Raymond Carver
(Clatskanie, Oregon, 1938 - Port Angeles, Washington, 1988)


Tanta agua tan cerca de casa
(“So Much Water so Close to Home”)
Originalmente publicado en Spectrum (1975);
Furious Seasons and Other Stories (1977);
What We Talk About When We Talk About Love (1981;)
Where I'm Calling From (1988);
Short Cuts: Selected Stories (1993);
aparece, en versión manuscrita, en Beginners (2009)
y Collected Stories (2009)



      Mi marido come con buen apetito. Pero no creo que tenga hambre realmente. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está al otro lado de la cocina. Luego me mira a mí y desvía la vista. Se limpia la boca con la servilleta. Se encoge de hombros y sigue comiendo.
       —¿Por qué me miras? —pregunta—. ¿Por qué? —repite, y deja el tenedor sobre la mesa.
       —¿Te estaba mirando? —replico, y meneo la cabeza.
       Suena el teléfono.
       —No contestes —dice.
       —Puede que sea tu madre.
       —Cógelo y no digas nada.
       Levanto el auricular y escucho. Mi marido deja de comer.
       —¿Qué te dije? —exclama cuando cuelgo. Sigue comiendo. Luego tira la servilleta sobre el plato. Protesta—: Maldita sea. ¿Por qué la gente no se ocupa de sus asuntos? ¡Dime lo que hice mal, te escucho! Yo no era el único que estaba allí. Lo hablamos y lo decidimos entre todos. No podíamos darnos la vuelta así por las buenas. Estábamos a ocho kilómetros del coche. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes?
       —Ya lo sabes —le censuro.
       Él dice:
       —¿Qué es lo que sé, Claire? Dime lo que se supone que sé. Yo no sé más que una cosa. —Me dirige una mirada que él cree muy significativa—. Estaba muerta —recuerda—. Y lo siento como el que más. Pero estaba muerta.
       —Ésa es la cuestión —digo yo.
       Levanta las manos. Aparta la silla de la mesa. Saca los cigarrillos y sale a la parte de atrás con una lata de cerveza. Veo cómo se sienta en una silla del jardín y vuelve a coger el periódico.
       Su nombre está en primera plana. Junto con los de sus amigos.
       Cierro los ojos y me apoyo en la pila. Luego barro el escurridero con el brazo y mando todos los platos al suelo.
       Él no se mueve. Sé que lo ha oído. Levanta la cabeza como si siguiera escuchando. Pero, aparte de eso, no se mueve. No se vuelve.

       Él y Gordon Johnson y Mel Dorn y Vern Williams juegan al póquer y a los bolos y van a pescar. Van a pescar en primavera y a principios del verano, antes de que lleguen las visitas de los parientes. Son gente honrada, hombres de su casa, hombres que se ocupan de su trabajo. Tienen hijos e hijas que van al colegio con nuestro hijo Dean.
       El viernes pasado estos hombres caseros salieron rumbo al río Naches. Aparcaron el coche en las montañas y siguieron a pie hasta el sitio elegido para pescar. Cargaron con sus sacos de dormir, su comida, sus barajas y su whisky.
       Vieron a la chica antes de acampar. La encontró Mel Dorn. Estaba completamente desnuda. El cuerpo se había quedado enganchado en unas ramas que sobresalían del agua.
       Mel llamó a los demás y todos fueron a mirar. Hablaron acerca de qué hacer. Uno de ellos —Stuart no me ha dicho quién— indicó que lo que tenían que hacer era volver inmediatamente. Los otros se pusieron a remover la arena con los pies, y manifestaron que no tenían ningunas ganas de volver. Alegaron cansancio, la hora avanzada, el hecho de que la chica no iba a marcharse a ninguna parte.
       Al final siguieron con sus planes y acamparon. Encendieron un fuego y bebieron whisky. Cuando vieron la luna en el cielo hablaron de la chica. Alguien sugirió que debían asegurar el cuerpo para que no se lo llevara la corriente. Cogieron las linternas y bajaron al río. Uno de los hombres —pudo ser Stuart— se metió en el agua y fue hasta la chica. La cogió por los dedos y la acercó hasta la orilla. Le ató una cuerda de nylon a la muñeca y sujetó el otro extremo alrededor de un árbol.
       A la mañana siguiente hicieron el desayuno, tomaron café y bebieron whisky. Luego se fueron a pescar cada uno por su lado. Por la noche hicieron pescado, asaron patatas, tomaron café, bebieron whisky. Luego cogieron cacharros y platos y cubiertos y bajaron al río y los limpiaron cerca de donde estaba la chica.
       Más tarde jugaron a las cartas. Puede que jugaran hasta que ya no pudieron ver las cartas. Vern Williams se fue a dormir. Pero los demás se pusieron a contar historias. Gordon Johnson comentó que las truchas que habían pescado estaban duras debido a la terrible frialdad del agua.
       A la mañana siguiente se levantaron tarde, bebieron whisky, pescaron un poco, quitaron las tiendas, liaron los sacos de dormir, recogieron sus cosas y volvieron caminando. Luego, en el coche, buscaron un teléfono. Fue Stuart quien hizo la llamada mientras los otros estaban allí al sol, escuchando. No tenían nada que ocultar. No se avergonzaban de nada. Dijeron que esperarían hasta que llegara alguien con instrucciones y les tomara declaración.

