Nathaniel Hawthorne
(Salem, Massachusetts, 1804 - Plymouth, New Hampshire, 1864)


La cat�strofe de Mr. Higginbotham (1834)
(�Mr. Higginbotham�s Catastrophe�)
Originalmente publicado en la revista New-England Magazine (diciembre de 1834);
Twice-Told Tales
(Boston: American Stationers Co./John B. Russell, 1837, p�gs. 149-167)



      Un joven, de profesi�n vendedor ambulante de tabaco, iba a la aldea de Parker�s Falls, a orillas del Salmon River, procedente de Morristown, donde hab�a tenido mucho trato con el presidente de la colonia de cu�queros. Llevaba un pulcro carrito verde, con una caja de cigarros pintada en ambos paneles laterales y un jefe indio sosteniendo una pipa y un tallo de tabaco dorado en la parte posterior. El buhonero conduc�a una ligera yeg�ita y era un joven de car�cter excelente, sagaz para el negocio, pero no por ello menos apreciado por los yanquis, los cuales, he o�do decir, prefieren que los afeiten con una navaja afilada antes que con una roma. Sobre todo lo quer�an las muchachas bonitas a lo largo del Connecticut, cuyos favores sol�a buscar regal�ndoles el mejor tabaco de su surtido, pues sab�a perfectamente que, por lo general, las campesinas de Nueva Inglaterra son buenas fumadoras de pipa. Adem�s, como se ver� en el curso de mi relato, el buhonero era pregunt�n y hasta cierto punto parlanch�n, siempre impaciente por enterarse de las noticias y ansioso de contarlas de nuevo.
       Despu�s de un r�pido desayuno en Morristown, el vendedor ambulante de tabaco, que se llamaba Dominicus Pike, hab�a recorrido siete millas a trav�s de un bosque solitario sin hablar ni una palabra con nadie m�s que consigo mismo y con su yeg�ita gris. Como eran casi las siete, estaba tan impaciente por entablar una charla matutina como un tendero por leer el diario de la ma�ana. Una oportunidad pareci� present�rsele cuando, despu�s de encender un cigarro con un espejo ustorio
[espejo c�ncavo de metal que, puesto de frente al sol, refleja sus rayos reuni�ndolos en el punto llamado foco, y produce un calor capaz de quemar, fundir y hasta volatilizar los cuerpos all� colocados], levant� los ojos y divis� a un hombre que ven�a de la cima de la colina, al pie de la cual hab�a detenido el buhonero su carro verde. Dominicus observ� c�mo descend�a y advirti� que llevaba un fardo al hombro en el extremo de un bast�n y caminaba con paso cansado aunque decidido. No parec�a haberse puesto en marcha con el fresco de la ma�ana, sino que hab�a andado toda la noche y se propon�a hacer lo mismo durante todo el d�a.
       �Buenos d�as, se�or �dijo Dominicus cuando estuvo al alcance de la voz�. Lleva usted un buen trote. �Cu�les son las �ltimas noticias en Parker�s Falls?
       El hombre baj� la ancha ala de su sombrero gris hasta cubrirse los ojos y respondi�, un poco �speramente, que no ven�a de Parker�s Falls, que el buhonero hab�a mencionado espont�neamente al ser lo m�ximo que �l pod�a recorrer al d�a.
       �En ese caso �contest� Dominicus Pike�, oigamos las �ltimas noticias del lugar de donde venga. No me importa especialmente Parker�s Falls. Cualquier otro lugar me vale.
       Al ser as� importunado, el viajero (que era el sujeto m�s malcarado con el que uno menos querr�a encontrarse en un bosque solitario) pareci� titubear un poco, como si intentase recordar alguna noticia, o sopesara la conveniencia de contarla. Por fin, subiendo al estribo del carro, le susurr� a Dominicus al o�do, aunque podr�a haber gritado a voz en cuello sin que ning�n otro individuo lo oyera.
