una persona vieja y enferma. Una víctima de una embolia, eso era lo que era. Se había convertido en una víctima de una embolia. Luego posó la cara en las planchas recubiertas con toallas que sobresalían de la camilla («la cuna», la llamaba Ilke), Adrienne comenzó a llorar en silencio, el masaje profundo en el cuerpo la fundía en una ecuación de tristeza animal, cuero de zapato y salmuera. Comenzó a entender por qué la gente querría vivir en esas zonas oscuras del averno, un fundirse provocado por el sueño, la bebida o esto. Al alma le parecía más verdadero y más familiar que el destello lleno de trajín y complicación que era la vida corriente. Los brazos de Ilke se inclinaron hacia ella, sus pechos rozaron suavemente la cabeza de Adrienne, que ahora se sentía conectada al resto de ella sólo por filamentos e hilos. El cuerpo de repente parecía un tumor en el cerebro, un mero medio de transporte, un vagón; el carruaje de la mente ahora desmontado, las piezas puestas sobre esa mesa.
       —Tienes los trapecios agarrotados —dijo Ilke, masajeando los hombros de Adrienne—. La parte más agarrotada está aquí —añadió apretando fuerte y magullándole un poco el hombro y luego disminuyendo la presión—. Suéltate —dijo—. Suéltalo todo.
       —Me podría morir —dijo Adrienne. De repente la música sonó más alta y no pudo oír lo que contestó Ilke, aunque había sonado un poco como «Los cambios son buenos». Aunque quizás haya sido «Los escarnios no son buenos». Ilke tiró de los dedos de los pies de Adrienne y tiró incluso del dedo herido, con la uña suelta y la piel de debajo como agujereada, y luego dejó a Adrienne, allí, en la oscuridad, en la música, aunque Adrienne sintió que era ella más bien la que se iba, como una persona que se está muriendo, como un tren que parte. Sintió la furia soltándose de la espalda, flotando sin rumbo a su alrededor, la furia que no sabía contra qué o quién enfurecerse, aunque seguía enfureciéndose. Se despertó cuando Ilke la sacudió con suavidad.
       —Adrienne, despiértate, dentro de poco tengo a otra persona.
       —Me debo de haber quedado dormida —dijo Adrienne—. Lo siento.
       Se levantó lentamente, se vistió y salió a la otra habitación. La cacatúa salió disparada con ella, rozándole la cabeza.
       —Me siento como si me acabaran de bombardear —dijo, cogiéndose la cabeza.
       Ilke frunció el entrecejo.
       —El pájaro, quiero decir por el pájaro. Ahí adentro —señaló la habitación del masaje— ha sido increíble. —Rebuscó en el monedero para pagar. Ilke había trasladado la silla de mimbre al otro lado de la habitación, de modo que ya no había ningún lugar donde sentarse o entretenerse—. ¿Quieres liras o dólares? —preguntó y se sorprendió un poco cuando Ilke contestó con bastante firmeza: «Prefiero liras.»
       Ilke se aburría con ella. Eso era. Adrienne había tenido una experiencia religiosa, pero Ilke... Ilke sólo era educada. Adrienne le tendió el dinero e Ilke se lo quitó de las manos, luego abrió la puerta de la entrada y se inclinó para darle a Adrienne el beso con el que te echan a patadas, y cerró la puerta.
       Adrienne se encontraba en la niebla, las piernas como de lana, los ojos desacostumbrados a la luz. Fuera, delante de la farmacia, si no tenía cuidado, la iba a atropellar un coche. ¿Cómo era capaz Ilke de enviar a la gente a la calle llena de agitación, así como así, cuando estás todo suelto y aturdido? Adrienne sentía el cuerpo pastoso, enlodado. Era bueno, suponía. Descomposición. Avanzaba con lentitud, con cuidado, el paso a lo Martha Graham, a lo largo de la acera estrecha entre las calzadas y las tiendas. Y cuando rodeó la esquina para dirigirse hacia el ascendente sendero de Villa Hirschborn, vio a Martin, su marido, doblando la esquina y siguiendo su camino.
       —¡Hola! —dijo ella, de repente encantada de encontrárselo así, lejos de lo que ella ahora llamaba «el cuartel»—. ¿Vas a la farmacia? —preguntó.
