O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
Los altibajos de la vida (1903)
(“The Whirligig Of Life”)
Originalmente publicado en Harper’s Monthly Magazine,
Vol. CVII, Núm. 638 (julio de 1903), págs. 317-320;
Whirligigs
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1910)
El juez de paz Benaja Widdup se sentaba a la puerta
del juzgado fumando su pipa. Hasta mitad de camino
del cenit, la cordillera de Cumberland alzaba sus
cumbres grises azulosas en la neblina de la tarde.
Una gallina pintada recorría la calle mayor del poblado
cacareando como una necia.
Llegaba por la calzada un son de chirriantes ruedas,
y entre una nube de polvo sobrevino un carro
que transportaba a Ransie Bilbro y a su mujer. El
carro paró frente a la puerta del juzgado y ambos bajaron.
Ransie era un tipo enjuto, de seis pies de estatura,
piel oscura y macilenta y cabello rubio. Había en él,
ciñéndole como una armadura, algo de la imperturbabilidad
de las montañas. La mujer, mal peinada y
angulosa, vestía un traje de algodón y se la adivinaba
descontenta y rebosante de desconocidos deseos. Todo
en ella hablaba de una reprimida protesta por una
juventud defraudada e inconcientemente perdida.
El juez de paz deslizó los pies en los zapatos, que
antes se quitara, y así restablecida su dignidad, hizo
pasar al despacho a los recién llegados.
—Mire —dijo la mujer, con una voz fuerte como el
son del viento entre las ramas de los pinos—, mi marido
y yo queremos divorciarnos.
Ransie hizo un solemne movimiento afirmativo con
la cabeza.
—Así es —ratificó—. No podemos seguir viviendo
juntos.
La mujer miraba a Ransie como para cerciorarse de
que no iba a comenzar con evasivas, parcialismos o
ambigüedades. Él prosiguió:
—Vivir en las montañas como marido y mujer cuando
uno no se entiende, es una cosa insoportable. Si es
malo llevándose bien, cualquiera puede hacerse cargo
de lo que pasa si ella tiene la lengua de una víbora y se
pasa el tiempo en la casa con el gesto huraño de un
búho. Es imposible continuar siempre juntos.
Entonces habló la mujer con especial calor:
—Sí, y sobre todo cuando el hombre es un gusarapo
inútil, un tipejo que no trata más que con gentuza
y con locos, un holgazán atiborrado de whisky y un
sujeto que no hace más que llevar a casa a individuos
gorrones y viciosos que le quitan a una hasta la
última migaja de pan, y mantiene perros que no hacen
más que comer y no sirven de nada.
—Y más todavía —añadió Ransie— cuando de la
boca de esa mujer no salen más que embustes, y
cuando se dedica a tirar cubos de agua a los mejores
perros que comen pan en Cumberland, y cuando se
niega a hacer la comida de su hombre, y cuando no
lo deja dormir por la noche diciéndole disparates.
—¿Quién va a dejar dormir a un cerdo que nunca
da el dinero que se necesita, y que merece los peores
insultos que se puedan dirigir a un hombre?
El juez de paz cumplió con toda calma sus deberes.
Ofreció a los visitantes una silla y un taburete de madera.
Abrió un código y lo hojeó. Luego se limpió los
cristales de las gafas y cambió de lugar un tintero.
—La ley en sus diversos artículos —dijo— guarda
silencio sobre esos puntos, en lo que concierne a la
jurisdicción de este tribunal. Pero, de acuerdo con
la equidad, la constitución y las buenas normas, reconozco
que la situación que ustedes me pintan es
muy dificultosa. Si un juez de paz puede casar a dos
personas, obvio es que también puede divorciarlas.
Este juzgado expedirá un auto de divorcio y confía en
que el tribunal supremo lo respalde en caso preciso.
Ransie Bilbro sacó del bolsillo del calzón una bolsa
para tabaco, y de ella extrajo un billete de cinco dólares
que puso sobre la mesa.
—Para reunir este dinero —dijo— he tenido que
vender dos pieles de zorro y una de oso. No dispongo
de más.
El juez de paz repuso:
—Eso importa el arancel que este juzgado cobra por
substanciar los casos de divorcio —y, con engañoso
talante de indiferencia, se embolsó el dinero. Después,
con gran esfuerzo físico y mental, redactó el
documento de divorcio sobre una hoja de papel sellado
y lo copió en otra.
Ransie Bilbro y su mujer escucharon la lectura del
escrito que les devolvía la libertad. Este decía así:
Hago constar, por el auto presente, que en este día comparecen
ante mí Ransie Bilbro y su esposa, Ariela Bilbro,
manifestando que en el futuro desean quedar desligados
de todo compromiso de amor, honor y obediencia, no
deseando asistirse el uno al otro en lo malo ni en lo bueno.
Y, hallándose en pleno uso de sus facultades físicas
y mentales, concuerdan en su divorcio, según lo aconsejan
la paz y dignidad del Estado. Acuerdo, pues, divorciarlos
y deseo que los ayude Dios.