       �Recuerdo una noticia m�s bien insignificante �dijo�. Anoche a las ocho un irland�s y un negro asesinaron al anciano Mr. Higginbotham, de Kimballton, en su huerto. Lo colgaron de la rama de un peral de St. Michael, donde nadie pod�a haberlo encontrado hasta la ma�ana siguiente.
       En cuanto comunic� esa horrible informaci�n, el forastero reanud� la marcha, con m�s prisa que antes, sin ni siquiera volver la cabeza cuando Dominicus lo invit� a fumar un cigarro habano y a contarle todos los detalles. El buhonero silb� a su yegua y subi� la colina, meditando sobre el triste destino de Mr. Higginbotham, a quien hab�a conocido como cliente por haberle vendido m�s de un manojo de baratos cigarros finos de tripa larga, una gran cantidad de tabaco en finos rollos torcidos, cigarros trenzados y tabaco envuelto en hoja de ma�z. Lo hab�a sorprendido un poco la rapidez con que se hab�a propagado la noticia. Kimballton se hallaba casi a sesenta millas de distancia en l�nea recta; el asesinato se hab�a perpetrado la noche precedente a las ocho; sin embargo Dominicus se hab�a enterado a las siete de la ma�ana, cuando lo m�s probable era que la propia familia del pobre Mr. Higginbotham acabara de descubrir el cad�ver colgando del peral de St. Michael. El caminante forastero deb�a calzar botas de siete leguas para viajar tan r�pido.
       �Dicen que las malas noticias vuelan�, pens� Dominicus Pike, �pero esta bate al ferrocarril. Hab�a que contratar a este individuo para llevar por correo urgente el Mensaje del Presidente�.
       Resolvi� el problema imaginando que el narrador se hab�a equivocado en un d�a con respecto a la fecha del suceso; de modo que nuestro amigo no vacil� en contar la historia en todas las tabernas y tiendas del condado a lo largo del camino, agotando todo un manojo de hojas de tabaco cubano entre al menos veinte auditorios horrorizados. Se dio cuenta de que era siempre el primer portador de la informaci�n, y tanto lo acosaban con preguntas que no pudo evitar rellenar el bosquejo hasta convertirlo en un respetable relato. Encontr� un indicio que lo corroboraba. Mr. Higginbotham era comerciante; y un antiguo empleado suyo, a quien Dominicus relat� los hechos, declar� que el anciano caballero acostumbraba a regresar a casa al anochecer atravesando el huerto, con el dinero y la documentaci�n de valor en el bolsillo. El empleado no se mostr� muy apenado por la cat�strofe de Mr. Higginbotham, insinuando, lo que el buhonero hab�a descubierto en sus propias transacciones con �l, que era un viejo desabrido, m�s agarrado que un torno de banco. Sus bienes pasar�an a una guapa sobrina que en aquellos momentos se ocupaba de la escuela de Kimballton.
       Con la divulgaci�n de noticias por el bien com�n, y cerrando tratos por el suyo propio, Dominicus se entretuvo tanto en el camino que decidi� alojarse en una venta a unas cinco millas escasas de Parker�s Falls. Despu�s de cenar encendi� uno de sus selectos cigarros, se sent� en el bar y repiti� la historia del asesinato, que hab�a crecido tan deprisa que necesit� media hora para contarla. Hab�a por lo menos veinte personas en la habitaci�n, diecinueve de las cuales la aceptaron como si fuera el evangelio. Pero la vig�sima era un granjero entrado en a�os, que hab�a llegado a caballo poco antes y que en aquel momento estaba sentado en un rinc�n, fumando su pipa. Cuando concluy� la historia, se levant� con mucha parsimonia, coloc� su silla justo enfrente de Dominicus y lo mir� fijamente en plena cara, echando bocanadas del tabaco m�s infame que el buhonero hab�a olido en su vida.
