Richard Ford
(Jackson, Mississippi, 1944-)


Resignación
(“Calling”)
Originalmente publicado en The New Yorker (diciembre 25, 2000 & enero 1, 2001)
A Multitude of Sins (2002)



      Un año después de que mi padre se fuera a vivir a Saint Louis y nos dejara a mi madre y a mí en Nueva Orleans para que nos las apañáramos como pudiéramos, una tarde llamó por teléfono y pidió hablar conmigo. Eso fue antes de las navidades de 1961. Yo estudiaba en una academia militar de Florida, y había vuelto a casa para las vacaciones. Mi madre había comenzado su nueva carrera de cantante, cuya primera consecuencia fue que tenía que ir a clases de canto a una academia cercana, y la segunda que el hombre que la acompañaba, un negro muy alto, se mudara a nuestra casa y a su dormitorio, mientras ante el vecindario fingía ser el jardinero. Se llamaba William Dubinion, y él y mamá bebían demasiado y llenaban los ceniceros y ponían discos de jazz demasiado altos y hacían un ruido bastante molesto hasta tarde, cosa que no ocurría cuando mi padre estaba en casa. Sin embargo, todo eso sucedía porque él ya no estaba en casa, y porque se había ido a Saint Louis con otro hombre, un oftalmólogo que se llamaba Francis Carter, para no volver jamás. Creo que, a la vista de lo ocurrido, mi madre pensó que tanto daba lo que hiciera o cómo viviera, y que hacer lo peor, al fin y a la postre, no se diferenciaba en mucho de hacer lo mejor.
       Todos han muerto ya. Mi padre. Mi madre. El doctor Carter. El acompañante negro, Dubinion. Aunque de vez en cuando aún veo a un hombre en Saint Charles Avenue, en la zona comercial, un hombre que entra en uno de los nuevos bloques de oficinas que han construido: un hombre alto, apuesto, que anda a largas zancadas, de pelo rubísimo, de aspecto juvenil y levemente irónico, con un fresco y elegante traje de verano de milrayas, pajarita y zapatos blancos, que me recuerda a mi padre; o, al menos, la pinta que tenía cuando todo eso ocurrió. Y ésa es la pinta que debió de tener, de hecho, durante toda su vida, hasta bien rebasados los sesenta. Nueva Orleans produce hombres como mi padre, o los producía: hombres que frecuentan un club, deportistas de raqueta, diestros marineros en días tranquilos, episcopalianos tolerantes y progresistas, con buena educación y modales innatos, pero con sus secretos. Esos hombres, cuando te los encuentras por la calle o en alguna cena en los barrios altos, parecen los tipos más increíbles que has visto en tu vida. Te entran ganas de llamarlos al día siguiente y quedar con ellos. Parece que desde siempre hubieras sabido que existían, que hubieran estado siempre presentes en la ciudad, pero que hasta entonces no hubieras visto a muchos, sólo alguno aquí y allá. Parecen exóticos, y tu corazón se ensancha al pensar en el inicio de una larga amistad y en que tu vida mundana va a dar un giro inesperado, y para bien. De modo que los llamas y te ves con ellos. Te vas a pescar con mosca delante de Pointe a la Hache. Organizas una cena y conoces a sus bellas esposas. Almorzáis juntos, con calma, en Antoine’s o en Commander’s y decidís repetir la experiencia cada semana de por vida. Sin embargo, al final de uno de esos almuerzos, notas algo raro. De pronto, surge un silencio, y vuestras miradas se encuentran de una manera que podría indicar una profunda complicidad humana a la que nunca deberás referirte. Pero lo que ves, de repente —y es algo tan repentino como fugaz—, es a ese hombre lejos, muy lejos de ti, tan lejos, de hecho, que ni siquiera eres capaz de calcular la distancia que os separa. Puede que haya una sonrisa en su cara. Puede que incluso acabe de hacer un comentario incisivo, agradable o halagador sobre ti. Pero entonces surge la conciencia de esa lejanía, de esa enorme lejanía, y sabes que no significas nada para él y que, probablemente, nunca volverás a verle, no vale la pena ni molestarse. O, si le ves por casualidad, cruzarás la calle sin esperar a llegar al paso de peatones, buscarás una salida en algún comedor abarrotado, te quedarás sentado más de lo que te apetece en el asiento de tu coche para darle tiempo a doblar la esquina o desaparecer en el mismísimo edificio que he mencionado antes. Le evitarás. Y no es que haya en él nada malo, nada desagradable o imperfecto. Nada sexual. Es sólo que sabes que no es para ti. Y que eso es todo. Es muy sencillo. Aunque es más complicado cuando el hombre en cuestión es tu padre.

