Rudyard Kipling
(Bombay, India, 1865 - Londres, 1936)


La conquista de Dinah Shadd (1890)
[El cortejo de Dinah Shadd]
(“The Courting of Dinah Shadd”)
Originalmente publicado en las revistas Macmillan’s Magazine
and Harper’s Weekly (marzo 1890)
The Courting of Dinah Shadd and Other Stories (1890);
Mine Own People (Estados Unidos, 1891);
Life’s Handicap (1891)



¿Qué pensaba la mujer del coronel?
Nadie lo supo jamás.
Alguien lo preguntó a la mujer del sargento
Y ella dijo la verdad.
Cuando des con hombres en tal situación,
Que como bolos caen verás.
Y es que Judy O’Grady y la mujer del coronel
Hermanas son, bajo la piel.
                  Balada de cuartel



      Todo el día había ido pisando los talones de un ejército perseguidor, empeñado en una de las más bonitas batallas que jamás se hayan sostenido en unas maniobras de campaña. Treinta mil soldados, gracias a la sabiduría del Gobierno de India, habían sido soltados en unos pocos miles de millas cuadradas de campo para practicar en la paz lo que jamás intentarían en tiempo de guerra. Por consiguiente, la caballería cargaba al trote contra la infantería impertérrita. La infantería capturaba a la artillería mediante ataques frontales disciplinados de columnas de a cuatro y la infantería montada llevaba sus escaramuzas hasta las ruedas de un tren blindado que transportaba armas tan mortales como un Armstrong de veinticinco libras, dos Nordenfeldt y unas pocas docenas de voluntarios, todo ello apiñado en una plancha de caldera de treinta y ocho pulgadas. No obstante, aquél era un campamento muy parecido a uno real. Las operaciones no se suspendieron a la puesta del sol, nadie conocía la zona, nadie se preocupaba por los hombres ni por los caballos. Hubo una exploración continua de la caballería y un trabajo casi continuo y forzado sobre terreno áspero. El ejército del sur había conseguido al fin romper el centro del ejército del norte y se volcaba por la brecha, a toda marcha, para tomar una ciudad de importancia estratégica. Su frente se extendía en forma de un abanico cuyas varillas estuviesen representadas por los regimientos alineados a lo largo del trayecto que llevaba, hacia retaguardia, a las columnas de transporte de la división, con todos los trastos que arrastra tras de sí la tropa en movimiento. A su derecha, el flanco izquierdo quebrantado del ejército del norte huía en masa, hostigado por la caballería sureña y machacado por la artillería, hasta que ambos cuerpos se vieron mucho más allá de los límites de su último apoyo. Entonces los huyentes se sentaron a descansar, en tanto que el alborozado general de la fuerza perseguidora telegrafió que tenía todo bajo control y observación.
       Infortunadamente, no observó que, a tres millas por su flanco derecho, una columna de la caballería norteña en retirada, con un destacamento de gurkas y soldados británicos, había girado en redondo tan rápido como se lo permitía la luz escasa, para cortar toda la retaguardia del ejército del sur, para romper, por así decirlo, todas las varillas del abanico en su punto convergente, cayendo sobre el transporte, la reserva de munición y los suministros de artillería. Sus instrucciones eran penetrar, evitando a los pocos exploradores que pudiesen no haberse visto arrastrados por la persecución, y crear la agitación suficiente para inculcar en el ejército del sur la sensatez de guardar sus flancos y retaguardia antes de tomar ciudades. Fue una maniobra estupenda, llevada a cabo con limpieza.
       En la segunda división del ejército sureño, tuvimos la primera indicación del ataque en el crepúsculo, cuando la artillería estaba atascada entre arenas profundas, la mayor parte de la escolta procuraba ayudarla a salir y el grueso de la infantería había continuado en su avance. Un arca de Noé de elefantes, camellos y el zoo mixto de un tren indio de transporte hervían y chillaban detrás de los cañones, cuando apareció, como surgida desde ningún sitio especial, la infantería británica representada por tres compañías, que se arrojaron a la cabeza de los caballos que arrastraban los cañones e hicieron que todo se detuviese entre juramentos y vítores.
       —¿Qué tal ha estado eso, compromisario? —dijo el mayor que comandaba el ataque y, con una sola voz, conductores y artilleros respondieron «¡Hurra!» mientras el coronel de artillería contestaba farfullando.
       —Todos sus exploradores cargan contra el grueso de nuestro ejército —dijo el mayor—. Sus flancos están desprotegidos en una extensión de dos millas. Greo que hemos roto la retaguardia de esta división. Y escuche… ¡Allí van los gurkas!
       Una descarga débil llegó desde la retaguardia, a más de una milla de distancia, y fue saludada por aullidos gozosos. Los gurkas, que tendrían que haberse mantenido lejos de la segunda división, habían tropezado con sus últimas filas en la oscuridad, pero se retiraron dándose prisa por llegar a la siguiente línea de ataque, que se tendía, casi paralela a nosotros, a cinco o seis millas.
       Sin saber qué hacer, se desvió y agitó nuestra columna: tres baterías, la reserva de municiones de la división, el equipo y una sección del hospital y del cuerpo de camilleros. El general, con disgusto, prometió que se presentaría como «aniquilado» ante el compromisario más cercano y, tras encomendar su caballería y cualquiera otra al cuidado especial de Eblis, se afanó por tomar contacto con el resto de la división.
       —Esta noche vivaquearemos aquí —dijo el mayor—, tengo la impresión de que los gurkas serán capturados. Puede que nos ordenen volver a formar. Descansen hasta que el transporte se aleje.
       Una mano cogió las bridas de mi caballo y lo apartó del polvo asfixiante; una mano más grande me sacó diestramente de la silla y dos de las mayores manos del mundo me recibieron mientras me deslizaba. Es agradable el lote que toca al enviado especial que cae en manos como las de los soldados rasos Mulvaney, Ortheris y Learoyd.
       —Esto está muy bien —dijo el irlandés con calma—. Pensamos que lo encontraríamos por aquí. ¿Algo suyo en el trasporte? Orth’ris lo hará salir.
       Ortheris «lo hizo salir», de debajo del cofre que llevaba un elefante, bajo la forma de un sirviente y un animal, ambos cargados de socorros medicinales. Los ojos del hombrecillo chispearon.
       —Si la brutal y licenciosa soldadesca de estas comarcas le echara el ojo a esas cosas —dijo Mulvaney, llevando a cabo una investigación experta—, se lo lievaría tóo. Se han alimentao de limaduras de fierro y galletas pa’ perros en estos días, pero la gloria no compensa el dolor de tripa. Gracias sean dadas de que estamos aquí nosotros pa’ protegerle, señor. Cerveza, salchichas, pan (y tierno, que eso es una rareza), sopa en latas, whisky según parece por el olor y, ¡pollos! ¡Madre de Moisés, pero si usté coge el campo como un tendero de ultramarinos! Esto es de escándalo.
       —Aquí viene un oficiá —dijo Ortheris con un tono significativo—. Cuando el sargento ha dejao de beber, el soldao raso puede limpiar el jarro.
       Metí varias cosas en la mochila de Mulvaney antes que la mano del mayor cayese sobre mi hombro y él dijera con terneza:
       —Requisado para el servicio de la Reina. Wolseley se equivocó con los enviados especiales: son los mejores amigos del soldado. Venga esta noche y coma lo que haya con nosotros.
       Así fue que entre carcajadas y gritos, mis muy apreciadas provisiones se desvanecieron para reaparecer más tarde en la mesa del rancho, que era una tela impermeable tendida sobre el suelo. La columna volante había tomado en ella las raciones de tres días y había pocas cosas más desagradables que las raciones del Gobierno…, especialmente cuando el Gobierno está experimentando con juguetes alemanes. El Erbswurst, la carne enlatada de excelente gusto a lata, las verduras deshidratadas y la carne seca pueden ser nutritivos, pero lo que Thomas Atkins necesita es algo de peso en su interior. El mayor, con la asistencia de sus compañeros oficiales, compró cabras para la tropa, con lo que el experimento no se concretó. Mucho antes que hubiera regresado el grupo de faenas enviado en busca de leña, los hombres se habían acomodado junto a sus sacos, habían aparecido jarros y teteras desde los alrededores y se mecían sobre los fuegos, en tanto que cabritos y verduras deshidratadas se cocían juntos; de todas partes surgía un tintineo gozoso de platos de latón, pedidos excesivos de «un poquitín más de guarnición y esa puntita allí, de hígado», y ráfaga tras ráfaga de bromas tan puntiagudas como una bayoneta y tan delicadas como la culata de un fusil.
       —Los chicos están de buen ánimo —dijo el mayor—. Dentro de nada empezarán a cantar. En fin, una noche como ésta es buena para que se sientan felices.
       Sobre nuestras cabezas ardían las maravillosas estrellas indias, que no están todas esparcidas en un único plano, sino que, conservando una perspectiva ordenada, arrastran a los ojos por la negrura de terciopelo del vacío hasta las puertas enrejadas del propio cielo. La tierra era una sombra gris más irreal que el firmamento. Podíamos oír su respiración suave en los silencios que separaban los aullidos de los chacales, el movimiento del viento en los tarayes y el refunfuñar intermitente del fuego de fusilería, varias leguas a la izquierda. Una mujer nativa de alguna invisible choza cercana comenzó a cantar, el tren correo tronó a su paso hacia Delhi y un cuervo que se aprestaba a dormir graznó apenas. Entonces hubo un silencio de descanso en torno a las hogueras, y la respiración apacible de la tierra atestada se hizo cargo del relato.
       Los hombres, satisfechos, buscaron el tabaco y la canción, y sus oficiales con ellos. Muy feliz se considera el subalterno que suscita la aprobación de los críticos musicales de su regimiento, y recibe alabanzas que lo definen como uno de los bailarines de pasos elaborados. Junto a él, como junto al que juega al criquet con inteligencia, estará Thomas Atkins en los momentos difíciles, cuando dejaría avanzar solo a un oficial mejor. Los sepulcros en ruinas de santos musulmanes olvidados oyeron la balada de La ciudad de Agrá, La batería del búfalo, Marchando hacia Kabul, El largo, largo día indio, El lugar en que murió el culi Punkah y aquel coro rotundo que anuncia:

Osadía juvenil,
el fuego de la hombría,
firme mano y ojo aquilino
ha de adquirir quien aspira
a observar cómo es la muerte
de todo un jabalí gris.

      Hoy, de todos aquellos ladrones joviales que se apropiaron de mis provisiones y se acomodaron y divirtieron alrededor de la tela impermeable ya no queda ninguno. Se han marchado hacia campamentos que no son de maniobras y hacia batallas sin compromisarios. Birmania, Sudán y la frontera —fiebre y pelea— se los llevaron cuando les llegó la hora.
       Marché casi sin rumbo hacia las hogueras de los hombres en busca de Mulvaney, al que hallé untándose estratégicamente los pies junto al fuego. No hay nada de especial encanto en el espectáculo de un soldado que se ocupa en ese menester después de un largo día de marcha, pero cuando reflexionas acerca de la exacta proporción de «poderío, majestad, dominio y pujanza» del Imperio Británico que se yergue sobre esos pies, té tomas cierto interés por el procedimiento.
       —Tengo una ampolla, ¡mal haya!, en el talón —dijo Mulvaney—. No la puedo tocar. Reviéntamela, chiquirritín.
       Ortheris sacó su costurero, alivió el mal con una aguja, atacó a Mulvaney con la misma arma y de inmediato fue arrojado al fuego.
       —Me he partido lo mejor de mi pecho por ti, tonta criatura del destrozo —dijo Mulvaney, sentándose con las piernas cruzadas para seguir atendiendo sus pies; después, al reparar en mí—: ¡oh, aquí está usté, señor! Bienvenío, acomódese en el lugar de ese tío saqueador. Jock, tenlo encima de las cenizas un rato.
       Pero Ortheris se escurrió y se marchó, mientras yo tomaba posesión del agujero que él había preparado para cubrir después con su capote. Learoyd, al otro lado de la hoguera, sonreía afable y al cabo de un minuto dormía un sueño profundo.
       —Aquí, la cumbre de las cortesías pa’ usté —dijo Mulvaney, encendiendo su pipa con una ramita en llamas—. Pero Jock se ha comío la mitá de una lata de sardinas suyas de un bocao, y creo que también se comió la lata. ¿Qué se cuenta de bueno, señor, y cómo ha sido que usté estaba del lao perdedor hoy, cuando le caturamos?
       —El ejército del sur está ganando en todo el frente —le dije.
       —O sea que ese frente es la cuerda del verdugo, perdonando lo presente. Mañana se enterará de que nos retiramos para asercarnos antes de traerles problemas y eso es lo que hace una mujer. Por ese mismo motivo, seremos atacaos antes del amanecer, y sería mejor que no se quitase las botas. ¿Cómo lo sé? Por la luz de la razón pura. Aquí somos tres compañías más metías que nunca en el flanco enemigo y una muchedumbre de soldaos de caballería que braman, destrozan y chillan y que han avanzao lo necesario pa’ romperles el avispero. Claro está que el enemigo nos perseguirá, tal vez con unas brigadas, y entonces tendremos que huir. Tome nota de mis palabras. Soy de la opinión de Polonio cuando decía: «No pelees con todo el que se te cruce por el puro gusto de pelear, pero si lo haces, pártele las narices primero y todas las veces que puedas». Tendríamos que haber avanzao pa’ ayudar a los gurkas.
       —¿Pero tú qué sabes de Polonio? —pregunté. Ese era un nuevo aspecto de la personalidad de Mulvaney.
       —Tóo lo que escribió Shakespeare y bastante más, que gritaba el público —dijo el hombre de guerra, en tanto se ataba con cuidado los cordones de sus botas—. ¿Nunca le he hablao del teatro de Silver en Dublín, cuando yo era más joven que ahora y un patrocinador del drama? El viejo Silver jamás pagaba a un actor o a una actriz lo que correspondía y en consecuencia sus compañías podían plegar a último momento. Entonces los chicos pedían a gritos que les diera un papel y muy a menudo el viejo Silver les hacía pagar por la broma. De verdá que he visto un Hamle interpretao con un ojo a la generala nuevo y una reina más llena que una cornucopia. Me acuerdo que una vez ese Hogin que se alistó en los Black Tyrone y murió en Suráfrica convenció al viejo Silver de que le diese el papel de Hamle, en lugar de dármelo a mí, que en aquellos tiempos tenía mucha afición por la retórica. Desde luego que fui a la galería y empecé a llenar el foso con los sombreros de los demás y pasé el rato charlando con Hogin, que se paseaba por Dinamárca como un mulo desjarretao con un manto a la espalda. «Hamle», le digo, «tienes un agujero en el talón. Súbete los calcetines, Hamle», le digo. «Hamle, Hamle, por el amor de la decencia, tira esa calavera y súbete los calcetines». Too el teatro le empezó a gritar eso. Se paró en la mitá de su monólogo. «Puede que se me caigan los calcetines, puede que no», dise él, atornillando sus ojos en la galería, porque sabía muy bien quién era yo. «¡Pero después de esta representación, te juro por mí y por el Fantasma que te sacaré las tripas, Terence, junto con tus rebuznos de borrico!». Y así es como llegué a saber de Hamle. ¡Aaay! ¡Qué tiempos, qué tiempos! ¿Usté ha hecho alguna vez alguna maldá sin fin por la que después no haiga tenío que pagar nada en la vida, señor?
       —Jamás sin tener que pagarla —le dije.
       —¡Así son las cosas! Y tóo es así, si te pones a pensarlo, pero es igual a caballo que de a pie. Un dolor de cabeza si bebes, un dolor de tripa si comes demasiao y un ataque al corazón pa’ reventarlo tóo. De verdá, que el bruto sólo sufre un cólico y es el que tiene suerte.
       Dejó caer la cabeza y fijó los ojos en el fuego, mientras se atusaba el bigote sin cesar. Desde el extremo más lejano del campamento la voz de Corbet-Nolan, el alférez más antiguo de la compañía B, se elevó en una antigua y muy apreciada canción romántica, en tanto que los hombres tarareaban la melodía a modo de acompañamiento.

