Margaret Atwood
(Ottawa, Ontario, Canada, 1939–)


El huracán Hazel ( (1983)
(“Hurricane Hazel”)
Bluebeard’s Egg (Canada)
(Toronto: McClelland & Stewart, 1983, 285 págs.)



      En el verano de mis catorce años vivíamos en una cabaña de una sola habitación, situada en cien acres de matorrales en los límites de un terreno cultivado. La cabaña estaba rodeada por altos arces viejos, que fueron respetados cuando la tierra se segregó, y la luz se filtraba en haces, como en las ilustraciones que mucho antes había visto en la escuela dominical, de caballeros en pos del Santo Grial, sin casco y con mucha virtud rebosando de sus ojos. Probablemente esos árboles fueron el motivo por el cual mis padres adquirieron la tierra; si no lo hubieran hecho ellos, la habría comprado cualquier otro y habría cortado los arces. Mis padres solían hacer este tipo de cosas.
       La cabaña era de madera recia. No la habían construido allí en origen, sino que fue trasladada desde otro lugar por los anteriores propietarios, dos profesores universitarios interesados en las antigüedades. Numeraron los troncos, los desmontaron, los volvieron a colocar en el orden original y taparon las grietas con cemento blanco, que ya empezaba a desprenderse, al igual que la masilla de los pequeños cristales de las ventanas. Lo sé porque una de mis primeras ocupaciones fue limpiarlos. Lo hice de mala gana, como casi todas las tareas domésticas en aquel tiempo.
       Dormíamos en un lado de la cabaña. Los dormitorios estaban separados por paracaídas que mi padre había adquirido en el almacén de excedentes de guerra, donde a menudo compraba cosas: pantalones de color caqui con bolsillos en las rodillas, juegos de cuchillo, tenedor y cuchara que se encajaban y se desencajaban con los que era imposible comer, capas para la lluvia con marcas de camuflaje, una hamaca para la selva con mosquiteras a los lados que olía como un calcetín sudado y producía tortícolis, pese a lo cual mi hermano y yo nos disputábamos el privilegio de dormir en ella. Habíamos cortado los paracaídas para abrirlos, y colgaban, a modo de cortinas, de unas tiras de alambre resistente tendidas de pared a pared. Los paracaídas del interior de la casa eran de color verde oscuro, pero había uno más pequeño fuera, de color naranja, como una tienda de campaña, para que mi hermana de tres años jugara.
       Mi cubículo estaba en la esquina sudeste. Dormía en una estrecha cama con muelles de alambre arrollado que chirriaban cuando me daba la vuelta. En el otro lado de la cabaña, la que usábamos de día, había una mesa cuya capa de barniz casi había desaparecido y un par de sillas repintadas; la pintura se agrietaba como un lecho de barro seco y asomaban los colores que habían tenido con anterioridad. Había un aparador donde se colocaban los platos, que olía más a humedad que las restantes cosas de la cabaña, y dos mecedoras a las que las tablas desiguales del piso impedían moverse bien. Todos estos muebles ya estaban en la cabaña cuando la compramos; quizá respondían al concepto de los profesores sobre la decoración estilo pionero.
       Había también una especie de mostrador donde mi madre lavaba los platos y guardaba la cocina de camping en la que guisaba cuando llovía. Por lo general cocinaba fuera, en un hogar con parrilla de hierro. Cuando comíamos fuera no utilizábamos sillas, sino troncos, porque la tierra solía estar mojada. La cabaña estaba en un valle atravesado por un río; había mucha humedad por las noches, y el calor del sol de la mañana levantaba un vapor casi visible.
       Mi padre nos llevó a la cabaña a principios del verano. Después partió hacia los bosques de la orilla norte del San Lorenzo, donde estaba efectuando algunas exploraciones para una compañía papelera. Nosotras dedicábamos el día a las tareas cotidianas, que giraban especialmente en torno a las horas de las comidas y en lo que comeríamos, él volaba en avión hacia valles de laderas empinadas, donde el piloto tenía que parar el motor para descender o salvaba a duras penas grandes salientes rocosos o estaba a punto de estrellarse en los rápidos. Quedó atrapado durante dos semanas en un incendio forestal que le rodeó por todas partes y consiguió salvarse gracias a una lluvia torrencial que soportó sentado en la tienda de campaña y tostando al fuego sus calcetines de repuesto, como si fueran salchichas, para que se secasen. Siempre nos contaba historias similares cuando regresaba.
       Antes de marcharse, mi padre se aseguró de que tuviéramos suficiente leña partida y amontonada, artículos de primera necesidad y alimentos enlatados para mantenernos. Cuando precisábamos otras cosas, como leche y mantequilla, me enviaban a pie a la tienda más cercana, que estaba a milla y media de distancia, en la cima de una colina casi vertical que, mucho después, se transformó en estación de esquí. En aquel entonces solo había una carretera de tierra, en medio de la nada, y que soltaba grandes nubes de polvo cada vez que pasaba un automóvil. A veces los coches tocaban el claxon, pero yo fingía no darme cuenta.
       La mujer de la tienda, que era gorda y siempre sudaba, sentía curiosidad por nosotros; siempre preguntaba cómo se las arreglaba mi madre. ¿No le importaba quedarse sola en un lugar tan destartalado, sin una buena cocina y sin ningún hombre a su lado? Situaba ambas cosas al mismo nivel. No me gustaban los chismosos, pero yo estaba en una edad en que las opiniones de cualquiera me influían y adivinaba que aquella mujer encontraba rara a mi madre.
       Si mi madre tenía alguna prevención sobre el hecho de que la dejaran sola en una granja apartada, con una niña de tres años, sin teléfono, sin coche, sin electricidad, y conmigo como única ayuda, jamás lo dejó entrever. Ya había pasado por situaciones parecidas antes, y a aquellas alturas debía de estar acostumbrada. Se comportaba con naturalidad pasara lo que pasase; en una situación de crisis, como cuando el coche se hundía en el barro hasta el eje, sugería que cantásemos.
       Es probable que aquel verano echara de menos a mi padre, aunque nunca lo manifestó; no se hablaba de sentimientos en nuestra familia. A veces, por la noche, escribía cartas, si bien afirmaba que nunca se le ocurría nada. Durante el día, cuando no cocinaba ni lavaba platos, se dedicaba a pequeñas tareas que podía interrumpir en cualquier momento. Cortaba la hierba, pese a que el terreno irregular que se extendía ante la casa estaba tan invadido por la maleza que nada conseguiría hacerlo parecer un jardín; o bien recogía las ramas muertas que se habían desprendido de los arces.
       Yo cuidaba de mi hermana pequeña durante parte de la mañana: era una de mis tareas. En estas ocasiones, a veces mi madre arrastraba una mecedora hasta la hierba sin cortar y leía libros, novelas históricas o relatos de expediciones arqueológicas. Si me acercaba a ella para decirle algo mientras leía, refunfuñaba. Cuando hacía sol se ponía unos pantalones cortos, lo que nunca hacía en presencia de extraños. Pensaba que tenía las rodillas huesudas; era el único aspecto de su físico que le preocupaba. Por lo general, la ropa le resultaba indiferente. Quería que cubriera lo que había que cubrir y que durase mucho tiempo; todo lo demás carecía de importancia para ella.