       Cuando mi padre llamó y me puse al teléfono —mi madre había contestado, y habían intercambiado unas lacónicas frases—, fue directo al grano.
       —Bien, veamos, ¿hablo con Van Cliburn o con Mickey Mantle?
       Eran mis dos héroes de la época en que mi padre aún vivía con nosotros: hablaba de ellos sin parar, y hubiera deseado convertirme en cualquiera de los dos. Para entonces ya los había olvidado.
       —Ninguno de los dos —dije.
       Me hallaba en el gran recibidor de casa, donde estaba el teléfono. A través de la puerta de cristal podía ver a William Dubinion, arrodillado sobre la hierba japonesa que bordeaba las camelias de mi madre. Menuda situación, pensé: contemplar al novio de color de mi madre mientras hablaba con mi padre, que ahora vivía en una ciudad lejana y… bueno, de aquel modo.
       —Oh, claro —dijo mi padre—. Eso era lo que nos fascinaba el año pasado.
       —Hace más de un año —dije.
       Mi madre hizo un ruido en la habitación de al lado. Me llegó el olor del humo de su cigarrillo, oí crujir el periódico. Ella lo escuchaba todo, y no quería mostrarme muy amistoso con mi padre, ni me apetecía. Le consideraba un cabrón.
       —Bueno, pues verás, Buck Rogers —prosiguió mi padre—. Te llamo por una cuestión muy importante relacionada con el futuro de la humanidad. Me gustaría saber si te haría ilusión ir a cazar patos al fabuloso pantano del Gran Lago. Conmigo, claro. Tengo que bajar a la ciudad dos días para arreglar unos asuntos legales. Mi anciano padre tenía un fiel criado que había estado toda la vida con la familia, un tal Renard Theriot, un viejo yat [1] de dudosa reputación. Pero de lo que no había duda era de que Renard sabía soplar un reclamo para patos. De modo que lo he arreglado todo para que su hijo, el señor Renard Júnior, nos lleve a un aguardo y sople el reclamo para que podamos matar a unos miles de patos y lo pasemos bien. —Mi padre se aclaró la garganta con aquel estilo tan teatral que utilizaba cuando hablaba de manera tan rimbombante—. Si no tienes la agenda ocupada, desde luego —dijo, y volvió a aclararse la garganta.
       —Podría ir —dije, y me pareció extraño estar hablando con él. De vez en cuando me llamaba a la academia militar, donde tenía que conversar con él en las oficinas. Naturalmente, pagaba las facturas de la escuela, me enviaba un tanto cada mes y se encargaba de los gastos de mi madre. Sin duda, era quien pagaba los servicios de William Dubinion, y poco le habría importado saber cuál era su naturaleza. También nos había dejado la gran casa imitación estilo helénico de McKendall Street, en la zona alta de la ciudad. (McKendall es nuestro apellido: mi apellido. Una de esas familias de postín.) Pero seguía siendo muy raro pensar que tu padre vivía con otro hombre en una lejana ciudad y que te llamaba para invitarte a ir a cazar patos. Y, encima, tenía a mi madre escuchando, sentada y fumando y leyendo el States Item, en la habitación de al lado, y pensando lo que estuviera pensando en aquel momento. Era casi demasiado para mí.
       Y, sin embargo, quería ir a cazar patos, ir en bote por el pantano que forma la vasta y salobre zona inundada por las mareas de la parte sur y este de nuestra ciudad. Siempre había imaginado que iría allí con mi padre cuando fuera lo bastante mayor. Y ahora ya lo era y en la academia me habían enseñado a disparar con rifle —aunque no con escopeta—. Además, ese día, cuando hablamos, no me pareció alguien que viviera con otro hombre en Saint Louis. Me pareció el de antes, el de nuestra vida normal, cuando iba a los jesuitas y él tenía su bufete en el edificio del Hibernia Bank y formábamos una familia. Creo que mi padre —se llamaba Boatwright McKendall, y en aquella época sólo tenía cuarenta y un años—, por una parte, probablemente quería que las cosas volvieran a ser como eran antes de conocer a su gran amor, el doctor Carter. Aunque también se podría afirmar de él que era de los que siempre querían hacer su voluntad; que jamás reconocería haber hecho algo malo, o ser la causa de algún rencor o un divorcio o un terrible escándalo, como el que hace que te expulsen del bufete que tu familia fundó hace cien años y lleva tu nombre; o que exista la posibilidad de que por tu culpa tu madre muera de la desilusión a edad relativamente temprana. Y, de hecho, cada vez que algo de lo que hacía causaba algún problema a alguien, o destrozaba una vida, o hacía que la existencia de alguien fuera cuesta abajo, bueno, entonces miraba hacia otro lado, o lo arreglaba con dinero, y luego intentaba que la vida siguiera como si el mundo fuera un lugar fabuloso y todos pudiéramos ser estupendos amigos. Era la ausencia que he mencionado antes, su habilidad para no estar donde estaba exactamente, aunque todos parecieran verle ahí, excepto el observador más avezado. Un hijo, por ejemplo.
       —Muy bien, escúchame, pues, señor Buck —dijo mi padre al teléfono desde (supongo) Saint Louis. Buck es como me llamaban, para distinguirme de él (llevábamos el mismo nombre), y me siguen llamando. Y recuerdo que me puse nervioso, como si al hacer algo tan natural como quedar con él para ir de caza, y verle por primera vez desde que salió de una fiesta de Año Nuevo en el Boston Club y se fue con el doctor Carter para no volver, estuviera cruzando una línea, exponiéndome a una situación de peligro. Y no el peligro que podrías pensar, relacionado con los bajos instintos, sino un peligro cuya existencia no conoces hasta que no lo sientes en la tripa, lo mismo que sientes cuando bajas corriendo una colina empinada al fondo de la cual hay un río o un cañón profundos, y te das cuenta de que no puedes parar. Mi peligro se llamaba decepción, ahora lo sé. Pero yo quería lo que quería, y no iba a permitir que aquella sensación me detuviera.
       —Quiero que sepas —dijo mi padre— que ya lo he arreglado todo con tu madre. Le parece una idea estupenda.
       Me imaginé su pelo rubio, su cara hermosa, juvenil, sin arrugas, charlando animadamente ante el auricular del teléfono en alguna sala elegante, soleada, de techos altos, junto a una cara mesa francesa con algunos exquisitos objetos artísticos encima, que iba cogiendo y observando mientras hablaba. En mi imaginación llevaba un batín púrpura y se sentía feliz haciendo lo que hacía.
       —¿Va a venir alguien más? —pregunté.
       —¡Dios mío, no! —dijo mi padre, y se rió—. ¿En quién pensabas? Francis es demasiado fino para ir a cazar patos. Tendría miedo de perder uno de sus hermosos ojos azules. ¿No es verdad, Francis?
       Me horrorizó pensar que el doctor Carter estaba en aquella misma habitación, escuchando. Mi madre, naturalmente, seguía escuchándome.
       —Sólo estaremos tú, yo y Renard Júnior —dijo mi padre, y su voz se alejó del auricular. Entonces oí otra voz, suave, distinguida, que decía algo donde estaba mi padre, posiblemente un comentario irónico acerca de nuestros planes. —¡Oh, por Cristo! —dijo mi padre en tono irritado, un tono que yo conocía tan poco como la voz del doctor Carter—. No digas eso. Te equivocas de conversación. Estoy hablando con Buck. —La voz dijo algo más, y en mi mente vi al doctor Carter bajo una luz muy poco favorable, una imagen que no pienso describir—. Y ahora, comandante Rogers, no te olvides de levantarte a las cuatro el jueves —dijo mi padre con su estilo rimbombante—. Los patos madrugan mucho. Te recogeré en tu casa. Ponte tus botas y tu chaquetón, y no lleves nada de color. Yo pondré la artillería.
       Me pareció raro que mi padre considerara la gran casa donde habíamos vivido todos nosotros, y donde habían vivido su padre y su abuelo desde la guerra de Secesión, como mi casa. A mí no me parecía que fuera mi casa. Como mucho, sería la casa de mi madre, pues ella se había casado con él y luego se la había quedado al divorciarse.
       —¿Cómo va la escuela, por cierto? —dijo mi padre, distraído.
       —¿Cómo va el qué?
       Estaba sorprendidísimo de que me preguntara eso. Mi padre estaba confuso, como si hubiera estado leyendo algo y hubiera perdido la línea.
       —La escuela. Ya sabes. Las notas. ¿Has sacado todo sobresalientes? Deberías. Eres inteligente. Al menos tienes un rictus inteligente.
       —Odio la academia —dije.
       Me gustaba ir a los jesuitas, donde tenía amigos. Pero mi madre me había obligado a ir a Sandhearst a causa del trastorno que había supuesto la marcha de mi padre. En la academia llevaba uniforme caqui, con una lista azul en el lateral de la pernera de los pantalones, y rígida gorra azul de conserje. Me sentía un completo idiota.
       —Oh, bueno, eso no importa —dijo mi padre—. Entrarás en Harvard igual que entré yo.
       —¿Y cómo entraste tú? —pregunté, porque, aunque sólo tenía quince años, ya quería ir a Harvard.
       —Por guapo —dijo mi padre—. Así es como nos lo montamos los sureños. Ésa es la inteligencia más importante. Una vez lo sabes, el resto es muy simple. Al mundo le gusta guiarse por la belleza. Sólo utiliza el cerebro cuando falla la belleza. Pregúntale a tu madre. Por eso se casó conmigo cuando no hubiera debido hacerlo. Ahora seguro que lo admite.
       —Creo que lo lamenta —dije.
       Me acordé de que mi madre escuchaba mi mitad de la conversación.
       —Oh, sí. Seguro que lo lamenta, Buck. Ahora todos lo lamentamos un poco. Doy fe de ello. —La otra voz que estaba en la habitación volvió a hablar, de nuevo en tono irónico—. ¡Oh, cállate! —dijo mi padre—. ¡Cállate de una vez y no te metas en esto! Te veré el jueves por la mañana, hijo —dijo mi padre, y colgó antes de que pudiera responder.

       Esa conversación con mi padre tuvo lugar un lunes, dieciocho de diciembre, tres días antes de la proyectada cacería de patos. Y durante los días que transcurrieron hasta el jueves mi madre, más o menos, me evitó, permaneció en su habitación del piso de arriba con la puerta cerrada, a menudo con William Dubinion, o se fue en coche a sus clases de canto con él al volante, haciéndose pasar por su chófer (aunque ella iba delante, en el asiento del acompañante). Esto ocurrió en la época en que la discriminación racial estaba aún a la orden del día, y a la gente de color se la pisoteaba y linchaba y quemaba en todos los estados del Sur. Y, sin embargo, el que en nuestra ciudad una mujer blanca apareciera en público acompañada de un negro no causaba el menor revuelo. Todo eso no tenía ni lógica ni sentido. Era Nueva Orleans, y si podías salirte con la tuya, pues lo hacías. Además, a Dubinion no le importaba trabajar en los arriates de camelias que había delante de la casa, para salvar las apariencias. Lo cierto es que creo que todo le importaba bien poco. Había crecido en la zona algodonera de la parroquia [2] de Pointe Coupée, entre los dos ríos, había conseguido asistir al conservatorio de Wilberforce, Ohio, había estado en Corea y había tocado en la banda del ejército. Luego estuvo tocando en todos los clubs y tugurios de la ciudad durante una década antes de conocer a mi madre en una fiesta de sociedad en la que le habían contratado para tocar; ella, en aquella época, era la comidilla de la ciudad, pues no dejaba de contarle a todo el mundo que cuando tu marido te abandona por un marica rico, bueno, la vida sigue.
       El señor Dubinion casi nunca me dirigía la palabra. Había entrado en la vida de mi madre después de que yo ingresara en la academia militar, y cuando volví a casa para el Día de Acción de Gracias lo tuve que aceptar como un hecho consumado. Era un hombre alto, flaco, con una cara amarillenta y alargada de aspecto grave, ojos agamuzados y acuosos, un leve ceceo y unas manos enormes y huesudas de uñas rosadas que paseaba por las teclas del piano. No creo que mi madre le considerara guapo, pero eso, posiblemente, no importaba. Solía apoltronarse en nuestro salón, donde bebía whisky escocés, fumaba y tocaba melodías que improvisaba en el piano de cola Steinway de mi abuelo. Tarareaba entre dientes y gruñía y se balanceaba hacia arriba y hacia atrás igual que Erroll Garner, el pianista de jazz. Normalmente, me miraba sólo por el rabillo de sus ojos amarillos y achinados, como si aquella majestuosa residencia que era la casa de mi familia no fuera realmente lugar para ninguno de los dos. Imagino que sabía que no se quedaría allí para siempre, y le hacía feliz salirse por una temporada de lo que era su vida habitual, y tener a mi madre de novia. También parecía pensar que yo tampoco me quedaría mucho en aquella casa, y que eso era algo que teníamos en común.
       Pero recuerdo una cosa que me dijo pocos días antes de que me fuera con mi padre a los pantanos aquella Navidad, que resultó ser la única que Dubinion pasó con nosotros. Entré en el gran salón en penumbra donde estaba el piano —junto a la ventana que daba a la parte de delante—, y donde mi madre había colocado un gran árbol de Navidad con luces parpadeantes y una estrella dorada en lo alto. Yo tenía un ejemplar de El Infierno, que había decidido leer durante las vacaciones, pues al año siguiente esperaba dejar Sandhearst y matricularme en Lawrenceville, adonde había ido mi padre antes de entrar en Harvard. Y allí estaba William Dubinion, tocando el piano, fumando y bebiendo. Mi madre había estado cantando You’ve Changed con su fina y hermosa voz de soprano, y se había ido a descansar porque cantar la había fatigado. Cuando Dubinion vio la cubierta roja de mi libro, frunció el ceño, se colocó de lado sobre la banqueta, cruzó una pierna sobre la otra y dejó a la vista la piel pálida y sin vello que quedaba encima de sus zapatos de charol negros. Llevaba pantalones negros y una camisa blanca, pero no calcetines; así era como vestía normalmente cuando estaba por casa.
       —Un buen libro —dijo con su voz levemente ceceante, y me miró fijamente de una manera que parecía acusatoria.
       —Está escrito en italiano —dije—. Es un poema que trata de gente que va al infierno.
       —¿Es ahí donde esperas ir?
       —No —dije.
       —«Per me si va nella citta dolente. Per mi se va nel eterno dolore.» Eso es todo lo que recuerdo —dijo, y tocó un acorde en la clave de fa, un siniestro y sonoro acorde como los de las películas de miedo.
       Supuse que se lo estaba inventando, aunque lo cierto es que no era así.
       —¿Qué se supone que significa eso? —dije.
       —Lo de siempre —dijo con el cigarrillo aún colgándole en la boca—. Ándate con ojo si te llevan a una visita guiada por el infierno. Nada nuevo.
       —¿Cuándo leíste este libro? —dije, de pie entre las dos puertas correderas medio cerradas.
       Aquel hombre era el novio de mi madre, su genio maléfico, su representante, su seductor y corruptor (eso lo deduje más tarde). Era un hombre extraño y poderoso que había visto una vida que yo nunca vería. Le temía y, al mismo tiempo, me atemorizaba que se diera cuenta de ello, lo cual, probablemente, hacía que me comportara con aire insolente y de superioridad, y provocaba que le cayera mal.
       Dubinion se volvió hacia un ramo de pyracanthas rojas que mi madre había colocado sobre el piano.
       —Bueno, podría decir algo desagradable —dijo—. Pero no lo haré. —Respiró hondo y soltó el aire con un resoplido—. Sigue leyendo. Yo seguiré tocando.
       Asintió con la cabeza, pero no volvió a mirarme. Después de eso no tuvimos muchas más conversaciones. Mi madre lo despachó durante aquel invierno. Regresó un par de veces, pero llegó un momento en que desapareció del mapa. Aunque por entonces la vida de mi madre había ido a peor, de una manera que, probablemente, se veía venir.

