George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


Los tres botes de la Caleta (1941)
(“Les trois bateaux de la calanque”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 134, 27 de junio de 1941);
Les dossiers de l’Agence «O»
(París: Gallimard, N.R.F., 1943, 672 págs.)



I

      El asunto de la Caleta, como algunos lo llamaron, es de seguro el único que la Agencia O consiguió solucionar fuera de sus métodos habituales, que todo el mundo ya conoce.
       En general, puede decirse que era trabajo de equipo, y, si bien el equipo de la Cité Bergère era muy restringido, lo cierto es que funcionaba con admirable cohesión.
       Por una parte, Torrence, el exinspector de la Policía Judicial, antiguo brazo derecho del comisario Maigret, que pasaba por ser el director de la agencia. Detrás de él, fingiéndose tan pronto fotógrafo como empleado subalterno, el flaco y pelirrojo Emilio, que era en realidad el alma de la casa.
       Además estaba Barbet, antiguo carterista retirado, que se ocupaba de seguir las pistas y no vacilaba en inspeccionar los bolsillos de sus clientes.
       En cuanto a la señorita Berta, la secretaria, de servicio permanente en las oficinas de la calle Bergère, su papel carecía de relieve, puesto que consistía en servir de enlace cuando los tres hombres se encontraban a la vez en campaña.
       Ahora bien, era el mes de agosto. Torrence había recibido de un americano rico el encargo de seguir en Deauville a su mujer, que, por demasiado jugadora y demasiado golosa también de hombres jóvenes y guapos, tenía la singular costumbre de vender sus joyas y declarar enseguida que se las habían robado.
       Cuando llegó la carta del Lavandou, reclamando con toda urgencia la intervención de la Agencia O en un asunto nuevo, Emilio estaba solo con Barbet, porque la señorita Berta acababa de tomar sus vacaciones.
       —Diga, Barbet —preguntó Emilio—. Usted que lo sabe todo. ¿No está precisamente en el Mediodía la señorita Berta?
       —Está en Cassis, jefe… Hotel de las Rocas Rojas.
       —¿Hay rocas rojas en Cassis?
       —No; pero hay un hotel llamado así.
       —Bueno, amigo Barbet, va usted a telefonear a la señorita Berta. Le pedirá que vaya al Lavandou. Yo llegaré allí en el próximo tren. Que trate, pues, desde ahora, hasta mi llegada, de recoger cuantas informaciones le sea posible acerca de la historia de la dama del traje de baño verde…
       He ahí cómo Emilio, por excepción en ese asunto, no trabajó ni con Torrence ni con Barbet, sino con una señorita rolliza que no se había llevado consigo al Mediodía más que vestidos claros de playa.
       Cuando se detuvo el tren en la pequeña estación en la que todo el aire vibraba con el canto de las cigarras, bajo un sol africano, la joven estaba allí ya curtida, y su aire grave —¿no acababa de haber sido elevada a detective?— contrastaba curiosamente con su blusa de limón pálido y sus reveladores shorts.
       Emilio, por su parte, había sacado su traje más estival y un panamá inesperado, y sus gafas ahumadas, con ancho cerco de concha, le daban un vago parecido con Harold Lloyd.
       —He podido obtener una habitación, jefe, pero no ha sido cosa fácil, se lo juro… Esto está abarrotado y apenas queda sitio en el mar para bañarse…
       Frente a la estación, había un enorme coche, de brillante capota y con asientos de cuero encamado; al volante, un chofer de librea blanca con galones también encamados. Emilio admiró maquinalmente aquel vehículo de gran lujo y la señorita Berta le dijo con la mayor sencillez del mundo:
       —Suba… Es el auto que le espera.
       Sólo había que recorrer trescientos metros y no obstante el señor Moss, el banquero holandés, se había empeñado en enviar su automóvil al encuentro del célebre detective.
       Unos instantes más tarde, Emilio penetraba en la villa que el señor Moss había alquilado para el verano. El banquero, en una mecedora, a la sombra de un pino marítimo, fumaba un magnífico cigarro que debía de venir directamente de La Habana para él. Frunció las cejas, examinó al joven de pies a cabeza y le preguntó sin tomarse la molestia de saludar:
       —¿Es usted, la Agencia O?
       —Bueno, señor Moss, yo soy uno de los colaboradores de la Agencia. Mi superior, el señor Torrence, está en este momento en Deauville.
       —Pues creo que pudo molestarse en venir personalmente.
       —Está retenido por Oswald Davidson.
       El nombre del multimillonario americano impuso respeto al señor Moss, que, en la escala de los valores internacionales, venía muy lejos después de su compañero de finanzas de los Estados Unidos. Pero eso no le tranquilizaba.
       —¡Mala suerte! ¡En fin! Siéntese. La señorita ésa, también… ¡Cornélius…!
       Entró un ayuda de cámara.
       —Sírvanos refrescos y asegúrese de que no anda rondando por ahí ese desagradable inspector de policía.
       Emilio, que no estaba al corriente de nada, conservaba la apariencia de un jovencito en visita.
       —Muy bien, Cornélius… Puede usted retirarse… Procure que el inspector no vuelva a molestarnos.
       Tenía unos cincuenta años de edad. Era pequeño, colorado, redondo y calvo, e iba vestido con un traje de tela blanca.
       —La policía le pondrá sin duda al corriente de todos los detalles, porque supongo que, en esa clase de asuntos, ustedes se pondrán en contacto con ella. No obstante, hay algunos puntos que quiero especificarle. En primer lugar, queda entendido que usted se halla a mi servicio y únicamente a mi servicio y que es a mí a quien rendirá cuentas… Le abro un crédito ilimitado… No se preocupe por el dinero… No lo dilapide, sin embargo, porque es inútil.
       La mirada de Emilio se cruzó con la de la señorita Berta, que sorbía una naranjada con una paja.
       —Usted conoce la Banca Moss y Hermanos. Yo soy Moss, el principal. Carl Moss, el primogénito, si lo prefiere, de Rotterdam… No estoy casado… No tengo hijos… Tome nota, por favor…
       —¡Tengo una memoria excelente! —afirma Emilio.
       —¡Tome notas! Mis empleados toman siempre nota de lo que yo les digo. Luego yo firmaré esas notas. ¿Comprende? De ese modo no podrán ustedes decirme luego que me he olvidado de ponerles al corriente de esto o de aquello… ¡Escriba!… Carl Moss, el primogénito… Rotterdam… Soltero… Sin hijos… Llega al Lavandou para pasar dos meses de vacaciones, pero alquila villa para todo el verano… Villa nada confortable… Me he visto obligado a reparar todos los mosquiteros… Y a traer colchones de Holanda… ¿Está usted?
       »Eva es amiga mía… ¿Su apellido? Gretillat. Francesa, sí… Es amiga mía desde hace tres años… No pone jamás los pies en Rotterdam… El primogénito de los Moss no debe exhibir intrigas amorosas…
