Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)


El experimento del doctor Heidegger (1837)
(�Dr. Heidegger's Experiment�)
Originalmente publicado, an�nimo, en 1837;
Twice-Told Tales (1837)



      Aquel hombre singular que se llam� el doctor Heidegger, invit� cierta vez a su estudio a cuatro antiguos amigos suyos. Tres de ellos eran ancianos de cabellos y barbas grises: Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne; la otra persona era una mujer mustia y consumida, que se llamaba la viuda Wycherly. Todos ellos eran personas de edad avanzada que hab�an sufrido grandes infortunios en sus vidas y cuya desgracia mayor era la de no encontrarse ya en la tumba. Mr. Medbourne hab�a sido en sus a�os de fortaleza un comerciante rico y pr�spero, pero hab�a perdido todo por una fracasada especulaci�n y ahora se encontraba m�s o menos en la situaci�n de un hombre pobre y solemne. El coronel Killigrew hab�a dilapidado sus mejores a�os, su salud y su vida, persiguiendo placeres sensuales, que le hab�an dado como remuneraci�n tard�a una gota pertinaz y tormentos incontables en cuerpo y esp�ritu. Mr. Gascoigne era un pol�tico fracasado y un hombre con mala fama que hab�a conservado su equ�voca reputaci�n hasta que el tiempo borr� su nombre de la mente de la generaci�n actual, convirti�ndolo en un ser oscuro en lugar de difamado. Por lo que a la viuda Wycherly se refiere, la tradici�n nos dice que hab�a sido una gran belleza en su juventud, pero que durante mucho tiempo hab�a tenido que vivir en un alejamiento absoluto como resultado de ciertas historias escandalosas que hab�an prejuiciado en contra de ella a toda la gente de la ciudad. Una circunstancia tambi�n digna de mencionarse es la de que cada uno de estos ancianos, Mr. Medbourne, el coronel Killigrew y Mr. Gascoigne, hab�an sido pretendientes de la viuda Wycherly y que cada uno hab�a estado a punto de degollar a los dem�s por causa de ella. Antes de seguir adelante s�lo quiero indicar que tanto el doctor Heidegger como sus cuatro invitados, ten�an la reputaci�n de no estar muy bien en sus cabales, como suele acontecer a gentes de alguna edad, a quienes atormentan preocupaciones o recuerdos dolorosos.
       �Queridos y viejos amigos �dijo el doctor Heidegger, indicando que tomaran asiento. �Tengo el deseo de que asistan a uno de esos peque�os experimentos que acostumbro realizar en mi estudio.
       Si es verdad lo que la gente dice, el estudio del doctor Heidegger era un lugar muy extra�o. Era un aposento oscuro y amueblado a la usanza antigua, adornado con telas de ara�a y con todos los objetos cubiertos de polvo. Adosados a las paredes se ve�an libreros de nogal, en cuyas baldas inferiores se alineaban innumerables infolios, mientras que las superiores se hallaban reservadas para peque�os vol�menes, encuadernados en pergamino. Sobre el librero del centro hab�a un busto de Hip�crates, con el cual, seg�n se dice, el doctor Heidegger celebraba consulta en los casos dif�ciles de su pr�ctica m�dica. En el rinc�n m�s oscuro de la estancia hab�a un armario alto y estrecho de nogal, con la puerta entreabierta, dentro del cual pod�a verse la silueta inquietante de un esqueleto. Entre dos de los muebles colgaba un espejo, que mostraba su luna polvorienta en un marco antiguo de oro deslustrado. Entre las muchas historias que se contaban de este espejo, figura la de que dentro de su marco habitaban los esp�ritus de todos los pacientes del doctor que hab�an muerto y que lo miraban frente a frente cada vez que dirig�a su mirada hacia �l. En el lado opuesto de la habitaci�n se ve�a el retrato de tama�o natural de una joven, vestida magn�ficamente con seda, sat�n y brocados y con un rostro tan l�nguido como sus propios vestidos. Hac�a medio siglo aproximadamente que el doctor Heidegger hab�a estado a punto de casarse con esta joven, pero al sentirse un poco indispuesta tom� una de las prescripciones de su prometido y muri� la noche anterior a la ceremonia. Queda a�n por mencionar la gran curiosidad del estudio: un enorme infolio encuadernado con cuero negro y con grandes cerraduras de plata maciza. El volumen no ten�a ninguna inscripci�n en el lomo y nadie pod�a saber, por tanto, el t�tulo del libro. Sin embargo, todos sab�an que se trataba de un volumen de magia, y que una vez una doncella se atrevi� a sacar el volumen de su sitio con la intenci�n de quitarle el polvo: el esqueleto se agit� en el armario, el retrato de la prometida del doctor Heidegger se elev� a la altura de un pie del piso y varios rostros se asomaron en el espejo, mientras que la cabeza bronc�nea de Hip�crates arrugaba el ce�o y dec�a: ��Prohibido!�
       As� era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestra historia, una peque�a mesa redonda, tan negra como el �bano, se hallaba en el centro de la estancia, sobre ella hab�a una vajilla de cristal de forma exquisita y magn�fica talla. La luz del sol se proyectaba por la ventana, a trav�s de dos pesados cortinajes de damasco y ca�a directamente sobre la mesa y la vajilla, devolviendo una especie de tenue resplandor sobre los rostros cenicientos de los cinco ancianos reunidos en torno a la mesa, en donde se hallaban tambi�n cuatro copas de champa�a.