       Recuerdo que durante esos tres días mi madre sólo me habló directamente una vez, aparte de informarme de que la cena estaba lista o de que salía por la noche para hacer alguna actuación que le había conseguido Dubinion y que, estoy seguro, pagaba ella (como también pagó para tener la oportunidad de cantar), y fue el miércoles por la tarde, mientras estaba sentado en el porche trasero estudiando minuciosamente el folleto que explicaba los requisitos necesarios para entrar en Lawrenceville que había pedido que me enviaran. Nunca había estado en Lawrenceville ni en Nueva Jersey, pues lo máximo que me había alejado de Nueva Orleans había sido para ir a Yankeetown, en Florida, donde se hallaba mi academia militar, que ocupaba el edificio de un antiguo hospital católico para sacerdotes enfermos y orates. Pero consideraba que Lawrenceville —esa sola palabra— me salvaría de la imposible situación en la que creía encontrarme. Ir a Lawrenceville, viajar muchos kilómetros en tren, entrar en aquel lugar desconocido y complejo que debía de ser Nueva Jersey… Todo eso, unido al hecho de que mi padre había ido a ese colegio, por lo que el apellido de mi familia significaba algo allí, parecía ofrecerme una escapatoria, una liberación y un futuro mejor que el que tenía en mi casa de Nueva Orleans.
       Mi madre había salido al porche, que estaba acristalado y desde el que se veía una perspectiva de la hierba del jardín trasero. Sobre el cuidado césped había cuatro sillas de respaldo reclinable y una mesa de picnic, todo de madera y pintado de rosa. El jardín estaba rodeado por una tapia, y nadie, excepto nuestros vecinos —si así lo deseaban—, podía ver que William Dubinion estaba echado encima de la mesa de picnic color rosa, sin camisa, fumando un cigarrillo y mirando muy concentrado el cielo, de un azul cálido.
       Mi madre se lo quedó mirando un momento. Llevaba un pijama de seda blanco de hombre, y tenía la voz ronca. Estoy seguro de que ya era adicta a las drogas que con el tiempo acabarían afectando a su raciocinio. Llevaba en la mano un vaso de leche, en el que probablemente había también ginebra o whisky, o algo que mitigara lo mal que se sentía por lo que fuera.
       —¡Qué magnífica idea ir a cazar con tu padre! —dijo en tono sarcástico, como si prosiguiera una conversación que hubiéramos iniciado anteriormente, aunque, de hecho, ni habíamos comentado lo de la cacería, a pesar de que yo quería hablar de ello, y a pesar de que pensaba que no debía ir y de que esperaba que ella no me lo permitiera—. ¿Al menos tienes un arma? —me preguntó, aunque sabía que no. Sabía perfectamente lo que tenía y lo que no. Tenía quince años.
       —Él va a darme una —dije.
       Me lanzó una mirada, pero su expresión no cambió.
       —Me pregunto lo que debe ser enrollarse con otro hombre de tu misma posición social —dijo mi madre mientras se pasaba la mano por el pelo, que se había teñido hacía poco de color rubio ceniza y llevaba corto y muy bien arreglado (había sido idea de Dubinion). El padre de mi madre había tenido una farmacia en Prytania Street y había ganado mucho dinero atendiendo a las necesidades de familias ricas como los McKendall. Ella había ido a Newcombe, hecho una buena boda y regresado para codearse con la sociedad en la que mi padre la había introducido (aunque jamás pensé que le importara lo más mínimo la sociedad de Nueva Orleans, contrariamente a mi padre, a quien le importaba lo suficiente como para escupirle a la cara)—. Siempre supuse —dijo— que en sus escapadas se liaba con gente de baja estofa. Un estibador, el encargado de las toallas del club.
       Miraba a Dubinion. Debía de ser lo que ella consideraba un personaje de baja estofa. Mis padres llevaban veinte años casados, y a los treinta y nueve mi madre había metido a Dubinion en su vida para borrar cualquier vestigio de cómo había sido su existencia anterior. Ahora, mientras cuento todo esto, me doy cuenta de que ella y Dubinion acababan de hacer el amor, y de que él disfrutaba del duermevela poscoital echado medio desnudo en la mesa de picnic mientras ella rondaba por la casa en pijama, sola, por lo que tuvo que acabar hablando conmigo. Es triste pensar que al cabo de poco más de un año, cuando yo estaba acabando de adaptarme a Lawrenceville, ella moriría. Pensar en ella ahora es como oír hablar a los muertos.
       —Pero no se lo echo en cara a tu padre. Que represente el papel de hombre, quiero decir —dijo mi madre—. Otras cosas sí, desde luego. —Se volvió, se acercó y se sentó sobre la silla de mimbre con cojines de rayas que había junto a la mía. Dejó su leche sobre la mesa y sus manos frías me cogieron una mano, y la sujetaron en su regazo, contra sus piernas cubiertas de seda—. ¿Y si me convierto en una buena cantante y tengo que ir de gira y cantar en Chicago, Nueva York y, a lo mejor, París? ¿Te gustaría eso? Podrías venir y verme actuar. Podrías llevar el uniforme de la escuela.
       Frunció los labios y volvió la vista hacia el jardín, donde William Dubinion estaba tendido sobre la mesa de picnic como un faraón.
       —Eso no me gustaría —dije.
       No me gustaba mentirle. Ella salía de noche, se humillaba y me hacía sentirme avergonzado y temeroso. No iba a decirle que todo eso me parecía bien. Era un desastre, y pronto se vería.
       —¿No? —dijo—. ¿No te gustaría verme cantar en el Quartier Latin?
       —No —dije—. No me gustaría.
       —En fin. —Me soltó la mano, cruzó las piernas y apoyó la barbilla en el puño—. Tendré que vivir con eso. A lo mejor tienes razón.
       Buscó a su alrededor hasta dar con el vaso de leche, como si hubiese olvidado dónde lo había puesto.
       —¿Qué otras cosas tienes que echarle en cara? —pregunté, refiriéndome a mi padre. O, al menos, a su papel de hombre.
       —Oh —dijo mi madre—, ¿ahora vamos a volver a hablar de él? Bueno, digamos que le echo en cara toda su persona. Y no por mí, desde luego, sino por ti. Podría haberse quedado aquí y no ponerse en evidencia. Otros hombres lo hacen. No hay nada malo en tener un amante, sea de la categoría que sea. Por ello no es peor que muchos otros hombres. Pero no es eso lo que le echo en cara. La verdad es que no lo había pensado antes. El caso es que casi todos los demás hombres son mejores que él. Y ése es un delito capital en el matrimonio. Tendrás que crecer un poco más para entenderlo. Pero lo conseguirás.
       Cogió su vaso de leche, lo levantó, se ciñó los pantalones del pijama a su fina cintura y volvió a entrar en la casa. Al poco oí un portazo, luego su voz y la de Dubinion, y seguí preparando mi solicitud para entrar en Lawrenceville y salvar mi vida. Aunque creo que sé a qué se refería. Lo que quería decir era que mi padre sólo hacía lo que le convenía, y creía que con ello dejaba a los demás la misma libertad para hacer lo que quisieran. Sólo que no es así como funciona el mundo, y la vida de mi madre y la mía son la prueba viviente de ello. Lo que hacen los demás siempre te afecta. Es así de sencillo.

