León Tolstói
(1828-1910)


El prisionero del cáucaso (1872)
(“Кавказский пленник”)

(Hecho verídico)


1

      Servía en el Cáucaso como oficial un noble llamado Zhilin.
       Una vez recibió una carta de casa. Le escribía su anciana madre: «Me he hecho vieja, y antes de morir querría ver a mi querido hijo. Ven a despedirte de mí, entiérrame, y después vuelve con Dios al servicio. Incluso te he buscado una novia: inteligente, buena y con hacienda. Puede ser que te enamore, te cases y te quedes para siempre».
       Zhilin reflexionó: «En efecto, la anciana está mal; es posible que no tenga ocasión de volver a verla. Iré, y si la novia es buena, incluso puede que me case».
       Fue a donde el coronel, consiguió un permiso, se despidió de los compañeros, invitó a sus soldados a cuatro jarras de vodka para la despedida y se dispuso a partir.
       El Cáucaso por aquel entonces estaba en guerra. No había tránsito por los caminos ni de día ni de noche. Apenas algún ruso se alejaba a pie o a caballo de la fortaleza, los tártaros lo mataban o se lo llevaban a las montañas. Era sabido que dos veces por semana soldados de escolta iban de una fortaleza a otra. Delante y detrás iban soldados, y en medio, la gente.
       Era verano. Al amanecer, se reunieron los convoyes detrás de la fortaleza, salieron los exploradores y emprendieron la marcha por el camino. Zhilin iba a caballo y la telega con sus cosas en el convoy. Debían recorrer veinticinco verstas. El convoy avanzaba despacio, tan pronto se paraban los soldados, como a alguien del convoy se le salía una rueda, o un caballo se detenía y todos se paraban para esperarse.
       Por el sol, pasaba ya del mediodía, y el convoy sólo había cubierto la mitad del camino. Polvo, calor, un sol abrasador y ningún lugar donde refugiarse. Estepa desnuda, ni un árbol, ni una mata en el camino.
       Zhilin iba en vanguardia, se paró y esperó a ser alcanzado por el convoy. Oyó que atrás tocaban la corneta, que otra vez se paraban. Zhilin pensó: «¿Y si me voy solo, sin soldados? Llevo un buen caballo. Si me asaltan los tártaros me escapo al galope. ¿O será mejor que no me vaya…?».
       Se paró a pensar. Entonces lo alcanzó a caballo otro oficial, Kostylin, con un fusil, y le dijo:
       —Vámonos solos, Zhilin. No puedo más, tengo hambre y hace un calor sofocante. Llevo la camisa empapada. —Kostylin era un hombre triste, gordo, colorado y sudoroso.
       Zhilin se lo pensó y dijo:
       —¿Está cargado el fusil?
       —Cargado.
       —Pues entonces vámonos. Sólo una condición: no separarse.
       Y siguieron adelante por el camino. Iban por la estepa charlando y mirando a todos lados. Se podía ver hasta muy lejos alrededor.
       En cuanto se acabó la estepa, el camino se metió entre dos montañas por un desfiladero. Entonces Zhilin dijo:
       —Hay que subir a la montaña y mirar, por aquí ya es posible que se escondan tras las montañas y no los veamos.
       Pero Kostylin dijo:
       —Qué vas a mirar. Sigamos adelante.
       Zhilin no le escuchó.
       —No —dijo— tú espera abajo, echo una mirada y vuelvo.
       Y lanzó el caballo a la izquierda, hacia la montaña. El caballo que montaba Zhilin era de caza (había pagado cien rublos por él en una potrada y él mismo lo había domado), lo llevó pendiente arriba como si tuviera alas. Nada más alcanzar la cumbre, miró y vio que delante de él, a una desiatina[1,09 hectáreas], había unos treinta tártaros a caballo. Los vio, y volvió grupas; los tártaros lo vieron y se lanzaron hacia él al galope, desenfundando violentamente las armas. Zhilin dio rienda suelta al caballo por la pendiente, y gritó a Kostylin:
       —¡Desenfunda el fusil! —Y mientras, pensaba en su caballo: «Padrecito, llévame, que no se te enreden las patas, si das un traspiés es el fin. Llegaré como sea hasta el fusil, no pienso entregarme».
       Pero Kostylin, en lugar de esperar, en cuanto vio a los tártaros huyó a toda prisa hacia la fortaleza. Con el látigo fustigaba al caballo a un flanco y a otro. En la polvareda sólo se veía cómo el caballo movía la cola.
       Zhilin se dio cuenta de que las cosas pintaban mal. El fusil había huido y con un sable no había nada que hacer. Lanzó el caballo hacia atrás, hacia los soldados, con intención de huir. Vio que media docena corrían a cortarle el paso. Llevaba un buen caballo pero los de ellos eran aún mejores, y galopaban campo a través. Comenzó a volver grupas, con intención de dar la vuelta hacia atrás, pero el caballo se desbocó, no se dejaba sujetar, voló directamente hacia ellos. Vio acercarse hacia él a un tártaro con barba rojiza sobre un caballo gris. Chillaba, enseñaba los dientes, llevaba la escopeta preparada.
       «Os conozco, diablos —pensó Zhilin—. Si me cogen vivo, me meterán en un pozo y me azotarán con un látigo. No permitiré que me cojan con vida».
       Zhilin, aunque no era corpulento, era osado. Desenvainó el sable y lanzó el caballo directamente contra el tártaro pelirrojo, pensando: «O arrollo al caballo, o lo tumbo con el sable».
       Zhilin no pudo llegar galopando hasta el caballo, le dispararon desde atrás y dieron a su caballo. El caballo se desplomó sobre la tierra, atrapando una pierna de Zhilin.
       Quería levantarse pero tenía encima a dos tártaros apestosos que le retorcían el brazo. Se desprendió de los tártaros, llegaron cabalgando tres más, comenzaron a golpearle con las culatas en la cabeza. Se le nubló la vista y se tambaleó. Lo cogieron los tártaros, quitaron la sobrecincha de la silla de reserva, le pusieron las manos a la espalda, las ataron con un nudo tártaro y lo arrastraron a la silla. Le tiraron la gorra, le quitaron las botas, le cogieron el dinero y el reloj y le destrozaron el uniforme. Zhilin echó una mirada a su querido caballo. Seguía tal y como había caído, de costado, movía las patas intentando levantarse del suelo pero no lo conseguía, tenía un agujero en la cabeza y del agujero brotaba sangre negra, había empapado el polvo de un arshín en torno suyo.
       Un tártaro se acercó al caballo y se puso a quitarle la silla. Aún se revolvía, él sacó el puñal y lo degolló. De su garganta se escapó vaho y un silbido, y sufrió un espasmo antes de morir.
       Los tártaros le quitaron la silla y el arnés. El tártaro de la barba roja se montó en su caballo y los otros sentaron a Zhilin con él; para que no se cayera, lo ataron con una correa al cinturón del tártaro. Y lo llevaron hacia las montañas.
       Zhilin iba sentado tras el tártaro, se balanceaba, chocaba con la cara en la espalda del apestoso tártaro. Lo único que veía ante sí era la enorme espalda tártara, un cuello fibroso y una nuca afeitada que azuleaba bajo el gorro. Zhilin tenía la cabeza abierta, la sangre se le coagulaba sobre los ojos. No podía enderezarse sobre el caballo, ni limpiarse la sangre. Tenía los brazos tan retorcidos que le dolía la clavícula.
       Cabalgaron durante mucho tiempo de montaña en montaña, vadearon un río, salieron al camino y fueron por un valle.
       Zhilin quería observar el camino, ver adónde lo llevaban, pero tenía los ojos cubiertos de sangre, y le resultaba imposible volverse.
       Comenzó a anochecer. Vadearon todavía otro río, empezaron a subir por una montaña pedregosa, olía a humo, ladraban los perros.
       Llegaron a una aldea tártara [aul]. Los tártaros desmontaron, se acercaron muchachos tártaros y rodearon a Zhilin, silbaban alegres y le tiraban piedras.
       Un tártaro echó a los muchachos, bajó a Zhilin del caballo y llamó a un criado. Llegó un nogayo [tribu nómada] de pómulos salientes, vestido sólo con una camisa. Una camisa harapienta que le dejaba el pecho al descubierto. El tártaro le ordenó algo. El criado trajo un cepo: dos troncos de roble ensartados en argollas de hierro, y en una argolla una aldabilla y un candado.
       Desataron las manos a Zhilin, le pusieron el cepo y lo condujeron al granero, lo empujaron dentro y cerraron la puerta. Zhilin cayó sobre el estiércol. Estuvo un rato tumbado, en la oscuridad buscó a tientas un lugar más blando y se acostó.



