George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


Stan, el asesino (1938)
(“Stan le tueur”)
Originalmente publicado en Police-Roman
(n° 35, 23 de diciembre de 1938);
Les nouvelles enquêtes de Maigret
(París: Éditions Gallimard, 1944, 528 págs.)



I

      Maigret, con las manos en la espalda, la pipa entre los dientes, andaba lentamente, empujando a duras penas su pesada masa entre el tumulto de la calle Saint-Antoine que vivía su vida de todas las mañanas, con el sol que brillaba en un cielo claro sobre las carretillas cargadas de frutos y de legumbres y sobre los cestos que ocupaban casi toda la anchura de la calle.
       Era la hora de las amas de casa, de las alcachofas que se sopesan y de las cerezas que se prueban, de los escalopes y de los solomillos que se suceden en las balanzas.
       —¡Por aquí, los bonitos espárragos a cinco francos la lata grande!…
       —¡Pescadilla fresca!… ¡Aprovéchate de la llegada!…
       Los dependientes con delantal blanco, los carniceros con mandil finamente cuadriculado, olores de queso delante de una mantequería y más lejos aromas de café tostado; todo el pequeño y agitado comercio de la alimentación y el desfile de las amas de casa desconfiadas, el timbre de las cajas registradoras y el pesado paso de los autobuses…
       Nadie se daba cuenta de que era el comisario Maigret el que deambulaba por allí, ni de que se tratase de uno de los casos más angustiosos que fuese posible imaginar.
       Casi frente a la calle Birague había un pequeño café, el «Tonnelet Bourguignon», cuya terracita sólo se componía de tres mesas. Fue allí en donde se sentó Maigret, con todas las apariencias de un paseante fatigado. Ni levantó los ojos hacia el camarero alto y delgado que se aproximaba y que esperaba su petición.
       —Un vasito de blanco… —farfulló el comisario.
       ¿Y quién hubiera adivinado que el camarero del «Tonnelet Bourguignon», a veces torpe en sus gestos, no era otro que el inspector Janvier?
       Volvía con el vaso de vino en equilibrio inestable sobre una bandeja. Con una servilleta dudosa, limpiaba la mesa y un papelito caía al suelo, recogiéndolo Maigret un poco después.
       «La mujer ha salido para la compra. No he visto al Tuerto. El Barbudo ha salido temprano. Los otros tres deben estar en el hotel.» A las diez de la mañana, la barahúnda no hacía más que crecer. Al lado del «Tonnelet» una tienda de ultramarinos hacía una venta-reclamo y los «pregoneros» detenían a los transeúntes para darles a probar biscuits a dos francos la caja grande.
       Justo en la esquina de la calle Birague, se veía el letrero de un hotel apolillado, uno de esos hoteles en los que se da habitación «por mes, por semana o por día», no sin «pago por adelantado», y este hotel, sin duda por ironía, había escogido el nombre de «Beauséjour»
[Buena estancia].
       Maigret saboreaba su vasito de vino blanco seco y su mirada no parecía buscar nada de especial entre aquel gentío variopinto que hervía bajo el sol de primavera. Sin embargo, esta mirada no tardó en detenerse sobre una ventana, en el primer piso de una casa de la calle Birague, casi enfrente del hotel. En aquella ventana, estaba sentado un viejecito cerca de la jaula de un canario y no parecía tener otra cosa que hacer que calentarse al sol, en tanto que Dios siguiese prestándole vida.
       Era Lucas, el brigadier Lucas, que había envejecido perfectamente una veintena de años y que, a pesar de que hubiese visto a Maigret en la terraza, se guardaba muy bien de dirigirle la menor señal de inteligencia.
       Todo aquello constituía lo que en el lenguaje policíaco se llama vulgarmente un plantón. Duraba ya seis días y por lo menos dos veces al día el comisario iba a por noticias, mientras que por la noche sus hombres eran relevados por un agente uniformado que no lo era, puesto que se trataba de un inspector de la Policía Judicial y por una muchacha que recorría la acera por aquellos parajes, evitando ser acosada por los clientes.
       Maigret tendría en seguida las noticias de Lucas, cuando llamasen al teléfono del «Tonnelet Bourguignon». Y sin duda no serían más sensacionales que las de Janvier.
       La gente pasaba tan cerca de la minúscula terraza que el comisario se veía obligado sin cesar a meter los pies debajo de su silla.
       Ahora bien, de repente, sin que se hubiese percatado, un hombre se sentó a su lado, en su propia mesa, un hombre delicado y pelirrojo, de ojos tristes, cuyo lúgubre rostro tenía algo de cómico.
       —¿Usted otra vez? —gruñó el comisario.
       —Le pido perdón, señor Maigret, pero estoy seguro de que acabará por comprenderme y por aceptar lo que le propongo…
       Y a Janvier que se aproximaba con todo el aspecto de un perfecto camarero:
       —Lo mismo que mi amigo…
       Tenía un acento polaco muy pronunciado. Debía tener la garganta débil porque masticaba sin cesar un cigarro artificial que acentuaba todavía más lo que su aspecto tenía de burlesco.
       —¡Empieza a hacerme zumbar los oídos! —dijo Maigret sin amenidad—. ¿Quiere decirme cómo sabía que yo vendría aquí esta mañana?
       —No lo sabía.
       —Entonces, ¿por qué ha venido? ¿Quiere hacerme creer que me ha visto por casualidad?
       —¡No!
       Los reflejos del hombre eran lentos como los de esos gimnastas del music-hall que se denominan acróbatas flemáticos. Miraba delante de él, con sus amarillentos ojos, o más bien tenía aspecto de mirar al vacío. Hablaba con una voz monocorde y triste, como si recitase sempiternas condolencias.
       —Usted es malo conmigo, señor Maigret…
       —Eso no responde a mi pregunta. ¿Cómo es que está usted aquí esta mañana?
       —¡Le he seguido!
       —¿Desde la Policía Judicial?
       —Desde antes… Desde su casa…
       —¿Así, confiesa que me espía?
       —No le espío, señor Maigret. ¡Le respeto y le admiro demasiado! Ya le he afirmado que un día seré su colaborador…
       Y suspiró nostálgicamente contemplando su cigarro acabado por una ceniza artificial de madera pintada.

* * *

      Los periódicos no habían hablado de ello, salvo uno, y este periódico, por otra parte, que había conseguido la información Dios sabe cómo, complicaba singularmente la tarea del comisario.
       «La policía es de la opinión de que los bandidos polacos, incluido Stan el Asesino, están en este momento en París.»
       Era cierto, pero hubiera sido mejor callarlo. En cuatro años, una banda de polacos, de los que no se sabía casi nada, había atacado a cinco granjas, siempre en el Norte y siempre según métodos idénticos.
       En primer lugar, siempre se trataba de granjas aisladas, regentadas por ancianos. Además, el atentado siempre tenía lugar invariablemente una noche de feria, y en casa de gentes que, habiendo vendido buen número de animales, tenían una gruesa cantidad de dinero en metálico.
       Nada de científico en el método. El atentado brutal, tal como tenía lugar en tiempos de los grandes salteadores de caminos. Un desprecio absoluto por la vida humana.
       ¡Los polacos mataban! Mataban a todos los que encontraban en la granja, incluso si había niños, sabiendo que era el único medio de evitar ser reconocidos un día.
       ¿Eran dos, cinco u ocho?
       En cada caso, la gente había visto una camioneta. Un muchacho de unos doce años pretendía haber visto a un hombre tuerto.
       Algunos afirmaban que los bandidos, para sus asaltos, iban provistos de máscaras negras.
       Siempre, en todos los casos, los granjeros habían sido asesinados a cuchilladas o, más exactamente, degollados en la exacta acepción del término.