       Mi padre se sentaba, apoltronado, en la proa del esquife vacío, al final del embarcadero de madera. Faltaba una hora para el amanecer. Contemplaba la superficie callada y casi inmóvil de Bayou Baptiste, más allá de la cual (aunque yo no podía verlo) estaban las desoladas marismas que llegaban hasta el Mississippi, que quedaba al oeste, a kilómetros de distancia. Mi padre llevaba la cabeza descubierta y una especie de gabardina color tabaco. Hacía un año que no le veía.
       El lugar en que nos encontrábamos se llamaba muelle Reggio, y era poco más que un pequeño campamento, formado por unos cuantos cobertizos, donde los pescadores alquilaban sus botes durante los meses de verano a quienes, como nosotros, iban a cazar patos a los pantanos, y donde unos pocos pescadores de gambas guardaban sus grandes barcas y redes cuando no era la temporada. No había estado allí hasta entonces, pero había oído hablar de aquel lugar cuando estaba en los jesuitas, pues algunos muchachos iban con sus padres, quienes arrendaban zonas de las marismas, construían aguardaderos de madera y se alojaban en frágiles chamizos y casas construidas sobre pilotes junto a la carretera de un solo carril que venía de Violet, Louisiana. Para mí era un lugar renombrado en el sentido de que los campamentos de caza pueden llegar a ser renombradamente misteriosos, hay un peligro en ellos, y representan lo bueno y lo desconocido que tan rara vez se combinan en la vida.
       Mi padre, contrariamente a lo que me había anunciado por teléfono, no había ido a buscarme. En lugar de su coche, un taxi amarillo con una luz en el techo se detuvo delante de nuestra casa, y el conductor se acercó a nuestra puerta, llamó al timbre y me dijo que el señor McKendall le enviaba para recogerme y llevarme a Reggio, que estaba en la parroquia de Saint Bernard y, a pesar de ser un lugar agreste, no estaba muy lejos de la ciudad.
       —¿Eres tú de verdad? —dijo mi padre desde el bote, volviéndose, cuando ya llevaba un minuto en el extremo del embarcadero esperando que advirtiera mi presencia. Un hombrecillo de aspecto enano y cabeza grande y cuadrada, con el pelo negro y ondulado, vestido con un mono, trajinaba bolsas de lona llenas de señuelos para patos al interior del bote. En el campamento ya había actividad. Llegaban coches procedentes de la oscuridad, con las luces traseras encendidas. Se oían carcajadas de hombres. Alguien había traído un perro que ladraba. Y no hacía frío, a pesar de que faltaba una semana para Navidad. El aire de la mañana era pesado y aterciopelado, y una neblina subía del bayou[3], que olía como si hubieran vertido en él gasolina o petróleo. La bruma se me enredaba en las manos y en la cara, y sentía el pelo sucio bajo la gorra.
       —Siento lo del taxi —dijo mi padre desde la proa del esquife de aluminio. Sonreía de una manera exagerada. Tenía los dientes muy blancos, y estaba delgado. Llevaba el pelo, de color claro y fino, más corto de lo que recordaba, y también me pareció más rubio, y la raya, que llevaba a un lado, era más ancha. Fue extraño, pero recuerdo que pensé —de pie, mirándolo desde mi estatura— que si mi padre tuviera un hermano mayor, tendría justo esa pinta. No muy buena. No feliz ni saludable. Y, desde luego, me di cuenta de que estaba bebido, ya a esa hora. El hombre vestido con un mono trajo tres escopetas enfundadas y las dejó en el bote.
       —Este bribón es el señor Reynard Theriot Júnior —dijo mi padre señalando al hombrecillo del pelo ondulado—. Algunos, en Nueva Orleans, le conocen como Fabrice, o el Zorro. O Fabricio. Escoge el nombre que más te guste.
       No sabía qué significaba todo aquello. Pero Renard Júnior se quedó quieto tras colocar las armas en el bote y miró a mi padre de manera hostil. Tenía las cejas pobladas y fruncidas, e incluso con tan poca luz su tez oscura hacía que sus ojos parecieran pequeños y penetrantes. Debajo del mono llevaba una camisa roja con estrellitas doradas.
       —Fabricio sabe reclamar a los patos con sorprendente sutileza —dijo mi padre levantando demasiado la voz—. Entre otros talentos. ¿No es cierto, señor Fabrice? ¿No saludas a mi hijo, Buck, que es un muchacho estupendo?
       Mi padre me dirigió su gran sonrisa de todos-los-dientes-a-la-vista, y me di cuenta de que se estaba burlando de Renard Júnior, quien no me dirigió la palabra y siguió con su trabajo de cargar el bote. Me pregunté qué sabría de mi padre, y, si sabía algo, qué pensaría de él.
       —No he podido encontrar mi atavío de cazador —dijo mi padre, y miró en dirección a la pechera abierta de su gabardina. La abrió más y vi que llevaba esmoquin, camisa rosa, una pajarita rojo chillón y un clavel rosa. También llevaba unos zapatos de dos colores, blancos y negros, muy poco adecuados a la época navideña, y que, en cualquier caso, quedarían para tirar en cuanto estuviéramos en las marismas—. Lo tenía guardado en el garaje, en casa de mi madre —dijo, como si hablara solo—. Esta mañana, a primera hora, me di cuenta de que había perdido la llave. —Me miró, todavía sonriendo—. Tú llevas una indumentaria deportiva de primera —dijo.
       Me había puesto, simplemente, unos pantalones caqui, y una camisa de la escuela (a la que le había quitado las insignias de latón), unas zapatillas de tenis y una vieja chaqueta y un gorro de tela que había encontrado en un armario. Eso no era exactamente la indumentaria para ir a cazar patos tal como se la había oído describir a mis amigos de la escuela. Mi padre ni siquiera se había acostado; se había pasado la noche en vela, bebiendo y divirtiéndose. Probablemente, habría preferido quedarse donde estaba, con las personas que ahora eran sus amigos.
       —¿Qué libros importantes has estado leyendo? —me preguntó mi padre, no sé por qué, desde el bote. Miró a su alrededor cuando pasó lentamente a nuestro lado un bote lleno de cazadores y el gran perro labrador negro que había oído ladrar, rumbo a Bayou Baptiste. Su guía llevaba una lámpara con reflector incorporado que brillaba sobre la neblinosa superficie del agua. Iban a cazar patos. Aunque no podía ver dónde, pues más allá de la orilla opuesta del bayou había sólo una extensión llana, negra y sin árboles que acababa en la oscuridad. No imaginaba dónde podían estar los patos, ni dónde caía la ciudad, ni siquiera dónde se encontraba el este.
       —Estoy leyendo El Infierno —dije, y me sentí un tanto incómodo por decir «Infierno» en un embarcadero.
       —Ah, ése —dijo mi padre—. Creo que es el libro favorito del señor Fabrice. Canto Quinto: aquellos que han perdido la capacidad de controlarse. Aunque creo que deberías leer la autobiografía de Yeats. Yo la he estado leyendo en Saint Louis. En una carta a un amigo, el gran John Synge, dice Yeats que deberíamos unir el estoicismo, el ascetismo y el éxtasis. Creo que eso estaría bien, ¿no te parece?
       Mi padre parecía seguro de sí mismo y desafiante, como si esperara que supiera qué quería decir con aquellas cosas, y quiénes eran Yeats y Synge. Pero no lo sabía. Y no tenía ganas de fingir que lo sabía ante un borracho que llevaba esmoquin y un clavel rojo y estaba sentado en un bote para ir a cazar patos.
       —No sé quiénes son. No sé de qué me hablas —dije, y me pareció terrible tener que admitirlo.
       —Son el perfecto equilibrio de la vida. Pero hasta ahora sólo he conseguido combinar dos. Quizá uno y medio. ¿Y cómo está tu madre?
       Comenzó a abrocharse la gabardina.
       —Está bien —mentí.
       —Creo que ha encontrado a alguien que la ayuda en la casa.
       No levantó la vista, sino que siguió manoseando los botones.
       —Está aprendiendo a cantar —dije sin mencionar a Dubinion.
       —Ah, bien —dijo mi padre tras abrocharse el último botón y alisarse la pechera de la gabardina—. Siempre ha tenido una bonita voz. Una dulce voz de coro de iglesia.
       Levantó la mirada hacia mí y me sonrió, como si supiera que no me gustaba lo que decía y no le importara.
       —Ha mejorado mucho.
       Se me ocurrió volver a casa en aquel preciso instante, aunque, naturalmente, no había cómo hacerlo.
       —Seguro que sí. Y ahora llévanos al sitio ese, Fabricio —dijo mi padre de repente.
       Renard estaba detrás de mí en el embarcadero. Otros botes llenos de cazadores ya habían salido. Sólo se veían luces parpadeantes aquí y allá, sobre el agua, alejándose de donde nosotros aún seguíamos amarrados, y el apagado petardeo de sus fuerabordas quedaba amortiguado por la neblina. Subí al bote y me senté en el tablón de en medio. Pero, cuando Renard se colocó en la popa, el bote se inclinó bruscamente a un lado justo en el momento en que mi padre estaba echando un prolongado trago, sin interrumpirlo ni para respirar, de la botella que había colocado entre sus pies, donde no pudiera verse.
       —¡No te caigas, hombre! —le dijo Renard a mi padre desde la popa del bote, al tiempo que le daba un fuerte tirón a la cuerda del motor. Tenía una voz grave y melodiosa, teñida de sarcasmo—. Creo que nadie movería un dedo para sacarte.
       Mi padre, creo, no le oyó. Pero yo sí. Y me dije que tenía toda la razón.

