George Simenon
(Lieja, Bélgica, 1903 - Lausana, Suiza, 1989)


El rastro de la vela (1936)
(“Peine de mort”)
Originalmente publicado en Paris-Soir-Dimanche
(22 de noviembre de 1936);
Les nouvelles enquêtes de Maigret
(París: Éditions Gallimard, 1944, 528 págs.)


      Éste fue uno de los raros casos que pudo ser resuelto sobre planos y documentos, por deducción y por los métodos científicos de la policía. Por otra parte, cuando Maigret abandonó el Quai des Orfèvres, lo sabía todo, «hasta lo de los toneles incluso».
       Esperaba hacer un breve viaje por el espacio y acabó con un viaje agobiante en el tiempo. Apenas a cien kilómetros de París, en Vitry—aux—Loges, bajaba de un tren de juguete ridículo como sólo se ven en las imágenes de Epinal y cuando habló de taxi le miraron severamente, creyendo que se burlaba. Era preciso hacer el resto del recorrido en el carricoche del panadero, pero, en el último minuto, pudo convencer al carnicero para que le llevase en su camioneta.
       —¿Va a menudo allá? —preguntó el comisario hablando de la aldea a donde le llevaba su investigación.
       —Dos veces a la semana… Gracias a usted, esto les va a proporcionar una vueltecita del carnicero suplementaria…
       Maigret, sin embargo, había nacido a cuarenta kilómetros de allí, a orillas del Loire; no había esperado encontrar en el bosque de Orléans un semblante tan trágico.
       Porque estaba en pleno bosque. La camioneta recorría una decena de kilómetros entre árboles muy altos antes de alcanzar un pueblo que se alzaba en medio de un claro.
       —¿Es aquí?
       —La aldea siguiente…
       No llovía, pero el bosque estaba húmedo, el cielo de un blanco aplastado a fuerza de crudeza. Los árboles habían perdido casi todas sus hojas que empezaban a pudrirse mientras que se oían chasquidos aquí y allá y a veces un disparo lejano.
       —¿Se caza mucho?
       —Ése debe ser el señor duque…
       Y he aquí que en un claro más pequeño que los precedentes, una treintena de casas de un solo piso, se apretujaban alrededor de una iglesia de puntiagudo campanario. Ni una sola de esas casas, sin duda, tenía menos de un siglo y los techos de pizarras negras subrayaban aún más el carácter rudo.
       —Me deja frente a la casa de las hermanas Potru…
       —Me lo figuraba. Es delante de la iglesia…
       Maigret bajó mientras que el carnicero, un poco más lejos, abría la portezuela de atrás de su coche y llamaba a algunas comadres que no se decidían a comprar carne fuera de los días señalados.
       Maigret había estudiado de tal modo el plan establecido por los primeros investigadores, que hubiera podido dirigirse con los ojos cerrados por la casa.
       Y casi era eso lo que había que hacer, a causa de las oscuras estancias. Era un viaje en el tiempo el que efectuaba el comisario al penetrar en la tienda que parecía desafiar al siglo.
       La luz estaba allí tan parcamente distribuida que, sobre las telas de los viejos maestros y los muebles, las paredes tenían ese mismo color de los cuadros antiguos, con salpicaduras, manchas grisáceas en el claroscuro y de repente un reflejo sobre un tarro o un cobre.
       Desde hacía sesenta y cinco años, desde su nacimiento, las señoritas Potru (por lo menos la mayor, porque la segunda sólo tenía sesenta y dos años), habitaban aquella casa que sus padres habían habitado antes que ellas.
       Nada debía haber cambiado, ni el mostrador con su balanza y sus cajas de bombones, ni la sección de mercería, ni la de comestibles que expandía un insípido olor a canela y a achicoria, ni el cuadrado de cinc en el que se servían bebidas.
       En un rincón, un barril de petróleo, cerca de un barril más pequeño que contenía aceite comestible. En el fondo, dos mesas, otra a la izquierda, mesas largas, barnizadas por el tiempo, flanqueadas por bancos sin respaldo.
       Una puerta se abrió, a la izquierda. Una mujer de treinta y dos o treinta y tres años, que tenía un bebé en brazos, miró a Maigret.
       —¿Qué desea?
       —No se preocupe por mí… Vengo para la investigación… ¿Usted sin duda es una vecina?
