William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Una rosa para Emilia (1930)
(“A Rose for Emily”)
Originalmente publicado en The Forum, LXXXIII (abril de 1930);
revisado ligeramente en These 13
(Nueva York: Jonathan Cape & Harrison Smith, 1931, 358 págs.);
incluido por Malcolm Cowley en The Portable Faulkner
(Nueva York: Viking Press, 1946, 756 págs.)



      Cuando murió la señorita Emilia fue a su entierro toda nuestra población; los hombres, como con respetuoso afecto a un monumento derribado; las mujeres, por curiosidad más que por nada, para ver por dentro su casa, que nadie había visto en los últimos diez años, aparte del anciano criado de la difunta, mezcla de jardinero y cocinero.
       La casa era grande y más bien cuadrada, con un revestimiento de madera que tiempo atrás había sido blanco; la adornaban agujas, cúpulas y balcones con volutas, según el pasado estilo de los años setenta. Se hallaba en la que antiguamente fue nuestra calle principal, pero a la que después habían invadido los garajes y las fábricas de algodón, llevándose al fin por delante hasta los ilustres nombres de sus vecinos: sólo la casa de la señorita Emilia continuó levantando su valiente y coquetona decadencia entre los camiones algodoneros y las estaciones de gasolina… ¡Una verdadera pena! Y la señorita Emilia había ido ahora a reunirse con los dueños de aquellos nombres ilustres en el pensativo cementerio de cedros, donde yacían junto a las hileras de tumbas anónimas de los soldados de la Unión y la Confederación muertos en el combate de Jefferson.
       En vida, la señorita Emilia Grierson había sido una tradición, una obligación y un cuidado; algo así como un deber hereditario para la población desde aquel día de 1894 en que el alcalde y coronel Sartoris —autor del bando por el que ninguna mujer negra podía salir a la calle sin un delantal de faena— la dispensó de pagar los impuestos a partir de la fecha en que murió su padre y hasta que ella estuviese con vida. Y no se trató de que la señorita Emilia hubiese aceptado una caridad, ya que el coronel Sartoris inventó y propagó la historia de que el padre de ella había prestado dinero a la comunidad y que, como asunto de negocios, la ciudad prefería ese modo de pagárselo… Sólo un hombre de su generación y su manera de pensar podía haber inventado algo semejante y sólo una mujer podía habérselo creído.
       Tal convenio motivó cierto descontento cuando la generación siguiente, con ideas más al día, ocupó la alcaldía y el concejo. A primeros de año le fue enviada a la señorita Emilia una nota de impuestos a pagar. En febrero aún no había llegado su contestación. Entonces le cursaron un oficio, pidiéndole que se presentara a su comodidad en la oficina del sheriff. Una semana más tarde, el alcalde mismo le escribió personalmente, ofreciéndose a visitarla o, si así lo prefería, a mandarle su coche; por toda respuesta recibió un papel de aspecto arcaico y caligrafía fina y fluida, en tinta muy débil, donde la señorita Emilia le decía que ella no salía ya nunca. Y le incluía también, sin más comentarios, la nota referente al pago de impuestos.
       Fue convocada para el caso una reunión de concejales; una comisión municipal visitó a la señorita Emilia y llamó a la puerta que ninguna visita había franqueado desde ocho o diez años atrás, o sea desde que ella abandonó sus lecciones de pintura en porcelana. El viejo criado negro los pasó a un oscuro vestíbulo, desde el que una escalera subía a una oscuridad aún mayor. Todo olía a polvo y desuso. Luego, el negro los llevó hasta la sala, con pesados muebles de cuero. Y cuando abrió las persianas de una ventana, pudieron ver el cuero resquebrajado, mientras que, al tomar asiento, un polvillo rosado se levantó entre sus piernas y giró perezosamente a la luz del único rayo de sol. Ante la chimenea, sobre un deslucido caballete dorado, se veía un retrato a lápiz del padre de la señorita Emilia.
       Al entrar ella, todos se levantaron; era una mujer pequeña y gorda, vestida de negro y con una fina cadena de oro que, cayéndole hasta el talle, se perdía en su cinturón; se apoyaba en un bastón de ébano, rematado por una gastada cabeza de oro. Su esqueleto era menudo y breve; quizá por eso, lo que en otra no hubiera sido más que estar metida en carnes, era obesidad en ella. Su aspecto era hinchado y borroso, como el de esos cuerpos sumergidos mucho tiempo en aguas estancadas, y con esa misma palidez. Perdidos entre los gordinflones mofletes de su rostro, los ojos parecían trocitos de carbón medio escondidos entre surcos, cuando vagaban en la cara de uno a otro de los recién llegados y mientras éstos le comunicaban el objeto de su visita.