* * *

      El caso no concernía a París. Las diversas brigadas móviles de Francia se habían ocupado.
       Durante dos años, el misterio seguía siéndolo, lo que no era como para tranquilizar los campos.
       Luego, había llegado una información de los alrededores de Lille, en donde las aldeas son verdaderos enclaves polacos en territorio francés. Aquella información era vaga. Incluso era imposible encontrar la fuente verdadera.
       —Los polacos pretenden que es la banda de Stan el Asesino…
       Pero, cuando se interrogaba a uno de los hombres de los caseríos, que en su mayoría no hablan el francés, no sabían nada o balbuceaban:
       —Me han dicho…
       —¿Quiénes, «han»?
       —No lo sé… Lo he olvidado…
       En el momento de un crimen en la región de Reims, sin embargo, una criada de una granja, de la cual los bandidos debían ignorar su existencia y que dormía en un desván, había sido olvidada. Ella había oído hablar a los asesinos en una lengua que le parecía ser polaco. Había visto rostros cubiertos de telas negras, pero había notado que uno de los hombres era tuerto y que otro, un coloso de más de un metro ochenta de alto, era extraordinariamente velludo. Así, se había llegado a decir en los medios policíacos:
       —Stan el Asesino… El Barbudo… El Tuerto…
       Durante meses no habían logrado más, hasta el día en que un inspectorcillo de la brigada ciudadana había hecho un descubrimiento. Estaba encargado del barrio Saint-Antoine, en donde pululan los polacos. Se había fijado, en un hotel de la calle Birague, en un grupo equívoco en el que se encontraban a la vez un tuerto y un coloso con el rostro literalmente cubierto de pelo.
       En apariencia, se trataba de gente pobre. El coloso velludo ocupaba una habitación para una semana, con su mujer, pero casi cada noche daba asilo a varios compatriotas, ya fuesen dos o cinco; a menudo también otros polacos alquilaban la habitación contigua.
       —¿Quiere ocuparse de esto, Maigret? —había propuesto el director de la Policía Judicial.
       Ahora bien, al día siguiente, a pesar de que el caso se había mantenido en secreto, un periódico publicaba la información.
       A los dos días, en su correo, Maigret encontraba una carta escrita torpemente, con una escritura casi infantil, con numerosas faltas de ortografía, en un papel malo como el que se vende en las tiendas de comestibles:
       «Stan no se dejará atrapar. Vaya con cuidado. Antes de que le haya reducido a la impotencia, habrá tenido tiempo de abatir a mucha gente».

* * *

      Cierto, todavía no se sabía quién era Stan el Asesino, pero existían buenas razones para creer que el informe de la calle Birague estaba en lo cierto, puesto que el asesino se tomaba la molestia de enviar una carta amenazadora.
       Y aquella carta no era una broma, Maigret estaba convencido. «Olía» a verdad, como él decía. Tenía como un sabor vicioso.
       —¡Sea prudente, viejo! —le había recomendado el jefe—. Nada de detenciones bruscas. El hombre que ha degollado a dieciséis personas en cuatro años no vacilará en descargar el tambor de su revólver a su alrededor cuando se vea a punto de ser detenido…
       He aquí por qué Janvier se había convertido en camarero del café frente al hotel Beauséjour, mientras que Lucas se había transformado en un anciano imposibilitado que pasaba los días calentándose al sol en su ventana.
       El barrio seguía su ruidosa vida, sin percatarse de que de un minuto a otro un hombre acorralado podía hacer fuego en todos los sentidos a su alrededor…
       —Señor Maigret, he venido para decirle…
       Y Michel Ozep había surgido.

