Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)


La aldea de los muertos (1885)
[Otro título en español: “La extraña galopada de Morrowbie Jukes”]

(“The Strange Ride of Morrowbie Jukes”)
Originalmente publicado en Quartette
(el Anuario de Navidad de Civil and Military Gazette para 1885);
Vol. 5 de Indian Railway Library, The Phantom ‘Rickshaw and other Eerie Tales
(Allahabad: A H Wheeler & Co, 1888, 104 págs.);
Wee Willie Winkie and Other Stories
(Londres: Macmillan & Co., 1895, 358 págs.)



Vivo o muerto: no hay otro camino.
(Proverbio indio)



      No hay invención en este relato. Jukes topó por accidente con un pueblo de cuya existencia se tiene conocimiento cierto, aunque él tan sólo sea el inglés que estuvo allí. Floreció en otro tiempo un lugar en cierta manera similar en los alrededores de Calcuta, y se cuenta que si uno se adentra hasta el corazón de Bikanir, que es lo mismo que decir el corazón del gran desierto indio, se encontrará no ya con un pueblo, sino con una ciudad donde los muertos que no murieron pero que tampoco pueden vivir han establecido su cuartel general. Y, siendo del todo veraz que en ese mismo desierto existe una maravillosa ciudad a la que se retiran los acaudalados prestamistas tras amasar sus fortunas —fortunas tan vastas cuyos propietarios ni siquiera pueden confiar en la mano dura del gobierno para su protección, de ahí que se refugien en las arenas resecas—, quienes conducen suntuosas calesas, compran hermosas muchachas y decoran sus palacios con oro, marfil, madreperla y azulejos Minton, no veo razón alguna para que la historia de Jukes no sea real. Es ingeniero de caminos, entiende de mapas, distancias y asuntos parecidos, y no creo yo que se tomara la molestia de inventar trampas imaginarias. Podía ganar mucho más cumpliendo con su trabajo legítimo. Nunca introduce variaciones en su relato, y se enardece y enfurece cuando recuerda el infame trato que recibió. Lo escribió primero de un tirón, aunque ha retocado algunos pasajes y añadido reflexiones morales; así:
       Todo empezó con un ligero acceso de fiebre. Mi trabajo me exigía pasar algunos meses al aire libre, entre Pakpattan y Mubarakpur, una desolada franja de arena, como probablemente sepa todo el que haya tenido la desgracia de estar allí. Mis criados no eran ni más ni menos exasperantes que otros, y mi trabajo exigía la atención necesaria para evitar que me deprimiera, caso de haber tenido una debilidad tan poco masculina.
       El 23 de diciembre de 1884 me sentí febril. Había luna llena, y los perros ladraban en los alrededores de mi tienda de campaña. Formaban dúos y tríos que me sacaban de quicio. Días antes había disparado yo a uno de los escandalosos cantantes y colgado sus restos in terrorem a unos cincuenta metros de la carpa, pero sus compañeros se lanzaron sobre el cadáver, pelearon por él y finalmente lo devoraron, y me pareció que después entonaban sus himnos de acción de gracias con renovada energía.
       El aturdimiento que acompaña a la fiebre no actúa del mismo modo en todas las personas. Tras un breve lapso de tiempo, mi irritación dio paso a la firme determinación de sacrificar a una enorme bestia blanca y negra que había llevado la voz cantante durante toda la tarde. Como me temblaba la mano y se me iba la cabeza, ya había fallado en dos ocasiones con los dos cañones de mi escopeta, y se me ocurrió que lo mejor sería montar en mi caballo para liquidar el perro con una lanza. Ésta fue, como es natural, la idea próxima al delirio de un hombre febril, aunque recuerdo que en el momento me pareció elementalmente factible y práctica.
       Ordené así a mi mozo de cuadras que ensillara a Pornic y lo llevase con sigilo hasta detrás de mi tienda. Cuando el poni estuvo listo, esperé a su lado dispuesto para montar y salir al galope en cuanto el perro alzase nuevamente la voz. Se daba la circunstancia de que Pornic llevaba un par de días atado a sus estacas; el aire de la noche era fresco y vigorizante, y yo iba armado con un par de picas especialmente largas y afiladas con las que esa tarde había estado arreando a una yegua perezosa. Es fácil suponer que Pornic salió con prontitud al verse libre. En un momento, pues salió disparado como un rayo, nos habíamos alejado de la tienda y volábamos sobre la arena suave a una velocidad de vértigo. Un instante después, el miserable perro quedó atrás, y yo casi olvidé la razón por la que había tomado caballo y lanza.
       Debió de suceder que el delirio de la fiebre y la excitación de la carrera al aire libre se llevaron lo que quedaba de mi razón. Recuerdo vagamente que iba de pie sobre los estribos, amenazando con la pica a la enorme luna blanca que observaba serenamente mi frenética galopada y amenazando a voz en grito a los espinos que pasaban zumbando junto a mí. Creo que en un par de ocasiones resbalé desde el cuello de Pornic, y quedé sujeto literalmente con las espuelas… eso insinuaban las marcas que mostraba el animal a la mañana siguiente.
       El pobre Pornic corría como un poseso por la infinita extensión de arena iluminada por la luna. Lo siguiente que recuerdo es que el terreno se elevó bruscamente ante nosotros y, tras coronar el cerro, vi brillar a mis pies las aguas del Sutlej como un lingote de plata. Inesperadamente, Pornic cayó de bruces, y rodamos por una pendiente que no habíamos visto.
       Es seguro que perdí el conocimiento, porque al despertar me vi tendido sobre un montículo de arena fina y blanca, cuando el alba empezaba a rasgar débilmente el filo de la cresta por la que me había despeñado. A medida que la luz fue cobrando intensidad, vi que me encontraba en el fondo de un cráter de arena en forma de herradura, que se abría directamente por uno de sus lados hacia las orillas del Sutlej. La fiebre me había abandonado por completo y no aprecié más consecuencias de mi caída que un ligero aturdimiento.
       Pornic, que estaba en pie a pocos metros de mí, parecía agotado, como es natural, pero no tenía un solo rasguño. Su silla, la favorita para jugar al polo, había recibido bastantes golpes y se había desplazado bajo la panza del animal. Me llevó algún tiempo ponerlo todo en orden y entretanto pude observar el lugar donde tan tontamente había caído.
