Thomas Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 - Suiza, 1955)


El accidente ferroviario (1909)
(“Das Eisenbahnglück”)
Originalmente publicado en Neue Freie Presse (Vienna), enero 6, 1909
Der kleine Herr Friedemann und andere Novellen (1922)


      ¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
       En una ocasión, ya hará unos dos años, me vi envuelto en un accidente ferroviario. Todavía me acuerdo muy bien de todos los detalles.
       No fue un accidente de primera categoría, nada de quedar hecho un acordeón con «masas irreconocibles» o algo parecido, nada de eso. Pero sí que fue un verdadero accidente ferroviario con todo lo que eso implica, y además en plena noche. No todo el mundo ha vivido algo así, de modo que os lo voy a contar lo mejor que sepa.
       Por aquel entonces yo iba de viaje a Dresde, invitado por unos promotores literarios. Por lo tanto, era uno de esos viajes artísticos para virtuosos que no me desagrada hacer de vez en cuando. En ellos uno representa, actúa y se muestra ante la masa jubilosa. No en balde soy un súbdito de Guillermo II. Además, al fin y al cabo Dresde es una ciudad bonita (sobre todo el Zwinger), y después me había propuesto subir al Weisser Hirsch por diez o quince días para cuidarme un poco y, si en virtud de las «aplicaciones terapéuticas» me llegara la inspiración, trabajar también algo. Con este propósito había colocado mi manuscrito en el fondo de la maleta junto con todas mis notas, un considerable legajo envuelto en papel marrón de embalar y atado con un cordel resistente con los colores de la bandera bávara.
       Me gusta viajar cómodo, sobre todo cuando me lo pagan. Así pues, recurrí al coche-cama, donde el día antes me había reservado un compartimento en primera clase, de modo que podía estar tranquilo. Aun así estaba nervioso, como siempre pasa en tales ocasiones, pues un viaje es como una aventura, y yo nunca lograré acostumbrarme lo suficiente a los medios de transporte. Sé positivamente que el tren nocturno a Dresde parte regularmente de la estación central de Múnich todas las tardes y que llega a Dresde todas las mañanas. Pero cuando yo mismo viajo en él y mi relevante destino queda vinculado con el suyo, eso se convierte en un asunto de vital importancia. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que el tren sale única y exclusivamente hoy y solamente por mí, y esa insensata equivocación tiene como consecuencia, naturalmente, una excitación sorda y profunda que no me abandona hasta haber dejado atrás todas las incomodidades de la partida: hacer las maletas, el trayecto hasta la estación con el coche de punto cargado, la llegada a la misma, la facturación del equipaje… y hasta haberme acomodado definitivamente y saberme seguro. Entonces, bien es verdad, nos vemos sumidos en una agradable relajación, la mente se centra en nuevos asuntos, el gran espacio desconocido se abre camino frente a nosotros, tras los arcos de la nave acristalada, y felices expectativas nos invaden el ánimo.
       Así sucedió también esta vez. Le había dado una buena propina al portador de mi equipaje, de modo que se quitó la gorra y me deseó buen viaje, y yo ya estaba fumándome mi cigarro vespertino mirando por la ventana del pasillo del coche-cama para contemplar el ir y venir que reinaba en el andén. Había silbidos y girar de ruedas, prisas, despedidas y el sonoro canturreo de un vendedor de periódicos y de refrescos, y sobre todas esas cosas las grandes lunas eléctricas resplandecían en la niebla vespertina de octubre. Dos mozos robustos recorrían todo el largo del tren en dirección al vagón de mercancías que estaba en la cabeza, tirando de una carretilla de mano repleta de equipaje. Pude reconocer claramente, a partir de algunas características familiares, mi propia maleta. Ahí estaba, una entre muchas, y en su fondo descansaba el valioso legajo. ¡Pues bien, pensé, nada de preocupaciones, está en buenas manos! Fíjate en ese revisor con bandolera de cuero, imponente mostacho policial y mirada acerba y vigilante. Mira cómo increpa a la anciana de mantilla negra y desgastada sólo porque, por un pelo, ha estado a punto de meterse en segunda clase. Aquí tenemos a nuestro paternal Estado, la viva encarnación de la autoridad y la seguridad. No es agradable tratar con el Estado, pues es severo e incluso rudo, aunque fiable. Uno siempre puede confiar en él, así que en estos momentos tu maleta está tan segura como en el mismísimo regazo de Abraham.
