Thomas Mann
(Lübeck, Alemania, 1875 - Suiza, 1955)


El pequeño señor Friedeman (1897)
(Der kleine Herr Friedemann. Novellen, 1898)


1

       La nodriza tenía la culpa. ¿De qué había servido que, a la primera sospecha, la señora del cónsul Friedemann la instara muy seriamente a reprimir ese vicio? ¿De qué había servido que le diera cada día un vaso de vino tinto además de la nutritiva cerveza? De pronto salió a la luz que la muchacha estaba dispuesta incluso a beberse el alcohol de quemar que se empleaba para el hornillo de la cocina y, antes de que llegara su sustituta, antes de que hubieran podido echarla, sucedió la desgracia. Un día, cuando la madre y las tres hijas adolescentes regresaron de una salida, el pequeño Johannes, que apenas tenía un mes, yacía en el suelo gimiendo en un estremecedor hilo de voz tras haberse caído de la mesa de cambiar los pañales, junto a la alelada nodriza.
       El médico, que examinó con precavida firmeza los miembros de la pequeña criatura deformada y temblorosa, puso una expresión seria, muy seria, mientras las tres hijas sollozaban en un rincón y la señora Friedemann rezaba en voz alta con el corazón aterrorizado.
       Aquella pobre mujer había tenido que soportar que, incluso antes de nacer el pequeño, su esposo, cónsul de los Países Bajos, le fuera arrebatado por una enfermedad tan repentina como intensa y todavía estaba demasiado conmocionada como para albergar siquiera la esperanza de que le fuera dado conservar a su pequeño Johannes. No obstante, a los dos días el médico, con un alentador apretón de manos, le declaró que el niño estaba fuera de peligro por el momento y, sobre todo, que su leve afección cerebral estaba plenamente superada, algo apreciable ya en su mirada, que había dejado de mostrar la rígida expresión del principio… Ciertamente, había que permanecer a la espera de la evolución posterior del paciente y… esperar lo mejor. Lo dicho: esperar lo mejor.

2

       La gran casa con frontón en la que creció Johannes Friedemann estaba situada en la entrada septentrional de aquella antigua ciudad comercial de tamaño medio. Por la puerta de la casa se accedía a un vestíbulo amplio y empedrado desde el que una escalera con barandillas de madera pintadas de blanco conducía hasta los pisos. El papel de las paredes de la sala del primero mostraba paisajes deslucidos y la pesada mesa de caoba cubierta con un mantel granate de felpa estaba rodeada por asientos de respaldo rígido.
       Durante su infancia, Johannes pasó mucho tiempo en esta estancia, frente a la ventana que siempre tenía hermosas flores en el alféizar, sentado en un banquillo a los pies de su madre. A veces, mientras contemplaba su cabellera lisa y gris y su rostro bondadoso y dulce y aspiraba el leve aroma que emanaba de ella, escuchaba atentamente algún cuento maravilloso. Otras se hacía mostrar el retrato de su padre, un caballero de aspecto amable y patillas grises. Su madre le decía que estaba en el cielo, donde los estaría esperando a todos.
       Detrás de la casa había un pequeño jardín en el que en verano solían pasar buena parte del día, a pesar del vaho dulzón que llegaba con frecuencia desde una cercana fábrica de azúcar. En él se erigía un viejo y nudoso nogal, a cuya sombra se sentaba el pequeño Johannes en un asiento bajo de madera para cascar nueces, mientras la señora Friedemann y las tres hermanas ya crecidas se acomodaban juntas bajo un toldo de lona gris. No obstante, la madre alzaba muchas veces la mirada de su labor para dirigirla al niño con una cordialidad no exenta de aflicción.
       Desde luego, el pequeño Johannes no era nada hermoso, y verlo así, sentado sobre el banquillo con el pecho puntiagudo y elevado, la espalda profundamente encorvada y los brazos demasiado largos y flacos cascando nueces con ágil afán, constituía una visión singular en extremo. En cambio, sus manos y pies eran delgados y de formación delicada y tenía grandes ojos castaños de rebeco, la boca amplia y el cabello fino y rubio oscuro. A pesar de tenerlo tan lastimosamente encasquetado entre los hombros, casi podía decirse que su rostro era bello.

3

       A los siete años de edad lo enviaron a la escuela. A partir de entonces los años transcurrieron de forma rápida y regular. Todos los días, con ese paso cómicamente solemne que caracteriza a veces a los contrahechos, Johannes caminaba entre las fachadas con frontones y las tiendas en dirección al viejo edificio de la escuela con sus bóvedas góticas. Una vez en casa, después de haber hecho los deberes, leía alguno de sus libros de bonitas cubiertas de colores o se distraía en el jardín mientras sus hermanas se ocupaban de la administración doméstica que la madre enfermiza apenas podía asumir. También hacían visitas de sociedad, pues los Friedemann eran una de las mejores familias de la ciudad. No obstante, por desgracia las hijas aún no habían podido casarse, pues su fortuna no era precisamente elevada y eran bastante feas.
       También Johannes recibía alguna que otra invitación de otros compañeros de su edad, pero el trato con ellos no le resultaba demasiado agradable. No podía participar en sus juegos y, como en su presencia los chicos siempre se mostraban inhibidos y reservados, nunca llegaba a producirse una auténtica camaradería.
       Llegó la época en que Johannes les oyó hablar de ciertas experiencias en el patio de la escuela. Él escuchaba atentamente y con los ojos muy abiertos su pasión por tal o cual jovencita, pero nunca decía nada. Estas cosas que, al parecer, tanto llenaban a los demás —se dijo— formaban parte de todas esas experiencias para las que él no estaba capacitado, como la gimnasia y el juego de pelota. A veces esto lo ponía un poco triste. Pero de todos modos ya estaba acostumbrado desde siempre a vivir por su cuenta y a no compartir los intereses de los demás.
       Aun así, Johannes debía de tener unos dieciséis años cuando sintió una repentina inclinación por una muchacha de su misma edad. Era la hermana de uno de sus compañeros de clase, una criatura rubia y desenvuelta a la que conoció a través de su hermano. Cuando estaba cerca de ella sentía un extraño embarazo, mientras que la manera inhibida y artificialmente amistosa en que también ella lo trataba lo sumía en una profunda tristeza.
       Una tarde de verano, al pasear en solitario por las murallas de la ciudad, percibió un susurro tras un matojo de jazmines y espió cuidadosamente entre las ramas. En el banco que había en aquel lugar halló a la muchacha sentada junto a un joven alto y pelirrojo al que conocía muy bien. El joven le había pasado el brazo por los hombros y le estaba estampando un beso en los labios al que ella respondió entre risitas. Tras haber asistido a esta escena, Johannes Friedemann se dio la vuelta y se marchó en silencio.
       Tenía la cabeza más encasquetada que nunca entre los hombros, las manos le temblaban y un dolor agudo y apremiante le subía del pecho a la garganta, pero hizo un esfuerzo por tragárselo y se incorporó con decisión, lo mejor que pudo. «Muy bien», se dijo a sí mismo, «se ha terminado. No quiero volver a preocuparme nunca más por este tipo de cosas. Puede que a los demás les procure felicidad y alegría, pero a mí no va a traerme sino aflicción y dolor. Se acabó. No voy a darle más vueltas. Nunca más».
       La decisión le sentó bien. Había renunciado, renunciado para siempre. Se fue a casa y cogió un libro o tocó el violín, actividad que había aprendido a pesar de la deformación de su pecho.