       ��Estar�a usted dispuesto a declarar bajo juramento �le pregunt� en el tono de un juez rural que toma una declaraci�n� que el viejo terrateniente Higginbotham de Kimballton fue asesinado en su huerto anteanoche, y que lo encontraron ayer por la ma�ana colgando de su gran peral?
       �Yo cuento la historia tal como me la dijeron �contest� Dominicus, tirando su cigarro a medio consumir�; no digo que vi c�mo lo hac�an. De modo que no puedo jurar que lo asesinaran exactamente de esa forma.
       �Pero yo s� puedo jurar �dijo el granjero� que si al terrateniente Higginbotham lo asesinaron anteanoche, esta ma�ana me beb� un vaso de b�ter con su fantasma. Como es vecino m�o, me invit� a entrar a su tienda, cuando yo pasaba a caballo, me invit� y luego me pidi� que de camino le hiciera una peque�a transacci�n. No parec�a saber m�s que yo sobre su propio asesinato.
       ��Entonces no puede ser cierto! �exclam� Dominicus Pike.
       �Supongo que lo habr�a mencionado si lo fuera �dijo el viejo granjero; y traslad� su silla de nuevo al rinc�n, dejando a Dominicus completamente consternado.
       �Vaya con la penosa resurrecci�n del viejo Mr. Higginbotham! El buhonero no ten�a ganas de volverse a mezclar en la conversaci�n, pero se consol� con un vaso de ginebra con agua y se fue a la cama, donde durante toda la noche so�� que colgaba del peral de St. Michael. Para evitar al viejo granjero (al que detestaba tanto que su ahorcamiento lo habr�a complacido m�s que el de Mr. Higginbotham), Dominicus se levant� a las primeras luces de la ma�ana, unci� la yeg�ita al carro verde y r�pidamente se dirigi� al trote hacia Parker�s Falls. La fresca brisa, la humedad del camino y el agradable amanecer estival lo hicieron recobrar el �nimo y habr�an podido incitarlo a repetir la vieja historia si hubiera habido alguien despierto para escucharla. Pero no encontr� ni una yunta de bueyes, ni un t�lburi, ni un jinete, ni un viandante, hasta que, nada m�s cruzar el Salmon River, lleg� un hombre al puente andando con dificultad, con un bulto al hombro en el extremo de una vara.
       �Buenos d�as, se�or �dijo el vendedor ambulante, deteniendo a su yegua�. Si viene de Kimballton o de los alrededores, es posible que pueda contarme la verdad sobre ese asunto del viejo Mr. Higginbotham. �Es cierto que hace dos o tres noches un irland�s y un negro asesinaron al viejo?
       Dominicus hab�a hablado con demasiada precipitaci�n para darse cuenta, en un primer momento, de que el forastero ten�a un elevado grado de sangre negra. Al o�r esa s�bita pregunta, la piel del et�ope de repente pareci� cambiar de color, su tono amarillo se volvi� blanco cadav�rico, mientras respond�a, temblando y tartamudeando:
       ��No, no! �No fue ning�n hombre de color! Fue un irland�s el que lo colg� anoche, a las ocho. �Yo me fui a las siete! Su familia no puede haber ido a buscarlo al huerto todav�a.
       Apenas hab�a empezado a hablar el hombre de tez amarillenta cuando se interrumpi� y, aunque antes parec�a bastante cansado, continu� su marcha a un paso que habr�a obligado a la yegua del buhonero a acelerar su trote. Dominicus se qued� mir�ndolo completamente perplejo. Si el asesinato no se hab�a cometido hasta el martes por la noche, �qui�n era el profeta que lo hab�a predicho, con todos sus detalles, el martes por la ma�ana? Si su propia familia todav�a no hab�a descubierto el cad�ver de Mr. Higginbotham, �c�mo lleg� a saber el mulato, a m�s de treinta millas de distancia, que lo hab�an colgado en el huerto, sobre todo si se hab�a ido de Kimballton antes de que colgaran al desgraciado?
