George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


Los casados del 1.º de diciembre (1940)
(“Les mariés du 1er décembre”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 88, 26 de enero de 1940);
Le Petit Docteur
(París: Éditions Gallimard, 1943, 589 págs.)



I

      Lluvia y más lluvia en espesa cortina de gotas grandes y heladas, a cubos, a barriles; lluvia que descendía interminable de un cielo bajo y negro, como si el mundo debiera perecer bajo un nuevo diluvio.
       No había entrado todavía el tren en la estación cuando ya se recibía de Boulogne la visión de tejados negros y brillantes, de calles sombrías cruzadas por siluetas grotescas que pasaban rápidamente cobijándose bajo sus paraguas. Eran las tres de la tarde y ya se habían tenido que encender los faroles del alumbrado. En cuanto a la lancha, que se había vislumbrado un instante, a también un espacio gris negro, cuyas únicas notas de blanco eran las crestas del oleaje y los pesqueros a vapor que remontaban penosamente la corriente del canal.
       El Doctorcito, saturado de melancolía, miró por la portezuela en el momento en que el tren se detuvo. Vio a su amigo Felipe Lourtie, que le esperaba cubierto con un impermeable amarillento, y sintió que su preocupación aumentaba.
       ¿Era posible que aquél fuese el Felipe Lourtie que se había casado tres semanas antes, el 1.º de diciembre? ¿El Lourtie que había contraído matrimonio con Magdalena, es decir, con la joven que siempre amó?
       —Gracias por haber venido, chico. Ya sabía yo que podía contar contigo. ¿Es ése todo el equipaje que llevas?
       —En tu carta me pedías que viniera a pasar la Nochebuena y quizás un día o dos más. Confieso que no comprendí bien. De no haber subrayado por dos veces que se trataba de tu felicidad…
       La maleta del Doctorcito era ligera. Su amigo se la quitó de la mano y suspiró:
       —Antes de ir a casa quisiera ponerte al corriente. Si no ves inconveniente en ello, entraremos en un café cualquiera.
       El cambio que en tan poco tiempo se había operado en Lourtie era tal que Dollent, desconfiado, arriesgó:
       —Espero que no te habrás entregado a la bebida…
       —No te impacientes. Dentro de pocos minutos lo sabrás todo. Camarero. Para mí un cuarto de Vichy. ¿Y tú?
       —Hombre, no hace calor y de buena gana tomaría un grog.
       Felipe Lourtie tenía veintiocho años, dos menos que Juan Dollent, a quien todo el mundo llamaba el Doctorcito. Habían estudiado juntos la carrera de medicina, y mientras que Dollent se había establecido en el campo, en los alrededores de La Rochelle, Felipe Lourtie había logrado reunir una apreciable clientela en Boulogne sur-Mer.
       —No me mires así. Resulta bastante desagradable encontrarse ante ti en las condiciones presentes. Hasta la fecha siempre te consideré como un hombre igual que los demás. Luego, nuestro amigo Magné me ha escrito tanto acerca de ti y de tus extraordinarias facultades… Ahora es algo así como si me encontrara en presencia de un juez o de un confesor.
       —Oye, Dollent. Tú conoces a Magdalena, ¿verdad? En todo caso conoces a su padre, el doctor Gromaire, que es, en Boulogne, el mejor especialista de enfermedades nerviosas. Es un nombre. Es una figura.
       »Magdalena se le parece en el sentido de que no tiene nada de las jovencitas de hoy día, que sólo piensan en darse tono y en divertirse.
       »Es una mujer consciente del deber, capaz de compartir enteramente la vida de un hombre como su padre o como yo.
       »Yo soy natural de Boulogne, y ambos éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Hace unos meses le pregunté si quería ser mi esposa y aceptó. Nos casamos el 1.º de diciembre y…
       Estaba el Doctorcito tan absorto en la contemplación de su amigo, que tuvo que hacer un esfuerzo para seguir aquel discurso.
       La verdad era que Felipe no fue nunca un muchacho turbulento; al contrario, siempre había sido un joven aplicado, al que todos sus profesores y, cosa más rara, sus camaradas consideraban como una de las mejores esperanzas de su generación.
       Pero, si su carácter era bastante grave, también era notable por su serenidad, por su calma, por su optimismo.
       Y he aquí que en el umbral de su vida de casado se presentaba como un hombre agitado, presa de las más negras ideas, hasta el punto de que Dollent se preguntó si no obraría mejor enviándolo a su suegro, como enfermo.
       —Es superfluo que te diga que no soy novelesco ni crédulo. Como tú sabes, siempre fui un científico, ¡quizá demasiado! He buscado, pues, todas las explicaciones posibles a los hechos que te voy a contar, y te confieso que ninguna me ha satisfecho. Acaso tú, con tu olfato… O, mejor dicho, con ese sexto sentido que posees, según me dice Magné…
       Quedaban muy desambientados en aquel sórdido café de los alrededores de la estación, en el que las campesinas esperaban la hora de su tren y algunas sacaban la merienda de sus capazos.
       —Un primer hecho al cual no atribuí ninguna importancia al principio. Nuestras relaciones adquirieron carácter oficial a mediados de septiembre. Pues bien, a partir de aquella fecha, empecé a recibir cartas anónimas, todas las cuales me decían aproximadamente lo mismo. Me limité a echarlas al cesto, porque las juzgaba demasiado estúpidas.
       »Me decían, más o menos:
             »¡Ay de usted, si se casa con Magdalena! No es la joven que usted cree».

       —¿No se lo dijiste a tu novia? —preguntó Dullent.
       —¡No! Verdaderamente aquello era demasiado grosero.
       »Esas pequeñas venganzas anónimas me dan asco, y yo consideraba a Magdalena tan por encima de toda sospecha…
       —Continúa. Tú contrajiste matrimonio el 1.º de diciembre. ¿No hubo incidente?
       —Ninguno.
       No obstante, al Doctorcito le pareció que su amigo había vacilado, que una nubecilla había cruzado por su mirada.
       —No pudiendo yo ausentarme durante mucho tiempo, y sabiendo que Magdalena tenía deseos de visitar Túnez, tomamos pasaje en el avión y nos fuimos para allá. Estuvimos una semana.
       —¿Sin que se produjera nada de particular?
       —Bueno, fuimos felices como hay que serlo en plena luna de miel. El país, ya lo conoces, es pintoresco. Nos interesamos por la vida indígena. Y fue al regreso cuando bruscamente…
       Al ver que la mirada del Doctorcito se iba agudizando, Felipe se apresuró a añadir:
       —Sobre todo, no te imagines cosas extravagantes. Como todo el mundo, he leído historias pintorescas de hechizos, de sortilegios, de brujos, de sectas secretas, ¡qué sé yo…! Te repito que soy un científico. Si bien visitamos los barrios indígenas y acudimos a todos los lugares a donde suelen ir los turistas, no hubo incidente alguno. Por el contrario; a la vuelta, la primera carta que recibí decía:

«No ha querido escucharme. Su mujer lleva una doble vida. Se lo probaré pronto, a condición de que no le hable de nada. Si lo hace, tanto peor para usted».

       —¿Y seguiste sin decirle nada a Magdalena?
       —Nada —respondió el otro, algo avergonzado—. Cuando la veas comprenderás mi conducta. Hay mujeres que no pueden ser mancilladas con semejantes murmuraciones.
       —¿Estaba la carta escrita con la misma letra que las precedentes?
       —Ninguna de ellas estaba escrita a mano. Todas a máquina, y así siguen llegando. Ni siquiera reconozco los sobres entre los muchos sobres comerciales que recibo cada día. Como tú sabes, compré un gabinete importante.
       —Prosigue.
       —La segunda carta posterior a nuestro casamiento era más precisa.

«Si quiere usted convencerse de la doble vida de su mujer, vaya esta noche a las once al “Barril de Plata”, una taberna de los muelles. Ella estará allí. Si no estuviera, no por eso se apresure a cantar victoria. Es que la cosa se habrá retrasado hasta mañana».