4

       A los diecisiete años dejó la escuela para hacerse comerciante, profesión que ejercía todo el mundo en su círculo, y entró como aprendiz en el gran comercio de maderas del señor Schlievogt, allá abajo, junto al río. Lo trataban con consideración mientras él, por su parte, era cordial y voluntarioso. Así fue pasando el tiempo, pacífico y ordenado. Sin embargo, al cumplir los veintiún años, murió su madre tras una larga agonía.
       Eso causó un gran dolor a Johannes Friedemann, dolor que no dejó de sentir en mucho tiempo. Era un dolor del que disfrutaba, al que se entregaba como quien se somete a una gran felicidad, lo preservaba a base de miles de recuerdos de su infancia y lo explotaba como el primer acontecimiento intenso de su vida.
       ¿Acaso la vida no es un bien por sí mismo, aunque no se desarrolle precisamente de un modo que podamos considerar «feliz»? Johannes Friedemann lo sentía así y amaba la vida. Nadie es capaz de comprender con qué íntimo detalle precisamente él, que había renunciado a la máxima felicidad que la vida puede brindarnos, sabía disfrutar de los placeres que ésta ponía a su alcance. Un paseo en primavera por los parques de las afueras de la ciudad, el perfume de una flor, el canto de un pájaro… ¿No podía uno sentirse agradecido por tales cosas?
       Y que para la voluptuosidad hacía falta cultura; es más, que la cultura era una forma de voluptuosidad por sí misma: también eso supo comprenderlo. Así que se cultivó. Amaba la música y acudía a todos los conciertos que se celebraran en la ciudad. Con el tiempo aprendió a tocar bastante bien el violín, aunque ofreciera un aspecto de lo más extraño con el instrumento en las manos, y disfrutaba de todos y cada uno de los tonos bellos y dulces que lograba emitir. Con el tiempo, a base de muchas lecturas, también logró desarrollar un buen gusto literario, aunque en aquella ciudad no pudiera compartirlo con nadie. Estaba informado de las últimas publicaciones tanto nacionales como extranjeras, sabía paladear el encanto rítmico de un poema, dejar que actuara sobre él la atmósfera íntima de un relato escrito con habilidad… ¡Oh, si casi se podía decir que era un epicúreo…!
       Aprendió a comprender que todo era digno de ser disfrutado y que resultaba poco menos que estúpido distinguir entre experiencias felices e infelices. Absorbía con la mejor disposición todos los sentimientos y estados de ánimo y los cuidaba, tanto si eran tristes como alegres. También cultivaba los deseos incumplidos: la nostalgia. Amaba la nostalgia por sí misma y se decía que, una vez cumplido el deseo, lo mejor de ella habría pasado ya. ¿Acaso esa nostalgia y esa esperanza dulce, dolorosa y vaga de las tranquilas tardes de primavera no causaba mayor placer que todas las consumaciones que pudiera traer el verano? ¡Efectivamente, el pequeño señor Friedemann era un epicúreo!
       Seguramente la gente que lo saludaba por la calle con aquella amabilidad compasiva a la que estaba acostumbrado desde siempre no lo supiera. No sabía que ese infeliz jorobado que se paseaba por la calle con su superioridad amanerada, su abrigo claro y su reluciente sombrero de copa (curiosamente, era un poco vanidoso) amaba tiernamente esa vida que transcurría dulcemente, sin grandes afectos, pero llena de una felicidad serena y delicada que él sabía procurarse a sí mismo.

5

       Sin embargo, la afición principal del señor Friedemann, su pasión propiamente dicha, era el teatro. Poseía un sentido dramático inusualmente intenso y, frente a un imponente golpe de efecto escénico o frente a la catástrofe de una tragedia, todo su diminuto cuerpo podía ponerse a temblar. Tenía asignada una butaca en un palco del primer piso del teatro municipal que ocupaba regularmente, acompañado de vez en cuando por sus tres hermanas. Desde la muerte de la madre las tres llevaban solas toda la administración doméstica de la vieja casa, cuya propiedad compartían con su hermano.
       Por desgracia seguían solteras, pero habían llegado a una edad en la que tenían que conformarse, pues Friederike, la mayor, le llevaba diecisiete años al señor Friedemann. Ella y su hermana Henriette eran demasiado altas y delgadas, mientras que Pfiffi, la más joven, parecía excesivamente bajita y entrada en carnes. Esta última, por cierto, tenía una graciosa manera de sacudirse a cada palabra, humedeciéndosele las comisuras de los labios.
       El pequeño señor Friedemann no se preocupaba demasiado por las tres muchachas. Ellas, en cambio, estaban muy unidas y siempre defendían la misma opinión. Sobre todo cuando se producía un compromiso matrimonial en su círculo de amistades, afirmaban al unísono que se trataba de una noticia m-u-y satisfactoria.
       Su hermano continuó viviendo con ellas incluso cuando dejó el comercio de madera del señor Schlievogt para independizarse haciéndose cargo de algún pequeño comercio, una agencia o algo similar que no diera demasiado trabajo. Ocupaba unas habitaciones de la planta baja de la casa para así no tener que subir las escaleras más que para ir a comer, ya que a veces padecía un poco de asma.
       En su trigésimo cumpleaños, un día luminoso y cálido de junio, se acomodó después de comer bajo el toldo de lona gris del jardín con un nuevo reposacabezas cilíndrico que le había hecho Henriette, un buen puro en la boca y un buen libro en las manos. De vez en cuando lo dejaba a un lado para atender al alegre piar de los gorriones en el viejo nogal y contemplar el pulcro sendero de grava que conducía a la casa y el cuadrado de césped con parterres de colores.
       El pequeño señor Friedemann no llevaba barba y su rostro prácticamente no había cambiado. Sólo sus facciones se habían vuelto algo más pronunciadas. Su rubio y fino cabello era liso y se lo peinaba con la raya a un lado.
       Una vez, después de dejar caer el libro sobre el regazo y de escudriñar el cielo azul y soleado, se dijo: «Ya han pasado treinta años. A partir de ahora quizá vengan diez más o incluso veinte. Sólo Dios lo sabe. Llegarán tranquilamente y sin hacer ruido y pasarán como todos los que han transcurrido ya, mientras yo los espero con el alma en paz».

