Oscar Wilde
(Irlanda, 1854 - Francia, 1900)


El joven rey
(“The Young King”)
A House of Pomegranates
(Londres: James R. Osgood McIlvaine & Co., 1891, 159 págs.)



A
Margaret Lady Brook
[la Ranee de Sarawak)


      Era la noche que precedía al día fijado para la coronación, y el joven rey estaba solo en su hermoso aposento. Sus cortesanos se habían despedido todos de él, inclinando la cabeza hasta el suelo, conforme a la costumbre ceremoniosa de la época, y se habían retirado al gran salón de palacio para recibir unas últimas lecciones del maestro de ceremonias, habiendo entre ellos algunos que todavía tenían modales completamente naturales, lo que en un cortesano, apenas necesito decirlo, es una ofensa muy grave.
       El muchacho —pues era sólo un muchacho, teniendo no más de dieciséis años— no sintió que se marcharan, y se había arrojado con un hondo suspiro de alivio sobre los mullidos almohadones de su diván bordado, y yacía allí reclinado, con los ojos agrestes y la boca abierta, como un oscuro fauno de los bosques, o algún joven animal de la selva recién atrapado por los cazadores.
       Y, en verdad, eran los cazadores los que le habían encontrado, descubriéndole casi por casualidad cuando descalzo y arremangado y con su caramillo en la mano seguía al rebaño del pobre cabrero que le había criado y de quien siempre se había imaginado que era hijo.
       Hijo era de la única hija del anciano rey, fruto de un matrimonio secreto con alguien muy por debajo de su rango —un forastero, decían algunos, que con la magia maravillosa de los sones de su laúd había conseguido que la princesa le amara; mientras que otros hablaban de un artista de Rímini, a quien la princesa había otorgado mucho honor, quizá demasiado, y que había desaparecido repentinamente de la ciudad, dejando inacabada su obra en la catedral—. Una semana tan sólo después de su nacimiento le habían robado del lado de su madre, mientras ella dormía, y le habían entregado a los cuidados de un vulgar campesino y de su mujer, que no tenían hijos propios y que vivían en una parte remota del bosque, a más de un día a caballo desde la ciudad.
       El dolor, o la peste, como dictaminó el médico de la corte, o, como sugirieron algunos, un veneno italiano de acción rápida suministrado en una copa de vino con especias mató una hora después de despertar a la blanca joven que le había dado a luz. Y mientras un fiel mensajero llevaba al niño atravesado en su arzón y llamaba a la ruda puerta de la cabaña del cabrero, el cuerpo de la princesa descendía a una tumba abierta que había sido cavada en un cementerio solitario, más allá de las puertas de la ciudad; una tumba en la que, se decía, yacía también otro cuerpo, el de un joven de belleza admirable y de otras tierras, cuyas manos estaban atadas a la espalda con una cuerda con nudos, y cuyo pecho estaba apuñalado con múltiples heridas rojas.
       Tal era, al menos, la historia que se cuchicheaban los hombres unos a otros.
       Lo cierto era que el viejo rey en su lecho de muerte, bien movido por el remordimiento de su gran pecado, o bien meramente deseando que el reino no pasara de su linaje, había ordenado que fueran a buscar al muchacho, y en presencia del Consejo le había reconocido como su heredero.
       Y parece que desde el primer momento de ser reconocido había mostrado signos de esa extraña pasión por la belleza que estaba destinada a tener una influencia tan grande sobre su vida. Los que le acompañaron a las estancias instaladas para su servicio hablaban a menudo del grito de placer que brotó de sus labios cuando vio la ropa delicada y las ricas joyas que le habían sido preparadas, y de la alegría casi feroz con que arrojó a un lado su áspera túnica de cuero y su tosca capa de piel de oveja. A veces echaba en falta, es verdad, la hermosa libertad de su vida en los bosques, y siempre estaba predispuesto a irritarse en las aburridas ceremonias de la corte que ocupaban tanto tiempo cada día, pero el palacio maravilloso —Joyeuse era llamado— del que ahora se encontraba dueño y señor le parecía que era un mundo nuevo recién creado para su deleite, y en cuanto podía escaparse de la mesa del Consejo o de la sala de audiencias descendía corriendo la gran escalinata, con sus leones de bronce sobredorado y sus gradas de brillante pórfido, y vagaba dando vueltas de sala en sala y de corredor en corredor, como si tratara de buscar en la belleza un calmante al dolor, una especie de cura de la enfermedad.
