Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)


Cuando se comprende (1918)
(“Quando si comprende”)
Novelle per un anno (vol. 9):
Donna Mimma
(Florencia: ed. R. Bemporad e F., 1924)



      Los pasajeros que llegaron a Fabriano desde Roma en el tren nocturno tuvieron que esperar al amanecer para proseguir su viaje por la región de Le Marche en un tren viejo y lento.
       Al amanecer, en un sucio vagón de segunda clase, donde estaban sentados cinco viajeros, fue trasladada en brazos una señora tan abandonada a su duelo que no podía sostenerse en pie.
       La cruda palidez de la primera luz del día, en la angustia opresora de aquel vagón sucio que olía a humo, hizo que a los cinco viajeros, que habían pasado toda la noche insomnes, les pareciera una pesadilla aquella mujer, que ya sólo era una maraña de ropa, torpe y piadosa, levantada con resoplidos y gemidos de la acera y luego subida por el estribo.
       Los resoplidos y los gemidos que acompañaban y combatían la fatiga eran del marido de ella que al final apareció, delgado y esmirriado, pálido como un muerto, pero con los ojos vivos y agudos.
       La aflicción por ver a su mujer en aquel estado no le impedía mostrarse ceremonioso, incluso en la incomodidad; pero el esfuerzo, evidentemente, también lo había irritado un poco, quizás por temor de no haber dado prueba, ante aquellos cinco viajeros, de fuerza suficiente para sustentar e introducir en el coche el pesado bulto que era su mujer.
       Una vez se sentó, después de haber pedido disculpas y de haber dado las gracias a los compañeros de viaje que se habían apartado para hacerle lugar a la sufridora señora, pudo mostrarse ceremonioso y atento también con ella y le arregló la ropa y el cuello de la mantilla que se le había subido hasta la nariz.
       —¿Estás bien, querida?
       Su mujer no le contestó, con ira se subió de nuevo la mantilla, más arriba, hasta ocultar el rostro. Entonces él sonrió afligido, luego suspiró:
       —Eh… ¡este mundo!
       Y quiso explicarles a sus compañeros de viaje que había que compadecer a su esposa, porque se encontraba en aquel estado por la imprevista e inminente partida de su único hijo a la guerra. Dijo que desde hacía veinte años vivían sólo para aquel hijo. Para no dejarlo solo, el año anterior, cuando él había empezado los estudios universitarios, se habían trasladado de Sulmona a Roma. Al estallar la guerra, el hijo, llamado a filas, se había inscrito en el curso acelerado para oficiales; después de tres meses, tras ser nombrado subteniente de infantería, asignado al duodécimo regimiento, brigada Casale, se había reunido con el depósito de reserva territorial de Macerata, asegurándoles que se quedaría allí al menos un mes y medio para la instrucción de los reclutas. Pero en cambio, después de tan sólo tres días, lo enviaban al frente. El día anterior habían recibido un telegrama desde Roma que anunciaba esa partida a traición. E iban a despedirse de él, a verlo partir.
       La mujer se agitó debajo de la mantilla, se encogió, se retorció, incluso gruñó varias veces como una fiera, exasperada por la larga explicación de su marido, quien sin entender que aquellos señores no podían ofrecerle ninguna compasión especial por un caso que les ocurría a tantos, tal vez a todos, provocaría en cambio irritación y desdén en aquellos cinco viajeros que no se mostraban afligidos y vencidos como ella en el duelo, con uno o dos hijos en el frente. Pero tal vez su marido hablaba a propósito y daba aquellas informaciones sobre el único hijo y la partida imprevista después de tan sólo tres días, etcétera, para que los demás le repitieran con dura frialdad las mismas palabras que él le iba repitiendo desde hacía algunos meses, es decir, desde que su hijo estaba en el ejército; y no tanto para consolarla y consolarse a sí mismo como para persuadirla a una resignación que para ella era imposible.