6

       En julio de ese mismo año se produjo un cambio en la comandancia del distrito que conmocionó a todo el mundo. El caballero obeso y jovial que hacía muchos años que ocupaba aquel puesto había sido muy apreciado en los círculos sociales de la ciudad y todos lamentaron verlo partir. Sólo Dios sabe en virtud de qué circunstancias fue precisamente al señor Von Rinnlingen a quien enviaron desde la capital.
       Con todo, el cambio no parecía ser tan malo, pues el nuevo teniente coronel, casado, pero sin hijos, decidió alquilar un amplio palacete en un suburbio del sur, de lo que se dedujo que tenía la intención de celebrar recepciones. En cualquier caso, el rumor de que era un hombre muy adinerado también se vio confirmado por la circunstancia de que trajera consigo cuatro criados, cinco caballos de silla y de tiro, un landó y un pequeño coche de caza.
       Poco después de su llegada los señores empezaron a hacer visitas a las familias más reputadas y su nombre estaba en boca de todos. No obstante, el verdadero foco de interés no era de ningún modo el señor Von Rinnlingen, sino su esposa. Los caballeros estaban estupefactos y, por de pronto, aún no habían tenido ocasión de formarse un juicio de valor. Las damas, en cambio, desaprobaban directamente el ser y la esencia de Gerda von Rinnlingen.
       —Que se le note el aire de la capital —dijo al respecto la señora del abogado Hagenström en una charla que mantuvo con Henriette Friedemann—, pues bien, eso es de lo más natural. Fuma, monta a caballo… ¡De acuerdo! Pero su comportamiento no es sólo liberal, sino campechano. Aunque ésta tampoco es la palabra adecuada… Mire usted, desde luego que no es fea, incluso se podría decir que es guapa: pero, aun así, prescinde de todo encanto femenino y a su mirada, a su manera de reír y a sus movimientos les falta todo lo que gusta a los hombres. No es coqueta, y Dios sabe que yo sería la última en encontrar reprochable que no lo sea. Pero ¿acaso una mujer tan joven, de veinticuatro años, debe… prescindir por completo de su capacidad natural de atracción? Querida, yo no soy muy hábil para expresarme, pero sé lo que quiero decir. De momento todavía tenemos a nuestros hombres desconcertados, pero ya verá como en un par de semanas apartarán la cabeza con asco cuando la vean pasar…
       —Pues tiene el riñón muy bien cubierto… —dijo la señorita Friedemann.
       —¡Ah sí, claro, su marido…! —exclamó la señora Hagenstróm—. Pero ¿cómo lo trata? ¡Debería usted verlo! ¡Y lo verá! Soy la primera en defender que una mujer casada tiene que mostrarse hasta cierto punto reservada con el sexo opuesto, pero… ¿cómo se comporta con su propio marido? Lo mira con una frialdad y tiene una manera de llamarlo «mi querido amigo», como si se estuviera compadeciendo de él, que me tienen indignada. ¡Y eso que habría que verlo! ¡Cortés, firme, caballeroso, un hombre de cuarenta años perfectamente conservado, un oficial brillante! Cuatro años llevan de casados… ¡Querida…!

7

       El lugar en que al pequeño señor Friedemann le fue dado ver a la señora Von Rinnlingen por primera vez fue la calle principal, ocupada prácticamente sólo por comercios, y el encuentro se produjo al mediodía, justo cuando regresaba de la bolsa, en cuyas transacciones había intervenido un poco.
       Iba paseando, diminuto y solemne, junto al mayorista Stephens, un hombre inusualmente alto y robusto de patillas de corte redondo y cejas terriblemente pobladas. Los dos llevaban sombrero de copa y el abrigo abierto porque hacía mucho calor. Hablaban de política mientras golpeaban rítmicamente la acera con sus bastones de paseo. Pero cuando más o menos hubieron llegado a media calle, el mayorista Stephens dijo de pronto:
       —¡Que el diablo me lleve si esa que viene por ahí en coche no es la Rinnlingen!
       —Una ocasión estupenda —dijo el señor Friedemann con su voz aguda y algo penetrante, mirando al frente con expectación—, pues aún no he tenido oportunidad de verla. Ahí tenemos su coche amarillo.
       En efecto, era el coche amarillo de caza el que la señora Von Rinnlingen había decidido emplear hoy, y era ella misma quien llevaba las riendas de los dos esbeltos caballos, mientras el criado permanecía a sus espaldas con los brazos cruzados. Llevaba una chaqueta amplia y muy clara sobre una falda también de color claro. Bajo el pequeño y redondo sombrero de paja se le escapaba el cabello rubio cobrizo, peinado por encima de las orejas y recogido en un gran moño en la nuca. El cutis de su rostro ovalado era de un blanco mate y en las comisuras de sus ojos castaños, inusualmente juntos, podían percibirse sombras azuladas. Sobre su nariz corta, pero de fina silueta, había un pequeño arco de pecas que le sentaba muy bien. No se podía apreciar a ciencia cierta si su boca era hermosa, pues no cesaba de entresacar y meter el labio inferior, rozándolo con el superior.
       El mayorista Stephens saludó con extraordinario respeto cuando el coche llegó hasta donde se encontraban y también el pequeño señor Friedemann se quitó el sombrero, mirando atentamente a la señora Von Rinnlingen con los ojos muy abiertos. Ella bajó la fusta, asintió levemente con la cabeza y continuó despacio su camino, contemplando las casas y los escaparates a izquierda y derecha.
       Unos pasos después dijo el mayorista:
       —Ha salido a dar un paseo y ahora regresa a casa.
       El pequeño señor Friedemann no respondió, sino que mantuvo la mirada fija en el pavimento. Un instante después miró de repente al mayorista y preguntó:
       —¿Cómo dice?
       Y el señor Stephens le repitió su aguda observación.

8

       Tres días más tarde, a las doce del mediodía, Johannes Friedemann regresaba de su paseo diario. La comida era a las doce y media, por lo que ya se disponía a ir por media hora a su despacho, situado justo a la derecha de la puerta de entrada, cuando la doncella atravesó el vestíbulo y le dijo:
       —Ha venido una visita, señor Friedemann.
       —¿A verme a mí? —inquirió.
       —No, está arriba, con las damas.
       —Y ¿quién es?
       —El teniente coronel Von Rinnlingen y su esposa.
       —¡Ah! —dijo el señor Friedemann—, entonces debería…
       Y subió las escaleras. Una vez en el piso de arriba atravesó el rellano; ya tenía en la mano el pomo de la puerta alta y blanca que conducía a la «sala de los paisajes» cuando se detuvo de pronto, retrocedió un paso, dio media vuelta y se volvió a ir despacio tal y como había venido. Y aunque estaba completamente solo, se dijo en voz muy alta a sí mismo:
       —No. Mejor no.
       Bajó a su despacho, se sentó al escritorio y cogió el periódico. Sin embargo, un minuto después lo dejó caer sobre la mesa y miró a un lado, por la ventana. Permaneció así hasta que llegó la doncella y anunció que la comida estaba servida. Entonces subió al comedor, donde las hermanas ya lo estaban esperando, y tomó asiento en su silla, sobre la que había tres libros de partituras.
       Henriette, que estaba sirviendo la sopa, dijo:
       —¿Sabes quién ha venido, Johannes?
       —¿Y bien? —preguntó él.
       —El nuevo teniente coronel y su esposa.
       —¿Ah, sí? Muy amable de su parte.
       —Sí —dijo Pfiffí mientras se le humedecían las comisuras de los labios—, a mí me parece que los dos son de lo más agradable.
       —En cualquier caso —dijo Friederike—, no deberíamos tardar mucho en devolverles la visita. Propongo que vayamos pasado mañana, el domingo.
       —El domingo —repitieron Henriette y Pfiffí.
       —Vendrás con nosotras, ¿verdad, Johannes? —preguntó Friederike.
       —¡Naturalmente! —dijo Pfiffi, estremeciéndose.
       El señor Friedemann no se había percatado de la pregunta y siguió comiendo la sopa con expresión quieta y temerosa. Era como si estuviera a la escucha de algún ruido siniestro.