       En estos viajes de descubrimiento, como solía llamarlos —y, en verdad, eran para él verdaderos viajes a través de un país de maravillas—, a veces le acompañaban los esbeltos pajes de la corte, de rubios cabellos, con sus capas flotantes y sus alegres cintas revoloteantes; pero más a menudo prefería estar solo, sintiendo con un fino instinto certero, que era casi una adivinación, que los secretos del arte se aprenden mejor en secreto, y que la belleza, lo mismo que la sabiduría, ama al que le rinde culto en solitario.
       Muchas historias curiosas corrían sobre él en ese tiempo. Se decía que un grueso burgomaestre que había ido a pronunciar una florida pieza de oratoria en nombre de los ciudadanos le había visto arrodillado en verdadera adoración ante un gran cuadro que acababan de llevar de Venecia, y que parecía ser el heraldo del culto a nuevos dioses. En otra ocasión, se le había echado en falta durante varias horas, y después de una larga búsqueda se le había encontrado en una pequeña cámara de una de las torretas septentrionales del palacio, contemplando, como si estuviera en trance, una gema griega en la que estaba tallada la figura de Adonis. Se le había visto —así circulaba la historia— con sus labios tibios apretados sobre la frente de mármol de una estatua antigua que se había descubierto en el lecho de un río, con motivo de la construcción del puente de piedra, y que llevaba inscrito el nombre del esclavo bitinio de Adriano.
[el nombre del esclavo, famoso por su belleza, era Antínoo; se ahogó en el Nilo en el año 130] Había pasado toda una noche observando el efecto de la luz de la luna sobre una imagen de plata de Endimión.
       Todos los materiales raros y costosos ejercían ciertamente una gran fascinación sobre él, y en su avidez en procurárselos había enviado a buscarlos a muchos mercaderes; a unos, a traficar en ámbar con los toscos pescadores de los mares del Norte; a otros, a Egipto, a buscar esa curiosa turquesa verde que se encuentra únicamente en las tumbas de los reyes, y se dice que posee propiedades mágicas; a algunos, a Persia, a por tapices de seda y cerámica decorada, y a otros, a la India, a comprar gasa y marfil teñido en colores, adularias y brazaletes de jade, madera de sándalo y esmalte azul y chales de fina lana.
       Pero lo que le había tenido más ocupado era la ropa que iba a llevar en su coronación, la túnica de tisú de oro y la corona engastada de rubíes y el cetro, con sus hileras y anillas de perlas. Ciertamente, era en eso en lo que estaba pensando esa noche mientras estaba reclinado en su lujoso diván contemplando el gran leño de madera de pino que ardía y se consumía en la chimenea. Los diseños, que eran obra de los más famosos artistas de la época, le habían sido sometidos a su aprobación muchos meses antes, y él había dado la orden de que los artesanos se afanaran día y noche para hacerlos, y de que en el mundo entero se buscaran joyas que fueran dignas de su trabajo. Se veía a sí mismo en su imaginación de pie ante el altar mayor de la catedral con el hermoso atavío de un rey, y una sonrisa retozaba y se demoraba en sus labios adolescentes e iluminaba con brillante resplandor sus oscuros ojos montaraces.