       Y ella, cuyo vientre resaltaba bajo el delantal, respondió:
       —Soy Marie Lacore, la mujer del herrero…
       Fue al distinguir una lámpara de petróleo colgada en el techo, cuando Maigret se dio cuenta de que en la aldea no había electricidad.

* * *

       La segunda estancia, en la que entró sin ser invitado, estaba tan oscura que era feliz al encontrar allí las llamas de dos troncos. Bajo ese resplandor, Maigret divisó un amplio lecho con numerosos colchones, el edredón rojo hinchado como una pelota y, en ese lecho, una vieja inmóvil, un rostro ajado y descolorido, en el cual sólo los ojos parecían dotados de vida.
       —¿No habla? —preguntó Maigret a Marie Lacore.
       Ella le hizo una seña de que no y el comisario se encogió de hombros, se sentó en una silla de asiento de paja y sacó unos documentos de sus bolsillos.
       El acontecimiento en sí mismo, que había tenido lugar cinco días antes, no tenía nada de sensacional. Las hermanas Potru, que vivían solas en la casa, pasaban por tener unos ahorrillos. Incluso eran propietarias de tres casas en la aldea y tenían una sólida reputación de avaricia.
       La noche del viernes al sábado, los vecinos creían haber oído ruido, pero no se habían inquietado. El sábado al amanecer, un campesino veía al pasar la ventana de la habitación abierta de par en par, se aproximaba y pedía socorro.
       Cerca de la ventana, Amélie Potru, en camisón, aparecía en un mar de sangre. Sobre el lecho, con el rostro vuelto hacia la pared, su hermana Marguerite estaba muerta, con el pecho atravesado por tres cuchilladas, la mejilla derecha destrozada y el ojo medio reventado.
       Amélie vivía. Era ella la que había intentado dar la alarma abriendo la ventana y había caído entonces, debilitada por la pérdida de sangre. Ninguna de sus once heridas era grave y casi todas alcanzaban el hombro y el costado derecho.
       El segundo cajón de la cómoda estaba abierto, la ropa esparcida y, sobre esta ropa, se encontró una vieja cartera de cuero, pintado de verde, en la cual las dos hermanas debían tener la costumbre de guardar sus documentos. En el suelo, una libreta de la Caja de Ahorros, títulos de propiedad, contratos de alquiler y facturas de proveedores.

* * *

       Orléans había llevado a cabo la investigación. Maigret no solamente estaba en posesión de un plano detallado de los lugares, sino también de fotografías y del proceso verbal de los interrogatorios.
       La muerta, Marguerite, había sido enterrada dos días más tarde. En cuanto a Amélie, cuando le habían hablado de llevarla al hospital, se había debatido ferozmente, clavando las uñas a las sábanas del lecho, ordenando con sus miradas que la dejasen en su casa.
       El forense afirmaba que no había sido alcanzado ningún órgano, por lo que su mutismo repentino sólo se podía achacar a la conmoción.
       En todo caso, ya hacía cinco días que ni una palabra había salido de sus labios, que ella seguía allí, observando, a pesar de su inmovilidad y sus vendajes, todo lo que pasaba a su alrededor. Y aun ahora, no perdía de vista a Maigret.
       Tres horas después de la investigación de la policía de Orléans un hombre era detenido, al que todo señalaba como el asesino. Era Marcel, el hijo natural de la hermana muerta. Porque, a los veintitrés años, había tenido un hijo que ahora tenía treinta y nueve y que, después de haber sido montero de caza en casa del duque, como todo el mundo decía en la región, trabajaba como leñador en el bosque y vivía en una granja en ruinas a diez kilómetros de allí, cerca del estanque de Loup–Perdu.
       A éste, Maigret le había ido a ver a su celda. Era un bruto en toda la acepción de la palabra y varias veces había permanecido semanas sin dar señales de vida a su mujer y a sus cinco hijos, a los que alimentaba a golpes más que otra cosa. Además, un borracho, un ser degenerado.
       Maigret quiso, en el ambiente en donde había ocurrido, volver a leer la declaración que le había hecho Marcel de la lamosa noche.