       —¡Un instante! ¿Dormís en habitaciones separadas?
       —Yo fui quien así lo dispuso. Me llaman a menudo por la noche para que vaya a visitar enfermos. La salud de Magdalena es delicada. Pensé que…
       —¿Y fuiste al «Barril de Plata»?
       Felipe Lourtie inclinó la cabeza.
       —¿La viste?
       —¡No! Pero…
       Abrió su cartera y sacó de ella una pequeña fotografía, mal tomada, en la que se veía un rincón de taberna y una mujer joven, muy nerviosa, acodada a una mesa, en actitud de quien se impacienta por una cita.
       —Es Magdalena. Fíjate en sus vecinos. Son seres de la peor catadura que darse pueda en el mundo de la navegación o, mejor dicho, del que trafica con todo lo que a él atañe. No juzgues demasiado aprisa. Sometí esta prueba a un experto fotógrafo. Pensé que, en efecto, podía tratarse de un montaje fotográfico, es decir, de una fotografía con truco. No lo es. Fue tomada a escondidas con una Leica, un aparatito muy potente, fácil de disimular y que exige poca luz.
       »Por otra parte, al día siguiente volví al “Barril de Plata”. Pregunté a Jim, el dueño, si la víspera estuvo en el establecimiento una mujer joven. Jim miró inmediatamente hacia el rincón en que había sido tomada la fotografía. Cuando se la mostré, la reconoció enseguida.
       »Si no la encontré allí, fue porque, al parecer, había ido antes de las once.
       »—¿Con quién se ha encontrado? —pregunté.
       »—Lo ignoro. Hay tanta gente aquí por la noche…
       »—¿La ha visto otras veces?
       »—No lo podría jurar. Hombres… Mujeres… Mi establecimiento siempre está lleno.
       Después de hacer una pausa, Felipe llamó al camarero, echó dinero encima de la mesa y cogió la maleta del Doctorcito. En la calle hizo seña a un taxi allí parado.
       —Al «Barril de Plata».
       Los muelles estaban viscosos y hedían a pescado, porque la pesca del arenque se hallaba en su apogeo y se desembarcaban vagones enteros de los barcos pesqueros amarrados unos tras otros.
       —Quiero que conozcas el sitio. Después verás a mi mujer y comprenderás mi estupor.
       Descendieron un peldaño. La sala, larga y baja de techo, de vigas ahumadas, sólo permitía la entrada de luz a través de una ventana de pequeños cristales, de modo que reinaba allí una semioscuridad. Aquel establecimiento tenía más de taberna inglesa de baja estofa que de bodegón francés.
       Detrás del mostrador, Jim, que al parecer era australiano, y que había perdido un ojo Dios sabe dónde, observaba a sus clientes con la desconfianza del hombre que conoce su ambiente.
       La sala estaba casi llena. Pocos pescadores. Mejor dicho, ninguno. Pero sí marineros de los buques carboneros de la gran dársena, y otros individuos más inquietantes, todos ellos viviendo gracias a los trabajos relacionados con el mar.
       —¡Vamos a tomar cerveza! —dijo Felipe—. Ya puedes darte cuenta del lugar. Me informé un poco. Según me han dicho, aquí es donde se hacen todos los contrabandos, todos los negocios ambiguos, todos los embrollos que la policía procura ignorar. La semana pasada, un marinero inglés, que salió de aquí al parecer borracho, cayó en la dársena y se ahogó. Dicen que alguien le empujó.
       —Y tú afirmas que Magdalena…
       —En aquel rincón a la izquierda. Compara tú mismo con la fotografía.
       »Ten presente que, cuando le pregunté si había salido aquella noche, me respondió que no. O, dicho de otro modo, que me mintió, ella, a quien yo creía incapaz de mentir. Y no es eso todo.
       Dollent empezaba a sentirse compasivo porque, verdaderamente, su amigo daba pena de ver, con su nerviosidad, que llegaba al paroxismo más doloroso.
       —Escucha. Dos días más tarde una nueva carta me anunció:

«—Ya verá usted como su mujer le pedirá permiso para ir el miércoles a Ruán».

       —¿Y fue?
       Signo afirmativo con la cabeza.
       —Dijo que quería ir a visitar a una antigua amiga; que tal vez pasaría la noche en su casa.
       —¿Y no la seguiste?
       —Lo intenté. Tenemos un cochecito cada uno. Pero la perdí de vista.
       Sacó de su bolsillo otra fotografía. Ésta representaba una vista parcial de un dancing o, mejor dicho, de eso que llaman un establecimiento nocturno. En un ángulo se veía a Magdalena sentada a una mesa, con expresión ansiosa; un joven se inclinaba ante ella.
       —Mira lo que recibí al día siguiente. Y Magdalena me afirmó que no se había separado de su amiga.
       Alrededor de Dollent y Lourtie el humo era denso y el olor del alcohol se hacía casi intolerable.
       —Ahora conocerás a mi mujer. No sabe nada de mis sospechas. No tengo valor para manifestárselas. A pesar de todo sigo creyendo en ella. Nada me hará reconocer que es indigna de mí.
       »Lo único que te pido es que me ayudes a averiguar ese misterio que quiero penetrar a toda costa. Es inútil que añada que he pasado noches enteras dando vueltas en mi cabeza a los datos del problema. Ante todo quiero descartar ciertas hipótesis que son las primeras que vienen a la mente.
       »En principio, Magdalena hubiera podido ser arrastrada por un hermano o por un pariente indigno. Ya comprendes lo que quiero decir. Ese caso es el tema de muchas novelas de misterio que he leído. Pero no es nada de eso.
       »En sus ascendientes no hay perturbación alguna. Tú conoces a su padre y yo también. Su madre murió hace unos diez años y era una mujer honesta, incapaz de la menor aventura.
       »No viajaron nunca. En su pasado no hay nada equívoco.
       »De modo que, fatalmente, llegamos al caso de desdoblamiento de la personalidad. Ahora bien, me apresuro a declararte que no creo en eso. Suena bien en los libros. En la realidad, jamás encontré un caso de ese género, ni lo encontró mi maestro Gromaire, especialista en enfermedades nerviosas desde hace más de treinta y cinco años.
       »Aunque su salud no sea floreciente, eso no impide que sean sanos el alma y el cuerpo de Magdalena.
       »Queda por averiguar por qué, apenas casada, frecuenta a escondidas un lugar como el “Barril de Plata” y un infecto establecimiento nocturno de Ruán. ¡Si eso continúa, seré yo quien se volverá loco! ¡Ven!