       De hecho, aquellos recibieron fríamente la explicación. Uno dijo:
       —¡Dé gracias a Dios, querido señor, de que su hijo parta ahora! El mío está combatiendo desde el primer día de guerra. Y ha sido herido, ¿sabe?, ya dos veces. Por suerte, una vez en el brazo, la otra en la pierna, nada grave. Un mes de licencia y de nuevo al frente.
       Otro dijo:
       —Yo tengo dos hijos en el frente. Y tres sobrinos.
       —Eh, pero un hijo único… —intentó matizar el marido.
       —¡No es verdad, no lo diga! —lo interrumpió aquel, maleducado—. Un hijo único se vicia: ¡no se ama más! Cuando se tienen dos hijos y un pedazo de pan, se le da un poco a cada uno, y está bien; pero el amor paterno no funciona así: un padre le da a cada hijo todo el amor del que es capaz. Y si yo ahora sufro, no sufro mitad por uno y mitad por otro: sufro por dos.
       —Es verdad, sí, esto es verdad —admitió el marido con una sonrisa tímida, piadosa e incómoda—. Pero mire… (estamos hablando ahora, y hagan todos los conjuros), pero ponga por caso… no el suyo, por caridad, egregio señor… el caso de un padre que tenga dos hijos en el frente: si pierde (¡que no ocurra nunca!) a uno, ¡al menos le queda el otro!
       —Ya, sí, y la obligación de vivir para este otro —afirmó enseguida, frunciendo el ceño, aquel—. Lo cual quiere decir que si a usted… no digamos a usted, a un padre que tenga sólo un hijo, le ocurre el caso de que este se muera, si ya no sabe qué hacer con su vida, una vez muerto su hijo, puede quitársela y adiós. Mientras yo, ¿lo entiende?, es necesario que yo siga viviendo, para el otro hijo que me queda, ¡pues entonces el peor caso es siempre el mío!
       —¡Pero qué discursos! —intervino en este punto otro viajero, gordo y sanguíneo, mirando a su alrededor con sus grandes ojos, claros, acuosos e inyectados en sangre.
       Jadeaba y parecía que aquellos ojos tenían que saltar de las órbitas, por la violencia interior de una vitalidad exuberante que el cuerpo maltrecho no conseguía contener. Se puso una mano deforme ante la boca, como asaltado de pronto por el pensamiento de los dos dientes que le faltaban, pero luego no pensó más en ello y continuó diciendo, con desdén:
       —¿Acaso tenemos hijos para nosotros mismos?
       Los demás lo miraron consternados. El primero, el que tenía al hijo en el frente desde el primer día de guerra, suspiró:
       —Eh, para la patria, ya…
       —Eh —repitió el viajero gordo—, querido señor, si usted dice eso, para la patria, ¡puede parecer una broma! Hijo mío, te he parido para la patria y no para mí… ¡Historias! ¿Cuándo? ¿Usted piensa en la patria cuando nace su hijo? ¡Es para reírse! Los hijos llegan, no porque usted los quiera, sino porque tienen que llegar y se adueñan de la vida; no sólo de la de ellos sino también de la nuestra. Esa es la verdad. Y nosotros existimos para ellos, no al revés. Y cuando tienen veinte años… piense en ello, son iguales a como éramos usted y yo cuando teníamos veinte años. Estaba nuestro padre; estaba nuestra madre; pero también muchas otras cosas: los vicios, la novia, las corbatas nuevas, las ilusiones, los cigarros y también la patria, ya, a los veinte años, cuando no teníamos hijos, la patria que, si nos hubiera llamado, dígame, ¿no hubiera estado para nosotros por encima de nuestro padre y de nuestra madre? Ahora, querido, tenemos cincuenta, sesenta años y también está la patria, sí, pero en nuestro interior, sin duda, es más fuerte el amor por nuestros hijos. ¿Quién entre nosotros, si pudiera, no iría, no quisiera ir a combatir en lugar de su propio hijo? ¡Todos! ¿Y ahora no queremos considerar el sentimiento de nuestros hijos veinteañeros, de