Oscar
Wilde
(Irlanda, 1854 - Francia,
1900)
El cumpleaños de la Infanta
(“The Birthday of the Infanta”)
A House of Pomegranates
(Londres: James R. Osgood McIlvaine & Co., 1891, 159 págs.)
A
Mrs. William H Grenfell
de Taplow Court
[Lady Desborough]
Era el día del cumpleaños de
la Infanta, la princesita real de España. Ella cumplía doce años, y
el sol iluminaba con esplendor los jardines del Palacio.
Por más que fuese una Princesa de
sangre real, y además Infanta del inmenso imperio de España,
también ella debía resignarse a no tener más que un cumpleaños
cada año, lo mismo que los hijos de los plebeyos del reino. Era, por
lo tanto, muy importante para todos que ese día fuera un día hermoso.
¡ Y era un día lindísimo! Los arrogantes tulipanes se erguían en
sus tallos, como largas filas de soldados y miraban desafiantes a las
rosas, diciendo:
—¡Hoy somos tan hermosos como
ustedes!
Las rojas mariposas revoloteaban
alrededor, con alas empolvadas de oro, y visitaban una por una todas
las flores; las lagartijas de verde tornasol habían salido de los
muros para tomar el sol, y las granadas se abrían con el calor,
dejando ver sus corazones rojos. Hasta los pálidos limones
amarillentos, que crecían a lo largo de las arcadas sombrías,
tomaban del sol un color más rico y resplandeciente, y las magnolias
abrían sus grandes flores color marfil, embalsamando el aire con un
perfume dulce y pungente al mismo tiempo.
La Princesita con sus compañeros
se paseaban por la terraza del palacio que se abría sobre aquel
jardín, y después jugó a las escondidas alrededor de los jarrones
de piedra y las antiguas estatuas cubiertas de musgo. Por lo general
sólo se le permitía jugar con niños de su misma alcurnia, así es
que casi siempre tenía que jugar sola. Pero su cumpleaños era una
ocasión excepcional, y el Rey había ordenado que la niña pudiese
invitar a todos los amigos que quisiera.
Los movimientos de los esbeltos
niños españoles tienen una gracia majestuosa; los muchachos con sus
sombreros anchos, adornados de plumas, y sus capitas flotantes; las
niñas, recogiendo la cola de sus largos vestidos de brocado y
protegiendo sus ojos del sol con grandes abanicos negro y plata. Pero
la Infanta era la más encantadora de todas, y la mejor vestida,
según la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un traje de raso
gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas de plata, y un
rígido corpiño cruzado por hilos de perlas finas. Al caminar, dos
pequeños escarpines, con moñitos de cinta carmesí, se le asomaban
debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era rosa y nácar, y en
la cabellera, que rodeaba su carita pálida como un halo de oro,
llevaba prendida una rosa blanca.
Triste y melancólico, el Rey
observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él
estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quién odiaba, y
su confesor, el Gran Inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado.
El Rey estaba más triste que de
costumbre, porque al ver a la Infanta saludando con gravedad infantil
a los cortesanos, o riéndose detrás del abanico de la horrible
Duquesa de Alburquerque, quien la acompañaba siempre, se acordaba de
la Reina, la madre de la Infanta, que había venido del alegre país
de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de
España. Su amada reina había muerto seis meses después de nacer su
hija, sin alcanzar a ver florecer dos veces los almendros del jardín.
Tan grande había sido el amor del Rey por ella, que no permitió que
la tumba se la robara por completo. Un médico moro al que perdonaron
la vida —porque según se murmuraba en el Santo Oficio, era hereje y
sospechoso de practicar la brujería—, la embalsamó, y el cuerpo de
la Reina todavía descansaba en su ataúd, en la capilla de mármol
negro del Palacio, tal como los monjes la habían dejado un
tempestuoso día de marzo, doce años atrás. Cubierto por una capa
oscura y con una bujía en la mano, el Rey iba a arrodillarse al lado
del sepulcro cada primer viernes del mes.
—¡Reina mía, Reina mía! —gemía
roncamente.