       Una casa particular, confortable y bastante grande. Felipe Lourtie, cuyos padres eran ricos, había podido comprar, en Boulogne, un gabinete célebre, de modo que antes de cumplir treinta años contaba ya con una clientela importante.
       Aunque todavía se ocupaba un poco de medicina general, tendía a especializarse, como su suegro, en las enfermedades nerviosas, y parecía indudable que un día llegaría a ocupar el lugar de aquél.
       Las cinco. Hacía ya rato que había oscurecido.
       Felipe hizo entrar al Doctorcito en un salón del primer piso, entregó la maleta a la camarera y llamó:
       —¡Magdalena!
       ¿Quién hubiera sospechado que, en aquel momento, la casa vivía un drama? Un reconfortante aroma de comida invadía las habitaciones. Y, puesto que aquella noche habría invitados, Magdalena salió de la cocina, donde, como perfecta ama de casa, vigilaba los últimos preparativos.
       —Dispénseme, señor Dollent, si me encuentra trabajando. Mi marido ha debido de decirle que tenemos invitados a cenar, y mi deber es…
       Era exactamente la mujer que Lourtie había descrito, menos linda que bella, atractiva, mejor dicho, seductora, pero de una seducción sutil.
       No era una de esas mujeres que hacen que la gente se vuelva en la calle para mirarlas, sino de las que se aprecian a medida que se las va conociendo y que uno quisiera entonces convertir en la compañera de su vida.
       ¿Pero a qué venía aquella agitación? ¿Era debida a un maleficio? Dollent estuvo a punto de exclamar:
       —¡Oigan, amigos! Me pregunto a qué juego están jugando. ¡Disponen de todo lo necesario para ser felices! Todo les sonríe y están ahí torturándose, espiándose, sufriendo el uno por el otro. ¿No cree que si nos explicáramos de una vez podríamos luego purgarnos la bilis con una buena carcajada?
       Pero ¿no acababa de salir del «Barril de Plata»? ¿No había visto las dos fotografías de una autenticidad indiscutible?
       —Le pido me perdone que me vaya otra vez, pero debo dar aún algunas órdenes y luego tendré que vestirme. Ahora le enseñarán su habitación, señor Dollent.
       —Por mi parte, creo que hay dos clientes que me esperan abajo… ¿Permites, Juan?
       Y el Doctorcito se quedó solo durante un buen rato en una habitación bastante modesta, una de esas piezas inutilizables que se amueblan con lo que sobra para alojar a los amigos.
       —¡Con tal que la reunión no sea de etiqueta! —suspiró—. No me he traído el smoking.
       Se mudó. Luego curioseó un poco por el piso, sobre todo, por los dos salones, el grande y el pequeño, que eran burgueses, sin ningún detalle característico.
       ¡Todo lo necesario para ser felices!
       Desde luego, estaba a la altura de los acontecimientos. Pero sabía que tendría que pasar un mal momento, como en cada una de sus investigaciones, cuando se saben demasiadas cosas y no se saben bastantes, cuando no se cuenta con ningún hilo conductor, ninguna base sólida, ninguna dominante, como él decía.
       Y entonces, fatalmente, se sintió invadido por la preocupación.
       —¡Cierto que he tenido éxito en dos o tres asuntos sin importancia! ¿Quién puede asegurarme que no fue por casualidad? ¿Quién sabe si volveré a encontrar la inspiración?
       ¿Qué hacer, solo, en un apartamento que no se conoce, cuando la dueña de la casa está atareada por su lado y el amigo pasa la visita de sus clientes en la planta baja?
       Bajó. Quiso ver la sala de espera. Empujó una puerta y se encontró cara a cara con una joven de pelo oxigenado que aporreaba una máquina de escribir en un pequeño despacho.
       —Dispense —se excusó.
       —Entre, señor. Supongo que usted es el doctor Dollent. Mi jefe me ha puesto al corriente de su visita. Soy la señorita Odilia, su secretaria. ¿Desea algo? Don Felipe acabará pronto. Una vieja cliente que viene todas las semanas y es algo maniática. ¿Qué triste ciudad la nuestra, verdad?
       —¿Es usted de Boulogne?
       —Sí. Vivía en la misma calle que el señor Felipe.
       Dollent se fijó en que ni una sola vez la joven decía el señor Lourtie, cosa que le hubiera parecido más natural.
       —Él era ya un buen mozo cuando yo no era más que una niña. Seguí los cursos de la Academia Pigier. Cuando supe que solicitaba una secretaria… Hace cuatro años que trabajo con él. Ya cuando él preparaba su tesis doctoral fui yo quien le copió los borradores a máquina.
       ¿Le sería útil este personaje? A falta de cosa mejor, anotó en un rincón de su memoria, como si lo hubiera escrito en el margen de un libro:
       «Señorita Odilia. Linda, viva, audaz. Conoce a Felipe desde su niñez. Se le ha impuesto en cierto modo. Todas las apariencias indican que probablemente está enamorada de él».
       Bien; y ¿qué podía importar eso? Porque no era de Odilia de quien se trataba, sino de Magdalena.
       La visita médica había terminado. Lourtie apareció, con una profunda arruga en la frente.
       —Está bien, Odilia. Puede irse. Tú, si quieres venir a tomar una copa en mi gabinete… ¿Qué beberás? Telefonearé al piso para que nos bajen una botella y vasos.
       Al Doctorcito no le pareció mala idea, más por superstición que por afición a la bebida. En todas sus investigaciones se había visto obligado a beber, más o menos por casualidad, y empezaba a encontrar que aquella casa era demasiado seca.

       —La cena está servida.
       —Tengan la bondad de pasar al comedor. Les advierto que será una cena totalmente íntima. Hace tan poco tiempo que estamos casados, que no nos hemos organizado todavía.
       Magdalena le sonrió a su marido; pero, aunque la sonrisa levantara la comisura de sus labios, su cara permaneció triste, inquieta.
       Como Dollent había previsto, los caballeros iban de smoking; él era el único que llevaba traje de calle. Mientras los invitados se iban sentando, trazó mentalmente un esquema de la mesa. Sin contar a Magdalena, a Lourtie y a él mismo, estaban allí reunidos:
       1.° Emilio Gromaire, el padre de Magdalena hombre de sesenta y cinco años aproximadamente, de pelo gris, cejas densas y acostumbrado a que se le obedeciera y admirara.
       Resultaba extraño que Gromaire, que no podía haber dejado de darse cuenta de la nerviosidad de su hija y de su yerno, no cesara de repetir:
       —¡Qué felices son! ¡Es un placer pasar unas horas con gente tan feliz!
       2.° El señor Boutet. ¡Otro médico! ¡Aquélla era una cena de galenos! El señor Boutet era el predecesor de Lourtie en la casa. Se había retirado al cumplir sesenta años y dividía su tiempo entre Boulogne y la Costa Azul, donde, por cierto, tenía que ir a pasar la Noche Vieja.
       —Estoy encantado —decía— de encontrar a estos chicos en buena salud. Su viaje a Túnez le ha probado mucho a su hija Magdalena.
       Otro que mentía, y mentía más aún cuando dirigía a su mujer sonrisas amorosas, porque…
       3.º La señora Boutet. No era una mujer, sino la caricatura de una mujer: larga, negra como una ciruela pasa, seca, desagradable, desconfiada, biliosa.
       —¿No es cierto, Alberto? —murmuraba a su marido— que esos chicos son enternecedores?
       Pero lo cierto es que no eran enternecedores ni mucho menos, y se sentía pesar la inquietud sobre los comensales.
       4.° Samuel Kling. A éste, el Doctorcito le había reconocido. Era un amigo de infancia de Lourtie. Eran del mismo curso. Habían escogido la misma especialidad y ambos habían trabajado con el doctor Gromaire.
       Kling observaba a hurtadillas a todo el mundo. Acababan de servir una sopa de cangrejos. Era evidente, a juzgar por el gesto de su cara, que le causaba horror.
       —¡Es deliciosa! —se extasió—. Magdalena, tiene usted una cocinera sorprendente. O bien es usted única para saber darle órdenes.
       ¡Todos mentían!
       Pero lo más extraordinario, lo que al cabo de un rato se convertía en una alucinación, era que todos experimentaron la necesidad de manifestar un buen humor artificial, de hacer estallar una alegría que no sentían.
       Aquello parecía una escena de orgía representada por malos actores de un teatrucho, cuando el papel de Nerón lo desempeña un joven flaco que no ha cenado más que un croissant, y las cortesanas son pobres mozas esqueléticas reclutadas por la calle.
       —Ese viaje en avión debió de ser delicioso, ¿verdad, mi querida amiga? —dijo el doctor Boutet, que parecía constantemente temer las miradas de su mujer.
       Y Magdalena, que con toda evidencia pensaba en otra cosa, respondió:
       —¡Delicioso!
       Tal vez no había oído bien y creyó que seguía tratándose del potaje.
       En cuanto a Felipe, sufría sin atreverse a mirar a su mujer. A veces levantaba los ojos hacia su suegro.
       El Doctorcito captó una de estas miradas que pareció sorprenderle en gran manera.
       «¡Toma! ¡Toma! —se dijo—. Parece que mi amigo Felipe desconfía de Gromaire. ¡Podría creerse que está celoso de él!».
       Sin embargo, pocos segundos después, Felipe lanzó exactamente la misma mirada al joven Kling.
       —¿Celoso de Kling, también? ¡Eso va pareciéndose a una enfermedad! ¿Acaso ese pobre Felipe estará…?
       ¡No! No era cosa de dejarse llevar a conclusiones prematuras. Todo el mundo estaba nervioso. El tiempo contribuía a ello. Hacía semanas que aquella gente chapoteaba bajo la lluvia, en el barro, viéndose obligados a mantener las luces encendidas durante una buena mitad del día y a veces el día entero.
       —Esta langosta a la americana… —empezó el doctor Boutet.
       Su mujer debía de estar atormentada desde hacía rato por la necesidad de ser desagradable, puesto que le interrumpió con voz aguda:
       —¿Por qué dices eso? Bien sabes que no te gusta la langosta.