Y para que conste, expido y firmo el presente documento.
BENAJA WIDDUP
JUEZ DE PAZ DEL DISTRITO DE PIEDMONT, TENNESSEE.
El juez se preparó a entregar uno de los documentos a
Ransie. La voz de Ariela aplazó la operación. Los dos
hombres la miraron. La bronca masculinidad del marido
encontró un algo repentino e inesperado en la actitud
de la mujer.
—Juez —dijo Ariela—, no le entregue ese documento
todavía. Las cosas no pueden terminar así. Necesito
recibir indemnización. Un hombre no puede separarse
de su mujer dejándola sin un centavo. Tengo
que irme a casa de mi hermano Ed, en los montes de
Hogback. Debo comprarme un par de zapatos, unos
pañuelos y otras cuantas cosas. Si Ransie puede
afrontar un divorcio, que lo pague.
Ransie Bilbro quedó perplejo. Hasta entonces no se
le había insinuado nada con respecto a semejante
posibilidad. Claro que las mujeres siempre dicen cosas
asombrosas e inesperadas.
El juez Benaja Widdup comprendió que aquello requería
también decisión judicial. Las autoridades legales
mantienen un discreto silencio sobre la cuestión
de alimentos o indemnizaciones. Pero el caso era que
la mujer estaba, en efecto, descalza, y el camino hasta
la montaña de Hogback era largo y pedregoso.
—Ariela Bilbro —preguntó con tono solemnemente
oficial—, ¿qué cantidad estima que debe recibir en
concepto de lo que manifiesta?
—Para los zapatos y todo lo demás —repuso ella—
calculo que me hacen falta cinco dólares. Ya sé que
es poco, pero me bastarán para llegar con decencia a
casa de mi hermano Ed.
Ransie jadeó.
—No tengo más dinero. He abonado todo lo que
poseía.
El juez lo miró con severidad por encima de las
gafas.
—Tenía usted que hacerlo para no incurrir en desacato
ante el tribunal.
—Hágame el favor de esperar a mañana para poder
pagarle esa otra suma —rogó Ransie—. De un modo u
otro ya me arreglaré para encontrarla. No se me había
ocurrido pensar que tuviese que pagar nada aparte de
lo debido al juez.
Benaja Widdup decretó:
—Se aplaza la resolución del caso hasta mañana,
momento en que se presentarán ustedes y obedecerán
las órdenes del tribunal. Después de ello se les
entregarán copias de los autos de divorcio.
Benaja salió a la puerta, se sentó y comenzó a aflojarse
los cordones de los zapatos.
—Iremos a casa de tío Ziah y pasaremos allí la noche
—decidió Ransie, y trepó al carro por uno de los
lados, mientras Ariela lo hacía por el otro. Luego tiró
de la cuerda atada al cuello del novillo careto que
tiraba de la carreta; esta se puso en movimiento y no
tardaron en desaparecer entre el nimbo de polvo que
levantaban sus ruedas.
El juez de paz Benaja Widdup se dedicó de nuevo a
su pipa. Más entrada la tarde, tomó el semanario que
solía leer y lo repasó hasta que la oscuridad del crepúsculo
tornó borrosas las líneas ante sus ojos. En
ese momento, encendió la bujía de sebo que tenía
puesta sobre la mesa y siguió leyendo hasta que salió
la luna, que señalaba así la hora de la cena, entonces
decidió regresar a su casa.
Vivía en una choza de troncos, junto al bosque de
álamos que limitaba el pueblo. Al atravesar una barranca
en la que crecía un espeso seto de laureles, la oscura
silueta de un hombre salió de entre las frondas y lo
apuntó con una escopeta. Llevaba muy calado el sombrero
y se cubría el rostro con un trozo de tela.
—Déme el dinero que lleva encima —dijo la figura—.
Y no hable. Me siento un poco nervioso y mi dedo pudiera
apretar sin querer el disparador.
—Solo ten… tengo cinco dólares —respondió el juez
sacando un billete del bolsillo.
—Pues enrolle el billete —le ordenaron— y póngalo
en el extremo del cañón del arma.
Aquel billete estaba muy nuevo, como acabado de
salir de las prensas. Incluso unos dedos torpes y temblorosos
no hallaron dificultad para enrollarlo e introducirlo
en la boca del fusil.
—Ya puede marcharse —dijo el atracador.
El juez no se lo hizo repetir.
Al día siguiente la carreta tirada por el novillo careto
se detuvo a la puerta del juzgado. El juez Benaja
Widdup tenía puestos los zapatos, porque esperaba
la visita. En su presencia Ransie Bilbro entregó a
Ariela un billete de cinco dólares.
El juez miró el billete con atención. Estaba curvado y
como si hubiese sido introducido, después de enrollarlo,
en la boca de un arma. Pero el juez se abstuvo de
todo comentario. Muchos son los billetes que pueden
tener tendencia a curvarse.