Y a veces, olvidando la rígida
etiqueta que gobierna cada acto de la vida y limita hasta las
expresiones del dolor en un Rey, tomaba entre las suyas aquellas manos
pálidas y enjoyadas, y trataba de reanimar con besos insensatos aquel
rostro maquillado y frío.
Sin embargo, esta mañana le
parecía verla de nuevo tal como aquella vez en que la contempló por
primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él sólo tenía
quince años, y ella era aún menor. Fue en aquella ocasión, cuando
sellaron los esponsales ante el Nuncio de Su Santidad, el propio Rey
de Francia y toda su Corte. Poco después él había regresado a El
Escorial, llevando junto al corazón un rizo de cabellos rubios y el
recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban a besarle la mano
cuando subía a la carroza. Más tarde celebraron su matrimonio en
Burgos, ciudad próxima a la frontera de ambos países, y en seguida
entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa
mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un auto de fe más solemne
que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron
entregados a la hoguera.
Sí, el Rey la había amado con
locura, y para su propio infortunio. Apenas permitía que se apartara
de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecía olvidar, los
graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamás llegó a
comprender que las complicadas ceremonias con que trataba de
entretenerla, sólo conseguían agravar la extraña enfermedad que
ella padecía. Cuando la reina falleció, el Rey anduvo algún tiempo
como privado de razón. Y sin duda habría abdicado para recluirse en
el Gran Monasterio Trapense de Granada, si no hubiese temido dejar a
la Infanta, que todavía no tenía un año, en manos de su hermano,
cuya crueldad y ambición eran famosas en toda España. Además muchos
sospechaban que don Pedro de Aragón había provocado la muerte de la
Reina, ofreciéndole unos guantes envenenados cuando ella lo visitó
en su castillo de Aragón. Después de pasar los tres años de luto
oficial que ordenó en todos sus dominios, el Rey no toleró que sus
ministros le hablasen de un nuevo matrimonio. El mismo Emperador de
Alemania le ofreció la mano de su sobrina, la encantadora
Archiduquesa de Bohemia, pero el Rey dijo a los embajadores que él ya
había contraído nupcias con el Dolor. Esta respuesta le costó a su
trono perder las ricas provincias de los Países Bajos, que se
revelaron contra él, acaudilladas por los fanáticos hugonotes.
Mientras veía a la Infanta jugar
en la terraza, recordaba toda su vida conyugal, con sus goces
vehementes y su terrible agonía. La niña tenía, al igual que la
Reina, esa petulancia deliciosa, ese gesto voluntarioso, la misma boca
encantadora con arrogantes labios altivos, y misma sonrisa maravillosa
de su madre cuando miraba hacia la ventana o tendía la manito para
que la besaran los solemnes hidalgos españoles. Pero la risa
penetrante de los niños le lastimaba los oídos, y el resplandor del
sol se burlaba de su tristeza, y un perfume denso de especias
orientales, como las que utilizan los embalsamadores, parecía
viciarle el aire puro de la mañana. Escondió entre las manos sus
facciones, y cuando la Infanta miró nuevamente hacia la ventana, las
cortinas estaban corridas, y el Rey se había retirado.
La Infanta hizo un gesto de
desagrado y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla
acompañado el día de su cumpleaños... ¿Qué podían importarle los
aburridos asuntos del Estado?, o, ¿acaso se había ido a la sombría
capilla, donde ardían continuamente los cirios, y a donde a ella no
la dejaban entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba
alegremente y todo el mundo estaba contento! Además, se iba a perder
el simulacro de corrida de toros, que ya anunciaban los sones de
trompeta, sin contar los títeres y las demás maravillas.
Su tío Pedro y el Gran Inquisidor
eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y
decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de
la mano de don Pedro descendió lentamente las escalinatas, para
dirigirse hacia un gran pabellón de seda púrpura que habían
levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la seguían por
orden riguroso de precedencia, ya que iban primero aquellos que
tenían una serie más larga de apellidos.