       Un señor deambula por el andén, en polainas y con un abrigo amarillo de otoño, y lleva un perro de la correa. Nunca en mi vida he visto un perro tan bonito. Era un dogo robusto, reluciente, musculoso y con manchas negras, y estaba tan bien cuidado y era tan gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. Este perro lleva un collar plateado y la correa a la que está atado es una trenza de cuero de colores. Pero todo eso no ha de extrañarnos en vistas de su amo, el señor de las polainas, que sin lugar a dudas es de la más noble ascendencia. Lleva un monóculo en el ojo, lo que le acentúa la expresión de la cara sin llegar a deformarla, y tiene el bigote recortado en forma de u invertida, lo que le procura una expresión despectiva y enérgica a las comisuras de la boca y a su barbilla. Ahora le está haciendo una pregunta al revisor de aire marcial, y este hombre sencillo, que enseguida sabe con quién se las está viendo, le responde llevándose la mano a la gorra. Entonces el señor continúa caminando, contento por el efecto que suscita su persona. Camina seguro con sus polainas, con expresión glacial, mirando duramente a los hombres y a las cosas. Está muy lejos de sentir nerviosismo de viajero, eso se nota enseguida. Para él una cosa tan habitual como salir de viaje no representa ninguna aventura. Camina por la vida como Pedro por su casa y no teme sus disposiciones ni sus fuerzas; él mismo es una de ellas. En una palabra: es un señor. Podría pasarme horas observándolo.
       Cuando se le antoja que ha llegado el momento, sube al tren (en ese preciso instante el revisor le está dando la espalda). Recorre el pasillo por detrás de mí y, aunque me da un golpe al pasar, no me dice «¡perdón!». ¡Un verdadero señor! Pero eso no es nada comparado con lo que viene a continuación: ¡el señor, sin pestañear, mete a su perro en el compartimento del coche-cama! Sin lugar a dudas, eso está prohibido. ¡Yo nunca me atrevería a meter un perro en mi compartimento! Pero él lo hace en virtud de los derechos que le otorga su carácter de señor en esta vida y cierra la puerta tras de sí.
       Suena un silbido, la locomotora responde, y el tren se pone en marcha poco a poco. Yo todavía me quedé mirando un rato por la ventana y vi a las personas que dejábamos atrás y que saludaban con la mano, vi el puente de hierro, vi luces que flotaban y se escabullían… Y entonces me retiré al interior del vagón.
       El coche-cama no estaba demasiado ocupado. Un compartimento contiguo al mío estaba vacío y no lo habían preparado para la noche, por lo que decidí instalarme en él y pasar una plácida hora de lectura. Así pues, fui a buscar mi libro y me puse cómodo. El sofá estaba tapizado con tela color salmón, había un cenicero en la mesita plegable y la luz de gas ardía luminosa. Y, fumando, me puse a leer.
       El revisor de los coches-cama entra servicialmente en el compartimento, me requiere el billete para la noche y yo se lo confío a sus manos negruzcas. Habla cortésmente, pero con un tono puramente oficial y se ahorra el humano saludo de buenas noches. A continuación se va para llamar a la puerta del gabinete contiguo. Pero no debería haberlo hecho, pues ahí mora el señor de las polainas, y ya fuera porque el señor no quería dejar que nadie viera a su perro o porque a esas horas ya se había acostado, el caso es que se enfureció terriblemente porque alguien tuviera la osadía de molestarlo. Incluso a pesar del traqueteo del tren logré percibir a través del fino tabique el estallido inmediato y elemental de su ira:
       —¡¿Qué demonios pasa?! —gritó—. ¡¡Haga el favor de dejarme en paz, rabo de mono!!