       La había instalado en Bruselas, en un hotelito particular…
       —Quizá la señorita hubiera podido tomar taquigráficamente…
       —Le sigo muy bien —dijo Emilio.
       —Como usted quiera… ¡qué método más raro!… Confidencial, ¿verdad?… Todos los meses, al ir a la Bolsa de Bruselas, iba a ver a Eva… Treinta y dos años… Mujer de mundo… Persona muy bien… Estuvo casada, creo que está divorciada…
       »También allí tomábamos precauciones para no exhibirnos… Le alquilé el mejor departamento del Hotel de la Caleta… Usted visitará… La policía ya visitó… Aquel desagradable inspector…
       »Eva venía a verme de vez en vez… Bueno… ¿Ha tomado usted nota?
       Emilio contenía sobre todo un violento deseo de reír ante aquel buen hombre inefable que chupaba sin cesar un cigarro cuya ceniza evitaba que cayera. Ésta ya tenía dos centímetros por lo menos y la vigilaba con cuidado, evitando los movimientos bruscos.
       —Martes… Anteayer, pues… Perdone… Anote primero… Hice venir aquí una lancha automóvil rápida… La pilota Cornélius… Mi ayuda de cámara. Cornélius ha sido marino… Bueno… Eva, que adoraba los baños de sol…
       El púdico holandés se sonrojó.
       —Eva tenía una canoa india con la que se paseaba sola por las caletas. Creo que, cuando estaba sola, se quitaba el bañador para que no le quedase en el cuerpo esa mancha blanca… ¿Usted comprende?
       Sufría de un modo visible al hacer alusión a estos detalles íntimos.
       —Martes, pues… Era anteayer… A las once de la mañana… Yo estaba en mi lancha automóvil con Cornélius y habíamos dado un paseo hasta la isla de Port-Clos… Muy buen tiempo… Una mar completamente lisa… Al regresar, costeábamos los peñascos de las caletas… íbamos lentamente… En la caleta que aquí llaman Caleta de l’Oustaou
       —Está muy cerca del puerto del Lavandou —explica la señorita Berta—. Yo fui allí esta mañana.
       —Pues… Había dos o tres barcas de pescadores…
       —¡Dos! —rectifica la señorita Berta—. La de Joseph y la del señor Larignan…
       —Bien… Yo no miraba a los pescadores; no comprendo cómo pueden pasarse todo el día a pleno sol aguantando con la mano un cordelito que cuelga en el agua… La canoa india estaba en la caleta… Pero no había nadie dentro… Eva estaba en el agua.
       La señorita Berta se creyó en el deber de explicar:
       —Yo ya me informé, jefe… Esa señora, que detestaba a las muchedumbres y a la que jamás se vio por la playa (¡lo cierto es que en esta época parece verdaderamente una feria!), aquella dama, digo, tenía la costumbre, como el señor Moss acaba de decir, de pasear largas horas en canoa… El detalle es conocido porque, una vez lejos de la orilla, se quitaba el bañador y muchos personas que sabían ese detalle solían ir a dar vueltas alrededor de ella con sus botes. Además, se bañaba siempre en el centro de una caleta, para tener agua abundante alrededor…
       Moss frunció el entrecejo, sorprendido de que le interrumpieran, especialmente una simple taquimeca.
       —¿Por qué agua abundante? ¿Para qué?
       —No importa. Mi jefe lo comprende.
       —Estaba en el agua, efectivamente, y nadaba. Pero, al revés de lo que usted insinúa, señorita, no estaba desnuda del todo. Llevaba su bañador verde… Describimos dos o tres círculos a su alrededor… El motor sufrió unos fallos y Cornélius lo paró para limpiar una bujía.
       —¿Le habló usted a Eva? —preguntó Emilio, que no sabía qué hacer con su lápiz, porque jamás en su vida había tomado notas.
       —Creo que le grité: «No estés demasiado tiempo en el agua…».
       —¿Estaba cerca de la lancha de usted?
       —A algunos metros.
       —¿Había otras embarcaciones en aquellos parajes?
       —Dos, puesto que la señorita dice que no eran más que dos… Yo no las conté. Regresamos al puerto, Cornélius y yo… Volvimos enseguida a casa y yo tomé un baño.
       —¿En la playa?
       —No; en la bañera. No es decente que el primogénito de los Moss se muestre casi desnudo a esa gente que…
       Y designaba de lejos el hormigueo multicolor de la playa del Lavandou.
       —¿Qué más? —interrogó Emilio.
       —Eran poco más de las doce e iba a sentarme a la mesa cuando el guarda rural vino a buscarme.
       —Si no le molesta —interviene otra vez la señorita Berta—, voy a explicar a mi jefe lo que ocurrió. Creo que así ganaremos tiempo.
       Y, vuelta hacia Emilio, añadió:
       —Le voy a contar la cosa en pocas palabras. En la Caleta de l’Oustaou, a las once, había tres embarcaciones…
       »En primer lugar la de Joseph, un pescador de aquí, bastante mala persona… Joseph tiene la especialidad, a despecho de las leyes, de pescar con dinamita. De pie en la popa de su bote, que avanza lentamente y que él conduce con la barra del timón entre las piernas, acecha los bancos de peces. En cuanto ve uno enciende con su cigarrillo un cartucho de dinamita y lo arroja al agua… Al cabo de un rato no tiene más que volver para recoger los peces que flotan panza al aire.
       »Primero, pues, el bote de Joseph… Le hago observar que varias veces acompañó Eva a Joseph en sus paseos por el mar…
       Una mirada le dice a Emilio que algo más había, pero que valía más no recordarlo delante del banquero.
       —Segundo bote —prosigue la señorita Berta con una precisión que empezaba a causar la admiración del señor Moss—. El de un hombre que también vive aquí todo el año. Un rentista, el señor Larignan… Cincuenta años… Debió de residir en las colonias porque siempre va vestido de blanco, y se cubre la cabeza con un casco colonial… Es uno de los personajes populares del Lavandou, donde hasta han querido nombrarle alcalde. Posee una casa encantadora cerca del puerto. Vive en ella solo con una criadita de dieciocho años… Corre el rumor de que él y esa sirvienta… En una palabra, el señor Larignan pasa la mayor parte de su tiempo a bordo de su embarcación, el Potam, un bote de siete metros, pescando con volantín.
       —¿Qué puede importar eso? —pregunta Moss, sorprendido.
       —Es muy importante, porque para pescar con volantín hay que anclar el bote en fondos de siete a diez metros. Se permanece inmóvil durante horas aguantando, como usted dijo antes, un bramante, es decir, un sedal de fondo… El señor Larignan pescaba con volantín a cien metros o más del lugar en que se bañaba Eva… Joseph pescaba con dinamita no lejos de allí y varias veces se acercó a la nadadora… En fin, la motora del señor Moss se acercó también y se detuvo para desengrasar una bujía…
       »Ahora bien, Joseph afirma que, de pronto, dejó de ver el gorro blanco de la bañista… Se sorprendió… La canoa estaba vacía… Joseph describió círculos cada vez más pequeños y descubrió el cuerpo entre dos aguas… Logró retirarlo… Lo condujo inerte al Lavandou…