       No sabría decir por dónde fuimos aquella mañana en el bote de Renard Júnior, sólo que salimos a las oscuras marismas que forman el Gran Lago, las cuales se encuentran en la parroquia de Plaquemines y parecen el mismísimo confín de la tierra. Más tarde, cuando salió el sol y la neblina se disipó, lo que vi fue una extensa superficie de agua gris parduzca salpicada de islas muy planas cubiertas de hierba amarillenta que olían a alquitrán y a vegetación medio descompuesta, y donde el barro era de un color negro azulado y pegajoso, y olía a rayos. Aunque en el horizonte, iluminados por la luz de la mañana, se veían los edificios más elevados de la ciudad —el Hibernia Bank, donde mi padre había trabajado—, colocados justo encima de la curva de la tierra. Era extraño sentirse tan lejos de la civilización y, sin embargo, verla con tanta claridad.
       Por supuesto, al principio estaba todo oscuro. Renard Júnior, que era bajo, se colocó de pie en la popa del bote, y la luz de su linterna pasó por encima de mí, que estaba sentado en el medio, y sobre las espaldas encorvadas de mi padre, que estaba en la proa. El pelo rubio de mi padre relucía, y la brisa lo echaba hacia atrás. Avanzamos un rato por el bayou, a continuación giramos y pasamos lentamente por debajo de un puente de madera, y luego seguimos un largo canal bordeado de montículos cenagosos en los que se habían posado unas garzas y donde los primeros patos se alejaban del bote a causa de la luz adentrándose repentinamente en las sombras de un salto y desapareciendo. Mi padre señaló a esos patos asustados, hizo de su mano una pistola y la agitó en uno-dos-tres disparos silenciosos mientras el esquife surcaba el pantano a gran velocidad.
       Naturalmente, me entusiasmaba estar allí. Aun cuando llevara mis odiadas ropas de la academia militar, mi padre estuviera borracho y llevara esmoquin y gobernara el bote aquella especie de mono que era Renard. Creía, no obstante, que todo aquello era una variante de lo que debía ser una cacería de verdad: ir a cazar con tu padre y un guía, y que, fueras cuando fueras, incluso en las circunstancias más perfectas, siempre ocurriría alguna imperfección que te provocaría cierto malestar. El truco consistía en acostumbrarse a aquel leve malestar, o arriesgarse a perder la poca dicha que aquello pudiera proporcionarle.
       En cierto momento, mientras surcábamos la oscura y viscosa superficie del lago, Renard Júnior puso marcha atrás, apagó su linterna, giró bruscamente a la izquierda y dejó que la estela nos llevara a una isla cenagosa cubierta de hierba que no había visto. Aunque al punto comprendí que no se trataba, simplemente, de una isla, sino que había también un aguardo camuflado con hierbas en su parte delantera, construido con estacas de madera que se hundían en el barro; dentro se alineaban cajas para fruta donde los cazadores podían sentarse sin ser vistos por los patos que volaban. Cuando el bote embarrancó en las hierbas de la orilla, Renard, que ahora llevaba un par de botas de pescador hasta las caderas, saltó y lo empujó hasta dejarnos en una zona donde el barro era más sólido.
       —Esto es el paraíso de los patos —dijo mi padre, y a continuación le dio un fuerte ataque de tos, y su cara juvenil y tersa se vio contorsionada por el jadeo, hasta el punto de que agitó violentamente la cabeza y tuvo que volverse.
       —Lo que quiere decir es que aquí es donde los patos van al paraíso —dijo Renard.
       Era la primera vez que me dirigía la palabra, y me di cuenta de que su voz no sonaba como las voces de los yats que había oído hasta entonces, y que, supuestamente, sonaba como las de los habitantes de Nueva York o Boston, ciudades del Norte. La voz de Renard era cultivada, melodiosa y con inflexiones, me dije, como la de un director de funeraria de la zona alta de la ciudad, o de un florista. Era una voz que no parecía encajar con el cuerpo de aquel hombrecillo nudoso y musculoso, que en aquel momento estaba hundido hasta los muslos en aquella agua aceitosa y hedionda, y que llevaba el pelo largo y ondulado al estilo de los blancos pobretones.
       —¿Cuándo vienen los patos? —dije, sólo por contestarle algo. Mi padre se estaba recuperando; escupió en el agua y echó otro trago.
       Renard soltó una breve carcajada que debió de pensar que mi padre, probablemente, oiría.
       —Cuando estén a punto. Igual que tú y yo —dijo; comenzó a arrastrar los grandes sacos de lona con los señuelos y dejó de prestarme atención.