II

      ¿Acaso era suya la culpa? ¿Por ventura no fue su amigo Lourtie quien le sacó de Marsilly con un tiempo de perros para que acudiera a descubrir la verdad?
       «¡Lo siento por ti, mi pobre Felipe!, —tuvo ganas de decirle—. No se cachea el alma humana con guantes, y la gente no confiesa la verdad cuando se le pregunta cortésmente lo que piensa».
       Y, en materia de verdad, acababa de meter los pies en el plato. Se dio cuenta de que las locuciones populares como ésa no son tan exageradas como parecen.
       Si en las postrimerías de aquella triste cena de Nochebuena, el Doctorcito se hubiese descalzado tranquilamente y levantando los pies los hubiese metido en la ensaladera, sin duda no le hubiera mirado con más severidad que cuando dijo de golpe, con aire inocente:
       —A propósito… No sé si lo habrán leído en los diarios. Los americanos acaban de apresar a toda una banda que se dedicaba al tráfico de estupefacientes; no dirían ustedes a quién han descubierto a la cabeza de esa banda. A uno de los médicos más conocidos de Nueva York, que tenía clínica propia. Precisamente al amparo de esa clínica podía procurarse las drogas ante las mismas narices de la policía.
       Un silencio tan denso que hubiera podido cortarse con un cuchillo acogió sus palabras. Sólo se oía el persistente gotear de la lluvia sobre los cristales y un vago rumor que debía proceder del mar.
       El Doctorcito hubiera debido abstenerse de proseguir. La cara de su vecina, la horrorosa señora Boutet, era toda una revelación. Pero ¿podía él saber, habiendo llegado el mismo día, lo que todo el mundo sabía en Boulogne, es decir, que ella se entregaba a la morfina?
       Le pareció que Lourtie le dirigía una mirada suplicante. Magdalena palideció y se inclinó hacia su plato, mientras su tenedor temblaba visiblemente en su mano.
       El doctor Kling levantó la cabeza como si le hubiese picado un insecto y miró al intruso con aire retador.
       También el señor Gromaire debió de desaprobar aquella salida, porque bajo sus grandes cejas su mirada se endureció.
       Pero ¡ay!… ¿Acaso no existe un vértigo de cometer planchas, una fuerza que hace presa en nosotros, en determinados momentos, y nos impulsa a hacer lo que adivinamos que no debe hacerse?
       Juan Dollent tosió como para aclarar su voz, y prosiguió:
       —Dada la situación de Boulogne, frente a la costa inglesa, y dado también el movimiento de su puerto, no me sorprendería que fuese uno de los centros del tráfico de drogas.
       Más silencio. Sólo ruidos de tenedores y de lluvia, de la lluvia sempiterna.
       Era demasiado tarde para retroceder. El Doctorcito se había lanzado. Quiso cerciorarse, ver cuándo aquella gente reaccionaría; sonriendo sarcásticamente, continuó:
       —Me pregunto si, también aquí, no es un médico quien dirige la organización.
       Entonces sonó la voz cascada del doctor Gromaire:
       —Me permitiré hacer observar a nuestro joven colega —dijo— que hay demasiado heroísmo en nuestra profesión, la más bella y la más noble a mi entender, para que se pueda encontrar placer en insistir sobre la actuación de unas pocas ovejas sarnosas. Usted ha llegado esta tarde a Boulogne, Señor Dollent. ¿Puedo preguntarle si todo cuanto ha encontrado en nuestra ciudad es esa cuestión que usted plantea?
       ¿Qué responder? ¿Qué hacer, sino sofocarse? Al Doctorcito nunca le habían pisado los pies de una manera tan afectuosa. Se entretuvo unos momentos manipulando torpemente una hoja de lechuga. Creyó que aquello terminaría allí. Esperó que alguien acudiría a socorrerle, a llevar la conversación a un terreno menos ardiente. ¿No era el deber de Loutier, por ejemplo, el sacarle de aquel atolladero?
       En vez de una ayuda encontró un adversario más, y un adversario de talla, en la persona de Samuel Kling.
       —Creo que el doctor Dollent ha llegado en el tren de las tres —empezó con una voz que no presagiaba nada bueno.
       —Exacto.
       —No me sorprende que le interesen los negocios de estupefacientes, puesto que a las cuatro salía ya de un lugar desgraciadamente célebre que se llama el «Barril de Plata».
       Era imposible mirar a todo el mundo al mismo tiempo. Se hacía difícil conservar la sangre fría. Pero a Dollent no se le escapó que Magdalena parpadeaba, que las aletas de su nariz se le cerraban y que se apoyaba sobre el borde de la mesa como quien teme desmayarse.
       ¿Por qué Felipe seguía sin intervenir? ¿Por qué dejaba creer que el Doctorcito estaba solo en el «Barril de Plata»?
       —¡Preferiría que esta conversación la dejáramos aquí! —interrumpió Gromaire con tal severidad que pudo creerse que estaba dispuesto a levantarse de la mesa.
       ¡Afortunadamente la cena tocaba a su fin! Los últimos minutos fueron penosos, Todos buscaban algo que decir… Se hablaba sigilosamente, sin convicción, sólo para matar el tiempo.
       Por fin, Magdalena pudo levantarse y anunciar con una triste sonrisa:
       —Nos servirán el café en el salón. Así los caballeros podrán fumar… ¿No le parece, señora Boutet?
       —Yo también fumo. De modo que…
       Un poco de desorden, como siempre, al levantarse de la mesa. La joven esposa tenía más sangre fría de lo que el Doctorcito sospechaba, porque logró pasar cerca de él y murmurarle:
       —¡Por favor! ¡Se lo suplico!
       ¿Qué le suplicaba? ¿Que se callara? ¿Por qué? ¿Qué temía?
       El señor Gromaire fingió no ocuparse de Dollent, el cual fue a acomodarse melancólicamente a la chimenea. No supo cómo Felipe Lourtie y Kling salieron del comedor, pero pronto oyó ruido de voces detrás de una puerta.
       El gabinete de Felipe y su despacho estaban en la planta baja. Pero cerca del salón había una pequeña pieza que hacía las veces de despacho privado, íntimo, y de allí era de donde procedían los gritos como de una disputa.
       El rumor era tan flagrante que todos aguzaban el oído. Era imposible fingir que no se oía nada. Y todos permanecían inmóviles, en suspenso, con una taza de café en la mano.
       Pobre Magdalena, que quiso seguir engañando, contra toda verosimilitud, y que exclamó:
       —¡Vaya idea la de discutir de política en un día como el de hoy!
       Pero los dos hombres no discutían de política, y la prueba era que la única palabra que se pudo distinguir, y que fue pronunciada varias veces, fue el nombre de Magdalena.
       Por otra parte, la puerta no tardó en abrirse bajo el impulso de un violento empujón. Kling, rojo de furor, atravesó el gran salón sin saludar a nadie, pasó al vestíbulo, cogió su abrigo y se precipitó por la escalera.
       Unos instantes más tarde la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse con estrépito, dejando como un eco lúgubre en toda la casa.
       —No sé qué le ha dado —explicó Felipe lánguidamente—. Es un chico raro.
       —Es un chico que vale mucho —replicó su suegro.
       —Es posible, y yo también lo creo así. Ello no impide que tenga un carácter impertinente. ¿Qué tomará usted, señora Boutet? ¿Chartreuse o coñac?
       Todos tenían prisa por hallarse en la calle; ya era demasiado tarde para reparar el desastre. La señora Boutet, adelantándose a los demás, se quejó de jaqueca y se fue con su marido, no sin dar las gracias por aquella «tan agradable y deliciosa velada».
       Era la hora en que, en todas las iglesias del mundo, la gente se reúne alrededor de belenes ingenuamente recargados, en los que los cánticos se elevan con el humo de los incensarios.
       —¡Ya es hora de que yo también me vaya! —refunfuñó Gromaire.
       Apenas hubo desaparecido, Magdalena suspiró:
       —¿Permite que me retire? Estoy algo fatigada.
       Felipe y el Doctorcito se quedaron solos; ciertamente, el pobre Dollent no esperaba lo que recibió.
       —Lo has hecho adrede, ¿verdad? ¿Te das cuenta de la situación en que nos has puesto? Si es ésta la manera como llevas tus pesquisas, no puedo felicitarte. Confieso que de haberlo sabido…
       No terminó, pero se comprendió perfectamente el resto:
       —… te hubiera dejado en tu rincón de Marsilly y me hubiera ocupado yo mismo de mis asuntos.
       ¿Qué responder? ¿Enfadarse? ¿Contestar dramáticamente?:
       «¡Muy bien! ¡Pues me voy! ¡Que me traigan mi maleta!».
       Hubiera sido ridículo. La maleta había sido vaciada, y colocada la ropa en el armario; el pijama esperaba encima de la cama de la habitación de los forasteros.
       —Perdóname, chico. Creí obrar bien, y sigo pensando que tal vez no habrá sido inútil del todo.
       —¿Pretendes que eso te informará acerca de lo que mi mujer hace en aquel maldito bodegón?
       —No digo eso.
       —¿Entonces, qué?
       —Entonces, nada. Vete a la cama. Descansa. Yo, en tu lugar, tomaría un poco de bromuro.
       Y el Doctorcito se fue melancólicamente a su habitación.