       »Eva acababa de ser asesinada, en pleno día, a pleno sol, a la vista de tres testigos…
       —Perdone —dijo tímidamente Emilio—. ¿Por qué dice usted asesinada?
       —Es el médico forense el que lo afirma. Si bien la muerte propiamente dicha fue debida a la asfixia por inmersión, la interfecta tenía en la cabeza la huella de un golpe violento… No puede ser a causa del choque contra las rocas del fondo, primero porque en aquel sitio el fondo es de arena fina… Luego, porque el agua tiene una profundidad de más de diez metros… Eva recibió un golpe en la cabeza; un golpe asestado con un objeto duro. No se trata tampoco de una hélice que hubiera podido alcanzarla casualmente, porque una hélice en marcha hubiera producido una herida completamente distinta.
       »La investigación prueba, para resumir, que mientras la señora estaba nadando alguien se le acercó, en bote, y le dio un golpe violento con un objeto contundente.
       »Desvanecida, desapareció bajo el agua y murió de asfixia.
       —¿Es así, señor Moss? —preguntó Emilio.
       —Eso es lo que me dijeron… Pero lo que la señorita no dice es lo referente a la actitud del inspector…
       Mirada interrogativa de Emilio a su colaboradora.
       —Era el inspector Machère de Toulon —dijo ésta, sonriendo—. En verdad que no es muy simpático… No es guapo. Es una ironía que se llame Machère. En una palabra, él es el encargado de la investigación… Llegó la tarde del crimen. Confieso que es un meridional cien por cien y que no quiere mucho a lo que él llama los estrangers… Seguramente por eso le ha tomado tirria al señor Moss y sobre él parece dirigir sus sospechas.
       —¿El señor Larignan no vio nada?
       —Asegura que no… Verdad es que lleva gafas casi negras, a causa de la reverberación, y que, cuando está pescando, no se ocupa de lo que pasa a su alrededor… Es el as del volantín… Aquella mañana, por ejemplo, trajo más de cuatro kilos de bouillabaisse.
       —¿Y Joseph?
       —Joseph cuenta, cosa que parece admisible, que cuando se entrega a la pesca prohibida está demasiado ocupado en mirar hacia el fondo para no preocuparse de lo que hacen los veraneantes… Fue una verdadera casualidad, dice, que se diera cuenta de que el gorro de baño blanco había desaparecido de la superficie y de que la canoa india estuviera vacía.
       —¿Y Cornélius?
       —Confirma todo lo que el señor Moss acaba de decirle.
       Éste vuelve a tomar la palabra, después de mirar con desesperación la ceniza tan blanca y tan bien moldeada de su cigarro que acaba de caerle encima de los muslos.
       —Es completamente intolerable que el primogénito de los Moss se vea mezclado en un escándalo de esa clase. Ya un periodiquillo de Marsella ha aludido a mi persona, aunque en verdad sólo ha puesto mis iniciales… No obstante, si ese inspector continúa…
       —Un instante, señor Moss… Usted ha llamado a la Agencia O y yo le doy las gracias…
       —No hay de qué.
       —Lo que usted desea de nosotros es que efectivamente descubramos el asesino de su querida, ¿verdad?
       El señor Moss estuvo a punto de congestionarse, a tal punto la palabra «querida» le pareció improcedente.
       —El asesino de Eva —rectificó—. Es exacto.
       —¿Está seguro de que ése es su pensamiento?
       —No comprendo lo que quiere usted decir.
       Entonces, Emilio, para llegar a lo más difícil, adoptó su vocecita aflautada y su aire modesto.
       —Quiero decir que, no importa lo que descubramos, y sea quien sea el asesino de… vamos a decir su amiga, ¿lo entregaremos a la policía?
       Es preciso reconocer que los ojillos azules de Moss reflejaron en aquel instante una candidez por lo menos igual a la de Emilio.
       —Pues… Pues… ¡Naturalmente!
       —Hay también un detalle que quisiera que concretáramos ya en esta primera entrevista… En una investigación de ese género, los menores detalles pueden tener su importancia… Le pregunto, pues, señor Moss, si está usted decidido a decirnos absolutamente todo lo que sabe.
       —Ya le he dicho que…
       —Sí; me ha dicho cierto número de cosas… Las he anotado, puesto que parece que usted tiene empeño en ello… Hasta podrá, según su costumbre de hombre de negocios, estampar su firma en mi libreta… Pero quizá tendré que formularle otras preguntas.
       —Si puedo responderle…
       En aquel momento se oyó estrépito de voces por la parte de la casa… Una de esas voces, por lo menos, tenía un acento meridional más que pronunciado. Decía:
       —¡Pero suélteme, imbécil!… ¿No ve usted que me está arrugando el cuello de la camisa?
       En la terraza, las tres personas se levantaron… Al volverse, vieron a Cornélius, que medía un metro ochenta y cinco de alto y era más ancho que el mismo Torrence, que mantenía en vilo literalmente por el cuello a un tío de pelo castaño y ojos amarillos, vestido de negro como en el rigor del invierno.
       —El inspector Machère —susurró la señorita Berta al oído de Emilio.
       El inspector debía de saber quiénes eran aquel joven y aquella señorita, porque dijo sarcásticamente:
       —Aunque haya usted llamado a la Agencia O en su auxilio, no impedirá que Machère…
       Cornélius habló a su señor en holandés.
       —¡Suéltale! —le ordenó Moss.
       Y Machère trató de volverse a hacer el lazo de la corbata y de poner un poco de orden en su traje.
       —¡Ya lo ven ustedes! —concluyó Moss.
       —En nuestro país, eso no acabaría así… Cornélius acaba de encontrarle otra vez en mi cuarto de baño…
       —Eso le disgusta, ¿verdad? Pues yo espero que habrá cosas que le disgustarán más.
       Cornélius se alejó. Cuando volvió era otra vez el ayuda de cámara correcto y estirado de costumbre y tenía en la mano un sombrero hongo que limpiaba de polvo con la manga.
       —El sombrero del señor.
       Machère se lo hundió en la cabeza.
       Decididamente, habían escogido para ocuparse de aquel asunto a una caricatura de policía y hasta a una caricatura de meridional, a un hombrecito bilioso, pelinegro, que parecía frotado con ajo y que llevaba en pleno verano aquel traje negro, aquellos zapatos amarillos y blancos y aquel hongo casi prehistórico.
       Antes de alejarse en dirección a la valla que separaba el jardín de la casa, sintió la necesidad de lanzar con la actitud de un gran traidor de los melodramas de antaño:
       —¡No pierde usted nada por esperar, señor Moss! ¡En cuanto a ustedes, la Agencia O, ya nos volveremos a ver!
       Emilio miró a la señorita Berta, con la que trabajaba desde hacía tres años. Y, cosa extraña, por primera vez se dio cuenta de que era bonita, rolliza y apetitosa.