       Ni les pidió que se sentasen. Se quedó en la puerta y los oyó, impasible, hasta que quien hablaba dejó embarazosamente de hacerlo. Entonces, los visitantes pudieron escuchar el tictac invisible del reloj al extremo de su cadena de oro.
       —Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson —la voz de la señorita Emilia sonó cortante y fría—. El coronel Sartoris me lo dijo. Quizá cualquiera de ustedes pueda acercarse al registro de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.
       —Podemos hacerlo. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emilia. ¿No recibió un aviso del sheriff, firmado por él?
       —Si; recibí un papel —dijo la señorita Emilia—. Quizá él mismo se cree que es el sheriff… Yo no pago nada en Jefferson.
       —Pero nada hay en los libros que lo justifique, entiéndalo. Y tenemos que…
       —Hablen ustedes con el coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar nada en Jefferson.
       —Pero, señorita Emilia…
       —Vean a Sartoris —(que llevaba muerto casi diez años)—. Yo no tengo que pagar nada en Jefferson… ¡Tobías! —y apareció el negro—. Acompaña a estos señores a la calle.
       ASÍ los derrotó en toda la línea, como treinta años antes había derrotado a los padres de sus visitantes en el asunto del olor. Eso ocurrió dos años después de la muerte del padre y poco después de que su novio, o sea, el hombre de quien se pensaba que se casaría con ella, la dejara. Una vez muerto su padre, ella había salido muy poco, y desde que el novio la abandonó, apenas si pudo vérsele. Varias mujeres que tuvieron el valor de ir a visitarla no fueron recibidas, y lo único vivo que parecía haber en aquella casa era el negro, entonces joven, que salía y entraba con la cesta de la compra.
       —¡Como si un hombre, cualquier hombre, pudiera tener limpia una cocina y una casa! —murmuraban las mujeres.
       De ahí que nadie se sorprendiera cuando apareció y creció el mal olor. Fue otro de los lazos de unión entre el mundo vulgar y los altos y poderosos Griersons.
       Una dama se le quejó al alcalde, el juez Stevens, de ochenta años.
       —Bueno, ¿y qué quiere que haga yo, señora?
       —¿Qué? Mandarle un aviso para que lo elimine —dijo la dama—. ¿No está ahí la ley?
       —Estoy seguro de que no va a ser necesario —respondió el juez Stevens—. Es que ese negro suyo debe haber matado en el patio una rata o una culebra. Ya hablaré yo con él.
       Pero al otro día recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que acudió a él en tímido ruego:
       —Señor juez, es necesario que hagamos algo sobre esto. Soy la última persona del mundo capaz de molestar a la señorita Emilia, pero tenemos que hacer algo.
       Aquella noche se reunieron los concejales: tres barbas entrecanas y un joven de la nueva generación.
       —La cosa parece fácil. Mandémosle un aviso para que haga limpiar su finca. Démosle un plazo para hacerlo, y si no lo hace…
       —¡Por Dios, señor! —saltó el juez Stevens—. ¿Se atrevería usted a acusar de oler mal a una mujer, y en su misma cara?
       En consecuencia, pasada la medianoche siguiente cuatro hombres cruzaron el prado de la casa de la señorita Emilia y merodearon en torno a ella igual que malhechores, husmeando en los basamentos de ladrillo y por los huecos del sótano mientras uno de ellos ejecutaba ciertos movimientos como de siembra, metiendo y sacando la mano en un saco que pendía de su hombro. Forzaron la puerta del sótano y echaron cal en él, así como en todas las construcciones secundarias. Cuando cruzaban el prado de vuelta vieron que una ventana, antes oscura, estaba iluminada y que la señorita Emilia se encontraba en ella, la luz detrás, el torso erguido e inmóvil, igual que el de un ídolo. Se deslizaron con silenciosa rapidez a través del prado y pasaron a la sombra de los algarrobos que delineaban el curso de la calle. Después de un par de semanas más, el mal olor desapareció.
       Y justo cuando ocurrió eso fue cuando empezó a darnos verdadera pena la señorita Emilia. Nuestra población recordaba cómo la anciana señora Wyatt, su tía abuela, terminó sus días totalmente loca, y pensaba que los Griersons creían ser mucho más de lo que realmente eran. Ningún muchacho le había parecido bien del todo a la señorita Emilia. Y ya llevábamos mucho tiempo pensando en ella como si fuera un cuadro, su esbelta figura de blanco en el fondo y, delante, la silueta erguida de su padre dándole la espalda y esgrimiendo una fusta, enmarcados ambos por la puerta principal abierta. Así que cuando llegó a los treinta y seguía soltera, esto no nos agradaba pero en cierto modo nos vengaba; aun con un ramalazo de locura en la familia, la señorita Emilia no habría dejado a un lado todas sus oportunidades si éstas se hubieran presentado verdaderamente.