       Renard tenía una piragua de madera oculta entre la espesa hierba, y, tras ocultar nuestro bote con una cubierta de esterillas de paja, la utilizó para colocar los señuelos a medida que el cielo se iba iluminando, aunque aún estaba bastante oscuro. Mi padre y yo nos sentamos sobre las cajas de fruta y le observamos mientras arrojaba los patos lastrados para que formaran dos grupos delante de nuestro aguardadero con un espacio entre ambos. Comenzaba a darme cuenta de que hasta entonces había tenido una idea muy equivocada de lo que eran las marismas. Para empezar, la extensión de agua que nos rodeaba era más pequeña de lo que imaginaba. Aparecieron ante nosotros otras islas cubiertas de hierba a cosa de medio kilómetro de distancia, y luego una hilera de árboles verdes, algo más lejos, aunque más cerca de lo que esperaba. Oí una sirena, y luego una música que debía de proceder de algún coche en el muelle Reggio, y por fin apareció el sol, un disco blanco y ardiente detrás de la neblina, y justo por el lado contrario al que yo esperaba. Aunque todo eso, en verdad —los rasgos confusos y desorientadores de donde me encontraba, que todo acabara siendo lo contrario de lo que esperaba—, parecía bueno, ya que, al menos, tenía la sensación de haber llegado a alguna parte, por lo que poco a poco me olvidé de lo que antes había pensado de aquella jornada, de mi vida y de mi futuro, perspectivas todas ellas nada halagüeñas.
       Dentro del aguardo, que sólo tenía tres metros de largo por uno y medio de ancho, y sobre cuyas tablas había casquillos, envoltorios de caramelos y colillas de cigarrillos, mi padre colocó la botella de whisky, vacía ya en sus tres cuartas partes. Una vez nos hubimos acomodado en nuestras cajas, se quedó un rato sentado, y no nos dirigió la palabra ni a mí ni a Renard cuando éste acabó de distribuir los señuelos y se metió en el aguardadero a esperar a los patos. Algo le había dado a mi padre, o se encontraba mal, o estaba muy fatigado, o tenía alguna preocupación, pues su mente se hallaba muy lejos de aquel escondite y de lo que estábamos haciendo allí. Renard sacó las armas de sus fundas. La mía era la vieja A. H. Fox de calibre veinte y dos cañones, que pesaba como el plomo. La había visto muchas veces en casa de mi abuela y la había manejado lo suficiente para conocer sus características, aunque no la había disparado nunca. Mi abuela la llamaba su «escopeta para señoras», y había disparado con ella cuando era joven e iba a cazar con el padre de mi padre. Renard me dio seis cartuchos. Cargué las recámaras y mantuve la boca de la escopeta hacia arriba, sujetándola entre las rodillas, mientras contemplábamos el cielo plateado y esperábamos a que los patos se acercaran a nuestros señuelos.
       Mi padre no cargó su escopeta; se quedó sentado, reclinado contra los listones de madera, con el arma apoyada contra la maraña de hierbas que había delante del aguardo. Al cabo de un rato de estar allí sentados, contemplando el cielo, y de haber avistado tan sólo un par de patos, fuera del alcance de nuestras armas, oímos que los demás cazadores de las marismas hacían sus primeros disparos, a veces varios en una terrible explosión. Entonces me di cuenta de que los otros dos aguardaderos se hallaban al otro lado de la laguna en la que nos habíamos instalado, a unos doscientos metros de nuestra posición, visibles si ajustaba los ojos a la luz y a las irregularidades características del horizonte. Sólo vi volar un pato en el cielo; cuando los demás cazadores dispararon, pareció perder altura lentamente, pero, de pronto, cayó como una piedra, y oí ladrar a un perro y una voz de hombre, aguda y que reía en medio de la brisa suave.
       —¡Ja, ja, ja! ¡Mira, mira! —dijo aquella voz, muy claramente a pesar de la distancia—. ¡Ese cabrón iba camino de la parroquia de Terre Bonne cuando me lo cargué!
       Otro hombre rió. Todo parecía ocurrir muy cerca de nosotros, a pesar de que aún no habíamos disparado y estábamos, simplemente, observando los cielos lechosos.
       —¡Menudos cabronazos! —dijo mi padre—. Ni esperan a que sea la hora de disparar. Siempre hacen lo mismo. Es genético.
       No parecía dirigirse a nadie en particular, y siguió apoyado en los lados del aguardo, esperando.
       —Hace rato que era hora de disparar —dijo Renard Júnior con la vista fija en el cielo. Llevaba dos reclamos de madera colgando del cuello en unas correas de piel. Aún no había soplado los reclamos, y yo quería que lo hiciera, quería ver una bandada de patos formados en uve girar y girar y acercarse a nuestros señuelos, tal como se supone que hacen siempre.
       —Ahora es el momento, señor Fabrice el Engominado, señor Fabrichi.
       Mi padre se pasó el dorso de la mano por la nariz y por el nacimiento del pelo, a continuación cerró los ojos y los abrió mucho, como si intentara concentrar su atención en lo que estaba haciendo y no le resultara fácil. El escondite olía a agrio, así como a whisky, y al ungüento que se ponía Renard Júnior en su pelo tupido. Mi padre llevaba sus zapatos blancos y negros embarrados y llenos de arañazos, y también se veían manchas de lodo en sus pantalones de esmoquin, en su camisa rosa e incluso en su frente. Tenía una pinta que no pegaba nada en aquel decorado. Parecía haber caído de un avión mientras se dirigía a una fiesta.
       Renard Júnior no replicó cuando mi padre le llamó «Fabrice el Engominado», pero estaba claro que un nombre así no podía gustarle. Me pregunté por qué estaba allí y permitía que le hablaran de aquel modo. Aunque, por supuesto, había una razón. En realidad, en el mundo hay muy pocas cosas misteriosas. Casi todo acaba teniendo una explicación decepcionante, por extraño que parezca al principio.
       Al cabo de un rato Renard sacó una cajetilla de cigarrillos y se llevó uno a la boca, pero no lo encendió, simplemente lo mantuvo entre sus labios húmedos, que eran grandes y sensuales. Era un tipo de aspecto raro de verdad, con su camisa tachonada de estrellitas y aquella cabeza demasiado grande para su cuerpo; probablemente, andaría por la cuarentena, y no se había quedado enano por los pelos.
       —He aquí la señal de un verdadero yat —dijo mi padre. Estaba inclinado sobre su escopeta y miraba fijamente a Renard Júnior—. Observa ese cigarrillo sin encender asomando de esa boca demasiado expresiva. Si vas en coche por las calles de Chalmette, Louisiana, muchacho, verás a hombres, mujeres y niños, todos ellos emparentados con el señor Fabrice, en el césped de sus jardines tamaño sello de correos, todos ellos con botas hasta las caderas y con un Picayune sin encender en la boca, tal como ves ahora. Ecce Homo.
       Renard Júnior abrió inesperadamente la boca con el cigarrillo pegado a la parte superior de su lengua púrpura, grande y fea. Le lanzó una mirada a mi padre, todavía inclinado hacia delante sobre la escopeta y con una sonrisa despectiva en la cara, a continuación se metió el cigarrillo en la boca y se lo tragó sin cambiar de expresión. Luego me miró —estaba sentado entre él y mi padre—, y sonrió. Tenía los dientes grandes y con manchas marrones. Fue un gesto lascivo. No sabía por qué, pero estaba seguro de que lo era.
       —No le hagas caso —dijo mi padre—. Con esta gente tenemos que lidiar. Tipos arteros, brutos, que hablan francés. Ahora quiero que me digas una cosa acerca de ti, Buck. ¿Últimamente te has encontrado en alguna situación imposible? Resulta que me he vuelto un experto en esa clase de situaciones.
       Mi padre movió sus zapatos blancos y negros sobre las tablas embarradas del suelo, con lo que su escopeta, que era una hermosa Beretta de dos cañones montados uno sobre el otro, con incrustaciones de plata, resbaló y cayó justo sobre mis pies con un fuerte ruido, y los cañones acabaron apuntando justo a los tobillos de Renard Júnior. Mi padre ni siquiera intentó agarrar la escopeta cuando esta cayó.
       —¡Recoge eso ahora mismo! —me dijo con voz airada, como si se me hubiese caído a mí. Le obedecí. Recogí la escopeta y se la devolví, y la apretó con la rodilla contra uno de los laterales del aguardo. En ese gesto casi violento de colocar su escopeta donde quería hubo algo que me recordó cuando vivía con nosotros. Siempre había sido un hombre de gestos bruscos y repentinos cambios de actitud, risas inesperadas y emociones intensas. Era algo que no siempre me había gustado, pero había decidido que así obraban los hombres y lo aceptaba.
       —¿Te gustaría viajar? —dijo mi padre como si hubiera olvidado su anterior pregunta, y levantó la vista al cielo igual que si acabara de darse cuenta que estaba en un puesto para cazar patos y por un segundo, al menos, sintiera algún interés por lo que estábamos haciendo. Se le había vuelto a abrir la gabardina, y mostraba de nuevo la pechera del esmoquin, manchado de barro—. Pues deberías hacerlo —dijo antes de que pudiera responder.
       En ese momento Renard Júnior comenzó a soplar su reclamo, y se acuclilló hacia delante. Y porque él lo hizo, yo lo imité, y mi padre, al vernos, se agachó apoyándose sobre las rodillas y desvió la cara hacia abajo. Y a los pocos momentos, mientras Renard seguía soplando, me asomé por encima de la pared de paja y vi dos patos de color negro volando bajo, justo delante de nuestro puesto y por encima de los señuelos. Renard Júnior transformó su sonido de reclamo en un entrecortado cacareo, y cuando lo hizo los patos viraron a un lado y comenzaron a volar justo en dirección contraria a nosotros, casi como si volaran marcha atrás.
       —Has dejado que te vean —dijo Renard con un susurro ronco—. Han visto esa cara blanca.
       Encogido a su lado, me llegó su aliento, un aliento a cigarrillos y carne agria que debía de haber tenido un horrible sabor en su boca.
       —¡Sopla, maldita sea, Fabrice! —dijo entonces mi padre, o gritó, mejor dicho. Me volví para verle; se había puesto en pie con la escopeta al hombro. La gabardina estaba tirada en el suelo, por lo que sólo llevaba el esmoquin. Eché un vistazo a nuestros señuelos y vi cuatro pequeños patos que acababan de ahuecar las alas y se deslizaban hacia el agua, entregas dos hileras de señuelos. Sus alas emitían un sonido metálico.
       Renard Júnior inmediatamente volvió a iniciar su cacareo, aún acuclillado, con la cara hacia el suelo, delante de su caja de fruta.
       —¡Dispárales, Buck, dispárales! —gritó mi padre, y me puse en pie, me llevé la pesada escopeta al hombro, y, sin pretenderlo, disparé los dos cañones, apreté los dos gatillos a la vez, justo en el mismo momento que mi padre (que en algún momento había cargado su escopeta) también descargaba sucesivamente sus dos cañones apuntando a los patos, que habían rozado brevemente el agua, pero que ya se alejaban, ascendiendo más y más al igual que los otros, cada vez más lejos de nosotros, con el cuello estirado y los ojos —o eso me pareció, pues jamás le había disparado a un pato— muy abiertos y asustados.
       Mis dos cañones, al ser disparados simultáneamente, habían dado en uno de los señuelos de Renard y lo habían hecho trizas. Los dos disparos de mi padre, al parecer, no habían dado en ninguna parte, aunque uno de los tacos de papel gris resbaló lentamente hacia el agua mientras los cuatro patos menguaban en la distancia hasta que recibieron los disparos de los cazadores que había al otro lado de la laguna y dos de ellos cayeron.
       —Esto ha sido espantoso —dijo mi padre, de pie en el extremo del aguardadero vestido con su esmoquin, y con el pelo rubio lacio pegado a la cabeza de una manera que le hacía parecer un niño. Al momento abrió la escopeta y reemplazó los cartuchos gastados con otros nuevos que sacó del bolsillo del esmoquin. Ya no parecía borracho, sino totalmente concentrado y despierto, excepto por el detalle de no haber acertado ningún disparo.
       —Disparáis como un par de abuelas —dijo Renard, disgustado, y meneó la cabeza.