Sopló el frío viento norte
Y enfermó desde ese instante
La pequeña Kathleen mía,
Mi pequeña y dulce Kathleen,
¡Kathleen, mi Kathleen O’Moore!

      Hubo cuarenta y cinco oes en la palabra final: aun a esa distancia se cortaba el suave acento sureño irlandés con una pala.
       —Todo lo que tomamos hay que pagar, pero el precio es de una alta crueldá —murmuró Mulvaney cuando el coro calló.
       —¿Tienes algún problema? —dije con suavidad, porque sabía que Mulvaney era hombre de tristezas inextinguibles.
       —Escuche —dijo él—. Usté sabe qué soy yo ahora. Yo sé lo que quería ser al principio de mi servicio. Se lo he contao varias veces y lo que no se lo he dicho yo se lo ha dicho Dinah Shadd. ¿Y qué soy yo? Oh, María, madre de los cielos, un viejo borrachín, un soldao bruto, irresponsable, que ha visto los cambios del regimiento desde el coronel hasta el tambor y no dos ni tres veces, ¡docenas de veces! ¡Ay, docenas! ¡Y yo sin estar más cerca que al principio de otener un ascenso! ¿Y yo vivo y me mantengo lejos del calabozo no porque tenga buena conduta, sino por la bondá’ de algún oficial tan joven como para ser mi hijo? ¿Acaso no lo sé? ¿Acaso no puedo decir que cuando me disculpan durante la revista, aunque me tambalee lleno de alcohol y listo pa’ caerme de una pieza, como lo vería hasta un niño de teta, es porque «¡oh, no es más que el viejo Mulvaney!»? Y cuando en la guardia me sueltan gracias a algún miquillo de la lengua, a una respuesta rápida y a la bondá del viejo, ¿es que me largo y vuelvo junto a Dinah Shadd sonriendo, procurando llevarlo tóo como una broma? ¡Yo no! Eso es un infierno pa’ mí, y un infierno mudo. Y la prósima vez que esté igual, volveré a ser igual de malo. Buenos motivos tiene el regimiento pa’ conocerme como el mejor soldao que hay en él. Mejores los tengo yo pa’ conocerme a mí mismo como el peor de los hombres. No valgo más que pa’ enseñar a los nuevos reclutas lo que yo mismo jamás aprenderé. Y estoy seguro, como si lo hubiese oído, que un minuto despué que esos muchachos de ojos de rosa se han apartao de mis «Ahora cuidao» y «Oye, chico, Jim», estoy seguro de que el sargento me muestra como una advertencia de lo que no hay que hacer. Así que, como dicen en la instrucción de los fusileros, les enseño bajo fuego direto y cruzao. Que Dios tenga piedá de mí, porque he pasao por muchas cosas.
       —Echate a dormir —le dije, incapaz de brindarle alivio o consejo—. Tú eres el mejor hombre del regimiento y, junto con Ortheris, el mayor tonto. Échate y espera hasta que seamos atacados. ¿Con qué cuerpo lo harán? ¿El de artillería, tal vez?
       —Eso de enrollar y darle vuelta a la conversación úselo con los caballeros y las damas, aunque sea pa’ bien. Usté no supo decir náa pa’ ayudarme y tampoco supo por qué soy lo que soy.
       —Comienza por el principio y continúa hasta el fin —le dije con magnificencia—. Pero antes atiza un poco el fuego.
       Le alcancé la bayoneta de Ortheris para que la usara como atizador.
       —Esto demuestra lo poco que sabemos de lo que hacemos —dijo Mulvaney, mientras dejaba a un lado la bayoneta—. El fuego le quita tóo el vigor al acero y puede que la prósima vez que nuestro chiquirritín esté peleando por su vida, se le rompa el punzón, así que usté le habrá matao, sólo por querer mantenerse caliente. Eso es un truco de reclutas. Páseme esa vara pa’ limpiarla, señó.
       Me encogí avergonzado y después de una pausa la voz de Mulvaney comenzó.
       —¿Alguna vez le he contao cómo fue que Dinah Shadd se convirtió en mi mujer?
       Disimulé la ansiedad quemante que había experimentado durante unos meses, desde el día en que Dinah Shadd, la fuerte, paciente e infinitamente tierna, por su propio gusto y libre voluntad, lavara una camisa para mí en una tierra yerma donde no se lavaba la ropa.
       —No recuerdo —le dije con indiferencia—. ¿Fue antes o después que cortejaras a Annie Bragin sin conseguir nada?
       La historia de Annie Bragin está escrita en otro lugar. Es uno de los episodios menos respetables en la carrera variopinta de Mulvaney.
       —Antes, antes, mucho antes fue ese asunto de Annie Bragin y el fantasma del cabo. No hubo mujer peor para mí que Dinah cuando me casé con ella. Siempre hay un momento pa’ todas las cosas y yo sé cómo hay que mantenerlo tóo en su sitio, salvo la bebida, que me mantiene en este lugar, sin esperanza de llegar a ser algo distinto.
       —Comienza por el comienzo —insistí—. Mrs. Mulvaney me dijo que te casaste con ella cuando estabas acantonado en los barracones de Krab Bokhar.
       —Que es un pozo negro —dijo Mulvaney, piadoso—. Dijo la verdá, Dinah dijo la verdá. Fue así. Y hablando del tema, ¿usté alguna vez se ha enamorao, señó?
       Guardé el silencio de los malditos. Mulvaney prosiguió:
       —Bien, he de pensar que no. Yo sí. En los tiempos de mi juventú, como se lo he contao más de una vez, yo era un hombre que les llenaba el ojo y les deleitaba el alma a las mujeres. Nunca un hombre fue odiao como lo fui yo. Nunca un hombre fue amao como yo…, ¡no, no a medio día de partir al frente! En los primeros cinco años de mi servicio, cuando yo era lo que daría ahora mi alma por ser, tomaba tóo lo que estaba a mi alcance y lo digería, que es más de lo que la mayoría de los hombre pueden decir. Consumí bebidas y no me hicieron daño. Por la bóveda de los cielos, podía jugar con cuatro mujeres a la vez, y evitar que cualquiera de ellas averiguase algo de las otras tres, y tóo el tiempo con una sonrisa como una caléndula en mitá de la floración. Dick Coulhan, de la batería que vendrá por nosotros esta noche, no podía guiar su tiro mejor de lo que lo hacía yo, ¡y eso que el mío era el peor! Y así vivía yo y era feliz hasta despué de aquel asunto con Annie Bragin…, que me dio calabazas con tanta frescura como una fresquera y me enseñó cuál era mi lugar en la cabeza de una mujer honesta. No fue una píldora dulce de tragar.
       »Después de eso, me harté por un tiempo y me entregué al trabajo del regimiento; presumía de que iba a estudiar para sargento y que veinte minutos despué sería mayor. Pero, más allá de mi ambición, había un vacío en mi alma, y mi propia opinión de mí mismo no podía llenarlo. Y me dije a mí mismo: «Terence, eres un gran hombre y el mejor dispuesto del regimiento. Adelante, consigue un ascenso». Y me dije pa’ mis adentros: «¿Pa’ qué?». Y me dije a mí mismo: «¡Por la gloria que representa!». Y me dije pa’ mis adentros: «¿Eso va a llenarte esos dos brazos fuertes que tienes, Terence?». «Vete al diablo», me dije a mí mismo. «Ve a donde están los casaos», me dije pa’ mis adentros. «Es igual», me dije a mí mismo y me quedé pensando en eso. ¿Alguna vez ha sentido algo así, señor?