       Yo estaba dormida cuando llegó a casa. Pero me desperté cuando lo oí en la cocina. Le encontré apoyado sobre el frigorífico, con una lata de cerveza. Me rodeó con sus fuertes brazos y me restregó la espalda con sus manos grandes. En la cama me volvió a tocar, y luego se quedó quieto como si pensara en otra cosa. Yo me volví y abrí las piernas. Creo que él, después, siguió despierto.
       A la mañana siguiente se levantó antes que yo. Supongo que para ver si el periódico decía algo.
       A partir de las ocho, el teléfono empezó a sonar.
       —¡Vayase al diablo! —le oí gritar.
       El teléfono volvió a sonar al cabo de un instante.
       —¡No tengo nada que añadir a lo que ya declaré ante el sheriff! Y colgó con brusquedad.
       —¿Qué pasa? —pregunté.
       Justo entonces me contó lo que acabo de explicar.

       Recojo los platos rotos y salgo al jardín. Stuart está ahora tendido en el césped, con el periódico y la lata de cerveza al alcance de la mano.
       —Stuart, ¿podemos dar un paseo en coche? —propongo.
       Gira sobre sí mismo y me mira.
       —Vamos a comprar cerveza —dice. Se pone en pie y al pasar me toca la cadera—. Espérame un minuto —añade.
       Atravesamos el centro sin hablar. Detiene el coche junto a un supermercado, al borde de la carretera, para comprar cerveza. Veo un gran montón de periódicos en la entrada, detrás de la puerta. En el escalón de arriba, una mujer gorda con un vestido estampado le da una barra de regaliz a una chiquilla. Luego cruzamos Everson Creek y entramos en los terrenos de recreo. El arroyo pasa bajo el puente y va a dar a un gran embalse unos centenares de metros más allá. Veo en él a los hombres. Veo cómo pescan.
       Tanta agua y tan cerca de casa.
       Pregunto:
       —¿Por qué tuvisteis que ir tan lejos?
       —No me saques de quicio.
       Nos sentamos en un banco, al sol. Stuart abre unas latas de cerveza. Dice:
       —Tranquilízate, Claire.
       —Les declararon inocentes. Dijeron que estaban locos.
       Él quiere saber:
       —¿Quiénes? ¿De quiénes hablas?
       —De los hermanos Maddox. Mataron a una chica que se llamaba Arlene Hubly. En mi pueblo. Le cortaron la cabeza y arrojaron el cuerpo al río Cíe Elum. Cuando yo era adolescente.
       —Vas a acabar exasperándome.
       Miro el arroyo. Estoy en él, con los ojos abiertos, boca abajo, mirando fijamente el musgo del fondo, muerta.
       —No sé lo que te pasa —confiesa, camino de casa—. Me estás exasperando por momentos.
       No hay nada que pueda objetar.
       Trata de concentrarse en la carretera. Pero no deja de mirar por el retrovisor.
       Lo sabe.

       Stuart cree que esta mañana me está dejando dormir. Pero estaba despierta mucho antes de que sonara el despertador. He estado pensando, acostada en mi lado de la cama, a un extremo, lejos de sus piernas velludas.
       Prepara y despide a Dean, que sale para el colegio, y luego se afeita, se viste y se va al trabajo. Viene dos veces y mira y se aclara la garganta. Pero yo no abro los ojos.
       Encuentro una nota suya en la cocina. Firma: «Amor».
       Me siento en el rincón del desayuno y tomo café y dejo un servilletero sobre la nota. Miro el periódico y lo vuelvo de un lado y de otro sobre la mesa. Luego lo deslizo hasta mí y leo lo que dice. El cuerpo ha sido identificado, reclamado. Pero ha sido necesario examinarlo, introducirle ciertas cosas, cortarlo, pesarlo, medirlo, volver a poner las cosas en su sitio y coserlo.
       Me quedo sentada largo rato con el periódico en la mano, pensando. Al cabo llamo a la peluquería para reservar hora.
       Estoy sentada en el secador con una revista en el regazo, y dejo que Marnie me arregle las uñas.
       —Mañana voy a un funeral —le comento.
       —Lo siento —deplora Marnie.
       —Fue un asesinato.
       —Aún peor.
       —No es nadie muy íntimo —aclaro—. Pero ya sabes.
       —Irá bien arreglada —asegura Marnie.
       Por la noche me hago la cama en el sofá, y a la mañana me levanto la primera. Pongo el café en el fuego y preparo el desayuno mientras él se afeita.
       Aparece en la puerta de la cocina, con la toalla sobre el hombro desnudo, y sopesa la situación.
       —Ahí está el café —digo—. Los huevos estarán en un minuto.
       Despierto a Dean, desayunamos los tres juntos.
       Cada vez que Stuart me mira, le pregunto a Dean si quiere más leche, más tostadas, etcétera…
       —Te llamaré por teléfono —avisa Stuart al salir.
       Yo le advierto:
       —No creo que me encuentres en casa.
       —De acuerdo. Muy bien.
       Me visto con esmero. Me pruebo un sombrero y me miro en el espejo. Le escribo una nota a Dean:
       Cariño, mami tiene cosas que hacer esta tarde, pero volverá luego. Quédate en casa o en el traspatio hasta que uno de los dos venga a casa.
       Con amor, mami.
       Miro la palabra amor y al fin la subrayo. Luego veo la palabra traspatio. ¿Es una palabra o dos?