       Aún a riesgo de resultar tedioso, debo describir este escenario por extenso, pues una exacta imagen mental de sus particularidades será de gran ayuda para que el lector comprenda lo que viene a continuación.
       Imaginen, como ya se ha dicho, un cráter de arena en forma de herradura y con abruptas paredes, de unos cien metros de altura. (Calculo que el desnivel rondaba los 65 grados). Id cráter encerraba una extensión plana de unos cincuenta metros de largo por treinta en su parte más ancha, con un rudimentario pozo en su centro. En torno al lecho del cráter, a cosa de un metro del suelo, discurría una serie de ochenta y tres agujeros semicirculares, ovoides, cuadrados y poligonales, todos de un metro de ancho. Vi al inspeccionarlos que cada uno de los orificios estaba esmeradamente apuntalado en su interior con bambú y madera arrastrada por el río, y por encima de la entrada sobresalía un tablón de medio metro, como la visera del casco de un jinete. No había indicio alguno de vida en los agujeros, pero un hedor nauseabundo inundaba el anfiteatro, un hedor más pestilente de lo que jamás había encontrado en mis paseos por las aldeas de la India.
       Monté a Pornic, que tenía tantas ganas como yo de regresar al campamento, y rodeé la herradura por su base en busca de una salida practicable. Los habitantes de aquel lugar, quienesquiera que fueran, no juzgaron oportuno aparecer, y tuve que ingeniármelas por mis propios medios. El primer intento de «espolear» a Pornic por las abruptas paredes de arena me hizo comprender que había caído en una trampa como las que tiende la hormiga león a su presa. A cada paso que dábamos, la cambiante arena se derramaba por toneladas desde la boca del cráter, impactando como perdigones contra los porches de los agujeros de la pared. Un par de infructuosos intentos nos arrastraron rodando hasta el lecho del cráter, donde quedamos sepultados bajo los torrentes de arena, y me vi obligado a centrar mi atención en la orilla del río.
       Me pareció que sería más sencillo. Cierto que las dunas descendían hasta el agua, pero contaban con abundancia de bancos y depresiones de escasa profundidad que bien podría vadear con Pornic al galope para dar con el camino de regreso a tierra firme, si avanzaba haciendo quiebros a derecha o izquierda. Mientras conducía a Pornic sobre la arena, me sobresaltó la leve detonación de un rifle al otro lado del río, y en ese mismo instante una bala pasó silbando muy cerca de la cabeza de mi montura.
       No tuve dudas sobre la clase de munición: se trataba de un proyectil reglamentario Martini-Henry. A unos quinientos metros vi un vapor fondeado en el río, y el chorro de humo que ascendía desde su proa en el aire inmóvil de la mañana me reveló de dónde procedía tan delicada atención. ¿Alguna vez se había encontrado un caballero respetable en semejante impasse? La traicionera pendiente de arena no me permitía salir del lugar al que por accidente había llegado, y un paseo por la orilla del río podía desencadenar el tiroteo de algún nativo demente desde el barco. Perdí los nervios por completo.
       Otra bala me recordó que más me valía reservar mi aliento para soplar las gachas, y volví precipitadamente a la herradura, donde comprobé que el sonido del rifle había hecho salir a sesenta y cinco seres humanos de los cubículos que hasta ese momento yo había supuesto deshabitados. Me vi rodeado por una multitud expectante: unos cuarenta hombres, veinte mujeres y un niño que no tendría más de cinco años. Iban apenas cubiertos con esa tela de color salmón que suelen llevar los mendigos hindúes, y a primera vista me parecieron una aborrecible banda de faquires. Me resulta imposible describir lo sucios y repulsivos que eran, y me estremecí al imaginar cómo sería su vida en aquellos nichos.
       Incluso en estos tiempos en los que el gobierno autónomo local ha destruido en los nativos cualquier respeto por un Sahib, estaba yo acostumbrado a cierto grado de civismo por parte de mis inferiores y, al acercarme a la multitud, esperaba algún reconocimiento de mi presencia. De hecho lo hubo, pero no fue en modo alguno como yo esperaba.
       La harapienta congregación se rió de mí, con una risa que espero no volver a oír en mi vida. Cacarearon, gritaron, silbaron y aullaron mientras me acercaba a ellos; algunos se tiraron literalmente al suelo, para retorcerse con diabólico regocijo. Al momento solté la cabeza de Pornic e, indeciblemente irritado por mi aventura, la emprendí a bofetadas con los que estaban más cerca, poniendo en ello todas mis fuerzas. Caían los infelices como bolos a consecuencia de mis golpes, y las risas dieron paso a gemidos de piedad, mientras los que aún no habían sido alcanzados se me abrazaban a las rodillas, implorando en toda suerte de rudimentarias lenguas.
       En mitad del tumulto, cuando empezaba a sentirme profundamente avergonzado por haber perdido la cabeza de ese modo, una aguda vocecilla murmuró en inglés por detrás de mi hombro:
       —¡Sahib! ¡Sahib! ¿No me conoce? Soy Gunga Dass, sahib, el jefe del telégrafo.
       Giré sobre mis talones para ver quién me había hablado.
       Gunga Dass —no vacilo en emplear su verdadero nombre— era un hombre al que yo había conocido cuatro años antes en su condición de brahmán decano, enviado por el gobierno del Punyab a uno de los estados de la región de Jalsia. Estaba allí al mando de una oficina de telégrafos, y la última vez que lo vi era un jovial, barrigudo y corpulento funcionario con una asombrosa capacidad para hacer chistes malos en inglés, peculiaridad ésta por la que seguí recordándolo mucho tiempo después de haber olvidado sus servicios como empleado del gobierno, pues es infrecuente que un hindú gaste bromas en inglés.
       Gunga Dass estaba irreconocible. Su marca de casta, su barriga, sus manguitos de color pizarra y su habla empalagosa se habían esfumado por completo. Observé su esqueleto mermado, su ausencia de turbante y su desnudez casi total, el pelo largo y sin brillo, los ojos hundidos como los de un bacalao. De no haber sido por una cicatriz en forma de media luna en la mejilla izquierda, secuela de un accidente del que yo fui responsable, jamás lo habría reconocido. Era no obstante indudable que se trataba de Gunga Dass y —di gracias por ello— de un nativo que hablaba inglés y que podía ayudarme al menos a comprender lo que ese día me estaba pasando.