Un cortejo de niños nobles,
vestidos de toreros, salió a su encuentro, y el joven Conde de Terra
Nova, de catorce años y belleza asombrosa, se quitó el sombrero con
toda la gracia de un hidalgo y la condujo con solemnidad a un pequeño
trono de oro y marfil, colocado sobre un alto estrado que dominaba la
plaza. Las muchachas se apiñaron a su alrededor, agitando sus
inmensos abanicos y secreteándose entre ellas. Don Pedro y el Gran
Inquisidor se quedaron riendo a la entrada. Hasta la Duquesa, dama de
facciones enjutas y duras, no parecía de tan mal humor como de
ordinario, y por su rostro se veía vagar algo parecido a una sonrisa
fría y desvaída.
Fue por cierto una soberbia
corrida de toros, mucho más bonita, pensaba la Infanta, que la
corrida de verdad que había visto en Sevilla, cuando el Duque de
Parma visitó a su padre. Algunos muchachos caracoleaban sobre
caballos de madera y mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con
gallardetes de colores brillantes; otros iban a pie agitando delante
del toro sus capas escarlata y saltando ágilmente la barrera cuando
arremetía contra ellos; y en cuanto al toro, era idéntico a uno de
verdad, aunque sólo fuera de mimbre forrado de cuero, y mostrara una
marcada tendencia a correr en dos patas por la plaza, cosa que nunca
haría un toro verdadero. Sin embargo, se portó con tanta valentía,
que las entusiasmadas doncellitas, terminaron subidas a los bancos,
agitando sus pañuelos de encaje y voceando:
—¡Bravo toro! ¡Bravo, toro
bravo! —igual que si fueran personas mayores.
Finalmente el Condecito de Terra
Nova logró vencer al toro, y tras de recibir la venia de la Infanta,
hundió con tanta fuerza su estoque de madera en el morrillo del
animal, que la cabeza cayó a tierra, dejando ver el rostro sonriente
del Vizconde de Lorena, hijo del Embajador de Francia en Madrid.
Después de eso, entre aplausos
entusiastas, dos pajecitos moros despejaron el ruedo, arrastrando
solemnemente los caballos muertos, y tras de un corto intermedio, en
el que un equilibrista francés realizó unos ejercicios vertiginosos
sobre la cuerda floja, aparecieron en el escenario de un teatro
expresamente construido para ese día, unas marionetas italianas,
representando la tragedia semiclásica de Sofonisba. La representaron
tan bien y con gestos tan naturales, que al final de la obra los ojos
de la infanta estaban bañados de lágrimas. Algunos niños
lloriqueaban también, y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo
Gran Inquisidor se sintió tan conmovido que comentó a Don Pedro que
le parecía intolerable que unos simples objetos de madera y cera,
movidos por alambres, pudieran ser tan desdichados y sufrir tantas
desdichas.
Apareció después un malabarista
africano que traía una gran canasta cubierta con un velo rojo. La
puso en el centro del ruedo, extrajo de su turbante una flauta de
caña, y comenzó a tocar. De pronto el paño comenzó a agitarse y
mientras la flauta emitía sonidos cada vez más penetrantes, dos
serpientes de verde y oro asomaron sus extrañas cabezas triangulares,
y se fueron levantando muy despacio, balanceándose al ritmo de la
música, como una planta acuática se balancea en la corriente.
Los niños se asustaron un poco, y se divirtieron mucho más cuando el
malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo diminuto, que
súbitamente se cubrió de preciosas flores blancas, y por último
exhibió racimos de verdaderas naranjas. Y también se sintieron
fascinados cuando el africano le pidió su abanico a la hija del
Marqués de Las Torres, y lo transformó en un pájaro azul, que
revoloteó cantando entusiasmado alrededor del pabellón. Entonces el
deleite y asombro de los niños no tuvo límite.
Luego vino el espectáculo
encantador del solemne minué que bailaron los niños del coro de la
iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza. La Infanta no
había presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que cada año se
celebra durante el mes de mayo ante el altar mayor de la Virgen.