       �Queridos y viejos amigos m�os �repiti� el doctor Heidegger. ��Puedo contar con su presencia para realizar un experimento singularmente extraordinario?
       Por otra parte, el doctor Heidegger era un hombre, casi un anciano, en extremo raro, cuyas excentricidades se hab�an convertido en el n�cleo de mil cuentos fant�sticos; algunas de estas historias, para ser sinceros, tienen que ser atribuidas a mi modesta persona, y si algunas partes de �sta someten a una prueba excesivamente dif�cil la credulidad del lector, caiga sobre m� el estigma de la irrealidad y de la invenci�n.
       Cuando los invitados del doctor oyeron las palabras de �ste sobre el proyectado experimento, no pensaron sino en la asistencia al asesinato de un pobre rat�n bajo la c�mara de la m�quina pneum�tica, el examen al microscopio de una tela de ara�a o alg�n otro de los experimentos con que el doctor Heidegger acostumbraba importunar a sus invitados. Sin esperar la respuesta, atraves� a pasos irregulares la estancia y volvi� con el libro encuadernado en cuero negro, del que se dec�a que era un tratado de magia. Hizo girar las cerraduras de plata y abri� el volumen, del que extrajo una rosa cuyas hojas verdes y p�talos encendidos hab�an adquirido un tono tan marchito y pardo que hubiera podido creerse que iba a quedar reducida a polvo cuando la tocara el doctor Heidegger.
       �Esta rosa �dijo�, esta misma rosa marchita y a punto de deshacerse, brill� y floreci� hace ahora cincuenta y cinco a�os. Sylvia Ward, cuyo retrato pueden ustedes mirar ah�, me la dio y yo ten�a la intenci�n de llevarla en mi solapa el d�a de nuestra boda. Durante cincuenta y cinco a�os ha estado guardada entre las hojas de este viejo volumen. �Les parece a ustedes posible que esta rosa de m�s de medio siglo de edad pueda florecer nuevamente?
       ��Imposible! �dijo la viuda Wycherly, sacudiendo la cabeza con impaciencia. �Con el mismo fundamento puede usted preguntarnos si puede florecer de nuevo el rostro arrugado y marchito de una mujer.
       ��Miren entonces! �dijo el doctor Heidegger en respuesta.
       Destap� una vasija que estaba sobre la mesa y deposit� la rosa sobre el agua que aqu�lla conten�a. Al principio la flor qued� flotando sobre la superficie sin que al parecer absorbiera nada de su humedad. Pronto, sin embargo, los cinco ancianos pudieron percibir un cambio extraordinario. Los p�talos secos y contra�dos se pusieron tensos y brillantes, recuperaron un tinte rojo intenso; el tallo adquiri� una vez m�s su jugosidad primitiva, las hojas se volvieron verdes, y al poco tiempo la rosa de hac�a m�s de medio siglo se encontraba tan fresca y fragante como en el momento en que Sylvia Ward se la regal� a su prometido. Casi totalmente abierta, algunas hojas se rizaban todav�a sobre s� mismas, mientras la corola reten�a unas gotas brillantes del l�quido misterioso.
       ��He aqu� algo verdaderamente extraordinario! �dijeron los amigos del doctor, aunque no demasiado sorprendidos, pues ya hab�an sido testigos otras veces de maravillas aun mayores realizadas por �l.