       Resoplé con suavidad, sabedor de que si Mulvaney no era interrumpido proseguiría el relato. Las hogueras alzaban su crepitar hasta las estrellas, a la vez que los cantantes rivales de las compañías competían entre sí.
       —Pues yo sentía eso y lo pasaba muy mal. Una vez, como era un tonto, fui adonde estaban los casaos, pa’ hablá con nuestro viejo portaestandarte Shadd, más que pa’ ningún trato con las mujeres. En esos tiempos yo era cabo; después fui degradao, pero entonces era cabo. Me hice tomar una foto pa’ tener una prueba del caso. «¿Quiere tomar una taza de té con nosotro?», me dijo Shadd. «Con mucho gusto», le dije yo, «aunque el té no es una diversión pa’ mí». «Pa’ ti sería mejor que lo fuese», dijo la vieja madre Shadd, y ella sí que tenía que saberlo, porque Shadd, al final de su servicio, bebía hasta reventar cada noche.
       »Así que me quité los guantes —estaban llenos de blanco de España, así que se paraban solos— y cogí una silla, mientras miraba los adornos de porcelana y las cosillas que había en el cuartel de los Shadd. Eran cosas de hombre, nada de equipo de campaña, hoy aquí y mañana han desapareció. «Usté está muy bien en este lugar, sargento», le digo. «Mi mujer es la que lo ha puesto, muchacho», me dice, señalando con el cañón de la pipa a la vieja madre Shadd y ella le soltó un capón en la calva por el cumplido. «Eso sinifica que quieres dinero», dijo la mujer.
       »Y entonces…, y entonces, cuando había que echar el agua en la tetera, apareció Dinah…, mi Dinah… Llevaba las mangas enrolladas hasta el codo y el pelo como una gloria brillándole sobre la frente, los ojos azules y grandes debajo, titilando como estrellas en una noche helá y con el paso de sus dos pies más ligero que los papeles que sacamos de la papelera del coronel que está en la sala de guardia. Como no era más que una niña se puso roja al vermé y yo me retorcí el mostacho y me puse a mirar un cuadro que había en la paré. Nunca hay que demostrar a una mujer que uno sería capaz ni siquiera de castañetear los dedos por ella, y por Dios que vendrá gimiendo a limpiarte las botas.
       —Me figuro que por eso seguiste a Annie Bragin hasta que todos los de la barraca de casados se rieron de ti —dije, recordando aquel irreverente galanteo y rechazando mi disfraz de somnolencia.
       —Estoy esponiendo la teoría general del ataque —dijo Mulvaney, acercando su bota al fuego que moría—. Si usté lee el Libro de bolsillo del soldao, cosa que no hace ningún soldao, verá que hay esepciones. Cuando Dinah cruzó la puerta (y fue como si también se hubiese acabao la luz del sol), «Madre del cielo, sargento», le digo, «¿pero es su hija?». «Así lo he creído estos dieciocho años», dice el viejo Shadd, con los ojos chispeantes, «pero Mrs. Shadd tiene su propia opinión, como todas las mujeres». «Esta vez es la misma que la tuya, de milagro», dijo la madre Shadd. «¿Y por qué, en nombre de la fortuna, jamás la he visto antes?», le digo. «Porque tú no has hecho más que dar volteretas con las mujeres casadas en los últimos tres años. Ella no era más que una niña hasta el año pasao y se ha disparao con la primavera», me dice la vieja madre Shadd. «Ya no daré volteretas con las casadas», le digo. «¿Estás seguro?» me dise la vieja Shadd, mirándome de lao, como una gallina mira al halcón cuando los polluelos están en libertá. «Póngame a prueba y lo verá», le digo. Entonces me puse los guantes, terminé de beberme mi té y salí de la casa tan tieso como en un desfile de gala, porque sabía que los ojos de Dinah Shadd estaban fijos en mi espalda desde la ventana de la cocina. De verdá que esa fue la única vez que hubiese querido ser soldao de caballería por el gusto de hacer sonar las espuelas.
       »Salí a caminar pa’ pensar y estuve pensando un rato, pero tóo iba a parar en esa chiquilla con su vestido azul de lunares, con sus ojos azules y sus chispillas. Entonses me aparté de la cantina pa’ ir a cada rato a las barracas de los casaos, o por allí cerca, por si me encontraba con Dinah. ¿Que si la encontré? Oh, tiempos pasaos, ojalá no me la hubiese cruzao: con un nudo en la garganta tan grande como mi mochila y con el corasón trabajando como una fragua de un herrero una mañana de sábado. Tóo fue «Buenos días tenga usté, Miss Dinah» y «Buenos días a usté, cabo», una semana o dos, y al diablo si pude adelantar algo, por el respeto que le teníá a esa niña, a la que hubiese podido quebrar con el índice y el pulgar.
       En ese momento solté una risita mientras recordaba la figura gigantesca de Dinah Shadd cuando me había dado mi camisa.
       —Ya puede reírse —gruñó Mulvaney—, pero estoy diciendo la verdá y usté es el que se equivoca. Dinah era una chica que parecía tener la autoridá de la Duquesa de Clonmel en aqueyos días. Mano florida, pie como si fuera calzao de lujo, y los ojos de una mañana viva tenía ella, que todavía hoy es mi mujer…, la querida Dinah, que nunca habrá otra más que Dinah Shadd pa’ mí.
       »Después de tres semanas de idas y venidas, sin avanzar como no fuese por los ojos, un muchacho tambor se me rió en la cara cuando lo amenacé con la hebilla del cinturón por alborotar en todas partes. «No soy yo el único que se sale de las barracas», me dice. Le cogí del cogote —en esos días mi corazón colgaba de un hilo, ya me entiende usté— y «Echalo afuera», le digo, «o no te quedará un solo hueso sin romper». «Hable con Dempsey», me dice aullando. «¿Qué Dempsey?», le digo, «tú, sucio diablillo». «El de los dragones Bobtail», me dice. «Lo han visto acompañarla a su casa desde la casa de la tía, desde el barrio de los civiles, cuatro veces en estos quince días». «Chico», lé digo dejándole caer, «tu lengua es más fuerte que tu cuerpo. Vete a tu puesto. Siento haberte regañao».
       »Allí me fui a buscar a Dempsey por los cuatro puntos cardinale. Me volvía loco de pensar que con tóos mis aires con las mujeres podía haber sido burlao por uno de caballería, un tonto cara de palangana, que no valía ni pa’ llevar un baúl. Al fin le encontré en nuestras líneas —los Bobtail estaban acampaos junto a nosotros— y sí que era un hijo de muía seboso, pesao, con sus grandes espuelas de latón y el peto encima del epigastrio y tóo. Pero no se le movió ni un pelo.
       »—Una palabra, Dempsey —le digo—. Usté ha acompañao a Dinah Shadd cuatro veces la quincena pasada.
       »—¿Y eso qué le importa a usté? —me dice—. Voy a acompañarla cuarenta veces más, y otras cuarenta si quiero, cabo interino de infantería, que tienes los pies como palas, destripaterrones.
       »Antes que pudiese protegerme ya me había dao con su puño enguantao en la cara y me quedé tendió en el suelo.
       »—¿Te basta eso? —me dise soplándose los nudillos delante de tóos, como si fuese un oficial de los Scots Grey.