       Como siempre, a las seis de la mañana ya estaba despierto. ¿Qué hacer a aquella hora, en una casa dormida?
       Abiertos los ojos, oyó primero a la criada que bajaba y que encendía fuego en la cocina, y después a una camarera, que hacía sus abluciones en la habitación superior.
       A las siete, cuando empezaban a ser perceptibles otros ruidos en la casa, se levantó, y, una vez vestido, salió de su habitación. Vaciló, se encogió de hombros, llegó al rellano, luego a la escalera, descorrió la cadena de la puerta de entrada y se encontró en la calle, donde, en sustitución del diluvio de la víspera, caía una lluvia fina.
       Entonces empezaba a nacer el día. La gente, siempre triste, iba a su trabajo. Las grúas del puerto funcionaban. Los vaporcitos pesqueros regresaban, maniobraban en la dársena, donde grupos de hombres cubiertos por gruesos impermeables de hule y calzados con enormes botas lanzaban pesadas amarras empapadas de agua.
       ¿Qué era lo que no iba bien en aquel asunto, y por qué el Doctorcito, que solía ser tan feliz cuando topaba con un misterio, estaba apesadumbrado por una tristeza sin base precisa?
       ¿Qué ocurría? Era posible que la cosa no tuviera sentido y él no se hubiera atrevido a decírselo a nadie. ¡Lo que había era algo falso!
       ¡No hubiera podido precisar qué! ¡Algo que no daba un sonido claro!
       Pensó en Magdalena. ¿No era exactamente la clase de mujer que hubiera deseado por compañera?
       Felipe, él le conocía bien, era el muchacho más recto del mundo.
       La reputación del doctor Gromaire era sólida.
       El mismo Kling era un sujeto brillante, y el Doctorcito había presentido en él una pasión retenida.
       Hubiera apostado a que era una pasión por Magdalena. Pero ¿cómo era posible no ver en aquel asunto más que una vulgar historia de amor? Magdalena era demasiado noble para pertenecer a dos hombres. Y, si Kling le hubiese dado alguna cita, seguramente no se la hubiera propuesto en el «Barril de Plata».
       En suma, ¿por qué todo el mundo había reaccionado tan violentamente cuando él habló de drogas?
       Lo hizo a todo evento. Pensando en el extraño bodegón y en el establecimiento nocturno de Ruán, se había dicho que el único lazo posible entre aquellos dos lugares eran las drogas.
       Y había lanzado su frase al aire sin sospechar que le volvería a caer tan pesadamente sobre las narices.
       ¿Por qué Kling y Felipe discutieron pronunciando varias veces el nombre de Magdalena?
       «Mi querido Juan, voy a decirte lo mejor que podías hacer, aunque bien sé que no lo harás. Hay un tren a las diez. Tienes tiempo de ir a recoger tu equipaje y de declarar a tu amigo Felipe que, decididamente, tus cualidades de detective no están a la altura de una situación tan embrollada. Ana se burlará un poco de ti al verte volver tan pronto, pero por lo menos…».
       Pero no. En vez de obrar así, se hallaba parado frente al «Barril de Plata», con los pies hundidos en un barro negro, lleno de tripas de pescado, Jim, el dueño, se ocupaba en retirar las tablas de la fachada. Llevaba zuecos barnizados, una camiseta azul y un gorro de marinero.
       El frío húmedo atravesaba la ropa. El Doctorcito entró y se acodó en el mostrador, detrás del cual se alineaba una asombrosa procesión de botellas que contenían todos los alcoholes del mundo.
       —Un grog. Muy caliente.
       Inspeccionó a su alrededor la sala vacía en la que quedaban vasos sucios y colillas suficientes para llenar un cubo de basura. ¿Qué podía revelarle aquella sala?
       —Oiga, tabernero…
       El único ojo del dueño clavó sobre Dollent una mirada llena de desconfianza.
       —¿Se acuerda usted de mí? Vine ayer con un amigo. Con aquél que le enseñó una fotografía de una señora joven.
       —¿Y qué más?
       —¡Oh!, no tema. No voy a preguntarle nada comprometedor. Sólo me gustaría saber si aquella mujer vino aquí a menudo por la noche.
       Jim vaciló; hubiera podido creerse que iba a coger a su pequeño cliente por la piel del cuello y a ponerle de patitas en la calle. Su deforme boca abocetó una mueca que no presagiaba nada bueno. El Doctorcito no las tenía todas consigo, mientras mojaba sus labios en el grog hirviente.
       —¿La conoce usted?
       —¡Hum!… Muy poco.
       —¡Pues bien, yo sí la conozco!
       Eso también lo dijo como una amenaza.
       —Y no tengo empeño alguno en que se me complique la vida, ¿comprende? Con los marineros y con la gente de nuestro bordo, bien… Conozco también al caballero que estaba ayer con usted. Es un médico. Él fue, precisamente, quien asistió a mi primera mujer. De modo que cuando veo a gente de esa clase venir aquí… Y cuando me doy cuenta de que se hacen fotografiar en mi establecimiento no puedo menos que preguntarme…
       —Un instante. ¿Acaba de decir…
       El corazón del Doctorcito dio un salto. Por fin, un pequeño, un muy pequeño aclarecer, en el sombrío cielo de su investigación.
       —… que se hicieron fotografiar?
       —No se haga el tonto. No vinieron con el fotógrafo, el magnesio y todo lo demás, como para una boda. Pero ello no impide que el doctor entrara una tarde y me enseñara el retrato de su mujer preguntándome si la reconocía. No tuve necesidad de reconocerla porque se veía muy bien aquel rincón de allí, con el jarro de gres, que está precisamente encima de la mesa.
       »La cosa en sí ya es fastidiosa, ¿no? La gente del gran mundo es la que, por historias de amor, no vacila en disparar pistolas. Y no me interesa que esto suceda aquí. Pero cuando ella vino también y…
       El Doctorcito sonreía. Ya no era el mismo hombre. Su embotamiento había desaparecido. Ya no estaba del mal humor ni angustiado.
       —¿Le enseñó ella una fotografía?
       —¡Claro que sí! ¡La de su marido, pardiez! Tomada casi en el mismo sitio, y me preguntó, exactamente como él, si solía venir a menudo.
       —¿Y qué le contestó usted?
       —Que no me ocupaba de mis clientes.
       —¿Qué va a tomar, Jim? ¡Sí, hombre! Quiero pagar una ronda y trincar con usted. Dígame. ¿Hay buenos trenes para Ruán? ¿No? ¿No a estas horas? ¿Y en auto? ¿Tiene usted teléfono? ¿Quiere llamarme un taxi? Un coche grande, si es posible. Es para ir por la carretera.
       Mientras esperaba bebió otro grog. Jim, que cobraría una fuerte comisión sobre lo que marcara el taxi, insistió en ofrecerle un tercer vaso; al cabo de un cuarto de hora era un Doctorcito casi beatífico el que se instalaba en los almohadones del auto, cuándo éste emprendió la marcha hacia Ruán.
       No pudo menos que sonreír al pensar que Felipe y Magdalena iban a preguntarse adónde había ido y que, sin duda, se reprocharían el haber sido demasiado duros con él.
       —¡Pobrecillos! Eso les sentará bien.
       Una carretera magnífica, brillante como un espejo, en la que los árboles se reflejaban. Ruán.
       —¿Dónde le dejo?
       —En el Monico.
       De noche, el establecimiento quizás resultara agradable con sus abigarradas luces, pero de día era bastante roñoso. Una puerta entreabierta flanqueada por carteles, con un tablero recubierto de fotografías de bailarinas más o menos desnudas. Un cubo de basura lleno de serpentinas y de pelotas de algodón frente a la puerta. Una mujer que barría las escaleras.
       —¿Está el dueño?
       —El señor José debe estar en la sala.
       Le encontró en compañía de un electricista que reparaba un proyector. ¡Un extranjero, evidentemente!
       —¿Qué desea usted?
       —En primer lugar, hacerle una pregunta. ¿Está usted todas las noches en su cabaret?
       —Claro que sí. ¡Bien iría, si yo no estuviera! Pero eso no me dice por qué…
       —Un momento. Quisiera saber si, recientemente, una mujer joven, una dama bien, le pidió a usted o a alguno de sus encargados que reconociera una fotografía.
       Era inútil insistir. El señor José se había estremecido. Meditó preguntándose con quién trataba.
       —De modo que…
       —Una señora bastante alta y rubia. Estaba sentada en aquel rincón, cerca de la columna. A su lado estaba un joven muy moreno.
       —Eusebio.
       —¿Quién es Eusebio?
       —Mi bailarín. Quiso invitarla, porque ése es su oficio. Ella se negó, pero enseñándole una fotografía le preguntó…
       —¿La reconoció Eusebio?
       —No. Era la fotografía de un hombre. Ciertamente había venido aquí, puesto que fue fotografiado en el bar. Pero no se le había notado. Sería preciso interrogar a todas aquellas damas para saber…
       —Gracias. Nada más. Hasta la vista, señor José.
       Un instante después, el Doctorcito salía de la sórdida atmósfera de aquel garito del placer para surgir a la calle. Su chófer le esperaba inquieto.
       —¿Podría llevarme de nuevo a Boulogne antes del almuerzo?
       —Desde luego, si nos vamos enseguida y no llueve mucho.
       ¡Milagro! Mientras cruzaron la meseta del Artois no cayó ni una gota de agua; incluso llegó a vislumbrarse un sol un poco pálido, pero no por eso menos regocijante de ver.
       Al mediodía, penetraron en las calles de Boulogne, y el agua del cielo, como obedeciendo a una consigna, volvió a empezar a caer.
       A las doce y diez el Doctorcito entraba, muy apresurado, en la casa de los Lourtie; subió la escalera que conducía al primer piso y se detuvo en seco, pensando súbitamente en que…
       Había sido tan feliz con sus dos descubrimientos que, de momento, no se dio cuenta de que no explicaban nada de que lo más difícil, y también lo más grave, quedaba por hacer.
       Cuando estaba allí, vacilando, alguien se asomó a la baranda, y una voz suave y triste dijo:
       —Suba, doctor. Quisiera hablarle un instante.
       ¡Era Magdalena, que debió de haberle acechado toda la mañana!