       ��Puede decirnos c�mo ha logrado esto? �dijeron.
       ��No han o�do ustedes hablar �dijo el doctor Heidegger� de la Fuente de la Juventud, que hace dos o tres siglos fue a buscar Ponce de Le�n, un aventurero espa�ol?
       ��Lleg� a encontrarla efectivamente? �pregunt� la viuda Wycherly.
       �No �respondi� el doctor Heidegger�, porque Ponce de Le�n no la buscaba en su verdadero lugar; la famosa Fuente de la Juventud se encuentra, si mis informes no me enga�an, en la parte meridional de la pen�nsula de Florida, no lejos del lago Macaco. La fuente de donde mana el agua est� a la sombra de unas gigantescas magnolias, que aunque viven desde hace ya innumerables a�os se mantienen tan frescas como si las acabaran de plantar, gracias a las virtudes de esta agua maravillosa. Un amigo m�o, que conoce mi afici�n por estas cosas, me ha enviado la poci�n que ven ustedes en esta vasija.
       �Est� bien, est� bien �dijo el coronel Killigrew, que no cre�a ni una palabra de la historia del doctor.
       ��Cu�l es el efecto de este l�quido en el organismo humano?
       �Ustedes mismos ser�n jueces de esto, querido coronel �replic� el doctor Heidegger�, pues cada uno se encuentra invitado a tomar aquella parte de l�quido que le haga falta para devolver a sus venas el fuego de la juventud. Por mi parte, he tenido tantos dolores a medida que iba avanzando en el camino de la vida, que no tengo el menor deseo de volver una vez m�s a la juventud. Con el permiso de ustedes, me concretar�, por eso, a seguir como espectador el curso del experimento.
       Mientras hablaba, el doctor Heidegger hab�a llenado las cuatro copas de champa�a con el agua de la Fuente de la Juventud. Este l�quido pose�a, al parecer, cierta efervescencia, pues desde el fondo de cada una de las copas ascend�an sin cesar burbujas que estallaban en la superficie como gotas de plata. Como el l�quido exhalaba un aroma agradable, los cuatro invitados no dudaron que poseyera cualidades reconfortantes. Aun cuando estaban esc�pticos en lo que a sus virtudes rejuvenecedoras se refer�a, todos se mostraron dispuestos a apurar su copa. El doctor Heidegger, sin embargo, les suplic� que se detuvieran s�lo un momento.
       �Antes de que beban de esta agua maravillosa, mis queridos amigos �dijo�, ser�a conveniente que extrajeran de su experiencia aquellas reglas de conducta que deber�n guiarlos a trav�s de los peligros de la juventud con los que se van a enfrentar por segunda vez. Piensen en la verg�enza que ser�a si con la vida que tienen todos ustedes detr�s vivieran, sin embargo, una segunda juventud sin convertirse entonces en maestros de virtud y sabidur�a para todos los de su misma edad.
       Los cuatro respetables amigos del doctor no respondieron m�s que con una sonrisa d�bil y tr�mula; tan absurda les parec�a la idea de que aun sabiendo hasta qu� punto el arrepentimiento castiga los errores, pudieran ellos otra vez dejarse arrastrar por faltas iguales a las de antes.
       ��Beban ustedes, pues! �dijo el doctor haciendo una peque�a reverencia. �Me alegro de haber escogido tan bien a los sujetos de mi experimento.
       Con manos tr�mulas los cuatro acercaron sus copas a sus labios. Si, efectivamente, pose�a las virtudes que el doctor Heidegger le atribu�a, a nadie pod�a haber sido concedido este l�quido que m�s lo necesitara, que a estos cuatro seres humanos. Todos ellos ten�an el aspecto de no haber sabido nunca lo que significa ventura y juventud y de haber sido siempre estas mismas criaturas grises, decr�pitas y miserables que se inclinaban ahora en torno a la mesa, sin vida bastante ni en sus cuerpos ni en sus almas para sentirse animadas siquiera ante la perspectiva de volver nuevamente a la juventud. Los cuatro bebieron el agua y depositaron despu�s las copas sobre la mesa.