       »—Me basta —le digo—. Por tu propio bien, hombre, quítate las espuelas y la guerrera y desenguántate. Esto es el comienzo de la obertura. ¡Preparao!
       »Aguantó tóo lo que pudo, pero no se había quitao la guerrera y sus hombros no tenían libertá. Yo peleaba por Dinah Shadd y por el corte de mi mejilla. ¿Qué esperanza tenía ante mí? «¡Ponte de pie!», le decía cada vez que él empezaba a medir el suelo, a cubrirse mucho y apartarse más. «Esto no es la escuela de equitación», le digo. «Hombre, ponte de pie y déjame darte». Pero cuando vi que sólo iba a dar vueltas alrededor, le cogí del pecho con la izquierda y del cinturón con la derecha y le hice girar a la derecha, cabeza abajo, golpeándole con la nariz hasta que se le escapó tóo el aire y se cayó al suelo. «¡De pie!», le digo, «o te hundiré la cabeza en el pecho a patadas», y también hubiera hecho eso, porque estaba loco de la rabia.
       »—Mi clavícula está rota —me dice—. Ayúdame a llegar al campamento. Nunca más la acompañaré —así que le acompañé.
       —¿Y tenía rota la clavícula? —pregunté, porque me figuraba que sólo Learoyd podía dar con limpieza ese golpe terrible.
       —Se había caído sobre su hombro izquierdo. Así fue. Al día siguiente la noticia corría por ambos campamentos, y cuando me topé con Dinah Shadd (yo llevaba una mejilla como el muestrario del sastre del regimiento), no hubo «Buenos días, cabo» ni nada de eso. «¿Qué le he hecho yo, Miss Shadd», le digo, muy valiente, plantándome delante de ella, «pa’ que no me dé los buenos días?».
       »—Casi ha matao al brioso jinete Dempsey —me dice, mientras se le llenaban de lágrimas los ojitos azules.
       »—Puede —le digo—. ¿Era amigo suyo? Porque sé que la ha acompañao cuatro veces en quince días.
       »—Sí —me dice, pero los labios se le torcían en un puchero—. ¿Y eso qué le importa a usté? —me dice.
       »—Pregúnteselo a Dempsey —le digo, haciendo como que me voy.
       »—¿O sea que ha peleao por mí, hombre estúpido? —me dice, aunque ya lo sabía desde un principio.
       »—¿Por quién si no? —le digo y doy un paso al frente.
       »—No valía la pena —me dice, estrujando su mandil.
       »—Eso lo tengo que decir yo —le digo—. ¿Lo digo?
       »—Sí —me dice con un susurro de santa y entonces le di mi esplicación y ella me dijo lo que un hombre que es hombre y muchas mujeres que son mujeres oyen una vez en la vida.
       »—¿Pero qué ha sido lo que te ha hecho llorar al principio, cielo? —le digo.
       »—Tu…, tu mejilla ensangrentada —me dice, escondiendo su cabecita en mi fajín (ese día yo estaba de guardia) y llorando como un ángel apenao.
       »Un hombre puede tomar esas cosas de dos maneras. Yo me las tomé como mejor me parecía y ahí le di el primer beso. ¡Madre de la inocencia! Pero la besé en la punta de la nariz y debajo de los ojos; una chica que deja que se le caiga encima un beso como ése, nunca antes ha sido besada. Tome nota de eso, señor. Entonces nos fuimos cogidos de la mano hasta donde la madre Shadd, como dos chiquillos, y ella dijo que no estaba mal y el viejo Shadd asintió detrás de su pipa y Dinah corrió a esconderse en su cuarto. Ese día me pareció que caminaba entre nubes. Toda la tierra era demasiao pequeña pa’ mí. Por Dios, hubiera podido arrancar el sol del cielo para usarlo como un ascua en mi pipa, tan grande me sentía. Pero, en cambio, fui a dar instrución a los reclutas y empecé por el avance de tóo el batallón, cuando tendría que haberles puesto a marcha lenta. ¡Ay! ¡Ese día! ¡Ese día!
       Hubo una pausa larga.
       —¿Y qué pasó? —le dije:
       —Se estropeó tóo —dijo Mulvaney con un suspiro tremendo—. Y sé que tóo ha sido por mi propia estupidez. Esa noche me tomé más o menos la mitá de tres pintas, que no es lo bastante pa’ moverle ni un pelo a un hombre que esté en sus cabales. Pero yo estaba más que medio borracho de alegría y aquella cerveza fue como whisky pa’ mí. No puedo decir cómo sucedió, pero como yo no pensaba en nada que no fuese Dinah, como no me había quitado sus brazos blancos de alrededor de mi cuello ni siquiera cinco minutos, como el aliento de sus besos no se había ido de mi boca, tuve que pasar por donde los casaos cuando volvía al cuartel y tuve que quedarme hablando con esa chica que parecía una vaquilla pelirroja de Mullingar, Judy Sheehy, la hija de la madre Sheehy, la mujer de Nick Sheehy, el sargento de la cantina. ¡Que la maldición negra de Shielygh caiga sobre toda la descendencia que hoy tenga él sobre la tierra!
       »—¿Por qué va con la cabeza tan alta, cabo? —me dice Judy—. Entre y tome una taza de té —dice, plantada en la puerta. Como soy un tonto del que no hay que fiarse, y no pensaba en otra cosa que no fuese el té, entré.
       »—Madre está en la cantina —dice Judy, arreglándose ese pelo suyo que parecía hecho de víboras rojas y mirándome de lao con sus enormes ojos verdes de gato—. ¿Le importa, cabo?
       »—Puedo soportarlo —le digo, porque la vieja madre Sheehy no era mi predileta y su hija tampoco. Judy buscó los cacharros del té, los puso sobre la mesa y se me acercó mucho mientras los acomodaba. Yo me hacía a un lao, pensando en Dinah.
       »—¿Le tiene miedo a una chica que está sola? —dice Judy.
       »—No —le digo—. ¿Por qué he de tenerlo?
       »—De eso se ocupan las chicas —dice Judy, arrastrando su silla hasta donde estaba la mía.
       »—Pues ocupémonos de otra cosa —le digo, y pensando que había sido un poquitín descortés, le digo—: el té no está lo bastante dulce pa’ mi gusto. Ponga su dedito en la taza, Judy, eso lo convertirá en nétar.
       »—¿Qué es nétar? —dice ella.
       »—Algo muy dulce —le digo, y por mi vida pecadora que no pude dejar de mirarla de soslayo, como solía mirar yo a una mujer.
       »—Miren al cabo —me dice—. Usté es un galanteador.
       »—Por mi alma que no lo soy —le digo.
       »—Entonces usté es un hombre guapo y cruel y eso es peor —me dice, soltando unos suspiros tremendos y mirándome de lao.
       »—Usté sabrá lo que dice —le digo.
       »—Sería mejó pa’ mí que no lo supiera —me dice.
       »—Mucho es lo que podríamos decir cada uno —le digo sin pensar.
       »—Pues diga usté su parte, Terence, cielo —me dice—, porque, ¡ay, Dios mío!, pienso que he dicho demasiao o demasiao poco pa’ ser una chica honesta —y me echó los brazos al cuello y me besó.
       »—Después de esto ya no hay nada que decir —le digo, devolviéndole el beso… ¡Oh que tío idiota que fui, con la cabeza resonándome con Dinah Shadd! ¿Cómo puede ser, señor, que cuando un hombre está fascinao por una mujer sea capaz de volverse loco por otra? Pasa igual con las armas de fuego. Un día tóos los tiros se te van al aire o dan en el talú, y al día siguiente, apuntes arriba o abajo, mucho o poco, no puedes dejar de dar en la diana diez veces seguidas.