III

      —Entre, doctor. Este despacho es más bien mío que de mi marido.
       Se trataba del despachito en el que la víspera tuvo lugar la tempestuosa disputa entre Lourtie y el doctor Kling.
       —Siéntese. Le he esperado toda la mañana. Mi marido está en el hospital, aunque hoy es fiesta y no creo que vuelva antes de media hora. Tenía interés en verle antes que…
       Sin duda, había tomado alguna droga, porque estaba más calmada que la víspera, pero con una calma casi espantosa, puesto que se adivinaba que no era sino la obra de una voluntad intensa.
       —Sé muy bien que usted no está obligado a contestarme. Pero quizá se compadecerá de una mujer. Quizá también comprenderá que estoy dispuesta a oírlo todo. Iba a decir a admitirlo todo.
       Dollent no se inmutó. Hizo esfuerzos para no dejar traslucir su pensamiento.
       —¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted con él?
       Magdalena formuló esta pregunta en el tono de quien ha medido todo su peso, toda su gravedad.
       —¿Me comprende? Le repito que estoy dispuesta a admitirlo todo. Ya no puedo más. Si no le hablé antes a él…
       —¿No se han visto esta mañana?
       —Felipe está en el hospital desde las ocho. Me ha telefoneado solamente para preguntarme si usted había vuelto. Hubiera querido, en caso afirmativo, que fuese usted a encontrarle. Ahora, ya no vale la pena. Y bien, doctor Dollent, ¿desde cuándo trabaja usted con él?
       La dificultad estaba en permanecer impasible, no responder, no sonreír, aparentar que se guardaba ferozmente un pesado secreto; el Doctorcito, para darse aplomo, encendió un cigarrillo.
       —No quiere decirme nada, ¿verdad? No quiere hacerle traición. ¿Y si yo le dijera a usted que sé más de lo que él se cree? ¡Mire!… Por no hablar sino de su visita. ¿Encuentra usted natural que un hombre enamorado, al cabo de tres semanas de su boda, invite para varios días a un amigo al que antes apenas veía una vez al año?
       —Me excuso por haberles molestado y le juro que de haber sabido…
       Magdalena taconeó impaciente.
       —No se trata de eso, y usted no lo ignora. No entra en las costumbres de Felipe, que está terriblemente ocupado, el ir a buscar a la gente a la estación, por muy amiga suya que sea. Y a usted le fue a buscar a las tres. Los dos llegaron aquí a las cinco. Confiese, doctor Dollent, que fueron al «Barril de Plata».
       —No veo lo que…
       —¿De modo que usted encuentra natural que hombres de la posición social de ustedes, cuando se encuentran al cabo de meses, no tengan nada más urgente que hacer que precipitarse en una infame pocilga? ¿No le parece, doctor, que sería mucho más sencillo y elegante que me lo confesara todo? Sé que las tentaciones son a veces irresistibles. Creía que Felipe había heredado de sus padres, si no una fortuna, por lo menos algo que le permitía cierto bienestar. Ahora comprendo cómo pudo comprar un gabinete tan importante como éste.
       »¡Es horrible! Tanto más horrible cuanto que mi padre no admitirá jamás el menor compromiso. Ya le oyó usted ayer cuando, no sé por qué razón, sintió usted la necesidad de aludir al tráfico de ustedes.
       Dollent, repitió, como liberado de un gran peso:
       —Al tráfico de ustedes… Ha dicho usted «al tráfico de ustedes», ¿verdad? ¿Y se refiere usted al tráfico de drogas?
       —Pero…
       Ella no comprendía aquella súbita exuberancia que la sorprendía.
       —No veo en qué, las palabras que he pronunciado… A menos que usted considere ese comercio como lícito y no se dé cuenta de los estragos que la heroína…
       —De los estragos que la heroína —repitió otra vez Dollent.
       —¿Está usted loco, doctor?
       Dollent no tuvo tiempo de responder. Ella aguzó el oído. Palideció. Le hizo un signo y murmuró:
       —¡Chitón! Oigo pasos en la sala. Es Felipe. Reanudaremos esta conversación cuando…
       Pero el Doctorcito se levantó y abrió la puerta de par en par.
       —Entra, chico. Tu mujer y yo estábamos discutiendo graves problemas. ¿Qué piensas tú del comercio de la heroína o de la cocaína?
       —¿Otra vez? —exclamó Felipe, irritado, sin duda por haber esperado a Dollent en el hospital toda la mañana.
       —Di, ¿qué piensas de ello?
       —¿A qué viene este empeño? ¿Es que no tienes otras ideas en la cabeza?
       —No soy yo. Es tu mujer.
       —¿Qué estás diciendo?
       —Figúrate que… Pero, espera. Vale más que no nos molesten. Señora, ¿quiere usted decir a su camarera que no almorzaremos hasta dentro de un gran rato? Además, si pudiese servirme algo de beber… No me avergüenzo añadiendo: algo muy fuerte. He trabajado mucho esta mañana. He recorrido no sé cuántos kilómetros.
       La pareja no sabía qué actitud adoptar. Ni Magdalena ni su marido comprendían nada de lo que les ocurría.
       —Elisa. Sirva el porto.
       —Dispense una vez más. El porto es dulzón. Si tuviesen coñac…
       Y, una vez servido:
       —¿Querrá usted, señora, responder a algunas de mis preguntas? A cada uno su turno, ¿verdad? Hace un momento era usted la que me ponía sobre ascuas, y le juro que me ha costado retener la carcajada.
       »Mire, es muy difícil hacer una investigación acerca de la gente honrada, porque la gente honrada es, fatalmente, la más torpe.
       »Además, tienen poderes que les impiden poner ciertas cosas en claro…
       —Quisiera… —empezó Felipe, severo.
       —¡Te calla… quiero decir: cállate! Llego, pues, a la primera pregunta. ¿Desde cuándo recibe usted cartas anónimas?
       No sólo Magdalena abrió los ojos de par en par. Su marido estaba tan sorprendido como ella.
       —Pero…
       —Veamos, señora. Responda con franqueza. Desde que sus relaciones fueron oficiales, ¿no es verdad?
       —Sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?
       —Esas cartas estaban escritas a máquina. Hasta que se casó, sin duda se limitaban a afirmarle que su marido no era el hombre que usted suponía y que llevaba una doble vida.