       Casi en el mismo momento tuvo lugar un cambio en el aspecto de los invitados, semejante al que pudiera haberles producido una copa de vino generoso, unido al resplandor repentino del sol sobre sus fisonom�as. En lugar del tono ceniciento que hab�a dado hasta ahora a su rostro un aspecto cadav�rico, sus mejillas comenzaron a colorearse s�bitamente. Los cuatro comenzaron a mirarse unos a otros, pensando que, en efecto, alg�n poder m�gico empezaba a borrar los trazos profundos y tristes que el Padre Tiempo hab�a grabado durante tantos a�os en sus facciones. La viuda Wycherly se ajust� la cofia y comenz� a sentirse de nuevo algo semejante a una mujer.
       ��D�nos m�s de esta agua maravillosa �gritaron ansiosamente. �Somos m�s j�venes, pero todav�a somos demasiado viejos. �De prisa! �D�nos usted m�s!
       �Paciencia, paciencia �dijo el doctor Heidegger, que observaba el experimento con la frialdad de un fil�sofo. �Durante decenios enteros han estado ustedes envejeciendo. Deber�a bastarles, pues, con convertirse en algo m�s j�venes en media hora... No obstante, el agua est� a su disposici�n.
       Al decir esto, el doctor Heidegger llen� de nuevo las copas con el l�quido de la juventud, del que hab�a a�n en la vasija una cantidad suficiente como para volver a todos los ancianos de la ciudad tan j�venes como sus nietos. Mientras estaban las burbujas ascendiendo a la superficie, los cuatro invitados del doctor tomaron sus copas de la mesa y bebieron el l�quido de un trago. �Era ilusi�n? Mientras el filtro encantado estaba a�n pasando por sus gargantas, cada uno de ellos experiment� un cambio total en su organismo. Sus ojos se hicieron claros y brillantes, una sombra oscura comenz� a dibujarse entre la plata de sus cabellos y los que ahora rodeaban la mesa eran tres caballeros de mediana edad y una se�ora que parec�a estar en las fronteras de la primera y la segunda juventud.
       �Mi querida Mrs. Wycherly, es usted encantadora �dijo el coronel Killigrew, cuyos ojos hab�an estado fijos en el rostro de la viuda, mientras las sombras de la edad desaparec�an de �l como la oscuridad retrocede ante los primeros resplandores del alba.
       La viuda sab�a que los cumplidos del coronel Killigrew no se mov�an estrictamente dentro de los l�mites de la verdad, as� que se levant� y corri� al espejo, con el temor de que volviera a salir a su encuentro la faz arrugada y contrahecha de una anciana. Mientras tanto, los tres caballeros se comportaban de una manera que hac�a pensar que el agua de la juventud pose�a tambi�n ciertas cualidades tonificantes; a no ser que el ardor exuberante de sus �nimos fuera un v�rtigo moment�neo, producido por la repentina desaparici�n del peso de los a�os. La mente de Mr. Gascoigne parec�a dirigirse al terreno de la pol�tica, aunque era imposible decir si del pasado, presente o futuro, pues las mismas ideas y frases que pronunciaba hab�an estado en circulaci�n durante los �ltimos cincuenta a�os. Unas veces profer�a atropelladamente p�rrafos altisonantes sobre patriotismo, gloria nacional y derechos del pueblo, otras sobre alguna materia peligrosa, perdi�ndose en un susurro tan leve, que ni su propia conciencia pod�a percatarse del secreto; otras, en fin, hablaba en un tono tan discreto y con acentos tan respetuosos como si el o�do de un rey escuchara sus redondeados per�odos. Durante este tiempo, el coronel Killigrew hab�a canturreado una canci�n alegre, haciendo sonar su copa al comp�s de la canci�n, mientras sus ojos miraban sin cesar las formas seductoras de la viuda Wycherly. Al otro lado de la mesa, Mr. Medbourne estaba sumido en el c�lculo de una operaci�n de d�lares y centavos, en el que se mezclaba extra�amente un proyecto de proveer de hielo a las Indias Orientales, para lo que se valdr�a de algunas ballenas que arrastrar�an icebergs de los mares polares.
       Por su parte, la viuda Wycherly se encontraba delante del espejo, admirando y sonriendo a su propia imagen, a la que saludaba como si fuera el amigo m�s querido del mundo; acerc� su rostro al espejo despu�s, para ver si, efectivamente, se hab�an desvanecido las arrugas que durante tanto tiempo hab�an estigmatizado su fisonom�a. Examin� si la nieve hab�a desaparecido a tal extremo de sus cabellos que de nuevo pudiera quitarse la cofia que cubr�a su cabeza. Finalmente, se apart� con brusquedad del espejo y se dirigi� a la mesa con una especie de paso de baile.