       —¡Vete a la mierda! —dijo mi padre sin alterarse, y cerró su hermosa escopeta italiana de golpe con aire amenazador. Sus ojos azules se ensancharon, a continuación se apretaron, y pensé que iba a apuntar a Renard Júnior. Se le había formado un poco de saliva blanca en las comisuras de la boca, y su cara había pasado de tener una expresión concentrada a estar pálida, sudorosa, indignada—. Si necesito tus servicios para otra cosa que no sea soplar el reclamo, hablaré con tu amo —dijo.
       —Habla con el tuyo, gracioso —dijo Renard Júnior, y en cuanto lo dijo me miró, levantó las cejas y sonrió frunciendo los labios de una manera simiesca, cruel.
       —Ya basta —dijo mi padre alzando la voz—. Ya está bien.
       Pensé que iba a extender el brazo por delante de mí y sacudirle a Renard en su sonriente boca. Pero no lo hizo. Simplemente, se reclinó en su caja de fruta, miró hacia delante y colocó la escopeta recién cargada entre las rodillas. Ahora tenía los zapatos blancos y negros encima de la gabardina, y estaban para tirarlos. El clavel rosa había quedado aplastado en el barro viscoso.
       Oí la sonora respiración de mi padre. Había ocurrido algo que no era bueno, pero no sabía qué. Algo había surgido en él, la fuerza de una repentina rebelión, pero había quedado derrotada antes de que pudiera manifestarse y actuar. O eso es lo que me pareció. Entre nuestros impulsos y nuestros actos siempre se dan acontecimientos silenciosos. Pero yo no sabía qué acontecimientos habían ocurrido, sólo que había sucedido algo y podía percibirlo. Ahora mi padre parecía cansado, meditabundo. Renard Júnior ya no soplaba ningún reclamo; permanecía sentado en su sitio mirando el cielo neblinoso, que en el horizonte adquiría un rojo denso, vivo y luminoso, como si hubiera un incendio en la otra punta de las marismas. Los otros cazadores habían dejado de disparar. Un pequeño avión avanzaba lentamente por el cielo. Oí ladrar a un perro. Vi pasar a un pez justo delante de donde estábamos. Me pareció ver un cocodrilo. Aparecieron los mosquitos, cosa que no es de extrañar en Louisiana.
       —¿Qué haces en Saint Louis? —le pregunté a mi padre. Era lo que quería saber.
       —Bueno —dijo mi padre, pensándoselo. Sorbió por la nariz—. Juego al golf. Juego bastante al golf. Francis tiene una gran casa justo delante de un maravilloso parque. Me he aficionado.
       Se tocó la frente, donde tenía una mancha negra de barro en la que se había posado un mosquito. Se la frotó y se miró las puntas de los dedos.
       —¿Ejerces de abogado?
       —¡Dios mío, no! —dijo. Negó con la cabeza y volvió a sorber por la nariz—. En Nueva Orleans me pidieron que abandonara el bufete. Ya lo sabes.
       —Sí —dije. Oí que ahora respiraba mejor. Su expresión parecía calmada. Se le veía joven y guapo. El acontecimiento silencioso que había ocurrido en su interior había quedado atrás, y parecía haberlo superado. Le diría que pensaba ir a Lawrenceville. Era la clase de conversación que mantenían padres e hijos mientras cazaban patos. Aunque hubiera preferido que estuviésemos solos, y no tener al lado a Renard Júnior escuchándonos—. Me gustaría pedirte… —comencé a decir.
       —Dime cómo andas de novias —me interrumpió mi padre—. Cuéntamelo todo.
       Sabía a qué se refería con eso, pero no había nada que contar. Yo estaba en la academia militar, y allí sólo había chicos, por lo que no tenía ninguna experiencia interesante que relatarle. Pero si iba a Lawrenceville sabía que la situación cambiaría por completo. Allí habría chicas.
       —No tengo nada que contar… —comencé a decir, pero volvió a interrumpirme.
       —Deja que te dé un consejo. —Estaba frotando el índice en torno a la boca de la escopeta—. Antes de follarte a alguien, intenta imaginar cómo te sentirás después de follártelo. ¿Comprendes?[4] Ésa es la clave de todo. La Historia. La Moral. La Filosofía. Te ahorrarás mucha infelicidad. —Asintió con la cabeza, como si esa verdad hubiese quedado clara para él una vez más—. A lo mejor ya lo sabes —dijo. Miró por encima de las hierbas que cubrían la entrada del aguardo, en dirección hacia donde el cielo se había vuelto de fuego, y a continuación me lanzó una mirada que quería parecer honesta y con la que pretendía decirme (o eso pensé) que me apreciaba—. ¿Alguna vez, hablando con alguien, te has descubierto diciendo cosas en las que no crees en lo más mínimo? —Alargó dos dedos y me quitó un mosquito de la mejilla—. ¿No te ha pasado? —dijo un tanto distraído—. ¿No te ha pasado? ¿Nunca?
       Me acordé de las conversaciones que había mantenido con Dubinion, y de alguna con mi madre. Eran de la clase a la que acababa de referirse mi padre, memorables, aunque sólo fuera por lo que yo no decía. Pero le contesté que no.
       —Entonces la conveniencia no debe de significar gran cosa para ti —dijo de manera amistosa.
       —No lo sé —dije, porque no sabía qué era eso de la conveniencia. Era una palabra que nunca había tenido que utilizar.
       —Bueno, pues la conveniencia significa mucho para mí. Demasiado, creo —dijo mi padre.
       Naturalmente, me acordé de lo que había concluido mi madre acerca de él: que casi todos los demás hombres eran mejores que él. Asumí que preocuparse demasiado por la conveniencia te llevaba a acabar así, y que mi defecto en la vida adulta podría acabar siendo el mismo que el suyo, porque era mi padre. Pero en aquel momento decidí procurar que mi defecto en la vida no fuera el suyo.
       —Allí hay un hermoso pato —dijo mi padre. Contemplaba el cielo y parecía divertido—. Fabrice, ¿me permites que me disculpe por haberme portado mal contigo, y que te pida que soples el reclamo? Sería muy generoso por tu parte. Muy amable.
       Mi padre sonrió de una manera extraña a Renard Júnior, que yo pensaba que meditaba, taciturno.
       Y Renard Júnior sopló el reclamo. Yo no había visto ningún pato, pero cuando mi padre se acuclilló sobre la sucia tabla donde estaban su gabardina manchada y nuestros casquillos vacíos, le imité, y bajé la cara hacia el suelo. Oí la respiración de mi padre, vi sus nudillos pálidos y húmedos apoyándose temblorosos contra los tablones, hasta me llegó el olor de su pelo, un olor fuerte, mohoso. Y comprendí que tendría que conformarme con eso, que no tendría ni otro padre ni otra cacería mejor que aquélla.
       —Espera, espérale —dijo mi padre, agachado sobre los tablones, pero que miraba hacia arriba por el borde superior de los ojos. Me puso los dedos en la mano para que me estuviera quieto. Yo seguía sin ver ningún pato. Renard Júnior seguía soplando el largo reclamo, que emitía un sonido agudo y áspero, seguido de unos breves y sonoros gruñidos que hacía con la parte inferior de la garganta, y a continuación volvía a soplar el largo reclamo—. Todavía no —susurró mi padre—. Todavía no. Espérale. —Volví la cara a un lado para mirar hacia arriba por el rabillo del ojo para encontrar algo—. No —dijo mi padre, cerca de mi oído—. No levantes la vista.
       Respiré hondo y de nuevo absorbí todos los olores que emanaban de él.
       Y entonces Renard Júnior dijo en voz alta:
       —¡Venga, por Cristo! ¡Vamos! ¡Disparadle! ¡Disparadle ahora! ¿A qué estáis esperando?
       Entonces me puse en pie, sin saber lo que vería, me llevé la escopeta al hombro y entonces miré. Y lo que vi, volando bajo por encima de los señuelos, girando la cabeza a un lado y mirando hacia las aguas parduzcas, fue un solitario pato. Distinguí su cabeza verde y sus ojos negros como perdigones a la luz neblinosa de la mañana, y pude oír el ruido metálico de su aleteo. No creo que me viera ni que oyera a mi padre o a Renard gritar: «¡Dispara, dispara, por Cristo, dispárale, Buck!» Porque cuando mi cara y el cañón de mi escopeta aparecieron por encima de la parte delantera del aguardadero, ni cambió su curso ni inició la maniobra hacia atrás y hacia arriba que había visto antes, que era su manera de salvarse. Siguió mirando hacia abajo y volando lentamente y haciendo ruido en el aire embermejado que nos rodeaba.
       Y cuando descubrí el pato por encima de la boca de los cañones, mis ojos se abrieron de una manera que, supe, era la manera en que se abrían para disparar una escopeta, y sin embargo pensé: sólo veo un pato. ¿Y si no hay más? ¿De qué sirve abatir un pato? En mis sueños había cientos de patos, y mi padre y yo les disparábamos, y caían del cielo como un chaparrón, y tanto daba cuántos hubiera, pues mi padre y yo cazábamos juntos. Pero ahora disparaba yo solo, y que hubiera un único pato parecía una aberración, y aunque cien patos me habrían dado igual, no pasaba lo mismo si había uno solo, al menos si iba a ser yo el que disparara. De modo que no lo hice y bajé el arma.
       —¿Qué ocurre? —dijo mi padre desde el suelo, justo debajo de mí, sentado aún a cuatro patas, con su esmoquin echado a perder y la cara hacia el suelo esperando oír el disparo. El pato solitario ya había pasado y no estaba a tiro.
       Miré a Renard Júnior, que estaba sentado sobre su caja de fruta, pues era lo bastante pequeño para no tener que agacharse. Me miró e hizo una extraña mueca, una mueca que nunca había visto hasta entonces y que nunca olvidaré. Me sonrió y comenzó a parpadear muy rápidamente, y a continuación levantó las dos manos con las palmas al nivel de los ojos, como si esperara que algo cayera en ellas. No sé qué significaba ese gesto, aunque he pensado en él a menudo, a veces en plena noche, cuando no puedo dormir. Escarnio, creo; o quizá, simplemente, que no sabía por qué no le había disparado al pato y esperaba una respuesta. O a lo mejor era algo más, algún signo cuyo significado no sabría nunca. Fabrice era un hombre extraño. De eso no cabía duda.
       Mi padre se había puesto en pie, aunque con cierta dificultad. Se echó la escopeta al hombro y le disparó una vez al pato, que ya no era más que una mota en el cielo. Y, por supuesto, no cayó. Mi padre se lo quedó mirando unos minutos con la escopeta al hombro, hasta que la mota con alas desapareció.
       —¿Qué demonios ha pasado? —dijo con la cara roja de haber estado arrodillado y encogido—. ¿Por qué no le has disparado a ese pato?
       Tenía la boca abierta y el gesto torcido. Vi sus dientes blancos, y que con una mano se agarraba a los lados del aguardo. Parecía tener miedo de caerse. Después de todo, aún estaba borracho. Su pelo rubio brillaba en la luz brumosa.
       —No estaba lo bastante cerca —dije.
       Mi padre paseó la vista por los señuelos, como si estos pudieran demostrar algo.
       —¿Que no estaba lo bastante cerca? —dijo—. He oído el sonido de sus malditas alas. ¿A qué distancia necesitas que esté? Esto que tienes es una escopeta.
       —No lo has oído —dije.
       —¿Que no lo he oído? —dijo. Sus ojos se apartaron de mi cara y encontraron a Renard Júnior detrás de mí. Su boca adquirió una extraña expresión. El desdén abandonó sus rasgos y, de pronto, pareció que la cosa le hacía gracia y las húmedas comisuras de su boca revelaron una leve sonrisa que tomé por escarnio, y que expresaba su opinión de que me había rajado en el momento crucial, había cometido un error y, por tanto, no merecía ser tomado en serio. Y eso lo pensaba alguien que había abandonado a mi madre y a mí para que nos las apañáramos como pudiéramos, mientras él se divertía sin la menor vergüenza ni dignidad lejos de aquellos que le conocían.
       —Tú no sabes nada —dije de pronto—. No eres más que un…
       No sé qué iba a decirle. Algo terrible y ofensivo. Algo que le doliera enormemente, pero que una vez dicho habría lamentado toda la vida. De modo que no dije nada, no acabé la frase. Aunque ahora pienso que lo hice por mí, no por él, y a fin de no tener que lamentar más de lo que ya lamentaba. A decir verdad, tanto me daba lo que fuera de él. Tanto me daba y tanto me da.
       Y entonces mi padre, con aquella sonrisa esbozada aún en sus hermosos labios, dijo:
       —Vamos, hijo. Veo que todavía tienes que crecer un poco más.
       Extendió el brazo y me puso la mano en la nuca, rígida de cólera y desprecio. Y, sin que pareciera darse cuenta, me acercó a él y me besó en la frente, y me rodeó con sus brazos y me abrazó hasta que lo que estaba pensando, fuera lo que fuera, hubo pasado, y fue hora de regresar al muelle.

