O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El filtro de amor de Ikey Schoenstein (1906)
(“The Love-Philtre Of Ikey Schoenstein”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)
La farmacia droguería Luz Azul está situada hacia la
parte baja de la ciudad, entre el Bowery y la Primera
Avenida, allí donde resulta más corta la distancia entre
las dos calles mencionadas. El establecimiento no es
de esos que creen que los productos a expender hayan
forzosamente de reducirse a unos cuantos potingues[bebida de farmacia],
perfumes y bebidas refrescantes. Si alguien entra en
la Luz Azul y pide un calmante, jamás le será ofrecido
un bombón.
En la Luz Azul existe un profundo desprecio por el
moderno arte del «producto farmacéutico». Allí, todavía
hoy, se trabaja y macera el opio, láudano y demás
drogas. Igualmente se fabrican las píldoras en redoma
apropiada, moviendo con una espátula la mezcla,
dándoles la forma con ayuda de los dedos, pasándolas
luego por magnesia calcinada y sirviéndolas al
público en pequeñas cajas de cartón de forma redonda.
El establecimiento ocupa precisamente una esquina
frecuentada por chiquillos pobremente vestidos, que
juegan y ríen y se hacen candidatos a las pastillas
para la tos y a los jarabes suavizantes que dentro de
la tienda los esperan.
Ikey Schoenstein atendía durante la noche el establecimiento,
siendo a la vez un buen amigo de su
clientela. Así ocurre en el sector este de la capital,
por donde no se ha helado todavía el corazón de la
industria farmacéutica. Allí, tal como debe ser, el boticario
resulta consejero, confesor, compañero y mentor
amable, cuya sabiduría es por todos respetada,
cuya oculta ciencia es venerada y cuyas medicinas
son, a menudo, tomadas sin saborear. Así, pues, la
nariz larga con los lentes de rigor y la pequeña silueta
de hombros vencidos por la ciencia de Ikey, eran
de sobra conocidos en el vecindario de Luz Azul, y su
consejo y conversación eran muy apreciados.
Ikey dormía y se desayunaba en casa de la señora
Riddle, a poca distancia de la farmacia, y la señora Riddle
tenía una hija llamada Rosy. Supongo inútil todo este
rodeo. Ustedes lo habrán adivinado ya. Ikey adoraba
a Rosy. Ella reinaba en sus pensamientos y era como
el compendio de todo cuanto puede llamarse «químicamente
puro». Nada, en la farmacia, podía ser comparado
con ella. Pero Ikey era tímido y sus esperanzas
permanecían insolubles en el laboratorio de sus temores
y de su indecisión. Detrás del mostrador era
un ser superior, consciente de su ciencia en la especialidad
escogida y también de su valía. Fuera de la
farmacia, resultaba un pobre peatón de piernas débiles
y ojos miopes a quien maldecían los conductores de
vehículos; un hombre de traje mal cortado, manchado
con productos químicos y oliendo a acíbar[zumo de la planta nombrada así] o a valerianato
de amoníaco.
«La mosca en la oreja» —y valga la frase— en la vida
de Ikey era precisamente el señor McGowan.
Chunk McGowan luchaba también por ganar los
favores y la preciada sonrisa de Rosy, solo que resultaba
distinto de Ikey. Era decidido. Amigo de Ikey
y cliente suyo, solía frecuentar la Luz Azul para que
le aplicase tintura de yodo en un rasguño o le pusiese
esparadrapo en una pequeña herida, después
de divertirse a lo grande cualquier noche en el Bowery.
Una noche, McGowan entró en la tienda y, tranquilo,
silencioso, amable como siempre, pero también
como siempre indomable y rudo, fue a ocupar un taburete.
Mientras su amigo se sentaba frente a él, con
un mortero en la mano, decidido evidentemente a transformar
en polvo una determinada cantidad de gomoso
benjuí, comenzó a decir:
—Presta mucha atención a mis palabras, Ikey. Necesito
una medicina. Tienes que dármela si de verdad
está en tus manos hacerlo.
Ikey contempló con fijeza a su amigo, estudiando
su aspecto, buscando la habitual huella de disturbio,
pero nada vio en él.
—Quítate la americana —ordenó—. Creo entender
lo que tienes. Te han dado una cuchillada entre costilla
y costilla. Muchas veces te dije que esos italianos
acabarían contigo.
McGowan sonrió.