9

       La noche siguiente se representaba el Lohengrin en el teatro municipal y todo el mundo culto se hallaba presente. El pequeño patio de butacas estaba repleto e invadido por murmullos, olor a gas y perfumes. No obstante, todos los anteojos, tanto en la platea como en los palcos, habían sido enfocados al palco trece, justo a la derecha del escenario, pues era la primera vez que aparecían en él el señor Von Rinnlingen y esposa, y por fin se tenía ocasión de examinar a fondo a la pareja.
       Cuando el pequeño señor Friedemann, con impecable traje negro y reluciente pechera blanca que sobresalía en punta, entró en su palco —el número trece—, se sobresaltó en el umbral, llevándose la mano a la frente y abriendo convulsivamente las aletas de la nariz. No obstante, tomó asiento en su butaca, a la izquierda de la señora Von Rinnlingen.
       Ella se quedó mirándolo atentamente mientras se sentaba, sacando el labio inferior, y a continuación se volvió para intercambiar unas palabras con su esposo, que estaba sentado tras ella. Era un caballero alto y robusto de bigote acicalado y rostro moreno y bondadoso.
       Cuando sonaron los primeros acordes de la obertura y la señora Von Rinnlingen se inclinó sobre el antepecho, el señor Friedemann deslizó brusca y fugazmente la mirada hacia ella. Llevaba un vestido de gala claro y era la única de las damas presentes que incluso iba algo escotada. Las mangas eran muy amplias y vaporosas y los guantes blancos le llegaban hasta el codo. Esta noche su figura se revelaba exuberante, cosa que unos días antes, cuando llevaba la chaqueta amplia, no se había hecho notar. Su pecho subía y bajaba lentamente en toda su plenitud y el moño de su cabello rubio cobrizo le caía pesado y profundo en la nuca.
       El señor Friedemann estaba pálido, mucho más pálido que de costumbre, y la frente se le había perlado de sudor bajo el liso cabello rubio oscuro. La señora Von Rinnlingen se había quitado el guante del brazo izquierdo que tenía apoyado sobre el terciopelo rojo del antepecho y él no tuvo más remedio que ver durante todo el rato ese brazo redondo y de mate blancura, cubierto, al igual que la mano desnuda, de finas venas de color azul pálido. Era inevitable.
       Cantaron los violines, arremetieron los trombones, cayó Telramund y un júbilo generalizado imperaba en la orquesta mientras el pequeño señor Friedemann permanecía inmóvil, pálido y silencioso, la cabeza profundamente encasquetada entre los hombros, el dedo índice en los labios y la otra mano en la solapa del chaqué.
       Mientras caía el telón, la señora Von Rinnlingen se levantó para abandonar el palco con su marido. El señor Friedemann se dio cuenta sin necesidad de mirar, se pasó el pañuelo levemente por la frente, se puso en pie de pronto, fue hasta la puerta que conducía al pasillo, regresó de nuevo, se volvió a sentar en su butaca y permaneció impertérrito en ella, en la misma postura que había adoptado anteriormente.
       Cuando sonó el timbre y sus vecinos de palco volvieron a entrar, sintió que los ojos de la señora Von Rinnlingen se habían posado en él y, sin querer, se volvió hacia ella. Cuando sus miradas se encontraron, ella no desvió la suya, sino que continuó observándolo atentamente sin el menor asomo de embarazo hasta que él mismo, forzado y humillado, tuvo que bajar los ojos. Al hacerlo se puso aún más pálido y se vio invadido por una extraña ira corrosiva y dulzona… La música empezó a sonar otra vez.
       Cuando este acto ya se acercaba a su final, sucedió que la señora Von Rinnlingen dejó que se le deslizara el abanico de la mano y que cayera al suelo justo al lado del señor Friedemann. Los dos se agacharon al mismo tiempo, pero fue ella quien lo tomó y dijo, con una sonrisa burlona:
       —Gracias.
       Sus cabezas habían estado muy cerca una de otra y, por un instante, el señor Friedemann se había visto obligado a respirar el cálido aroma de su pecho. Tenía el rostro desencajado, se le había contraído todo el cuerpo y su corazón palpitaba de un modo tan terriblemente pesado e impetuoso que se quedó sin aliento. Permaneció sentado medio minuto más y entonces empujó la butaca hacia atrás, se puso en pie sin hacer ruido y se fue en silencio.

10

       Seguido por el eco de la música, se marchó atravesando el vestíbulo, fue a la guardarropía a buscar su sombrero de copa, su abrigo de color claro y su bastón y bajó las escaleras hasta salir a la calle.
       Era una noche cálida y silenciosa. A la luz de las farolas de gas, las casas grises con frontones se recortaban contra el cielo, en el que centelleaban, claras y dulces, las estrellas. Los pasos de las pocas personas que se iban cruzando con el señor Friedemann resonaban en la acera. Alguien lo saludó, pero él no se dio cuenta. Andaba extremadamente cabizbajo y su pecho elevado y puntiagudo temblaba de tan pesada que era su respiración. De vez en cuando se decía en voz baja:
       —¡Dios mío! ¡Dios mío!
       Estaba escudriñando con mirada horrorizada y temerosa su interior y viendo cómo su sensibilidad, que con tanto esmero había cuidado siempre, a la que trataba con tanta dulzura e inteligencia, se había visto violentamente sacudida, agitada, desquiciada… Y de repente, totalmente trastornado, en un estado de aturdimiento, ebriedad, nostalgia y tormento, se apoyó contra una farola y susurró trémulo:
       —¡Gerda!
       Todo siguió en silencio. En aquel instante no se veía un alma. El pequeño señor Friedemann se recobró y continuó caminando. Había recorrido la calle del teatro, que descendía con considerable pendiente en dirección al río, y ahora seguía la calle principal en dirección al norte, a su casa…
       ¡De qué manera lo había mirado…! ¿Cómo? ¿Así que lo había obligado a bajar los ojos? ¿Lo había humillado con su mirada? ¿Acaso ella no era una mujer y él un hombre? ¿Y es que sus extraños ojos castaños no habían temblado literalmente de placer al humillarlo?
       Otra vez sentía ascender por su interior ese odio impotente y voluptuoso, pero entonces recordó el momento en que su cabeza había rozado la de ella, en que había aspirado el aroma de su cuerpo, y se detuvo por segunda vez, reclinó hacia atrás su cuerpo contrahecho, tomó aire entre dientes y murmuró, de nuevo completamente desorientado, desesperado, fuera de sí:
       —¡Dios mío…! ¡Dios mío!
       Y otra vez continuó caminando mecánicamente, con lentitud, a través del bochornoso aire nocturno, por las calles vacías y resonantes, hasta que se halló frente a su casa. Se quedó un rato en el vestíbulo y aspiró el olor frío y húmedo que flotaba en él. Después entró en su despacho.
       Se sentó al escritorio junto a la ventana abierta y fijó la vista en una gran rosa amarilla que alguien le había puesto ahí en un vaso de agua. La tomó y aspiró su perfume con los ojos cerrados. Pero entonces la dejó a un lado con ademán fatigado y triste. No, eso se había terminado. ¿Qué significaba ya para él ese aroma? ¿Qué le importaban todas esas cosas que habían constituido hasta entonces su felicidad?…
       Volvió la cabeza y miró la calle silenciosa. De vez en cuando oía incrementarse el sonido de unos pasos que después pasaban de largo. Las estrellas brillaban. ¡Qué cansado y débil se sentía! Se notaba vacía la cabeza y su desesperación empezó a disolverse en una melancolía grande y dulce. Un par de versos pasaron por su mente, la música de Lohengrin resonó de nuevo en sus oídos, volvió a ver frente a él la figura de la señora Von Rinnlingen, su brazo blanco sobre el terciopelo rojo, y entonces le acometió un sueño pesado y febril.