       Cuando no cuidaba de mi hermana, me iba sola. Trepaba a un arce, situado fuera del campo de visión de la casa y provisto de una confortable horqueta, y leía Cumbres borrascosas, o recorría la vieja pista forestal, bordeada de árboles jóvenes. Me abría camino en la selva de maleza y zarzas de atrás, atravesaba el río y, al otro lado, salía a campo abierto, donde al granjero vecino se le permitía apacentar las vacas para que mantuvieran a raya los cardos y las bardanas. Allí descubrí lo que consideraba la auténtica casa de los pioneros, de la que ahora no queda más que una depresión cuadrada rodeada de lomas cubiertas de hierba. El granjero plantó el primer año una fanega de guisantes, y cosechó una fanega. Lo sabíamos por los profesores, que iban siempre a la caza de datos.
       Si mi hermano hubiera realizado este descubrimiento, habría confeccionado un plano de toda la zona, con cuidados rótulos. A mí ni siquiera se me ocurrió; me limitaba a vagar por allí, cogiendo frambuesas, o tomaba el sol entre la maleza, rodeada por el aroma de asclepiadeas, margaritas y hojas aplastadas, atontada por el sol y la luz que se reflejaba en las páginas blancas del libro, con saltamontes que aterrizaban encima de mí y dejaban huellas de su saliva parda.
       Era hosca como mi madre, si bien yo me consideraba a mí misma perezosa y desorientada. Hasta me costaba caminar por la hierba, y levantar la mano para espantar a los saltamontes era todo un esfuerzo. Siempre parecía medio dormida. Me dije que quería hacer algo, o sea, algo que me proporcionara dinero, en otro sitio. Quería un trabajo para el verano, pero aún era demasiado joven.

       Mi hermano trabajaba. Tenía dos años más que yo, y en aquel entonces era ayudante de guardabosques; limpiaba de matojos las cunetas de las carreteras en algún lugar al norte de Ontario y vivía en tiendas de campaña con un grupo de chicos de dieciséis años. Era el primer verano que no estaba con nosotros. Me tomé a mal su ausencia y le envidiaba, pero esperaba sus cartas todos los días. Una mujer que vivía en una granja cercana se encargaba del correo y lo repartía en su coche. Tocaba el claxon cuando había algo para nosotros y yo me acercaba al polvoriento buzón de hierro galvanizado clavado en un poste junto a nuestra verja.
       Mi hermano escribía cartas a mi madre y también a mí. Las de ella eran informativas, descriptivas y concretas. Decía lo que hacía, lo que comía, dónde se lavaba la ropa. Decía que en la ciudad cercana a su campamento había una calle principal solo recorrida por los cables telefónicos. A mi madre le gustaban estas cartas, y me las leía en voz alta.
       Yo no hacía lo propio con las cartas que me enviaba mi hermano. Eran privadas, y sembradas de los comentarios chistosos y vulgares con que disfrutábamos cuando estábamos solos. Los demás nos consideraban serios y educados, pero en la intimidad nos burlábamos de todo, y contendíamos en la aportación de detalles que considerábamos repugnantes. Las cartas de mi hermano venían ilustradas con dibujos de sus compañeros de tienda, tenían insectos de muchas patas revoloteando alrededor de sus cabezas, manchas en el rostro, líneas sinuosas que indicaban el olor de sus pies y pedazos de manzana en sus barbas incipientes. Incluían detalles desagradables acerca de sus hábitos personales, como los ronquidos. Cogía las cartas del buzón y me dirigía directamente al arce, donde las leía varias veces. Luego me las metía debajo de la camiseta, entraba en la cabaña y las escondía bajo mi cama.
       También recibía cartas de mi novio, que se llamaba Buddy. Mi hermano utilizaba pluma estilográfica; Buddy escribía las cartas con bolígrafo de tinta azul, de aquellos que producían manchones y que dejaba tiznadas las manos. Contenían tediosos cumplidos, como los que podría enviarte un pariente lejano. Muchas palabras estaban entre comillas, y otras, subrayadas. No había dibujos.
       Me gustaba recibir estas cartas de Buddy, pero también me turbaban. La cuestión es que ya sabía lo que mi hermano diría de Buddy, en parte porque ya lo había insinuado. Hablaba como si ambos diéramos por descontado que pronto me desharía de Buddy, como si Buddy fuera un perro callejero al que yo, impulsada por el sentido del deber, entregaría a la Sociedad Protectora de Animales si no aparecía el propietario. Incluso el mismo nombre de Buddy, decía mi hermano, era nombre de perro. Decía que debía llamar a Buddy «amiguete» o «compinche» y enseñarle a buscar las piezas de caza.
       Yo consideraba la forma en que mi hermano hablaba de Buddy divertida y cruel al mismo tiempo; divertida porque en cierto modo no iba desencaminado, y cruel por la misma razón. Ciertamente, había algo perruno en Buddy: la afabilidad, la estúpida confianza en lo que veía, y en la seriedad con que se tomaba los rituales del compromiso. Era el tipo de chico (aunque nunca lo supe con certeza, porque nunca le vi hacerlo) que ayudaría a su madre a llevar las bolsas de la compra sin que se lo pidiese, no porque le saliera de dentro sino porque así estaba prescrito. Decía cosas como «Así se parten las galletas», y cuando lo decía yo tenía la sensación de que lo seguiría repitiendo al cabo de cuarenta años.

       Buddy era mucho mayor que yo. Tenía dieciocho años, casi diecinueve, y había dejado el colegio hacía bastante tiempo para trabajar en un garaje. Se había comprado un coche, un Dodge de tercera mano, que mantenía limpio y brillante, sin mácula. Fumaba y bebía cerveza, pero solo bebía cerveza cuando no estaba conmigo, solo con otros chicos de su edad. Mencionaba el número de botellas que se había bebido con toda naturalidad, como sin concederle importancia.
       Me ponía nerviosa porque no sabía de qué hablar con él. Nuestras conversaciones telefónicas consistían fundamentalmente en pausa y monosílabos, aunque se prolongaran durante mucho rato, lo cual enfurecía a mi padre, que pasaba junto a mí en el vestíbulo y movía los dedos índice y medio de la mano como unas tijeras, para indicarme que cortara. Pero cortar una conversación con Buddy era como intentar dividir el agua, porque sus conversaciones carecían de forma y yo no sabía cómo dársela. Aún no había aprendido ninguna de las estratagemas que, según parece, las chicas han de emplear con los chicos. No sabía cómo hacer preguntas de las que llevan implícita la respuesta, o mentir sobre ciertas cosas, lo que más tarde definí como tener tacto. De modo que casi no decía nada, lo que a Buddy no parecía molestarle en absoluto.
       Sin embargo, sabía lo bastante para darme cuenta de que no era una buena táctica para parecer demasiado lista. Pero si yo hubiera decidido alardear de lista, a Buddy no le habría importado: era la clase de chico para quien la inteligencia era algo propio de las mujeres. Quizá le habría gustado una exhibición controlada de ella, como si se tratara de un tipo muy especial de pastel o de un excelente bordado. Nunca supe lo que Buddy deseaba en realidad; en primer lugar, nunca supe por qué salía conmigo. Quizá simplemente porque yo estaba allí. Descubrí poco a poco que el mundo de Buddy era mucho menos alterable que el mío: contenía una larga lista de cosas que jamás podrían cambiar o arreglarse.