       —Eh, sí —dijo Martin. Se inclinó para besarle la mejilla.
       —¿Quieres compañía?
       Parecía un poco perplejo, como si necesitara estar solo. Quizá fuese a comprar condones.
       —Oh, da igual —dijo alegremente—. Ya te veré luego, en el cuartel, antes de la cena.
       —Muy bien —dijo y le cogió la mano, dio dos pasos hacia atrás, y se la soltó, suavemente, en el aire.
       Se alejó de allí en dirección a un pequeño parque, il Giardino Leonardo, que se encontraba pasada la estación de los vaporetti. Cerca de un rododendro especialmente exuberante había una mujer baja y de piel oscura con un pañuelo turquesa brillante atado al cuello. Había puesto una mesa con un letrero que decía:
«CHIROMANTE: TAROT E FACCIA.» Adrienne se sentó frente a ella, en la silla vacía.
       —Americana —dijo.
       —Leo la cara, las manos o las cartas —dijo la mujer del fular azul.
       Adrienne se miró las manos. No quería que le leyeran la cara. Ya vivía con eso. Sucedía en la villa en todo momento, la gente tratando de leerte la cara, congelándote el cerebro con miradas pétreas y comentarios maliciosos de oscuridad, de modo que no podías leer sus caras mientras ellos estaban ocupados leyendo la tuya. Todo eso la hacía sentirse asquerosa como una cabeza solitaria en un cartel de algún lugar.
       —Las cartas son lo mejor —dijo la mujer—. Diez mil liras.
       —De acuerdo —dijo Adrienne. Aún se miraba la red de sus manos abiertas, tenía allí mismo el lecho seco del río de la vida.
       —Las cartas.
       La mujer amontonó las cartas y repartió la mitad por la mesa formando una especie de cruz gamada. Luego, sin mirarlas, se inclinó hacia delante con descaro y le dijo a Adrienne:
       —¿Está insatisfecha sexualmente?
       —¿Es eso lo que dicen las cartas?
       —De un modo general. Tienes que coger toda la baraja e interpretar.
       —¿Qué dice esta carta? —preguntó Adrienne señalando una en la que había unos cadáveres desnudos asomando por unos ataúdes.
       —Ninguna carta dice nada. Es la sensación general que te dan. —Rápidamente repartió el resto de la baraja por encima de las otras cartas—. Estás buscando una guía, una especie de guía, porque el hombre con quien estás no te hace feliz, ¿tengo razón?
       —Quizá —dijo Adrienne que ya metía la mano en el monedero para pagarle las diez mil liras y así poderse ir.
       —Tengo razón —dijo la mujer cogiendo el dinero y pasándole una pequeña tarjeta de visita con lamparones—. Pásate mañana. Ven a mi tienda. Tengo unos polvos.
       Adrienne salió del parque dando un paseo, pasó por delante de un grupo de turistas que bajaban de un autobús y luego fue en dirección a la Villa Hirschborn: franqueó la reja, que abrió con la llave, y luego subió la larga escalera de piedra hasta la cima del promontorio. En vez de ir hacia la villa, avanzó por los bosques hacia el estudio, hacia el manojo de arañas muertas que había memorizado en su dolor. Decidió tomar otro camino, no el que iba hacia el estudio, sino el que conducía un poco más arriba de la colina, que era más empinado, hacia un prado que coronaba la cima, con una pequeña ruina romana en un extremo: quedaba todavía una esquina de la fortaleza original. Pero cuando estaba en medio del prado le sucedió algo imprevisto (un viento templado y agradable o el calor de la caminata cuesta arriba), y se quitó toda la ropa, se tendió sobre la hierba y se quedó mirando el cielo oscuro. A ambos lados, los radios de las ramas de los árboles se cruzaban hacia las alturas en una especie de cesta de gato. Justamente por encima de ella pasó la mancha pequeña y plateada de un avión, el morro metálico seguido de su chorro blanco, como la punta de un termómetro. Había cien personas dentro de esa cabeza de alfiler, pensó Adrienne. ¿O acaso fuese en verdad la cabeza de un alfiler? ¿Cómo saber cuándo las cosas eran verdaderamente pequeñas o se veían así por la distancia? Las ramas de los árboles parecían invadir el espacio interior y dar vueltas ligeramente hacia la izquierda, ligeramente hacia la derecha, como algo mecánico. Le entró el sopor y vio el precioso niño de los Spearson haciendo ruiditos con un sombrero de payaso; vio a Martin nadando con furia en una piscina; vio las cuentas desparramadas de su propia fertilidad, todos los óvulos que tenía dentro de ella saltando hacia fuera como el contenido de una caja de tapioca que tiras por un precipicio. Le parecía que todo lo que había necesitado saber en la vida lo había sabido en un momento o en otro, pero nunca había sabido todas esas cosas a la vez, al mismo tiempo, en un único momento. Estaban esparcidas por todos lados y ella tenía que alejarse de una y olvidarla para conseguir la siguiente. Pasó una sombra a través de ella, dentro de ella, y sintió que se batía en retirada hacia aquel lugar de sus huesos donde se encontraba la muerte y le diste la bienvenida como a un conocido en una habitación; le dijiste hola y entonces estuvisteis listos para lo que fuera a suceder a continuación (que podría ser una guía, la guía que te habrían enviado, la guía que te dirige otra vez hacia tu vida).