       Después de algún tiempo se levantó de su asiento, y apoyado en la repisa esculpida de la chimenea miró en derredor suyo el aposento tenuemente iluminado. De los muros pendían ricos tapices que representaban el triunfo de la belleza. Un gran armario, con incrustaciones de ágata y lapislázuli, ocupaba un ángulo, y frente a la ventana había una vitrina curiosamente labrada con paneles de laca trabajada en pan de oro formando una especie de mosaico, y en la que estaban colocados unos vasos delicados de cristal de Venecia y una copa de ónice de vetas oscuras. En la colcha de seda del lecho estaban bordadas amapolas pálidas, como si hubieran caído de las manos cansadas del sueño, y esbeltas columnillas estriadas de marfil sostenían el baldaquino de terciopelo, del que surgían grandes penachos de plumas de avestruz, como espuma blanca de la pálida plata del techo trabajado en calados. Una estatua de bronce verde de Narciso riéndose sostenía sobre su cabeza un espejo bruñido. En la mesa había una copa plana de amatista.
       Fuera podía ver la enorme cúpula de la catedral, que surgía como una burbuja sobre las casas en sombra, y a los cansados centinelas marchando arriba y abajo en la terraza que daba al río, envuelta en neblina. Allá lejos, en un huerto, cantaba un ruiseñor. Entraba una tenue fragancia de jazmín por la ventana abierta. Apartó de su frente los rizos castaños y tomando un laúd dejó que sus dedos vagaran por las cuerdas. Sus párpados cayeron pesados y una extraña languidez se apoderó de él. Nunca había sentido antes de un modo tan agudo ni con una alegría tan exquisita la magia y el misterio de las cosas hermosas.
       Cuando sonaron las doce campanadas de la medianoche en el reloj de la torre tocó una campanilla y entraron los pajes y le desvistieron con mucha ceremonia, vertiéndole agua de rosas en las manos y esparciendo flores en su almohada. A los pocos minutos de que salieran de la habitación se quedó dormido.
       Y mientras dormía tuvo un sueño, y he aquí lo que soñó:
       Soñó que estaba en un desván largo y bajo de techo, en medio del zumbido y el estrépito de muchos telares. Entraba una escasa luz del día a través de ventanas enrejadas que le permitía ver las flacas figuras de los tejedores, inclinadas sobre sus bastidores. Niños pálidos, de aspecto enfermizo, estaban acurrucados sobre las enormes vigas transversales. Cuando las lanzaderas se lanzaban a través de la urdimbre, ellos levantaban las pesadas barras de madera, y cuando las lanzaderas se detenían, dejaban caer las barras y apretaban los hilos. Tenían la cara descolorida por el hambre y les temblaban poco firmes las manos delgadas. Unas mujeres ojerosas cosían sentadas alrededor de una mesa. Inundaba el lugar un olor horrible; el aire era viciado y pesado, y las paredes goteaban y chorreaban de humedad.
       El joven rey se aproximó a uno de los tejedores y se quedó junto a él y le observó.
       Y el tejedor le miró airadamente y le dijo:
       —¿Por qué os quedáis mirándome? ¿Sois un espía que ha puesto nuestro amo contra nosotros?
       —¿Quién es tu amo? —preguntó el joven rey.
       —¡Mi amo! —exclamó el tejedor con amargura—. Es un hombre como yo. Ciertamente no hay más que esta diferencia entre nosotros: que él lleva ropa fina mientras que yo voy vestido de harapos, y que mientras yo estoy debilitado por el hambre, él padece no poco por comer demasiado.
       —La tierra es libre —dijo el joven rey—, y no eres esclavo de ningún hombre.
       —En la guerra —replicó el tejedor—, los fuertes hacen esclavos a los débiles, y en la paz, los ricos esclavizan a los pobres. Nosotros tenemos que trabajar para vivir y ellos nos dan pagas tan miserables que nos morimos. Nosotros trabajamos agotadoramente para ellos a lo largo de todo el día y ellos amontonan oro en sus cofres, y nuestros hijos se ajan antes de tiempo, y las caras de los que amamos se vuelven duras y malvadas. Nosotros pisamos las uvas y otro se bebe el vino. Nosotros sembramos el trigo y nuestra mesa está vacía. Tenemos cadenas, aunque ninguna mirada las contemple; y somos esclavos, aunque los hombres nos llamen libres.
       —¿Les ocurre eso a todos? —preguntó.