       �Mi buen doctor, tenga la bondad de darme otra copa.
       �Sin duda, se�ora, sin duda �dijo complaciente el doctor. �Mire usted: ya est�n llenas nuevamente las copas.
       En efecto, estaban las cuatro copas rebosantes del agua maravillosa, cuya efervescencia al quebrarse en la superficie semejaba el brillo oscilante de perlas l�quidas. La ca�da de la tarde se hab�a acentuado tanto, que las sombras invad�an el recinto m�s que nunca; no obstante, una luz dulce y lunar surg�a de dentro de la vasija que conten�a el agua de la juventud y se fijaba su resplandor en los cuatro invitados y en la venerable figura del doctor Heidegger, que estaba en un sill�n de roble de alto respaldo y cuidada talla, manteniendo su severa dignidad, que hubiera podido corresponder perfectamente a la de aquel Padre Tiempo, cuyo poder no hab�a sido disputado nunca hasta aquella tarde. Mientras �stos beb�an por tercera vez del agua de la juventud hubo un momento en que la expresi�n del doctor ten�a un velo de temor sobre su �nimo. Pero al momento siguiente un torrente de nueva vida se precipit� en sus venas. Los cuatro ten�an la edad deliciosa de la primera juventud. Los a�os y la vejez, con toda su triste secuela de cuidados, desenga�o y preocupaciones, eran recordados s�lo como una pesadilla de la que felizmente hab�an despertado. El brillo del alma, tan tempranamente perdido, sin el cual las escenas sucesivas del mundo no hab�an sido m�s que una galer�a de cuadros deslustrados, tend�a de nuevo su encanto sobre todos sus proyectos: se sent�an como seres recientemente creados en un universo tambi�n acabado de crear.
       ��Somos j�venes! �Somos j�venes! �gritaron todos en coro, llenos de alegr�a.
       La juventud, al igual que la vejez, hab�a borrado las caracter�sticas marcadas por los a�os de madurez y las hab�a asimilado todas. Lo que aqu� hab�a era un grupo de j�venes entusiastas y extasiados por la alegr�a irrefrenable de sus pocos a�os. El efecto m�s singular de su alegr�a consist�a en mofarse de los achaques y de la decrepitud de que hasta hac�a muy poco tiempo ellos mismos hab�an sido v�ctimas. Se re�an a carcajadas de sus anticuados atav�os, de sus sacos viejos y de sus amplios chalecos, as� como de la cofia y del vestido pasado de moda de la que ahora era una joven en plenitud de belleza. Uno de ellos cruzaba renqueando la habitaci�n, buscando imitar a un anciano atormentado por la gota, mientras que otro se pon�a unos quevedos igual que un viejo disponi�ndose a leer, y un tercero se sent� incluso en un sill�n imitando la actitud venerable del doctor Heidegger. Despu�s todos gritaban alegremente, brincando por todo el recinto. La viuda Wycherly �si es que a una joven tan bella pod�a llam�rsele viuda� se dirigi� con un paso de baile al sill�n del doctor Heidegger, con una expresi�n de malicia en su rostro sonrosado:
       �Mi querido y pobre doctor �dijo�, lev�ntese usted y baile conmigo. �A estas palabras los otros tres rieron a carcajadas, pensando en la triste figura que tendr�a el viejo doctor si se dispusiera a bailar.
       �Perd�neme �respondi� el doctor Heidegger tranquilamente. �Soy un viejo, y reum�tico por a�adidura; los d�as en que pod�a bailar han pasado desde hace mucho para m�. Pero alguno de estos j�venes que gentilmente nos acompa�an es seguro que se sentir�an halagados de bailar con una pareja tan hermosa...
       ��Baile conmigo, Clara! �grit� el coronel Killigrew.
       ��No! �Yo ser� su pareja! �exclam� Mr. Gascoigne.
       �Clara me prometi� su mano hace cincuenta a�os �repuso a su vez Mr. Medbourne.
       Todos comenzaron a rodearla: uno le tom� las manos y las estrech�, apasionadamente; otro la abrazaba por la cintura, mientras otro hund�a su mano entre los brillantes rizos que asomaban por debajo de la cofia. Enrojec�a, jadeante, luchaba, increpaba, riendo, rozando con su aliento c�lido unas veces a uno, otras veces a otro de los rostros que la rodeaban; ella luchaba por desasirse, sin conseguirlo por completo. Nunca hubo cuadro m�s delicioso de jovialidad juvenil, con una seductora beldad como premio. Debido a la creciente oscuridad de la estancia y a los anticuados trajes que llevaban, proyectaban una imagen distinta. Se ha dicho que el espejo reflejaba s�lo las figuras de tres viejos, mustios y decr�pitos, contendiendo rid�culamente entre s� por una vieja, fea y huesuda dama.