       Esos detalles ambiguos, unidos al asombro y al terror del forastero, hicieron pensar a Dominicus en denunciarlo a gritos como c�mplice del asesinato; pues parec�a que realmente se hab�a perpetrado.
       �Pero que el pobre diablo se vaya�, pens� el buhonero. �No quiero tener sobre mi conciencia su sangre negra; colgando al negro no se descolgar�a a Mr. Higginbotham. �Descolgar al viejo! S� que es pecado; pero lamentar�a que resucitase por segunda vez, �y volviera a desmentirme!�.
       Con estas meditaciones, Dominicus Pike entr� en la calle de Parker�s Falls, que, como todo el mundo sabe, es un pueblo tan pr�spero como tres f�bricas de algod�n y un taller metal�rgico pueden hacerlo. La maquinaria no estaba todav�a en movimiento y solo unas pocas tiendas hab�an abierto las puertas cuando �l se ape� en el patio de caballerizas de la venta y, como primera medida, pidi� un gal�n de avena para la yegua. Su segundo encargo fue, por supuesto, comunicar al mozo de cuadra la cat�strofe de Mr. Higginbotham. Le pareci� conveniente, sin embargo, no ser demasiado categ�rico en cuanto a la fecha del horrible suceso, y tambi�n no asegurar si fue perpetrado por un irland�s y un mulato, o solo por el hijo de Erin. Ni tampoco pretendi� contarlo atribuy�ndoselo a s� mismo o a cualquier otra persona, sino que lo mencion� como una noticia difundida en com�n.
       La historia corri� por el pueblo como el fuego entre un cintur�n de �rboles y se convirti� hasta tal punto en la comidilla un�nime que nadie podr�a decir d�nde hab�a empezado. Mr. Higginbotham era tan conocido en Parker�s Falls como cualquier otro ciudadano del lugar, pues era en parte propietario del taller metal�rgico e importante accionista de las f�bricas de algod�n. Los habitantes pensaban que de su suerte depend�a su propia prosperidad. Fue tal el revuelo que la Parker�s Falls Gazette anticip� su habitual fecha de publicaci�n y sali� con media hoja de papel blanco y una columna de doble c�cero resaltada con may�sculas y titulada �H
ORROROSO ASESINATO DE MR. HIGGINBOTHAM! Entre otros detalles espantosos, la versi�n impresa describ�a la se�al de la cuerda alrededor del cuello del muerto y daba a conocer la cifra de miles de d�lares que le hab�an robado; hab�a tambi�n mucho patetismo acerca de la aflicci�n de su sobrina, que hab�a sufrido un desmayo tras otro desde que encontraron a su t�o colgado del peral de St. Michael, con los bolsillos vueltos del rev�s. Asimismo el poeta del pueblo conmemor� el pesar de la joven en una balada de diecisiete estrofas. Los concejales se reunieron y, en consideraci�n a las atenciones de Mr. Higginbotham con el pueblo, decidieron repartir prospectos, ofreciendo una recompensa de quinientos d�lares por la detenci�n de los asesinos y la recuperaci�n de los bienes robados.
       Mientras tanto toda la poblaci�n de Parker�s Falls, compuesta por tenderos, due�as de casas de hu�spedes, empleadas de f�brica, operarios metal�rgicos y colegiales, se lanz� a la calle y sostuvo una locuacidad tan atroz que compensaba de sobra el silencio de las desmotadoras de algod�n, que refrenaron su habitual estr�pito en consideraci�n al difunto. Si a Mr. Higginbotham le hubiera preocupado su reputaci�n p�stuma, su prematuro fantasma se habr�a regocijado por este tumulto. Nuestro amigo Dominicus, llevado de su vanidad, olvid� las precauciones previstas y, subiendo a la bomba de agua del pueblo, se proclam� portador de la noticia aut�ntica que hab�a causado tan sorprendente sensaci�n. Inmediatamente se convirti� en el gran hombre del momento, y apenas hab�a empezado una nueva versi�n del suceso, con voz de predicador de campo, cuando el coche correo entr� en la calle del pueblo. Hab�a viajado toda la noche y debi� de haber cambiado de caballos en Kimballton a las tres de la ma�ana.