       Al morir el padre, corrió la voz de que cuanto había dejado era única y exclusivamente la casa, y la gente se alegró en cierto sentido: finalmente podía compadecer a la señorita Emilia, que, sola y pobre, no iba a tener más remedio que humanizarse; también ella iba a ver ahora lo que es preocuparse o desesperarse por unos peniques de más o de menos.
       Como es costumbre, todas las damas fueron a visitarla a su casa para presentarle su pésame y ofrecerse a ella al día siguiente de la muerte de su padre. Vestida como siempre, la señorita Emilia las recibió en la puerta sin rastro alguno de dolor y les aseguró que su padre no había muerto. Lo repitió a lo largo de tres días, a los pastores que fueron a visitarla y a los médicos que trataban de persuadirla para que se procediese al entierro del cadáver. Cuando estaban ya a punto de recurrir a la ley y a la fuerza, la señorita Emilia se rindió y se pudo dar rápida sepultura al muerto. No pensamos que estaba loca; creíamos que no tenía otra salida que aquélla. Recordamos a todos los pretendientes a que había ahuyentado su padre, y al ver que nada le quedaba a ella, pensamos que no podía hacer más que aferrarse a quien la había despojado de su ternura.
       Anduvo bastante tiempo enferma y, cuando volvimos a verla, se había cortado el pelo. Ello la envejecía y le prestaba cierto parecido a los ángeles en los vitrales de las iglesias, con esa combinación de dramatismo e impasibilidad.
       La población acababa de ultimar la contrata para pavimentar las aceras, y se empezó a trabajar al verano siguiente de la muerte de su padre. La firma constructora se presentó con negros, mulas, maquinaria y un capataz yanqui llamado Homer Barron, un tipo fuerte, moreno, listo, con una voz gruesa y ojos más claros que su rostro. Los chicos pequeños le seguían en grupo para oírle maldecir a los negros, y los negros cantaban al mismo compás con el que levantaban y dejaban caer los picos. Barron no tardó en relacionarse con todo el mundo y, siempre que se oían las risotadas de un grupo de hombres en cualquier punto de la plaza, era seguro que Homer Barron andaba por allí. De golpe se le empezó a ver a él y a la señorita Emilia paseando las tardes de domingo en el carricoche de ruedas amarillas, tirado por la pareja de bayos que hacía juego con él, de la caballeriza de alquileres.
       De entrada, nos alegramos de que la señorita Emilia hubiera dado con algo que le interesaba. Pero las mujeres decían: «Por supuesto, una Grierson no se va a tomar en serio a un hombre del Norte y que además trabaja por un jornal». Otras personas de más edad afirmaron que ni el dolor podía hacer que una verdadera dama se olvidara del «nobleza obliga»…, aunque no decían «nobleza obliga». Comentaban simplemente: «¡Pobre Emilia! Convendría que su familia la atendiera un poco». La señorita Emilia tenía algunos parientes en Alabama. Pero hacía años que su padre se había peleado con ellos a causa de la herencia de la vieja señora Wyatt, la chiflada, y las familias no se trataban ya. Ni se habían hecho representar en los funerales del padre.
       Y apenas los viejos empezaron a decir «¡Pobre Emilia!», se extendió el cotilleo. «¿Creéis que está enamorada de veras?», se preguntaban todos. «¡Claro que sí! Si no, ¿cómo…?». Se hablaba así a sus espaldas. El roce de la seda y el raso, estirados detrás de las celosías, se cerraba sobre el sol vespertino después del leve y rápido clop-clop de la collera de caballos: «¡Pobre Emilia!»
       Llevaba la cabeza muy erguida: incluso cuando creíamos que había caído. Se hubiera dicho que pedía más que nunca la aceptación de su dignidad como la última de los Grierson, y que aquel detalle subrayaba su impenetrabilidad. Igual que cuando compró el veneno, el arsénico. Eso ocurrió algo así como un año después de que empezara el «¡Pobre Emilia!» y mientras las dos primas la visitaban.
       —Déme un veneno —le dijo al droguero.
       Había rebasado ya los treinta; era aún una mujer ágil, si bien más delgada de lo normal en ella, con ojos fríos, altaneros y negros en una cara cuya carne se tensaba en las sienes y alrededor de los ojos, como pensamos que debe ser la de un farero.
       —Déme un veneno —dijo.
       —Sí, señorita Emilia. ¿De qué tipo? Para las ratas y otros bichos por el estilo, supongo. ¿Me permite que le recomien…?
       —Déme lo mejor que tenga. No me importa de qué tipo.