       —Eso les ocurre a todos —respondió el tejedor—, a los jóvenes lo mismo que a los viejos, a las mujeres lo mismo que a los hombres, a los niños pequeños lo mismo que a los que están cargados de años. Los mercaderes nos oprimen, y tenemos por necesidad que hacer lo que nos ordenan. El sacerdote pasa a caballo rezando el rosario, y ningún hombre se preocupa por nosotros. Por nuestras callejas sin sol se arrastra la pobreza con sus ojos hambrientos, y el pecado, con su cara embrutecida por el alcohol, la sigue, pisándole los talones. La miseria nos despierta por la mañana y la vergüenza se sienta a hacernos compañía por la noche. Pero ¿qué pueden importaros estas cosas? No sois uno de los nuestros. Tenéis una cara demasiado feliz.
       Y se volvió de espaldas ceñudo y lanzó la lanzadera a través de la urdimbre, y el joven rey vio que estaba enhebrada con hilo de oro.
       Y un gran terror se apoderó de él, y dijo al tejedor:
       —¿Qué vestido es éste que estás tejiendo?
       —Es la túnica para la coronación del joven rey —respondió—; ¿qué os importa?
       Y el joven rey lanzó un fuerte grito, y despertó, y he aquí que estaba en su propia cámara, y a través de la ventana veía la gran luna color de miel suspendida en el aire oscuro de la noche.
       Y se durmió de nuevo y soñó, y he aquí lo que soñó:
       Soñó que estaba tendido en cubierta de una enorme galera en la que remaban cien esclavos. En una alfombra, a su lado, estaba sentado el patrón de la galera. Era negro como el ébano y su turbante era de seda carmesí. Grandes pendientes de plata pendían de los gruesos lóbulos de sus orejas, y en las manos tenía una balanza de marfil.
       Los esclavos estaban desnudos, salvo el calzón harapiento, y cada hombre estaba encadenado a su vecino. El sol ardiente caía deslumbrador sobre ellos, y los negros corrían arriba y abajo entre las hileras de los bancos y los azotaban con látigos de cuero. Ellos extendían sus brazos flacos y golpeaban los pesados remos a través del agua. Volaba de las palas la lluvia de sal.
       Por fin llegaron a una pequeña ensenada y empezaron a sondearla. Un viento ligero soplaba de la costa y cubría la cubierta y la gran vela latina triangular de un fino polvo rojo. Salieron tres árabes montados en asnos montaraces y les arrojaron lanzas. El patrón de la galera tomó en sus manos un arco pintado y le disparó a uno de ellos en la garganta. Cayó pesadamente en el rompiente de las olas, y sus compañeros se fueron al galope. Una mujer envuelta en un velo amarillo les seguía lentamente a camello, echando una mirada atrás de vez en cuando al cadáver.
       En cuanto echaron el ancla y arriaron la vela, los negros bajaron a la bodega y sacaron una larga escala de cuerda, con pesado lastre de plomo. El patrón de la galera la lanzó sobre la borda, sujetando los extremos a dos puntales de hierro. Entonces los negros cogieron al más joven de los esclavos, le arrancaron los grilletes y le llenaron de cera los orificios de la nariz y de los oídos, y le ataron una gran piedra alrededor de la cintura. Se arrastró pesadamente escaleras abajo y desapareció en el mar. Subieron unas burbujas donde él se había sumergido. Algunos de los otros esclavos miraron con curiosidad por encima de la borda. En la proa de la galera estaba sentado un encantador de tiburones batiendo monótonamente un tambor.
       Pasado un tiempo, el buceador salió del agua y se abrazó jadeante a la escala; llevaba una perla en la mano derecha. Los negros se la cogieron y volvieron a lanzarle al agua. Los esclavos se quedaron dormidos sobre sus remos.
       Una y otra vez subió, y llevaba consigo cada vez una bella perla. El patrón de la galera las pesaba y las metía en una pequeña bolsa de cuero verde.
       El joven rey intentó hablar, pero parecía que se le pegaba la lengua al paladar, y sus labios se negaban a moverse. Los negros charlaban unos con otros, y empezaron a pelearse por una hilera de cuentas brillantes. Dos grullas volaban dando vueltas y más vueltas alrededor del navío.