2

       Zhilin apenas durmió en toda la noche. Las noches eran cortas. Al ver por una rendija que comenzaba a clarear, Zhilin se levantó, excavó en la rendija para hacerla mayor y se puso a mirar.
       Por la rendija veía el camino que bajaba de la montaña, a la derecha una saklya [una vivienda típica de las montañas del Cáucaso] tártara, detrás de ella dos árboles. A la puerta, un perro negro tumbado, y una cabra deambulando con sus cabritillas, moviendo el rabo. Vio que por la cuesta de la montaña subía una tártara joven, vestida con camisa de colores, sin cinturón, con pantalones y botas, la cabeza cubierta por un caftán y, en la cabeza, un cántaro metálico con agua. Caminaba, se contoneaba, se inclinaba, llevaba de la mano a un pelón vestido únicamente con una camisa. La tártara entró en la saklya con el agua, salió el tártaro de barba roja de la víspera, en beshmet [una prenda de vestir típica de los cosacos] de seda, con un puñal plateado en el cinturón y borceguíes sobre los pies desnudos. En la cabeza, un gorro alto, de piel de carnero, negro, echado hacia atrás. Salió, se desperezó, se atusó su roja barba. Siguió de pie, mandó algo al criado y éste se fue a algún lado.
       Después pasaron dos muchachos a caballo hacia el abrevadero. Los caballos tenían el belfo inferior mojado. Salieron corriendo más muchachos con la cabeza afeitada, en camisa, sin calzones, se reunieron un montón, se acercaron al granero, cogieron una rama seca y se pusieron a escarbar en la rendija. En cuanto Zhilin les gritó, los muchachos echaron a correr, se alejaron corriendo, sólo brillaban sus rodillas desnudas.
       Zhilin tenía sed, sentía la garganta reseca, pensaba que por lo menos podrían ir a verlo. Oyó la llave en el cerrojo del granero. Entró el tártaro pelirrojo, y con él venía otro, más bajo, moreno. Ojos negros, luminosos, rubicundo, barba corta, recortada; de rostro alegre, no hacía más que reírse. Vestía de oscuro, todavía mejor: beshmet de seda azul, galoneado. En el cinturón, un puñal grande, plateado; borceguíes rojos, de cordobán, adornados también en plata, y sobre los finos borceguíes otros más gruesos. Gorro alto de carnero blanco.
       El tártaro pelirrojo entró y dijo algo, evidentemente enfadado, y se acomodó. Acodado en el dintel de la puerta, jugaba con el puñal, miraba de reojo a Zhilin, como un lobo. Y el moreno, que se movía como si tuviera resortes, rápido, vivo, fue directamente hacia Zhilin, se acuclilló, enseñó los dientes, le dio palmadas en los hombros y empezó a repetir algo muchas veces en su barboteo, guiñó los ojos, chasqueó la lengua, y sentenció: «¡Fienuruso! ¡Fienuruso!».
       Zhilin no entendía nada y dijo: «Beber, ¡dadme agua para beber!».
       El moreno se rió. «Fuen uruso», continuó diciendo en su barboteo.
       Zhilin pidió con las manos y los labios que le dieran de beber.
       El moreno lo entendió, se rió, miró hacia la puerta, llamó a alguien: «¡Dina!».
       Llegó corriendo una muchacha fina, delgada, de unos trece años, parecida de cara al moreno. Evidentemente, su hija. También de ojos negros, luminosos, y cara bonita. Vestía una camisa larga, azul, con mangas anchas y sin cinturón, ribeteada de rojo en los faldones, el escote y los puños. En las piernas, pantalones y borceguíes, y sobre los borceguíes otros de altos tacones; en el cuello, un collar de monedas rusas de cincuenta kopeks. La cabeza descubierta, una trenza negra, y en la trenza una cinta de la que cuelgan chapas y un rublo de plata.
       El padre le ordenó algo. Salió corriendo y regresó trayendo una jarra metálica. Le dio el agua, se acuclilló y se encorvó de tal manera que tenía los hombros más bajos que las rodillas. Permaneció sentada, con los ojos muy abiertos, mirando cómo bebía Zhilin, de la misma manera que miraría a un animal salvaje cualquiera.
       Al devolverle Zhilin la jarra metálica, dio un salto hacia atrás, como una cabra salvaje. Hasta el padre se rió. La mandó a algún otro sitio. Cogió el cántaro y echó a correr, volvió con pan ácimo en una tabla redonda y se sentó de nuevo, se encorvó y no le quitó los ojos de encima.
       Se fueron los tártaros y cerraron otra vez la puerta.
       Al poco tiempo, se acerca el nogayo a Zhilin y dice:
       —¡Ea, patrón, ea!
       Tampoco sabe ruso. Zhilin sólo entiende que lo manda ir a alguna parte.
       Zhilin va con el cepo, cojea, no puede pisar, pone el pie de lado. Zhilin sale detrás del nogayo. Mira la aldea tártara, hay diez casas y una iglesia de las suyas, con una torrecilla. Al lado de una casa hay tres caballos ensillados. Unos muchachos sujetan las riendas. Sale de esa casa el tártaro moreno, hace señas con las manos para que se le acerque Zhilin. Se ríe, dice algo en su lengua y desaparece tras la puerta. Zhilin entra en la casa. Es una buena vivienda, las paredes son lisas cubiertas de arcilla. Contra la pared del fondo hay apoyados colchones de plumón multicolores, a los lados cuelgan caros tapices y sobre los tapices escopetas, pistolas, puñales, todo de plata. En una de las paredes hay una pequeña estufa a ras de suelo. El suelo es de tierra, limpio, como un tocado femenino, y todo el rincón del fondo está cubierto de fieltros; sobre los fieltros, alfombras; y sobre las alfombras, cojines de plumón. Y en las alfombras, en borceguíes, están sentados los tártaros: el moreno, el pelirrojo y tres más. Todos tienen colocados detrás cojines de plumón y delante de ellos, en una tablilla redonda, blinis de maíz, una taza de mantequilla batida y cerveza tártara, buza [una bebida a base de cereales], en una jarra. Comen con las manos, y las tienen llenas de grasa.