—Te equivocas. No han sido los italianos. De todos
modos, acertaste en el diagnóstico. Tengo una herida
bajo la americana, muy cerca de las costillas. Me explicaré,
Ikey. Rosy y yo hemos decidido fugarnos esta
noche y casarnos enseguida.
Ikey tenía el dedo índice de la mano izquierda doblado
hacia dentro del borde del mortero para sujetarlo
mejor. De pronto, se golpeó él mismo con fuerza,
con la mano del almirez, pero ni siquiera sintió
dolor.
La sonrisa de McGowan iba, entretanto, trasformándose
en expresión perpleja y sombría.
—Es decir —prosiguió—, si no cambia de idea antes
del momento fijado. Desde hace dos semanas estamos
planeando el asunto, pero ella… un día dice que
sí por la mañana y por la noche se niega. Por fin, decidimos
que tenía que ser hoy. Desde hace dos días Rosy
sigue firme; no ha cambiado de opinión. Sin embargo,
temo que cuando llegue el momento se vuelva atrás y
me deje plantado.
—Dijiste que necesitabas una medicina —replicó
Ikey.
McGowan miró a su interlocutor sin ocultar su desasosiego.
La intranquilidad que sentía era un estado
de ánimo extraño en él. Tomando en sus manos un
almanaque de propaganda hizo un rollo, e introduciendo
un dedo en el agujero añadió:
—Por nada del mundo quisiera que faltase a su palabra
esta noche. Tengo preparado un pisito en
Harlem con un ramo de crisantemos sobre la mesa y
la tetera a punto de hervir. También arreglé las cosas
con el cura. Nos espera a las nueve y media. Todo
saldrá perfectamente…, si Rosy no cambia de idea
esta vez —McGowan hizo una pausa. Se sentía agobiado
por la duda.
—Lo que no comprendo —se limitó a decir Ikey— es
por qué has hablado de medicinas. No entiendo qué
puedo hacer yo en todo esto.
—El viejo Riddle no me puede ver ni en pintura —explicó
el intranquilo pretendiente ordenando mentalmente
sus razones—. Lleva una semana sin permitir
que Rosy salga conmigo. No puedo estar con ella ni
un rato en la puerta. Si no fuese por el miedo de perder
un pupilo, creo que hace tiempo me habría puesto
a raya. Pero gano veinte dólares a la semana, y ella
nunca tendrá que arrepentirse de ser la esposa de
Chunk McGowan.
—Perdona un momento, Chunk —dijo Ikey—, tengo
que preparar una receta que vendrán a buscar
enseguida.
—¡Oye! —gritó de pronto McGowan alzando los ojos
hacia su interlocutor—. ¿No hay alguna droga para
estos casos? ¿Una especie de polvos que hagan que
la muchacha que los tome te quiera mucho más?
Ikey hizo un mohín de desprecio; su labio superior
puso de manifiesto su supremacía en materia de ciencia.
No obstante, McGowan lo atajó, sin dejarlo responder,
con un rápido:
—¡Ikey! Tim Lacy me ha contado que, en cierta ocasión,
un charlatán le vendió un producto para administrar
a las chicas. Unos polvos que habían de disolverse
en agua mineral. Se los dio a su novia y, ya
desde la primera toma, ella se volvió loca por él. Nunca
más se fijó en otro hombre. Antes de dos semanas
eran marido y mujer.
Chunk McGowan era un muchacho fuerte y sencillo.
Si Ikey hubiese conocido mejor la naturaleza humana,
habría advertido que la robusta silueta de su
amigo se mantenía sobre cables de buena calidad.
Como un buen general decidido a invadir el terreno
enemigo, Chunk buscaba la manera de asegurar todos
los detalles para evitar un posible fracaso.
—Se me ha ocurrido que si tuviese a mano un producto
de esos… Quiero decir, que si pudiese administrar
unos polvos a Rosy, esta noche, a la hora de
la cena, evitaría que ella pudiera… volverse atrás. No
creo que necesite un par de mulas para arrastrarla,
pero vamos…, será mejor tenerla bien amaestrada.
Con las mujeres no se puede discutir. Si los primeros
efectos de la pócima duran dos horas me veo con
ánimo de arreglarlo todo.
—¿Para cuándo han fijado esa estúpida fuga? —preguntó
Ikey.
—Para las nueve —repuso McGowan—. Cenamos a
las siete. A las ocho Rosy se retirará a dormir con la
excusa de un dolor de cabeza. A las nueve el viejo
Parvenzano me dejará entrar en su patio, que precisamente
linda con el de Riddle. Saltaré la verja, me
situaré bajo la ventana de Rosy y la ayudaré a escapar.