       Todo esto empezó a comienzos de mayo, cuando yo estaba en décimo. Yo era dos o tres años más joven que mis compañeros de clase, porque en aquel tiempo pasabas de curso si creían que eras capaz de afrontar el reto. El año anterior, al empezar, tenía doce años, una evidente desventaja si los demás tienen quince. Iba en bicicleta al colegio, mientras que las demás chicas de la clase lo hacían caminando, lenta y lánguidamente, apretando sus cuadernos contra el cuerpo para proteger y al tiempo exhibir sus pechos. Yo no tenía pechos, aún podía vestir la ropa que utilizaba a los once años. Me dediqué a confeccionar mis propios vestidos, inspirándome en los patrones que había comprado en Eaton. Nunca acababan de parecerse a los que estaban dibujados en las tapas, y eran demasiado grandes, porque los hacía a la medida que deseaba tener. Mi madre me decía que me quedaban muy bien, pero era mentira y no me ayudaba en nada. Me sentía como una enana de pecho plano, rodeada de chicas zalameras y sensuales, que se depilaban las piernas, que se aplicaban maquillaje medicinal de color rosado en los granos de la cara y se desmayaban hábilmente en el gimnasio, chicas de carne bruñida, henchida y algo brillante, como si les hubieran inyectado crema cosmética bajo la piel.
       Los chicos eran todavía más alarmantes. Algunos, los repetidores de noveno, llevaban chaquetas de cuero y se decía que guardaban cadenas de bicicleta en el pupitre. Los había de voz aguda y larguiruchos, pero a estos, por descontado, no les hacía caso. Conocía la diferencia entre los que eran pesados o fastidiosos, por una parte, y los que eran atractivos o encantadores, por otra. Buddy no era un encanto, pero sí un chico atractivo, y esto importaba mucho. En cuanto empecé a salir con Buddy, descubrí que me consideraban normal. Desde aquel momento me incluyeron en las típicas conversaciones que las chicas mantienen en el lavabo mientras se pintan los labios. Desde aquel momento fui objeto de bromas.
       Pese a esto, sabía que Buddy era algo así como un accidente: no lo conseguí honestamente. Me lo sirvió en bandeja Trish, que me abordó sin que yo la conociera de nada y me pidió que saliera con ella, su novio, que se llamaba Charlie, y el primo de Charlie. Trish tenía la boca grande, dientes prominentes y largo cabello de color arena que se recogía en una cola. Llevaba gruesos suéteres rosados y era una cheerleader, aunque no la mejor. De no haber salido siempre con Charlie, se habría ganado determinada reputación, por el modo en que se reía y se contoneaba; pero siendo así se había librado de ello, por el momento. Trish me dijo que Buddy me gustaría, porque era muy mono. También mencionó que tenía coche: Charlie no tenía. Es probable que Trish me metiera en la vida de Buddy para que ella pudiera besuquearse con Charlie en el asiento trasero del coche de Buddy en el cine al aire libre, pero dudo que Buddy lo supiera. Ni yo tampoco, en aquel momento.

       Siempre debíamos asistir a la primera sesión (contra la voluntad de Trish y de Charlie) porque no me dejaban llegar a casa más tarde de las once. Mi padre no ponía objeciones a que saliera con chicos, pero quería que fueran puntuales tanto al recogerme como al devolverme. No comprendía por qué merodeaban ante la puerta de delante cuando me dejaban. En opinión de mi padre, Buddy era mejor en eso que algunos de los últimos. Con estos me acostumbré a regresar a casa después del plazo fijado; entonces mi padre me pedía que me sentara y me explicaba con mucha paciencia que si iba a tomar un tren y llegaba tarde, el tren partiría sin mí, y por esa razón debía ser siempre puntual. Pero esto no surtía efecto conmigo, porque, tal como le señalaba, nuestra casa no era un tren. Debió de ser en aquella época cuando empecé a perder la fe en que los argumentos razonables fueran la única medida de la verdad. Las exhortaciones a la puntualidad por parte de mi madre eran más comprensibles: si no llegaba a casa a la hora, ella creería que había tenido un accidente de coche. Sabíamos, aunque no lo admitiéramos, que el sexo era la agenda oculta en esas discusiones, más oculta para mi padre que para mi madre: ella sabía qué era un accidente de coche.
       En el cine al aire libre, Buddy y Charlie compraban palomitas de maíz y Coca-Cola, y todos masticábamos al unísono cuando las pálidas e incorpóreas figuras se materializaban en la pantalla, azuladas a la luz declinante. Cuando las palomitas se terminaban ya había oscurecido. Se oían susurros, crujidos y gemidos ahogados que provenían del asiento trasero, pero Buddy y yo fingíamos ignorarlos. Buddy fumaba algunos cigarrillos y me rodeaba el hombro con su brazo. Después nos besuqueábamos, decorosamente en comparación con lo que sucedía detrás de nosotros.
       La boca de Buddy era suave, y su cuerpo, grande y reconfortante. Yo no sabía qué debía sentir en el curso de estas sesiones. Fuera lo que fuese, lo que yo sentía no era muy excitante, aunque tampoco resultaba desagradable. Era más parecido a ser abrazada por un perro terranova cariñoso o por un edredón animado que cualquier otra cosa. Yo mantenía las rodillas apretadas con fuerza y mis brazos alrededor de su espalda. Tarde o temprano, Buddy intentaba mover sus manos hacia mi pecho, pero yo sabía que debía frenarle y eso hacía. A juzgar por su reacción, resignada pero comprensiva, había procedido de la forma correcta, si bien volvería a intentarlo la semana siguiente.
       Comprendí mucho después que Trish me había seleccionado no a pesar de ser más joven y menos experimentada que ella sino precisamente por eso. Necesitaba una carabina. Charlie era más delgado, apuesto y ardiente que Buddy; a veces se emborrachaba, decía Trish, agitando la cabeza con aire maternal. A Buddy se le consideraba serio, responsable y un poco aburrido, tal vez como a mí.