       Luego, el buceador emergió por última vez, y la perla que llevaba consigo era más hermosa que todas las perlas de Ormuz, pues tenía una forma semejante a la luna llena y era más blanca que el lucero del alba. Pero su rostro estaba extrañamente pálido, y cuando cayó en cubierta le manó sangre de los oídos y de la nariz; se estremeció durante un momento, y luego se quedó inmóvil. Los negros se encogieron de hombros y arrojaron el cuerpo por encima de la borda.
       Y el patrón de la galera se reía, y alargando la mano cogió la perla, y cuando la vio la apretó contra su frente e inclinó la cabeza.
       —Será —dijo— para el cetro del joven rey.
       E hizo señas a los negros de que levaran anclas.
       Y cuando el joven rey oyó esto lanzó un fuerte grito, y despertó, y a través de la ventana vio los largos dedos grises de la aurora asiéndose a las estrellas que se iban apagando.
       Y se durmió de nuevo y soñó, y he aquí lo que soñó:
       Soñó que vagaba por un bosque sombrío, en el que pendían frutas extrañas y bellas flores venenosas. Las víboras le silbaban cuando pasaba, y loros abigarrados volaban gritando de rama en rama. Enormes tortugas yacían dormidas en el lodo cálido. Los árboles estaban llenos de monos y de pavos reales.
       Él seguía y seguía, hasta que llegó al lindero del bosque, y allí vio a una inmensa multitud de hombres que se afanaban fatigosamente en el lecho seco de un río y se apiñaban arriba en los riscos como hormigas. Cavaban hondos pozos en el suelo y bajaban a ellos. Algunos hendían las rocas con grandes hachas; otros buscaban a gatas en la arena. Arrancaban los cactus de raíz y pisoteaban las flores escarlata. Se apresuraban, llamándose, y ningún hombre estaba ocioso.
       Desde la oscuridad de una caverna, la Muerte y la Avaricia les vigilaban, y la Muerte decía:
       —Estoy cansada; dame un tercio de ellos y deja que me vaya.
       Pero la Avaricia meneaba la cabeza:
       —Son siervos míos —replicaba.
       Y la Muerte le dijo:
       —¿Qué tienes en la mano?
       —Tres granos de trigo —respondió—. ¿Qué más te da a ti?
       —Dame uno de ellos —exclamó la Muerte— para plantarlo en mi jardín; sólo uno de ellos, y me iré.
       —No te daré nada —dijo la Avaricia.
       Y escondió la mano en los pliegues de su túnica.
       Y la Muerte se rió, y tomó una copa y la sumergió en un charco de agua, y de la copa salió la fiebre malaria. Pasó entre la gran multitud, y la tercera parte cayó muerta. La seguía una fría neblina, y las culebras de agua corrían a su lado.
       Y cuando vio la Avaricia que un tercio de la multitud había muerto se golpeó el pecho y lloró. Golpeó su pecho estéril y gritó con voz sonora:
       —Has matado a un tercio de mis siervos —gritó—, ¡vete! Hay guerra en las montañas de Tartaria y te invocan los reyes de los dos bandos. Los afganos han matado al buey negro y marchan al combate. Han batido los escudos con las lanzas y se han puesto los yelmos de hierro. ¿Qué significa para ti mi valle para que te detengas en él? ¡Vete y no vuelvas más!
       —No —respondió la Muerte—; hasta que no me hayas dado un grano de trigo no me iré.
       Pero la Avaricia cerró la mano y apretó los dientes.
       —No te daré nada —susurró.
       Y la Muerte se rió. Cogió una piedra negra y la arrojó al bosque, y de una mata de cicuta salió la fiebre, con túnica de llamas. Pasó entre la multitud y la tocó, y moría cada hombre a quien tocaba. La hierba se secaba bajo sus pies según caminaba.
       Y la Avaricia se estremeció, y puso ceniza sobre su cabeza.