       —Eso sólo le sucede al hombre que tiene mucha experiencia. Lo hace sin pensar —repliqué.
       —Gracias por el cumplido, señor, puede que sea así. Pero no estoy muy seguro de que lo haya dicho como cumplido. Escúcheme. Me quedé sentao con Judy en las rodillas, oyendo cómo me decía toda clase de tonterías y contestándole con nada más que un «sí» o un «no», cuando hubiese hecho mejor en meter la lengua entre los dientes. ¡Y no hacía una hora que había dejao a Dinah! En qué estaba pensando, no sabría decirlo. De repente, silenciosa como un gato, se apareció la vieja Sheehy, borracha como una cuba. Tenía el pelo colorao de la hija, pero con calvas, y en su cara perversa y vieja, tan claro como a la luz de un relámpago, yo veía lo que sería Judy al cabo de veinte años. Me quise poner de pie, pero Judy no se movió.
       »—Terence se me ha declarao, madre —dice ella y un sudor frío me brotó por tóo el cuerpo. La vieja Sheehy se sentó junto a la pila de tazas y empezó a jugar con ellas. «Pues sí que sois una buena pareja», dice con la lengua pastosa. «Porque él es el mayor golfo que jamás haya gastao las botas que da la Reina y…».
       »—Me marcho, Judy —le digo—. No tendría que decirle bobadas a su madre. Métala en la cama, mujer.
       »—¡Bobadas! —dice la vieja, alzando las orejas como si fuese un gato y agarrándose del borde de la mesa—. Esto será la mayor bobada de las boberías, tejón sonriente, si es una bobada. Vete de aquí, tú. Yo me voy a la cama.
       »Salí corriendo hacia la oscuridá, con la cabeza confusa y el corazón enfermo, pero tuve la sensatez suficiente como pa’ comprender que era yo el que lo había organizao tóo. «Esto es por pasar el tiempo con una bruja», me dije. «Lo que haya dicho o no haya dicho no importa. Judy y su madre ya me tienen por comprometió y Dinah me pondrá de patitas en la calle y me lo merezco. Voy a emborracharme», me dije, «y a olvidarlo tóo, porque ya se ve que no soy de los que se casan».
       »De camino hacia la cantina me topé con Lascelles, el sargento portaestandarte de la compañía E, un hombre duro, muy duro, con una mujer que era un tormento. «Tienes una cara que pareces un ahogao», me dice, «y yo diría que estás por hacerte con una peor. Vuélvete». «Déjeme pasar», le digo. «¡He tirao mi suerte a la paré con mi propia mano!». «Pero ésta no es la forma de recuperarla», me dice. «Venga, echa afuera lo que sea, muchacho». Y le dije de qué se trataba.
       »Se chupó el labio inferior. «Te han atrapao», me dice. «Ju Sheehy hará lo que sea por tener el nombre de un hombre junto al suyo tan pronto como pueda. Y tú que te creías que la tenías fascinada…, ésa es la vanidá natural de la bestia. Terence, tú eres un gran tonto de nacimiento, pero no lo bastante malo como pa’ casarte en esa compañía. Si has dicho algo, y según lo que me cuentas seguro que lo has hecho —o no has abierto la boca, que sería peor—, trágatelo tóo; miente como el padre de la mentira, pero quítate de encima este lío y a Judy. ¿No voy a saber yo lo que es casarse con una mujer que es la viva imagen de Judy cuando era joven? Ahora que me estoy haciendo viejo, he aprendido a ser paciente, pero tú, Terence, le pondrías la mano encima a Judy y la matarías en un año. No te importe que Dinah te rechace, te lo has merecido; no te importe que tóo el regimiento se ría de ti tóo el día. Quítate de encima a Judy y a su madre. No te pueden arrastrar hasta la iglesia, pero si lo hacen, te habrán arrastrao al infierno. Vuelve al campamento y acuéstate», me dice. Y después, por encima del hombro: «Tienes que poder con ellas».
       »Al día siguiente fui a ver a Dinah, pero no tenía empuje mientras andaba. Sabía que pronto vendrían los problemas, sin que yo les echara tina manita, y eso me daba un miedo atroz.
       »Oí que Judy me llamaba, pero tiré rezto pa’ la casa de los Shadd y Dinah estuvo a punto de darme un beso, pero yo la detuve.
       »—Cuando te lo haya dicho tóo, cielo —le digo—, me podrás besar si quieres, aunque dudo que eso sea tan fácil entonces.
       »Apenas si había empezao a darle forma a la esplicación cuando Judy y su madre llegaron a la puerta. Creo que había un porche, pero no recuerdo.
       »—¿Por qué no pasan? —dijo Dinah, educada y gentilj aunque las Shadd no mantenían trato con los Sheehy. La vieja Shadd alzó los ojos y fue la primera en ver cuál era el problema, porque Dinah era su hija.
       »—Tengo prisa hoy —dice Judy, tan fresca como el latón—, sólo he venido a por Terence, mi prometió. Me estrada encontrarle aquí al día siguiente del compromiso.
       »Dinah me miró como si la hubiese pegao y yo le respondí directamente.
       »—Anoche en casa de los Sheehy han habió muchas tonterías, y Judy sigue con la broma, cariño —le digo.
       »—¿En casa de los Sheehy? —me dice Dinah muy lentamente y Judy la interrumpió con un:
       »—Estuvo allí de nueve a diez, Dinah Shadd, y más de la mitá de ese tiempo yo estuve sentada en sus rodillas, Dinah Shadd. Puedes mirarme de arriba a abajo tóo lo que quieras, pero no dejarás de ver que Terence es mi prometió. Terence, cariño, es hora de que vayamos a casa.
       »Dinah Shadd no le dijo ni una palabra a Judy.
       »—Te marchaste a las ocho y media —me dice—, y nunca hubiese pensao que me dejabas por Judy, con o sin promesas. ¡Vuelve con ella, ya que a ti tiene que ir a buscarte una chica! Hemos terminao —me dise y corre a su cuarto, con su madre detrás. Así que me quedé solo con aquellas dos mujeres, y en libertá para espresar mis sentimientos.
       »—Judy Sheehy —le digo—, si tú me pones tonto a la luz de las velas, no lo harás durante el día. Jamás te he dao palabra ni nada.
       »—¡Mientes! —dice la vieja Sheehy—. ¡Ojalá te ahogues allí donde estás! —se había pasao con la bebida.
       »—Aunque me ahogara aquí mismo, no cambiaría de idea —le digo—. Vete a tu casa, Judy. Me da vergüenza ver a una chica decente como tú arrastrando a su madre, sin sombrero, en público, para hacer este recao. Escúchame y tómatelo como una respuesta. Ayer le di palabra a Dinah Shadd y, pa’ mi desdicha, estuve contigo anoche hablando bobadas, pero nada más. Tú has querido cazarme con eso. No me cazarás por nada del mundo. ¿De acuerdo?
       »Judy se puso de un rojo subido.
       »—Te deseo la alegría del perjuro —me dice, haciendo una reverencia—. Has perdió a una mujé que se hubiese gastao las manos hasta los huesos por darte gusto y, mira, Terence, tú no estabas atrapao… —Lascelles tenía que haberle hablao bien claro—. Yo soy como Dinah, por supuesto. Has perdido a una tonta que jamás te volverá a mirar y has perdido lo que jamás tuviste: la honestidá corriente. Si a tus hombres los manejas igual que a tus asuntos de amor, no me estraña que digan que eres el peor cabo de la compañía. Vamos, madre —dijo.