       Magdalena agachó la cabeza, y el Doctorcito empezó a andar arriba y abajo frente a sus dos interlocutores, que parecían dos culpables.
       —¡Esto es lo que se trataba de puntualizar! —exclamó, fingiendo cólera—. ¡Y los dos se tenían por personas inteligentes! Por delicadeza, como ustedes dicen, no tuvieron la franqueza de comunicarse las cartas que iban recibiendo, ni siquiera la de hacer alusión a ellas. ¡Cómo no! ¡No se puede sospechar de la mujer del César! Se tiran las cartas al cesto. Se encogen los hombros. Se contrae matrimonio y luego, el mejor día…
       Magdalena miraba a Felipe. Felipe la miraba a ella. Pero el Doctorcito no les dejó tiempo de que se abismaran en aquella mutua contemplación.
       —Debo confesarles enseguida que no he sido más listo que ustedes y que no estoy orgulloso, ni mucho menos, de esta investigación.
       »Por el contrario, nos encontramos ante un ser muy inteligente y dotado de una psicología tan aguda que quisiera encontrarle lo más pronto posible para descubrirme ante él.
       »Durante meses, despreciaron ustedes las cartas anónimas que no les aportaban pruebas ni a uno ni a otro. Luego se casaron. Hicieron un maravilloso viaje, del que regresaron henchidos de felicidad y confianza.
       »¿Qué era necesario entonces para separarles o, por lo menos, para verter al principio, las dudas en sus almas?
       »¡Una prueba!
       »Era necesario dar a Magdalena, y perdone que la llame así, para simplificar, la prueba de que Felipe es indigno de ella.
       »Era necesario dar a Felipe la prueba tangible de que Magdalena no es la mujer honrada que él cree.

       El Doctorcito se calló. La camarera acababa de entreabrir la puerta.
       —¿Puedo servir? La cocinera dice que la pierna de cordero…
       —¡Al diablo la pierna de cordero! —exclamó, tajante, el Doctorcito como si estuviese hablando con Ana—. ¡Cierre la puerta! ¡Y no venga hasta que se la llame!
       Llenó su vaso. Toda su persona estaba en tensión. En un minuto dio diez vueltas alrededor de la pequeña estancia, echando distraídamente sus colillas sobre la alfombra.
       —¡Comprometer a la gente honrada! Comprometerles de tal modo que nadie de buena fe pudiera dudar. No diré que sea una obra maestra, pero sí les aseguro que la persona que encontró eso… Probar, por ejemplo, a Felipe que su mujer frecuenta el lugar más sospechoso de Boulogne. Para lograrlo hay que atraerla allí. Pero si él llega a verla, si están allí juntos, cabe la posibilidad de una explicación que tire por tierra la obra del criminal.
       »En cambio, si le escribe a Magdalena:

    «Su marido, que usted toma por un médico serio, por un hombre de valor, es en realidad un aventurero que vive del tráfico de estupefacientes. Para hacerlo frecuenta una taberna sospechosa, el “Barril de Plata”, donde encuentra a sus cómplices.
     »Usted le encontrará allí tal día a tal hora. Si no está allí, será porque la cita se habrá fijado para el día siguiente».

      El Doctorcito, como un actor, mimaba las escenas.
       —Magdalena acude al lugar; no ve a su marido. Se promete volver, pero al día siguiente recibe una fotografía indiscutible que prueba que Felipe estuvo un poco más tarde en el «Barril de Plata». ¿Empiezan ustedes a comprender el mecanismo? El juego es doble. Mientras Magdalena espera a su marido en el bodegón, la fotografían también a ella. Y Felipe, que fue allí para sorprenderla, facilitó la realización de su propio retrato.
       »Fotografía del marido y fotografía de la mujer.
       »Cada uno de ellos recibe la del otro. Ambos están ya convencidos.
       »Pero no basta con frecuentar el “Barril de Plata”. Hay que encontrar otra cosa. Se los lleva a Ruán, uno tras otro, para evitar los encuentros. Y se les fotografía. Y esas fotografías… ¿Qué dicen ustedes? ¿Nada? ¡Pues yo digo que es diabólico! Y no es tan diabólico por la invención en sí misma como por la psicología que la maniobra revela.
       »Porque en un ambiente distinto al de ustedes, y con gente diferente que ustedes, el golpe no hubiera tenido éxito.
       »Pero ustedes viven un amor grande, puro. Magdalena es una de esas mujeres que ningún hombre osaría injuriar con una sospecha. Felipe, por su parte, es un joven tan íntegro…
       »Tanto el uno como el otro sufrirán, pues, en silencio. No se atreverán a mirarse cara a cara… Buscarán las explicaciones más pasmosas.
       »Y entretanto, poco a poco, en su matrimonio se infiltrará la desconfianza. Los nervios se irritarán. Es una verdadera batalla de nervios la que se libra.
       »Guardar las apariencias, seguir sonriendo, ir y venir y, no obstante, decirse que todo lo que se considera como la felicidad, como la razón de existir, es falso, archifalso, trucado como una mala decoración.
       Magdalena fue la que se levantó primero, blanca, con los labios lívidos.
       —¡Felipe! —exclamó, temblorosa.
       Y él, en el momento de acercarse a ella, o quizá de tomarla en sus brazos, vaciló, se cubrió la cara con las manos y rompió en sollozos.
       —¡Felipe! Te pido perdón…
       ¿Debía quedarse el Doctorcito? ¿No sería mejor que se fuera?
       Para darse aplomo cogió la botella de coñac y el vaso, abrió la puerta y entró en el comedor.
       La camarera estaba allí, resignada.
       —¿Tardarán mucho todavía? —preguntó.
       —No lo sé. Depende.
       Llenó su vaso. En aquel mismo momento sonó el timbre.
       Unos instantes más tarde, el doctor Gromaire entraba en la pieza. Miró a Dollent con una dureza que no trató de disimular.
       —¿Mi hija y mi yerno están aquí?
       Iba a dirigirse al pequeño despacho, pero el Doctorcito le cortó el paso.
       —Un momento. Están muy ocupados.
       —¿Piensa usted quedarse mucho tiempo en Boulogne?
       —Verá usted; como que el clima no me conviene, creo que me marcharé esta tarde. Y, a propósito, nuestro amigo Kling…
       —Kling está en cama —gruñó el padre de Magdalena.
       —¿Grave?
       —Se ha metido una bala en la cabeza.
       —¿Eh?
       —Pero ha fallado.