       Se levanta el moreno y ordena sentar a Zhilin a un lado. No en la alfombra, en el suelo desnudo. Vuelve a la alfombra y convida a sus invitados a blinis y buza. El criado sienta a Zhilin en el lugar indicado, se quita los borceguíes superiores, los deja cerca de la puerta, donde están los otros borceguíes en fila, y se sienta en el fieltro cerca del anfitrión; viendo cómo comen, se le hace la boca agua.
       Cuando los tártaros terminaron de comer blinis, entró una tártara vestida con una camisa como la de la muchacha y en pantalones, con la cabeza cubierta con un pañuelo. Se llevó la mantequilla y los blinis, y les dio una buena jofaina y un aguamanil de cuello estrecho. Los tártaros se lavaron las manos, las colocaron para la oración, se arrodillaron, soplaron a todos los lados y rezaron. Hablaron en su lengua. Después, uno de los invitados se volvió hacia Zhilin y empezó a hablar en ruso.
       —A ti te cogió Kazi-Mohamed —le dice, y señala al tártaro pelirrojo—, y te dio a Abdul-Murat —señala al moreno—. Abdul-Murat es ahora tu dueño.
       Zhilin permanece en silencio.
       Comenzó a hablar Abdul-Murat y, señalando a Zhilin, se ríe y sentencia: «Soldado uruso, fien uruso».
       El intérprete dice: «Te ordena escribir una carta a casa, para que envíen un rescate. En cuanto envíen el dinero, te suelta».
       Zhilin lo piensa y dice: «¿Y quiere un rescate alto?».
       Los tártaros hablaron entre ellos, y dice el intérprete:
       —Tres mil monedas.
       —No —dice Zhilin—, yo no puedo pagar tanto.
       Se levanta Abdul, comienza a gesticular con las manos, le dice algo a Zhilin, como si lo entendiera todo, y el intérprete traduce: «¿Cuánto das?».
       Zhilin reflexiona, y dice: «Quinientos rublos».
       Entonces, los tártaros empezaron a hablar todos a la vez. Abdul comenzó a gritar al pelirrojo, hablaba a tal velocidad que escupía. El pelirrojo se limita a fruncir el ceño y chascar la lengua.
       Se callaron, y dice el intérprete:
       —Al amo le parece poco rescate quinientos rublos. Él mismo pagó por ti doscientos. Kazi-Mohamed se los debía. Te cogió como pago de la deuda. Tres mil rublos, por menos no te suelta. Si no la escribes, te encerrará en un pozo y te azotará.
       «Con estos —piensa Zhilin— si te dejas intimidar es peor». Se puso de pie y dijo:
       —Tú dile a ese perro que si trata de asustarme no le daré ni un kopek y no escribiré la carta. ¡No os tuve miedo y no voy a teneros miedo ahora, perros!
       El intérprete lo transmitió y otra vez se pusieron a hablar todos a la vez.
       Barbotearon durante un buen rato, se puso de pie el moreno y se acercó a Zhilin.
       —¡Uruso, dzhigit, dzhigit uruso! —dice.
       Dzhigit, en su idioma significa «valiente». Y se ríe, le dice algo al intérprete y el intérprete dice:
       —Mil rublos.
       Zhilin se mantiene firme: «Más de quinientos rublos no doy. Y si me matáis, no veréis ni un kopek».
       Hablaron los tártaros, mandaron a algún sitio al criado, y no dejaban de mirar ora a Zhilin ora a la puerta. Llegó el criado, y detrás de él un hombre gordo, descalzo y harapiento, también con un cepo en los pies.
       Al reconocer a Kostylin, Zhilin se quedó de una pieza. También lo habían cogido a él. Los sentaron cerca uno del otro; empezaron a hablar entre ellos, los tártaros permanecían en silencio, observándolos. Zhilin le contó lo que le había pasado; Kostylin le contó que su caballo se había parado, el fusil había fallado y que el propio Abdul lo había alcanzado y cogido.
       Abdul se puso de pie y señalando a Kostylin dijo algo.
       El intérprete tradujo que ahora los dos pertenecían al mismo dueño y que soltaría primero al que primero pagara el rescate.
       —Ya ves —le dice a Zhilin—, tú te enfadas por todo, sin embargo, tu compañero es dócil, él ya escribió la carta a casa, enviarán cinco mil monedas. Así que le alimentarán bien y no le molestarán.
       Zhilin dice:
       —Mi compañero que haga lo que quiera, puede que él sea rico, pero yo no soy rico. Conmigo será como dije. Si queréis, matadme, no obtendréis ningún beneficio, pero más de quinientos rublos no pido.
       Callaron. De pronto Abdul se puso de pie, cogió un cofre, sacó una pluma, un trozo de papel y tinta, se lo dio a Zhilin, le golpeó en el hombro, y señaló: «Escribe». Había aceptado los quinientos rublos.
       —Espera aún —dice Zhilin al intérprete—, dile que tendrá que darnos bien de comer, vestirnos y calzarnos como corresponde, y mantenernos juntos, así nos será más llevadero. Y que nos quite el cepo. —Mira al amo y se ríe. Se ríe también el amo. Escuchó y dijo:
       —Les daremos la mejor vestimenta: cherkeska [caftán largo y estrecho] y botas, como si se fueran a casar. Los alimentaré como a príncipes. Y si quieren vivir juntos, dejad que vivan en el granero. Pero el cepo no se les puede quitar, se escaparían. Sólo se lo quitaré de noche. —Se levantó, le dio unas manotadas en el hombro—. ¡Tuya buena, mía buena!
       Zhilin escribió la carta, pero no puso bien las señas, para que no llegara. Pensó: «Me escaparé».
       Condujeron a Zhilin y Kostylin al granero, les llevaron paja de maíz, un cántaro de agua, pan, dos viejas cherkeskas y unas botas gastadas, de soldado. Evidentemente se las habían quitado a soldados asesinados. Por la noche les quitaron el cepo y los encerraron en el granero.