       Después de salir con Buddy más o menos durante un mes, mi hermano decidió que me convenía estudiar griego. Con ello quería decir que me iba a dar lecciones tanto si quería como si no. Me había enseñado muchas cosas en el pasado, y algunas me interesaban: leer, tirar con arco, hacer rebotar piedras planas en el agua, nadar, jugar al ajedrez, apuntar con un rifle, navegar en canoa y descamar y limpiar los pescados. No aprendí a hacer bien la mayoría de estas cosas, excepto leer. También me enseñó a blasfemar, a saltar por las ventanas del dormitorio por las noches, a producir espantosos hedores con productos químicos y a eructar a voluntad. Su estilo, independientemente de la materia, siempre era amistoso aunque con cierto distanciamiento pedagógico, como si estuviéramos en un aula.
       Él también estaba aprendiendo griego; me llevaba dos cursos de ventaja y asistía a otro colegio, solo para chicos. Empezó con el alfabeto. Como de costumbre, yo no aprendía con la rapidez que él deseaba, así que empezó a dejar notas por la casa, en las que las letras griegas sustituían las del alfabeto inglés. Me encontraba una en la bañera cuando estaba a punto de bañarme antes de salir con Buddy, la apartaba para leerla más tarde, abría el grifo y de repente la ducha me empapaba de pies a cabeza. («Cierra la ducha», decía la nota una vez traducida). O bien hallaba un mensaje clavado en la puerta cerrada de mi habitación, que resultaba ser el aviso de que algo —una toalla mojada, un montón de espaguetis cocinados— me caería encima cuando la abriera. O bien otra, en mi tocador, me informaba de que el despertador estaba puesto para que sonara a las tres de la madrugada. La verdad es que no aprendí mucho griego, pero aprendí a traducirlo rápido. Tal vez mediante estas tretas mi hermano pretendía distraerme, retardar mi salida del mundo en que él todavía habitaba, un mundo en que el sulfuro de hidrógeno y los gambitos de ajedrez eran mucho más interesantes que el sexo, y en el que Buddy y los Buddies futuros resultaban simplemente ridículos.
       Mi hermano y Buddy existían en planos absolutamente diferentes. Mi hermano, por ejemplo, no era ni encantador ni fastidioso. Tenía el aspecto estrambótico que acostumbra a ir asociado a los colegiales ingleses, aquellos que solían revelarse como pirómanos en las películas de los años sesenta, o con los pósteres de soldados pintados durante la Primera Guerra Mundial; te miraba como si tuviera la piel verde y las orejas algo puntiagudas, como si su nombre fuera Nemo, o algo así, como si pudiera atravesarte con la mirada. Todo eso lo pensé más adelante; en aquella época era solo mi hermano, y no me había forjado ninguna idea sobre su aspecto. Tenía un jersey marrón con los codos agujereados; mi madre trató una y otra vez de reemplazarlo o tirarlo, siempre en vano. Mi hermano aún la superaba en el desinterés por la ropa.
       Siempre que me ponía a hablar de la forma que él consideraba propia de una quinceañera, siempre que mencionaba carreras en las medias, el hit parade o algo remotamente parecido, mi hermano citaba pasajes de los anuncios de productos contra las espinillas que publicaban los tebeos que él coleccionaba a los diez u once años: «Mary ignoraba por qué no era POPULAR, hasta que… ¡Alguien debería decírselo! Mary, AHORA puedes solucionar el problema de esas FEAS ESPINILLAS. Más tarde… Mary, me gustaría bailar contigo (Él piensa: “Ahora que Mary ya no tiene aquellas FEAS ESPINILLAS es la chica más POPULAR de la clase”)». Yo sabía que aunque alguna vez llegara a ser la chica más popular de la clase, lo que era bastante improbable, eso no serviría para ganar enteros en la opinión de mi hermano.

       Cuando le dije a Buddy que pasaría el verano fuera, pensó que me iba a la «casa de campo», como tanta gente en Toronto; los que tenían, claro. Él pensaba en algo así como el lago Simcoe, donde se puede navegar en veloces fuera borda y practicar esquí náutico, y donde hay un cine al aire libre. Pensó que habría otros chicos por allí; dijo que saldría con ellos y me olvidaría de él, pero lo dijo como si se tratara de una broma.
       No le dije muy bien adónde iba en realidad. Buddy y yo no habíamos hablado mucho de nuestras familias; no sería muy fácil explicarle la preferencia de mis padres por la soledad, los retretes en el exterior de las casas y otras cosas raras. Cuando dijo que iría a visitarme, repuse que era un lugar muy apartado y difícil de encontrar, pero no pude negarme a darle la dirección y sus cartas llegaban con puntualidad cada semana, con su tinta pringosa y su caligrafía redondeada, laboriosa e infantil. Buddy apretaba con tanta fuerza el bolígrafo, que a veces atravesaba el papel, y si cerraba los párpados y pasaba los dedos sobre la hoja podía palpar las letras grabadas en la página como en braille.

       Respondí a la primera carta de Buddy sentada a la mesa irregular, con sus grietas geológicas en la superficie. El aire era cálido y húmedo; el cuaderno de papel rayado en el que escribía se adhería al viscoso barniz. Mi madre lavaba los platos en el fregadero esmaltado, a la luz de una lámpara de aceite. Yo casi siempre la ayudaba, pero desde que Buddy había entrado en escena, ella a menudo me dispensaba, como si presintiera que necesitaba reservar mis energías para otras cosas. Yo me alumbraba con la segunda lámpara, cuya potencia estaba regulada para que no humease. Detrás de la cortina de paracaídas verde se oía la respiración acompasada de mi hermana.
       «Querido Buddy», empecé, y me detuve. Escribir su nombre me turbó. Al verlo en una hoja de papel en blanco me pareció una extraña manera de llamar a alguien. El nombre de Buddy no guardaba relación alguna con lo que en realidad yo recordaba de él, principalmente el olor de sus camisetas recién lavadas, mezclado con el de los cigarrillos y el de la loción para después del afeitado Old Spice. Buddy. Como palabra, me recuerda a budín. Casi podía sentir bajo mi mano el pequeño pliegue de grasa de su nuca, apenas perceptible, pero que con el tiempo se iría haciendo más pronunciado.
       Mi madre me daba la espalda, pero tuve la sensación de que, pese a todo, me miraba, o de que escuchaba la ausencia de sonido, puesto que no estaba escribiendo. No sabía qué decirle a Buddy. Podía describir mis actividades, pero en cuanto comencé descubrí que no tenía demasiado sentido.
       Por la mañana había construido un pueblo de arena, en un pequeño banco de arena, para divertir a mi hermana. Era una de mis especialidades. Cada casa tenía ventanas hechas con piedras; las calles también estaban pavimentadas con piedras, y en los jardines, vallados por setos de musgo, crecían árboles y flores. Cuando el pueblo estaba terminado, mi hermana hacía correr sus cochecitos de madera por las calles y movía a las personas que yo había elaborado con palillos; en realidad se lo cargaba todo, y yo me disgustaba.
       Cuando podía escaparme, vadeaba el río para que nadie me molestara. Había una veta de arcilla que ya conocía, y allí me pasaba algunos ratos haciendo cuentas de collar, que dejaba al sol sobre un tocón para que se cocieran. Algunas tenían forma de calavera, y luego traté de pintarlas y ensartarlas. Pensaba que formarían parte del disfraz de Halloween, aunque al mismo tiempo sabía que ya no tenía edad para esas cosas.
       Luego regresaba caminando por la orilla del río, saltaba sobre los árboles caídos que bloqueaban el camino y me arañaba las piernas desprotegidas con los zarzales. Cogía algunas flores, como ofrenda de paz para mi madre por haberla abandonado a propósito. Ahora se estaban marchitando en un tarro de mermelada vacío que había sobre el tocador: hierbas de Santa Catalina, daucos, espantalobos. En nuestra familia era obligatorio conocer los nombres de las cosas que se cogían y se ponían en botes o jarros.
       Nada de lo que hacía parecía normal visto con los ojos de Buddy; consideradas de una en una, mis actividades resultaban infantiles o absurdas. ¿Qué hacían las chicas de la edad que yo aparentaba cuando no estaban con chicos? Hablaban por teléfono, escuchaban discos. ¿No era así? Iban al cine, se lavaban el pelo. Pero no se lavaban el pelo metidas hasta las rodillas en un río de agua helada y echándose agua sobre la cabeza con una jofaina esmaltada. No quería que Buddy me considerara excéntrica; deseaba disimular. Había resultado más fácil en la ciudad, donde vivíamos de una manera más normal, y donde cosas como la negativa de mi padre a comprar un televisor y sentarse delante de él con la cena en una bandeja, o la oposición a comprar una secadora, eran digresiones menores que tenían lugar entre bastidores.
       Al final le hablé a Buddy del tiempo, le dije que le echaba de menos y que confiaba en verlo pronto. Después de examinar las equis y las oes llenas de manchones y subrayadas que seguían a la firma de Buddy, las imité. Ensobré aquel engaño, escribí la dirección, y a la mañana siguiente la deposité en nuestro buzón, cuya banderita levanté para advertir que había una carta.