       La multitud se retiró a cierta distancia cuando me volví hacia el pobre desgraciado y le ordené que me indicara el modo de salir del cráter. Llevaba él en la mano un cuervo recién desplumado y, en respuesta a mi petición, trepó despacio hasta una plataforma de arena que discurría por delante de los agujeros, y allí se dispuso a preparar su fuego en silencio. Los palos secos, las amapolas del desierto y los maderos arrastrados por el río no tardaron en arder, y me consoló sobremanera ver que lo encendía con una ordinaria cerilla de azufre. Cuando las llamas se avivaron y el cuervo quedó bien sujeto a un palo, Gunga Dass, sin preámbulo alguno, empezó a decir:
       —Sólo hay dos tipos de hombres, señor. Los vivos y los muertos. Cuando estás muerto estás muerto, y cuando estás vivo vives. —El cuervo reclamó en este punto su atención por un instante, pues se retorció ante el fuego con riesgo de chamuscarse—. Si falleces en casa y no has muerto en el momento de llegar a la pira crematoria, vienes a este lugar.
       Comprendí entonces el hedor del poblado, y todo cuanto había conocido o leído acerca de lo horrible y lo grotesco palideció ante la circunstancia que el antiguo brahmán acababa de comunicarme. Dieciséis años antes, cuando llegué por primera vez a Bombay, supe por un armenio errante de la existencia, en algún lugar de la India, de un lugar al que eran enviados los hindúes que tenían la desgracia de recuperarse tras un trance o un estado de catalepsia, y recuerdo que reí con ganas lo que entonces me agradó tomar por una leyenda de viajero. Sentado en aquella trampa de arena, el recuerdo del Hotel Watson, con sus oscilantes abanicos, sus criados de túnica blanca y el armenio de rostro cetrino se dibujó en mi memoria, nítido como una fotografía, y me entró un ataque de risa. ¡El contraste resultaba demasiado absurdo!
       Gunga Dass me observaba con curiosidad, inclinado sobre el pajarraco. Los hindúes muy rara vez ríen, y el entorno no era de los que mueven a la risa. Sacó solemnemente el pájaro del palo de madera y lo devoró con la misma solemnidad. Prosiguió luego su narración, que reproduzco con sus propias palabras:
       —Cuando se propaga una epidemia de cólera, te llevan a enterrar casi antes de que hayas muerto. El aire fresco de la orilla acaso te haga revivir y, si conservas un poco de vida, te llenan de barro la nariz y la boca para que mueras definitivamente. Yo estaba demasiado vivo y protesté airadamente contra las indignidades a que se proponían someterme. Por aquel entonces yo era brahmán y un hombre orgulloso. Ahora soy un hombre muerto y me alimento —echó una ojeada al bien roído hueso de la pechuga del pájaro, y por primera vez desde que nos habíamos encontrado percibí en él un signo de emoción— de cuervos y… otras cosas. Al ver que estaba demasiado vivo, me sacaron de las sábanas, me administraron medicamentos por espacio de una semana y sobreviví con éxito. Luego me metieron en un tren y me enviaron a la estación de Okara, al cuidado de un hombre; allí nos reunimos con otros dos hombres, y desde allí nos trajeron a los tres en camello, de noche, hasta este lugar; nos lanzaron al cráter desde arriba, y los otros dos consiguieron escapar, pero yo sigo aquí desde entonces, hace ya dos años y medio. En otro tiempo fui brahmán y un hombre orgulloso, y hoy me alimento de cuervos.
       —¿No hay manera de salir?
       —Ninguna en absoluto. Lo intenté muchas veces al poco de llegar, como todos los demás, pero quedábamos sepultados bajo la arena.
       —Pero —le interrumpí en este punto— el río está abierto, y vale la pena el intento de esquivar las balas; esta noche…
       Para entonces ya había yo madurado un tosco plan de huida que un natural instinto egoísta me impedía compartir con Gunga Dass. Sin embargo, él adivinó mis pensamientos sin necesidad de que yo dijera nada, casi al tiempo que éstos surgían, y con profundo asombro de mi parte, mostró su desdén con una carcajada larga y sorda… una carcajada, para que se entienda, si no de un superior, al menos de un igual.
       —No podrás —había dejado de llamarme señor desde que pronunció la primera frase— escapar así. Aunque puedes intentarlo. Yo lo intenté. Una sola vez.
       La indecible sensación de terror que en vano intentaba combatir me dominó por completo. Mi largo ayuno —eran cerca de las diez y no había comido nada desde el té del día anterior—, sumado a mi violenta y agitada galopada, me habían dejado exhausto, y en verdad creo que enloquecí por espacio de unos minutos. Me lancé contra la pendiente de arena. Corrí alrededor de la base del cráter, blasfemando y rezando alternativamente. Me arrastré entre las juncias de la ribera, pero regresé todas las veces aterrado por el miedo a las balas, que levantaban la arena a mi alrededor —pues no me sentía capaz de morir como un perro rabioso en tan espantosa compañía—, y así caí, agotado y delirante, junto al borde del pozo. Nadie pareció interesarse por mi exhibición, y eso hace que todavía me ruborice intensamente cuando lo recuerdo.
       Dos o tres hombres me pisotearon mientras trataba de recobrar el aliento para sacar agua del pozo, pues era evidente que estaban acostumbrados a esa clase de situaciones y no malgastaron su tiempo conmigo. Eso sí, cuando Gunga Dass terminó de enterrar las ascuas de su fogata con arena, se tomó la molestia de echarme medio cuenco de agua fétida por encima de la cabeza, una atención por la que bien pude haberme hincado de rodillas para darle las gracias, pero él no paraba de reír con la misma amargura y los mismos espasmos con que había saludado mi primer intento de forzar las arenas. Y allí me quedé, casi inconsciente hasta el mediodía. Entonces, porque a fin de cuentas no soy más que un hombre, sentí hambre y así se lo dije a Gunga Dass, a quien empezaba a considerar mi protector natural. Respondiendo al impulso del mundo exterior en el trato con nativos, eché mano al bolsillo y saqué cuatro anna. Al punto caí en la cuenta de lo absurdo de mi ofrecimiento y me dispuse a guardarlas de nuevo.
       No obstante, Gunga Dass exclamó:
       —¡Dame el dinero! Todo lo que tengas; si no lo haces pediré ayuda y te mataremos.