3

       Así vivió Zhilin con su compañero durante todo un mes. El amo no hacía más que reírse: «Tuya, Iván, buena, mía, Abdul, buena». Pero los alimentaba mal, sólo les daba pan ácimo de harina de maíz en forma de tortas cocidas, e incluso con la masa sin cocer.
       Kostylin escribió otra vez a casa, esperaba impaciente el envío del dinero y sentía nostalgia. Se pasaba el día entero en el granero contando los días que faltaban para que llegara la carta, o durmiendo. Zhilin sabía que su carta no llegaría y no escribió otra.
       «¿De dónde va a sacar mi madre tanto dinero para pagar por mí? —pensaba—. Es más, ella vivía con lo que yo le mandaba. Si se viera obligada a reunir quinientos rublos, se arruinaría definitivamente. Si Dios quiere, saldré de ésta por mí mismo».
       Se dedicaba a mirarlo todo, a tirar de la lengua, trataba de averiguar cómo podía fugarse. Caminaba por el aul, silbaba, o se sentaba y cosía algo, o modelaba una muñeca de arcilla o tejía una cesta de mimbre. A Zhilin se le daba bien todo tipo de trabajos manuales.
       Una vez modeló una muñeca con nariz, brazos y piernas, la vistió con camisa tártara y la dejó en el tejado.
       Pasaron las tártaras a por agua. Dinka, la hija del amo, vio la muñeca y llamó a las demás. Posaron los cántaros, miraban, se reían. Zhilin cogió la muñeca y se la ofreció. Se reían, pero no se atrevían a cogerla. Zhilin dejó la muñeca, volvió al granero y miró a ver qué pasaba.
       Se acercó Dina corriendo, echó un vistazo, agarró la muñeca y se alejó corriendo.
       A la mañana siguiente, miró y vio que al amanecer Dina había salido al umbral con la muñeca. Había envuelto la muñeca con un trapo rojo, la acunaba como si fuera un bebé y, en su lengua, le cantaba una nana. Salió una vieja, comenzó a lanzarle improperios, agarró la muñeca, la rompió y mandó a Dina a trabajar.
       Zhilin hizo otra muñeca aún mejor y se la dio a Dina.
       Una vez Dina trajo una jarra, la posó, se sentó, le miró y empezó a reírse señalando la jarra.
       «¿Qué le hace tanta gracia?», pensó Zhilin. Cogió la jarra y se puso a beber. Pensaba que era agua, pero allí había leche. Bebió la leche. «Bueno», dice. ¡Cómo se alegra Dina!
       —¡Bueno, Iván, bueno! —Y se puso de pie de un salto, empezó a dar palmadas, recogió la jarra y echó a correr.
       Y desde entonces, a hurtadillas, cada día le llevaba leche. Los tártaros hacen de la leche de cabra tortas de queso que secan en los tejados, también le llevaba a escondidas esas tortas. La vez que el amo mató un cordero, le llevó un trozo en la manga. Lo lanzó y salió corriendo.
       Una vez hubo una fuerte tormenta y llovió a cántaros durante una hora. Se desbordaron todos los ríos, en los vados el agua alcanzó tres arshines, arrastró piedras. Por doquier corrían riachuelos, un ruido sordo cubría la montaña. Cuando pasó la tormenta, en la aldea corrían riachuelos por todas partes. Zhilin pidió al amo un cuchillo; de una tablilla sacó un eje, puso en marcha una rueda y para cada uno de los dos extremos hizo una muñeca.
       Las muchachas le trajeron trozos de tela y vistió a las muñecas: una como un hombre, otra como una mujer, las fijó y puso la rueda en el riachuelo. Al dar vueltas la rueda, las muñecas saltaban.
       Se reunió toda la aldea: niños, niñas, mujeres y también los tártaros, que chasqueaban la lengua.
       —¡Ay, uruso! ¡Ay, Iván!
       Abdul tenía relojes rusos estropeados. Llamó a Zhilin, se los enseñó mientras chasqueaba la lengua. Zhilin dijo:
       —Trae, te los arreglo.
       Los cogió, los abrió con el cuchillo, los desmontó, colocó las piezas de nuevo, se los dio. Los relojes echaron a andar. Tanto se alegró el amo que le trajo un viejo beshmet suyo, todo deshilachado, y se lo regaló. No le quedó más remedio que cogerlo y alegrarse de poder taparse con él por la noche.
       Desde entonces corrió la voz de que Zhilin era un maestro artesano. Empezaron a venir a verle desde aldeas lejanas: uno traía a arreglar el seguro de la escopeta o de la pistola, otro traía relojes. El amo le proporcionó herramientas: pinzas, taladros, limas.
       Una vez enfermó un tártaro y llamaron a Zhilin: «Ven, cúralo». Zhilin no tenía ni idea de cómo curar. Fue, lo examinó y pensó: «Quizá se cure solo». Se fue al granero, cogió agua y arena, y las mezcló. Ante los tártaros pronunció unas palabras mágicas dirigidas al agua y se la dio a beber. Por suerte para él, el tártaro sanó. Zhilin comenzó a entender un poco su idioma. Algunos tártaros se habían acostumbrado a él, y cuando lo necesitaban lo llamaban: «¡Iván, Iván!»; otros, aun con todo, lo miraban de reojo, como si fuera una fiera salvaje.
       Al tártaro pelirrojo no le gustaba Zhilin. En cuanto lo veía, ponía mala cara, se alejaba dándole la espalda o refunfuñaba. Además, había un anciano que no vivía en el aul, que procedía del pie de la montaña. Zhilin sólo lo veía cuando venía a rezar a la mezquita. Era de baja estatura, sobre el gorro llevaba enrollada una toalla blanca, la barba y los bigotes recortados, blancos, como pelusa, y el rostro rojo y arrugado como un ladrillo. Nariz ganchuda, como la de los gavilanes, y los ojos grises, fieros. Y no tenía más dientes que dos colmillos. Solía ir ataviado con su turbante, apoyado en su cayado miraba a todos lados, como un lobo. En cuanto veía a Zhilin, comenzaba a gruñir y volvía la cabeza.
       Una vez Zhilin bajó la montaña, para ver dónde vivía el anciano. Descendió por el camino, vio un jardín con un cerco de piedra, tras el cerco había cerezos, albaricoques secos y una pequeña isba de tejado plano. Se acercó y vio que había colmenas de paja y enjambres de abejas que volaban, zumbaban. El anciano estaba de rodillas trabajando en las colmenas. Zhilin se subió más alto para mirar e hizo ruido con el cepo. El anciano volvió la cabeza, lanzó un grito, sacó la pistola del cinturón y disparó a Zhilin. A éste apenas le dio tiempo a recostarse tras las piedras.
       El viejo fue a quejarse al amo. El amo llamó a Zhilin, y riéndose le preguntó:
       —¿Para qué fuiste adónde el anciano?
       —Yo —dijo— no le hice ningún mal. Quería ver cómo vive.
       El amo se lo transmitió, pero el anciano se enfadó, chillaba, barboteaba algo, mostraba sus caninos, gesticulaba con las manos señalando a Zhilin.
       Zhilin no lo entendió todo, pero comprendió que el anciano ordenaba al amo matar a los rusos y no retenerlos en el aul. El anciano se fue.
       Zhilin le preguntó al amo: ¿Quién es este anciano? El amo dice:
       —¡Es un hombre importante! Fue el primer dzhigit, mató a muchos rusos, y era rico. Tenía tres mujeres y ocho hijos. Todos vivían en la misma aldea. Vinieron los rusos, quemaron la aldea y mataron a siete de sus hijos. Sólo quedó un hijo y se entregó a los rusos. El anciano se fue y también se entregó a los rusos. Vivió con ellos tres meses, encontró allí a su hijo, lo mató con sus propias manos y huyó. Entonces dejó de batallar, se fue a la Meca a rezar. Por eso lleva turbante. Los que estuvieron en la Meca se llaman hadji y llevan turbante. No le gustan tus hermanos. Ordena que se te mate, pero yo no te puedo matar, pagué dinero por ti, y sí, Iván, te he cogido cariño. Ya no es matarte, ni siquiera te dejaría ir si no hubiera dado la palabra. —Se ríe y chapurrea en ruso—. ¡Tuya, Iván, buena, mía, Abdul, buena!