Además ningún miembro de la familia real había vuelto a entrar en
la catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, y según, se dijo,
sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, había intentado
hacer comulgar al Príncipe de Asturias con una hostia envenenada. Por
eso, la Infanta sólo conocía de oídas aquel minuet que todos
llamaban la "Danza de Nuestra Señora".
Estos niños Zaragozanos venían
vestidos con trajes antiguos, de terciopelo blanco, y sus tricornios
estaban ribeteados de plata y adornados con grandes penachos de
blanquísimas plumas de avestruz. Todo el mundo se sintió encantado
por la lindura y dignidad con que bailaron las complicadas figuras de
la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias. Cuando
terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la Infanta, y ella
contestó con mucha cortesía, prometiendo además mandar un gran
cirio al santuario, para agradecer la alegría y el placer con que la
habían agasajado.
En el momento en que salían de la
iglesia, un grapo de gitanitos avanzó por la plaza. Se sentaron con
las piernas cruzadas, formando circulo, y empezaron a tocar suavemente
sus guitarras y citaras, al tiempo que canturreaban, casi
imperceptiblemente, un aire soñador y melancólico. Cuando divisaron
a don Pedro, algunos se aterraron, y otros pusieron el ceño adusto y
embravecido, pues pocas semanas atrás don Pedro había mandado a
ahorcar por brujería a dos hombres de la tribu; pero la Infanta, que
los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azules,
les encantó transformándoles el ánimo. Una criatura tan encantadora
no podía ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemente,
rozando las cuerdas con sus largas uñas, e inclinando sobre el pecho
la cabeza, mientras cantaban como si estuvieran a punto de quedarse
dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un instante, y
regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba
en los hombros varios monos de Berbería. El oso se puso de cabeza,
con la mayor gravedad, y los monos hicieron todo tipo de piruetas con
dos gitanillos de diez años. En verdad, los gitanos tuvieron un gran
éxito con su presentación.
Pero lo más divertido de la
fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito.
Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas
y balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en
ruidosas exclamaciones de alegría, y la infanta rió tanto que la
camarera se vio obligada a recordarle que si bien muchas veces en
España la hija de un Rey había llorado delante de sus pares, no
había procedente de que una Princesa de Sangre Real se mostrara tan
regocijada en presencia de personas inferiores a ella. Pero el enano
era irresistible, y ni siquiera en la Corte de España, conocida por
su afición a lo grotesco, se había visto jamás un monstruo tan
extraordinario.
Fuera de eso, esta era la primera
aparición en público del enano. El día anterior, mientras cazaban
en uno de los Sitios más apartados del bosque de encinas que rodeaba
la ciudad, lo habían descubierto dos nobles, corriendo locamente por
entre los árboles. Los nobles pensaron que podía servir de
diversión a la Princesa y lo llevaron al Palacio, ya que el padre del
enano, un mísero carbonero, no puso dificultad alguna en que lo
libraran de un hijo que era tan horrible como inútil. Tal vez lo más
divertido era la absoluta inconsciencia que tenía el enano de su
grotesco aspecto. Al contrario, parecía muy feliz y orgulloso. Tanto,
que cuando los niños se reían, el también reía, tan franca y
alegremente como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con las
más divertidas reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un ser
raquítico y deforme, que sólo servía para que los demás tuviesen
algo de qué burlarse.
La Infanta lo había fascinado de
un modo tal que al enano se le hacía imposible dejar de mirarla, y
parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la
niña recordó haber visto a las grandes damas de la Corte arrojarle
ramos de llores a Caffarelli, el famoso tiple italiano, y entonces, en
parte por burla y en parte para enojar a su Camarera Mayor, sacó la
rosa blanca de sus cabellos y la arrojó a la plaza con la más dulce
de sus sonrisas.
El enano tomó la cosa muy en
serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al
corazón antes de arrodillarse delante de la Infanta, gesticulando con
sus ojos chispeantes de alegría.