       Buddy llegó sin previo aviso un domingo de agosto por la mañana, justo después de que hubiéramos lavado los platos. No sé cómo averiguó dónde vivíamos. Debió de preguntarlo en el cruce de caminos, donde había unas pocas casas, una gasolinera y una tienda con anuncios de Coca-Cola en la puerta y la oficina de Correos en la parte de atrás. La gente de allí debió de ayudarle a descifrar el número de la carretera rural; aunque también es probable que conocieran el emplazamiento exacto de nuestra casa.
       Mi madre, en pantalones cortos, frente a la casa, cortaba la hierba y la maleza con una pequeña guadaña. Yo subía un cubo de agua por los resbaladizos y podridos peldaños de madera que conducían al río. Sabía que cuando llegase al último peldaño mi madre me preguntaría qué quería para comer, y que me enfurecería. Yo nunca sabía lo que quería para comer, y cuando lo sabía, no había. Ni se me ocurría pensar que mi madre estaba mucho más harta que yo de pensar en las comidas, ya que además tenía que cocinar, ni que en realidad se trataba de una petición de socorro.
       Entonces oímos un ruido, el rugido de un motor, rumboso y apagado a ratos, como una segadora de césped en el interior de un garaje de hojalata. Nos quedamos inmóviles y nos miramos; siempre lo hacíamos cuando oíamos el ruido de un motor en la carretera. Creíamos, me parece, que nadie sabía dónde nos hallábamos. La parte positiva era que nadie se acercaría, y la negativa, que alguien, pensando que la casa estaba deshabitada, podría hacerlo, y el tipo de gente que lo haría era el que menos deseábamos ver.
       El ruido cesó por unos minutos, y luego se reanudó, más fuerte esta vez. Se acercaba por nuestro sendero. Mi madre dejó caer la guadaña y echó a correr hacia la casa. Supe que se iba a cambiar de pantalones. Yo seguí subiendo los peldaños, impasible, cargada con el cubo de agua. De haber sabido que era Buddy me habría cepillado el pelo y pintado los labios.
       Cuando vi el coche de Buddy me quedé atónita y casi aterrorizada. Era como si me hubieran pillado con las manos en la masa. ¿Qué pensaría Buddy de la ruinosa cabaña, las cortinas de paracaídas, los muebles ajados y el tarro de mermelada vacío con las flores marchitas? Lo primero que pensé fue esconderme en las inmediaciones de la casa. Fui al encuentro del coche, que avanzaba zarandeándose por la carretera. Yo era consciente de las hojas muertas y del barro que llevaba pegados a mis pies descalzos y mojados.
       Buddy salió del automóvil y alzó la mirada hacia los árboles. Charlie y Trish, que iban en el asiento trasero, también salieron. Pasearon la mirada a su alrededor, pero después de un rápido vistazo no dieron la menor señal de que aquel lugar donde vivía no era exactamente lo que esperaban encontrar, salvo que hablaban en voz demasiado alta. A pesar de todo, yo estaba a la defensiva.
       El coche de Buddy tenía un gran agujero en el capó que aún no había tenido tiempo de reparar, y Charlie y Trish no paraban de contar historias acerca de las miradas suspicaces que les había dirigido la gente de los pueblos por los que han pasado. Buddy parecía más reservado, casi tímido. «Has recibido la carta, ¿no?», me dijo, pero no, no había recibido la carta en que anunciaba su visita. Llegó unos días después, henchida de una melancólica soledad que me habría convenido conocer antes de su llegada.
       Charlie, Trish y Buddy iban de pícnic. Pensaban llegar hasta el lago Pike, a unas quince millas de allí, donde había una playa pública. Habían pensado que podrían ir a nadar. Mi madre ya había salido de casa para entonces. Ahora, con sus pantalones largos, se comportaba como si todo estuviera bajo control. Estuvo conforme con el plan; sabía que no había nada que hacer en las cercanías de casa. Tampoco pareció preocuparle el hecho de que fuera a pasar todo el día fuera con Buddy, puesto que regresaríamos antes del anochecer.
       Los tres permanecían de pie junto al coche, y mi madre trató de mantener una conversación con ellos mientras yo entraba corriendo en la cabaña para coger mi traje de baño y una toalla. Trish ya llevaba el bañador puesto; se le transparentaba la parte superior debajo de la camisa. Tal vez no habría sitio para cambiarse. Este es el tipo de pregunta que no se puede hacer sin sentirse un poco idiota, de modo que me cambié en mi cubículo de tela de paracaídas. Era el mismo bañador del año anterior, de color rojo, y me quedaba algo pequeño.
       Mi madre, que no solía dar instrucciones, le dijo a Buddy que condujera con prudencia, quizá porque el coche, por el ruido que hacía, parecía más peligroso de lo que era. Cuando arrancó fue como el despegue de un cohete, y dentro era todavía peor. Me senté al lado de Buddy. Los cristales de todas las ventanillas estaban bajados, y cuando salimos a la carretera asfaltada Buddy apoyó el codo izquierdo en la portezuela. Empuñaba el volante con una mano, la otra avanzó a través del asiento y se apoderó de la mía. Pretendía que me acercara a él para rodearme con su brazo, pero esta forma de conducir me ponía nerviosa. Me dirigió una mirada de reproche y cogió el volante con ambas manos.
       Había visto alguna vez señales en la carretera que indicaban la dirección del lago Pike, pero nunca había estado allí. Resultó que era pequeño y circular, en medio de la campiña. La playa pública estaba atestada, puesto que era fin de semana: sobre todo grupos de adolescentes y parejas jóvenes con hijos. Algunos llevaban radios portátiles. Trish y yo nos desvestimos detrás del coche, aun cuando al quitarnos nuestras ropas externas no revelamos otra cosa que los trajes de baño, que, de cualquier forma, todo el mundo iba a ver. Mientras lo hacíamos, Trish me confesó que ella y Charlie se habían prometido en secreto. Se casarían en cuanto ella fuera lo suficientemente mayor. Nadie más lo sabía, excepto Buddy, claro está, y yo. Dijo que a sus padres les daría un ataque si se enteraban. Le aseguré que no lo diría a nadie, y al mismo tiempo sentía que un dedo helado recorría mi columna vertebral. Cuando salimos de detrás del coche, Buddy y Charlie ya estaban con el agua en los tobillos; el sol se reflejaba en sus espaldas blanquecinas.
       Era una playa polvorienta y calurosa, con la basura de los visitantes desparramada aquí y allá: platos de papel que sobresalían de la arena como medias lunas, vasos de papel abollados, botellas. Un pedazo de perrito caliente, pálido, rosa grisáceo, desfigurado, flotaba cerca de nosotros. El lago, poco profundo, estaba lleno de algas, y la temperatura del agua recordaba la de la sopa que se enfría. El fondo era de una arena tan fina que parecía barro; esperaba encontrar sanguijuelas y almejas, que probablemente estarían muertas a causa del calor. Nadé un poco, pese a todo. Trish empezó a chillar porque había pisado algas; luego salpicó a Charlie. Me pareció que yo también debía hacer estas cosas, y de que Buddy advertiría la omisión. En cambio, hice el muerto en el agua tibia, mirando de soslayo el cielo sin nubes, insondable, de un azul intenso y atravesado por cosas similares a microbios, los bastoncillos y conos de mi retina. Le había dado duro al libro de ciencias; hasta sabía lo que era un cigoto. Al cabo de un rato, Buddy vino a nadar conmigo y me lanzó agua con la boca, sonriente.
       Luego volvimos nadando a la playa y nos tendimos sobre la enorme toalla rosa de Trish, con el dibujo de una sirena que jugaba con una burbuja. Me sentía pegajosa, como si el agua hubiera depositado una película sobre mi cuerpo. Trish y Charlie habían desaparecido; por fin los localicé, caminando cogidos de la mano cerca del agua en la parte más alejada de la playa. Buddy quiso que le aplicara una loción bronceadora. Solo estaba moreno de cara, brazos y manos, y recordé que trabajaba toda la semana y no disponía de tiempo para tumbarse al sol como yo. La piel de su espalda era suave y algo flácida sobre los músculos, como un suéter o el cuello de un cachorro.
       Cuando me volví a tender a su lado, Buddy me cogió la mano, pese a que estaba aceitosa de la loción.
       —¿Qué te parece lo de Charlie? —preguntó, y movió la cabeza con una mueca de desaprobación, como si Charlie fuera travieso o tonto.
       Nunca decía Charlie y Trish. Me rodeó con su brazo y empezó a besarme, en plena playa, a plena luz del sol, delante de todo el mundo. Me aparté.
       —La gente está mirando —dije.
       —¿Quieres que te tape la cabeza con la toalla? —dijo él.
       Me senté, me sacudí la arena y tiré hacia arriba del bañador. También le quité la arena a Buddy; en su caso era peor, porque se había quedado adherida con la loción. Sentía la espalda al rojo vivo y el calor y la luz me aturdían. Adiviné que más tarde tendría dolor de cabeza.
       —¿Dónde está la comida? —pregunté.
       —¿Y quién tiene hambre? —dijo—. No de comida, en cualquier caso.
       No parecía disgustado. Tal vez ese era el comportamiento que se esperaba de mí.
       Anduve hacia el coche y saqué la comida, guardada en una bolsa de papel pardo, nos sentamos sobre la toalla de Trish y comimos bocadillos de lechuga con huevo duro y bebimos Coca-Cola caliente y efervescente en silencio. Cuando terminamos, dije que quería sentarme bajo un árbol. Buddy me acompañó y trajo la toalla. La sacudió antes de que nos acomodáramos.
       —No querrás que se te metan hormigas en los pantalones —dijo. Encendió un cigarrillo y fumó, apoyado contra el tronco del árbol (un olmo, según advertí); a medio pitillo me miró de una forma extraña, como si estuviera a punto de tomar una decisión. Luego dijo—: Quiero darte una cosa. —Su voz era natural, afable, como de costumbre, pero sus ojos no. En conjunto, parecía asustado. Se quitó la pulsera de plata de la muñeca. Siempre la había llevado, y yo sabía lo que había escrito en ella: «Buddy», grabado con letra florida. Era una imitación de la pulsera de identificación militar; muchos chicos las usaban—. Mi pulsera de identidad —dijo.
       —Oh —dije cuando la colocó en mi mano, que ahora, estaba segura, olía a cebolla.
       Recorrí el nombre plateado de Buddy con los dedos como si lo admirara. Ni se me ocurrió rechazarla; era imposible, porque nunca habría sabido explicar qué había de malo en aceptarla. También me di cuenta de que Buddy poseía cierto poder sobre mí, de que, ahora que había presenciado accidentalmente algo de mí que era real, sabía demasiado acerca de mis desviaciones de la norma. Pensé que yo tenía que corregirlo de algún modo. Años más tarde se me ocurrió que muchas mujeres se habrían comprometido, e incluso casado, en circunstancias similares.
       También me di cuenta años más tarde de que Buddy se había equivocado de palabra: no era una pulsera de identidad; sino una pulsera de identificación. La diferencia se me escapó en aquel momento, aunque quizá, después de todo, era la palabra adecuada y lo que Buddy me ofrecía era su identidad, una parte fundamental de su persona que yo debía guardar por él y vigilar.
       Otra interpretación se ha abierto camino desde entonces: que Buddy me estaba grabando su nombre, como un letrero de «Reservado» o un distintivo de propiedad, un tatuaje en la oreja de una vaca o una marca al rojo vivo. Nadie lo vio así en aquel momento. Todo el mundo sabía que llevar la pulsera de identificación de un chico era un privilegio, no una degradación, y por eso Trish me felicitó cuando volvió de pasear con Charlie. Percibió el cambio al instante.
       «Déjame ver», pidió, como si no hubiera visto el adorno de Charlie muchas veces, y me vi obligada a extender la muñeca para que lo admirara, mientras Buddy observaba la escena con timidez.
       Cuando regresé a la cabaña de troncos, me quité la pulsera de identificación de Buddy y la escondí debajo de la cama. Me turbaba, aunque la explicación que me daba era que no deseaba perderla. Aun así, me la volví a poner en septiembre, cuando regresé a la ciudad y al colegio. Era el equivalente de los suéteres de cuello alto peludos, de los que llevan borlas. Buddy, entre otras cosas, era algo que valía la pena llevar.