4

       Así vivió Zhilin durante un mes. Por el día caminaba por el aul o hacía trabajos manuales, y en cuanto llegaba la noche, y se calmaba el aul, excavaba en el granero. Era difícil excavar por culpa de las piedras, las piedras las deshacía con la lima, y excavaba un agujero por debajo de la pared, para pasar holgadamente. «Lo único que necesito —pensaba— es averiguar el lugar correcto, la dirección que debo tomar. Pero ningún tártaro me lo va a decir».
       Escogió un momento en el que el amo se había ido; y después de la comida salió a las afueras del aul, a la montaña, quería mirar el terreno desde allí. Pero el amo, al irse, había ordenado a su hijo menor vigilar a Zhilin, no perderlo de vista. El pequeño corrió detrás de Zhilin gritando:
       —¡Detente! Padre no lo permite. ¡Ahora mismo llamo a la gente!
       Zhilin se puso a convencerlo.
       —No me voy lejos, sólo subiré a esa montaña, necesito una hierba para curar a vuestra gente. Ven conmigo, con el cepo no me puedo escapar. Y mañana te hago un arco y flechas.
       Convenció al pequeño y se fueron. Miró a la montaña, no estaba lejos, pero con el cepo era difícil; anduvo, y anduvo, y con esfuerzo escaló la montaña. Zhilin se sentó y comenzó a examinar el lugar. Al sur, detrás de la montaña, había un valle, vagaba una caballada, y abajo se veía otro aul. Detrás del aul había otra montaña, todavía más escarpada; y detrás de esa montaña, otra montaña más. Entre ellas azuleaba un bosque y allí todavía había más montañas más y más altas. Y por encima de todas, blancas como el azúcar, cumbres nevadas. Una de las montañas nevadas, más alta que las otras, permanecía cubierta. A levante y poniente, las mismas montañas, aquí y allí ahumaban aules en los desfiladeros. «Bien —piensa— todo esto es su territorio». Miró hacia el lado ruso: a sus pies, un río, su aul, jardincillos alrededor. En el río, como pequeñas muñecas, se veían aldeanas lavando. En las afueras del aul, más abajo, una montaña, y más allá otras dos montañas, y en ellas, bosque, y entre las dos montañas azuleaba una llanura, y en la llanura, lejos-lejos, subía humo. Zhilin se puso a hacer memoria de por dónde salía y por dónde se ponía el sol cuando él vivía en la casa de la fortaleza. Estaba convencido de que en ese valle debía estar nuestra fortaleza. Había que ir entre esas dos montañas, y era preciso correr.
       Empezó a ponerse el sol. Las montañas nevadas tornaron de blancas a coloradas, las montañas negras se oscurecieron; de la hondonada subió vaho, y el valle donde debía estar nuestra fortaleza se iluminó como incendiado por la puesta del sol. Zhilin miró con atención: algo se vislumbraba en el valle, sin duda humo de una chimenea. Pensó que sería la fortaleza rusa.
       Se hizo tarde. Se oyó al mulá gritar. Arreaban al ganado, las vacas mugían. El pequeño insistió: «Vamos», pero a Zhilin no le apetecía irse.
       Volvieron a casa. «Bien —pensó Zhilin—, ahora conozco el lugar; hay que escapar». Quería irse esa misma noche. Las noches eran oscuras, estaban en cuarto menguante. Por desgracia, al atardecer regresaron los tártaros. Solían venir arreando su ganado y llegaban alegres. Pero esta vez no arreaban nada, traían en la silla a un tártaro de los suyos muerto, un hermano del pelirrojo. Llegaron enfadados, se reunieron todos para el entierro. Hasta Zhilin salió a mirar. Envolvieron al muerto en una tela, sin caja lo llevaron bajo los plátanos a las afueras de la aldea, lo posaron sobre la hierba. Llegó el mulá, se reunieron los ancianos, se cubrieron los gorros con toallas, se quitaron los zapatos, se sentaron sobre los talones, unos al lado de otros, ante el muerto.
       Delante, el mulá; detrás, tres ancianos con turbante, juntos; tras ellos, más tártaros. Se sentaron, bajaron la vista y callaron. Estuvieron en silencio mucho tiempo. El mulá levantó la cabeza y dijo:
       —¡Alá! (significa Dios). —Dijo esta palabra, y otra vez bajaron los ojos y estuvieron callados durante mucho tiempo. Están sentados, no se mueven. Otra vez levantó la cabeza el mulá:
       —¡Alá! —Y todos repitieron «¡Alá!» y otra vez se callaron. El muerto reposaba sobre la hierba, inmóvil, y ellos estaban sentados como muertos. No se movía ni uno. Sólo se escuchaba el movimiento de las hojas de los plátanos agitadas por el viento. Después leyó el mulá una oración, todos se pusieron de pie, levantaron al muerto en brazos, lo llevaron. Lo trajeron a la fosa. La fosa cavada no era una fosa cualquiera, estaba excavada bajo la tierra como una bodega. Cogieron al muerto por debajo de los brazos, por los tobillos, se inclinaron, lo depositaron con cuidado, lo deslizaron sentado bajo la tierra, le colocaron las manos sobre el vientre.
       Trajo el nogayo un junco verde, cubrieron la fosa con el junco, con presteza la llenaron de tierra, la aplanaron, y pusieron a la cabecera del muerto una piedra. Pisotearon la tierra, se sentaron de nuevo juntos delante de la tumba. Estuvieron callados largo rato.
       —¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! —Suspiraron y se pusieron de pie.
       El pelirrojo repartió dinero entre los ancianos, después se puso de pie, cogió un látigo, se golpeó la frente tres veces y se fue a casa.
       Por la mañana, Zhilin vio que el pelirrojo llevaba una yegua roja a las afueras de la aldea, y detrás de él iban tres tártaros. Salieron de la aldea, el pelirrojo se quitó el beshmet, se remangó, sus brazos eran fuertes, sacó el puñal, lo afiló con la piedra de amolar. Los tártaros levantaron la cabeza de la yegua, se acercó el pelirrojo, la degolló, la tumbó y comenzó a escorchar, a separar con los puños la piel. Llegaron las aldeanas, las muchachas, y se pusieron a lavar los intestinos y las vísceras. Después despedazaron la yegua y la llevaron a la isba. Y todo el pueblo se reunió en casa del pelirrojo a recordar al muerto.
       Durante tres días comieron yegua, bebieron buza y recordaron al muerto. Todos los tártaros permanecieron en casa. Al cuarto día, Zhilin vio que a la hora de la comida se disponían a ir a algún sitio. Trajeron los caballos, se ataviaron y se fueron diez personas, el pelirrojo también se marchó, sólo Abdul se quedó en casa. Apenas comenzaba la luna nueva, las noches eran aún más oscuras.
       «Bien —piensa Zhilin—, hay que escapar», y se lo dijo a Kostylin. Pero Kostylin se acobardó.
       —Sí, escapar, ¿cómo? No sabemos el camino.
       —Yo sé el camino.
       —Pero en una noche no llegaremos.
       —Si no llegamos, hacemos noche en el bosque. Hice provisión de tortas. Entonces, ¿te quedas? Vale, es posible que envíen el dinero, pero ¿y si no lo reúnen? Ahora los tártaros están furiosos porque los rusos mataron a uno de los suyos. Se rumorea que quieren matarnos.
       Kostylin le dio mil vueltas.
       —Venga, vamos.