       Alguien la agitaba suavemente. Se despertó un poco para ver la cara etérea y pálida de una extraña mujer mayor que la estudiaba como si Adrienne fuera algo raro en el fondo de una taza de té. La mujer iba vestida enteramente de blanco, bermudas blancas, chaqueta de punto blanca, un pañuelo blanco alrededor de la cabeza. La guía.
       —¿Es usted... la guía? —susurró Adrienne.
       —Sí, querida —dijo la mujer con un ligero acento inglés que sonaba a Glenda, del Mago de Hoz.
       —Ah, ¿sí? —preguntó Adrienne.
       —Sí —dijo la mujer—. Y he traído a mi grupo aquí arriba para que contemplen la vieja fortaleza, pero es que estaba un poco preocupada porque usted se molestase con todo el mundo, paseando por aquí mientras está, bueno..., ¿se encuentra bien?
       Adrienne ahora estaba un poco más despierta y se sentó y divisó al fondo del prado el grupo de turistas que había visto antes abajo, en la ciudad, bajando del autobús.
       —Sí, gracias —murmuró Adrienne. Se echó de nuevo para pensar en aquello, escondida entre las paredes de hierba, como un niño que espera engañar a los hechos. «Dios mío», dijo finalmente, y tanteó a su izquierda para encontrar la ropa y apretársela, presa de pánico, contra la barriga. Respiró profundamente, luego se puso la ropa tendida en el suelo lo más plana posible, para que fuera difícil verla, una serpiente que se vuelve a meter en su piel, un cambio, quizá, de corazón de reptil. Luego se levantó, se subió la cremallera de los pantalones, se abrochó la hebilla del cinturón y dijo adiós con la mano, irguiéndose y pasando valientemente por delante del autobús y los turistas, que aunque trataban de no mirarla, la miraban.

       A aquellas alturas todo el mundo en la villa hacía, en privado, imitaciones de todo el mundo.
       —Martin, tienes que decir a quién parodias antes de ponerte a imitar a alguien —dijo Adrienne mientras se vestía para la cena—. No te sabría decir.
       —¡Yupies de cubitos de caldo de carne! —despotricaba Martin contra el techo—. ¡Leyendas en su propia mente! ¡Rumores en su propia habitación!
       —A ti, te estás imitando a ti. —Enderezó el cuello y trató de parecer una esposa.
       De cena había cioppino, insalata mista y pesce con pignoli, un trozo de pescado delgado como una hoja. De todas partes de la sala iban flotando hacia ella trocitos de diálogos: alambradas retóricas indignadas y arcanas. «Como especialista en estética, no puede ser que no te interese lo sublime.» O: «Vaya, eso es lo más superficial que he oído en mi vida.» O: «Por el amor de Dios, haz el favor de explicarle la Guerra de los Campesinos», pero nadie hablaba directamente con ella. No tenía tema, ésa era la verdad, ninguno que a ella le gustara, a excepción, quizá, de las películas y los actores. Martin estaba en una mesa alejada, dándole la espalda, escuchando al hombre de Joachim de Flore. En momentos así, pensaba, quizá fuera buena idea llevar un polichinela.