       —Eres cruel —gritaba—, eres cruel. Hay hambre en las ciudades amuralladas de la India, y se han agotado las cisternas de Samarcanda. Hay hambre en las ciudades amuralladas de Egipto, y las langostas han salido del desierto. El Nilo no ha inundado sus orillas, y los sacerdotes han maldecido a Isis y a Osiris. Vete adonde te necesitan y déjame a mis siervos.
       —No —respondió la Muerte—; hasta que no me hayas dado un grano de trigo no me iré.
       —No te daré nada —dijo la Avaricia.
       Y la Muerte se rió de nuevo, y silbó llevándose los dedos a los labios y llegó una mujer volando por los aires. Llevaba en la frente escrito: «plaga», y una gran bandada de flacos buitres volaba en círculo en torno suyo. Ella cubrió el valle con sus alas y no quedó vivo ningún hombre. Y la Avaricia huyó gritando a través del bosque, y la Muerte saltó a su caballo rojo y se fue galopando, y su galopar era más raudo que el viento.
       Y del légamo del fondo del valle salían arrastrándose dragones y cosas horribles con escamas, y llegaron los chacales corriendo a lo largo de la arena olfateando el aire con las fauces.
       Y el joven rey lloró, y dijo:
       —¿Quiénes eran esos hombres y qué estaban buscando?
       —Rubíes para la corona de un rey —respondió alguien que estaba detrás de él.
       Y el joven rey se sobresaltó, y volviéndose vio a un hombre vestido de peregrino que llevaba en la mano un espejo de plata. Y palideció y dijo:
       —¿Para qué rey?
       Y el peregrino respondió:
       —Mirad en este espejo y le veréis.
       Y miró en el espejo, y al ver su propio rostro lanzó un fuerte grito y despertó. Y la brillante luz del sol inundaba la estancia, y en los árboles del jardín cantaban los pájaros gozosamente.
       Y entraron el chambelán y los altos dignatarios del Estado a rendirle pleitesía, y los pajes le llevaron la túnica de tisú de oro y pusieron ante él la corona y el cetro.
       Y el joven rey los miró, y eran hermosos. Más hermosos eran que todo lo que había visto en su vida. Pero recordó sus sueños y dijo a sus nobles:
       —Retirad estas cosas, pues no quiero ponérmelas.
       Y los cortesanos estaban asombrados, y algunos de ellos se reían, pues pensaban que estaba bromeando.
       Pero les habló gravemente de nuevo y dijo:
       —Retirad estas cosas y ocultadlas de mi vista. Aunque sea el día de mi coronación no quiero ponérmelas. Pues, en el telar del pesar, las blancas manos del dolor han tejido esta túnica mía. Hay sangre en el corazón del rubí y muerte en el corazón de la perla.
       Y les contó sus tres sueños.
       Y cuando los cortesanos los oyeron se miraron y murmuraron, diciendo:
       —Con toda seguridad está loco, pues ¿qué es un sueño más que un sueño y una visión más que una visión? No son cosas reales a las que se deba prestar atención. ¿Y qué tenemos nosotros que ver con la vida de los que se afanan trabajando para nosotros? ¿Es que un hombre no ha de comer pan hasta que no haya visto al sembrador y no ha de beber vino hasta que no haya hablado con el viñador?
       Y el chambelán habló al joven rey y dijo:
       —Majestad, os ruego que alejéis esos negros pensamientos vuestros, y que vistáis esta hermosa túnica y os pongáis esta corona sobre vuestras sienes. Pues ¿cómo va a saber la gente que sois rey si no lleváis el atavío de rey?
       Y el joven rey le miró.
       —¿Es así, en verdad? —preguntó—. ¿No me reconocerán como rey si no llevo el atavío de rey?
       —No os reconocerán, Majestad —exclamó el chambelán.
       —Yo creía que había hombres que tenían porte de reyes —respondió—, pero puede que sea como decís. A pesar de todo, no vestiré esta túnica ni me coronarán con esta corona, sino que lo mismo que llegué a este palacio así saldré de él.