       �Ahora nos enteraremos de todos los detalles �grit� la multitud.
       El coche se dirigi� con gran estruendo a los soportales de la venta, seguido por un millar de personas; pues si hasta entonces alguien se hab�a ocupado de sus propios asuntos, en aquel momento los abandonaron a la buena ventura para enterarse de las noticias. El buhonero, que iba por delante, descubri� a dos pasajeros, los cuales acababan de despertar sobresaltados de una agradable siesta para encontrarse en el centro del tumulto. Como todo el mundo los abrum� con distintas preguntas, todas ellas expuestas al mismo tiempo, la pareja se qued� sin habla, aunque uno era abogado y el otro una mujer joven.
       ��Mr. Higginbotham! �Mr. Higginbotham! �Cu�ntenos los detalles sobre el viejo Mr. Higginbotham! �vociferaba la multitud�. �Cu�l es el veredicto del juez de instrucci�n? �Detuvieron a los asesinos? �Se ha repuesto de sus desmayos la sobrina de Mr. Higginbotham? �Mr. Higginbotham! �Mr. Higginbotham!
       El cochero no dec�a ni una sola palabra, excepto para maldecir de un modo tremendo al mozo de cuadra por no traerle un nuevo tiro de caballos. En el interior el abogado sol�a estar alerta incluso cuando dorm�a; lo primero que hizo, despu�s de enterarse de la causa del alboroto, fue sacar una voluminosa cartera roja. Mientras tanto, Dominicus Pike, que era un joven extremadamente cort�s y adem�s ten�a la impresi�n de que una lengua femenina contar�a la historia con la misma labia que el abogado, hab�a ayudado a la mujer a salir del coche. Era una muchacha hermosa y elegante, completamente despierta ya y radiante como un pimpollo, y ten�a unos labios tan lindos y encantadores que Dominicus casi habr�a preferido escuchar de ellos una historia de amor en lugar de un relato de asesinato.
       �Damas y caballeros �dijo el abogado a los tenderos, los operarios metal�rgicos y las empleadas de f�brica�, puedo asegurarles que alg�n error inexplicable o, lo que es m�s probable, una falsedad deliberada, maliciosamente urdida para desacreditar a Mr. Higginbotham, ha provocado este singular alboroto. Pasamos por Kimballton a las tres de esta ma�ana, y si se hubiera perpetrado alg�n asesinato sin duda alguna habr�amos sido informados. Pero tengo una prueba en contrario casi tan convincente como el propio testimonio oral de Mr. Higginbotham. He aqu� una nota relacionada con un pleito suyo en los tribunales de Connecticut, que me entregaron por encargo de ese mismo caballero. Veo que est� fechada anoche a las diez.
       Diciendo eso, el abogado mostr� la fecha y la firma de la nota, que probaba indiscutiblemente, o bien que ese perverso Mr. Higginbotham estaba vivo cuando la escribi�, o que �como algunos creen m�s probable entre esas dos alternativas dudosas� estaba tan absorto en los negocios de este mundo que segu�a ocup�ndose de ellos incluso despu�s de muerto. Pero surgi� una prueba inesperada. La joven, despu�s de escuchar la explicaci�n del buhonero, simplemente se tom� un momento para alisar su vestido y arreglar sus rizos, y acto seguido apareci� en la puerta de la venta y pidi� que la escucharan.
       �Buena gente �dijo�, soy la sobrina de Mr. Higginbotham.
       Un murmullo de asombro atraves� la multitud al verla tan sonrosada y radiante; esa misma desdichada sobrina que ellos hab�an imaginado, bas�ndose en la informaci�n de la Parker�s Falls Gazette, que estaba a las puertas de la muerte. Pero algunos individuos perspicaces hab�an dudado, desde el primer momento, de que una joven estuviera tan desesperada porque hubiesen ahorcado a un rico t�o suyo.