       Pero todos eran j�venes y el ardor de la pasi�n lo probaba suficientemente. Inflamados hasta la locura por los encantos de la rejuvenecida, que ni rechazaba ni admit�a a ninguno, los tres j�venes rivales comenzaron a cruzar miradas amenazadoras. Sin abandonar su preciada presa, sus manos se dirigieron a la garganta de los otros. En el curso de la lucha que se desarroll� a continuaci�n, los contendientes derribaron la mesa y la vasija se estrell� contra el piso en mil pedazos. El agua de la juventud se extendi� en el suelo como un arroyo brillante, humedeciendo las alas de una mariposa que hab�a cumplido su ciclo de vida y hab�a muerto ah�; el insecto revolote� un momento por la estancia y se pos� en la cabeza nevada del doctor Heidegger.
       ��Calma, calma, se�ores! �Vamos, madame Wycherly! �grit� el doctor. �Ustedes comprender�n que debo protestar contra este alboroto.
       Todos abandonaron el tumulto y se estremecieron. Parec�a, en efecto, como si el tiempo gris les llamara otra vez desde su juventud al valle oscuro y fr�o de los a�os. Sus miradas se fijaron en el doctor Heidegger, que permanec�a sentado, manteniendo entre los dedos la rosa de medio siglo que hab�a salvado de entre los trozos de la vasija rota. A una se�al de su mano, los tres contendientes tomaron asiento, en su mayor�a gustosamente, pues el violento ejercicio los hab�a fatigado, incluso siendo j�venes como eran.
       ��M� pobre rosa! �exclam� el doctor Heidegger mientras sosten�a la flor en las sombras del crep�sculo. �Me parece que otra vez comienza a marchitarse.
       As� era, en efecto. Ante la mirada de los invitados, la flor comenz� a arrugarse y a contraerse hasta quedar tan seca y fr�gil como cuando el doctor la extrajo por primera vez de entre las p�ginas del libro. Finalmente el doctor sacudi� de sus hojas unas gotas de humedad que le hab�an quedado.
       �Tambi�n la amo as�, igual que antes �dijo, acerc�ndose la marchita rosa a los marchitos labios. Mientras hablaba, la mariposa tambi�n cay� de la cabeza blanca del doctor.
       Los cuatro invitados se estremecieron de nuevo. Un fr�o extra�o, que no sab�an si era del cuerpo o del esp�ritu, se apoderaba gradualmente de ellos. Se miraban unos a otros y les pareci� que cada momento que pasaba borraba un encanto de sus rostros y dejaba un surco m�s profundo donde antes no lo hab�a. �Era una ilusi�n? �Hab�an sido concentrados en tan corto espacio de tiempo todos los cambios de una vida y de nuevo se sentaban cuatro ancianos en torno a su viejo amigo el doctor Heidegger?
       ��Estamos envejeciendo de nuevo? �exclamaban con angustia.
       As� era, en efecto: el agua de la juventud pose�a una virtud m�s transitoria que la del vino, y el delirio que causaba se hab�a desvanecido. �S�! Otra vez eran viejos. Con un movimiento tembloroso, que a�n indicaba que se trataba de una mujer, la viuda se cubri� el rostro con sus huesudas manos y dese� que la tapa del ata�d descendiera sobre ella, si no pod�a volver a ser hermosa.
       �S�, amigos m�os, otra vez ustedes son viejos �dijo el doctor Heidegger�, y adem�s el agua de la juventud se ha derramado totalmente. Por mi parte no lo lamento. Aunque la misma fuente manara al pie de mi puerta, no dar�a un paso para humedecer mis labios en su agua. �No! Aunque su delirio durara a�os en lugar de minutos. Esta es la lecci�n que ustedes me han ense�ado.
       Sin embargo los amigos del doctor no hab�an aprendido esta lecci�n. Inmediatamente decidieron emprender una peregrinaci�n a Florida para beber ah�, ma�ana, tarde y noche, a grandes tragos, del l�quido maravilloso de la Fuente de la Juventud.




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