       —Llegué en bicicleta a eso de las siete, mientras «las mujeres» iban a sentarse a la mesa. Bebí un vaso en el mostrador, luego fui a matar un conejo al patio, lo despellejé y mi madre lo puso a cocer. Como siempre, mi tía protestó, nunca me ha podido tragar…
       Las gentes del lugar confirmaron que Marcel tenía la costumbre de ir de parranda a casa de su madre, que no se atrevía a negarle nada, y a casa de su tía, que le tenía miedo.
       —Hubo una segunda disputa porque cogí un queso de la tienda y lo corté…
       —¿De qué vino bebió? —insistió Maigret.
       —De la bodega…
       —¿Qué luz había?
       —La de la lámpara de petróleo… Después de la cena, mi madre, aquejada de sus dolores, se acostó y me pidió que cogiese sus papeles del segundo cajón de la cómoda. Me entregó la llave. Me acerqué a ella con los papeles y repasamos las cuentas de las facturas, a causa del final de mes…
       —¿Qué más había en la cartera?
       —Títulos… Rentas y obligaciones, un voluminoso fajo, unos treinta mil francos o más…
       —¿No estuvo más tiempo? ¿No encendió la vela?
       —Nunca… A las nueve y media, volví a meter los papeles en el cajón y me fui… Todavía bebí un vaso al pasar por la tienda… Si le cuentan que yo he matado a las dos viejas, se trata de mentiras… Haría mejor preguntando al Yougo…
       Ante el gran asombro del abogado de Marcel, Maigret no insistió.
       El cuanto a Yarko, al que se llamaba más a menudo el Yougo, porque era yugoslavo, era otro fenómeno, que había llegado a la región después de la guerra y que se había quedado, viviendo solo en un ala de la casa vecina y ejerciendo la profesión de carretero en el bosque.
       También un borracho al que, en los últimos tiempos, las hermanas Potru se habían negado a servir porque ya les debía demasiado dinero. Una vez, Marcel, que estaba allí, se había encargado de poner al Yougo de patitas en la calle y le había hecho sangrar por la nariz.
       Las señoritas Potru le detestaban tanto más ya que le habían alquilado con contrato una vieja cuadra, en el fondo de su patio, en donde guardaba sus caballos y de la que no pagaba lo estipulado. El Yougo, a aquella hora, debía acarrear árboles en el bosque.
       Y Maigret, con sus papeles en la mano, seguía con su idea, se aproximaba a la chimenea en donde, la mañana que se descubrió el crimen, se había encontrado un gran cuchillo de cocina entre las cenizas, con el mango completamente quemado. Evidentemente era el arma que habían usado y el fuego impedía al descubrir las huellas digitales.
       Por contra, en el cajón de la cómoda y en la cartera de cuero, las huellas de Marcel —¡y sólo las suyas!— eran numerosas.
       En la palmatoria que se había encontrado sobre la mesa, huellas de Amélie Potru solamente, que seguía a Maigret con su mirada helada.
       —¿Supongo que sigue sin decidirse a hablar? —gruñó por si acaso al encender su pipa.
       Y se inclinó para marcar sobre el suelo, con tiza, las huellas de sangre señaladas en el plano.
       —¿Se queda unos minutos? —le preguntó Marie Lacore—. Eso me permitirá ir a poner mi cena al fuego…
       Por lo que el comisario se quedó solo en la casa con la vieja. Era su primera visita, pero, antes, había trabajado todo un día con su noche correspondiente sobre el dossier, sobre el plano. Orléans había hecho tan bien las cosas que no se producía la menor sorpresa, excepto aquélla, penosa, de encontrar la realidad todavía más sórdida de lo que se había imaginado.
       ¡Y sin embargo, él era hijo de campesinos! «Sabía» que todavía hoy algunas aldeas viven como en el siglo trece o en el catorce. Pero al encontrarse inmerso de repente en aquella aldea forestal, en aquella casa, en aquella estancia, cerca de aquella mujer herida de la que adivinaba el ánimo despierto, se encontraba tan afectado como cuando se visitan ciertos hospitales o ciertos hospicios en donde se esconden las peores monstruosidades humanas.
       Al inicio de su trabajo, en París, había anotado algunas reflexiones en el margen del informe:
       1.º ¿Por qué Marcel hubiera quemado el cuchillo sin limpiar las huellas dejadas en el mueble y en la cartera?
       2.º ¿Por qué, si se había servido de la vela, la había llevado a la habitación y la había apagado allí?
       3.º ¿Por qué los rastros de sangre no forman una línea recta de la cama a la ventana?