II

       Eran las cinco. Se empezaba a respirar después de un día sofocante. La pequeña playa del Lavandou estaba tan llena de gente que no quedaba en ella ni un palmo donde tenderse; en la terraza del casino, las parejas danzaban lánguidamente al son de una orquesta cuyos músicos iban en mangas de camisa. Es verdad que las camisas eran de seda.
       Encima de sus shorts, la señorita Berta, que aseguraba que no tenía nada más que ponerse, se había puesto lo que ella llamaba un vestido de playa. Eso daba por resultado el desnudarla más, porque aquel vestido, que no iba abrochado por delante más que por un botón en la cintura, se abría a cada paso y hacía más sensible la desnudez de los muslos.
       ¡Raro lugar y rara atmósfera para una investigación policíaca! Nada hacía suponer el drama. No obstante, una mujer joven que dos días antes gozaba del verano mediterráneo y se tostaba al sol…
       —¿No le parece, señorita Berta, que las miradas que nos dirigen más bien carecen de simpatía?
       —¡Es fatal! —replicó la joven sin emocionarse.
       —¿Por qué?
       —Porque usted representa al clan Moss. A la gente de aquí ya no le gustan los multimillonarios que hacen ostentación de sus canoas ultrarrápidas y molestan a los pescadores… Desde el momento en que usted viene aquí para defender a Moss, está usted contra Joseph o contra el señor Larignan… Ahora bien, ésos dos son del pueblo; Joseph por lo menos… Y el señor Larignan vive aquí desde hace diez años y tiene el acento… Añada a todo eso que el inefable inspector Machère hace una campaña contra usted en todos los cafés de la población y hasta afirma que usted es un detective americano.
       Se pasearon a lo largo del puente y volvieron a la sombra de los pinos marítimos de la plaza. Alrededor del quiosco de la música acababan de empezar dos partidas de bolos, dos partidas que son como el centro de la existencia del Lavandou.
       Con pantalones de tela azul y alpargatas jugaban su partida los pescadores del lugar y entre ellos el delgado e irónico Joseph, que llevaba una camiseta rayada como los marineros de Toulon.
       A ésos se les podría llamar profesionales, en comparación con los notables que jugaban al otro lado del quiosco, y que eran el administrador de correos, el dueño del Hotel de la Caleta, el comisario de policía y el delegado de Turismo.
       Uno de esos personajes, el más gordo, que no se quitará el casco colonial hasta que se ponga el sol y cuyos ojos están protegidos por gafas de cristales ahumados, no es otro sino el señor Larignan.
       Emilio, seguido de la señorita Berta —forman así una gentil pareja, y la señorita Berta estaría muy contenta si su compañero se dignase darse cuenta de ello—. Emilio y la señorita Berta, digo, van de un juego al otro, se mezclan con los curiosos que comentan apasionadamente los lances.
       No hay duda posible, Emilio no inspira simpatía. Al acercarse, la gente se siente más bien inclinada a apartarse; Joseph ha ido más lejos: a la vista del hombre de la Agencia O, ha lanzado ostensiblemente a dos o tres metros de distancia un largo chorro de saliva.
       Así transcurre una media hora. Emilio está cada vez más preocupado. A la sombra de un pequeño bar que hace esquina a la plaza, divisa al inspector Machère, que, en medio de un grupo de parroquianos, perora y gesticula, hablando seguramente del detective de Moss.
       De pronto, una jugada difícil… Las bolas están a más de dieciocho metros. Le toca al «tirador» salvar la situación, y el tirador es precisamente Joseph… Si falta su «estanque», es decir, si con un golpe maestro no da en la bola contraria y no ocupa exactamente su lugar, la partida está perdida para su bando.
       —¡Anda Joseph!
       Joseph representa su comedia habitual, sopesa la bola, la frota contra el suelo para que resbale menos, escupe un poco en ella, da tres pasos corriendo, vuelve a su sitio, recomienza y por fin…
       La bola sale disparada, pero da en el suelo a cuarenta centímetros por lo menos de la bola apuntada.
       —¡Mal jugado! —exclama alguien en voz alta.
       La gente se vuelve asombrada. ¿Quién ha osado emitir un juicio tan severo acerca del as de los ases del Lavandou?
       Estupor, cuando se comprueba que es el mequetrefe del detective de Moss.
       Joseph parpadea. Muy calmoso, con la mirada irónica, avanza contoneándose, porque le gusta hacerse pasar por peor de lo que es. Se toca la gorra y retira la colilla de sus labios:
       —Perdone, caballero.
       Exagera la cortesía…
       —¿Será usted, por casualidad, el que ha enviado la Federación para darnos lecciones de bolos?
       Carcajada general.
       —Desde luego —dice Emilio con humildad— que no, pero, bien pudiera ser…
       —Pues bien, yo, señor, si usted «estanca» esa bola, pago una ronda general, como me llamo Joseph.
       Los burgueses del otro lado son avisados y, dejando los bolos en su sitio, vienen a presenciar la escena.
       —¡Escoja el bolo que quiera, señor!… Aquí nosotros jugamos según el reglamento… Tres pasos, ¿verdad?… El pie en el círculo, por favor…
       La señorita Berta se ha puesto encarnada, porque se da cuenta de que su jefe está en peligro de hacer el ridículo. Alto y flaco, cubierto de un modo raro con un panamá pasado de moda y un cigarrillo apagado en los labios, sopesa la primera bola que le dan. Sus gafas a lo Harold Lloyd, por añadidura, le hacen parecer miope.
       —Una… dos…
       Pocos segundos más tarde ya nadie tiene ganas de reír. Da tres saltos con una agilidad inesperada. La bola parte y describe una larga trayectoria… Un ruido mate, muy conocido de los jugadores de bolos, el ruido de la «estanque» cuando el golpe es franco, y la bola contraria ha sido tocada de lleno y se va a paseo para hacer sitio a la nueva, que, temblorosa todavía, ya no se mueve más.
       Joseph ha necesitado algunos momentos para recuperar la respiración. Mira a Emilio… Vacila… Se le acerca y le da la mano, como de mala gana, y luego le dice con su característico acento:
       —¿Por qué no me había dicho usted que era de aquí…? Lo prometido, prometido… Pagaré la ronda…
       Unos minutos más tarde los dos bandos se reúnen ante el mostrador de la esquina frente a grandes vasos de vino blanco de Cassis.
       —Oiga —dice Joseph atormentado por una idea—. Por la manera de lanzar el bolo… Usted no está obligado a responderme, claro está, pero apostaría a que aprendió con el Grelé
       —En el Pont du Las… —replica Emilio sonriendo.
       Porque Joseph ha adivinado. Cuando era guardia marina en Toulon, Emilio jugó mucho a los bolos y, precisamente, con el Grelé, uno de los más famosos jugadores de la Costa, del equipo del Pont du Las.
       —Entonces, ¿conoce usted a Carlitos?
       —Y a su hermano, que está en…
       —¡Chitón!
       El hermano de Carlitos tuvo ciertas dificultades… ¡En fin! En todo caso, ya tenemos a Emilio instalado en el lugar.
       —¿Es su mujer? —pregunta Joseph señalando a la señorita Berta, que se pone encarnada.
       —No. Es una amiga. Una colaboradora.
       —Y ese maldito Machère nos quería hacer creer que este tipo era un americano… ¿Acepta una revancha? ¿Hacemos la partida?
       —Con mucho gusto.
       Lo cual muy bien podría atentar contra el prestigio de le Agencia O. En efecto, Emilio se quita la chaqueta y se entrega con toda su alma a la partida con los mozos de pantalón de tela azul, cuando un hombrecito redondo, todo vestido de blanco, que no es otro que el señor Moss, da una vuelta por la plaza, seguido de un pequinés aún más feo que él.
       Quizá no pensaría en acercarse a los jugadores de no haber reconocido a la joven secretaria que sigue la partida con interés. Frunce las cejas al reconocer a Emilio. Parece a punto de reventar de indignación. ¡Como su detective particular, el que ha hecho venir pagando todos sus gastos, expresamente para aplastar a sus enemigos, está allí, jugando a los bolos con el peor de sus enemigos, con Joseph, que, cada vez que pronuncia el nombre de Eva, sonríe de una manera que parece expresar agradecimiento!
       —Le dirá usted a su jefe… —empieza dirigiéndose a la señorita Berta.
       ¿Decir qué? No lo sabe. Todas las palabras de la lengua francesa le resultan demasiado flojas y sin duda por eso murmura una frase en su lengua materna antes de dar media vuelta y de alejarse a pasos rápidos.
       —Tiene una jeta indecente —se limita a murmurar Joseph recogiendo sus bolos.
       —No muy linda, en efecto —admite de buen grado Emilio.
       —¡Qué lástima!… La señora era preciosa.
       Guiño de ojos.
       —A usted le toca el saque.
       Aquella tarde, a las nueve, Emilio y Joseph se volvieron a encontrar en la escollera del Lavandou, junto al bote del segundo. Cae la noche. Todo es azul, las montañas, detrás, las islas, delante, el mar, el cielo… No hay más que una gran faja incandescente en el sitio donde el sol se acaba de poner.
       —Usted es de por aquí, ¿verdad? —empieza Joseph, a quien esa cuestión preocupa.
       —No soy de muy lejos —responde prudentemente Emilio.
       No dice jamás con exactitud de dónde procede. No porque se avergüence de su región natal. Pero sabe que entre las regiones hay recelos y hasta odios no sospechados. ¿Por qué le va a confesar a Joseph que por la mayor de las casualidades tuvo un día la idea de dedicarse a la marina, vivió en Toulon y aprendió a jugar a los bolos?
       —¿No le ha formulado demasiadas preguntas el inspector Machère? —interroga al cabo de un rato.
       —Era de esperar. Tendré que mantenerme quieto durante algún tiempo… ¡Lástima! Es la época en que los dueños de hoteles y restaurantes tienen más necesidad de pescado… La gente imagina que porque está a la orilla del mar va a comer pescado… Con las redes no se pesca ni para alimentar a la población ordinaria. Entonces, Joseph por aquí… Joseph por allá…