* * *

      Su primer encuentro con Maigret databa de cuatro días. Se había presentado a la P.J. y había insistido para ser recibido por el comisario en persona. Éste le había hecho esperar más de dos horas, lo que no había hecho cambiar de parecer al hombre.
       Una vez en el despacho, había entrechocado los talones, se había inclinado al tender la mano:
       —Michel Ozep, antiguo oficial polaco, profesor de gimnasia en París…
       —Siéntese, le escucho.
       El polaco hablaba con un acento muy marcado y de una manera tan locuaz que no siempre se le podía seguir. Explicaba que pertenecía a una muy buena familia, que había abandonado Polonia como consecuencia de disgustos íntimos —¡daba a entender que estaba enamorado de la mujer de su coronel!— y que estaba más desesperado que nunca porque no podía acostumbrarse a la vida mediocre.
       —Usted comprende, señor Maigret…
       Pronunciaba «Maigrette».
       —… Yo soy un gentilhombre… Aquí, doy lecciones a gentes sin cultura, sin educación… Soy pobre… He decidido suicidarme…
       Maigret estaba a punto de decir:
       «¡Un loco!».
       Porque el Quai des Orfèvres tiene generalmente visitas de esta clase y buen número de desquiciados experimentan la necesidad de ir allí a hacer confidencias.
       —Lo intenté hace tres semanas… Me arrojé al Sena desde el puente de Austerlitz, pero los agentes de la brigada fluvial me vieron y me sacaron del agua…
       Con un pretexto, Maigret pasó al lado, telefoneó a la brigada fluvial, constató que era verdad.
       —Seis días más tarde, quise matarme con el gas del alumbrado, pero llegó el cartero con una carta y abrió la puerta…
       Telefonazo a la comisaría del barrio. ¡Seguía siendo verdad!
       —Verdaderamente quiero matarme, ¿comprende? Mi existencia carece de valor. Un gentilhombre no puede aceptar vivir así en la miseria o en la mediocridad. Entonces, he pensado que tal vez usted necesitase de un hombre como yo…
       —¿Para hacer qué?
       —Para ayudarle a detener a Stan el Asesino.
       Maigret había fruncido el ceño.
       —¿Le conoce?
       —No… Solamente he oído hablar de él… Como polaco, estoy indignado de que un hombre de mi país viole así las leyes de la hospitalidad… Deseo que Stan y su banda sean detenidos… Sé que ha resuelto defenderse salvajemente… Por lo tanto, entre los que quieran cogerle, seguramente habrá muertos… ¿No vale más que sea yo, puesto que quiero morir?… Dígame dónde está Stan… Iré y le desarmaré… En caso de necesidad, le haré una herida para que no sea peligroso…
       Maigret había tenido que emplear la fórmula tradicional:
       —Déjeme su dirección… Le escribiré…
       Michel Ozep vivía en un piso amueblado de la calle Tournelles, no lejos precisamente de la calle Birague. Un inspector se había ocupado de él. El informe estaba más bien a su favor. En efecto, había sido alférez en el ejército polaco al ser constituido éste. Luego se perdía su pista. Se le volvía a encontrar en París, en donde intentaba dar lecciones de gimnasia a los hijos e hijas de pequeños comerciantes. Sus tentativas de suicidio no eran inventadas.
       Lo que no era óbice para que Maigret, de acuerdo con el jefe de la P.J., le hubiese enviado una carta oficial que terminaba:
       «… no puedo, lamentándolo mucho, aprovechar su generosa proposición, por la cual le doy las gracias…».
       Dos veces, desde entonces, se había presentado Ozep en el Quai des Orfèvres y había insistido en ver al comisario. La segunda vez, incluso se había negado a marcharse, pretendiendo que esperaría allí el tiempo que fuese necesario y ocupando casi a la fuerza, durante horas, uno de los sillones de terciopelo verde de la sala de espera.
       Ahora, Ozep estaba allí, en la mesa de Maigret, en la terraza del «Tonnelet Bourguignon».
       —Quiero probarle, señor Maigrette, que sirvo para algo y que puede aceptar mis servicios. Ya hace tres días que le sigo y soy capaz de decirle todo lo que ha hecho durante este tiempo. También sé que el camarero que acaba de servirme es uno de sus inspectores y que hay otro en una ventana frente a nosotros, cerca de una jaula de canario…
       Maigret apretó fuertemente el mango de su pipa entre los dientes, evitando mirar a su interlocutor que seguía hablando con voz monocorde:
       —Comprendo que, cuando un desconocido va a declararle: «Soy un antiguo oficial del ejército polaco y quiero suicidarme…», comprendo que usted piense: «Eso no es cierto…». Pero ha verificado todo lo que le he dicho… Ha visto que no me rebajo a mentir…
       Era un torbellino de palabras, un torbellino rapidísimo, cargante, cansadísimo de escuchar, tanto más cuanto que el acento deformaba las sílabas, hasta tal punto que era preciso prestar una gran atención para comprenderlo todo.
       —Usted no es polaco, señor Maigrette… No comprende la mentalidad… No habla la lengua… Yo quiero ayudarle seriamente, porque el buen nombre de mi país no puede ser desprestigiado por…
       El comisario empezaba a encolerizarse. Y el otro, que sin embargo debía darse cuenta, seguía impertérrito:
       —Si intenta detener a Stan, ¿qué hará? Tal vez tenga dos o tres revólveres en sus bolsillos… Dispara sobre todo el mundo… ¿Quién sabe si no morirán niños, si no caerán heridas las mujeres?… Entonces dirán que la policía…
       —¿No puede callarse?
       —Yo quiero morir… Nadie llorará al pobre Ozep… Usted me dice: «¡Ahí está Stan!»… Y yo le sigo como le he seguido a usted… Espero el momento en que no haya nadie… Le digo: «¡Tú eres Stan el Asesino!…».
       »Entonces, dispara sobre mí y yo le disparo a las piernas… Desde el momento en que dispara sobre mí, usted tiene la prueba de que se trata de Stan y que no hace una tontería… Y como él está herido…».
       ¡Nada le detenía! Hubiera continuado su charla a despecho del universo entero.
       —¿Y si le hago encerrar? —le interrumpió rudamente Maigret.
       —¿Por qué?
       —¡Para tener paz!
       —¿Qué diría? ¿Qué ha hecho el pobre Ozep contra las leyes francesas a las que, por el contrario, quiere defender y por las cuales da su vida?
       —¡Bocazas!
       —¿Cómo dice? ¿Acepta?
       —¡Nada de eso!
       En aquel momento, pasó una mujer, una mujer de cabellos rubios, de tez muy clara, a la que todo el mundo en el barrio era capaz de reconocer como extranjera. Llevaba una bolsa de provisiones y se dirigía hacia una carnicería.
       Maigret, que la seguía con los ojos, notó que su compañero de repente tenía necesidad de sonarse ruidosamente, cubriéndose casi todo el rostro con el pañuelo.
       —Es la amante de Stan, ¿verdad? —decía cuando la mujer había desaparecido.
       —¿Me va a dejar en paz, por fin?
       —Está convencido de que es la amante de Stan, pero no sabe quién es Stan… Cree que es el barbudo… Ahora bien, el barbudo se llama Boris… Y el tuerto se llama Sacha… No es polaco, sino ruso… Si lleva a cabo usted mismo la investigación, no sabrá nada, porque en el hotel sólo hay polacos que se negarán a responderle o que le mentirán… Mientras que yo…
       Ninguna ama de casa, en la agitación de la calle Saint-Antoine, sospechaba los temas debatidos en aquella minúscula terraza del «Tonnelet Bourguignon». La mujer de los cabellos rubios, de tez clara, compraba chuletas en el tenderete de un carnicero próximo y había en su mirada un poco de esa lasitud que se leía en la de Michel Ozep.
       —¿Tal vez esté molesto porque teme que, si muero, le pidan explicaciones?… En primer lugar, no tengo familia… A continuación, he escrito una carta en la cual digo que soy yo el que, solo y por mi gusto, ha buscado la muerte…
       En el umbral, el pobre Janvier no sabía cómo hacer para explicar a Maigret que había un mensaje telefónico para él. Maigret se había dado cuenta, pero continuaba observando a su polaco, sacando pequeñas bocanadas de su pipa.
       —Escuche, Ozep…
       —Sí, señor Maigrette…
       —Si le veo otra vez por los alrededores de la calle Saint-Antoine, ¡le hago encerrar!
       —Pero, yo vivo…
       —¡Tendrá que vivir en otra parte!
       —¿Rechaza el ofrecimiento que…?
       —¡Lárguese!
       —Pero…
       —¡Lárguese o le arresto!
       El hombre se levantó, saludó entrechocando los talones y, doblándose por la mitad, se alejó con un paso digno. Maigret, que ya había visto a uno de sus inspectores, le había hecho seña de seguir al extraño profesor de gimnasia.
       Por fin Janvier podía acercarse.
       —Lucas acaba de telefonear… Ha visto armas en la habitación y cinco polacos han dormido esta noche en el dormitorio contiguo, algunos en el suelo, dejando la puerta de comunicación abierta… ¿Quién es ese tipo?
       —Nadie… ¿Le debo?…
       Y Janvier, volviendo a tomar su papel, señalaba el vaso de Ozep:
       —¿Paga la consumición del señor?… Un franco y veinte y un franco y veinte, dos cuarenta…
       Maigret se hizo conducir en taxi a la P.J.
       En la puerta de su despacho, encontró al inspector al que había encargado seguir a Ozep.
       —¿Has perdido su pista? —gritó—. ¿No te da vergüenza? Te encargo una tarea infantil y…
       —No lo he perdido —murmuró humildemente el inspector, que era nuevo.
       —¿Dónde está?
       —Aquí.
       —¿Le has traído tú?
       —Ha venido él.
       Porque Ozep, en efecto, se había dirigido sin rodeos a la P.J. y se había instalado tranquilamente en la sala de espera, con un bocadillo, después de haber anunciado que tenía una cita con el comisario «Maigrette».