5

       Zhilin se metió en el agujero y excavó para hacerlo más ancho, para que Kostylin también pudiera pasar, y ambos se sentaron a esperar que cesara la actividad en el aul.
       En cuanto la gente del aul se sosegó, Zhilin se deslizó bajo el muro y salió. Le susurró a Kostylin: «Métete». Kostylin se metió y, al tropezar con la pierna en una piedra, hizo ruido. En la caseta del amo había un perro abigarrado y muy muy malo, Uliashin, al que Zhilin había dado de comer con anterioridad. Uliashin lo oyó, comenzó a ladrar y salió corriendo, y tras él otros perros. Zhilin silbó suavemente, lanzó un trozo de torta y Uliashin lo reconoció, movió el rabo y dejó de ladrar.
       El amo que lo oyó, comenzó a gritar desde la saklya: «¡Gayt! ¡Gayt! ¡Uliashin!».
       Zhilin rascó a Uliashin tras las orejas y el perro se calló, se restregó contra las piernas de Zhilin y movió el rabo.
       Se sentaron detrás de una esquina. Se calmó todo, sólo se escuchaba a una oveja balar en el establo y, abajo, el correr del agua por las piedras. Estaba oscuro, las estrellas estaban altas en el cielo, sobre la montaña la luna nueva rojea, asomaba con los cuernos hacia arriba. En los valles, la niebla se hacía blanca como la leche.
       Zhilin se puso de pie y le dijo a su compañero: «¡Hala, hermano!».
       Se pusieron en marcha. En cuanto se alejaron, oyeron al mulá que comenzaba a cantar sobre el tejado: «¡Alá! ¡Besmillah! ¡Ilrahman!». Lo que significaba que la gente iría a la mezquita. Se sentaron de nuevo, ocultándose tras una pared. Estuvieron sentados durante un buen rato, esperaron a que pasara la gente. Otra vez se hizo el silencio.
       —¡Venga, que Dios nos acompañe! —Se persignaron y se fueron. Pasaron a través del corral pendiente abajo hacia el río, lo cruzaron, pasaron el valle. La niebla era espesa, permanecía baja, y sobre las cabezas eran visibles las estrellas. Zhilin observaba las estrellas para decidir hacia dónde ir. En la niebla hacía fresco, se caminaba con facilidad; pero las botas eran incómodas, tenían rotos los tacones. Zhilin se quitó las suyas, las tiró, y echó a andar descalzo. Saltaba de piedra en piedra y examinaba las estrellas. Kostylin empezó a rezagarse.
       —Ve despacio —dijo—. Malditas botas, me destrozaron los pies.
       —Quítatelas, irás mejor.
       Kostylin se descalzó, lo cual fue todavía peor: se cortó los pies con las piedras y se detuvo completamente. Zhilin le dijo:
       —Si desgarras la piel de los pies, cicatrizarán; pero si nos alcanzan, nos matan, y eso será peor.
       Kostylin no dijo nada, caminaba, gimoteaba. Descendieron durante bastante tiempo. Oyeron perros que ladraban a la derecha. Zhilin se paró, miró a su alrededor, subió la montaña a tientas.
       —Vaya —dijo—, nos equivocamos, nos fuimos hacia la derecha. Ahí hay un aul extraño, lo vi desde la montaña, tenemos que volver atrás y coger a la izquierda de la montaña. Allí debe haber un bosque.
       Kostylin dijo:
       —Espera aunque sólo sea un momento, déjame respirar, tengo los pies ensangrentados.
       —Eh, hermano, cicatrizarán, tú salta con ligereza. ¡Así!
       Y Zhilin echó a correr hacia atrás, a la izquierda, por la montaña, por el bosque. Kostylin no hacía más que pararse y quejarse. Zhilin le decía «shhh, shhh», y seguía avanzando.
       Subieron a la montaña. Y tal y como esperaba había un bosque. Se adentraron en el bosque, y los pinchos de las plantas destrozaron lo que les quedaba de la ropa. Encontraron un camino. Lo siguieron.
       —¡Para! —Comenzó a oírse patalear por el camino. Se pararon, escucharon. Sonaba como si viniera un caballo, pero se detuvo.
       Echaron a andar, y otra vez se oyó patalear. Se pararon y cesó el ruido. Zhilin se acercó lentamente, miró hacia un claro en el camino, y vio que había algo parado. Un caballo que no era caballo, y sobre el caballo algo extraño, que no se parecía a una persona. Se oyó un resoplido. «¿Qué demonios es?». Zhilin le silbó suavemente e inmediatamente saltó del camino al bosque. Por cómo se oía crujir por el bosque, parecía que había una tormenta rompiendo ramas.
       Kostylin se cayó del susto. Zhilin se rió y dijo:
       —Es un ciervo. ¿Oyes cómo rompe las ramas con los cuernos? Nosotros le tenemos miedo a él y él nos tiene miedo a nosotros.
       Siguieron avanzando. Comenzaron a descender las constelaciones, no faltaba mucho para el amanecer. ¿Por aquí? ¿Por allí? No sabían qué dirección tomar. Zhilin pensaba que le habían traído por ese mismo camino y que les separaban de los suyos unas diez verstas; pero no estaba seguro, y de noche era difícil distinguir. Salieron a la llanura. Kostylin se sentó y dijo:
       —Haz lo que quieras, pero yo no voy, no me responden las piernas.
       Zhilin intentó convencerlo.
       —No —dijo—, no lo conseguiré, no puedo.
       Zhilin se enfadó, escupió y lo mandó a freír espárragos.