       »Mire; el otro día, a última hora, llega al Hotel de la Caleta un senador con toda una banda… Tres autos en total… Y exige lubinas a la parrilla con hinojo. El dueño trata de explicarle que no hay lubinas.
       »—¡Vamos, hombre! Venir de tan lejos para comer lubinas con hinojo y… Arrégleselas como pueda, pero quiero que dentro de una hora…
       »Y el dueño le dice:
       »—Hay alguien que… Pero tendría que ser con dinamita, y si le cogieran…
       »Usted no me creerá si no quiere, señor… Pero fue el senador quien me suplicó que le fuera a pescar lubinas con cartuchos y se empeñó en venir conmigo para ver cómo se practicaba la cosa…
       »Luego me llamaba Pepe y me tuteaba como si hubiésemos hecho juntos el servicio militar, y tuve que tomar el aperitivo con ellos…
       —¿Y Eva?
       —Puedo decírselo, puesto que se lo dije a Machère… Por otra parte, todo el mundo lo sabe en el pueblo, todos los años ocurre lo mismo… ¿Qué les pasa a esas mujeres?… Cuando llegan con sus vestidos de París, parecen grandes damas que van a aplastarle a uno con su desprecio… Al día siguiente ya van de shorts, como ellas dicen… Y, al otro, aparecen en… bueno… como usted ya supone, en los huecos de las rocas. Luego hay que organizarles partidas de pesca, y en cuanto está usted solo con ellas en la embarcación…
       —¿El señor Moss lo sabía?
       —Lo ignoro… Quizá sí.
       Joseph suelta una risotada maliciosa.
       —Sí, desde su villa, tiene la costumbre de mirar al mar con buenos gemelos; le aseguro que ha podido ver cosas bonitas… Eso se llama una partida de pesca… ¿Qué quiere usted que le hagamos nosotros? Uno tiene que vivir y criar a los hijos.
       —¿Tiene usted hijos?
       —Yo, no. Pero mi hermana, sí. Ahora le voy a hablar con la misma franqueza que un jugador de bolos a otro jugador. Usted me ha derrotado con su «estanque», es verdad. Pero yo le he ganado luego por 21 a 18 y usted no cometerá la bajeza de negarlo. Pues bien, tan cierto como yo le he ganado por 21 a 18 que no vi nada y que no sé nada… Me sería fácil contarle esto o lo de más allá, porque todo el mundo le diría que yo soy el «inventor» más grande del Lavandou… La vez que la policía vino a registrar mi casa para descubrir la dinamita, en sus mismas narices entregué un paquete a mi sobrinita de cuatro años, diciéndole:
       »—Procura no comértelo todo…
       »Es para que vea usted que… Bueno, pues yo estaba pescando. No sé en lo que pensaba, pero seguramente no era en la dama que estaba a remojo… Lo que yo hacía con ella era por no desairarla, se lo juro, porque tiene uno tantas ocasiones… No había ni un solo mújol, ni una lubina… Viré de bordo.
       »—Toma, observé, ha debido subir a otro bote…
       »Porque la canoa india flotaba sola en medio de la caleta.
       »En esto, pasé no lejos del señor Larignan, que me enseñó su cesta llena de bouillabaisse
       »—¿Y la señorita? —le grité.
       »Pero no me oyó a causa de su motor, que acababa de poner en marcha.
       »Di otra vuelta más. En el momento de tirar mi cigarrillo veo algo en el agua y… Era ella, ¿qué quiere usted que le diga?…
       Se sientan en las últimas piedras de la escollera y ven pasar parejas, chicos y chicas, que, porque la noche se anuncia hermosa, sienten la necesidad de cantar. Hay entre ellos un joven alto que debe creerse Tino Rossi y que le tiene tirria a Marinela…
       —Diga, Joseph… entre nosotros… Usted debe de tener su opinión… ¿No cree que ese holandés, por celos, sería capaz de…?
       —No puedo decir ni eso… Si hubiese estado él solo, quizás… Pero no olvide que su criado iba con él… A menos que estuviesen de acuerdo… Yo comprendí enseguida que me mezclarían en el asunto… Cuando se han sufrido algunas condenas, la bofia tiene tendencia a culparnos de todo lo que no ve claro… Al llegar he echado una ojeada a la canoa automóvil… Mire… es ésa que está recubierta con un toldo… Un trasto que hace sesenta kilómetros por hora y forma tantos remolinos como los torpederos de Toulon.
       —Buscaba la herramienta con que…
       —Exactamente. Las herramientas estaban en su sitio, en un cofrecito… La llave de las bujías estaba aún sucia… Pero no había ni una gota de agua, ni nada que pudiera dejar suponer… Ahora, que yo no le digo que no haya sido él… Pero tampoco afirmo que haya sido… Matices, ¿comprende?
       —¿Y el señor Larignan?
       Joseph creyó que su interlocutor bromeaba.
       —¿El señor Larignan?
       Porque en un sitio donde todo el mundo se tutea fácilmente, todos decían, con cierto respeto, el señor Larignan.
       —¡Si quisiera, sería nuestro alcalde! A mi juicio, y sin alabarme, es el mejor jugador de bolos de la población… En cuanto al volantín, pesca cincuenta racazos allí donde usted no ve ni las espinas de uno solo… ¡Usted se chancea! ¡El señor Larignan!
       —¿Tenía relaciones con Eva?
       —¿Qué me pregunta usted, ahora? ¿Por qué piensa que haya tenido relaciones con aquella mujer?
       —No lo sé… Lo que usted hizo, también pudo hacerlo él…
       Joseph respira profundamente para hinchar sus pectorales, como diciendo:
       —¡Poco a poco!… Tómese la molestia de comparar.
       —Me han asegurado —prosiguió Emilio— que entre él y su criadita, que no pasa de los dieciocho…
       —¿Y qué?… Con Teresa es natural… Siempre fue así… Aparte de que con Teresa no esperó. ¡Bah!
       Su sonrisa añadió:
       —¡Como si yo no lo supiera!
       —Oiga, Joseph… Ustedes eran tres en la caleta.
       —Cuatro.
       —¿Cómo cuatro?
       —Con el criado… Y hasta cinco.
       —¿Por qué cinco?
       —¿Y Eva?
       —Usted no va a suponer que Eva, al nadar, se dio un golpe en la cabeza con un objeto pesado que ella hubiese llevado adrede consigo…
       —Bueno. ¿A quiere usted ir a parar?
       Entretanto, la señorita Berta se ha sentado melancólicamente en la terraza del hotel y piensa, sin duda, que si Emilio, al que apenas ve con el caer de la noche, quisiera tan sólo poner un poco por su parte… ¡Es una noche tan serena, tan serena!… Las dos habitaciones no están separadas más que por un delgado tabique… En aquel tabique hay una puerta y la llave se ha quedado puesta… Digámoslo todo, se ha quedado del lado de la joven, pero no hace mucho, después de la cena, cuando subió para empolvarse, la joven la puso rápidamente al otro lado… Si por casualidad se le ocurriera…
       Emilio, no obstante, está muy lejos de ella en aquel momento.
       —¿Adónde quiero ir a parar? A que uno de los tres tiene que ser el asesino, uno de ustedes tres golpeó a Eva en la cabeza, sin duda en el momento en que sin darse cuenta se agarró a un bote, como hacen todos los nadadores…
       »El señor Moss pudo muy bien haberla matado por celos, o para deshacerse de una intriga amorosa que lo pesaba…
       —Sería asqueroso… —decide Joseph.
       —Lo que no sé es por qué razón iba a matarla el señor Larignan… ¿Una insolación repentina?… ¿O le asustaba la pesca?
       —¡Usted exagera!… Aunque sea del Mediodía…
       —No queda más que usted, mi pobre Joseph… Observe que tampoco veo por qué razón iba usted a hacer eso… En primer lugar, es el primero en quien tiene que pensar la policía. Luego, un asesino no suele cargar con el cadáver de su víctima… Ello supondría una dosis de cinismo y de…
       —Si otro que no fuese un jugador de bolos que casi me ha ganado esta tarde me dijera esas cosas… ¿Tiene usted cerillas, por lo menos?
       Emilio tiene por lo menos cerillas y le pasa la caja.
       —¿Quiere fuego?
       —No, gracias…
       —¡Tiene usted una manera rara de fumar los cigarrillos sin encenderlos! ¿Es también un truco de detective?
       Se levantan y se dirigen a la plaza, donde apenas se perciben las siluetas con la sombra de los árboles.
       —¡Oiga!… Ahora me toca a mí formular una pregunta que me preocupa… Si ese Moss es tan inocente como quiere dar a entender… Observe que no afirmo que no lo sea… ¡Pero, en fin! ¿Por qué entonces siente la necesidad de mandar venir detectives que paga de su bolsillo para demostrar que no asesinó? ¿Eh? ¡Respóndame a eso! ¿Ve usted?, yo tomo un abogado cuando me acusan… Y aun prefiero defenderme yo mismo… Esa clase de gente habla siempre al margen del asunto, dice cosas que no se entienden, y a fin de cuentas es a uno a quien enredan… La cosa le va a costar algunos billetes de mil; no le pregunto a usted cuántos; y sólo para probar que no mató a la mujer… En fin, queda, además, la panne… Es cosa que le sucede a todo el mundo.
       Se oye a lo lejos la orquesta del casino. Hay parejas por todos los rincones oscuros. Al acercarse Emilio, la señorita Berta se levanta, turbada, no podría decir exactamente por qué, quizá porque aquella noche hay voluptuosidad en el aire…
       —Siéntese, por favor.
       —¿No quiere que demos una vuelta juntos? Para ponerme al corriente… No olvide que, en este asunto, soy su colaboradora y que hace una hora que está hablando con Joseph…
       Se alejan, en dirección a las luces del casino. Antes de llegar a ellas, dan media vuelta, y otra media cuando van a entrar en el sector luminoso del hotel.
       Por fin, al tercer viaje, la señorita Berta, con un gesto que debe de ser maquinal, a menos que ella esté cansada, se coge con su manita del brazo de Emilio.
       —¿De modo que usted cree que si se procediera a una reconstitución de…? —¿De qué…? ¿De qué está hablando?… ¿Y qué espera el muy idiota para juntar sus labios con los de ella?
       ¡Ay! Emilio no comprende, o no quiere comprender, y replica:
       —De acuerdo con la policía, desde luego, porque la Agencia O no puede, por su propia iniciativa…
       Su «propia iniciativa» marca el final de uno de los abandonos de la señorita Berta, Si, en aquel momento, Emilio hubiese querido…


