Vladimir Nabokov
(San Petersburg, Rusia, 1899 - Montreux, Suiza, 1977)


Una belleza rusa (1934)
(“Красавица”, “Krasavitsa”, “A Russian Beauty”)
Originalmente publicado en la revista Esquire (1 de mayo de 1973);
A Russian Beauty and Other Stories
(Nueva York: McGraw-Hill, 1973, 268 págs.);
The Stories of Vladimir Nabokov
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1995, 659 págs.)



      Olga, de quien nos vamos a ocupar inmediatamente, nació el año 1900, en el seno de una rica familia de aristócratas despreocupados. La pálida niña menuda, con su blanco traje de marinero el pelo castaño peinado con raya al lado y unos ojos tan alegres qué todo el mundo los besaba, fue considerada una belleza ya desde su infancia. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios cerrados la seda de sus trenzas que se deslizaban a lo largo de su espalda todo en ella era encantador.
       Su infancia transcurrió como una fiesta, segura y alegre, como era costumbre en nuestro país desde tiempo inmemorial. Un rayo de sol hendiendo la cubierta de un volumen de la Bibliothèque Rose en la mansión familiar en el campo, la clásica escarcha de los jardines públicos de San Petersburgo… Un surtido de recuerdos, como éstos, constituía su única dote cuando abandonó Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió de acuerdo al más puro estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado por el pelotón de fusilamiento. Estas frases son pura fórmula, una serie de clichés, las horribles frases habituales de toda conversación banal, pero todo eso ocurrió y ocurrió así y no hay otra forma de decirlo por lo que más vale que lo escuchéis sin mueca alguna de desprecio.
       Pues bien, para seguir con la historia, en 1919, nuestra joven ya se ha convertido en una dama, de cutis pálido y rostro más bien grande cuyos rasgos no se ajustan a los cánones de una belleza regular, sin que por ello dejen de ser maravillosos. Alta, con pechos suaves, siempre lleva un jersey negro y una bufanda anudada a su blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés entre los alargados dedos de una mano cuya suavidad interrumpe un pequeño hueso prominente a la altura de la muñeca.
       Y sin embargo hubo un tiempo en su vida, a finales de 1916 más o menos, en que no había ningún estudiante de secundaria en el lugar de veraneo próximo a la finca familiar que no planeara pegarse un tiro por su causa, ni un universitario que no hubiera… En una palabra, tenía una cierta magia que, de haber durado, habría causado… habría destrozado… Pero, por alguna razón, nada de esto se produjo. Las cosas no consiguieron llegar a buen término, o cuando lo hicieron no acabaron de materializarse en algo concreto. Le regalaron flores pero la pereza le impedía disponerlas en un jarrón; dio los consabidos paseos nocturnos con algún que otro joven, pero uno tras otro desembocaron en el callejón sin salida de un beso.
       Hablaba francés muy bien, pronunciando les gens (los criados) para que rimara con agence y separando août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Con toda inocencia traducía el término ruso grabezhi (robos) por les grabuges (peleas) y utilizaba locuciones francesas arcaicas que habían sobrevivido de alguna forma en las viejas familias rusas, pero arrastraba las erres de forma absolutamente convincente aunque nunca había estado en Francia. En su habitación de Berlín tenía sobre su tocador una postal del retrato del zar por Serov, pinchada con un alfiler cuya cabeza era una turquesa falsa. Era religiosa, pero en ocasiones sufría algún ataque de risa en plena iglesia. Escribía versos con esa aterradora facilidad típica de las jóvenes rusas de su generación: versos patrióticos, versos humorísticos, cualquier tipo de versos.
       Durante seis años más o menos, esto es, hasta 1926, residió en una pensión de la Augsburgerstrasse (no muy lejos del reloj) junto a su padre, un anciano fornido, de hombros grandes, cejas de escarabajo y bigote amarillento, que llevaba unos pantalones estrechos y muy tiesos cubriendo sus piernas larguiruchas. Trabajaba en una empresa con posibilidades, era famoso por su honestidad y amabilidad y nunca declinaba una copa.