       Se dio en la falda con los dedos.
       Finalmente, una de las personas que estaban sentadas junto a ella se volvió y se presentó. Tenía la cara sembrada de pelos cortos de barba y parecía mirar hacia abajo, como si espiara el movimiento de su propia boca. Cuando ella le preguntó qué tal lo estaba pasando, escuchó una historia más bien breve del imperio otomano. Ella asentía y sonreía y, al final, él se frotó la barba oscura, la miró con compasión y le dijo:
       —No somos buenos anuncios para esta vida, ¿verdad?
       —Por aquí hay muchas broncas —admitió ella. El parecía un poco herido, así que añadió—: Pero me gusta que eso ocurra, de verdad.
       Cuando después de la cena fue a dar un paseo nocturno con Martin, trató de entablar una conversación con él acerca de los famosos y los actores.
       —Todavía sigo pensando que el marido de Carolina de Monaco fue asesinado —dijo.
       Martin estaba callado.
       —Pobre familia —dijo Adrienne—. Cuánta tragedia han tenido que soportar.
       —Sí —dijo Martin en tono de burla y le lanzó una mirada furiosa—. Esa pobre familia. No paro de pensar, ¿qué puedo hacer por ella?, ¿qué puedo hacer? Y pienso una y otra vez, pero no puedo hacer nada. —Comenzó a apretar el paso, delante de ella, en dirección a la villa. Adrienne echó a correr para alcanzarlo. Se sentía desquiciada. El matrimonio, pensó, es toda una institución.
       Cerca de la plaza principal, al pie de una farola, la mujer había colocado de nuevo la mesa con el cartel de
«CHIROMANTE: TAROT E FACCIA». Cuando vio a Adrienne, le gritó:
       —Dígame su cumpleaños, signora, y el cumpleaños de su marido, y les echaré las cartas para decirles si son compatibles. O... —se detuvo para observar a Martin con escepticismo mientras pasaba a toda prisa—. O también se lo puedo decir ahora mismo.
       —¿Has ido a ver a esa mujer? —preguntó Martin, disminuyendo el paso.
       Adrienne lo cogió del brazo y lo alejó de allí.
       —Me hacía falta un cambio de escenario.
       —Bueno —dijo deteniéndose, más calmado después de hacer un poco de ejercicio y más comprensivo—, nadie te puede echar la culpa.
       Adrienne lo cogió de la mano y sintió un amor de gratitud, marital: sola, en Italia, de noche, en mayo. ¿Había algún amor que no fuera en el fondo un amor de gratitud? La luna se reflejaba en el lago como un pez eléctrico, como un banco de hielo.

       —¿Qué haces? —preguntó Adrienne a Ilke a la mañana siguiente. Las lámparas estaban especialmente tenues, aunque había un foco dirigido sobre un retrato de la madre de Ilke que había al final de una mesa, por el mes, en honor del Día de la Madre. La madre tenía aspecto fantasmagórico, como un sacrificio. ¿Y si Ilke fuera verdaderamente una bruja? ¿Y si mezclaba los fluidos y los pelos y las uñas para hacer una ofrenda en memoria de su madre?
       —Te estoy esponjando el aura —dijo—. Hoy está muy oscura, quemada hasta un borde impreciso. —Manipulaba los dedos de los pies de Adrienne, y Adrienne de repente tuvo una visión de una película de terror, con Ilke con jarras llenas de jugo de dedos de pies que ha reunido en un armario para Satán, quien, se descubriría luego, era la madre de Ilke. Quizás, Ilke de repente se apoyara para morder el hombro de Adrienne, para beber su sangre. ¿Cómo podría controlar Adrienne esos pensamientos? Sintió que su aura se esponjaba como el pelaje de un gato dando alaridos. Se imaginó a sí misma, por primera vez, no volviendo nunca más. «Adiós. Vete con Dios.» Sería un asunto breve, una nadería; una charla en el porche durante una fiesta.

       Afortunadamente había otras cosas que mantenían a Adrienne ocupada.