       Creo que el instinto natural de un británico es proteger el contenido de sus bolsillos, pero me bastó un momento para comprender que sería una locura discutir con el hombre en cuya mano estaba facilitarme las cosas y con cuya ayuda tal vez lograse yo escapar del cráter. Le di todo lo que tenía. Nueve rupias, ocho anna y cinco pie, porque siempre llevo a mano calderilla para las propinas cuando estoy acampando. Gunga Dass agarró las monedas y al punto las escondió en su harapiento taparrabos, mirando alrededor para cerciorarse de que nadie nos había visto.
       —Ahora te daré algo de comer —dijo.
       Soy incapaz de explicar qué placer podía proporcionarle mi dinero, mas viendo que le había complacido, no lamenté habérselo entregado con tanta prontitud, pues no me cabe la menor duda de que de haberme negado Gunga Dass me habría matado allí mismo. En un cubil de bestias salvajes no se protesta, y mis compañeros eran inferiores a cualquier bestia. Los demás no mostraron ninguna curiosidad mientras yo comía lo que Gunga Dass me proporcionó —un chapatti duro y un cuenco de agua fétida—, y eso que la curiosidad es la norma en cualquier poblado indio.
       Casi me pareció que me despreciaban. Me trataban en todo momento con la más fría indiferencia, y tampoco Gunga Dass se distinguía demasiado de los otros. Lo atosigué a preguntas sobre la espantosa comunidad, y sus respuestas fueron sumamente insatisfactorias. Por lo que pude deducir, existía desde tiempos inmemoriales —lo que me llevó a concluir que tenía al menos un siglo de antigüedad— y no se sabía de nadie que hubiera conseguido escapar de allí. (Tuve que contenerme con ambas manos para evitar que el pánico se apoderara de mí por segunda vez, empujándome a un nuevo delirio alrededor del cráter). Gunga Dass subrayó este detalle con malsano placer, mientras observaba cómo me estremecía. Nada de cuanto yo pudiera hacer lo induciría a decirme quiénes eran los misteriosos «ellos».
       —Así se ha dispuesto —respondió—. Y no sé de nadie que haya desobedecido las órdenes.
       —Cuando mi criado advierta mi ausencia —repliqué— este lugar será borrado de la faz de la tierra, y además te daré una lección de civismo, amigo mío.
       —A tus criados los harán pedazos antes de poder acercarse siquiera; y además, tú estás muerto, mi querido amigo. De eso no tienes la culpa, naturalmente; pero estás muerto y enterrado.
       Supe que a intervalos regulares se lanzaban provisiones de comida desde la cima del anfiteatro, y los habitantes peleaban por ella como bestias salvajes. Cuando un hombre presentía que se acercaba su muerte, se retiraba a su guarida para morir. A veces sacaban el cadáver del agujero y lo arrojaban a la arena, o lo dejaban pudrirse en el sitio.
       Me llamó la atención la expresión «arrojarlo a la arena» y le pregunté a Gunga Dass si dicha práctica no podía provocar una epidemia de peste.
       —Ya lo verás con tus propios ojos —dijo, con otra de sus espasmódicas carcajadas—. Tendrás mucho tiempo para hacer observaciones.
       Volví a estremecerme, para regocijo suyo, pero me apresuré a reanudar la conversación:
       —¿Cómo pasáis aquí los días? ¿Qué hacéis?
       La pregunta suscitó exactamente la misma respuesta que la anterior, con la apostilla «este lugar es como el cielo de los europeos; nadie se casa y nadie es entregado en matrimonio».
       Gunga Dass se había educado en la escuela de la Misión y, según él mismo admitía, si hubiera cambiado de religión, «como habría hecho un hombre listo», podría haber evitado caer en ese sepulcro para los vivos. Pero a mí me pareció contento el tiempo que pasé con él.
       Ahí estaba un sahib, un representante de la raza dominante, indefenso como un niño y enteramente a merced de sus vecinos nativos. Con deliberada desidia, Gunga Dass se propuso torturarme, como el colegial que se entrega con arrobo a contemplar durante media hora la agonía de un escarabajo empalado, o como el hurón que en una madriguera sumida en la oscuridad se pega cómodamente al cuello de un conejo. Ponía todo el énfasis de su conversación en que no había escapatoria «de ninguna clase» y en que allí tendría yo que seguir hasta que muriera y fuese «arrojado a la arena». Si fuera posible imaginar la conversación de los condenados cuando una nueva alma llegaba a su morada, yo diría que seguramente hablan como Gunga Dass lo hizo a lo largo de toda esa tarde. No podía yo protestar ni responder; todas mis fuerzas se iban en combatir el inexplicable terror que amenazaba con apoderarse de mí una y otra vez. Sólo con la batalla que libra un hombre contra las angustiosas náuseas al realizar la travesía del canal de la Mancha podía comparar mi sensación, con la diferencia de que mi agonía era espiritual y por tanto, infinitamente más atroz.
       Ya avanzado el día, los pobladores fueron concentrándose para tomar el sol de la tarde, que empezaba a declinar en la boca del cráter. Se reunían en pequeños grupos y charlaban sin lanzar siquiera una mirada en mi dirección. A eso de las cuatro, si mis cálculos son correctos, Gunga Dass se levantó, desapareció un momento en su guarida y salió de allí con un cuervo vivo en las manos. El desdichado pájaro se encontraba en un estado deplorable, aunque no parecía asustado de su amo. Gunga Dass se acercó con cautela hasta la orilla del río, avanzando de matorral en matorral hasta que alcanzó una franja de arena situada justo en la línea de fuego del barco. Los ocupantes no le prestaron atención. Se detuvo allí y, con diestros movimientos de muñeca, atravesó al pájaro por el lomo con un palo, manteniendo sus alas desplegadas. El cuervo, como es natural, se puso a graznar y a arañar el aire con sus garras. En pocos segundos, el jaleo llamó la atención de una bandada de cuervos posada en otro banco de arena a un par de cientos de metros de allí, que peleaban por lo que parecía ser un cadáver. Media docena de pájaros volaron al punto para ver lo que pasaba, y también, según resultó, para atacar al cuervo inmovilizado. Gunga Dass, que se había tumbado entre las matas, me hizo una señal para indicarme que me estuviera quieto, aunque tal precaución fuera innecesaria. Al instante, y sin que pudiera ver cómo ocurría, uno de los cuervos que forcejeaba con el pájaro indefenso que no paraba de graznar, se enredó entre las garras de este último, momento que Gunga Dass aprovechó para desenganchar rápidamente al recién llegado y empalarlo, como a su compañero en la adversidad. Parece ser que la curiosidad se apoderó del resto de la bandada, y antes de que Gunga Dass y yo tuviéramos tiempo de ocultarnos entre la maleza, otros dos pájaros cautivos pugnaban ya por liberarse de las garras de los señuelos. Así continuó la caza —si es que puedo darle un nombre digno— hasta que Gunga Dass hubo capturado siete cuervos. Estranguló a cinco de una vez, reservándose dos para repetir la operación en otro momento. Quedé muy impresionado por este método de procurarse el alimento, nuevo para mí, y elogié la habilidad de Gunga Dass.