       —Está bien, me voy solo. ¡Adiós!
       Kostylin se puso en pie y empezó a caminar. Anduvieron unas cuatro verstas. La niebla en el bosque todavía era densa, no veían nada a un palmo de sus narices, y las estrellas apenas eran visibles.
       De pronto, oyeron que por delante de ellos pataleaba un caballo. Se oía cómo se agarraba a las piedras con los cascos. Zhilin se tiró bocabajo y se puso a escuchar con el oído pegado a la tierra.
       —Así es, viene un caballo hacia nosotros.
       Se salieron corriendo del camino, se sentaron en los arbustos y esperaron. Zhilin se arrastró sigilosamente hacia el camino, miró y vio que sobre el caballo iba un tártaro, llevaba una vaca, iba refunfuñando algo. El tártaro pasó de largo. Zhilin volvió a donde Kostylin.
       —Gracias a Dios ya ha pasado. Levántate, vamos.
       Kostylin se fue a levantar y cayó.
       —No puedo, por Dios que no puedo, no tengo fuerzas.
       Hombre triste, blando, sudoroso, no soportó caminar con los pies destrozados por la fría niebla del bosque. Zhilin trató de levantarlo a la fuerza. Kostylin se puso a gritar:
       —¡Ay, me duele!
       A Zhilin se le paró el corazón.
       —¡No grites! El tártaro está cerca y puede oírnos. —Y pensó: «Realmente está débil. ¿Qué hago con él? No se puede dejar tirado a un compañero».
       —Está bien —dijo—, levántate, si no puedes caminar te llevo a cuestas.
       Subió a Kostylin sobre su espalda, lo cogió con las manos por debajo de las caderas, salió al camino y tiró por él.
       —Por Jesucristo —dijo—, no me aprietes la garganta con las manos. Agárrate a los hombros.
       A Zhilin le pesaba, él también tenía los pies heridos y estaba cansado. Hacía fuerza, lo recolocaba, lo echaba hacia arriba para que Kostylin estuviera sentado más alto sobre sus espaldas, cargaba con él por el camino.
       Estaba claro que el tártaro había oído gritar a Kostylin. Zhilin oyó que alguien venía por detrás lanzando gritos de guerra en su lengua. Zhilin se tiró a los arbustos. El tártaro cogió la escopeta, disparó, no acertó, empezó a gritar en su lengua y se alejó galopando por el camino.
       —¡Estamos perdidos, hermano! —dijo Zhilin—. El muy perro ahora reunirá a más tártaros para perseguirnos. Si no conseguimos avanzar unas tres verstas estamos perdidos. —Y pensó en Kostylin: «¡Por qué demonios habré unido mi suerte a la suya! Si hubiera estado solo hace mucho que me habría ido».
       —Vete solo, no tiene sentido que perezcas por mi culpa —dijo Kostylin.
       —No, no me voy, no está bien abandonar a un compañero.
       Se lo echó otra vez sobre los hombros. Anduvo más de una versta. Recorrió el bosque y no encontraba la salida. La niebla empezaba a disiparse, parecía que salían nubecillas, no se veían las estrellas. Zhilin estaba extenuado.
       Llegó a un punto del camino donde había una fuente hecha con piedras. Se paró, bajó a Kostylin.
       —Déjame descansar, beber —dijo—. Comamos torta. Ya deberíamos estar cerca.
       No hizo más que inclinarse a beber cuando oyó que venían caballos detrás. Otra vez se lanzaron a la derecha, a los setos, pendiente abajo, y se tumbaron.
       Oía las voces de los tártaros; los tártaros se pararon en el mismo lugar en el que ellos se habían salido del camino. Hablaron, después se alejaron al galope al tiempo que azuzaban a los perros. Se oyó el crujir de unas ramas, un perro desconocido venía directamente hacia ellos. Se paró, se puso a alborotar.
       Y descendieron también los tártaros; eran también desconocidos. Los cogieron, los ataron, los sentaron en el caballo, se los llevaron.
       Anduvieron unas tres verstas y les salió al encuentro el amo Abdul que venía con dos tártaros más. Habló algo con los tártaros, los cambiaron a sus caballos, y los llevó de vuelta al aul.
       Abdul no se reía y no cruzó una palabra con ellos.
       Al amanecer llegaron con ellos al aul, los sentaron en la calle. Vinieron corriendo los muchachos. Los golpean con piedras y fustas, y gritaban.
       Los tártaros se reunieron alrededor y llegó el anciano que vivía al pie de la montaña. Se pusieron a hablar. Zhilin comprendió que estaban deliberando qué hacer con ellos. Uno dijo: «Hay que mandarlos más allá de las montañas», y el anciano dijo: «Hay que matarlos». Abdul discutía, dijo: «Pagué por ellos, cobraré un rescate por ellos». Y el anciano dijo: «No van a pagar nada, sólo traerán desgracia. Y es pecado alimentar a los rusos. Se les mata y se acabó».
       Se dispersaron. El amo se acercó a Zhilin y le dijo:
       —Si no me envían el rescate por vosotros, dentro de dos semanas os mato a golpes. Y si intentas huir otra vez, te mato como a un perro. ¡Escribe una carta, escribe bien!
       Les trajeron papel, escribieron las cartas. Les pusieron los cepos, los llevaron detrás de la mezquita. Allí había un pozo de unos cinco arshines y los metieron en él.