       Estaba en undécimo, estudiaba el antiguo Egipto y El molino del Floss. Formaba parte del equipo de voleibol y cantaba en el coro. Buddy seguía trabajando en el garaje, y poco después de que se iniciara el curso se hernió al levantar algo demasiado pesado. Yo no sabía qué era una hernia. Pensaba que era algo de tipo sexual, pero al mismo tiempo me sonaba a algo que les pasaba a los viejos, no a alguien tan joven como Buddy. Lo busqué en nuestro libro de medicina. Cuando mi hermano se enteró de la hernia de Buddy, se rio por lo bajo de un modo irritante, y dijo que era el tipo de cosas que cabía esperar de Buddy.
       Buddy permaneció hospitalizado un par de días. Al salir, fui a visitarle a su casa, porque así lo quiso. Pensé en llevarle algo; flores no, desde luego. Le llevé unas galletas de mantequilla de cacahuete, horneadas por mi madre. Sabía que, si se terciaba, mentiría y diría que las había hecho yo.
       Era la primera vez que iba a casa de Buddy. Ni siquiera sabía dónde vivía; no había pensado en el hecho de que tuviera una casa o de que viviera en algún sitio en particular. Tuve que ir en autobús y tranvía, puesto que Buddy no podía llevarme.
       Estábamos en el veranillo de San Martín. El ambiente era húmedo y pesado, aunque soplaba una leve brisa que suavizaba el bochorno. Anduve por la calle, flanqueada por casas estrechas de dos pisos, que mucho después serían reformadas y volverían a ponerse de moda, aunque en aquella época se las consideraba incómodas y pasadas de moda. Era un sábado por la tarde, y un par de hombres, uno de ellos en camiseta, cortaban el césped de sus reducidos jardines.
       La puerta de la casa de Buddy estaba abierta de par en par; solo la puerta mosquitera estaba cerrada. Pulsé el timbre; como nadie dio señales de vida, entré. Había una nota en el suelo, escrita con el bolígrafo típico de Buddy: SUBE, decía. Debió de caer probablemente de la hoja interior de la puerta, donde la había adherido.
       El papel del vestíbulo era de un color rosa desvaído; la casa olía ligeramente a madera húmeda, a cera, a alfombras en verano. Eché una ojeada a la sala de estar mientras me dirigía hacia la escalera. Había demasiados muebles y las cortinas estaban corridas, pero todo estaba muy limpio. Adiviné que las ideas de la madre de Buddy acerca de las tareas domésticas diferían de las de mi madre. No parecía haber nadie en la casa, y me pregunté si Buddy lo habría preparado a propósito, a fin de que no me precipitara en busca de su madre.
       Subí la escalera; fui a reunirme conmigo misma en el espejo que había al final. A la luz mortecina me vi mayor, mi carne hinchada y enrojecida por el calor, mis ojos en la penumbra.
       «¿Eres tú?», me llamó Buddy. Estaba en la habitación de enfrente, medio incorporado en una cama demasiado grande para la habitación. La cama era de madera barnizada de color chocolate, los pies y la cabecera labrados; era aquella cama, enorme, anticuada, ceremonial, lo que me ponía más nerviosa de la habitación, incluido Buddy. La ventana estaba abierta, y las blancas cortinas ribeteadas de encaje —de esas que mi madre hubiera desechado al instante, porque habría que blanquearlas, almidonarlas y plancharlas— se movían un poco con el aire. El sonido de los cortacéspedes se colaba por la ventana.
       Vacilé en el umbral, sonreí y entré. Buddy llevaba una camiseta blanca y la sábana le tapaba hasta la cintura. Parecía más apacible, más bajo, un poco encogido. Me devolvió la sonrisa y me alargó la mano.
       «Te he traído unas galletas», dije. Ambos nos comportábamos con timidez, debido al silencio y a la soledad. Le cogí la mano y me atrajo con suavidad hacia él. La cama era tan alta que hube de trepar a medias sobre ella. Puse la bolsa de galletas a su lado y le rodeé el cuello con los brazos. Su piel olía a humo de tabaco y a jabón, y se había peinado con esmero; aún tenía el pelo húmedo. Su boca sabía a dentífrico. Me lo imaginé renqueando, incluso un poco dolorido, preparándose para mí. Nunca había pensado demasiado en que los chicos también se preparan para las chicas, se lavan, se miran al espejo del cuarto de baño, aguardan, se ponen nerviosos, desean gustar. Entonces me di cuenta de que lo hacían, de que no era una prerrogativa de las chicas. Abrí los ojos y contemplé a Buddy mientras le besaba. Nunca lo había hecho. Con los ojos cerrados, Buddy difería del Buddy con los ojos abiertos. Parecía dormido, como inmerso en un sueño turbador.
       Nunca le había besado tanto, pero no existía peligro: se encontraba mal. Cuando gimió un poco pensé que le estaba haciendo daño.
       «Cuidado», dijo, moviéndome hacia un lado.
       Dejé de besarle y apoyé la cabeza en su hombro, junto a su cuello. Podía ver la cómoda, a juego con la cama; estaba cubierta por un tapete blanco de ganchillo, sobre el que había unas fotos de niños enmarcadas en plata. Encima colgaba un espejo, en un sombrío marco con una guirnalda de rosas labrada, y en el interior del marco se hallaba Buddy, conmigo echada a su lado. Pensé que era la habitación de los padres de Buddy, y su cama. Había algo triste en ese yacer junto a Buddy en aquella habitación estrecha y convencional, de rotunda belleza, en su vistosidad a la vez florida y sombría. La habitación me resultaba casi ajena, como una celebración de algo con lo que yo no me podía identificar y que jamás sería capaz de compartir. No costaba mucho hacer feliz a Buddy; bastaba algo parecido a aquello. Eso era lo que él esperaba de mí, poquita cosa, mucho más de lo que yo poseía. Fue la vez que más me asustó Buddy.
       «Oye —dijo Buddy—, anímate, ¿eh? Todo va bien». Creía que estaba preocupada por su lesión.
       Luego nos dimos cuenta de que yo había rodado sobre la bolsa de galletas, reduciéndolas a migajas, y eso lo puso todo en su sitio, pues nos echamos a reír. Sin embargo, a la hora de irme, Buddy se puso melancólico. Me cogió la mano. «¿Y si no te dejo marchar?», murmuró.
       Cuando me dirigía hacia la parada del tranvía me crucé con una mujer que iba cargada con un gran bolso de cuero y una bolsa de papel. Tenía un rostro enérgico y decidido, el rostro de una mujer que ha tenido que luchar por una u otra cosa, en un modo u otro, durante mucho tiempo. Me miró como si pensara que había subido con malas intenciones y fui consciente de las arrugas de mi vestido de algodón, que se habían formado al tenderme en la cama con Buddy. Pensé que tal vez se tratara de su madre.