11

       Estuvo varias veces a punto de despertar, pero le daba miedo, de modo que volvía a caer una y otra vez en una renovada inconsciencia. Cuando ya se había hecho plenamente de día, abrió los ojos y miró a su alrededor con mirada dolorosa y abierta. Lo recordaba todo perfectamente. Era como si su sufrimiento no se hubiera visto interrumpido por el sueño.
       Tenía la cabeza pesada y le ardían los ojos. Pero en cuanto se hubo lavado y humedecido la frente con agua de colonia se sintió mejor y volvió a sentarse inmóvil en su lugar junto a la ventana, que se había quedado abierta. Aún era muy temprano; debían de ser las cinco. De vez en cuando pasaba un aprendiz de panadero, pero por lo demás no se veía a nadie. La casa de enfrente aún tenía todas las persianas bajadas. Pero los pájaros piaban y el cielo era de un azul luminoso. Era una maravillosa mañana de domingo.
       Un sentimiento de bienestar y confianza invadió al pequeño señor Friedemann. ¿De qué tenía miedo? ¿No seguía todo como siempre? Es verdad que la noche anterior había sufrido un ataque terrible. Pues bien, ¡había que ponerle fin a eso! ¡Aún no era demasiado tarde, aún podía eludir su propia perdición! Tenía que evitar toda celebración que pudiera renovar un ataque como aquél. Se sentía con fuerzas para ello. Notaba la energía necesaria para superarlo y ahogarlo por completo en su interior…
       Cuando dieron las siete y media, entró Friederike y puso el café sobre la mesa redonda que había frente a la pared opuesta, delante del sofá de cuero.
       —Buenos días, Johannes —dijo—, aquí tienes el desayuno.
       —Gracias —dijo el señor Friedemann. Y entonces—: Querida Friederike, siento que vayáis a tener que hacer solas vuestra visita. No me encuentro lo bastante bien para acompañaros. He dormido mal, tengo dolor de cabeza y, en definitiva, os tengo que pedir que…
       Friederike respondió:
       —Es una lástima. Pero no deberías renunciar por completo a esa visita. Aunque es verdad que pareces enfermo… ¿Quieres que te preste mi barrita contra la migraña?
       —Gracias —dijo el señor Friedemann—. Ya se me pasará.
       Y Friederike se fue.
       Se bebió despacio el café, de pie frente a la mesa, y lo acompañó con un croissant. Estaba satisfecho consigo mismo y orgulloso de su determinación. Cuando hubo terminado cogió un puro y volvió a sentarse junto a la ventana. El desayuno le había sentado bien y se sentía feliz y esperanzado. Tomó un libro, leyó, fumó y miró parpadeando al sol deslumbrante del exterior.
       Ahora la calle se había llenado de vida. Por su ventana entraba el sonido del traqueteo de los coches, las conversaciones y las campanillas del tranvía. Entre todo aquello, sin embargo, aún podía percibirse el piar de los pájaros. Desde el cielo, de un azul luminoso, soplaba una brisa suave y cálida.
       A las diez oyó los pasos de sus hermanas que atravesaban el vestíbulo, seguidas del crujir de la puerta, y, sin reparar especialmente en ello, vio a las tres damas pasar frente a su ventana. Transcurrió una hora. Se sentía más y más feliz a cada momento.
       Una especie de temeridad empezaba a invadirle. ¡Qué aire tan maravilloso, y cómo trinaban los pájaros! ¿Y si saliera a dar un paseo? Y entonces, de repente, sin ningún pensamiento secundario, le sobrevino con un dulce sobresalto la idea: ¿y si fuera a verla? Y mientras reprimía en su interior todas sus temerosas prevenciones, cosa que exteriormente se manifestó con una mayor tensión de su musculatura, añadió con determinación jubilosa: ¡voy a ir a verla!
       Y se puso su traje negro de los domingos, tomó el sombrero de copa y el bastón y atravesó la ciudad a toda prisa y con la respiración jadeante en dirección al suburbio del sur. Incapaz de ver a nadie, subía y bajaba afanosamente la cabeza a cada paso, dominado por un estado de ausencia y exaltación, hasta que se halló en la Kastanienallee frente al palacete rojo, en cuya entrada se podía leer el nombre del teniente coronel Von Rinnlingen.