Con esto se quebrantó la seriedad
y compostura de la Infanta que no pudo contener la risa, ni siquiera
cuando el enanito desapareció de la plaza, y manifestó a su tío el
deseo de que se repitiera la danza de inmediato. Pero la Camarera
Mayor decidió que el sol calentaba demasiado y que sería preferible
que Su Alteza regresara sin tardanza al Palacio, donde le habían
preparado una fiesta maravillosa.
Al fin, la Infanta se puso de pie
con suma dignidad, y dio la orden de que el enanito danzase de nuevo
para ella después de la siesta. Agradeció también al condecito de
Terra Nova por su encantador recibimiento, y se retiró a sus
habitaciones, seguida por los niños, en el mismo orden en que habían
entrado.
Al saber que iba a bailar de nuevo
ante la Infanta, obedeciendo sus expresas órdenes, el enanito se
sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín
besando la rosa blanca en un absurdo transporte de alegría, y
gesticulando del modo más estrambótico y pagano.
Hasta las flores se indignaron de
aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron hacer
piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no
pudieron contenerse.
—Es demasiado horrible para
permitirle estar donde estamos nosotros —exclamaron los tulipanes.
—¡Ojalá bebiera jugo de
amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! —dijeron las
grandes azucenas, encendidas de ira.
—¡Qué cosa tan horrible! —aullaron
las calceolarias—. Es contrahecho y rechoncho, y no puede haber
mayor desproporción entre su cabeza y sus piernas. Si se nos llega a
acercar va a conocer nuestros pelitos urticantes.
—¡Y lleva una de mis rosas más
bella! —exclamó el rosal blanco—. Yo mismo se la di esta mañana
a la Infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha
robado.
Y se puso a gritar con todas sus
fuerzas:
—¡Atajen al ladrón! ¡Al
ladrón! ¡Al ladrón!
Incluso los rojos geranios, que no
suelen creerse grandes señores, y se les suele conocer por sus
numerosas relaciones de dudosa calidad, se encresparon de disgusto
cuando lo vieron. Y hasta las violetas mismas observaron —aunque
dulcemente—, que si por cierto el enano era sumamente feo, la culpa
no era de él. Algunas agregaron que siendo la fealdad del enanito
casi ofensiva, demostraría más prudencia y buen gusto adoptando un
aire melancólico o siquiera pensativo, en lugar de andar saltando
como un enajenado y haciendo gestos tan grotescos y estúpidos.
En su despreocupación, el enano
llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol que antiguamente indicaba
las horas nada menos que al Emperador Carlos V. El venerable reloj se
desconcertó tanto, que casi se olvidó de señalar los minutos, y
comentó con el pavo real plateado que tomaba el sol en la balaustrada,
que todo el mundo podía advertir que los hijos de los Reyes eran
Reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que
aprobó el pavo real:
—¡Indudablemente,
indudablemente! —dijo con voz tan áspera y chillona que los peces
dorados que vivían en la fuente, sacaron del agua la cabeza
preguntando qué ocurría a los grandes tritones de piedra que
arrojaban sus gruesos chorros para mantener fresca el agua.
Sin embargo, los pájaros amaban
al enanito. Lo habían visto bailando en la selva, como un duendecillo
detrás de los torbellinos de hojas, o acurrucado en el hueco de la
vieja encina, compartiendo sus nueces con las ardillas, y no les
importaba en absoluto que no tuviese esos rasgos que los humanos
consideran belleza. Para ellos, el enano no era en absoluto feo. El
mismo ruiseñor que canta tan dulcemente en los bosques de naranjos,
no es muy hermoso que digamos. Además el enanito había sido muy
bueno con ellos y durante aquel invierno crudísimo, cuando no ya en
los árboles no quedaba fruta ni semilla alguna, y la tierra estaba
dura como el hierro, y los lobos aullaban en las mismas puertas de la
ciudad buscando alimento, el enanito no los había olvidado ni un
sólo día; siempre les dio migajas de su mendrugo de pan negro y
compartió con ellos su almuerzo, por más pobre que fuera.
