O. Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
La última hoja (1905)
(“The Last Leaf”)
Originalmente publicado en The World (15 de octubre de 1905);
The Trimmed Lamp, and Other Stories of the Four Million
(New York: McClure, Phillips & Co., 1907, 260 págs.)
En un pequeño barrio al oeste
de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en
pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman
extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos
veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibildad. ¡Supongamos
que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar
esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se
le haya pagado a cuenta un solo centavo!
Por eso los artistas pronto
empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas
orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas
y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par
de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una
colonia.
Sue y Johnsy tenían su estudio en
los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era
el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga,
de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un
delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia
de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron
establecer un estudio asociado.
Eso sucedió en mayo. En noviembre,
un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía
empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y
a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió
con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas;
pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los
“lugares” más angostos y cubiertos de musgo.
El señor Neumonía no era lo que
uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya
sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego
limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero,
con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil
en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana
holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.
Una mañana el atareado médico
llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.
—Su amiga sólo tiene una
probabilidad de salvarse sobre... digamos, sobre diez —declaró,
mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio—. Esa
probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de
tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea
íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene
alguna preocupación?
—Quería... quería pintar
algún día la bahía de Nápoles —dijo Sue.
—¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa
esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un
hombre, por ejemplo?
—¿Un hombre? —repitió Sue,
con un tono nasal de arpa judía—. ¿Acaso un hombre vale la pena
de...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.
—Bueno —dijo el médico—.
Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia,
hasta donde logren amplicarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente
mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el
cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted
consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de
invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una
probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.
Cuando el médico se fue, Sue
entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta.
Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su
tablero de dibujo y silvando ragtime.
Su amiga estaba casi inmóvil, sin
levantar la más leve onda en sus cobertones, con el rostro vuelto
hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su
tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una
revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte
ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a
fin de facilitarse el camino a la Literatura.
Mientras Sue bosquejaba unos
elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del
cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias
veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.
Los ojos de Johnsy estaban muy
abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.
—Doce —dijo. Y poco después
agregó—. Once —y luego—: diez... nueve... ocho... siete... —casi
juntos.
Sue miró, solícita, por la
ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio
desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos
situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja,
muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la
pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus
escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados
ladrillos.
—¿Qué sucede, querida? —preguntó
Sue.
— Seis —dijo Johnsy, casi en
un susurro—. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días
había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero
ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.
—¿Cinco qué, querida? Díselo
a tu Susie. —Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la
última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No
te lo dijo el médico?
—¡Oh, nunca oí disparate
semejante! —se quejó Sue, con soberbio desdén—. ¿Qué tienen
que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le
tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita!
Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de
reponerte muy pronto eran —veamos, sus palabras exactas —... ¡de
diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que
tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie
junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y
deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la
revista y así comprar oporto para su niña enferna y unas costillas
de cerdo para ella misma.
—No necesitas comprar más vino
—dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana—. Ahí
cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo
cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.
—Mi querida Johnsy —dijo Sue,
inclinándose sobre ella—. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar
por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que
entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario,
oscurecería demasiado los tintes.
—¿No podrías dibujar en el
otro cuarto? — preguntó Johnsy, con frialdad.
—Prefiero estar a tu lado —dijo
Sue—. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de
la enredadera.
—Apenas hayas terminado, dímelo
—pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca,
como una estatua caída—. Porque quiero ver caer la última hoja.
Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo
todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas
fatigadas.
—Procura dormir —dijo Sue—.
Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al
viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte
hasta que yo vuelva.
El viejo Behrman era un pintor que
vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un
Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza
de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor.
Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse
acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar
su obra maestra, pero no la había iniciado tadavía. Durante muchos
años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún
mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de
modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un
modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando
de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que
se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo
así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes
pintoras del piso de arriba.
En su guarida mal iluminada,
Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo
en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace
veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la
divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga,
liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra
cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.
El viejo Behrman, con los ojos
enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y
la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.
—¡Was! —gritó—. ¿Hay en
el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de
una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré
de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que
se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!
—Está my enferma y muy débil
—dijo Sue—, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la
cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no
quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me
parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!
—¡Se ve que usted es sólo una
mujer! —aulló Behrman—. ¿Quién dijo que no le serviré de
modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de
decirle que le voy a servir de modelo. Gott! Este no es un lugar
adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena
como la señoríta Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y
todos nos iremos de aquí. Gott!, ya lo creo que nos iremos.
Johnsy dormía cuando subieron.
Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra
habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor
la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia
insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa
azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.
Cuando Sue despertó a la mañana
siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy
miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la
persiana verde corrida.
—¡Levántala! Quiero ver —ordenó
la enferma, en voz baja.
Con lasitud, Sue obedeció.
Pero después de la violenta
lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga
noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra.
Era la última.
Conservaba todavía el color verde
oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con
el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba
valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.
—Es la última —dijo Johnsy—.
Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento.
Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.
—¡Querida, querida! —dijo
Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro—. Piensa en mí
si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?
Pero Johnsy no respondió. Lo más
solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a enprender
ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de
ella con más vigor a medida que se afojaban, uno por uno, los lazos
que la ligaban a la amistad y a la tierra.
Transcurrió el día, y cuando
empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras
la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pered.
Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con
violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los
bajos aleros holandeses.
Al día siguiente, cuando hubo
suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la
persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo
tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su
caldo de gallina sobre el hornillo.
—He sido una mala muchacha,
Susie —dijo—. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara alli,
para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora,
puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y...
no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me
sentaré y te miraré cocinar.
Una hora después, Johnsy dijo:
—Susie, confío en que algún
día podré pintar la bahía de Nápoles.
Por la tarde acudió el médico y
Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.
—Hay buenas probabilidades —dijo
el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue—.
Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro
enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según
parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el
acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al
hospital para que esté más cómodo.
Al día siguiente el médico le
dijo a Sue:
—Su amiga está fuera de peligro.
Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.
Y esa tarde Sue se acercó a la
cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y
muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.
—Tengo que decirte una cosa —dijo—.
Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo
enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer
día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa
empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una
noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y
una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles
dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira
la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está
sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar
el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó
allí la noche en que cayó la última hoja.
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