II

      Trabajo menos prestigioso sin duda, pero no menos útil: Maigret, con su gruesa escritura, tenía aspecto de querer aplastar la pluma sobre el papel, resumía en un informe las diversas informaciones obtenidas en quince días de «plantones» alrededor de la banda de polacos.
       Al ponerlas en orden, podía constatar hasta qué punto eran vagas aquellas informaciones, puesto que no podía ni fijar el número exacto de individuos que formaban parte de la banda.
       Según las informaciones anteriores, es decir, según las gentes que, en el momento de los atentados, habían visto o creían haber visto a los bandidos, éstos eran tanto cuatro como cinco, pero era probable que otros cómplices recorrían antes las granjas y frecuentaban los mercados.
       Aquello daba poco más o menos la cifra de seis o siete personas y parecía que aquél era el número de individuos que rondaban alrededor del núcleo de la calle Birague.
       Inquilinos fijos sólo había tres, que por otra parte habían rellenado regularmente sus fichas y enseñado pasaportes en regla:
       1. Boris Saft, al que los investigadores llamaban el Barbudo y que parecía vivir maritalmente con la mujer rubia y pálida;
       2. Olga Tzérewski, veintiocho años, originaria de Vilna;
       3. Sacha Vorontzow, apodado el Tuerto.
       Éste era el trío que servía de base a la investigación, como servía, según parecía, de base a la banda.
       Boris el Barbudo y Olga ocupaban una habitación.
       Sacha el Tuerto ocupaba la habitación vecina y la puerta de comunicación entre las dos siempre estaba abierta.
       Cada mañana la mujer hacía la compra y preparaba la comida en un hornillo de alcohol.
       El Barbudo salía poco, pasaba la mayor parte del día tumbado en la cama de hierro, leyendo periódicos polacos que iba a comprar a un quiosco de la plaza de la Bastille.
       El Tuerto había efectuado algunas salidas y cada vez había sido seguido por un inspector. ¿Se daba cuenta de ello el hombre? Siempre se había contentado con pasear por París y detenerse en varios cafés para beber, sin dirigir la palabra a nadie.
       El resto era lo que Lucas llamaba la «clientela volante». Gentes entraban y salían, siempre los mismos, cuatro o cinco, a los que Olga daba de comer y que, a veces, se acostaban en una de las dos habitaciones, en el suelo, para marchar a la mañana.
       El hecho no tenía nada de extraordinario, porque ocurría así en todos los hoteles ocupados por pobres, por exilados que se reunían entre varios para pagar una habitación o que albergaban a compatriotas encontrados en la calle.
       Sobre la «clientela volante», Maigret poseía algunos datos:
       1. El Químico, al que se llamaba así porque se había presentado dos veces en la Bolsa de Trabajo para pedir un sitio en una fábrica de productos químicos. Su ropa era muy usada, pero de bastante buen corte. Durante horas recorría las calles de París con el aspecto de alguien que quiere ganar un poco de dinero y, durante todo un día, había estado de hombre-sandwich;
       2. Espinaca, llamado así porque llevaba un inverosímil sombrero verde espinaca que resaltaba tanto más cuanto que la camisa era de color rosa pasado. Espinaca salía sobre todo de noche y se le veía abrir las portezuelas de los coches frente a alguna boîte de Montmartre;
       3. El Gordinflón, un gordito, asmático, mejor vestido que los demás, aunque sus dos zapatos no fuesen del mismo par.
       Iban otros a la calle Birague, menos regularmente, y era difícil precisar si pertenecían a la banda.
       Maigret anotó debajo de esta lista:
       «Esta gente da la impresión de extranjeros sin dinero, a la búsqueda de cualquier trabajo. Sin embargo, siempre hay vodka en las habitaciones y ciertas noches se han hecho verdaderos banquetes.
       »Es imposible saber si la banda, sintiéndose vigilada, no toma esta actitud para despistar a la policía.
       »Por otra parte, si es cierto que uno de esos individuos es Stan el Asesino, parece que sea más bien el barbudo o el Tuerto. Pero esto es sólo una suposición».
       Y, sin el menor entusiasmo, fue a llevar su informe al jefe.
       —¿Nada nuevo?
       —Nada concreto. Juraría que los granujas han reparado en cada uno de nuestros hombres y que se divierten multiplicando las idas y venidas más inocentes. Se dicen que no podemos movilizar eternamente una parte de la P.J. para vigilarles. Tienen tiempo…
       —¿Tiene un plan?
       —Ya sabe, jefe, que las ideas y yo estamos peleados desde hace tiempo. Voy, vengo, huelo. Los hay que creen que espero una inspiración, pero se meten el dedo en el ojo. Lo que espero es el hecho significativo que nunca deja de producirse. La cuestión es estar allí cuando tenga lugar y aprovecharse…
       —¿Espera, por lo tanto, un hecho pequeño? —murmuró el jefe sonriendo porque conocía a su hombre.
       —Mi convicción es ésta: nos encontramos en presencia de la banda de los polacos. A causa de ese idiota de periodista, que está siempre rondando por los pasillos y que ha debido sorprender una conversación, nuestros muchachos están sobreaviso…
       »Ahora lo que me pregunto es por qué ha escrito Stan. ¿Tal vez porque sabe que la policía duda siempre antes de proceder a un arresto por la fuerza? Tal vez, y es lo más probable, por fanfarronada. Los asesinos tienen su orgullo, iba a decir su orgullo profesional…
       »¿Quién es Stan?
       »¿Por qué ese diminutivo que es más americano que polaco?
       »Usted sabe que me tomo mi tiempo para formarme una opinión… Pues bien, empieza a llegar… Desde hace dos o tres días, me parece que percibo la psicología de mis muchachos, bien diferente a la de los asesinos franceses…
       »Necesitan dinero, no para retirarse al campo o para darse la gran vida en las boîtes, ni para largarse al extranjero, sino simplemente para vivir a su gusto, es decir, sin hacer nada, comer, beber y dormir, pasar los días tumbados en una cama, una cama mugrienta, fumando cigarrillos y descorchando botellas de vodka…
       »También experimentan el deseo de estar juntos, de soñar juntos, de charlar juntos y, algunas noches, cantar juntos…
       »En mi opinión, una vez cometido su primer crimen, han vivido a sus anchas hasta que se les acabó el dinero, luego prepararon un nuevo golpe. Cuando los fondos están de capa caída, vuelven a empezar, fríamente, sin remordimientos, sin la menor piedad para los ancianos a los que degüellan y cuyos ahorros se comen en algunas semanas o en algunos meses…
       »Ahora que he comprendido esto, espero…
       —¡Lo sé! El hecho pequeño… —se chanceó el director de la P.J.
       —¡Ironice tanto como quiera! Eso no impide que el hecho ya esté tal vez ahí…
       —¿Dónde?
       —En la antesala… El buen hombre que me llama Maigrette y que quiere ayudarme con todas sus fuerzas en la detención, si puede ser dejándose la piel… Pretende que es un medio como otro cualquiera de suicidarse…
       —¿Un loco?
       —¡Tal vez! O un cómplice de Stan que ha descubierto este medio de conocer nuestras intenciones. Se permiten todas las suposiciones y eso es lo que vuelve apasionante a mi tipo. ¿Qué es lo que impide, por ejemplo, que sea Stan en persona?
       Y Maigret vació su pipa dando unos golpecitos en el alféizar de la ventana, aunque las cenizas caían en alguna parte sobre el muelle, tal vez sobre el sombrero de un transeúnte.
       —¿Se va a servir de ese hombre?
       —Creo que sí.
       Allá arriba, el comisario alcanzó la puerta, evitando decir más.
       —¡Ya verá, jefe! Me extrañaría que el «plantón» fuese necesario después de este fin de semana.
       Ahora bien, estaban a jueves por la tarde.