       �Como pueden ver ustedes �prosigui� Miss Higginbotham, sonriendo� esta extra�a historia no tiene ning�n fundamento por lo que a m� se refiere; y creo poder afirmar que igualmente lo es en cuanto a mi querido t�o Higginbotham. Tiene la amabilidad de darme un hogar en su casa, aunque yo contribuyo a mi sustento dando clases en una escuela. Esta ma�ana me fui de Kimballton para pasar las vacaciones de la semana de entrega de diplomas con una amiga, a unas cinco millas de Parker�s Falls. Mi generoso t�o, cuando me oy� en la escalera, me llam� a su cabecera y me dio dos d�lares y cincuenta centavos para pagar el billete de la diligencia, y otro d�lar para mis gastos adicionales. Luego guard� su cartera bajo la almohada, me dio un apret�n de manos y me aconsej� que llevase algunas galletas en el bolso, en vez de desayunar por el camino. Estoy segura, por consiguiente, de haber dejado vivo a mi querido pariente, y conf�o en encontrarlo as� a mi vuelta.
       La joven hizo una reverencia al terminar su discurso, que fue tan sensato y tan bien expresado, y expuesto con tal gracia y decoro, que todos la creyeron digna de ser preceptora de la mejor academia del estado. Pero un forastero habr�a supuesto que Mr. Higginbotham era aborrecido en Parker�s Falls, y que se hab�a decretado una acci�n de gracias por su asesinato; tan excesiva era la ira de los habitantes al enterarse de su error. Los operarios metal�rgicos decidieron rendir honores p�blicos a Dominicus Pike, dudando �nicamente entre emplumarlo, pasearlo montado a horcajadas sobre una barra o refrescarlo con una abluci�n en la bomba de agua del pueblo, en lo alto de la cual se hab�a proclamado portador de la noticia. Los concejales, por consejo del abogado, hablaron de procesarlo por un delito menor, divulgar noticias infundadas alterando el orden p�blico. Solo salv� a Dominicus, ya sea del linchamiento o de un tribunal de justicia, una elocuente petici�n que la joven hizo en su nombre. Tras dirigir a su benefactora unas cuantas palabras de sincero agradecimiento, subi� al carro verde y abandon� el pueblo, bajo una descarga de artiller�a de los colegiales, que encontraron abundante munici�n en los pozos de arcilla y charcos fangosos de los alrededores. Al volver la cabeza para intercambiar una mirada de despedida con la sobrina de Mr. Higginbotham, una bola, con la consistencia de un pud�n hecho deprisa, lo alcanz� de lleno en la boca, d�ndole un aspecto de lo m�s desagradable. Toda su persona qued� tan salpicada por aquellos asquerosos proyectiles que casi le dieron ganas de volver y suplicar que lo sometieran a la abluci�n en la bomba del pueblo con que lo hab�an amenazado; pues, aunque no auguraba nada bueno, en aquellos momentos habr�a sido un acto de caridad.
       Sin embargo el sol brill� con fuerza sobre el pobre Dominicus, y el barro, s�mbolo de todas las manchas de oprobio inmerecido, se quit� f�cilmente cuando se sec�. Como era un granuja chistoso, su coraz�n no tard� en animarse; ni pudo contener una efusiva carcajada al recordar el alboroto que su historia hab�a provocado. Los prospectos de los concejales provocaron el encarcelamiento de todos los vagabundos del estado; el p�rrafo de la Parker�s Fall Gazette se reimprimir�a desde Maine a Florida y tal vez dio lugar a un art�culo en los peri�dicos de Londres; y m�s de un avaro temblar�a por su fortuna y su vida al enterarse de la cat�strofe de Mr. Higginbotham. El buhonero reflexion� con mucho fervor sobre los encantos de la joven maestra, y jur� que Daniel Webster
[pol�tico estadounidense (1782-1852), dos veces secretario de Estado, que adquiri� gran fama como orador, tanto como diputado y senador como en sus discursos p�blicos, en los que alent� la uni�n entre los estados americanos proclamando la hegemon�a del gobierno federal] nunca habl� ni pareci� tanto un �ngel como Miss Higginbotham cuando lo defendi� del iracundo populacho de Parker�s Falls.