       —No tiene ninguna dificultad —dijo—. Mañana lo harás tú por mí. Eres más fuerte que yo.
       Me molestó bastante que diera por sentada mi superioridad, y en tono imperioso le dije:
       —¿Eso piensas, canalla? ¿Para qué crees que te he dado el dinero?
       —Muy bien —dijo sin inmutarse—. Puede que no sea mañana, ni pasado mañana, pero al final, y por muchos años, tú cazarás los cuervos y yo los comeré, y darás gracias a tu dios europeo por tener cuervos que cazar y comer.
       De buena gana lo habría estrangulado por esta contestación, pero dadas las circunstancias estimé más oportuno atemperar mi cólera. Una hora después estaba comiendo uno de los cuervos, y tal como había dicho Gunga Dass, di gracias a mi Dios por tener un cuervo que comer. Nunca en los días de mi vida olvidaré esta cena. La población al completo se había acuclillado en la plataforma de arena dura, a la puerta de las cuevas, encorvada ante pequeñas fogatas encendidas ron desperdicios y juncos secos. La muerte, que ya en una ocasión había posado su mano en aquellos hombres, absteniéndose de asestarles el golpe definitivo, parecía ahora mantenerse a distancia de ellos, pues integraban principalmente esta sociedad hombres ancianos, doblados, consumidos y retorcidos por los años, y mujeres tan viejas a juzgar por su aspecto como las mismas Parcas. Se sentaron en grupos y charlaron —Dios sabe qué temas de conversación podían encontrar— en voz baja y serena, en curioso contraste con el estridente parloteo con que los nativos hacen que el día resulte insoportable. De vez en cuando uno de ellos era presa de la misma furia repentina que a mí me había poseído esa mañana, y entre imprecaciones y alaridos, la víctima atacaba la empinada pared del cráter hasta que, derrotada y sangrando, se desplomaba sobre la plataforma, incapaz de mover un solo miembro. Los otros ni siquiera alzaban la vista cuando esto ocurría, como si fueran plenamente conscientes de la futilidad de los intentos de su vecino y estuvieran cansados de su inútil repetición. Fueron cuatro las tentativas de este tenor que presencié en el curso de esa tarde.
       Gunga Dass encaraba mi situación con un espíritu eminentemente práctico, y mientras cenábamos —ahora no puedo recordarlo sin reír, pese a lo doloroso que fue en su momento— expuso los términos del acuerdo según el cual consentiría en «actuar» para mí. Mis nueve rupias y ocho anna, argumentó, a razón de tres anna al día, me proporcionarían alimento para cincuenta y un días o, lo que es lo mismo, unas siete semanas; es decir, él se ocuparía de aprovisionarme durante ese período de tiempo. Una vez concluido éste, tendría que arreglármelas por mis propios medios. Por una cantidad adicional, a saber, mis botas, se avendría a permitirme ocupar la cueva contigua a la suya y a proporcionarme hierba seca en abundancia para que pudiera yo hacerme un lecho.
       —Muy bien, Gunga Dass —le dije—; acepto de buen grado los primeros términos, pero, como no hay nada en el mundo que me impida matarte mientras estás aquí sentado y quedarme con todas tus pertenencias —pensaba en los dos valiosos cuervos—, me niego rotundamente a entregarte mis botas; ya escogeré yo la guarida que me apetezca.
       Fue un buen golpe, y me alegró ver que surtía efecto. Gunga Dass cambió el tono de inmediato, negando toda intención de quedarse con mis botas. No me pareció en absoluto extraño entonces que yo, un ingeniero de caminos con trece años de experiencia, y, así lo espero, un inglés corriente, amenazara de muerte y violencia con tanta tranquilidad al hombre que, bien es verdad que a cambio de una suma de dinero, lo había acogido bajo su ala. Todo parecía indicar que yo había abandonado el mundo por muchos siglos aún por venir. Tuve entonces la certidumbre, tan nítida como la que ahora tengo de mi propia existencia, de que el odioso acuerdo no atendía a otra ley que la del más fuerte; de que los muertos vivientes habían dejado atrás por completo todos los cánones del mundo del que fueron expulsados; y de que mi vida dependía únicamente de mi propia fuerza y vigilancia. Sólo la tripulación del infortunado Mignonette podrá comprender cuál era mi estado de ánimo. «En este momento», argumenté conmigo mismo, «soy fuerte y puedo enfrentarme con seis de estos miserables. Es vital que conserve la fuerza y la salud hasta que llegue la hora de mi liberación… si es que llega algún día».
       Fortalecido por estas decisiones, comí y bebí cuanto pude, e hice entender a Gunga Dass que tenía la intención de ser el amo y que cualquier intento de insubordinación de su parte sería respondido con el único castigo que estaba en mi mano infligir: una muerte repentina y violenta. Poco después me fui a la cama. Es decir, Gunga Dass me dio dos brazadas de juncos secos que empujé a través de la boca del nicho situado a la derecha del suyo, antes de introducirme también yo, principalmente los pies; el agujero se adentraba unos tres metros en la arena, con una ligera inclinación descendente, y estaba bien apuntalado con troncos. Desde mi guarida, que miraba a la orilla del río, podía contemplar el flujo de las aguas del Sutlej a la luz de una luna creciente, y me acomodé para dormir lo más confortablemente posible.
       Nunca olvidaré los horrores de esa noche. La oquedad era casi tan estrecha como un ataúd, y las paredes estaban pulidas y engrasadas por el contacto de innumerables cuerpos desnudos, a lo que se añadía un olor abominable. Dormir estaba fuera de lugar para alguien en mi estado de agitación. A medida que avanzaba la noche, el anfiteatro pareció llenarse de legiones de sucios demonios que, ascendiendo en tropel desde los bancos de arena, se burlaban de los desgraciados que ocupaban los cubículos.