       Empleó la expresión «rabo de mono»: una expresión señorial, propia de jinetes y de caballeros, y oírla resultaba estimulante. Pero el revisor del coche-cama decidió negociar, pues el billete del señor debía de resultarle una posesión verdaderamente necesaria, y como yo salí al pasillo para seguir el incidente de cerca, fui testigo de cómo finalmente la puerta del señor se abrió un resquicio con un rápido empujón y el cuadernillo con el billete voló hacia el revisor, duro y enérgico, y le dio en pleno rostro. Lo cogió al vuelo con las dos manos, y aunque un extremo del billete le había dado en el ojo hasta el punto de hacerle saltar las lágrimas, juntó las piernas y dio las gracias llevándose la mano a la gorra. Conmocionado, volví a la lectura de mi libro.
       Entonces me dispuse a someter a consideración todo lo que pudiera hablar en contra de la decisión de fumarme otro cigarro y constaté que se trataba de argumentos prácticamente insignificantes. Así pues, me fumé otro en pleno traqueteo y en plena lectura, y me sentí a gusto y lleno de ideas. El tiempo transcurre deprisa; se hacen las diez, luego las diez y media o más, los pasajeros del coche-cama se retiran a dormir y finalmente llego conmigo mismo al acuerdo de hacer lo propio.
       Así pues, me pongo en pie y me dirijo a mi gabinete. Es un verdadero dormitorio, diminuto y lujoso, con las paredes recubiertas de cuero prensado, ganchos para colgar la ropa y un lavabo niquelado. La cama inferior está preparada con sábanas inmaculadas y la manta ha sido tentadoramente retirada. «¡Oh, maravillosa modernidad!», me digo para mis adentros. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa y se deja sacudir un poco a lo largo de la noche y eso tiene como consecuencia que a la mañana siguiente se encuentra en Dresde. Saqué mi bolsa de mano de la red para asearme un poco, sosteniéndola con los brazos estirados por encima de mi cabeza.
       Y en ese mismo instante tuvo lugar el accidente. Lo recuerdo como si fuera hoy.
       Hubo un golpe… Pero la palabra «golpe» dice bien poco. Fue un golpe tal que enseguida denotó ser maligno, un golpe terriblemente estruendoso y de tal violencia que la bolsa me salió volando de las manos, no sé hacia dónde, y yo mismo me vi dolorosamente impulsado contra la pared. Hasta aquí no había tiempo para adquirir conciencia. Pero lo que siguió fue un espantoso tambaleo del vagón, y durante el transcurso de este tambaleo sí que se dispuso de tiempo suficiente para sentir miedo. Es verdad que es normal que un vagón de tren se tambalee: en los cambios de vía, en las curvas cerradas… Eso ya se sabe. Pero éste era un tambaleo tal que no permitía estar de pie, el propio cuerpo era lanzado de una pared a otra y se veía zozobrar el vagón. Yo pensé en algo muy sencillo, pero lo pensé concentradamente y en exclusiva. Pensé: «Esto no va bien, esto no va bien, no, esto no va nada bien». Literalmente. Además, también pensé: «¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!». Pues yo sabía que sólo con que el tren se parara ya habríamos avanzado mucho. Y mira por donde, a esta orden mía callada y fervorosa el tren se detuvo.
       Hasta ese momento en todo el coche-cama había reinado un silencio mortal. Pero ahora empezaba a cundir el pánico. Los agudos gritos de las damas se mezclaron con las sordas exclamaciones de sobresalto de los hombres. Oí a alguien gritar «¡auxilio!» junto a mí y, no había duda, era exactamente la misma voz que horas antes había hecho uso de la expresión «rabo de mono», la voz del señor de las polainas, su voz descompuesta por el miedo. «¡Auxilio!», grita, y en el instante en que salgo al pasillo, donde ya empiezan a reunirse precipitadamente los pasajeros, sale disparado de su compartimento vestido con un pijama de seda y se queda ahí en medio con la mirada extraviada.