12

       Una vez allí le acometió un temblor y el corazón le palpitó pesada y convulsivamente en el pecho. Pero atravesó el zaguán y llamó al timbre. Ya estaba decidido y no había vuelta atrás. Que las cosas tomaran su camino, pensó. De pronto percibió un silencio mortal en su interior.
       La puerta se abrió, el criado salió a su encuentro en el vestíbulo, tomó su tarjeta de visita y subió a toda prisa con ella por las escaleras, cubiertas de una alfombra roja. El señor Friedemann fijó impertérrito la mirada en ella hasta que el criado regresó y le anunció que la señora le rogaba tuviera la amabilidad de subir.
       Una vez arriba, al dejar el bastón junto a la puerta del salón, lanzó una mirada al espejo. Tenía la cara pálida y el pelo pegado a la frente sobre sus ojos enrojecidos. La mano con la que sostenía el sombrero de copa temblaba de forma imparable.
       El criado le abrió la puerta y entró. Se encontró en una habitación bastante grande y en penumbra. Las cortinas estaban corridas. A la derecha había un piano de cola y en medio, alrededor de la mesa redonda, se agrupaban unas butacas tapizadas en seda marrón. Sobre el sofá de la pared lateral, en un pesado marco dorado, colgaba un paisaje. El papel de la pared también era oscuro. Detrás, en el mirador, había palmeras.
       Transcurrió un minuto antes de que la señora Von Rinnlingen abriera bruscamente la antepuerta derecha y le saliera silenciosamente al encuentro avanzando sobre la gruesa alfombra marrón. Llevaba un vestido de corte sencillo a cuadros rojos y negros. Desde el mirador entraba un haz de luz en el que se veía bailar el polvo y que incidía justo en su pesado cabello cobrizo, de manera que por un instante se iluminó como si fuera de oro. La mujer lo escrutó fijamente con sus singulares ojos y, como siempre, adelantó el labio inferior.
       —Distinguida señora —empezó a decir el señor Friedemann, obligado a alzar la mirada hacia ella, pues sólo le llegaba al pecho—, también yo quería venir a ofrecerle mis respetos. Por desgracia, el día en que usted rindió ese honor a mis hermanas yo me hallaba ausente y… lo lamenté sinceramente…
       No se le ocurría absolutamente nada más que decir, pero ella seguía ahí de pie, mirándolo implacablemente, como si quisiera obligarlo a seguir hablando. De repente al señor Friedemann se le subió la sangre a la cabeza. «¡Quiere atormentarme y burlarse de mí!», pensó, «¡y me ha descubierto! ¡Cómo tiemblan sus ojos!…». Por fin, la señora Von Rinnlingen dijo con voz muy sonora y clara:
       —Es muy amable de su parte que haya venido. También yo lamenté recientemente no haber tenido ocasión de conocerle. ¿Tiene usted la bondad de tomar asiento?
       Se sentó cerca de él, apoyó los brazos en la butaca y se reclinó en el respaldo. Él se sentó inclinado hacia delante y con el sombrero entre las rodillas.
       —¿Sabe que hace sólo un cuarto de hora sus hermanas todavía estaban aquí? Me han dicho que se había puesto usted enfermo —dijo ella.
       —Es verdad —repuso el señor Friedemann—, esta mañana no me sentía bien. Creí que no iba a ser capaz de salir. Ruego disculpe mi retraso.
       —Tampoco ahora parece estar muy sano —dijo con gran serenidad y mirándolo sin tapujos—. Está usted pálido y tiene los ojos irritados. ¿Su salud deja que desear, en general?
       —Oh… —farfulló el señor Friedemann—, no, en general estoy satisfecho…
       —También yo paso mucho tiempo enferma —prosiguió, sin apartar la vista de él—, pero nadie se da cuenta. Soy muy nerviosa y paso por los estados más singulares.
       Dicho esto calló, apoyó la barbilla en el pecho y se quedó mirándolo desde abajo, a la expectativa. Pero él no respondió. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos e interrogativos fijados en ella. ¡Qué forma tan extraña tenía de hablar, y cómo lo conmovía su voz clara e inconsistente! Su corazón se había serenado. Se sentía como si estuviera viviendo un sueño. La señora Von Rinnlingen volvió a hablar:
       —¿Me equivoco o abandonó usted ayer el teatro antes de que terminara la representación?
       —Así es, señora.
       —Lo lamenté. Era usted un respetuoso vecino de palco, aunque la representación no fuera buena, o sólo relativamente. ¿Le gusta la música? ¿Toca usted el piano?
       —Toco un poco el violín —dijo el señor Friedemann—. Es decir… Casi no sé nada…
       —¿Toca usted el violín? —inquirió ella. Entonces desvió de él la mirada y se quedó pensativa.
       —En ese caso usted y yo podríamos tocar juntos de vez en cuando —dijo de repente—. Puedo acompañarle un poco. Me encantaría poder encontrar aquí a alguien con quien… ¿Vendrá usted?
       —Estaré encantado de quedar a la disposición de la distinguida señora —respondió, todavía como en un sueño.
       Se produjo una pausa. Entonces la expresión del rostro de ella cambió de repente. El señor Friedemann vio cómo se transformaba hasta adoptar un rictus cruel y burlón apenas perceptible, cómo sus ojos volvían a mirarlo fijos y escrutadores y con aquel siniestro temblor que habían mostrado en las dos ocasiones anteriores. Se ruborizó intensamente y, sin saber adonde dirigirse, totalmente desconcertado y fuera de sí, hundió la cabeza profundamente entre los hombros y bajó perplejo la mirada a la alfombra. Sin embargo, volvió a sentir, como una tormenta fugaz, la afluencia de aquella ira impotente y dulcemente atormentadora…
       Cuando, con desesperada determinación, volvió a alzar la vista, los ojos de la señora Von Rinnlingen ya no estaban fijos en él, sino que miraba tranquilamente por encima de su cabeza en dirección a la puerta. El señor Friedemann logró articular con esfuerzo unas pocas palabras:
       —¿Y la señora se siente satisfecha hasta el momento de su estancia en nuestra ciudad?
       —Oh —dijo la señora Von Rinnlingen con indiferencia—, sin duda. ¿Por qué no iba a estarlo? Ciertamente me siento un poco limitada y observada, pero… Por cierto —siguió diciendo inmediatamente—, antes de que se me olvide: en los próximos días tenemos pensado recibir a unas cuantas personas, un pequeño círculo informal. Podríamos tocar algo de música, charlar un poco… Además, detrás de la casa tenemos un jardín bastante bonito. Llega hasta el río. En definitiva: usted y sus damas, naturalmente, recibirán una invitación, pero quisiera pedirle ya su asistencia. ¿Nos procurará usted ese placer?
       El señor Friedemann acababa de dar las gracias y de asegurar su participación cuando el picaporte fue accionado enérgicamente y el teniente coronel entró en la habitación. Los dos se pusieron en pie y cuando la señora Von Rinnlingen presentó a los dos caballeros, su esposo se inclinó ante el señor Friedemann con la misma cortesía con que lo hizo ante ella. Tenía el rostro moreno reluciente de calor.
       Mientras se quitaba los guantes, le dijo algo con su voz fuerte y penetrante al señor Friedemann, quien alzaba la vista hacia él con grandes ojos ausentes, esperando durante todo el rato que le diera una benévola palmadita en la espalda. En cambio, el teniente coronel se volvió hacia su esposa, juntando los tacones e inclinando levemente el torso, y le dijo con voz perceptiblemente amortiguada:
       —¿Le has pedido ya al señor Friedemann que nos honre con su presencia en nuestra pequeña reunión, querida? Si te parece bien, he pensado que podríamos celebrarla dentro de ocho días. Espero que el tiempo se mantenga bueno y que podamos salir al jardín.
       —Como tú quieras —le respondió la señora Von Rinnlingen, sin mirarlo.
       Dos minutos después el señor Friedemann se despidió. Cuando, ya en el umbral, se inclinó por última vez, su mirada tropezó con sus ojos, que descansaban inexpresivos en él.