       Buddy se restableció muy pronto. Durante las semanas siguientes dejó de ser un capricho, o incluso una broma, para convertirse en una obligación. Continuamos saliendo las mismas noches de siempre, pero había una crispación en él que antes no existía. A veces Trish y Charlie venían con nosotros, pero ya no se revolcaban de forma desmedida en el asiento trasero del coche, sino que se cogían de las manos y hablaban en voz baja de cosas que parecían serias, incluso lúgubres, como los precios de los apartamentos. Trish había empezado a coleccionar objetos de porcelana. Charlie se había comprado un coche, y Buddy y yo salíamos solos cada vez con mayor frecuencia, sin protección. Su respiración se hacía más pesada y ya no sonreía con benevolencia cuando le sujetaba las manos para frenarlo. Estaba cansado de que yo solo tuviera catorce años.
       Empecé a olvidarme de Buddy cuando no estaba con él. Era un olvido deliberado, lo mismo que recordar, pero al revés. En vez de hablar por teléfono con Buddy durante horas, pasaba mucho tiempo cosiendo vestiditos para las muñecas de mi hermana. Cuando no, repasaba la colección de tebeos de mi hermano, desechados por él hacía años, tendida en el suelo de mi habitación y con los pies apoyados en la cama. Mi hermano ya no me enseñaba griego. Se había internado por los intrincados vericuetos de la trigonometría, en los que yo jamás entraría, como ambos sabíamos bien.