III

      He aquí relatados cronológicamente los hechos del día siguiente por la mañana, registrados por el más fiel de los testigos.
       Desde las cinco, la señorita Berta estaba en el balconcito de su habitación, porque había oído movimiento en la habitación contigua, y unos instantes más larde vio a Emilio, que, ya vestido, se dirigía hacia el puerto andando con indolencia.
       En aquel momento había cierto número de pescadores que volvían y empezaban a extender sus redes en la escollera.
       Emilio les habló con las manos en los bolsillos y el cigarrillo apagado en los labios. Luego, sin que lo pareciera, admiró largo rato la embarcación del señor Larignan. La misma, al fin y al cabo, que la de la mayoría de los pescadores, pero más pequeña, más coqueta. Estaba pintada de blanco con una orla encarnada, y unos soportes en la popa permitían el montaje de un toldo.
       El mismo señor Larignan, por otra parte, no tardó en presentarse, en pijama, porque a diario daba de aquel modo un paseo matutino que terminaba invariablemente en el bar de la esquina, donde tomaba el desayuno: una copa de vino blanco y dos o tres anchoas en aceite sobre un pedazo de pan.
       Emilio le saludó, y él le devolvió el saludo. Todo aquello lo veía la señorita Berta desde su habitación, en la que se vestía con la ventana abierta de par en par, a riesgo de que la vieran en ropa muy ligera.
       Emilio y el señor Larignan cambiaron algunas frases con aire muy cordial; luego, Emilio volvió al hotel y unos instantes más tarde, se oyó el ruido de un coche que se ponía en marcha.
       Cuando bajó la señorita Berta, Emilio ya no estaba allí y el dueño le hizo saber que el detective le había pedido prestado su automóvil.
       ¿Cómo se difundió luego la noticia? No se pudo saber nunca. ¿Acaso se fue de la lengua el comisario de la brigada móvil de Toulon, a quien fue a ver Emilio? Generalmente sucede así en esas ocasiones y la gente que no debiera saber nada es la que primero se informa.
       Fuera por lo que fuese, a partir de las nueve de la mañana, corrió por el Lavandou la noticia de que se iba a proceder a una reconstitución del crimen todo lo exacta que se pudiera: los bañistas en vez de irse a la playa como de costumbre, o de ir a la pesca por las rocas, asaltaron literalmente a los pescadores para alquilarles un bote para toda la mañana o simplemente un rinconcito en una embarcación.
       Los precios subieron a ojos vistas. A las diez de la mañana los asientos se pagaban ya a cincuenta francos, y un autocar abarrotado de curiosos llegó de Toulon.
       La señorita Berta estaba descontenta porque Emilio no lo había dicho nada. Moss, a quien ella encontró bajo los pinos del paseo, se le acercó sin ceremonias y la interpeló con una cortesía muy relativa.
       —¿Sabe usted dónde podría encontrar a su singular jefe?
       —Lo ignoro, señor Moss.
       —Quisiera comunicarle que, a partir de este momento, ya no le considero a mi servicio. Si me dirigí a la Agencia O, fue en primer lugar porque esperaba que dicha Agencia, cuya reputación es exagerada, me enviaría a alguien serio y no a un joven ridículo. Luego…
       Emilio se apeaba del coche precisamente en compañía del comisario de la brigada móvil.
       —¡Toma! El señor Moss. Precisamente iba a enviarlo a buscar… El señor comisario, a quien tengo el honor de presentarle, desearía que esta mañana se reconstituyera el crimen con todos sus detalles, y yo le ruego que tenga la bondad de acudir con su canoa automóvil en compañía de Cornélius.
       —¿Es un ruego o una orden de la policía? —preguntó el banquero, que decididamente estaba de mal humor.
       —Será lo que usted desee —replicó el comisario—. Pero será, ¿comprende, señor Moss?
       Al cabo de unos minutos, uno se hubiera creído en día de regatas. Habían llegado canoas rápidas de Toulon, de Hyères, de Porquerolles, de Saint-Tropez… Un gran yate blanco se había desviado de su ruta y esperaba en la rada.
       Los que no disponían de una embarcación se dirigían a toda prisa hacia las rocas de la caleta y aquella mañana el vendedor de artículos de playa alquiló todos los anteojos de que disponía y hasta viejos gemelos de teatro.
       Cuatro personas constituían el grupo que la gente examinaba con mayor curiosidad, porque era el grupo de los sospechosos y todo el mundo estaba persuadido de que, antes de las doce, uno de aquellos hombres por lo menos se vería inculpado de asesinato: Joseph, con las manos en los bolsillos, la gorra torcida y la camiseta rayada remangada por encima de los tatuajes de sus brazos; el señor Larignan, con su eterno casco colonial; el señor Moss y su fiel Cornélius, que afectaban no querer mezclarse con los demás.
       —Creo, señor comisario —dijo suavemente Emilio, siguiendo su método habitual, todo humildad—, que precisaría un observador en cada una de las tres embarcaciones. Propongo, si no ve inconveniente en ello, que el inspector Machère ocupe un sitio en la canoa automóvil del señor Moss.
       Reunir a los tres hombres que se detestaban en una canoa, ¿no era un reto a la paz? Machère se quedó sorprendido, porque hubiera creído que Emilio reclamaría aquel puesto para mejor defender a su cliente.
       —Nuestra secretaria, excelente nadadora, se pondrá un gorro blanco y un traje de baño verde… He comprado uno esta mañana que debe de ser aproximadamente de su talla.
       En aquel instante, la señorita Berta pensó que Emilio no la había mirado ni cuando iba poco vestida y que no debía de ser buen juez por lo que a su talla se refería.
       —Ella irá en la canoa india y tratará de hacer, en lo posible, lo que hizo Eva el martes por la mañana… En cuanto a usted, señor comisario, creo que el sitio más favorable, para verlo todo, es a bordo del bote de Joseph, dado que éste fue el que circuló más por el lugar de autos. Por mi parte, si el señor Larignan quiere aceptarme en su embarcación…
       »Antes de salir, no obstante, desearía formular una pregunta a cada uno:
       —Usted, señor Larignan, ¿ha vuelto a utilizar su bote desde el martes por la mañana?
       La respuesta fue negativa.
       —¿Ha sacado usted algo de lo que se encontraba a bordo aquella mañana?
       —El cesto con el pescado.
       —¿Nada más? ¿Está usted seguro?
       —Estoy seguro.
       —¿Y usted, Joseph?
       —He utilizado mi bote, pero no he sacado nada de él…
       —¿Usted, señor Moss?
       —Pregúntele a Cornélius. Yo no me ocupo de esas cosas.
       —Solamente retiré un bidón de aceite que estaba vacío, y mi mono, que di a la lavandera.
       —Bueno, señores, creo que podemos embarcarnos.
       Como en los días de regatas, se había reservado una embarcación para los gendarmes que debían impedir a las otras embarcaciones que penetraran en la caleta, y tuvieron mucho que hacer.
       El tiempo era espléndido. El mar de un azul turquesa. Un leve vaho subía de la superficie del agua, que, de vez en cuando, se rizaba al paso de un banco de sardinas.
       Nada tan poco dramático como aquella escena; hubiera sido difícil pensar que de ello dependía la cabeza de un hombre. La señorita Berta, la primera, a bordo de la canoa barnizada como un juguete, había salido del puerto, algo cohibida, porque el traje de baño que Emilio le había comprado era de un número demasiado pequeño y le moldeaba las formas de una manera poco discreta.
       La canoa automóvil la pasó pronto y partió mar adentro dejando tras sí anchos remolinos; luego le tocó el turno al Cormoran, con Joseph de pie en la popa y la barra del timón entre las piernas…
       En el momento de lanzar la amarra del Potam, el señor Larignan sacó del agua una especie de cesto de metal que puso en el fondo de la embarcación.
       —¿Qué es eso?… —preguntó Emilio.
       —Son piades… También se llaman ermitaños. Cuando no hay camarones son el mejor cebo para la pesca al volantín.
       —Ya lo sé…
       La canoa del señor Larignan no era muy rápida y cuando llegó a la caleta hacía ya buen rato que la gasolinera del banquero, cuyo zumbido parecía llenar el espacio, describía círculos mar afuera.
       —Fue aquí —dijo el señor Larignan—. Mire; no hay manera de equivocarse… ¿Ve usted aquella roca? Asómese… Justo a su lado, hay un surco blanco. Pescando cerca de la roca, con toda seguridad se cogen racazos.
       Fondeó la gran piedra que le servía de ancla.
       —¿Qué tengo que hacer, ahora?
       —En lo posible, lo que hacía el martes a la misma hora.
       —Ya hacía rato que pescaba…
       —Pesque, pues… Puesto que no retiró nada de lo que había aquí, los sedales deben de estar a bordo…
       —Aquí están…
       Realmente, aquél era el bote de un aficionado cuidadoso… En el banco de popa había un pequeño armario con estantes, y los aparejos de pesca estaban colocados con tanto cuidado como los chismes en la alacena de una buena cocinera.
       —¡Mire!… Me acuerdo de que pescaba con este volantín… Estaba sentado en la silla de tijera…
       Larignan fue a coger su taburete y se sentó en él.