       Dominicus se encontraba ya en el camino p�blico de Kimballton, pues desde el primer momento hab�a decidido visitar aquel lugar, aunque los negocios lo hab�an desviado del camino m�s directo desde Morristown. A medida que se aproximaba al escenario del supuesto asesinato, continu� d�ndole vueltas en la cabeza a la situaci�n, y se asombraba del cariz que adquir�a todo el caso. Si no hubiera ocurrido nada que corroborase la versi�n del primer viajero, a esas alturas podr�a considerarse que todo era una broma; pero el hombre de tez amarillenta obviamente estaba al corriente de la noticia o del hecho; y su mirada consternada y culpable al ser interrogado de improviso estaba rodeada de misterio. Cuando, a esta singular combinaci�n de incidentes, se a�ad�a que el rumor concordaba exactamente con el car�cter y h�bitos de Mr. Higginbotham; y que ten�a un huerto, y un peral de St. Michael, cerca del cual pasaba �l siempre al anochecer, la prueba circunstancial parec�a tan convincente que Dominicus dudaba de que la firma mostrada por el abogado, o incluso el testimonio directo de la sobrina, fueran equivalentes. Haciendo discretas averiguaciones a lo largo del trayecto, el buhonero se enter� adem�s de que Mr. Higginbotham ten�a a su servicio a un irland�s de dudosa reputaci�n, que hab�a contratado sin ninguna recomendaci�n por razones econ�micas.
       ��Que me cuelguen �exclam� Dominicus Pike en voz alta al llegar a la cima de un cerro solitario� si doy cr�dito a que no hayan colgado al viejo Higginbotham hasta verlo con mis propios ojos y o�rlo de sus propios labios! Y dado que �l es un verdadero tramposo, llevar� al pastor o alg�n otro hombre responsable como refrendario.
       Estaba oscureciendo cuando lleg� a la casa del portazguero del camino p�blico de Kimballton, a eso de un cuarto de milla de la aldea de ese nombre. Su yeg�ita lo estaba acercando r�pidamente a un hombre a caballo, que atraves� la verja al trote a unas cuantas varas por delante de �l, salud� con la cabeza al portazguero y sigui� hacia al aldea. Dominicus conoc�a al portazguero y, mientras le daba el cambio, intercambiaron los comentarios habituales sobre el tiempo.
       �Supongo �dijo el buhonero, echando hacia atr�s su tralla para dejarla caer como una pluma sobre el flanco de la yegua� que no habr�s visto al viejo Mr. Higginbotham desde hace uno o dos d�as.
       �S� �contest� el portazguero�. Pas� por la verja un momento antes de que llegaras, y por all� va ahora, si puedes verlo en la oscuridad. Ha estado en Woodfield esta tarde, en donde asisti� a una venta del sheriff. El viejo suele darme un apret�n de mano y charlar un poco conmigo; pero esta noche me hizo una se�al con la cabeza, como diciendo �C�breme el portazgo�, y sigui� adelante; pues dondequiera que vaya, siempre tiene que estar en casa a las ocho.
       �Eso me han dicho �dijo Dominicus.
       �Nunca vi un hombre con aspecto tan amarillo y flaco como el terrateniente �continu� el portazguero�. Esta noche me dije a m� mismo que m�s parec�a un fantasma o una momia antigua que un ser de carne y hueso.