Huiremos por la escalerita de incendios. Tenemos
que correr, porque el cura nos espera. Todo es
fácil…, si Rosy, a última hora, no se echa atrás. En
fin, Ikey, ¿me preparas los polvos?
Ikey Schoenstein respondió acariciándose lentamente
la nariz:
—Con preparados de esa especie hemos de ser muy
cautos nosotros, los farmacéuticos. Solo a ti, entre
todos mis amigos, me atrevería a entregar lo que me
pides. Por ti estoy dispuesto a hacerlo, Chunk. Verás
como Rosy cae en tus brazos.
Ikey desapareció tras el mostrador y emprendió la
preparación de lo que le habían solicitado. Comenzó
por machacar, hasta pulverizarlo, el contenido de dos
sellos, es decir, un cuarto de gramo de morfina, luego,
al polvo obtenido, añadió un poco de azúcar para
aumentar el volumen total. Por último, depositó la
mezcla en un papel blanco que procedió a doblar. El
adulto que ingiriese aquella dosis tenía aseguradas
varias horas de profundo sueño sin perjudicar su
salud. Entregó a Chunk McGowan los polvos advirtiéndole
que habían de ser tomados con un líquido
cualquiera. A cambio de ellos recibió las más sinceras
gracias de su amigo.
El móvil verdadero del comportamiento de Ikey quedó
aclarado gracias a los pasos que dio después. Inmediatamente
envió un mensaje al señor Riddle avisándole
que el señor McGowan había planeado fugarse con
Rosy aquella noche.
Riddle, que era hombre vigoroso y de fuerte contextura,
también siempre dispuesto a actuar, llamó a
Ikey y le dijo:
—Le agradezco la información. ¡Ese maldito irlandés!
Mi habitación cae justo sobre la de Rosy. Me
retiraré después de la cena, prepararé el fusil y esperaré.
Saltará a mi patio con sus propios pies, pero
se lo llevarán en ambulancia y sin novia, se lo aseguro.
Con Rosy entre las garras de Morfeo durante horas,
y el padre sediento de sangre esperando con un arma
en la mano, Ikey dio por zanjado el caso y a su rival
convenientemente derrotado.
Quedó en la Luz Azul toda la noche esperando nuevas
de la tragedia, pero nada pudo saber.
A las ocho de la mañana se presentó el empleado
que trabajaba por el día, e Ikey decidió correr a casa
del señor Riddle para saber lo que había ocurrido.
Cuando salía del establecimiento tropezó con Chunk
McGowan, que acababa de saltar de un taxi y se acercaba
para estrechar su mano. Chunk McGowan, radiante
de dicha, con una sonrisa de triunfo gritó con
verdadero éxtasis:
—¡Todo salió a pedir de boca. Mi amada Rosy y yo
recorrimos en unos segundos la escalerita de incendios,
y a las nueve y media y un cuarto de minuto
estábamos ante el cura que nos unió en santo matrimonio.
Ahora ella está en el piso del que te hablé.
Lleva un quimono azul y acaba de freírme un par de
huevos! ¡Cielos! ¡Qué suerte la mía! Ven un día a vernos,
Ikey. Comerás con nosotros. Ahora trabajo cerca
del puente y allá voy ahora, a la faena.
—Pero…, ¿y los polvos? —preguntó Ikey, tartamudeando.
—¡¿Te refieres al mejunje que me diste?! —gritó
Chunk sonriendo todavía más—. Pues verás…, el caso
es que ocurrió lo siguiente: ayer noche me senté ante
la mesa a la hora de cenar en la casa de los Riddle, y
me quedé mirando a Rosy mientras me decía: «Chunk,
tal vez haces mal en jugar con la muchacha. Es una
buena chica. A lo mejor es tuya sin treta de ninguna
clase». A continuación, apreté el papel de los polvos
en mi bolsillo, y cuando esto hacía, quedé con los
ojos fijos en una tercera persona sentada también
ante la mesa cenando junto a los demás. Quiero decir
que reparé en el hombre que, en mi opinión, estaba
siendo injusto con su futuro hijo político negándole
su afecto… Esperé, pues, un momento oportuno y,
¿sabes lo que hice?, eché tus polvos en el café del
viejo Riddle. ¿Lo entiendes ahora?
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