       Y rogó a todos que se retiraran, a excepción de un paje a quien retuvo como compañero, un muchacho un año más joven que él. Le retuvo para su servicio. Y, después de haberse bañado sin ayuda de nadie en agua clara, abrió un gran cofre decorado en colores y sacó de él la túnica de cuero y la burda capa de piel de oveja que llevaba cuando cuidaba en la colina las cabras peludas del cabrero. Estas prendas se puso, y en la mano tomó su rudo cayado de pastor.
       Y el pajecillo abrió asombrado sus grandes ojos azules, y dijo sonriendo:
       —Majestad, veo vuestra túnica y vuestro cetro, pero ¿dónde está vuestra corona?
       Y el joven rey arrancó una rama de espino silvestre que trepaba por el balcón y la curvó e hizo un círculo con ella, y se la puso sobre las sienes.
       —Ésta será mi corona —respondió.
       Y así ataviado salió de su aposento y entró en el gran salón, donde los nobles estaban esperándole.
       Y los nobles se echaron a reír, y algunos le gritaron:
       —Majestad, la gente espera a su rey y vos vais a mostrarles a un mendigo.
       Y otros se encolerizaron y dijeron:
       —Trae la vergüenza a nuestro Estado y es indigno de ser nuestro señor.
       Pero él no les respondió una palabra y siguió su camino; y descendió la escalinata de brillante pórfido y atravesó las puertas de bronce, y montó en su caballo y cabalgó hacia la catedral, y el pajecillo iba corriendo junto a él.
       Y la gente se reía y decía:
       —El que va a caballo es el bufón del rey.
       Y hacían mofa de él.
       Y él detenía al caballo, sujetándolo por la brida, y decía:
       —No. Yo soy el rey.
       Y les contaba sus tres sueños.
       Y salió un hombre de entre la multitud y le habló amargamente:
       —Majestad, ¿no sabéis que del lujo de los ricos viene la vida de los pobres? Por vuestra pompa nos nutrimos y vuestros vicios nos dan el pan. Trabajar penosamente para un amo duro es amargo, pero no tener un amo para quien trabajar es más amargo todavía. ¿Pensáis que nos van a alimentar los cuervos? ¿Y qué remedio tenéis para estas cosas? ¿Diréis al comprador: «Comprarás a tanto», y al vendedor: «Venderás a este precio»? No lo creo. Por tanto, volved a vuestro palacio y poneos vuestra púrpura y vuestro lino fino. ¿Qué tenéis que ver vos con nosotros y con nuestros sufrimientos?
       —¿No somos hermanos los pobres y los ricos? —preguntó el rey joven.
       —Sí —respondió el hombre—, y el hermano rico se llama Caín.
       Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas, y siguió cabalgando entre los murmullos de la gente. Y al pajecillo le entró miedo y le abandonó.
       Y cuando llegó al gran pórtico de la catedral, los soldados le cerraron el paso con sus alabardas y le dijeron:
       —¿Qué buscas aquí? Nadie entra por esta puerta más que el rey.
       Y su rostro se encendió de ira, y les dijo:
       —Yo soy el rey.
       Y apartó sus alabardas y entró.
       Y cuando el anciano obispo le vio llegar con sus ropas de cabrero se levantó asombrado de su sitial y fue a su encuentro y le dijo:
       —Hijo mío, ¿es éste un atavío de rey? ¿Y con qué corona os voy a coronar, y qué cetro voy a poner en vuestra mano? Con toda certeza éste debiera ser para vos un día de alegría y no un día de humillación.
       —¿Debe llevar la alegría lo que ha moldeado el dolor? —dijo el joven rey.
       Y le contó sus tres sueños.