       4.º ¿Por qué, arriesgándose a ser reconocido al abandonar la casa a las nueve y media, Marcel salió por delante y no por la puerta del patio, que da al campo?
       Por contra, había un elemento que descorazonaba al abogado de Marcel: en el propio lecho de las dos señoritas se había encontrado un botón de su chaqueta, que era una vieja chaqueta de caza con terciopelo en los lados, adornada con botones característicos.
       —Al despellejar el conejo fue cuando me enganché y perdí un botón —pretendía.
       Maigret, que había vuelto a leer sus notas, se levantó y miró a Amélie con sorna, porque se iba a quedar con un palmo de narices al no poder seguirle con los ojos. En efecto, abrió la puerta de la cochera, encontró un reducto apenas iluminado por un tragaluz, pilas de troncos y, a la izquierda, contra la pared, los famosos toneles.
       Los dos primeros estaban llenos, uno de vino negro, otro de blanco. Los dos siguientes estaban vacíos y, sobre uno de ellos, los especialistas de la Identidad Judicial habían encontrado cera de vela que pertenecía a la vela encontrada en la habitación.
       En su informe, el comisario especial de Orléans decía:
       «… Es posible que estos rastros fuesen dejados por Marcel cuando vino a beber… Su mujer admite que al entrar en su casa estaba borracho completamente y las señales zigzagueantes de su bicicleta en el camino lo confirman…».
       Maigret buscó a su alrededor algo que no encontró, volvió a la habitación, abrió la ventana y sólo vio en la plaza a dos chiquillos que observaban la casa.
       —Dime, pequeño, ¿quieres ir a buscarme una sierra?
       Siempre aquel rostro exangüe tras él, aquellas pupilas que se movían al mismo tiempo que la gruesa silueta de Maigret. El chiquillo volvió con dos sierras de formatos diferentes. Al mismo tiempo entró Marie Lacore.
       —¿Le he hecho esperar?… He dejado al pequeño en casa… Ahora, será mejor que la cuide…
       —Espere unos minutos…
       —Voy a poner a hervir el agua…
       ¡Sí! Maigret prefería escapar de aquella escena. ¡Ya estaba bien! Entró de nuevo en el reducto y, divisando la barrica con restos de cera, introdujo la sierra en el agujero de salida y empezó su trabajo.
       Sabía lo que iba a descubrir. Estaba seguro, Si, aún por la mañana, había podido dudar, el ambiente de la casa había confirmado su idea. ¡Y a Amélie Potru era a la que había esperado encontrar! ¿No transpiraban las paredes, no solamente la avaricia, sino el odio? Y al entrar, ¿no había visto el comisario un montón de periódicos sobre el mostrador? Eso era muy importante y los informes lo omitían: ¡las señoritas Potru eran las depositarlas de los periódicos! Amélie llevaba gafas y no las usaba durante el día: por lo tanto, sólo las necesitaba para leer. Por lo tanto, leía…
       Y el obstáculo más grande para la teoría del comisario desaparecía de golpe.
       Una teoría basada en el odio, un odio que se había hecho rancio en el transcurso de largos años de estar juntas, de vida común en aquella casa estrecha, de noches en un mismo lecho y de intereses similares…
       Marguerite había tenido un hijo, había conocido el amor, mientras que su hermana mayor incluso había carecido de esta alegría. Durante quince o veinte años, el muchacho se había criado entre sus faldas; luego, entregado a sí mismo, volvía a menudo, siempre para comer, beber, para pedir dinero.
       ¡Dinero que pertenecía tanto a Amélie como a Marguerite! ¡Incluso más a ella, puesto que era la mayor y por lo tanto había trabajado más tiempo para ganarlo!
       Un odio que atizaban los mil incidentes de la vida cotidiana, como aquel conejo que mataba Marcel, como aquel queso que estaba allí para ser vendido y que él cortaba cínicamente sin que su madre se opusiese…
       Sí, Amélie leía los periódicos; debía devorar los relatos de los procesos y sabía por lo tanto la importancia de las huellas digitales.
       Amélie le tenía miedo a su sobrino. Reprochaba a su hermana el haberle enseñado el escondrijo en donde guardaban su dinero y, como aquella misma noche, dejar poner a Marcel las manos sobre aquellos títulos que debía codiciar.