       Había comenzado a pintar las arañas con pistola y los resultados eran interesantes. Ya se veía, cuando volviera a casa, contándole a un marchante que el trabajo representaba la telaraña de la soledad; una vibración en la periferia resuena hacia dentro (experimental, ensordecedora) y la araña deja el centro a toda prisa para devorar el gong y al gongueador. Se fue. Se imaginó al marchante pidiéndole su teléfono y escribiéndolo en un papel demasiado suelto.
       Y estaba el sonsonete ocasional de sobremesa, académicos y cónyuges reunidos alrededor del piano en varios estados de embriaguez y olvido.
       —Bueno, puede que la aprendieras así, Harold, pero no es así.
       Y estaba también la Fiesta del Espárrago, a la que por recomendación de Carlo decidieron asistir ella y Kate Spalding, con una de sus camisetas («muy bien, adelante con las camisetas, Kate»), Cogieron un hidroplano para cruzar el lago y subieron por una carretera muy empinada hasta una plaza con una iglesia. La carretera era larga y agotadora, y Adrienne comenzó a llamarla «El paseo del espárrago muerto».
       —Quizá no se celebre ninguna fiesta —sugirió respirando con dificultad, pero Kate seguía andando delante de ella.
       —¡Que parezca que tenemos alas como los pájaros! —dijo Kate, a quien gustaba mucho el ejercicio.
       Adrienne suspiró. Hasta el mismísimo año anterior había creído que la gente decía «Que parezca que tenemos salas como pájaros». Ahora, a poca distancia de los árboles, oía el piar de algunos pájaros con las competitivas campanas de dos iglesias, y más tarde una única campanada fuera de tono, de la media hora. Cuando ella y Kate llegaron por fin a la Fiesta del Espárrago, resultó que era sólo una pequeña ceremonia donde unas personas ofrecían precios muy altos por manojos de espárragos que describían como belli y belli, y lo que se recaudaba era para la iglesia local.
       —Yo antes plantaba espárragos —dijo Kate en el camino de bajada. Esta vez habían tomado otro sendero, y el lago junto con sus pueblecitos ocres se desplegaba ante ellas, pacífico y lejano. Por todo el camino las flores silvestres crecían en una paleta de pasteles, como jabones.
       —Nunca logré que los espárragos crecieran —dijo Adrienne. De pequeña, su comida favorita había sido «espárragos con salsa rosa»—. Pero una vez me creció una zanahoria, pero era tan pequeña que lo único que hice fue ponerla en un álbum de recortes.
       —¿Todavía sigues yendo a ver a Ilke?
       —Por lo menos esta semana. ¿Y tú?
       —Está muy ocupada. No me ha podido dar hora. ¿Sabes?, todos los académicos la van a ver con regularidad.
       —¿De verdad?
       —Oh, sí —dice Kate sabiendo de qué habla—. Están rígidos como monedas.
       —¿Rígidos como monedas?

       Al volver a la villa, Adrienne esperó a Martin, y cuando él llegó, oliendo a sándalo, todas las pequeñas muertes de sus huesos le dijeron esto: estaba viendo a la masajista.
       Olió la dulce parábola de su cuello y dio un paso hacia atrás.
       —Quiero saber cuánto tiempo hace que vas a hacerte masajes. No me mientas —dijo lentamente, la voz dura como un pincho. La ansiedad hizo que la cara se le encogiera: la boca se le derrumbó, los ojos se le pusieron redondos y brillantes, atemorizados.
       —¿Qué te hace pensar que he ido? —comenzó a decir—. Bueno, sólo he ido una o dos veces.
       Dio un salto y se apartó de él, y comenzó a pasear furiosa por la habitación, tocando los muebles, sin mirarlo.
       —¿Cómo has podido? —preguntó—. ¡Ya sabes lo que ha significado para mí ir allí! ¿Cómo has podido ocultármelo? —Cogió un libro del tocador, Sistemas de relaciones industriales, y lo volvió a dejar con un golpe—. ¿Cómo has podido entrometerte en esta experiencia? ¿Cómo puedes ser tan furtivo y mentiroso?
       —Lo siento mucho —dijo.