       Y cuando el obispo los hubo escuchado frunció las cejas y dijo:
       —Hijo mío, soy un hombre viejo y estoy en el invierno de mis días, y sé que se hacen muchas cosas perversas en el ancho mundo. Los ladrones desalmados bajan de las montañas y arrebatan a los niños pequeños, y los venden a los moros. Los leones acechan a las caravanas y saltan sobre los camellos. El jabalí arranca de raíz la semilla del trigo en el valle, y las zorras roen las viñas en el collado. Los piratas asolan la costa marina y queman los barcos de los pescadores, y les quitan las redes. En las marismas viven los leprosos; tienen cabañas hechas con juncos entretejidos, y nadie puede acercarse a ellos. Los mendigos merodean por las ciudades y comen su alimento con los perros. ¿Podéis hacer que no ocurran estas cosas? ¿Vais a tomar al leproso por compañero de lecho y a poner al mendigo a vuestra mesa? ¿Va a hacer el león lo que le ordenéis, y os va a obedecer el jabalí? ¿El que creó la miseria no es más sabio de lo que sois vos? Por tanto, no os alabo por lo que habéis hecho, y os ruego, en cambio, que cabalguéis otra vez a palacio, y alegréis vuestro rostro, y os pongáis las vestiduras propias de un rey; y con la corona de oro os coronaré y el cetro de perlas lo pondré en vuestra mano. Y en cuanto a vuestros sueños, no penséis más en ellos. La carga de este mundo es demasiado grande para que la lleve un solo hombre, y el dolor del mundo, demasiado pesado para que lo sufra un solo corazón.
       —¿Decís eso en esta casa? —dijo el joven rey.
       Y pasó delante del obispo y subió las gradas del altar, y permaneció en pie ante la imagen de Cristo.
       Permaneció en pie ante la imagen de Cristo, y a su mano derecha y a su izquierda estaban los maravillosos vasos de oro, el cáliz con el vino dorado, y el frasco con los sagrados óleos. Se arrodilló ante la imagen de Cristo, y los grandes cirios ardían con un vivo resplandor junto al sagrario, cubierto de piedras preciosas, y el humo del incienso se enrollaba en finas volutas azules escalando la bóveda. Inclinó la cabeza en oración, y los sacerdotes con sus rígidas capas pluviales se retiraron sigilosamente del altar.
       Y, de pronto, llegó desde la calle un tumulto feroz, y entraron los nobles con sus espadas desenvainadas y agitando sus penachos y blandiendo sus escudos de acero bruñido.
       —¿Dónde está el soñador? —gritaron—. ¿Dónde está el rey que se viste de mendigo, ese muchacho que acarrea la vergüenza a nuestro Estado? Le mataremos, ciertamente, pues es indigno de gobernar sobre nosotros.
       Y el joven rey inclinó la cabeza de nuevo y oró, y cuando hubo concluido sus plegarias se alzó y, volviéndose, les miró con tristeza.
       Y, ¡oh, milagro! A través de las vidrieras de colores entró el sol y le inundó de luz, y los rayos del sol tejieron en torno de él una vestidura que era más hermosa que la vestidura que le habían confeccionado para su placer. El cayado floreció, y le nacieron azucenas que eran más blancas que las perlas. Floreció el espino seco, y dio rosas que eran más rojas que rubíes. Más blancas que perlas finas eran las azucenas, y sus tallos eran de plata brillante. Más rojas que rubíes púrpura eran las rosas, y sus hojas eran de oro batido.
       Estaba allí con el atavío de rey, y se abrieron de par en par las puertas del sagrario, cubierto de piedras preciosas, y del cristal del viril de la custodia, rematada de múltiples rayos, resplandeció una luz maravillosa y mística. Estaba él allí con el atavío de rey, y la gloria de Dios llenaba el lugar, y los santos en sus nichos tallados parecían moverse. Con el hermoso atavío de rey estaba él ante ellos, y el órgano salmodiaba su música, y los heraldos hicieron sonar sus trompetas, y cantaron los niños del coro.
       Y el pueblo cayó de rodillas sobrecogido de temor, y los nobles envainaron las espadas y rindieron homenaje, y el rostro del obispo se tornó pálido, y le temblaron las manos.
       —Uno más grande que yo os ha coronado —exclamó.
       Y se arrodilló ante él.
       Y el joven rey bajó del altar mayor y regresó a palacio pasando entre su pueblo. Pero nadie se atrevió a mirar su rostro, pues era como el rostro de un ángel.



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