       —Un día vendrá a matarnos…
       Maigret hubiera jurado que aquella frase había sido pronunciada varias veces en la casa. Seguía aserrando. Tenía calor y se quitó el sombrero, el abrigo, al que colocó sobre un tonel contiguo.
       El conejo… el queso… Luego de repente aquella idea de que Marcel acababa de poner sus propias huellas digitales en el mueble y en la cartera de cuero pintada de verde…
       Si aquello no hubiera bastado, quedaba todavía aquel botón que había caído de su chaqueta y que su madre, ya acostada, no podía coserle.
       Porque, si Marcel hubiese matado, ¿por qué hubiese desparramado el contenido de la cartera en vez de llevárselo todo? Y con más razón Yarko que, Maigret se había asegurado, no sabía leer.
       Las heridas de Amélie, todas en el lado derecho, demasiado numerosas, demasiado poco profundas, habían sido el punto de partida… Maigret la había imaginado torpe y cobarde ante el dolor… No quería morir, ni sufrir mucho tiempo, y contaba con avisar a los vecinos abriendo la ventana y gritando…
       ¿Un asesino le hubiera dejado tiempo de correr a la ventana?
       La suerte se había burlado de ella haciéndola desmayarse antes de proferir los gritos y dejándola sin sentido toda la noche.
       ¡Eso era! ¡Aquello sólo podía haber ocurrido así! Había matado a su hermana medio dormida. Luego, con la mano sin duda envuelta en un trapo, había abierto la cómoda, había desparramado el contenido de la cartera porque, para que Marcel fuese inquietado, «era preciso que el dinero hubiese desaparecido».
       De donde la vela…
       Después de lo cual, en el borde de la cama, se había herido, torpemente, tímidamente. Luego había ido hasta la chimenea, como lo probaban los rastros de sangre, a fin de borrar las huellas quemando el cuchillo.
       Luego había llegado a la ventana y…
       Maigret, que llegaba al final de su trabajo, se volvió bruscamente.
       Le llegaban dos voces y como el ruido de una pelea. Vio abrirse la puerta. Luego, en el umbral, una silueta a la vez extravagante y siniestra se dibujó, la de Amélia Potru, vestida con unas extrañas enaguas, con los brazos y el torso hinchados por los vendajes, la mirada fija mientras que, detrás de ella, Marie Lacore protestaba contra aquella imprudencia.
       Pues bien, Maigret no encontró valor para hablar. Prefirió acabar su tarea y cuando el tonel, por fin, se abrió en dos, no tuvo ni un suspiro de alegría al descubrir los rollos de papel que no eran otros que los títulos de rentas y las obligaciones del ferrocarril que habían sido introducidos por el agujero.
       Hubiera querido irse inmediatamente o, como un vulgar Marcel, echarse al coleto un gran trago de ron de la misma botella.
       Amélie seguía sin hablar. Tenía la boca entreabierta. Si se desmayaba, caería en brazos de Marie Lacore, que era menos fuerte y a la que su estado volvía frágil.
       ¡Tanto peor! Era una escena de otra edad, de otro mundo. Maigret se apoderó de los títulos, avanzó mientras Amélie retrocedía, y ponía por fin los papeles sobre la mesa de la habitación.
       —Vaya a buscar al alcalde… —dijo con voz seca, porque tenía un nudo en la garganta, a Marie Lacore—. Me servirá de testigo…
       Y a Amélie:
       —Será mejor que se acueste…
       A pesar de su curiosidad profesional y a pesar de estar muy endurecido, prefirió no mirarla. Únicamente oyó rechinar los muelles de la cama. Permaneció allí, con la espalda vuelta, hasta la llegada de un granjero que debía ser el alcalde de la aldea y que no se atrevía a entrar.
       No había teléfono en el pueblecito. Se tuvo que enviar a un hombre en bicicleta a Vitry-aux-Loges. Los gendarmes llegaron casi al mismo tiempo que la camioneta del carnicero.
       El cielo seguía tan blanco como siempre y el viento del oeste movía los árboles.
       —¿Ha encontrado algo?
       Respondió evasivamente, sin alegría, y sin embargo, sabía ya que aquel caso sería objeto de largos estudios en los archivos criminales, no solamente de París, sino de Londres, de Berlín, de Viena e incluso de Nueva York.
       ¡Al verle, se hubiera podido jurar que estaba borracho!




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