       —Bueno, sí, yo también —dijo Adrienne—. Y cuando volvamos a casa, quiero el divorcio. —Ahora lo podía ver, el piso vacío, la berenjena a la parmesana estropeada, todos los Halloween abriendo ella la puerta, una divorciada borrachina que espanta a los niños con demasiado entusiasmo por sus disfraces—. ¡Me siento tan deshonrada, joder...!
       Nada a su alrededor parecía mantenerse fijo; nada se aguantaba.
       Martin estaba callado y ella estaba callada, y entonces él comenzó a hablar, en tono suplicante, ahí estaba la súplica de nuevo, haciendo un ruido sordo en la orilla de su vida, como un camión.
       —Los dos estamos muy solos —dijo—. Pero yo sólo he estado esperándote. Eso es todo lo que he hecho en los últimos ocho meses. He hecho todo lo posible para que las cosas no te molestaran, para que te tomaras tu tiempo, para que comieras algo, para comprarles a los malditos Spearson un banco nuevo para el jardín, para traerte a un lugar donde podría pasar de todo, donde incluso me podrías dejar, pero donde por lo menos volverías a la vida, por fin.
       —¿Lo has hecho?
       —¿Hacer, qué?
       —¿Les has comprado a los Spearson un banco nuevo para el jardín?
       —Pues sí.
       Pensó en ello.
       —¿Y no se lo tomaron como algo hostil?
       —Oh..., creo que..., sí, probablemente pensaron que fue una crueldad.
       Y Adrienne, cuanto más pensaba en ello, en los pobres y desconsolados Spearson, y en Martin y en todas las maneras en que había tratado de demostrarle que estaba con ella, significara eso lo que significara, en cómo tanto la esperanza como la vergüenza hacían que él hiciera las cosas lo mejor posible, más tonta y sin recursos se sentía ella. Su furia torpe salió volando a lo lejos como un pato. Se sintió como se había sentido cuando sus padres, fríos y furibundos, por fin se habían vuelto viejos y habían enfermado, huesudos y combados, protegidos por las dolencias al igual que el encanto protege a un niño, o debería, debería proteger a un niño, y la habían dejado con su furia (vestigios de su furia de niñez) inapropiada e intacta. A sus padres les daría un abrazo de despedida, a los sacos vaciados y amables que eran, y pensaría: «¿Dónde os habéis ido?»
       El tiempo, pensó Adrienne. Qué asunto.
       Martin de repente había comenzado a llorar. Se sentó en la cama y se hizo un ovillo, la cara suave y peluda en las grandes manos duras, y la cabeza cayéndole sobre los cuadros vistosos de la camisa. Se mareó y se volvió hacia la ventana. Se había despejado la niebla, y con la luz de la tarde el cielo y el lago poseían un azul singular, como un Monet.
       —Nunca te había visto llorar —dijo.
       —Bueno, pues lloro —dijo—. Puedo llorar incluso con la página de deportes si no se sabe qué equipo va a ganar. Mírame, Adrienne. Nunca me miras de verdad.
       Pero ella sólo podía seguir mirando por la ventana mientras tocaba con los dedos los postigos y el marco. Se sentía muy lejos, como si hubiera vuelto a casa, andando por el barrio a la hora de la cena: cuando los gatos sonaban como niños y los niños sonaban como pájaros, y los padres volvían a casa del trabajo, los niños en sus brazos masticando el lenguaje, el aire dando forma a las gargantas floreadas y convirtiéndolas en un parque de canto. Por las ventanas entraba un olor a comida recién hecha.
       —Ahora estamos el uno con el otro —deda Martin—. Y quiere decir, de una manera o de otra, que tenemos que tratar de formar una vida juntos.
       Fuera, encima de la torre de la capilla de la Sfondrata, donde había aclarado la niebla, le pareció ver una estrella sola, como el morro distante de un avión. Había gente en las nubes arcillosas. Se volvió y por un momento pareció que todos estaban en los ojos de Martin, todos los muertos absolutorios que residían en su cara, el ángel del niño muerto brillando como una criatura en llamas, y fue hacia él, para protegerlo y rodearlo, en busca del mejor truco del corazón, «oh, corazón tremendo».
       —Por favor, perdóname —dijo ella.
       —Claro —susurró él—. Es lo único que se puede hacer. Claro.



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