       No soy hombre de naturaleza imaginativa —muy pocos ingenieros lo son—, pero en esa ocasión quedé casi postrado de terror, como una mujer. Al cabo de una media hora, conseguí sin embargo repasar con calma, una vez más, mis posibilidades de huida. No había en las paredes de arena ninguna salida practicable. A esa conclusión ya había llegado tiempo antes. Era posible, sólo posible, que bajo la incierta luz de la luna pudiera eludir los disparos de los rifles. Tanto terror me inspiraba aquel lugar que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de salir de allí. Imaginen mi alegría cuando, tras acercarme sigilosamente hasta la orilla del río, descubrí que la infernal embarcación había desaparecido. ¡Me encontraba a sólo unos pasos de mi libertad!
       Caminando hasta la primera charca que se formaba a los pies del saliente izquierdo de la herradura, podría vadear el lecho del cráter, rodear su flanco y abrirme camino hasta tierra firme. Sin un instante de vacilación, dejé atrás a paso ligero las matas donde Gunga Dass había tendido su trampa a los cuervos y avancé hacia la arena lisa y blanca. No bien hube puesto el pie fuera de los penachos de hierba seca comprendí cuán profundamente vana era toda esperanza de fuga, pues, nada más pisar, sentí un indescriptible movimiento de succión bajo mis pies. Un momento más tarde me había hundido hasta la rodilla. La superficie de la arena parecía temblar con diabólico deleite ante mí desesperación. Sudando por el esfuerzo y el terror, conseguí volver a las matas y caí de bruces.
       ¡Mi única salida posible del anfiteatro estaba protegida por arenas movedizas!
       No tengo la menor idea del tiempo que pasé allí tendido; me despertó la risa malévola de Gunga Dass en el oído.
       —Te aconsejo, protector de los pobres —el rufián hablaba en inglés—, que vuelvas a casa. Es malo para la salud tumbarse aquí. Además, cuando el barco regrese, ten por seguro que te dispararán. —Estaba de pie, a mi lado, en la pálida luz del amanecer, sin parar de reír. Refrenando el primer impulso de cogerlo del cuello y lanzarlo a las arenas movedizas, me levanté de mala gana y lo seguí hasta la plataforma de las madrigueras.
       De pronto, e inútilmente según comprendí mientras lo decía, pregunté:
       ―¿De qué sirve el barco, Gunga Dass, si en ningún caso puedo salir? —Recuerdo que, a pesar de mi honda tribulación, había especulado vagamente sobre el desperdicio de munición que entrañaba la vigilancia de una zona de la orilla de por sí bien protegida.
       Gunga Dass volvió a reír y dio su respuesta:
       —El barco sólo está aquí de día. Y si está es porque hay un camino. Confío en que sigamos disfrutando de tu compañía por mucho tiempo. Este lugar resulta agradable cuando llevas unos años aquí y te has acostumbrado al cuervo asado.
       Avancé dando tumbos, entumecido e impotente, hacia el fétido nicho que se me había asignado, y me quedé dormido. Me despertó una hora después un grito penetrante: el estridente relincho de dolor de un caballo. Quienes han oído alguna vez este sonido no lo olvidan jamás. Tuve dificultad para salir del cubículo. Una vez en el exterior, vi a Pornic, mi pobre y querido Pornic, agonizando en la arena. No supe cómo lo habían matado. Gunga Dass explicó que el caballo era mejor que el cuervo, «y el mayor bien para la mayoría es la máxima política, ahora que somos una república, señor Jukes; y tú también tienes derecho a una parte del animal. Si lo deseas podemos pedir que conste el agradecimiento. ¿Quieres que lo proponga?».
       ¡Sí, en verdad éramos una república! Una república de bestias salvajes atrapadas en el fondo de un foso y condenadas a comer, pelear y dormir hasta la muerte. Contuve mi protesta, me senté y observé el terrible espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos. En menos tiempo de lo que a mí me lleva escribirlo, el cuerpo de Pornic quedó despiezado merced a distintos procedimientos igualmente miserables; los hombres y las mujeres arrastraron los pedazos hasta la plataforma y empezaron a preparar el desayuno. Gunga Dass se ocupó del mío. Volví a ser presa del impulso casi irrefrenable de escapar por la pendiente de arena hasta quedar extenuado, y tuve que combatirlo con todas mis fuerzas. Gunga Dass siguió torturándome con sus bromas hasta que le advertí que si volvía a hacer un comentario de cualquier clase lo estrangularía allí mismo. Esto le hizo guardar silencio, hasta que el silencio se volvió insoportable y le rogué que dijera algo.
       —Vivirás aquí hasta que mueras, como el otro extranjero —dijo fríamente, observándome por encima del trozo de cartílago que estaba royendo.
       —¿De qué otro sahib hablas, cerdo? Dilo enseguida y no se te ocurra mentir.
       —Está allí —respondió Gunga Dass, señalando hacia la entrada de una cueva situada cuatro puertas más allá, a la izquierda de la mía—. Puedes comprobarlo. Murió en la cueva, como morirás tú y moriré yo, y morirán todos los demás; también las mujeres y el niño.
       —Por el amor de Dios, dime todo lo que sepas de él. ¿Quién era? ¿Cuándo llegó y cuándo murió?
       Esta petición fue un paso en falso de mi parte. Gunga Dass me miró con desprecio y repuso:
       —No. A menos que me des algo.
       Entonces recordé dónde me encontraba y le propiné un golpe entre ceja y ceja que lo dejó parcialmente aturdido. Enseguida se alejó por la plataforma y, arrastrándose, adulándome, sollozando e intentando abrazarse a mis pies, me condujo hasta la cueva que me había indicado.
       —No sé nada de este caballero. A tu dios pongo por testigo de que así es. Estaba tan ansioso como tú de escapar, y le dispararon desde el barco, aunque intentamos impedírselo por todos los medios. Le dieron aquí. —Gunga Dass se llevó una mano al vientre y se dobló hasta el suelo.
       —Muy bien. ¿Y qué pasó después? ¡Continúa!
       —Y después… después, su señoría, lo llevamos a su casa y le dimos agua; le pusimos paños húmedos en la herida, y se quedó allí tumbado hasta que su alma lo abandonó.
       —¿En cuánto tiempo? ¿En cuánto tiempo?