13

       Se fue, pero no regresó a la ciudad, sino que, sin quererlo, tomó un camino que se bifurcaba de la avenida y que llevaba hasta la antigua muralla de la fortificación, junto al río. Allí había parques bien cuidados, bancos y senderos a la sombra.
       Caminaba ausente y con rapidez, sin alzar la vista. Sentía un calor insoportable y notaba una llamarada que subía y bajaba en su interior. Su fatigada cabeza le palpitaba implacablemente…
       ¿No continuaba fija en él esa mirada? Pero no la del último instante, vacía e inexpresiva, sino la anterior, dotada de esa temblorosa crueldad, y eso a pesar de que momentos antes ella aún se había dirigido a él con aquella calma singular. Ay, ¿acaso disfrutaba haciéndole sentir impotencia y dejándolo fuera de sí? Si es que se había dado cuenta de lo que le estaba pasando, ¿no podía tener un poco de compasión?…
       Había estado caminando por la orilla del río, junto al muro cubierto de hiedra, y se sentó en un banco rodeado de un semicírculo de matojos de jazmín. A su alrededor todo estaba sumido en un perfume dulce y sofocante. El sol incubaba frente a él las aguas estremecidas.
       ¡Qué cansado y rendido se sentía, y con qué atormentadora agitación bullía todo en su interior! ¿No sería mejor echar una última mirada a su alrededor y descender hasta las aguas mansas para, tras un breve sufrimiento, verse liberado y redimido en la paz del más allá? ¡Paz, paz era lo único que deseaba! Pero no una paz en medio de la nada vacía y sorda, sino una paz de serena dulzura, llena de reflexiones tranquilas y buenas.
       En ese instante, todo su tierno amor por la vida recorrió su cuerpo con un estremecimiento, al igual que una nostalgia profunda por su felicidad perdida. Pero entonces miró a su alrededor, a la serenidad silenciosa e infinitamente indiferente de la naturaleza, vio cómo el río seguía su camino bajo el sol, la hierba se movía temblorosa y las flores continuaban allí donde habían florecido para marchitarse después y ser arrastradas por el viento, vio cómo todo, absolutamente todo, se inclinaba con muda sumisión a la existencia… Y de pronto le sobrevino ese sentimiento de simpatía y aprobación para con la necesidad que a veces puede concedernos una especie de superioridad sobre cualquier destino.
       Recordó aquella tarde del día en que cumplió treinta años, cuando, en feliz posesión de la paz, carente de todo temor y esperanza, había creído vislumbrar lo que iba a ser el resto de su vida. En aquel entonces no había visto ninguna luz ni ninguna sombra en ella, sino que todo se extendía ante su imaginación sumido en una dulce penumbra, hasta que ahí detrás, de forma casi imperceptible, terminaba por disolverse en la oscuridad. Aquel día había salido al encuentro de los años que todavía estaban por venir con una sonrisa de superioridad. ¿Cuánto hacía de eso?
       Pero entonces había venido aquella mujer. Tenía que ser así, era su destino, ella misma era su destino, ¡sólo ella! ¿Acaso no lo sintió así desde el primer instante? Pero había venido y, por mucho que tratara de defender su paz, por su causa había tenido que rebelarse en su interior todo lo que había estado reprimiendo desde su juventud porque sabía que para él sólo iba a significar tormento y perdición. ¡Se había apoderado de su ser con una violencia espantosa e irresistible y lo estaba aniquilando!
       Lo estaba aniquilando, de eso se daba buena cuenta. Pero ¿para qué seguir luchando y atormentándose? ¡Que todo siga su curso! Él continuaría avanzando por su camino, cerrando los ojos al insondable abismo que se abría a sus espaldas, obediente al destino, obediente al poder sobrehumano y de mortificante dulzura al que nadie es capaz de escapar.
       El agua centelleaba, el jazmín emitía su perfume intenso y sofocante, los pájaros trinaban por doquier en las copas de los árboles, entre las que resplandecía un cielo pesado y de aterciopelado azul. El pequeño y jorobado señor Friedemann, sin embargo, aún pasó mucho tiempo sentado en su banco. Estaba inclinado hacia delante y apoyaba la frente en ambas manos.

14

       Todos estuvieron de acuerdo en que las reuniones de los Rinnlingen eran de lo más ameno. Había unas treinta personas sentadas a la larga mesa, decorada con un gusto excelente, que atravesaba el amplio comedor. El criado y dos camareros de alquiler ya corrían de un lado a otro con el helado. El sonido de los cubiertos y de los platos y un cálido vaho de viandas y de perfumes dominaban la estancia. Se habían reunido aquí comerciantes al por mayor bonachones con sus esposas e hijas, además de prácticamente todos los oficiales de la guarnición, un médico anciano muy apreciado, un par de juristas y todos aquellos que aún pudieran contarse entre los círculos distinguidos. También había venido un estudiante de matemáticas, sobrino del teniente coronel, que estaba de visita en casa de sus parientes. Mantenía conversaciones de profundidad extrema con la señorita Hagenström, que tenía su asiento enfrente del señor Friedemann.
       A éste le había correspondido sentarse sobre un bonito cojín de terciopelo en el extremo opuesto de la mesa junto a la esposa, no especialmente guapa, del director del instituto y no muy lejos de la señora Von Rinnlingen, que había sido conducida a la mesa por el cónsul Stephens. Era sorprendente el cambio que en aquellos ocho días se había producido en el pequeño señor Friedemann. Es posible que su alarmante palidez se debiera en parte a la blanca luz incandescente de gas que inundaba la sala, pero también tenía las mejillas hundidas, mientras que sus ojos enrojecidos y rodeados de sombras oscuras mostraban un fulgor indeciblemente triste y su figura parecía más contrahecha que nunca. Bebía mucho vino mientras dirigía de vez en cuando alguna palabra a su vecina de mesa.
       En el transcurso de la cena la señora Von Rinnlingen aún no había intercambiado ninguna palabra con el señor Friedemann. Sin embargo, ahora se inclinó un poco hacia delante y exclamó, dirigiéndose a él:
       —He estado esperándole en vano todos estos días, a usted y a su violín.
       Él la miró unos instantes con ojos completamente ausente antes de responder. Llevaba un vestido de gala claro y ligero que dejaba al descubierto su blanco cuello y una rosa Maréchal-Niel en plena floración prendida en su luminoso cabello. Esa noche se había puesto algo de carmín en las mejillas, pero en las comisuras de sus ojos, como siempre, se percibían unas sombras azuladas.
       El señor Friedemann bajó la vista a su plato y dijo cualquier cosa a modo de respuesta, a lo que tuvo que responderle a la esposa del director de instituto la pregunta de si le gustaba Beethoven. Pero en ese mismo instante el teniente coronel, que estaba en la otra punta de la mesa, lanzó una mirada a su esposa, dio un sonoro golpecito a su copa y dijo:
       —Señoras y señores, les sugiero que pasemos a la otra habitación para tomar el café. Por lo demás, creo que esta noche tampoco estaríamos nada mal en el jardín, por lo que si alguno de ustedes quiere salir a tomar un poco el aire, estaré con él.
       Movido por su sentido del tacto, el subteniente Von Deidesheim dijo algo gracioso para romper el silencio que se había producido, de manera que todo el mundo terminó por ponerse en pie entre risas alegres. El señor Friedemann fue uno de los últimos en abandonar la sala con su dama, a la que acompañó a través de la habitación decorada al estilo antiguo alemán, en la que algunos invitados ya habían empezado a fumar, hasta llegar al acogedor saloncito en penumbra, donde se despidió de ella.
       Iba cuidadosamente vestido. Su frac era irreprochable, su camisa de un blanco inmaculado y sus pies, delgados y bien formados, estaban embutidos en zapatos de charol. De vez en cuando se podía ver que llevaba calcetines rojos de seda.
       Miró desde el vestíbulo y vio que algunos nutridos grupos ya empezaban a bajar las escaleras que conducían al jardín. Pero él se sentó con su puro y su café en la puerta de la habitación en estilo antiguo alemán en la que algunos señores se habían reunido a hablar y se quedó mirando el saloncito desde allí.
       Justo a la derecha de la puerta, en torno a una mesilla, había un círculo de invitados cuyo centro de atención estaba constituido por el estudiante, que hablaba con vehemencia. Había planteado la afirmación de que es posible trazar más de una paralela a través de un punto, a lo que la señora del abogado Hagenström exclamó:
       —¡Eso es imposible! —a lo que él se lo demostró de forma tan contundente que todos simularon haberlo comprendido.
       Al fondo de la habitación, sin embargo, acomodada en la otomana junto a la que lucía una lamparita baja de pantalla roja, conversando con la joven señorita Stephens, estaba Gerda von Rinnlingen. Se había reclinado un poco en el cojín de seda amarilla, con un pie apoyado en el otro, y fumaba con gran lentitud un cigarrillo, expulsando el humo por la nariz y dejando asomar el labio inferior. Sentada frente a ella, la señorita Stephens estaba erguida como una talla de madera y le respondía con una sonrisa temerosa.
       Nadie se fijaba en el pequeño señor Friedemann, y nadie se daba cuenta de que tenía los grandes ojos fijos de continuo en la señora Von Rinnlingen. Sentado con laxitud, no cesaba de mirarla. En su mirada no había nada de pasión, y apenas de dolor. Había en ella algo de embotamiento y de muerte, una entrega sorda, exánime y ajena a toda voluntad.
       Así transcurrieron unos diez minutos. Entonces la señora Von Rinnlingen se puso en pie de repente y, sin mirarlo, como si lo hubiera estado observando en secreto durante todo aquel tiempo, se encaminó hacia él y se detuvo a un paso de distancia. Él se puso en pie, alzó la vista hasta ella y percibió las palabras:
       —¿Le apetecería acompañarme al jardín, señor Friedemann?
       Y él respondió:
       —Será un placer, señora mía.