6

      La vida se convirtió en algo realmente duro para ellos. No les quitaban los cepos y no les dejaban salir al aire libre. Les tiraban masa sin cocer, como a los perros, y les bajaban agua en una jarra. Hedor en el pozo, calor, humedad. Kostylin enfermó definitivamente, estaba hinchado y le dolían los huesos; lo único que hacía era quejarse o dormir. Y Zhilin, desanimado, veía que las cosas pintaban mal. Y no sabía cómo salir de allí.
       Empezó a excavar, pero no había dónde tirar la tierra; el amo lo vio y le amenazó con matarlo.
       Una vez estaba en el pozo sentado en cuclillas, pensando en la vida en libertad, aburrido, cuando de pronto le cayó directamente en las rodillas una torta diferente y le echaron cerezas. Levantó la vista y allí estaba Dina. Le miró, se rió y salió corriendo. Zhilin pensó: «¿No nos ayudaría Dina?».
       Limpió una zona del pozo, sacó barro y comenzó a modelar muñecos. Hizo personas, caballos, perros, y pensaba: «En cuanto venga Dina se los lanzo».
       Pero al día siguiente Dina no apareció. Zhilin oyó cascos de caballos, pasaron unos cuantos, y los tártaros se reunieron en la mezquita, discutían, gritaban y mencionaban a los rusos. Oyó la voz del anciano. No entendía con claridad, pero supuso que los rusos se habían acercado y los tártaros temían que entraran en el aul, y no sabían qué hacer con los prisioneros.
       Charlaron y se fueron. De pronto oyó susurros que procedían de arriba. Miró y vio a Dina que había traído patatas, las rodillas sobresalían por encima de la cabeza, se inclinó hacia abajo y los collares colgaban, se movían sobre el pozo. Los ojos le brillaban como pequeñas estrellas; sacó de la manga dos tortas de queso y se las tiró. Zhilin las cogió y dijo:
       —¿Por qué hace tanto que no vienes? Te hice unos juguetes. ¡Mira! —Y comenzó a tirárselos de uno en uno. Ella movía la cabeza, no miraba.
       —No hace falta —dijo. Se calló, se sentó y dijo—: ¡Iván! Te quieren matar. —Ella misma hizo el gesto de degüello con la mano sobre el cuello.
       —¿Quién me quiere matar?
       —Mi padre, se lo ordenaron los viejos. Me da pena de ti.
       Dice Zhilin:
       —Si te da pena de mí, tráeme un palo largo —dijo Zhilin.
       Movió la cabeza para decirle que «era imposible». Él levantó las manos y le suplicó:
       —¡Dina, por favor! ¡Dinushka, tráelo!
       —Imposible —dijo—, se darán cuenta, están todos en casa. —Y se fue.
       Al atardecer, Zhilin estaba sentado y pensaba: «¿Qué pasará?». No hacía más que mirar hacia arriba. Se veían las estrellas, todavía no había salido la luna. Gritó el mulá, todo quedó en silencio. Zhilin empezó a temblar, pensó: «No va a atreverse».
       De pronto cayó barro sobre su cabeza; miró hacia arriba, una vara larga sobresalía por el borde del pozo. Se metió más y más, comenzó a bajar y se deslizó en el pozo. Zhilin se alegró, la cogió con la mano, y tiró de la pértiga, que era hermosa. Ya había visto antes esa pértiga, en el tejado del amo.
       Miró hacia arriba, las estrellas brillaban alto en el cielo; y sobre el pozo, los ojos de Dina brillaban en la oscuridad como los de un gato. Con la cabeza inclinada sobre el borde del pozo, susurraba: «¡Iván! ¡Iván!». Y movía las manos delante de la cara para indicarle que hablara bajo.
       —¿Qué? —dijo Zhilin.
       —Se fueron todos, en casa sólo están dos.
       —Venga, Kostylin, vamos, intentémoslo por última vez; yo te ayudo —dijo Zhilin.
       Kostylin no quería ni oír hablar de ello.
       —No —dijo—, es evidente que yo de aquí no puedo salir, ¿a dónde voy a ir, si no tengo fuerza ni para darme la vuelta?
       —Está bien, entonces adiós, no me guardes rencor —y se despidieron con un beso.
       Se agarró a la pértiga, pidió a Dina que sujetara, subió. Por dos veces se cayó, el cepo molestaba. Kostylin lo sostuvo, y por fin salió a la superficie. Dina tiró de él por la camisa con todas sus fuerzas y se rió.
       Zhilin cogió la pértiga y dijo:
       —Ponla otra vez donde estaba, Dina, si no se darán cuenta y te zurrarán.
       Ella arrastró la pértiga y Zhilin se fue montaña abajo. Descendió por la pendiente, cogió una piedra afilada y trató de quitar el candado del cepo. Pero el candado era fuerte y no hubo manera de romperlo. Oyó que alguien bajaba corriendo la montaña, alguien que saltaba con ligereza. Pensó: «Seguramente es Dina otra vez». Llegó corriendo Dina, cogió la piedra y dijo:
       —Déjame a mí.
       Se arrodilló y comenzó a arrancarlo. Tenía los brazos delgados, como varillas, no tenía ninguna fuerza. Tiró la piedra y empezó a llorar. Se aplicó otra vez Zhilin con el candado y Dina se sentó en cuclillas detrás de él y le sujetó por los hombros. Zhilin echó una mirada y vio que a la izquierda, detrás de la montaña, el cielo comenzó a enrojecer, estaba saliendo la luna. «Bien —pensó—, antes de que salga la luna debo cruzar el valle, tengo que alcanzar el bosque». Se puso de pie, tiró la piedra. Aunque sea con cepo, tenía que irse.
       —Adiós, Dinhuska. No te olvidaré mientras viva.
       Dina se aferró a él: con las manos lo registraba buscando dónde meterle tortas. Él cogió las tortas.
       —Gracias —dijo—, eres un cielo. ¿Quién te va a hacer una muñeca cuando yo no esté? —Y le acarició la cabeza.
       Dina rompió a llorar desconsoladamente, se tapó la cara con las manos y echó a correr montaña arriba, saltaba como una cabra. En la oscuridad sólo se oía el collar de la trenza, tintineando sobre la espalda.
       Zhilin se persignó, sujetó con la mano el candado del cepo para que no hiciera ruido, y tomó el camino arrastrando los pies y mirando al lugar del cielo por el que iba a salir la luna. Reconoció el camino. Debía ir recto unas ocho verstas. Tenía que llegar al bosque antes de que saliera la luna. Vadeó el río, y vio que clareaba detrás de la montaña. Entró en el valle, avanzó y miró: todavía no se veía la luna. El resplandor iluminaba desde un extremo del valle y todo se volvía más y más claro. La sombra se deslizaba por la montaña y cada vez se le acercaba más.
       Zhilin avanzaba manteniéndose en la sombra. Tenía prisa, la luna estaba a punto de salir; a la derecha clareaba la cima. Comenzó a ir hacia el bosque, salió la luna, blanca, de detrás de la montaña, había tanta claridad como si fuera de día. Se veían todas las hojas de los árboles. Suavemente, se iluminaron las montañas, como si todo estuviera muerto. Sólo se escuchaba abajo correr un riachuelo.
       Llegó al bosque, no se encontró con nadie. Zhilin escogió un lugar oscuro y se sentó a descansar.
       Descansó y comió torta. Encontró una piedra y se puso otra vez a golpear el cepo. Se machacó las manos y no lo rompió. Se puso de pie y se fue por el camino. Había andado mucho, apenas tenía fuerzas, le dolían los pies. Anduvo unos diez pasos y se paró. «No tengo más remedio que arrastrarme mientras tenga fuerza —pensó—. Si me siento no me levanto. A la fortaleza no llego, así que cuando amanezca me tumbo en el bosque, paso el día, y por la noche me pongo a caminar de nuevo».
       Caminó durante toda la noche. Sólo encontró a dos tártaros a caballo, pero Zhilin los oyó desde lejos y se escondió detrás de un árbol.
       La luna palideció, cayó rocío, estaba a punto de amanecer y Zhilin no alcanzaba la linde del bosque. «Vale —pensó—, doy treinta pasos más, me meto en el bosque y me siento». Anduvo los treinta pasos y vio que el bosque se acababa. Salió al borde, era totalmente de día; como si lo tuviera en la palma de la mano, delante estaba la estepa y la fortaleza, y a la izquierda, cerca de la montaña, ardían fuegos, se extinguían, el humo se extendía y había gente junto a las hogueras.
       Miró y vio que brillaban fusiles, cosacos, soldados.
       Zhilin se alegró, hizo acopio de las últimas fuerzas y bajó la montaña. Y pensó: «¡Que sea lo que Dios quiera! Aquí, en campo abierto, si me ven los tártaros que van a caballo, aunque esté cerca, no podré escapar». En cuanto lo pensó, miró y vio a la izquierda, en la loma, tres tártaros parados a unas dos desiatinas. Lo detectaron y se lanzaron hacia él. El corazón se le salía por la boca. Agitó los brazos y gritó con todas sus fuerzas:
       —¡Hermanos! ¡Ayudadme! ¡Hermanos!
       Lo oyeron los nuestros, los cosacos se lanzaron al galope. Se fueron hacia él para cortar el paso a los tártaros.
       Los cosacos, lejos y los tártaros, cerca. Zhilin, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, cogió el cepo con la mano, corrió hacia los cosacos, estaba fuera de sí, se persignaba y gritaba:
       —¡Hermanos! ¡Hermanos! ¡Hermanos!
       Los cosacos eran unos quince.
       Los tártaros se asustaron y se detuvieron antes de acercarse. Y Zhilin llegó corriendo adonde los cosacos.
       Los cosacos lo rodearon y le preguntaron quién era, qué era, de dónde venía. Zhilin estaba fuera de sí, lloraba y balbuceaba:
       —¡Hermanos! ¡Hermanos!
       Los soldados echaron a correr, rodearon a Zhilin; uno le traía pan, otro gacha, otro vodka, otro le tapaba con un capote, otro rompía el cepo.
       Los oficiales lo reconocieron y lo llevaron a la fortaleza. Los soldados se alegraron y los amigos se reunieron en torno a Zhilin.
       Zhilin contó cómo le había ido y dijo:
       —¡Y yo que iba a casa, a casarme! Es evidente que no era mi destino.
       Y se quedó a servir en el Cáucaso. Y a Kostylin lo rescataron pasado un mes, por cinco mil. Lo trajeron medio muerto.


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