       —¡Por el amor de Dios! —dice—, ¡Señor Todopoderoso! —Y para acabar de humillarse y tal vez apartar así la aniquilación de su persona, añade todavía en tono suplicante—: ¡Jesusito de mi vida…!
       Pero de pronto se lo piensa mejor y decide ayudarse a sí mismo. Se abalanza sobre el armarito de la pared en el que, por lo que pudiera ser, cuelgan un hacha y una sierra y hace añicos el cristal con el puño, pero, como no consigue sacar las herramientas enseguida, decide dejarlas en paz y abrirse camino con salvajes empujones a través de los pasajeros reunidos, de una manera tal que las damas semidesnudas se ven impelidas a chillar de nuevo, y salta al exterior.
       Todo fue cosa de un instante. Hasta ese momento no sentí los efectos de mi sobresalto: cierta debilidad en la espalda y una incapacidad transitoria para tragar saliva. Todo el mundo rodea al revisor del coche-cama de manos negruzcas, que también ha acudido con los ojos enrojecidos. Las damas, con brazos y hombros desnudos, se retuercen las manos.
       Había sido un descarrilamiento, explicó el hombre, habíamos descarrilado (aunque eso era falso, como se vería después). Pero entonces resulta que bajo aquellas circunstancias el hombre nos sale locuaz: manda a paseo su objetividad oficial, los grandes acontecimientos le sueltan la lengua y nos habla en términos íntimos de su mujer.
       —Pues fíjate que hoy mismo le decía a mi mujer: «¡Mujer, a mí me da que hoy va a pasar algo!».
       ¿Y qué, es que no había pasado nada? Pues sí, claro que sí, en eso todos le dimos la razón. Para entonces el vagón estaba empezando a llenarse de humo, un humo denso que nadie sabía de dónde procedía, y todos preferimos salir a la noche del exterior.
       Pero eso sólo era posible dando un salto de considerable altura desde el estribo hasta la caja de la vía, pues no había andén, y además nuestro coche-cama estaba perceptiblemente torcido, inclinándose hacia el lado contrario. Aun así, las damas, que habían cubierto a toda prisa su desnudez, saltaron desesperadas y pronto nos hallamos todos entre las vías.
       La oscuridad era casi completa, pero se acertaba a vislumbrar que al menos por donde estábamos nosotros, ahí atrás, a los vagones no les había pasado nada, aunque estuvieran torcidos. Sin embargo, más adelante, ¡unos quince o veinte pasos más adelante…! No en vano el golpe había causado un estruendo terrible. Allí había un auténtico desierto de escombros. Al acercarse se podían ver las ruedas, y los haces de luz de las pequeñas linternas de los revisores las recorrían erráticamente.
       Llegaron noticias desde aquella zona, gente excitada que traía informes sobre la situación. Nos hallábamos en las proximidades de una pequeña estación, no muy lejos de Ratisbona, y por culpa de una aguja defectuosa nuestro rápido había ido a parar a una vía equivocada y había chocado a toda máquina con la cola de un tren de mercancías que estaba estacionado, expulsándolo fuera de la estación y aplastando sus vagones de cola. El propio rápido también se había visto muy afectado. La gran locomotora de la firma Maffei, de Múnich, había quedado completamente inservible. Valor: setenta mil marcos. Pero en los vagones anteriores, prácticamente tumbados de lado, sólo se habían desplazado parcialmente los asientos. No, gracias a Dios no había que lamentar pérdidas humanas. Alguien dijo algo de una anciana a la que habían tenido que «sacar», pero nadie la había visto. En cualquier caso, la gente había quedado amontonada, hubo algunos niños enterrados bajo el equipaje y en general el pánico había sido grande. El vagón del equipaje había quedado destrozado. ¿Cómo? ¿Qué dice que ha pasado con el vagón del equipaje? Que ha quedado destrozado.
