O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Después de 20 años (1906)
(“After Twenty Years”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)
El policía efectuaba su ronda
por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era
exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores
escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas
ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las
calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al
pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e
intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con
una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo,
representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era
de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se
veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante
toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a
locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
Hacia la mitad de cierta cuadra,
el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una
ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un
cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se
apresuró a decirle, tranquilizador:
—No hay problema, agente. Estoy
esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace
20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a
explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o
menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe
Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco
años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un
fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro
pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña
cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un
gran diamante, engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen 20 años
del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi
mejor amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos
aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos. El tenía 20 años y
yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A
Jimmy no se lo podía arrancar de Nueva York; para él no había otro
lugar en la tierra. Bueno, esa noche quedamos de acuerdo en
encontrarnos nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa
hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a recorrer
para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría
ya la vida hecha y la fortuna conseguida.
—Parece muy interesante —dijo
el agente—. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y
otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por
un tiempo —respondió el otro—. Pero al cabo de un año o dos nos
perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía
mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de que Jimmy, si está
con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de
confianza del mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos
kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena si él
aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj,
con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—.
Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en
punto.
—A usted le fue bastante bien en
el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡A no dudarlo! Espero que
Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no
era; trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con
gente muy avispada para llenarme el bolsillo. Aquí, en Nueva York, la
gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y
dio un paso o dos.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—.
Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de
tolerancia?
—¡Por supuesto! —afirmó el
otro—. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá
que estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
—Buenas noches, señor —saludó
el policía.
Y prosiguió su ronda, probando
los picaportes al pasar.
Había empezado a caer una
llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento
constante. Los pocos peatones se apresuraban, incómodos y
silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los
bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había
viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita, insegura
hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y
seguía esperando.
Esperó unos 20 minutos. Al cabo,
un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas,
cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al
hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó,
vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el
hombre de la puerta.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó
el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos—. ¡Claro
que eres Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si
vivías. Bueno, bueno, bueno... Veinte años es mucho tiempo. El viejo
restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así
habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha
tratado el Oeste?
—Fantásticamente. Me dio todo
lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco
o seis centímetros más bajo.
—Bueno, crecí un poco después
de los 20 años.
—¿Te va bien en Nueva York,
Jimmy?
—Más o menos. Tengo un puesto
en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a
un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos
tiempos.
Los dos echaron a andar por la
calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el
éxito, empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en
su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina,
donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada
uno de ellos se volvió para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo
bruscamente, apartando el brazo.
—Usted no es Jimmy Wells —masculló—.
Veinte años son mucho tiempo, pero no tanto como para que a uno le
cambie la nariz de recta a respingada.
—A veces es bastante para
transformar a un hombre bueno en malo —dijo el desconocido—.
Estás arrestado desde hace diez minutos, Bob, alias “Sedoso”. A
los de Chicago se les ocurrió que podías andar por aquí y enviaron
un cable diciendo que querían charlar contigo. No te vas a resistir,
¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría
te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, en
la vidriera. Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el
pedacito de papel que,acababa de recibir. Cuando empezó a leer su
mano estaba serena, pero al terminar le temblaba un poquito. La nota
era bastante breve.
Bob: Llegué a nuestra
cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo te reconocí como
el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude hacerlo personalmente,
fui en busca de un agente de civil para que se hiciera cargo.
Jimmy
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