nuestros hijos que, por fuerza, llegado el momento, tienen que sentir hacia la patria un afecto mayor que el que sienten hacia nosotros? Hablo, se entiende, de los buenos hijos y digo por fuerza porque ante la patria, por ellos, nosotros también nos volvemos hijos, viejos hijos que no pueden acudir a la cita y tienen que quedarse en casa. Si la patria existe, si es una necesidad natural, como el pan que todos tenemos que comer si no queremos morirnos de hambre, es necesario que alguien vaya a defenderla cuando llega el momento. Y van ellos, a los veinte años, van porque tienen que ir, y no quieren lágrimas. No las quieren porque si mueren, mueren animados y contentos (¡hablo siempre, se entiende, de los buenos hijos!). Ahora bien, cuando uno muere contento, sin haber visto las fealdades, los problemas, las miserias de esta vida que avanza, las amarguras de las desilusiones, ¿qué más podríamos pedir? No hay que llorar, sino reír… o como lloro yo, sí, señores, contento, porque mi hijo me ha dicho que su vida —la suya, ¿entienden?, la que nosotros tenemos que ver en ellos y no la nuestra—, que su vida la ha vivido de la mejor forma posible, y que ha muerto contento, y que no me vista de negro, como de hecho ustedes pueden ver.
       Al decir esto, movió la chaqueta clara para enseñarla; sus labios lívidos sobre los dientes que le faltaban, temblaban; sus ojos, casi licuados, goteaban, y terminó con dos risas que también podían ser sollozos:
       —Eso es… eso es…
       Hacía tres meses que aquella madre, escondida debajo de la mantilla, buscaba en todo lo que su marido y los demás le decían para consolarla e inducirla a resignarse, una palabra, una sola palabra que, en la sordera de su profundo dolor, le despertara un eco, le hiciera entender la posibilidad de la resignación para una madre que envía a su hijo, no ya hacia la muerte, sino sólo hacia un probable riesgo de muerte. Pero nunca había encontrado una palabra, entre las numerosas que le habían sido dirigidas. Por eso había considerado que los demás hablaban, podían hablarle así, de resignación y de consuelo, sólo porque no sentían lo que sentía ella.
       Ahora las palabras de este viajero la aturdieron, la asombraron. De pronto comprendió que no eran los demás los que no sentían lo que sentía ella: al contrario, ella no conseguía sentir algo que todos los demás sentían y que les permitía resignarse a la partida e incluso a la muerte del propio hijo.
       Levantó la cabeza, se incorporó en el rincón del vagón para escuchar las respuestas de aquel viajero a las preguntas de los compañeros sobre cuándo y cómo su hijo había muerto y se asombró, porque le pareció que había caído en un mundo que no conocía, donde se asomaba por primera vez, sintiendo que todos los demás no sólo entendían, sino que, es más, admiraban a aquel viejo y lo felicitaban porque podía hablar así de la muerte de su hijo.
       Pero, de pronto, vio que en el rostro de aquellos cinco viajeros se dibujaba el mismo asombro que tenía que ser el suyo, cuando, sin querer, como si de verdad no hubiera oído ni entendido nada, le preguntó a aquel viejo:
       —Entonces… ¿su hijo ha muerto?
       El viejo se volvió a mirarla con sus ojos torvos, desmesuradamente abiertos. La miró, la miró y de pronto, a su vez —como si solamente ahora, ante aquella pregunta incongruente, ante aquel asombro fuera de lugar, comprendiera, en aquel momento, que su hijo había muerto de verdad— se retorció, se estremeció, sacó de pronto el pañuelo del bolsillo y, entre el estupor y la conmoción de todos, estalló en agudos, desgarradores e irrefrenables sollozos.




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