       Y ahí me quedé yo…
       Un funcionario de ferrocarriles recorre el tren en toda su longitud: es el jefe de estación, y con voz salvaje y suplicante da órdenes a los pasajeros para mantenerlos dentro del tren, instándolos a que salgan de las vías y regresen al vagón. Pero nadie le hace caso, ya que va sin gorra y no tiene el porte adecuado. ¡Pobre hombre! Probablemente le había recaído a él la responsabilidad. A lo mejor su carrera acababa de terminar y su vida había quedado destrozada. No habría sido muy delicado preguntarle por el equipaje.
       Entonces pasa otro funcionario… Llega cojeando, y lo reconozco por su mostacho policial. Es el revisor, el revisor de mirada acerba y vigilante de aquella misma tarde, la viva imagen de nuestro paternal Estado. Cojea agachado, apoyando una mano en la rodilla, y no le preocupa nada más.
       —¡Ay, ay! —dice—. ¡Ay!
       —Pero bueno, ¿qué pasa?
       —Ay, señor, si yo estaba en medio, me golpeó en el pecho, me puse a salvo saliendo por el tejado. ¡Ay, ay!
       Este «ponerse a salvo saliendo por el tejado» sonaba a reportaje periodístico, pues seguro que aquel hombre no empleaba de ordinario la expresión «ponerse a salvo». Lo que acababa de vivir no había sido su desgracia, sino más bien un reportaje periodístico sobre su desgracia. Sin embargo, ¿de qué me servía eso a mí? Desde luego, no estaba en situación de proporcionarme ninguna información sobre mi manuscrito. Y entonces le pregunté por el equipaje a un joven que venía fresco y haciéndose el importante, estimulado por el desierto de escombros.
       —¡Pues mire, señor mío, nadie sabe cómo está el asunto! —Y su tono de voz me estaba dando a entender que podía darme por contento por haber salido entero de ésta—. Todo está revuelto. Zapatos de mujer… —dijo con un salvaje ademán aniquilador, arrugando la nariz—. Los trabajos de desescombro nos lo dirán. Zapatos de mujer…
       Y ahí me quedé yo. Completamente solo me quedé ahí, en medio de la noche, en medio de las vías y poniendo a prueba mi corazón. Trabajos de desescombro. Iban a realizarse trabajos de desescombro con mi manuscrito. Así pues, estaba destrozado; seguramente desgarrado y aplastado. Mi colmena, mi artificio, mi astuta madriguera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí mismo… ¿Qué iba a hacer si las cosas se quedaban así? No tenía ninguna copia de lo que ya había escrito, de lo que ya estaba definitivamente juntado y soldado, de lo que ya palpitaba y resplandecía… Por no hablar de mis notas y estudios, todo mi tesoro de material acaparado, reunido, adquirido, acechado, capturado y padecido durante años. Así pues, ¿qué iba a hacer? Me ausculté con precisión a mí mismo y me di cuenta de que volvería a empezar desde el principio. Sí, con paciencia animal, con la tenacidad de una criatura primitiva a la que alguien le ha destrozado la obra prodigiosa y complicada fruto de su diminuta inteligencia y aplicación, pasado el primer instante de confusión y de perplejidad volvería a comenzarlo todo de nuevo, y quizá esta vez me resultaría algo más fácil…
       Pero entretanto habían llegado los bomberos, provistos de antorchas que despedían una luz rojiza sobre los escombros, y cuando me aproximé a los coches delanteros para ver el vagón de equipajes, resultó que estaba prácticamente intacto, y que a las maletas no les faltaba nada. Los objetos y mercancías que estaban diseminadas por doquier procedían del tren de mercancías: una cantidad innumerable de ovillos de cordel, un auténtico mar de ovillos de cordel que cubría prácticamente todo el suelo.