       Después de aquella mañana de diciembre en el Gran Lago, en 1961, mi padre vivió treinta años más. Y eso, se mire por donde se mire, es toda una vida. No me interesan los porqués de lo que hizo o dejó de hacer, ni si aquel día cambió mi vida, pues la verdad es que creo que no. Mi vida ya había cambiado. Aquella mañana, simplemente, empecé a desarrollar ciertas pautas de conducta a las que me he atenido desde entonces. Al igual que mi padre, soy abogado. Y la abogacía es una profesión que te enseña que la vida consiste, fundamentalmente, en adaptarse, en ser dúctil, en resignarse a aceptar hechos que ocurren fuera de nuestro control y que quizá nunca tuvimos intención de controlar. De modo que cuando sentimos la tentación de rebelarnos, o, como me ocurrió por un instante en el aguardadero, o durante esos treinta años, de dejarme llevar por la rabia contra mi padre, cosa que aún me sucede cuando veo a alguien que me lo recuerda entrando en un edificio vestido con un traje milrayas y una pajarita de colores vivos, intento convencerme de nuevo de que lo mejor es buscar alguna válvula de escape y de que esa cólera es puramente subjetiva y no hay manera de obtener ninguna compensación. Por mucho que la ansiemos. Se podría considerar que la vida no es, prácticamente, otra cosa que el deseo de lograr una compensación. Siendo, como soy, hijo y nieto de abogados, lo sé. Y también sé que no debo esperarla.
       Para que conste —pues no volví a verle—, diré que mi padre regresó a Saint Louis y al influjo del doctor Carter, el cual, creo, tenía un carácter tan fuerte como débil era el suyo. Vivieron allí por un tiempo, hasta que (me contaron) el doctor Carter dejó la práctica de la medicina. Luego abandonaron los Estados Unidos y viajaron a París, y más tarde se mudaron a una casa blanca de estuco cerca de Antibes, que, de hecho, vi una vez, de manera por completo accidental, en una excursión que hice aprovechando un viaje de negocios; no sé cómo, supe que ésa había sido su residencia nada más verla, igual que si lo hubiera soñado…, y me marché de allí lo más deprisa que pude, aun cuando para entonces los dos estaban muertos y enterrados.
       Una vez, en nuestro periódico, a principios de los setenta, vi la foto de mi padre en las páginas de sociedad, entre un grupo de hombres sonrientes, apuestos, de pelo cortado a cepillo; todos llevaban esmoquin y unos absurdos fajines, y en la mano una copa de champán. Rondaban todos la cincuentena, y, por la sonrisa que ponían, parecían desear desesperadamente ser más jóvenes.
       Al ver esa foto recordé que en los días que siguieron a aquel en que mi padre me llevó a cazar a los pantanos, cosa que no acabó precisamente bien, recé. Lo he hecho muy pocas veces en mi vida, y aquélla, por cierto, fue la última. Durante un rato recé con fervor para que, a pesar de todo, regresara junto a nosotros y nuestra vida volviera a ser como antes. Y luego recé para que se muriera, y para que no me enterara de que se había muerto, y para que su recuerdo desapareciera y quedara borrado para siempre de mi mente. Mi madre conoció una muerte repentina, absurda y desdichada no mucho después, y mucha gente, incluso yo, le echó a él la culpa. Con el tiempo, mi padre comenzó a venir de vez en cuando a Nueva Orleans, pero hicimos como si no nos conociéramos.
       Así pues, su recuerdo no quedó borrado. Y, sin embargo, como ahora os puedo contar todo esto, creo que lo he superado, y que mi vida ha sido mejor de lo que cabía imaginar. Naturalmente, considero que la vida —la mía— forma parte de las consecuencias de los actos de mis progenitores, del residuo de todo lo que ellos arriesgaron, derrocharon e ignoraron. Esa sensación de que en la vida todo está relacionado puede darse, sin duda, y es de suponer que en algunos lugares más que en otros. Pero se puede sobrevivir a ella. Yo soy la prueba, en la medida en que, desde aquel día, jamás se me ha ocurrido imaginar que mi vida pudiera ser diferente de como es.



N. del T.:

[1] Apodo con que se conoce a los naturales de Nueva Orleans.

[2] El estado de Louisiana es el único de la Unión que no se divide en condados, sino en parroquias.

[3] Brazo pantanoso de un río, en Louisiana.

[4] En español en el original.




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