Es por eso que volaron su
alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando
entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la
hermosa rosa blanca, y les dijo que se la había dado la propia
Infanta, en prueba de amor.
Los pájaros no le entendieron ni
una palabra, pero no importaba, porque ladeaban la cabeza y lo miraban
con aire doctoral.
También las lagartijas sentían
un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó de dar
volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar,
jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.
—No todos pueden ser tan
hermosos como una lagartija —exclamaban—, sería mucho pedir. Y,
aunque parezca absurdo, no es tan feo cuando uno cierra los ojos y
deja de verlo.
Las lagartijas son de naturaleza
extraordinariamente filosófica, y muy a menudo se pasan horas y horas
meditando, cuando no tienen otra cosa que hacer o llueve o hace
demasiado frío para salir a pasear.
Las flores, ante esto, se
sintieron fastidiadas por la manera cómo actuaban los lagartos y los
pájaros, que para ellas resultaba desleal.
—Esto demuestra con toda
claridad —decían—, como reblandece el cerebro ese ir y venir, ese
revolotear sin sentido. La gente bien educada no se mueve de su sitio,
como hacemos nosotras. ¿Quién nos ha visto corretear por los paseos
o rotar sobre la hierba detrás de las libélulas? Cuando necesitamos
cambiar de aire mandamos venir al jardinero, y él nos traslada de
sitio. Pero los pájaros y los lagartos no tienen sentido del reposo,
y de los pájaros en particular hasta se puede decir que no tienen
domicilio fijo. Son simples vagabundos, como los gitanos, y como tales
deberían ser tratados.
Y alzando sus corolas, adoptaron
un aire más altanero todavía; sólo volvieron a mostrarse alegres
cuando vieron que, poco rato después, el enanito se levantó de la
hierba y atravesó la terraza en dirección al Palacio.
—Como asunto de higiene pública
deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida —comentaron
las flores—. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? —y
empezaron a reír burlonamente.
Pero el enanito no había
escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las largatijas, y
pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo,
exceptuando naturalmente a la Infanta; porque ella le había dado la
rosa blanca, y le amaba, y eso establecía una gran diferencia.
¡Cómo anhelaba volver a
encontrarse ante la Princesita! Ella lo sentaría a su diestra, y le
sonreiría, y después no volvería a apartarse de su lado; iba a ser
su compañero, y le enseñaría juegos deliciosos. Porque a pesar de
no haber estado nunca antes en un Palacio, él sabia hacer muchas
cosas admirables. Sabía hacer jaulitas de junco para encerrar los
grillos, y que cantaran dentro; y con las cañas nudosas podía
fabricar flautas y caramillos. Imitaba el grito de todas las aves, y
podía hacer bajar a los estorninos de la copa de los árboles, y
atraer a las garzas de la laguna.
El sabia reconocer las huellas de
todos los animales y podía seguir la pista de la liebre por su rastro
casi invisible, y la de los jabalíes por unas pocas hojas pisoteadas.
Conocía todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada del otoño,
en traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en sandalias azules;
la danza con blancas guirnaldas de nieve, en el invierno; y la danza
embriagada de las flores a través de los jardines en la primavera.
Sabía en qué lugares las palomas torcazas ocultan sus nidos, y una
vez que un cazador había capturado a los padres, él crió a los
polluelos construyéndoles un pequeño palomar en la oquedad de un
olmo desmochado. Y los domesticó con tanta habilidad que todas las
mañanas acudían a comer en su mano. La Infanta también los amaría,
lo mismo que a los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes
helechos y las zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos
negros; y a los puercoespines que pueden convertirse en una bola de
púas y a las grandes galápagos, que se arrastran lentamente, menean
la cabeza y comen hojas tiernas y raíces suculentas. Sí, la Infanta
iría a la selva, y jugaría con él. Por las noches le cedería su
propia cama para que ella durmiese, y él la cuidaría hasta el alba,
para que los lobos hambrientos no se allegasen demasiado a la choza. Y
al amanecer, la despertaría con unos golpecitos en la ventana. Y se
irían al bosque, y allí, bailando juntos, dejarían transcurrir el
día entero.