       En Berlín, Olga fue haciéndose un numeroso grupo de amigos, todos ellos jóvenes rusos. Se estableció entre ellos un cierto tono desenvuelto. «Vayamos al cinemono», o «Esa boite alemana estaba de miedo». Entre ellos hablaban una jerga moderna hecha de los dichos populares más diversos, de tópicos, clichés, imitaciones de imitaciones. «Estas chuletas son penosas.» «Me pregunto ¿quién la estará besando ahora?» O, con una voz bronca, atragantada: «Messieurs les officiers…».
       En casa de los Zotovs, en sus habitaciones excesivamente cálidas, ella bailaba lánguida el fox-trot al ritmo del gramófono, moviendo su esbelta pierna no sin gracia y sosteniendo el cigarrillo que acababa de fumar hasta que sus ojos localizaban el cenicero giraba al ritmo de la música, y entonces apagaba en él la colilla sin perder ni un solo paso de baile al hacerlo. Con qué encanto, con qué intención conseguía llevarse el vaso de vino a los labios, bebiendo en secreto a la salud de un tercero sin dejar de mirar tras sus pestañas al que acababa de hacerle una confidencia. Cómo le gustaba sentarse en la esquina del sofá, a discutir con éste o con aquél los asuntos del corazón de alguien, las oscilaciones del azar, la probabilidad de que alguno se declarase —y todo esto subrepticiamente, mediante indirectas— y qué comprensión había en sus ojos cuando sonreía, una mirada pura de ojos abiertos, con unas pecas apenas perceptibles en la frágil y azulada piel de su contorno. Pero en cuanto a su persona, nadie se enamoraba de ella, y ésa es la razón por la que se acordaba de aquel patán que la manoseó en un baile benéfico y que después se puso a llorar sobre su hombro desnudo. El pequeño barón R. le retó a duelo pero se negó a batirse. La palabra «patán», por cierto, la utilizaba Olga constantemente y a la menor ocasión. «Semejantes patanes», decía desde el fondo de su corazón, lánguida y con un punto de afecto. «Qué patán…» «¿No encontráis que son todos unos patanes?»
       Pero en el momento presente su vida se había oscurecido. Algo había terminado, la gente se levantaba ya para marcharse. ¡Qué rápido! Su padre murió, ella se mudó a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, empezó a tejer gorros de lana a la última moda y a dar clases baratas de francés en algún club de señoras. Y su vida se fue arrastrando de esta guisa hasta cumplir treinta años.
       Todavía mantenía la misma belleza, con aquella encantadora inclinación de sus ojos separados y con aquella singularísima línea de labios en la que parecía inscrita de antemano la geometría de una sonrisa. Pero su cabello había perdido todo brillo y estaba mal cortado. Su traje de chaqueta negro había cumplido ya su cuarto año. Sus manos, cuyas uñas estaban mal arregladas aunque seguían reluciendo, se encordaban con venas y temblaban nerviosas, a causa de sus continuos cigarrillos. Y será mejor que no comentemos el estado de sus medias…
       Y ahora, cuando el forro de seda de su bolso estaba hecho jirones (por lo menos le quedaba la esperanza de encontrar entre los pliegues una moneda perdida); ahora, cuando estaba tan cansada; ahora, cuando al ponerse su único par de zapatos tenía que obligarse a no pensar en las suelas, de la misma forma en que, tragándose su orgullo, cuando entraba en el estanco tenía que prohibirse a sí misma pensar en cuánto debía en aquella tienda; ahora que ya no quedaba esperanza alguna de volver a Rusia y que el odio se había convertido en algo tan habitual que había dejado de constituir un pecado; ahora que el sol se estaba poniendo tras la chimenea, Olga se veía atormentada en ocasiones por el lujo de ciertos anuncios, escritos con la saliva de Tántalo, imaginándose rica, con aquel vestido esbozado gracias a tres o cuatro líneas insolentes, en la cubierta de aquel barco, bajo aquella palmera, junto a la balaustrada de aquella terraza. Y en ese momento echaba en falta alguna que otra cosa.
       Y un buen día, con tal ímpetu que casi la tira al suelo, su amiga de los viejos tiempos, Vera, se abalanzó sobre ella como un torbellino que saliera de una cabina de teléfonos, con prisa como siempre, agobiada con innumerables paquetes, con un terrier de ojos peludos cuya correa se enmarañó inmediatamente en dos vueltas en torno a su falda. Saltó sobre Olga y le imploró que fuera con ella a su villa de verano, diciendo que era el destino, que era maravilloso y qué ha sido de tu vida y que vas a tener muchos pretendientes. «No, querida, ya se me ha pasado la edad para eso», contestó Olga, «y además…». Añadió algún detalle y Vera rompió a reír, dejando que sus paquetes casi se cayeran al suelo. «No, en serio», dijo Olga con una sonrisa. Vera continuó insistiendo, tirando del terrier y sin dejar de moverse. Olga, que empezó a hablar inmediatamente con tonos nasales, tomó prestado algún dinero de su amiga.