       Entonces me sentí aligerado y me mezclé entre la gente, que estaba ahí de pie, parloteando y entablando amistad con motivo de su infortunio, fanfarroneando y dándose importancia. Una cosa parecía segura: que el maquinista del tren se había comportado valerosamente y prevenido una enorme desgracia al tirar en el último instante del freno de emergencia. De lo contrario, decían, todo el tren habría quedado inevitablemente hecho un acordeón y se habría precipitado por el talud de considerable pendiente que quedaba a mano izquierda. ¡Alabado sea el maquinista! No estaba en ninguna parte, nadie lo había visto. Pero su fama se extendió por todo el tren y todos lo elogiamos en su ausencia.
       —Ese hombre —dijo un señor, señalando con el brazo estirado a algún punto impreciso de la noche—, ese hombre nos ha salvado a todos.
       Y todos asentimos.
       Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía, y por eso se trataba de asegurar los vagones de cola para que ningún otro tren chocara con él por detrás. Así, los bomberos con sus antorchas se colocaron en el último vagón, y también el excitado joven que me había asustado tanto hablándome de los zapatos de señora había agarrado una antorcha que balanceaba haciendo señales, a pesar de que no se veían trenes por ninguna parte.
       Y poco a poco algo vagamente similar al orden fue apoderándose de aquella situación, y nuestro paternal Estado adquirió un porte y respeto renovados. Ya se había enviado un telegrama y se habían adoptado todas las medidas necesarias; un tren auxiliar de Ratisbona entró resoplando en la estación y se colocaron grandes focos de gas con reflectores en el lugar que ocupaban los escombros. A continuación los pasajeros fuimos desalojados del tren y se nos indicó que aguardáramos en la casita de la estación a ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas atadas con una cuerda, recorrimos una calle formada por filas de nativos curiosos y entramos en la salita de espera, donde nos amontonamos lo mejor que pudimos. Y al cabo de una hora más, todo el mundo había sido agrupado ya, a la buena de Dios, en un tren especial.
       Yo tenía un billete de primera clase (dado que me pagaban el viaje), pero eso no me sirvió de nada, pues la primera clase era la que prefería todo el mundo, de modo que sus compartimentos estaban aún más llenos que los demás. Sin embargo, después de haber conseguido hacerme con un hueco, ¿a quién vi frente a mí, arrinconado en un extremo? Nada más y nada menos que al señor de las polainas y de las expresiones de jinete, a mi héroe. No llevaba consigo a su perrito; se lo habían quitado, y ahora, a pesar de todos los derechos que a su amo le otorgaba su carácter señorial, estaba encerrado en una oscura mazmorra situada justo detrás de la locomotora y no cesaba de aullar. También este señor tiene un billete de color amarillo que no le sirve de nada y está murmurando. Hace un intento por rebelarse contra el comunismo, contra esa gran igualación del ser humano que tiene lugar ante la superioridad de la desgracia. Pero un hombre le responde con probidad:
       —¡Dé gracias por estar sentado!
       Y, con una sonrisa avinagrada, el señor se resigna a aquella delirante situación.
       Y ahora, ¿quién está entrando en el vagón, sostenida por dos bomberos? Una pequeña anciana, una madrecita de mantilla desgastada, la misma que en Múnich, por un pelo, estuvo a punto de meterse en segunda clase.
       —¿Esto es primera clase? —pregunta una y otra vez—. ¿De verdad que esto es primera clase?
       Y cuando se lo hubimos asegurado y le hicimos sitio, se dejó caer con un «¡Gracias a Dios!» sobre los cojines de felpa como si su salvación no se hubiera producido hasta ese momento.
       En Hof eran las cinco y ya había amanecido. Allí nos ofrecieron un desayuno y me recogió un tren rápido que me llevó a mí y a mis cosas a Dresde con tres horas de retraso.
       Sí, éste fue el accidente de tren que yo viví. Alguna vez tenía que sucederme. Y aunque los expertos en lógica puedan hacerme alguna objeción al respecto, creo que a partir de ahora sí que cuento con un grado de probabilidad considerable de que, por lo pronto, nunca más volverá a pasarme nada parecido.



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