       Atravieso en coche tierras de labranza, campos de avena y de remolacha azucarera, dejo atrás manzanales y ganado que pasta. Y todo cambia: ahora son más cabañas que granjas, más bosques madereros que grandes huertos. Luego montañas, y allá abajo, a la derecha, lejos, veo a veces el río Naches.
       Una camioneta verde aparece a mi espalda y se queda pegada detrás de mí durante varios kilómetros. Yo reduzco la velocidad, cuando no debo, con la esperanza de que me adelante. Lo hago varias veces, y al final acelero. Pero también lo hago a destiempo. Me aferro al volante hasta que me duelen los dedos.
       En una larga recta despejada, me adelanta. Pero por espacio de unos instantes ha ido a mi lado: es un hombre con el pelo cortado al cepillo, con camisa de faena azul. Nos miramos el uno al otro. Me hace una seña con la mano, toca el claxon y toma la delantera.
       Reduzco la velocidad y encuentro un sitio apropiado. Entro en el arcén y apago el motor. Oigo el río allí abajo, más abajo de los árboles. Entonces oigo la camioneta que vuelve.
       Echo el seguro de las puertas y subo las ventanillas.
       —¿Se encuentra bien? —pregunta el hombre. Da unos golpecitos en el cristal—. ¿Está bien? —Apoya los brazos en la puerta y pega la cara a la ventanilla.
       Lo miro fijamente. No se me ocurre otra cosa.
       —¿Todo bien ahí dentro? ¿Cómo es que está toda encerrada?
       Sacudo la cabeza.
       —Baje la ventanilla. —Mueve la cabeza, mira la carretera y luego me mira a mí—. Bájela.
       —Por favor —digo—. Tengo que irme.
       —Abra la puerta —insiste, como si no me hubiera oído—. Se va a asfixiar ahí dentro.
       Me mira los pechos, las piernas. Estoy segura de que es eso lo que está mirando.
       —Eh, preciosa —puntualiza—. Estoy aquí para ayudar, eso es todo.

       El ataúd está cerrado y cubierto de ramos de flores. El órgano empieza a tocar en el momento en que me siento. La gente sigue entrando y buscando sitio. Hay un chico con pantalones acampanados y camisa amarilla de manga corta. Se abre una puerta y entra la familia en grupo y se dirige a un apartado acortinado que hay a un costado. Las sillas crujen cuando los asistentes se sientan. Acto seguido, un hombre apuesto y rubio con elegante traje oscuro se levanta y nos pide que inclinemos la cabeza. Dice una oración por nosotros, los vivos, y cuando termina dice una oración por el alma de la muerta.
       Paso con la gente junto al ataúd. Salgo a los escalones de la entrada, a la luz de la tarde. Delante de mí baja las escaleras cojeando una mujer. En la acera mira a su alrededor.
       —Bien, lo han cogido —explica—. Si es que puede servirnos de consuelo. Lo han detenido esta mañana. Lo he oído en la radio antes de venir. Es un chico de aquí, de la ciudad.
       Caminamos unos pasos por la acera caliente. Los coches arrancan. Alargo la mano y me agarro a un parquímetro. Capós relucientes y aletas relucientes. La cabeza me da vueltas.
       Comento:
       —Tienen amigos, esos asesinos. Nunca se sabe.
       —Yo conocía a esa chica, desde que era una niña —cuenta la mujer—. Solía venir a mi casa y yo le hacía pasteles y le dejaba que se los comiera mientras veía la televisión.

       Encuentro a Stuart sentado a la mesa con un whisky. Durante un instante de delirio pienso que algo le ha sucedido a Dean.
       —¿Dónde está? —pregunto—. ¿Dónde está Dean?
       —Fuera —contesta mi marido.
       Apura el whisky y se levanta. Dice:
       —Creo que sé lo que necesitas.
       Me pasa un brazo por la cintura y con la otra mano empieza a soltarme los botones de la chaqueta, y luego sigue con los botones de la blusa.
       —Lo primero es lo primero.

       Añade algo más. Pero no necesito escuchar. No puedo oír nada con tanta agua corriendo.
       —Muy bien —acepto, y termino de desabrocharme yo misma—. Antes de que venga Dean. Date prisa.



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