Pero ¿dónde estaba la Infanta?
Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio
parecía dormir, y hasta en las ventanas abiertas colgaban pesados
cortinajes para amortiguar la resolana.
Después de dar mil vueltas
buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había
quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró
en un salón espléndido, mucho más espléndido, pensó atemorizado,
que la misma selva. Todo era dorado, y hasta el piso estaba hecho de
primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos geométricos.
Pero la Infanta tampoco estaba
allí; sólo había unas maravillosas estatuas blancas, que le miraban
desde lo alto de sus zócalos de jaspe, con ojos de mirada ambigua y
una extraña sonrisa en los labios.
Al fondo del salón había una
cortina de terciopelo negro, lujosamente bordada de soles y estrellas;
era la enseña favorita del Rey. ¿No estaría la Infanta ahí detrás?
Avanzó sigilosamente y descorrió
la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más
hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices de
Arras, en tonos verdes y castaños, representando una escena de
cacería. En otro tiempo esa había sido la habitación de Jean Le Fou,
como llamaban a ese Rey Loco, tan apasionado por la cacería, que más
de una vez, en su delirio, había querido montar en los grandes
corceles encabritados de los tapices, y perseguir al ciervo acosado
por los enormes sabuesos. Ahora la habían destinado a sala del
consejo, y sobre la mesa del centro se veían las carteras rojas de
los ministros y consejeros.
El enano miró a su alrededor
lleno de asombro, y casi sin atreverse a seguir su camino, a los
extraños jinetes silenciosos, que galopaban tan velozmente por el
bosque, sin hacer el menor ruido en la tapicería. Le parecía que
eran los Comprachos, esos terribles fantasmas de que había oído
hablar a los carboneros, que sólo cazan de noche, y si encuentran a
un hombre lo transforman en ciervo para cazarlo.
Pero el recuerdo de la encantadora
Infantita le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas
con ella y decirle que él también la amaba.
Atravesó corriendo las alfombras
persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La
habitación estaba completamente vacía.
Era el imponente salón del Trono,
destinado a la recepción de los embajadores extranjeros, cuando el
Rey accedía a darles audiencia, cosa que sucedía rara vez. Las
colgaduras eran de cuero dorado de Córdoba, y una pesada lámpara
dorada colgaba del techo blanco y negro, con suficientes brazos
como para sostener trescientas bujías. El trono se alzaba bajo un
gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones y las
torres de Castilla. Sobre el segundo escalón del Trono estaba el
reclinatorio de la Infanta, con su cojín de tisú de plata; y más
abajo, fuera del dosel, el asiento del Nuncio Pontificio, único
dignatario que tenía el derecho de estar sentado en presencia del Rey.
En la pared frente al trono
pendía un retrato, en tamaño natural, de Carlos V en traje de caza,
acompañado de su gran mastín. Otro cuadro representaba a Felipe II
recibiendo el homenaje de sus vasallos de Flandes.
Mas poco le importaba toda esta
magnificencia al enanito. No habría cambiado su rosa blanca por todas
las perlas del dosel, ni habría dado un sólo pétalo por el
mismísimo trono. Lo único que quería era ver a la Infanta antes que
ella fuese al pabellón, y pedirle que se marchara con él cuando la
danza concluyese.
Dentro del palacio, el aire era
sofocante y pesado, mientras que en la selva el viento soplaba
filtrándose alegremente entre hojas fragantes y la luz del sol
apartaba las ramas con sus manos doradas. También había flores en la
selva, no tan espléndidas como las flores del jardín, pero de
perfume más dulce: como los jacintos tempranos, las prímulas
amarillas, las brillantes celidonias, las verónicas azules y los
lirios de color morado y oro. ¡Sí, la Princesa se iría con él una
vez que lograse encontrarla! Le acompañaría a la selva, y él
pasaría el día entero bailando para ella. Esta idea lo hizo sonreír
y entró sin vacilar en la cámara siguiente.