* * *

      —¡Siéntate ahí! ¿No te pone nervioso chupar todo el día esa suciedad de cigarro artificial?
       —No, señor Maigrette.
       —Empiezas a impacientarme con tu «Maigrette»… Pero ¡en fin!… Hablemos seriamente… ¿Sigues decidido a morir?
       —Sí, señor Maigrette.
       —¿Y sigues queriendo que te confíe una misión peligrosa?
       —Quiero ayudarle a detener a Stan el Asesino.
       —Así, ¿si te dijese que te aproximases al Tuerto y le disparases un tiro a las piernas, lo harías?
       —Sí, señor Maigrette. Pero será necesario que me diese un revólver. Soy muy pobre y…
       —Suponte ahora que te pido que vayas a decir al Barbudo, o al Tuerto, que tienes informaciones serias, que la policía va a ir a detenerles…
       —También, señor Maigrette. Esperaría a que el Tuerto pasase por la calle y le daría el recado.
       La pesada mirada del comisario seguía sobre el pobre polaco y éste no se mostraba avergonzado por ello, ni inquieto. Muy raramente había visto Maigret en su despacho a un hombre con tanta seguridad y al mismo tiempo con tanta calma.
       Michel Ozep hablaba de matarse o de dirigirse hacia la banda de los polacos como de una cosa muy simple, completamente natural. Tanto en la terraza de la calle Saint-Antoine como en los locales de la Policía Judicial, se encontraba a sus anchas.
       —¿No conoces a ninguno de los dos?
       —No, señor Maigrette.
       —Pues bien, te voy a encargar una misión. ¡Peor para ti si hay bronca!
       Esta vez, Maigret entornó los párpados para esconder lo que había de demasiado forzado en su mirada.
       —En seguida iremos juntos a la calle Saint-Antoine. Yo te esperaré fuera. Subirás a la habitación aprovechando un momento en que la mujer esté sola. Le dirás que eres un compatriota y que, por casualidad, has sabido que la policía esta noche dará una batida en el hotel…
       Silencio de Ozep.
       —¿Has comprendido?
       —Sí.
       —¿Está convenido?
       —Quiero confesarle algo, señor Maigrette.
       —¿Te rajas?
       —No hago lo que dice… «rajarme»… ¡no!… Únicamente que me gustaría arreglar este asunto de otra manera… Tal vez piense usted que soy muy atrevido… ¿Es así como lo dice?… Ahora bien, con las mujeres, soy un hombre tímido… Y las mujeres son inteligentes, mucho más inteligentes que los hombres… Por lo tanto, ella se dará cuenta de que miento… Y como yo sé que se dará cuenta de que miento, enrojeceré… Y cuando enrojezca…
       Maigret no se movía, le dejaba enzarzarse en una explicación tan enmarañada como sin sentido.
       —Prefiero hablarle a un hombre… Al Barbudo, si usted quiere, o al que llaman el Tuerto, o a cualquiera…
       Tal vez porque un rayo de sol penetraba oblicuamente en el despacho y daba de lleno en el rostro de Maigret, éste parecía dormitar, como un hombre al que un copioso almuerzo le obliga a echar la siesta en su sillón.
       —Es exactamente lo mismo, señor Maigrette…
       Pero el señor Maigrette no contestaba y el único signo de vitalidad que daba era un tenue hilillo azul que se elevaba en espiral desde la cazoleta de su pipa.
       —Estoy desolado… Puede pedirme lo que quiera, pero me pide precisamente la única cosa…
       —¡Bocazas!
       —¿Cómo dice?
       —¡Digo «bocazas»! En francés, quiere decir que puedes callarte… ¿Dónde has conocido a la mujer, a Olga Tzérewski?
       —¿Yo?
       —¡Contesta!
       —No comprendo lo que quiere decir…
       —¡Contesta!
       —No conozco a esa mujer… Si la conociese, se lo confesaría… Soy un antiguo oficial del ejército polaco y si no hubiese tenido las desgracias…
       —¿Dónde la has conocido?
       —Le juro, señor Maigrette, por la cabeza de mi pobre madre y de mi pobre padre…
       —¿Dónde la has conocido?
       —¡Me pregunto por qué se ha vuelto tan malo conmigo! ¡Me habla brutalmente! A mí, que he venido aquí para prestarle un servicio, para evitar que los franceses sean asesinados por un compatriota…
       —¡Canta, hijito!
       —¿Cómo dice?
       —¡Canta, hijito! Eso significa entre nosotros: Sigue con tu cuento, pero eso no…
       —¡Pídame lo que quiera…!
       —¡Eso es lo que hago!
       —Pídame otra cosa, arrojarme a una vía del metro, saltar por la ventana…
       —Te pido que vayas a ver a esa mujer y que le digas que esta noche procederemos a la detención de la banda…
       —¿Lo quiere absolutamente?
       —¡Eres libre de aceptar o de rehusar!
       —¿Y si rehúso?
       —Irás a ahorcarte a otra parte.
       —¿Por qué ahorcarme?
       —Es una manera de hablar… En fin, intentarás no cruzarte más en mi camino…
       —¿Verdaderamente arrestará a la banda esta noche?
       —¡Probablemente!
       —¿Me permitirá que le ayude?
       —Es posible… Ya hablaremos de ello cuando hayas cumplido tu primera misión…
       —¿A qué hora?
       —¿Tu misión?
       —¡No! ¿A qué hora la arrestará?
       —Pongamos que a la una de la madrugada.
       —Voy…
       —¿A dónde?
       —Al encuentro de la mujer.
       —¡Un minuto! ¡Iremos juntos!
       —Es mejor que vaya solo… Si nos ven, comprenderán que ayudo a la policía…
       Naturalmente, apenas había salido el polaco del despacho, y ya el comisario ponía a un inspector tras sus talones.
       —¿Debo esconderme? —preguntó este inspector.
       —No vale la pena… Es más astuto que tú y sabe muy bien que voy a hacerle seguir…
       Y, sin perder un instante, Maigret bajó, saltó a un taxi.
       —A toda velocidad a la esquina entre las calles Birague y Saint-Antoine…