IV

      Ocurrió en la mesa, una vez más. Se había añadido un cubierto para el señor Gromaire. Felipe y Magdalena, con los ojos brillantes, tenían verdaderamente el aspecto de dos recién casados.
       —¿Saben ustedes que Kling ha querido meterse una bala en la cabeza? —inquirió el Doctorcito con su aire más inocente, como si quisiera volver a meter los pies en el plato.
       —¿De veras? —Se sobresaltó Felipe, mirando a su suegro.
       —De veras. Pero sólo se ha hecho una herida sin gravedad. Kling es un gran nervioso, como todos los que trabajan demasiado. La sesión de anoche le alteró los nervios. Cuando volvía a su casa…
       Magdalena, sonrojada, miraba fijamente su plato.
       —Quizás fue culpa mía —dijo entonces Felipe—. Ayer, a consecuencia de las palabras de Dollent, me dirigió algunas frases que me desagradaron. Confieso que, de golpe, creí que se había vuelto loco.
       »Me preguntó si no me avergonzaba de deshonrar al cuerpo médico y de abusar de una mujer como Magdalena.
       »Le hice entrar en mi gabinete para discutir cara a cara. Le pregunté a qué hacia alusión.
       »Ahora bien, cosa rara que me dejó atónito: estableció una relación entre lo que Dollent había dicho acerca del tráfico de cocaína y nuestra visita de aquella tarde al “Barril de Plata”.
       »—No es la primera vez —me dijo— que oigo hablar de eso.
       »—¿A quién?
       »—No contestaré a esta pregunta. Esta noche he creído que era verdad. Me ha indignado que un hombre tan escrupuloso se haya apoderado de una mujer como Magdalena.
       En la mesa se hizo un embarazoso silencio. Pese a todo, flotaba en el ambiente una angustiosa tensión, pero a Felipe le había llegado el turno de querer ir hasta el fin.
       —Le probé que no había traficado nunca. Entonces me pidió perdón. Me confesó, cosa que ya sospechaba, que estaba enamorado de Magdalena y que, de no haberme declarado yo, él hubiera…
       Súbitamente, se oyó la aguda voz del Doctorcito.
       —¿Cree usted a Kling capaz de escribir cartas anónimas?
       Y Felipe respondió francamente:
       —¡No! Es verdad que estaba enamorado, pero me parece demasiado sincero, demasiado puro, para que recurriera a tales procedimientos. La prueba está en el hecho de que, después de la confesión de su amor, el pobre chico, todavía bajo el golpe de la emoción, haya intentado suicidarse.
       —¿Puedo hacerte una pregunta indiscreta, Felipe?
       ¡Otra vez el Doctorcito! ¡Era de creer que buscaba adrede los temas más espinosos!
       —Tu secretaria, Odilia… ¿No hubo nada entre vosotros? No me refiero solamente a ti, sino también a ella.
       —A los quince años —respondió Felipe, sonriendo.
       —¿Qué?
       —Hubo un momento en que nos enamoramos… Durante un mes, si mis recuerdos son exactos. Después ella se chifló por un violinista que la espera todas las tardes frente a la casa.
       —¿Todavía llueve?
       El Doctorcito habló como si acabara de hacer un descubrimiento.
       —Es la estación —respondió irónicamente Magdalena, que empezaba a encontrar gusto a la vida. Si se le tiene miedo al agua, no hay que venir a la Mancha en invierno.
       Y luego, levantándose:
       —¿Y si tomáramos el café en el salón?
       Los cuatro estaban de pie. Dollent parecía buscar algo y sin embargo no buscaba nada. Aceptó una taza de café. Se acercó al señor Gromaire. Le dirigió unas palabras y ambos pasaron al pequeño despacho, que, decididamente, era el despacho de los misterios.
       —¿Adivinas tú, Felipe, quien puede querernos tanto mal que haya sido capaz de escribir aquellas cartas?
       Felipe reflexionó y movió la cabeza.
       —No veo quién puede haber sido. No obstante, debe de ser alguien que nos conoce y que nos conoce bien.
       —Y que ha querido separarnos.
       —Kling aparte…
       —No ha sido Kling.
       —¡U Odilia!
       —¿Estás bromeando? Ya te he dicho que Odilia y yo…
       —Entonces, verdaderamente, me pregunto…
       Los dos hombres salieron al despacho esforzándose en parecer alegres.
       —Vuestro Doctorcito me ha explicado una historia. Pero ahora no hace al caso. Tengo una cita para las tres. A propósito. Olvidaba deciros que la semana próxima parto en un crucero por el Mediterráneo… Sí. A cada cual le llega su turno de pasearse.
       No estaba alegre ni mucho menos. Y, en el momento en que se despedía, su mirada buscó con inquietud al Doctorcito. Éste le hizo un ademán afirmativo con la cabeza, que parecía significar:
       —¡Lo prometo!
       ¿Para qué explicar a Felipe y a Magdalena lo que Gromaire acababa de confesarle?
       No había vivido más que para su hija. La idea de que la pareja sería feliz sin él, y de que él mismo no sería sino un viejo animal inútil…
       Era la frase que había usado: viejo animal inútil.
       Quizá el hecho de que toda su actividad estuviera consagrada al estudio y a la curación de los neuróticos, y de que toda su vida se hubiese deslizado en contacto con semilocos, atenuaba su responsabilidad.
       Aquello ya no competía al Doctorcito.
       —¡Sigue lloviendo! —suspiró.
       —¿Pero es que no llueve en La Rochelle?
       —No como aquí.
       Y súbitamente, para evitar las preguntas que presentía, exclamó:
       —¡Al fin y al cabo ya estoy harto de este villorrio! ¿Qué he venido a hacer aquí, en suma? ¡Nada absolutamente! A ocuparme de dos idiotas —perdóneme, señora— incapaces de desembrollar sus propios asuntos… Porque un loco o un maniático se metió en la cabeza el escribirles cartas anónimas y enviarles fotografías.
       »¡No volverán a enredarme, hijos míos! Por otra parte, veo que la camarera se ha llevado la botella de coñac.
       »¿Qué ocurre aquí? ¿No se puede beber una copa en esta casa?
       »¡Peor para ustedes! ¡No! No insistan. Prefiero ir a ver a Jim al “Barril de Plata”.
       Y los dos recién casados quedaron agradecidos por aquella comedia que les evitaba el hablar seriamente de una cosa de la cual en aquel momento se avergonzaban.
       Sin contar con que adivinaron que el Doctorcito tenía un secreto, y que ese secreto valía más no tocarlo e ignorarlo siempre.
       ¿No son, a menudo, los hombres más íntegros, los más rectos, los que se dejan arrastrar a…?
       El doctor Gromaire se fue por los muelles, con las manos en la espalda, los hombros caídos y empapados de agua.
       ¡Había perdido definitivamente a su hija!




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