       A bordo de la lancha automóvil, el inspector Machère, con su sombrero hongo echado hacia atrás, miraba ferozmente a sus dos compañeros. ¿Por qué diablo, se preguntaba, le había confiado Emilio aquel puesto? Se olía confusamente una trampa y no perdía ni un solo gesto de aquellos dos hombres.
       En cuanto al comisario de la brigada móvil, éste ya se había hecho amigo de Joseph y la gente que les miraba con anteojos hubiera quedado harto sorprendida del curso de su conversación.
       —Entonces, ¿es por eso por lo que tiene que llevar siempre en la boca un cigarrillo encendido?
       —¡Caramba!… Es fácil de comprender… Suponga que veo, de pronto, un banco de peces…
       —Pero ¿cómo puede verlos? Yo no veo nada en el agua.
       —Porque está demasiado bajo. Yo, como puede comprobar, estoy muy por encima del agua… Mi mirada penetra hasta el fondo. Cuando veo los peces, no dispongo más que de unos segundos para encender el cartucho y lanzarlo. Al mismo tiempo tengo que seguir conduciendo el bote… Vea usted mi mano derecha; en el bolsillo… Tengo en ella el cartucho…
       —¿Tiene, realmente, uno?
       —Ese señor, Emilio, me ha dicho que hiciera exactamente lo que el martes.
       —¿Tiró usted un cartucho?
       —Uno solo, cerca de la Pointe Prime… Pero lo lancé demasiado tarde y no pesqué nada…
       —Haga, pues, lo mismo…
       Para ser sinceros, hemos de confesar que el comisario obedecía menos, al dar aquella orden, a la preocupación de una reconstitución exacta que al deseo de ver con sus propios ojos una pesca con dinamita.
       La cosa fue rápida. Joseph acercó su mano derecha al cigarrillo. Aquella mano tenía algo pequeño envuelto en un papel de seda. Un gesto rápido. Luego una vuelta brusca del bote y pronto, a una docena de metros, un ruido sordo, el agua agitada…
       —Pero ¿y los peces?
       —Espere… Seguramente no habría…
       —Sí… Mire… ¡Oh, qué hermosa lubina!
       —No es una lubina… Es una dorada. Vea… Allí hay otras… ¿Las cojo?
       —No. Ya son las once —dijo el comisario lamentándolo, al consultar su reloj—. ¿Qué hacía usted a las once?
       —Me dirigía hacia la otra punta.
       Ya hacía algunos instantes que la señorita Berta se había echado al agua. La canoa automóvil del señor Moss había entrado en la caleta y se había inmovilizado. Cornélius estaba ocupado desenroscando una de las bujías.
       Según las instrucciones recibidas, la señorita Berta nadaba hacia la embarcación.
       Luego, ésta se puso en marcha y describió un ancho círculo…
       —¡No sé qué es lo que espera! —refunfuñó el comisario.
       —¿Quién?
       —Ese detective de la Agencia O. ¿Comprende usted, amigo mío? Esa gente presume de emplear métodos desconcertantes… ¿De dónde sacarían si no su prestigio?… De creerles a ellos, la policía oficial, demasiado rutinaria, es incapaz de llevar bien una investigación y… Pero ¿qué están haciendo?
       Desde lejos, se veía a Emilio y al señor Larignan que iban y venían a bordo de su pequeño bote. Se agachaban, registraban por todas partes. Parecía que estaban buscando alguna cosa.
       La señorita Berta iba nadando apaciblemente, no muy segura de lo que tenía que hacer. La canoa sola flotaba en medio de un gran espacio vacío.
       —¿Fue en este momento cuando se sorprendió de no ver ya el gorrito blanco?
       —Casi… ¡Mire!… Ahora tenemos el sol de cara… No me di cuenta enseguida… Di una vuelta más…
       Para dar aquella vuelta, tuvieron que volver la espalda al bote del señor Larignan. Cuando lo vieron otra vez, Emilio levantó los dos brazos al cielo, que era la señal convenida para el caso en que uno de los dos policías descubriera algo.