       El buhonero forz� la vista en la penumbra y de pronto distingui� al jinete a lo lejos que iba camino de la aldea. Le pareci� reconocer por detr�s a Mr. Higginbotham; pero a trav�s de las sombras del crep�sculo y en medio del polvo que levantaba las patas del caballo, la figura parec�a borrosa e irreal; como si la silueta de aquel anciano misterioso estuviera apenas formada de tinieblas y de luz gris. Dominicus se estremeci�.
       �Mr. Higginbotham ha regresado del otro mundo a trav�s del camino p�blico de Kimballton�, pens�.
       Sacudi� las riendas y sigui� adelante, manteni�ndose m�s o menos a la misma distancia por detr�s de la sombra gris, hasta que una curva del camino se la ocult�. Al llegar a ese punto, el buhonero ya no vio al hombre a caballo, sino que se encontr� al principio de la calle del pueblo, no lejos de varias tiendas y dos tabernas, api�adas alrededor del campanario del templo cu�quero. A su izquierda hab�a un muro de piedra y una verja, linde de una parcela de bosque, m�s all� de la cual hab�a un huerto, m�s lejos todav�a un campo segado y por �ltimo una casa. Eran las propiedades de Mr. Higginbotham, cuya morada se levantaba junto al antiguo camino real, pero el camino p�blico de Kimballton la hab�a relegado al fondo. Dominicus conoc�a el lugar y la yeg�ita se par� en seco por instinto, pues �l no era consciente de haber tirado de las riendas.
       ��Por mi vida, no puedo traspasar esta verja! �dijo, temblando�. �No volver� a ser el mismo hasta ver si Mr. Higginbotham cuelga del peral de St. Michael!
       Salt� del carro, at� la rienda al poste de entrada y corri� por el sendero verde del bosque como si lo persiguiera el diablo. En aquel preciso momento dieron las ocho en el reloj del pueblo y, al sonar cada campanada, Dominicus saltaba de nuevo y hu�a m�s deprisa que antes, hasta que, en el centro solitario del huerto vio vagamente el condenado peral. Del viejo tronco retorcido sobresal�a una rama enorme que atravesaba el sendero y proyectaba en aquel lugar la m�s negra sombra. �Pero algo parec�a forcejear debajo de la rama!
       El buhonero nunca hab�a pretendido tener m�s coraje que el que corresponde a un hombre de profesi�n pac�fica, ni pudo explicar su valor en aquella tremenda emergencia. Es cierto, sin embargo, que se abalanz�, abati� a un robusto irland�s con el extremo de su l�tigo, y encontr� (no ciertamente colgando del peral de St. Michael, sino temblando debajo del mismo, con un dogal alrededor del cuello) �al mism�simo anciano Mr. Higginbotham!
       �Mr. Higginbotham �dijo Dominicus con voz tr�mula�, usted es un hombre sincero y creer� en su palabra. �Lo han colgado o no?
       Si todav�a no hab�is adivinado el enigma, unas cuantas palabras explicar�n la sencilla tramoya mediante la cual este �suceso venidero� pudo �proyectar su sombra por adelantado�. Tres hombres hab�an planeado robar y asesinar a Mr. Higginbotham; dos de ellos, sucesivamente, se acobardaron y huyeron, retrasando el crimen una noche cada uno con su desaparici�n; el tercero se dispon�a a perpetrarlo cuando, obedeciendo ciegamente la llamada del destino, como los h�roes de los romances antiguos, apareci� un palad�n en la persona de Dominicus Pike.
       Solo falta decir que Mr. Higginbotham tom� bajo su protecci�n al buhonero, autoriz� que cortejase a la linda maestra, y dej� todos sus bienes a los hijos de la pareja, concediendo a esta los intereses. A su debido tiempo, el anciano caballero lleg� a la culminaci�n de sus favores, muriendo en el lecho como un verdadero cristiano, y desde aquel melanc�lico suceso Dominicus Pike se march� de Kimballton y fund� una gran f�brica de tabaco en mi aldea natal.



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