       A Vera le encantaba organizar las cosas, ya fuera una fiesta con nervio, tramitar un visado, o una boda. Y ahora emprendió con avidez la tarea de organizar el destino de Olga. «La casamentera que llevas dentro se ha despertado», le decía en broma su marido, ya mayor y del Báltico (cabeza afeitada, monóculo). Olga llegó en un día radiante de agosto. Inmediatamente la vistieron con uno de los trajes de Vera y tuvo que avenirse a que cambiaran su peinado y maquillaje. Trató de oponerse con cierta languidez pero cedió, y ¡cómo crujían, con qué alegría, los suelos de madera en aquella villa tan alegre! ¡Cómo relucían y brillaban los pequeños espejos suspendidos en el huerto para asustar a los pájaros!
       Un alemán rusificado llamado Forstmann, un viudo atlético y rico que había escrito libros sobre caza, fue a pasar un fin de semana con ellos. Hacía tiempo que venía pidiéndole a Vera que le buscase una novia, «una auténtica belleza rusa». Tenía una nariz enorme y poderosa, en cuyo puente lucía una bonita vena rosa. Era educado, silencioso, a veces incluso sombrío, pero sabía cómo establecer, de forma inmediata y sin que nadie se percatara de ello, una amistad eterna con un perro o con un niño. Cuando él llegó, Olga se puso imposible. Apática e irritable, hizo todas y cada una de las cosas que sabía eran inadecuadas. Cuando la conversación recaía sobre la vieja Rusia (Vera intentaba por todos los medios hacer que presumiera de su pasado), le parecía que todo cuanto decía sonaba a falso, que era mentira y que todo el mundo se daba cuenta de que era mentira, y consiguientemente se negó insistentemente a decir las cosas que Vera trataba de extraer de ella; se puede decir que se negó a cooperar en absoluto.
       En la terraza, jugaban a las cartas, golpeando los naipes con fuerza contra la mesa. Todos salían a dar paseos juntos por el bosque, pero Forstmann conversaba sobre todo con el marido de Vera, recordando alguna broma de su juventud, los dos no dejaban de reír hasta ponerse colorados, se quedaban atrás y acababan tumbados sobre el musgo. La víspera de la partida de Forstmann, estaban jugando a las cartas en la terraza, como solían hacer por las noches. De repente, Olga sintió un espasmo imposible en la garganta. Con todo, consiguió sonreír y marcharse sin demasiada precipitación. Vera llamó a su puerta pero no le abrió. En plena noche, después de aplastar una multitud de moscas soñolientas y de fumar sin parar hasta el punto de no poder respirar, irritada, deprimida, odiando a todo el mundo y por supuesto a sí misma, Olga salió al jardín. Allí, los grillos estridulaban, las ramas se balanceaban, una manzana cayó al suelo de repente e inopinadamente con un golpe seco mientras la luna hacía gimnasia sobre la pared encalada del gallinero.
       Por la mañana temprano, volvió a salir de nuevo y se sentó en el escalón del porche que ya estaba caliente. Forstmann, que llevaba una bata azul oscuro, se sentó junto a ella y, aclarándose la garganta, le preguntó si consentiría en convertirse en su cónyuge —ésa fue la palabra exacta que utilizó, «cónyuge». Cuando llegaron a desayunar, Vera, su marido y su prima soltera, en completo silencio parecía que bailaran danzas inexistentes, cada uno en su propio rincón, y Olga dijo con voz cansina aunque cariñosa: «¡Qué patanes!», y el verano siguiente murió al dar a luz.
       Eso es todo. Ni que decir tiene que puede que haya alguna secuela, pero yo la desconozco. En estos casos, en lugar de vacilar haciendo todo tipo de elucubraciones, prefiero repetir las palabras del rey jovial de mi cuento favorito: ¿cuál es la flecha que vuela para siempre? La flecha que alcanza su objetivo.



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