* * *

      La tarde era radiante y los toldos de llamativos colores ponían una nota de color encima de las tiendas. En la sombra, los perros estaban tumbados y la vida transcurría al ralentí; se tenía la impresión de que los propios autobuses tenían alguna desgana al ponerse en marcha en aquel ambiente cargado, sus gruesas ruedas dejaban surcos sobre el asfalto recalentado.
       Maigret saltó del taxi en la casa que formaba ángulo entre las dos calles y, en el segundo piso, abrió una puerta sin molestarse en llamar, encontró al brigadier Lucas sentado delante de la ventana, siempre bajo las apariencias de un viejecito tranquilo y curioso.
       La habitación era pobre, no muy limpia. Sobre la mesa, se veían los restos de una cena fría que Lucas se había hecho traer de una charcutería.
       —¿Algo nuevo, comisario?
       —¿Hay gente enfrente?
       La habitación había sido escogida por su estratégica posición, porque permitía poner la mirada en las dos estancias del hotel Beauséjour ocupadas por los polacos.
       Ahora bien, a causa de aquella temperatura, todas las ventanas estaban abiertas, incluida una de otra habitación en la que se veía a una joven dormida, bastante ligerita de ropa.
       —¡Dime! Me parece que no te aburres…
       En una silla, un par de gemelos probaban que Lucas realizaba su trabajo a conciencia y que intentaba ver los detalles.
       —En este momento —respondió el brigadier— hay dos, pero pronto sólo habrá una persona en la habitación. El hombre, en efecto, se está vistiendo. Se ha quedado en la cama toda la mañana, según su costumbre…
       —¿Es el Barbudo?
       —Sí… Han comido tres: el Barbudo, su mujer y el Tuerto… Luego el Tuerto se ha marchado casi en seguida… El Barbudo se ha levantado y ha empezado a arreglarse… ¡Mire! Acaba de ponerse una camisa limpia, lo que no le ocurre a menudo…
       Maigret se había acercado a la ventana y miraba a su vez. El coloso hirsuto se anudaba una corbata sobre una camisa cuya blancura producía en la habitación gris una mancha imprevista y tanto más deslumbrante.
       Se le veía mover los labios mientras se miraba en el espejo. Y, detrás de él, la mujer de los cabellos claros ponía un poco de orden, recogía papeles grasientos con los que hacía una bola, apagaba finalmente un hornillo de alcohol.
       —¡Si únicamente pudiésemos saber lo que se cuentan! —suspiró Lucas—. ¡Hay momentos en los que verdaderamente me sublevo! Les veo hablar, hablar a troche y moche; a veces gesticulan y no logro adivinar de qué se trata… Empiezo a darme cuenta del suplicio que debe representar ser sordo y comprendo que los que sufren sordera pasan por gentes malvadas…
       —¡Mientras tanto, no hables mucho! ¿Crees que la mujer se va a quedar ahí?
       —No es su hora de salida… Si tuviese que hacerlo, se hubiese puesto su traje chaqueta gris…
       Olga llevaba, en efecto, la bata de lana oscura con la que por la mañana había hecho la compra. Dedicándose a su oficio de bohemia, fumaba un cigarrillo sin retirarlo nunca de los labios, a la manera de los verdaderos fumadores que necesitan el tabaco de la mañana a la noche.
       —¡Apenas habla! —notó Maigret.
       —Tampoco es su hora… Habla sobre todo por la noche, cuando están todos a su alrededor… O. algunas veces, cuando está sola con ese al que llaman Espinaca, lo que acontece muy raramente… O me equivoco completamente, o tiene debilidad por Espinaca, que es el más buen mozo del lote…
       Producía una sensación extraña estar así en una habitación desconocida, lanzando miradas a la casa de una gente de la cual se acababa por conocer los menores hechos y gestos.
       —¡Te conviertes en una portera, mi pobre Lucas!
       —Estoy aquí para eso, ¿verdad? ¡Mire! Incluso puedo decirle que la pequeña de al lado, esa que duerme a pierna suelta, ha hecho el amor esta noche hasta las tres de la mañana con un jovencito que llevaba una chalina y que se ha marchado al alba, sin duda para entrar sin ruido en casa de sus padres… ¡Mire! El Barbudo se va…
       —¡Vaya! Está casi elegante…
       —Es una manera de hablar… Tiene más bien aspecto de un luchador de feria que de un hombre de mundo.
       —¡Pongamos de un luchador de feria que hiciese buenos negocios! —concedió Maigret.
       Enfrente, nada de abrazos. El hombre se iba simplemente, es decir, desaparecía de la parte de la estancia que se veía desde el observatorio de los policías.
       Un poco más tarde, surgía en la acera y se dirigía hacia la plaza de la Bastille.
       —Derain le seguirá… —anunció Lucas que estaba allí como una gran araña en medio de su tela—. Pero el otro sabe que es seguido. Se contentará con pasearse y tal vez beber un vaso en una terraza…
       La mujer cogía un mapa de carreteras y lo extendía sobre la mesa.
       Maigret calculaba que Ozep no había debido venir en taxi, sino en el metro y que, en esas condiciones, no llegaría hasta pasados algunos minutos.
       —¡Si viene! —rectificó.
       ¡Y vino! Se le vio llegar, vacilante, ir y venir por la acera, mientras que el inspector que le seguía fingía, en la calle Saint-Antoine, interesarse en el escaparate de una pescadería.
       Visto así, desde arriba, el pobre polaco parecía todavía más delgado, más insignificante, y Maigret, por un instante, tuvo remordimientos.
       Creía oír la voz del pobre muchacho repetir cien veces, entre difíciles explicaciones, su famoso «señor Maigrette»…
       Dudaba, era cierto. Incluso se hubiese jurado que tenía miedo y miraba a su alrededor con visible angustia.
       —¿Sabes lo que busca? —le dijo el comisario a Lucas.
       —¿El hombrecillo pálido? ¡No! ¿Tal vez dinero para entrar en el hotel?
       —Me busca a mí… Se dice que estoy sin duda en estos parajes y que, si de milagro hubiese cambiado de opinión…
       ¡Demasiado tarde! Michel Ozep acababa de lanzarse por el oscuro pasillo del hotel. Se podía seguirle con el pensamiento. Subía la escalera, alcanzaba el segundo piso.
       —Duda todavía… —anunció Maigret.
       ¡Porque la puerta ya hubiera tenido que abrirse!
       —Está en el descansillo… Va a llamar… Ha llamado… ¡Mira!…
       En efecto, la mujer rubia se sobresaltaba, metía, con un movimiento instintivo, su mapa de carreteras en el armario y se dirigía hacia la puerta.
       Por un instante no se vio nada. Los dos personajes estaban en la parte invisible de la habitación.
       Luego, de repente, apareció la mujer y algo había cambiado en ella. Su andar era resuelto, rápido. Iba derecha a la ventana, la cerraba, luego corría unas oscuras cortinas.
       Lucas se volvió hacia el comisario esbozando una especie de mueca.
       —¡Dígame ahora!…
       Pero dejó de chancearse al constatar que Maigret estaba mucho más inquieto de lo que preveía.
       —¿Qué hora es, Lucas?
       —Las tres y diez…
       —Según tu parecer, ¿hay probabilidades de que uno de nuestros hombres vuelva dentro de poco?
       —No lo creo… A excepción, como ya le he dicho, de Espinaca, si sabe que el Barbudo está ausente… No tiene aspecto de estar muy tranquilo…
       —No me gusta la manera como ha sido cerrada esa ventana…
       —¿Teme por su polaco?
       Maigret no contestó y Lucas continuó:
       —¿Ha pensado que nada prueba que esté en la habitación? Le hemos visto entrar en el hotel, es cierto… Pero ha podido muy bien ir a otra habitación… Y tal vez sea algún otro quien…
       Maigret se encogió de hombros y suspiró:
       —¡Cállate! Me cansas…