       —Una media hora después de resultar herido. Juro por Vishnú —exclamó el desgraciado— que hice todo cuanto pude por él. ¡Hice todo lo posible!
       Dicho esto se tiró al suelo y me agarró de los tobillos. Pero yo dudaba de su bondad, y lo pateé mientras él se quejaba.
       —Creo que le robaste todo lo que tenía. Sólo necesito un par de minutos para averiguarlo. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí el sahib?
       —Casi año y medio. Creo que se volvió loco. Pero ¡escúchame, protector de los pobres! Te juro, su señoría, que jamás toqué nada que le perteneciera. ¿Qué está haciendo su señoría?
       Yo había cogido a Gunga Dass de la cintura y lo arrastraba por la plataforma, hasta la puerta de la madriguera vacía. Mientras lo hacía pensé en la indescriptible agonía que debió de vivir aquel hombre en medio de todo ese horror por espacio de dieciocho meses, y en la angustia final de morir como una rata en un agujero, con una herida de bala en el estómago. Gunga Dass se figuró que iba a matarlo y empezó a lanzar aullidos lastimeros. El resto de los pobladores, pletóricos tras una comida abundante, nos observaban sin moverse.
       —Entra y sácalo de ahí —le ordené a Gunga Dass.
       Me sentía mareado y débil, de puro horror. Gunga Dass casi se cae de la plataforma, y gritó con fuerza.
       —No puedo; soy un brahmán, sahib. Un brahmán de alta casta. ¡Por tu alma, por el alma de tu padre te pido que no me obligues a hacer esto!
       —¡Brahmán o no brahmán, por mi alma y por el alma de mi padre te ordeno que entres! —contesté. Y sujetándolo de los hombros, le empujé la cabeza por la entrada del nicho, introduje el resto de su cuerpo de una patada y me senté, cubriéndome el rostro con las manos.
       Al cabo de unos minutos oí un crujido y un chasquido; acto seguido vi a Gunga Dass, que me hablaba entre sollozos y susurros ahogados; luego un ruido sordo… y me tapé los ojos.
       La arena seca había transformado el cadáver que tenía bajo su custodia en una momia pardo amarillenta. Le dije a Gunga Dass que se alejara mientras yo la examinaba. El cuerpo —vestido con ropa de caza verde olivo, muy sucia y vieja, con refuerzos de cuero en los hombros— era el de un hombre de entre treinta y cuarenta años, de estatura superior a la media, pelo claro, de color arenoso, bigote grande y una barba tosca y descuidada. Le faltaba el colmillo superior izquierdo, y una parte del lóbulo de la oreja derecha había desaparecido. En el dedo medio de la mano izquierda llevaba un anillo: un sello de jaspe rojo con forma de escudo engastado en oro, con unas iniciales que tanto podían ser b. k. como b. l. En el dedo corazón de la mano derecha llevaba un anillo de plata en forma de cobra enroscada, muy gastado y deslustrado. Gunga Dass depositó a mis pies un puñado de baratijas que había sacado de la madriguera, y, cubriéndome el rostro con mi pañuelo, me volví para inspeccionarlas. Ofrezco la relación completa con la esperanza de que pueda servir para la identificación del pobre infeliz:
       Cazoleta de pipa de palo de rosa, con el borde serrado; muy usada y ennegrecida; la boquilla sujeta con una cuerda.
       Dos llaves de palanca de diseño patentado; las dos con las guardas rotas.
       Una navaja con el mango de carey y una placa de plata o de níquel con las iniciales B. k. grabadas.
       Un sobre, de matasellos indescifrable, con sello victoriano, dirigido a la «Señorita Monn…» (el resto era ilegible)… «ham’…’nt».
       Lápiz y cuaderno de notas de imitación de piel de cocodrilo. Las primeras cuarenta y cinco páginas en blanco; cuatro páginas y media ilegibles; otras quince llenas de recuerdos personales relativos principalmente a tres personas: una tal señora L. Singleton, abreviada en varias ocasiones como «Lot Single», una tal «señora S. May», y «Garmison», a quien en algunos lugares se refería como «Jerry» o «Jack».
       El mango de un machete pequeño. La hoja partida. Asta de ciervo, en forma de diamante, con anilla giratoria en el extremo; atada con un trozo de cuerda de algodón.
       No debe suponerse que realicé un inventario completo de todos estos objetos en el momento. Lo primero que llamo mi atención fue el cuaderno, que me guardé en el bolsillo con intención de estudiarlo más adelante. Llevé el resto de los artículos a mi guarida para esconderlos en lugar seguro y, una vez allí, puesto que soy un hombre metódico, los clasifiqué. Regresé luego junto al cadáver y ordené a Gunga Dass que me ayudara a llevarlo hasta la orilla del río. Mientras lo arrastrábamos, la funda vacía de un viejo cartucho marrón cayó de uno de los bolsillos del cadáver y rodó hasta mis pies.
       Gunga Dass no lo había visto; di en pensar que un hombre no guardaba cartuchos vacíos en los bolsillos cuando iba de caza, especialmente de esa clase, que no se podían cargar por segunda vez. Dicho de otro modo, aquel cartucho se había disparado dentro del cráter. Por consiguiente, en alguna parte tenía que haber un arma. Estuve a punto de preguntárselo a Gunga Dass, pero me contuve, sabiendo que mentiría. Descargamos el cadáver en el borde de las arenas movedizas, junto a las matas de hierba. Mi intención era empujarlo y dejar que las arenas se lo tragaran… el único entierro que fui capaz de concebir. Ordené a Gunga Dass que me dejara solo.
       Deposité entonces el cadáver con cuidado sobre las arenas movedizas. Al hacerlo —yacía boca abajo—, rasgué la frágil y podrida cazadora, y una espantosa cavidad en la espalda quedó al descubierto. Ya he dicho que la arena seca había momificado el cuerpo, por así decir. Me bastó una rápida ojeada para comprobar que el agujero era la consecuencia de una herida de bala, que debió dispararse casi a quemarropa. La cazadora, que estaba intacta, se la pusieron después de producirse la muerte, que a buen seguro fue instantánea. Al punto comprendí el secreto de la muerte del pobre diablo. Alguien, presumiblemente Gunga Dass, le disparó desde el cráter con su propia arma, a la que correspondían los cartuchos vacíos. El hombre en ningún caso intentó escapar bajo el fuego procedente del barco.