       »¡Pero la vieja no movió ni un pie!
       »—¿Te quedas en eso? —me dice, estudiándome por debajo de sus cejas grises y espesas.
       »—Sí que lo hago —le digo—, aunque Dinah me echase veinte veces. No quiero nada de usté ni de los suyos —le digo—. Llévese a su hija, mujer desvergonzada.
       »—¿Desvergonzada yo? —me dice, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Y qué eres tú, mentiroso, intrigante, flojo, hijo pecador de un cantinero? ¿Que yo soy desvergonzada? ¿Quién nos ha avergonzao a mí y a mi niña, que hemos tenido que salir a mendigar por todo el cuartel y a la luz del día la palabra rota de un hombre? ¡Que tengas el doble de vergüenza que yo, Terence Mulvaney, ya que te crees tan fuerte! ¡Por María y todos los santos, por la sangre y el agua, y por todas las penas que ha habido en el mundo desde su principio, que caiga sobre ti y los tuyos la peste negra, de modo que nunca te veas libre de dolor, por causa de otros, cuando no sea por la tuya! ¡Que se te desangre el corazón en el pecho gota a gota mientras se rían tus amigos viéndote sangrar! ¿Tú te crees fuerte? ¡Que tu fuerza sea para ti una maldición que te ponga en manos del demonio contra tu propia voluntá! ¿Que eres listo? ¡Ojalá tus ojos vean claro cada paso que des por el camino oscuro hasta que las cenizas calientes del infierno los cieguen! ¡Que la sed seca y furiosa que hay en mis huesos viejos se apodere de ti pa’ que jamás puedas dejar pasar una botella llena ni un vaso vacío! Que Dios te conserve la luz del entendimiento, encanto de muchacho, pa’ que nunca puedas olvidar lo que has querido ser, cuando te revuelques en un estercolero. ¡Ojalá veas lo mejor y te tengas que quedar con lo peor mientras haya aliento en tu cuerpo y que mueras pronto en tierra extraña, descubriendo que te llega la muerte y sin ser capaz de mover ni una mano ni un pie!
       »Oí que unos pies se movían en el cuarto de atrás y entonces la mano de Dinah Shadd se posó sobre la mía, como un pétalo de rosa en una carretera enfangá.
       »—La mitá de eso tomaré pa’ mí —le dice—, y más también, si pudiese. Váyase a su casa, mujer charlatana, váyase a su casa y confiésese.
       »—¡Vámonos! ¡Vámonos! —dice Judy, tirando del chal de su madre—. No ha sido culpa de Terence. ¡Por el amor de la Virgen, deja de hablar!
       »—¡Y tú! —dice la vieja Sheehy, dándose la vuelta pa’ enfrentarse con Dinah—. ¿Tomarás la mitá de la carga de ese hombre? Mantente apartá de él, Dinah Shadd, antes que te hunda también a ti, que quieres ser la mujé de un sargento de intendencia dentro de cinco años. Miras muy alto, chica. Tú fregarás para un sargento de intendencias cuando a alguno le apetezca darte esa faena por caridá. Pero al final serás la mujer de un soldao raso y conocerás todas las penas de la mujer de un soldao raso y no tendrás más que una alegría, que se alejará de ti como la marea inquieta se aparta de la roca. Conocerás el dolor de la preñez, pero nunca tendrás la alegría de dar el pecho y depositarás en tierra profana a un niño sin que un sacerdote esté allí pa’ decir una oración por él y pensarás en ese niño cada día de tu vida. Piénsatelo bien, Dinah Shadd, porque jamás tendrás otro aunque reces hasta que te sangren las rodillas. Las madres que tengan hijos se burlarán de ti a tus espaldas cuando estés torciendo la ropa en la pila. Sabrás lo que es ayudar a un marido borracho a llegar a casa y ver cómo lo arrestan. ¿Cómo le resultará tóo eso a Dinah Shadd, que no quiere que la vean hablando con mi hija? Tendrás que hablar con alguien peor que Judy antes que tóo haya terminao. Las mujeres de los sargentos te mirarán desde arriba con desdén, hija de sargento, y tendrás que disimular con una cara sonriente aunque se te esté partiendo el corazón. Apártate de él, Dinah Shadd, porque le he echao la maldición negra de Shielygh y él con sus propios labios la pondrá en prática.
       »La vieja se echó hacia adelante, cabeza abajo, y empezó a soltar espuma por la boca. Dinah Shadd corrió a buscar agua y Judy arrastró a su madre al porche, hasta que la hizo sentar.
       »—Soy vieja y desdichá —dijo, temblando y llorando—, y por eso hablo más de la cuenta.
       »—Cuando pueda andar, lárguese —le dijo la vieja Shadd—. Esta casa no es lugar pa’ las personas como usté, que maldicen a mi hija.
       »—¡Ay! —dijo la mujer—. Las palabras duras no rompen huesos y Dinah Shadd tendrá el amor de su marío hasta que mis huesos sean trigo verde. Judy, cariño, no recuerdo pa* qué vine aquí. ¿Nos puede prestar un poquito de té, Mrs. Shadd?
       »Pero Judy se la llevó a rastras y llorando como si se le fuese a romper el corazón, y Dinah Shadd y yo, a los diez minutos, nos habíamos olvidao de tóo.
       —¿Y cómo es que ahora te acuerdas? —le dije.
       —¿Cómo podría olvidarlo? Cada palabra que esa vieja malvada dijo se hizo verdá después en mi vida y yo hubiese soportao tóo, tóo, menos lo que pasó al nacer mi pequeño Shadd. Eso fue durante un desplazamiento, tres meses después que el regimiento hubiese pasao por el cólera. Estábamos entre Umballa y Kalka y yo iba en un piquete de guardia. Cuando terminé mi guardia, las mujeres me mostraron al niño, que se puso de lao y se murió mientras yo le miraba. Le enterramos junto a la carretera; como el padre Víctor venía atrás, a un día de marcha, con el equipo pesao, el capitán de la compañía leyó una oración. Y desde entonces he sío un hombre sin hijos, y tóo lo que la vieja Sheehy nos dijo a mí y a Dinah Shadd. ¿Usté qué piensa, señó?
       Yo pensé muchas cosas, pero me pareció mejor tender mi mano para estrechar la de Mulvaney. La demostración estuvo a punto de costarme el uso de tres dedos. Sea lo que sea lo que sepa acerca de sus debilidades, Mulvaney desconoce su fuerza por completo.
       —¿Pero qué piensa usté? —repitió mientras yo estiraba mis dedos machacados.
       Mi respuesta fue ahogada por los chillidos y el tumulto que llegaban desde la hoguera contigua, donde los hombres gritaban llamando: «¡Orth’ris!», «¡Soldao Orth’ris!», «¡Señor Or-the-ris!», «¡Hijo mío!», «Capitán Orth’ris», «Mariscal de campo Orth’ris», «¡Stanley, cantante de tres al cuarto, vuelve aquí, a tu compañía!». Y el cockney, que había deleitado a otra audiencia con cuentos complejos y rabelesianos, tuvo que sentarse de nuevo entre sus admiradores por causas de fuerza mayor.
       —Me habéis puesto la camisa perdida de arrugas —dijo—, y no volveré a cantá delante de este maldito auditorio.
       Learoyd, despertado por la vocería, se desperezó, se arrastró a espaldas de Ortheris y se lo echó a los hombros.
       —¡Canta, condenao colibrí! —dijo y Ortheris, marcando el ritmo en el cráneo de Learoyd, con esa voz ronca que caracteriza a la Ratcliffe Highway, se despachó con esta canción:

Mi chica adiós me dijo,
a mí, un chico de Londres;
una quincena bebido
paseé yo antes de perderme.
La Reina me dio un chelín,
para defender su imperio
que está más allá del mar.
Pero entonces el Gobierno
una trampa me tendió
de fiebre y enfermedad
en las tierras de la India.

Coro

¡Ey! A las chicas no atiendas,
ni te des a la cerveza.
Porque un joven tonto fui,
hoy, por eso, estoy aquí.
Disparé contra un afgano,
y el muy tonto respondió:
mi cabeza agujereada
de la acción me separó.
Apunté frente a un birmano,
con su dah resplandeciente,
el proyectil no salió,
con la bayoneta rota,
un buen susto me llevé.

Coro

¡Ey! No ataques a un afgano,
si no estás en la trinchera.
No persigas a un birmano
sin algún amigo cerca.
Con galones ya de cabo,
me bañé en los estampidos,
bebiendo con un amigo.
La noche acabó en chirona.
Cuando me dieron al fin
los galones de sargento,
el coronel dijo: «¡No!
Terminarás arrestado».
La misma noche siguiente,
así fue como ocurrió.


Coro

¡Ey! Tú no quieras ser cabo
si tu mente no está en claro.
Porque un joven tonto fui,
hoy, por eso, estoy aquí.
He gustado el sabor de las armas,
en barracas, cuartel y chirona,
y perdí la cabeza en el viaje
entre bebida y mujer.
Llegué a lo más hondo del servicio,
y sé que ya estoy acabado:
desde el principio mi peor amigo,
¡sangre de un ratón era yo mismo!

Coro

¡Ey! A las chicas no atiendas,
ni te des a la cerveza.
Porque un joven tonto fui,
hoy, por eso, estoy aquí.

       —Vaya, escucha al chiquirritín cantando y gritando como si jamás hubiese pasao por ningún problema. ¿Te acuerdas de cuando se puso loco de añoranza? —dijo Mulvaney, recordando una época inolvidable en la que Ortheris atravesó las aguas profundas de la aflicción y se comportó de un modo abominable—. Pero lo que dice es la amarga verdá. ¡Ay, sí!

Desde el principio mi peor amigo,
¡sangre de un ratón era yo mismo!

      Cuando desperté, vi a Mulvaney —el rocío nocturno le perlaba el mostacho— apoyado en su fusil mientras montaba guardia, solitario como Prometeo en su roca, con no sé qué buitres royéndole el hígado.



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