       Buddy se terminó una noche de octubre, de repente, como una luz que se apaga. Iba a salir con él, pero durante la cena mi padre dijo que me lo pensara dos veces: una gran tormenta, un huracán, iba a azotar Toronto, con lluvias torrenciales y vientos muy fuertes, consideraba que no debía salir en esas circunstancias, y menos aún en un coche como el de Buddy. Ya había oscurecido; la lluvia repiqueteaba en las ventanas, tras las cortinas corridas, y el viento rugía al azotar los fresnos del exterior. Me dio la impresión de que nuestra casa se encogía. Mi madre dijo que iba a sacar unas velas por si fallaba la electricidad. Por suerte, dijo, estábamos en terreno elevado. Mi padre dijo que la decisión me correspondía a mí, pero que quien saliera de casa en una noche semejante tenía que estar loco.
       Buddy llamó para saber a qué hora debía pasar a recogerme. Respondí que el tiempo estaba empeorando y que quizá fuera mejor aplazarlo para la noche siguiente. Buddy replicó que no había que asustarse por unas gotas de lluvia. Tenía ganas de verme. Aduje que tenía ganas de verle, pero que quizá sería demasiado peligroso. Me dijo que le estaba dando largas. Le dije que no.
       Mi padre recorrió el vestíbulo y al pasar por mi lado movió los dedos a modo de tijeras. Dije que quien saliera de casa en una noche semejante tenía que estar loco, que encendiera la radio y se convenciese de que se aproximaba un huracán, pero era como si no entendiera lo que le decía. Argumentó que si me negaba a salir con él por un huracán es que no le amaba lo suficiente. Me quedé de piedra: era la primera vez que usaba la palabra «amor» así, en voz alta, y no como despedida en las cartas, para describir lo que se suponía que estábamos viviendo. Cuando le dije que se estaba comportando como un tonto colgó el auricular, algo que me irritó. Pero tenía razón, desde luego. No le amaba lo suficiente.
       En lugar de salir con Buddy, me quedé en casa y jugué al ajedrez con mi hermano, que me ganó, como siempre. Nunca he sido una buena jugadora de ajedrez; no soporto la espera silenciosa. Hubo cierta sensación de reencuentro en aquella partida, que, de todos modos, no duró mucho. Buddy se había ido, pero aquello fue sintomático.

       Esa fue la primera de una larga serie de rupturas atmosféricamente sobrecargadas, aunque no me di cuenta en aquel momento. Ventiscas, tormentas, olas de calor, granizadas: en los años siguientes pasé por todas las fases. No sé bien a qué atribuirlo. Quizá tuviese algo que ver con los iones positivos, que no fueron descubiertos hasta mucho después, pero llegué a creer que algo en mí provocaba posturas extremas, aunque nunca lo determiné con precisión. Después de una de tales rupturas, durante un chubasco de agua helada, mi exnovio me regaló por San Valentín un auténtico corazón de vaca atravesado por una auténtica flecha. Dijo que de todos modos tenía pensado hacerlo y yo era la única chica que sabría apreciarlo. Durante varias semanas me estuve preguntando si se trataba o no de un cumplido.
       Buddy no fue tan cordial. Después de la ruptura, nunca volvió a dirigirme la palabra. Por mediación de Trish me pidió que le devolviera su pulsera de identificación y yo se la di a mi amiga en el lavabo de señoras a la hora de comer. Trish me dijo que se la quería dar a otra, una chica llamada Mary Jo, que aprendía mecanografía en lugar de francés, lo cual, en aquellos tiempos, era señal segura de que pronto una dejaría el colegio y encontraría trabajo. Mary Jo tenía una cara redonda y risueña, un flequillo como el de un perro pastor y grandes pechos, y la verdad es que no tardó en dejar el colegio. Entretanto, llevó el nombre en plata de Buddy ceñido a la muñeca. Trish cortó las relaciones conmigo, pero no enseguida. Tiempo después me dijeron que había ido contando por ahí que yo había pasado todo el verano en un establo.
       Sería erróneo afirmar que no eché de menos a Buddy. También en este aspecto fue el primero de la serie. Desde entonces, siempre he echado de menos a los hombres cuando han desaparecido de mi vida, incluso a aquellos que no han significado absolutamente nada para mí. Llegué a descubrir que para mí no existe la categoría «absolutamente nada».
       Pero todo esto pertenece al futuro. A la mañana siguiente del huracán solo experimenté la sensación de haber salido ilesa de una gran calamidad. Después de escuchar las noticias, coches volcados con sus ocupantes en el interior, casas derrumbadas, tantas inundaciones, desastres y dinero perdido, mi hermano y yo nos calzamos las botas de agua y caminamos por la otrora vieja y llena de baches Pottery Road, ahora llena de hoyos y socavones, para ver los daños con nuestros propios ojos.
       Los daños no eran tantos como esperábamos. Habían caído árboles y ramas, pero no muchos. El río Don bajaba crecido y turbio, pero era difícil determinar si las partes de coches medio hundidos, neumáticos de camiones destrozados, montones de palos, tablones y toda clase de escombros flotando en la corriente o varados en la tierra allí donde el agua había empezado a retroceder eran recientes o más bien formaban parte de los desechos que estábamos acostumbrados a ver allí. El cielo continuaba tapado. Nuestras botas chapoteaban en el barro, del que no surgían manos. Me habría gustado ver algo más cercano a la tragedia. Durante la noche se habían ahogado dos personas, pero no nos enteramos hasta después. Esto es lo que más recuerdo de mi historia con Buddy: un vulgar desastre, la monotonía de las aguas, la luz melancólica.




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