       El estupor fue general. Nadie había visto nada. Nada había ocurrido. Poco faltó para que los turistas, que habían pagado caros sus sitios a bordo de una embarcación de pesca, reclamasen su dinero.
       —¿Qué le pasa, ahora, a ese cómico?
       —¿Qué es lo que habrá descubierto?
       No era el comisario el menos sorprendido. Vagamente inquieto, además, porque se dio cuenta de que quizás no había desempeñado su papel con todo el celo deseable, por haber prestado demasiada atención a la pesca con dinamita. Hasta pensó con pesar en las hermosas doradas que flotaban vientre al aire y en la sorpresa de su mujer si hubiera podido… ¡En fin, el deber ante todo!
       En cuanto al inspector Machère, ordenó secamente a Cornélius:
       —¡Al puerto!… Se acabó la broma… Ahora que ese gracioso ha terminado con sus payasadas, yo voy a continuar la investigación.
       La lancha del banquero llegó la primera. Machère no dejó desembarcar a sus compañeros. Joseph y el comisario desembarcaron un poco más tarde y esperaron a la tercera embarcación, la cual —¡Emilio pudo así mostrarse galante una vez en su vida!— remolcaba a la piragua india de la señorita Berta.
       —Bueno, ¿qué? —preguntó el comisario al coger la amarra que le habían lanzado.
       —Pues —replicó Emilio con una gravedad inesperada—, que no hemos podido pescar.
       —¿Eh?… ¿Usted quería…?
       —¿Tendría inconveniente en decir a los gendarmes que aparten al público? Estoy muy contento, señor Moss…
       —¡Yo creo que es usted el único que lo está! —respondió secamente el banquero.
       —Señor comisario —prosiguió Emilio—, si en las otras dos embarcaciones ha sido posible proceder a una reconstitución exacta de la mañana del martes, ha sido completamente imposible hacerlo a bordo de la embarcación del señor Larignan… ¡Vea! Joseph mismo, a pesar de estar con usted, ha podido tirar un cartucho de dinamita, cuyos efectos sorprendentes hemos visto… Cornélius ha limpiado su bujía en un tiempo de récord… Se nota que es un excelente mecánico y que no le faltaba ninguna herramienta…
       Emilio, suspiró, afligido.
       —¡Yo que me prometía una fiesta con la pesca al volantín! ¡Hace tantos años que no había tenido ocasión!… Los sedales estaban, en efecto, a bordo… unos sedales excelentes que denotan a un pescador meticuloso… Había un taburete de tijera y una botella de coñac… El señor Larignan es el hombre más ordenado del mundo… Y recuerden ustedes que el martes cogió una cesta llena de pescado
       —No comprendo adónde quiere ir a parar.
       —Porque no es usted pescador de volantín, señor comisario. Mire esos ermitaños… Como ve, parecen caracoles, pero más grandes… la concha es extremadamente dura… Claro está que no se pesca con la concha, en la que me atrevo a asegurar que los peces se romperían los dientes. Se pesca con el bichito blando y rosado que se oculta en el interior. Para sacarlo, es necesario…
       —Si usted tiene empeño en hacemos perder el tiempo bajo ese sol… —gruñó el señor Moss, haciendo ademán de alejarse.
       —Un instante, se lo ruego. Acuérdese de la pregunta que les hice, esta mañana, con particular insistencia. Fue al señor Larignan a quien primero pregunté si había sacado algo de su embarcación desde el martes, y él me respondió que sólo había retirado el cesto de los pescados… Ahora bien, el martes, él pescó con volantín… Pescó con ermitaños… Y hoy eso nos ha sido imposible… ¿Por qué?
       —¿Por qué? —repitió el comisario con estupor.
       —Se lo voy a decir. Porque nos ha sido imposible romper la concha de esos ermitaños… Había de todo a bordo, de qué comer y de qué beber, en dónde sentarse y cómo protegerse contra el sol. Hasta había qué leer y en qué dormir… Pero no había nada para romper la concha de los ermitaños.
       Joseph, que ya había comprendido, miró con estupor al señor Larignan, impenetrable tras sus gafas ahumadas.
       —He ahí por qué afirmo que fue el señor Larignan el que mató a Eva. Habitualmente, cuando se va a pescar con volantín, se lleva un martillo o una piedra grande o un instrumento cualquiera para romper los ermitaños. Había una piedra a bordo, pero servía de ancla. El señor Larignan no pudo servirse de ella porque el bote se hubiera ido a la deriva… Ahora bien, el martes pescó… Luego el martes había un martillo o una piedra grande a bordo… Se ha desembarazado de ellos. ¿Por qué si no para hacer desaparecer el cuerpo del delito? Sin duda la arrojaría al agua antes de regresar al puerto… Yo me inclino a creer que se trataba de un martillo… Quizás quedaron pelos adheridos a él. Quizás, y esto es más sencillo, la presencia de aquel martillo le pareció al asesino comprometedora…
       »En todo caso, lo cierto es que nos ha engañado… También Joseph tenía a bordo con qué matar a una persona, pero no ha hecho desaparecer nada… El señor Moss y Cornélius, lo mismo…
       »Puesto que de los tres sospechosos el señor Larignan es el único que ha mentido: y que ha realizado una maniobra inexplicable, afirmo que buscando por ese lado…
       —¿Qué responde usted a eso, señor Larignan? —preguntó el comisario de la brigada móvil.
       —Que es muy ingenioso, pero que será necesario demostrar que yo maté a aquella mujer, que no conocía ni como a Eva ni como a Adán.
       —Señores, ustedes me dispensarán, pero creo que mi colaboradora, después del prolongado baño que ha tomado esta mañana, en interés de la justicia, tiene necesidad de tomar algo. Señor Moss, considero terminada mi misión y estoy contento de que sea así, porque pocas veces en mi vida encontré a un personaje tan desagradable como usted y tan poco simpático. En cuanto a usted, Joseph, si dispone de una hora después de almorzar, no olvide que me debe una revancha a los bolos…
       »¡Señores, tengo el honor de saludarles!
       »¡Busquen el martillo!… Y busquen dónde y cuándo se conocieron Eva y el señor Larignan.


IV

      Estaba escrito que Joseph quedaría triunfante sobre Emilio, porque la partida de bolos no se efectuó aquella tarde y a estas horas no se ha realizado todavía. Al regresar al hotel, en efecto, Emilio encontró un telegrama de Torrence.

«Si está disponible, venga con toda urgencia a Deauville, donde brego con un problema insoluble. Torrence».

      Decididamente, la señorita Berta no tiene suerte. En el momento en que un botones trajo aquel telegrama, ella acababa de subir a su habitación para vestirse. Como por casualidad, la puerta de comunicación de Emilio estaba abierta. ¿No estaban allí como camaradas, como colaboradores? Entre colaboradores, ¿se gastan cumplidos?
       El sol ardía. Emilio iba y venía por su habitación y el ritmo irregular de su paso revelaba cierta turbación interior. Cuando pasaba por delante de la puerta abierta, evitaba el mirar, pero sabía que…
       Como por casualidad, también la señorita Berta era torpe y no acababa de quitarse aquel traje de baño demasiado pequeño… Quién sabe si dentro de algunos segundos… Se adivinaba que también vacilaba Emilio. Iba… Venía… Volvía a marcharse… Volvía a venir…
       ¡Y, justo en aquel momento, el idiota del botones llamó a la puerta y entregó su telegrama!
       No se necesita más, a veces, para cambiar el curso de dos existencias. Quizás también Emilio se sentía aliviado al escapar así de la tentación de complicarse la vida…
       —Voy a decir que preparen mi cuenta y…
       Pasó como un rayo por delante de la puerta abierta… Vio o, mejor, entrevió… En el corredor, vacila y…
       ¡La suerte está echada! Bajó la escalera a pasos lentos…
       A las dos, toma el rápido de París en tanto que la señorita Berta, algo más tarde, toma el tren para Cassis.
       La misión de la Agencia O ha terminado. Hay que dejar algo para la policía oficial y la mayor cualidad de ésta es la obstinación.
       Dos veces, tres, en los días siguientes, la casa de Larignan fue registrada de arriba abajo. Se enviaron sus huellas digitales a París, en donde se demostró que no correspondían a las de ningún criminal conocido.
       Poco faltó para que hubiese un motín en el Lavandou porque la gente se indignaba de que se pudiera sospechar de su señor Larignan.
       Como último recurso, se publicó su retrato en todos los diarios; más exactamente, sus dos retratos, uno con gafas oscuras y otro sin gafas.
       Y transcurrieron ocho días. ¿Acaso la pista indicada por Emilio no iba a dar nada de sí? El señor Moss ha regresado a Ámsterdam y no sigue el asunto más que por la prensa.
       Por fin, de un pueblecito perdido en el sur tunecino, llega una carta. Alguien ha reconocido la fotografía. No se trataba de un señor Larignan, sino de un Néstor Caquois que fue, hacía diez años, administrador de una explotación agrícola del lugar.
       Larignan-Caquois, puesto en aprietos, sigue negando. Se ordena que vengan varias personas de aquel país y todas le reconocen formalmente.
       Ahora bien, hace diez años que la policía busca a un tal Caquois, administrador del señor Gretillat, que desapareció la noche en que éste fue asesinado y el contenido de su caja de caudales robado.
       La esposa del señor Gretillat se llamaba Eva… Eva Gretillat… Arruinada, se fue de Túnez… Vivió en Bruselas… Fue la querida del banquero Moss.
       Y cierta mañana del mes de agosto, cuando ella nadaba en una caleta y se acercaba a una pequeña embarcación en la que un hombre pescaba apaciblemente con volantín, la mujer reconoció a aquel hombre.
       Al alcance de la mano de Larignan-Caquois estaba el martillo que le servía para romper los ermitaños…
       Era su seguridad, su vida, lo que estaba en juego…
       Joseph, en su bote, está vuelto de espaldas…
       La canoa automóvil del banquero se aleja…
       Un gesto rápido, casi un reflejo…

       —En suma —le dice el juez de instrucción, cerca de dos meses más tarde—, usted ha estado a punto de realizar el crimen perfecto… ¡Y por dos veces! Una primera vez, pudo usted salir de Túnez sin que le molestaran y venir, con otro nombre, a pasar unos años apacibles en el Lavandou con el producto de su crimen… La segunda vez, si no hubiese cometido la falta de eliminar el martillo…
       Larignan sonríe sarcásticamente.
       —¡No soy tan estúpido! —replica con cinismo.
       —No obstante, merced a que arrojó el martillo al agua, el detective de la Agencia O…
       —Yo no arrojé ese martillo al agua.
       —Pues no lo entiendo…
       —¡Yo no lo arrojé! Cuando di el golpe, tenía las manos mojadas como todos los pescadores. El martillo me resbaló de la mano… Claro está que continuó su trayectoria. Golpeó el cráneo, pero luego cayó al mar y he ahí por qué…
       Un leve estremecimiento. Instintivamente se pasa la mano por la nuca.
       —¡Un joven tan insignificante! —suspira sin poderlo remediar—. ¡Y decir que yo estaba convencido de que sólo pensaba en hacerle el amor a su secretaria!…
       ¡Qué latidos de corazón si la señorita Berta hubiese podido oírle!




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