De todas las habitaciones dónde
ya había estado, ésta era la más espléndida y hermosa. Las paredes
estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de
plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes
chimeneas, se abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y
papagayos de hilo de oro bordado en relieve. El pavimento, de ónix
color verde mar, parecía perderse en la lejanía. Pero aquí no
estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la
habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el
corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la
figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con
claridad.
¿Era la Infanta? No, quien se le
acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía existir.
No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo,
con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una
hirsuta crin negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo
también lo frunció. Se echó a reír, y el monstruo se puso a reír
con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo una
reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una reverencia
todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su
encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se
detenía. Gritó alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano,
y la mano del monstruo tocó la suya y era fría como el hielo. Se
asustó y retiró la mano y la mano del monstruo le imitó vivamente,
mientras ponía una grotesca expresión de miedo.
Hizo un intento de esquivarlo y
seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre por
delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo
estaba muy cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía
patéticamente aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre
los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le
devolvió golpe por golpe, le hizo muecas y en el rostro del monstruo
se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió, y el monstruo retrocedió
también, entreabriendo una jeta repulsiva.
¿Qué extraño fenómeno era ése?
Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era
extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible
de agua transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por
asiento todo estaba allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la
puerta, tenía su hermano gemelo que dormía también; y la Venus de
plata, en pie bajo los rayos del sol, extendía los brazos a otra
Venus tan hermosa como ella.
¿Sería aquello el Eco?
Recordó aquella ocasión en que
había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido
palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz?
¿Podría crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las
sombras de las cosas, podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería
posible que...?
Se estremeció, y sacando de su
pecho la rosa blanca, la besó. ¡ Pero he aquí que el monstruo
también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y
la besaba con igual deleite, y la estrechaba contra su corazón
haciendo gestos grotescos!
Cuando al final la verdad se
abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido un grito de
desesperación y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y
jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo,
él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los
muchachos... y la Princesita, en cuyo amor creyera... ella también se
había burlado de su fealdad, había hecho mofa de sus piernas
torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no
había espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había
matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloró
lágrimas quemantes, y sus manos destrozaron la rosa blanca... y el
monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire los delicados pétalos.
El enanito se cubrió los ojos con
las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.
Como un pobre ser herido se
arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo.
En ese preciso instante, por el
ventanal abierto, entró la propia Infanta con su séquito, y cuando
vieron al horroroso enanito de bruces en el pavimento, golpeándolo
con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres
carcajadas.
—Sus danzas son muy graciosas
—dijo la infanta—, pero su manera de actuar es mucho más
divertida todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque
con menos naturalidad.
Agitó su abanico, y aplaudió.
Pero el enanito no levantó la
cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un
extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y
quedó inmóvil.
—¡Lo has hecho estupendo! —aplaudió
la Infanta después de una pausa— Pero ahora te toca bailar.
—Sí —gritaron los demás
niños—, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como
los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
Pero el enanito no contestó.
La Infanta, airada, dio un golpe
en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con el
Chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México,
donde se acababa de establecer la Santa Inquisición.
—Mi enanito se está haciendo el
desobediente —gritó la Infanta—. ¡Levántenlo y díganle que
baile!
Los caballeros sonrieron entre sí
y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro se
inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado.
—Baila ya, petit montre —dijo—.
La Infanta de España y de todas las Indias quiere que la diviertas.
Pero el enanito permaneció
inmóvil.
—Habrá que hacer venir al
verdugo —dijo enojado don Pedro.
Pero el Chambelán, que miraba la
escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso la
mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros
y levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo:
—Mi bella Princesa, tu enanito
no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con
seguridad habría hecho sonreír al propio Rey.
—¿Y por qué no volverá a
bailar? —preguntó la Infanta con aire decepcionado.
—Porque su corazón se ha roto
—contestó el Chambelán.
Y la Infanta frunció el ceño, y
sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio.
—De ahora en adelante —exclamó
echando a correr al jardín— los que vengan a jugar conmigo no deben
tener corazón.
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