III

      —¿Qué hora es, Lucas?
       —Las tres y veinte…
       —¿Sabes lo que va a pasar?
       —¿Quiere ir a ver lo que pasa enfrente?
       —Todavía no. Pero muy probablemente voy a hacer el ridículo. ¿Desde dónde puedo telefonear?
       —De la estancia vecina. Es un sastre que trabaja para una gran casa y ésta le obliga a tener teléfono…
       —En ese caso, ve adonde tu sastre. Intenta que no oiga la conversación. Telefonea al jefe de mi parte. Dile que me envíe, con toda urgencia, una veintena de hombres armados. Que se distribuyan alrededor del hotel Beauséjour y que esperen mi señal…
       La expresión de Lucas decía bien a las claras la gravedad de aquella orden, además bastante rara en las costumbres de Maigret, que se reía muy a gusto de las movilizaciones policíacas.
       —¿Cree que habrá algo feo?
       —A menos que no se haya producido ya…
       No apartaba los ojos de aquella ventana de sucios cristales, de cortina de terciopelo carmesí que databa del tiempo de Luis Felipe.
       Cuando Lucas volvió tras haber telefoneado, encontró al comisario en el mismo sitio, con la frente siempre tan fruncida.
       —El patrón le recomienda que sea prudente. Ya murió un inspector la semana pasada y, si se produjese otro accidente…
       —Ciérrala, ¿quieres?
       —¿Cree que Stan el Asesino…?
       —¡No creo nada, viejo! Ya he reflexionado lo bastante desde esta mañana sobre el caso para tener dolor de cabeza. Ahora, me contento con tener impresiones, y, si quieres saberlo todo, desgraciadamente tengo la impresión de que pasan o van a pasar cosas desagradables. ¿Qué hora es?
       —Y veintitrés…
       Como por ironía, en la habitación contigua, la muchacha seguía durmiendo, con la boca entreabierta, las piernas encogidas. Más arriba, hacia el quinto o sexto piso, alguien intentaba tocar el acordeón, repitiendo sin cesar, con notas falsas, la misma cancioncilla de Java.
       —¿Quiere que vaya allá? —propuso Lucas.
       Maigret le miró duramente, como si su subordinado le hubiese reprochado su falta de valor.
       —¿Qué quiere decir eso?
       —¡Nada! Veo que está inquieto por lo que ocurre allá abajo y le propongo ir a ver…
       —¿Y crees que vacilaría en ir yo mismo? Olvidas algo: una vez enfrente, es demasiado tarde… Si se va y no se descubre nada, nunca más se descubrirá nada sobre la banda… He ahí por qué dudo… ¡Si únicamente esa muchacha no hubiese cerrado la ventana…!
       De repente parpadeó.
       —¡Dime! Nunca, las demás veces, había llegado a cerrar la ventana, ¿no es cierto?
       —¡Nunca!
       —Por lo tanto, no sospechaba de tu presencia aquí…
       —Me tomaba probablemente por un viejo goloso…
       —O sea que no ha sido ella la que ha tenido la idea de cerrar la ventana, sino el tipo que ha entrado…
       —¿Ozep?
       —Él u otro… El que ha entrado y que, antes de mostrarse, ha dicho a la mujer que cerrase la ventana…
       Cogió su sombrero de encima de la silla en donde lo había puesto, vació su pipa, la llenó con un dedo aplastante.
       —¿A dónde va, patrón?
       —Espero a que lleguen nuestros hombres… ¡Mira! Ya hay dos allá abajo, cerca de la parada del autobús… Y en el taxi parado, reconozco a gente de casa… Si permanezco cinco minutos en el interior sin abrir la ventana, entras con los hombres…
       —¿Tiene su traca?
       Algunos instantes más tarde, Maigret atravesaba la calle, mientras que el inspector Janvier, que le había visto, dejaba de limpiar los veladores de su terraza.
       Lucas, febril, tenía su reloj en la mano, pero, como ocurre cuando se quieren hacer las cosas demasiado bien, había olvidado anotar el momento de la entrada de Maigret en el hotel y era incapaz de decir cuándo habían transcurrido los cinco minutos.
       Por otra parte, no tuvo que hacerse mala sangre a este respecto porque, tras un tiempo que le pareció milagrosamente corto, la ventana de enfrente se abrió. Un Maigret más huraño que nunca dirigía a su brigadier una señal para ordenarle que fuese a su encuentro.
       La impresión de Lucas había sido que, a excepción del comisario, la habitación estaba vacía, pero, cuando penetró en ella, tras haber tropezado en una escalera oscura que olía a cocina mala y a lavabos, se sobresaltó al descubrir un cuerpo de mujer extendido a sus pies.
       Una breve mirada a Maigret que respondió:
       —¡Muerta, naturalmente!
       Se podía creer que se quería firmar el crimen, porque la víctima había sido degollada como todas las víctimas de Stan. Había sangre por todas partes, en la cama y en el suelo, y el asesino se había limpiado las manos con la toalla que estaba manchada de rojo oscuro.
       —¿Era él?
       Maigret se encogió de hombros, siempre inmóvil en medio de la estancia.
       —Voy a dar su señal a nuestros hombres. ¿Que no dejen salir a nadie del hotel?
       —Si tú quieres…
       —Tengo ganas de poner a un inspector en el techo, por si…
       —Entendido…
       —¿Aviso al jefe?
       —Inmediatamente…
       No era fácil hablar con Maigret cuando ponía aquella cara. Además, Lucas se ponía en el lugar del patrón, que él mismo había anunciado que se iban a reír de él.
       Ahora, aquello sería peor que el ridículo. En efecto, había movilizado importantes fuerzas de la policía, pero cuando ya era demasiado tarde, mientras se cometía un crimen ante los mismísimos ojos de Maigret, casi con su asentimiento, puesto que era él quien había enviado a Ozep al hotel Beauséjour.
       —¿Y si vuelve alguno de la banda? ¿Les arresto?…
       Un signo afirmativo con la cabeza. O más bien un gesto indiferente. Y Lucas salió por fin. Maigret se quedó solo en medio de aquella habitación en la que la ventana abierta dejaba entrar una luz cruda.
       Se enjugó la frente, volvió a encender maquinalmente su pipa que había dejado apagarse.
       —¿Qué hora es…?
       Se acordó de que estaba solo y sacó su reloj del bolsillo. Eran las tres y treinta y cinco y el acordeón, allá arriba, seguía haciendo estragos, sin impedir por ello dormir a la joven vecina como un animal indiferente.