       Empujé el cadáver apresuradamente y lo vi desaparecer en pocos segundos. Me estremecí al observarlo. Aturdido y casi inconsciente, volví para hojear el cuaderno. Había un papel descolorido y sucio entre la tapa y el lomo, que cayó al suelo al abrir las páginas. Decía lo siguiente: «Cuatro desde el montón de cuervos; tres izquierda; nueve de frente; dos derecha; tres atrás; dos izquierda; catorce de frente, dos izquierda, siete de frente, uno izquierda; nueve atrás; dos derecha; seis atrás; cuatro derecha; siete atrás». Los bordes del papel estaban quemados. No entendí qué podía significar. Me senté en la hierba seca, dando vueltas al papel entre los dedos, hasta que noté que Gunga Dass estaba justo detrás de mí, los ojos encendidos de brillo y las manos tendidas.
       —¿Lo has encontrado? —preguntó, resollando—. ¿Me dejarás verlo? Te juro que te lo devolveré.
       —¿Encontrar qué? ¿Devolver qué?
       —Eso que tienes en la mano. Nos ayudará a los dos. —Extendió sus largas garras de ave, temblando de avidez—. Yo no fui capaz de encontrarlo. Lo llevaba siempre escondido encima. Por eso lo maté, pero aún así no logré dar con ello.
       Gunga Dass olvidó por completo su relato ficticio acerca de la bala. Lo escuché tranquilamente. Los contornos de la moral se desdibujan cuando se trata con muertos que están vivos.
       —¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Qué es lo que quieres que te dé?
       —El trozo de papel que había en el cuaderno. Nos ayudará a los dos. ¡Ah, qué idiota! ¡Qué idiota! ¿Es que no comprendes para qué sirve? ¡Nos permitirá escapar!
       Casi gritaba y bailaba de excitación delante de mí. Reconozco que la posibilidad de huida me emocionó.
       ―¿Quieres decir que ese trozo de papel nos ayudará? ¿Qué significa?
       —¡Léelo en voz alta! ¡Léelo en voz alta! Te ruego que lo leas en voz alta.
       Así lo hice. Gunga Dass escuchó con deleite y trazó con los dedos una línea irregular sobre la arena.
       —¡Ahora lo entiendo! Es la longitud de los cañones de la escopeta sin culata. Tengo los cañones. Cuatro medidas de cañón desde el lugar donde cacé los cuervos. De frente; ¿me sigues? Luego tres a la izquierda. ¡Ah! Ahora recuerdo cómo trabajaba ese hombre noche tras noche. Después nueve de frente, y así sucesivamente. Siempre de frente antes de cruzar las arenas movedizas al norte. Me lo dijo antes de que lo matara.
       —¿Y si sabías todo esto por qué no te has ido antes?
       —No lo sabía. Me dijo que llevaba trabajando en ello un año y medio, noche tras noche, cuando el barco se marchaba, y que conocía un camino seguro cerca de las arenas movedizas. Después dijo que nos marcharíamos juntos. Pero yo temí que cualquier noche se fugaría sin mí. Por eso lo maté. Además, no es aconsejable que los hombres escapen de este lugar. Sólo yo, porque soy brahmán.
       La esperanza de la fuga había devuelto a Gunga Dass su conciencia de casta. Se puso en pie, dio un par de vueltas y gesticuló violentamente. Al cabo de un rato conseguí que hablara con sensatez, y me contó que el inglés había pasado seis meses explorando noche tras noche, centímetro a centímetro, el camino a través de las arenas movedizas; aseguraba que era muy fácil hasta llegar a unos veinte metros de la orilla, antes de rodear el cuerno izquierdo de la herradura. Era evidente que no había llegado a completar el recorrido cuando Gunga Dass le disparó con su propia escopeta.
       Recuerdo que, en mi frenesí de ilusión ante la posibilidad de huida, estreché con violencia la mano de Gunga Dass, tras decidir que intentaríamos la fuga esa misma noche. La espera de la tarde nos resultó muy ardua.
       A eso de las diez de la noche, según mis estimaciones, cuando la luna acababa de asomar por encima del borde del cráter, Gunga Dass fue a su cueva para traer los cañones con los que mediríamos el camino. Hacía rato que los demás infelices se habían retirado a sus guaridas. El barco se había alejado río abajo horas antes, y estábamos completamente solos junto al banco de arena de los cuervos. Gunga Dass, que llevaba los cañones en la mano, dejó caer el papel que nos serviría de guía. Me detuve apresuradamente para recuperarlo y, al hacerlo, fui consciente de que se proponía asestarme un golpe en la cabeza. No tuve tiempo de dar media vuelta. Debí de recibir el golpe en la nuca, pues caí inconsciente en el borde de las arenas movedizas.
       La luna ya declinaba cuando recuperé el conocimiento, y noté un dolor insoportable en la cabeza. Gunga Dass había desaparecido, y yo tenía la boca llena de sangre. Volví a tumbarme y recé para morir sin más dilación. Después, la furia irracional de la que ya he hablado se apoderó de mí, y eché a andar, tambaleándome, hacia las paredes del cráter. Me pareció que alguien me llamaba entre susurros —«¡Sahib! ¡Sahib! ¡Sahib!»—, exactamente igual a como me despertaba mi ayudante por las mañanas. Supuse que deliraba hasta que un puñado de arena cayó a mis pies. Alcé la vista y vi que una cabeza asomaba por la boca del cráter; era Dunnoo, el joven que se encargaba de mis perros. En cuanto logró llamar mi atención, levantó una mano y me mostró una cuerda. Avancé dando traspiés, para que pudiera lanzármela. Eran un par de correas de abanico, atadas, con un lazo en un extremo. Me pasé el lazo por debajo de las axilas; oí que Dunnoo decía algo en tono urgente; fui consciente de cómo me arrastraba de cara a la abrupta pared de arena, y un instante más tarde me vi asfixiado y al borde del desmayo sobre las dunas que miraban al cráter. Dunnoo, la cara cenicienta a la luz de la luna, me imploró que no me detuviera, que regresara al campamento de inmediato.
       Al parecer había seguido el rastro de Pornic a lo largo de más de veinte kilómetros hasta el cráter; había regresado para avisar a mis criados, que se negaron en redondo a mezclarse con nadie, ya fuera blanco o negro, que hubiese caído en la espantosa ciudad de los muertos; Dunnoo volvió entonces al cráter con uno de mis ponis y un par de correas de abanico, y me rescató tal como acabo de describir.




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