Entregó a cada uno de los ex esposos una copia del
auto de divorcio. Los dos recogieron torpemente el documento
que los dejaba en mutua libertad. La mujer
miró con timidez a Ransie. Parecía deseosa de hablar,
pero se contenía.
—Supongo —dijo al fin— que volverás a casa en la
carreta. En la caja de lata, junto al vasar, encontrarás
pan. He colocado el tocino dentro del caldero, para
que el perro no se lo coma. No olvides dar cuerda al
reloj por la noche.
—¿Vas a casa de tu hermano Ed? —preguntó Ransie
con estudiada indiferencia.
—Procuraré ponerme en camino antes de la noche.
No creo que me reciban con mucho gusto, pero no
tengo otro sitio adonde ir. En fin, el camino es largo y
cuanto antes salga, mejor. Ea, Ransie, despidámonos,
si es que quieres hacerlo.
Ransie repuso, con la voz de un mártir:
—No creo que nadie sea tan tarado como para no
despedirse de su mujer. A no ser que no lo quieras tú.
Ariela, sin hablar, plegó con cuidado el billete de cinco
dólares y se lo guardó en el pecho. Los ojos de Benaja
Widdup, miraron lúgubremente cómo desaparecía el
dinero.
Después tuvo ocasión de pronunciar unas palabras
que iban a ponerlo a tono o con los grandes simpatizantes
de la bondad del mundo, o con los grandes
financieros que lo pueblan.
—Vas a sentirte muy solo esta noche en la cabaña,
Ransie —dijo Ariela.
Ransie Bilbro, sin mirar a su ex mujer, fijó la vista
en la sierra de Cumberland, que resaltaba ahora con
nitidez azul bajo el cielo.
—Podré sentirme muy solo —contestó—, pero cuando
la gente es lo bastante loca para provocar un divorcio,
no se le puede obligar a que se quede en su
sitio.
Ariela habló, dirigiéndose, al parecer, a su taburete
de madera.
—Otros locos hay que también lo quieren, además,
una no tiene nada que hacer donde no se desea que
se quede.
—Nadie ha dicho eso.
—Ni nadie dice que lo dijeran. Lo mejor es que me
vaya ya a casa de mi hermano Ed.
—Lo de dar cuerda al reloj es lo malo —sugirió
Ransie.
—Si me llevas en la carreta se la daré, Ransie.
La cara del montañés parecía a prueba de toda clase
de emociones. No obstante, alargó la ancha mano
y aferró la pequeña y morena de Ariela. Por un momento,
el alma de la mujer pareció asomar a su faz
impasible.
—Procuraré que los perros no te molesten más —dijo
Ransie—. Desde luego no me he portado bien contigo,
Ariela. Anda, ven y darás cuerda a nuestro reloj.
Ella cuchicheó:
—Mi corazón está en nuestra cabaña, Ransie. Te
prometo no volver a intentar locuras. Vayámonos ya,
y estaremos en casa al ponerse el sol.
Cuando, olvidando la presencia del juez de paz, los
dos se dirigían a la puerta, Benaja Widdup se colocó
entre ellos y la salida.
—En nombre del estado de Tennessee —dijo— les
prohíbo que violen sus leyes y estatutos. Este tribunal
se siente más que satisfecho al ver disipadas las
nubes de discordia e incomprensión que separaban
a dos corazones enamorados, pero su deber es conservar
la moral y la integridad dentro del Estado. El
tribunal les recuerda que han dejado ustedes de ser
marido y mujer, lo que les impide disfrutar de las
ventajas que el vínculo matrimonial les concedía.
Ariela se cogió del brazo de Ransie. ¿Qué importancia
tenían las palabras del juez en el momento en
que los dos acababan de aprender una lección en la
vida?
—El tribunal, empero —siguió el juez—, está presto a
remediar los inconvenientes surgidos en virtud del
auto de divorcio. El tribunal se halla dispuesto a unir a
los presentes mediante los honorables y elevados
vínculos conyugales. El arancel que cobrará por ejecutar
la ceremonia asciende a cinco dólares.
Ariela, escuchando la promesa contenida en aquellas
palabras, se llevó rápidamente la mano al pecho.
Como volandera paloma, el billete de banco fue a parar
a la mesa del juez. La macilenta mejilla de la mujer
se coloreó cuando, unida su mano a la del hombre,
percibió las palabras que volvían a unirlos. Ransie la
ayudó a subir a la carreta y trepó a su vez. Así, tirados
por el novillo careto, los dos, cogidos de la mano,
regresaron a las montañas.
El juez de paz, Benaja Widdup, se sentó a la puerta
y se quitó los zapatos. De nuevo palpó el billete que
guardaba en el bolsillo del chaleco. De nuevo se dedicó
a su pipa, y de nuevo la gallina pintada se alejó
por la calle mayor del poblado cacareando como una
necia.
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