* * *

      —¿Dónde está Maigret? —preguntó el jefe de la P.J. al bajar del coche y al encontrarse en presencia de Lucas.
       —En la habitación… Es el número 19, en el segundo piso… La gente del hotel todavía no sabe nada…
       Algunos instantes más tarde, el director de la Policía Judicial encontraba a Maigret sentado en una silla, en medio de la habitación, a dos pasos del cadáver. El comisario fumaba, con aire obstinado. Apenas notó la llegada del gran jefe.
       —¡Dime, viejo! Me parece que estamos en un atolladero…
       Obtuvo solamente un gruñido que no quería decir nada.
       —¡Así que el famoso asesino no era otro que el hombrecillo que venía a ofrecerle sus servicios!… Confiese, Maigret, que hubiera podido desconfiar y que la actitud de Ozep era, por lo menos, equívoca…
       La frente de Maigret se veía surcada por un gran pliegue vertical, y sus mandíbulas sobresalían, dando a toda su fisonomía un chocante aspecto de poderío.
       —¿Cree que haya podido abandonar el hotel?
       —Estoy seguro… —replicó el comisario con aspecto de no concederle importancia.
       —¿No le ha buscado?
       —Todavía no…
       —¿Cree que se dejará atrapar fácilmente?
       Entonces, la mirada de Maigret se separó lentamente de la ventana, giró hacia su director, se posó sobre él pesadamente. Había solemnidad en aquella lentitud, en aquella vacilación, en la ambigüedad de las frases del comisario.
       —Si me he equivocado, el hombre intentará cargarse a algunas personas antes de dejarse atrapar. Si no me he equivocado, las cosas deberían ir por su propio pie…
       —No comprendo, Maigret. ¿Duda todavía de que Stan y su Ozep sean la misma persona?
       —Estoy convencido de que hace un momento había dos personas en esta habitación y, entre ellas, Stan el Asesino…
       —Por lo tanto…
       —Se lo repito, jefe: puedo equivocarme, como todo el mundo. En ese caso, le pido perdón, porque esto se pondrá feo. La manera como parece desarrollarse esta historia no me gusta. Hay algo que no va bien, lo percibo. Si Ozep fuese Stan, no tenía ninguna razón para…
       —¡Escucho!
       —Sería demasiado largo… ¿Qué hora tiene, jefe?
       —Las cuatro y cuarto… ¿Por qué?
       —Por nada…
       —¿Se queda aquí, Maigret?
       —Hasta nueva orden, si…
       —Mientras tanto, voy fuera a ver lo que hacen nuestros hombres…
       Habían detenido a Espinaca que, como Lucas había previsto, venía a efectuar su pequeña visita a la mujer. Se le había dicho al polaco que su compatriota había sido asesinada y se había puesto pálido, pero no se había inmutado al hablarle de Ozep.
       —¡No es posible que esté muerta! —se había contentado con repetir varias veces mientras se lo llevaban al puesto.
       Cuando se anunció esta captura a Maigret, se contentó con farfullar:
       —¡Me importa un pito!…
       Y continuó su extraña entrevista con la muerta. Una media hora más tarde, le tocaba el turno de volver al Tuerto y de ser arrestado una vez pasado el umbral. También se dejó coger sin pestañear, pero, cuando se le habló de la muerte de la mujer, intentó desembarazarse de sus esposas y saltar al piso.
       —¿Quién lo ha hecho? —gritaba—. ¿Quién la ha matado…? Han sido ustedes, ¿verdad?
       —Ha sido Ozep, también llamado Stan el Asesino…
       Ahora bien, el hombre se calmó como por encanto y repitió, frunciendo el ceño:
       —¿Ozep?
       —¿Vas a hacernos creer que no conoces a tu jefe?
       Era el jefe en persona el que procedía a aquel prematuro interrogatorio, en un pasmo, y tuvo la impresión de que una ligera sonrisa pasaba por los labios del prisionero.
       Siguió uno de los comparsas, al que llamaban el Químico, y que se contentó con responder a todas las preguntas con un aire perfectamente atontado, como si nunca hubiese oído hablar de la mujer ni de Ozep, ni de Stan…
       Maigret seguía allá arriba, resolviendo el mismo problema, buscando la llave que por fin le haría comprender los acontecimientos.
       —¡Esto marcha!… —murmuró cuando se le habló de la detención del Barbudo que, después de haber forcejeado como un diablo, se había echado a llorar como un lobo.
       De repente, levantó la cabeza hacia Lucas, que le traía la noticia.
       —¿No notas nada? —dijo—. Ya se ha arrestado a cuatro, uno tras otro, y ni uno opone una verdadera resistencia, mientras que un hombre como Stan…
       —Pero puesto que Stan es Ozep…
       —¿Le has encontrado?
       —Todavía no. Era preciso dejar volver a todos los cómplices antes de poner el hotel boca abajo, sino desde lejos hubieran olfateado algo y no hubieran entrado en la ratonera. Ahora que están poco más o menos al completo, el gran patrón ha empezado a poner los lugares en estado de sitio. Los hombres están abajo y van a registrarlo todo minuciosamente, de la bodega al granero, si es que hay…
       —Escúchame, Lucas…
       Y éste, que iba a salir, se quedó un instante, experimentando ante la vista de Maigret un sentimiento que se parecía a la piedad.
       —Le escucho, patrón.
       —El Tuerto no es Stan. Espinaca no es Stan. El Barbudo no es Stan. Ahora bien, estoy convencido de que Stan vivía en este hotel y era el centro alrededor del cual venían los demás a agruparse.
       Lucas prefirió no decir nada, dejando al comisario con su tema.
       —Si Ozep es Stan, no tenía ninguna razón para venir aquí a matar a una cómplice. Si no fuese Stan…
       Y, de repente, enderezándose con un movimiento tan brusco que el brigadier se sobresaltó:
       —Mira el hombro de esta mujer, por si acaso… El izquierdo, sí…
       Él mismo se inclinaba. Lucas apartaba el vestido, dejaba al descubierto una carne muy blanca y, sobre ella, la marca con la que los americanos señalan a las mujeres criminales.
       —¿Has visto, Lucas?
       —Pero, patrón…
       —¿No comprendes, pues? ¡Stan era ella!… Había leído algo con relación a eso, pero no lograba atar cabos ya que estaba completamente convencido de que nuestro Stan era un hombre… Hace cuatro o cinco años, una mujer, en América, a la cabeza de una banda de criminales, asaltaba granjas aisladas, al igual que ha ocurrido aquí… También como aquí, las víctimas eran degolladas, por mano de esta mujer de la cual los periódicos americanos han descrito con complacencia su crueldad…
       —¿Es ella?
       —Casi seguramente es ella… Pero lo sabré dentro de una hora, si encuentro los documentos en cuestión… Un día arranqué algunas páginas de una revista… ¿Vienes, Lucas?
       Maigret arrastraba a su segundo a la escalera. En la planta baja, chocaba con el gran patrón.
       —¿A dónde va, Maigret?
       —Al Quai des Orfèvres, jefe… Creo que lo he encontrado… En todo caso, me llevo a Lucas, que volverá a decirle…
       Y Maigret buscaba un taxi, sin ver que se le miraba de una manera rara, en la que se entremezclaba la cólera y la piedad.
       —Pero ¿Ozep? —preguntaba Lucas acomodándose en el coche.
       —Precisamente a él voy a buscar… Quiero decir que espero encontrar informaciones sobre él… Si ha matado a esa mujer, es que tenía razones… Escucha, Lucas: cuando quise enviarle ante los otros, aceptó inmediatamente… Por el contrario, cuando le pedí que fuese a darle un recado a la mujer, se negó y me vi obligado a exigir, hasta a amenazar… Dicho de otra manera, los demás no le conocían, pero la mujer sí…
       Como era de esperar, fue necesaria más de media hora para poner la mano sobre el dossier, porque el orden no era la cualidad predominante de Maigret, a despecho de su plácido aspecto.
       —¡Lee!… Ten en cuenta la exageración de los americanos, que quieren dar al público por su dinero… «La mujer vampiro»… «La polaca fatal»… «Una jefe de banda de veintitrés años»…
       Se relataba con complacencia las hazañas de la polaca, de la cual aparecían varias fotografías.
       Stéphanie Polintskaia, a los dieciocho años, ya era conocida por la policía de Varsovia. Hacia aquella época, encontró a un hombre que la hizo su mujer y que intentó refrenar sus malos instintos. Ella tuvo un hijo de él, pero un día, al volver de su trabajo, aquel hombre encontró a su bebé degollado. En cuanto a la mujer, había huido con el dinero y los pocos objetos de valor que había en la casa…
       —¿Sabes quién es ese hombre? —preguntó Maigret.
       —¿Ozep?
       —¡Ahí está su retrato y el parecido es perfecto! Lo que prueba que se debería conocer de memoria todos los archivos criminales de todos los países del mundo… ¿Comprendes, ahora? Stéphanie, a la que sus allegados llaman Stan, apareció en América… Cómo escapó de las cárceles de este país, no lo sé… Como sea, se refugia en Francia, en donde prosigue sus hazañas, sin cambiar nada en su manera de ser, estando rodeada, como allá, por algunos brutos…
       »El marido conoce por la prensa que está en París, que la policía está tras su pista… ¿Su deseo es salvarla una vez más? No lo creo… Me inclino más bien a pensar que quería estar seguro de que la odiosa asesina de su hijo no escaparía al castigo… Por ello me ofreció sus servicios…
       »No tiene el valor de actuar solo… Es un débil, una veleidad…
       »Quiere que sea la policía la que actúe con su ayuda y soy yo quien, esta tarde, de alguna manera, me veo obligado a esbozar la proeza…
       »En efecto, ¿qué podía hacer frente a su mujer? Matar o morir, porque, viéndose descubierta, esta mujer no hubiese vacilado ciertamente en suprimir al único hombre susceptible de denunciarla.
       »Por lo tanto, ¡ha matado! Y, ¿quieres que te lo diga? Apostaría a que se le encontrará en algún rincón del hotel, más o menos herido; después de haber intentado por dos veces suicidarse y haber fallado las dos veces, me extrañaría que no hubiese fallado una tercera. Ahora, puedes volver allá y decirle al jefe…».
       —¡Es inútil! —dijo la voz de éste—. Stan el Asesino se ha ahorcado en una habitación del sexto piso de la cual había encontrado la puerta abierta… ¡Buen desahogo…!
       —¡Pobre tipo! —suspiró Maigret.
       —A fe que si… Tanto más cuanto que soy un poco responsable de su muerte… No sé si me vuelvo viejo, pero he tardado demasiado tiempo en encontrar la solución…
       —¿Qué solución? —preguntó el director de la P.J. con una mirada sospechosa.
       —¡La solución de todo el problema! —afirmó Lucas completamente dichoso de intervenir—. El comisario acaba de reconstruir la historia con todos sus detalles y, cuando usted ha entrado, anunciaba que se encontraría a Ozep en algún rincón en el que habría intentado suicidarse…
       —¿Es cierto, Maigret?
       —Es cierto… Ya sabe, a fuerza de pensar en una misma cuestión… Creo que no he estado tan rabioso en mi vida… Sentía que la solución estaba ahí, muy cerca, que me faltaba una nada… Y todos ustedes zumbando a mi alrededor como gruesas moscas y haciéndome de comparsas que no me interesaban… ¡En fin…!
       Respiró profundamente, llenó su pipa, pidió cerillas a Lucas, porque había gastado las suyas durante la tarde.
       —¡Dígame, jefe! Son las siete. ¿Y si fuésemos los tres a beber un medio bien fresco…? A condición de que Lucas se quite la peluca y vuelva a tomar un aspecto presentable.
       —¿Le compadece…?
       Estaban sentados en la cervecería Dauphine, cuando de repente el comisario se pegó en la frente. Acababa de mirar maquinalmente al camarero.
       —¿Y Janvier? —preguntó.
       —¿Qué?
       —¿No le han relevado…? ¡El pobre…! Cuando pienso que mientras nosotros bebemos medios, él está condenado a servirlos…




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