15

       —¿Aún no ha visto nuestro jardín? —le dijo todavía en las escaleras—. Es bastante grande. Espero que aún no haya demasiada gente. Me gustaría tomar un poco el aire. Me ha entrado dolor de cabeza durante la cena. Quizá ese vino tinto fuera demasiado fuerte… Por aquí, tenemos que salir por esta puerta.
       Era una puerta acristalada a través de la cual se accedía desde el zaguán a un vestíbulo pequeño y frío. Un par de escalones conducían entonces al exterior.
       En aquella noche maravillosamente clara y cálida brotaba perfume desde todos los parterres. La luz de la luna bañaba el jardín y los invitados, charlando y fumando, iban paseando por los blancos y luminosos senderos de grava. Un grupo se había reunido en torno a la fuente, donde el anciano y apreciado médico fletaba barquitos de papel entre risas generalizadas.
       La señora Von Rinnlingen pasó de largo con una leve inclinación de cabeza y señaló a lo lejos, donde el primoroso y perfumado jardín se oscurecía hasta desembocar en el parque.
       —Bajemos por la avenida central —dijo ella.
       En la entrada había dos obeliscos anchos y bajos.
       Al fondo, al final de la recta avenida flanqueada por castaños, vieron relumbrar el río en tonos verdosos y centelleantes bajo la luz de la luna. A su alrededor estaba oscuro y hacía fresco. Aquí y allá se bifurcaba un camino secundario que seguramente también conducía hasta el río trazando un arco. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato.
       —Allí, junto al agua —dijo ella—, hay un bonito lugar en el que ya he estado muchas veces. Ahí podremos charlar un rato. Mire, de vez en cuando se ve brillar una estrella entre las hojas.
       Él no respondió y contempló la superficie verde y centelleante a la que se estaban acercando. Se podía vislumbrar la fortificación en la otra orilla. Cuando abandonaron la avenida y salieron al césped que, en una leve pendiente, descendía hasta el río, la señora Von Rinnlingen dijo:
       —Ahí, un poco hacia la derecha, está nuestro lugar. Mire, no hay nadie.
       El banco en el que tomaron asiento estaba a seis pasos de la avenida, casi tocando el parque. Aquí hacía más calor que entre los anchos árboles. Los grillos cantaban en la hierba, que a ras del agua se transformaba en un fino cañaveral. El río iluminado por la luna desprendía una luz tenue.
       Los dos permanecieron un rato en silencio, mirando el agua. Pero entonces él atendió conmocionado, pues ese mismo tono de voz que había percibido una semana antes, ese tono bajo, reflexivo y suave, estaba sonando para afectarlo de nuevo:
       —¿Desde cuándo tiene usted ese defecto, señor Friedemann? —inquirió ella—. ¿Es de nacimiento?
       El tragó saliva, pues tenía la garganta como amordazada. Entonces respondió obedientemente en voz baja:
       —No, señora. Alguien me dejó caer al suelo cuando era muy pequeño. Viene de ahí.
       —¿Y qué edad tiene usted ahora? —siguió preguntando.
       —Treinta años, señora.
       —Treinta años… —repitió—. ¿Y no ha sido usted feliz, en estos treinta años?
       El señor Friedemann negó con la cabeza; sus labios le temblaban.
       —No —respondió—. Todo fue engaño y mentira.
       —¿Así que llegó a creer que era feliz? —preguntó.
       —Lo he intentado —repuso él, y ella replicó:
       —Eso denota valor.
       Transcurrió un minuto. Sólo cantaban los grillos y, tras ellos, susurraban muy levemente las copas de los árboles.
       —Yo entiendo un poco de infelicidad —dijo ella entonces—. Las noches de verano junto al agua, como ésta, son ideales para eso.
       Él no respondió, sino que con un débil gesto señaló la otra orilla, pacíficamente trazada en la oscuridad.
       —Ahí estuve sentado hace poco —dijo él.
       —¿Al salir de mi casa? —preguntó ella.
       Él se limitó a asentir.
       Pero entonces un temblor repentino le hizo impulsarse de su asiento. Sollozó y emitió un sonido —un gemido que, sin embargo, también tenía algo de redención—, y se deslizó poco a poco frente a ella hasta dar en el suelo. Había rozado con su mano la suya, que ella había tenido apoyada en el banco a su lado, y, mientras la sostenía, mientras tomaba también la otra, mientras este hombre pequeño y completamente contrahecho se arrodillaba ante ella entre temblores y sollozos y apretaba el rostro contra su regazo, murmuró con voz jadeante e inhumana:
       —Pero si ya lo sabe… Déjeme… No puedo más… Dios mío… Dios mío…
       Ella no lo rechazó, pero tampoco se inclinó hacia él. Continuó erguida, con el torso un poco apartado, mientras sus ojos pequeños y muy juntos, en los que parecía reflejarse el brillo húmedo del agua, miraban rígidos y tensos al vacío, por encima de él, a lo lejos.
       Y entonces, de repente, con un impulso, con una carcajada breve, altiva y llena de desdén, arrancó sus manos de los dedos calientes que las sostenían, lo agarró del brazo, lo impulsó hacia un lado hasta hacerle caer al suelo, se levantó de un salto y desapareció por la avenida.
       Él quedó allí tendido, el rostro contra la hierba, aturdido, fuera de sí, mientras un estremecimiento convulsivo sacudía su cuerpo a cada instante. Se incorporó, dio dos pasos y volvió a caer al suelo. Estaba rozando el agua.
       ¿Qué se le pasaría por la cabeza para hacer lo que finalmente hizo? Tal vez fuera ese mismo odio voluptuoso que había sentido cuando ella lo humillaba con sus miradas el que ahora, cuando yacía en el suelo tras haber sido tratado como un perro, degeneró hasta convertirse en una furia delirante a la que tenía que abrir paso, aunque fuera en contra de sí mismo… O tal vez fuera una repugnancia por su propia persona la que lo invadió con el ansia de destruirse, de desgarrarse en pedazos, de extinguirse…
       Tumbado de bruces, se impulsó un poco más hacia delante, levantó el torso y lo dejó caer en el agua. No volvió a levantar la cabeza. Ni siquiera movió las piernas, que todavía yacían en la orilla.
       Al sonar el chapoteo, los grillos enmudecieron por un momento. Después su canto arrancó de nuevo, el parque siguió emitiendo sus leves susurros y, desde lo alto de la prolongada avenida, llegaba el eco amortiguado de las risas.



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