       El droguero le nombró varios:
       —Pueden matar hasta a un elefante. Pero lo que quiere usted es…
       —Arsénico —dijo la señorita Emilia—. ¿No es un buen veneno?
       —Esto… ¿el arsénico? Sí, señorita, pero le convendría más bien…
       —Déme arsénico.
       El droguero la miró. Y ella miró al droguero tiesa, con la cara lo mismo que una bandera tirante.
       —Claro que sí. Desde luego —respondió el droguero—, ya que es eso lo que quiere. Pero la ley exige que me diga para qué va a usarlo.
       La señorita Emilia se limitó a mirarlo fijamente, un poco echada atrás la cabeza para devolverle mirada por mirada, hasta que el hombre apartó por fin los ojos, fue dentro, alcanzó el arsénico y se lo envolvió. El chico negro del reparto le entregó el paquete y el droguero no se hizo ya ni ver. Cuando la señorita Emilia, una vez en casa, lo desenvolvió, la caja decía, bajo una calavera y unas tibias cruzadas, «Para ratas».
       «Esa mujer va a matarse», dijimos todos al día siguiente. Y añadimos que era lo mejor que podía hacer. Al empezar a verla andar por ahí con Homer Barron, dijimos: «Se casa con él». Y después: «De todas maneras, a lo mejor lo convence», ya que el mismo Homer andaba contando que él no era un hombre como para casamientos, que le agradaban los hombres, y era sabido que bebía con los más jovencillos en el Club Elk, nada de lo cual le daba fama de casadero. Luego dijimos: «¡Pobre Emilia!», al verlos cruzar detrás de las celosías, los domingos por la tarde, en el pintado carricoche; la señorita Emilia iba con la cabeza muy alta, y Homer Barron con el sombrero ladeado y un cigarro entre los dientes, sosteniendo las riendas y el látigo con guantes amarillos.
       Algunas mujeres empezaron de pronto a decir que todo aquello era una vergüenza para la población y un mal ejemplo para la gente joven. Los hombres se negaron a intervenir, pero ellas consiguieron por fin convencer al pastor baptista —la familia de la señorita Emilia era de la iglesia episcopaliana— para que fuera a verla. El pastor no contó una palabra de lo ocurrido durante la entrevista, pero se negó a repetirla. Al domingo siguiente pasearon otra vez en el carricoche por las calles, y un día después la esposa del pastor baptista escribió una carta a los parientes de Alabama de la señorita Emilia.
       Volvió, pues, ella a tener que admitir parientes bajo su techo, y nosotros nos sentamos a aguardar los acontecimientos. De momento no ocurrió nada. Después estuvimos seguros de que iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en la joyería y encargado un juego de aseo para hombre, en plata, con las letras H. B. grabadas en cada pieza. Y, dos días después, supimos que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluida la camisa de dormir. Entonces nos dijimos: «Están casados». Y sin duda nos alertamos, porque las dos primitas eran todavía más Grierson que todo lo que la señorita Emilia lo había sido.
       De manera que no nos alarmamos nada cuando Homer Barron se fue. Las aceras estaban ya terminadas desde hacía algún tiempo. Nos defraudó un poco, eso sí, no ser testigos de un buen escándalo, pero siempre pensamos que él se había marchado a preparar la ida de la señorita Emilia, o bien que lo había hecho para darle una oportunidad de deshacerse de las primas (contra las que todos nos sentíamos confabulados en una especie de intriga y como aliados de la señorita Emilia). Por supuesto, se fueron una semana más tarde. Y, como todos habíamos previsto, Homer Barron volvió a los tres días. Una vecina vio cómo el negro lo hacía entrar una tarde, a la puesta de sol, por la cocina.
       Pero ya no volvimos a ver más a Barrón. Ni tampoco, durante cierto tiempo, a la señorita Emilia. El negro salía y entraba con la cesta de la compra, pero la puerta principal seguía cerrada. De cuando en cuando distinguíamos a la señorita Emilia asomada un instante a una ventana, igual que la vieron aquella noche los encargados de esparcir la cal, pero ella no salió a la calle por lo menos en seis meses. Y entonces entendimos que en todo eso había algo que debía esperarse, como si la condición de su padre, que tantas veces distorsionó su vida de muchacha, hubiese sido demasiado violenta y furiosa como para acabarse así porque sí.
       Cuando volvimos a verla había engordado y sus cabellos se estaban poniendo grises. Fueron haciéndose más y más grises en el curso de los años, hasta que tomaron un color salpimentado, gris acero, y entonces cesaron de agrisarse. Mantuvieron ese recio color gris acerado hasta el día de su muerte, que le llegó a los setenta y cuatro años, igual que el pelo de un hombre activo.
       A partir de entonces, la puerta principal de su casa siguió cerrada, excepto durante seis o siete años, cuando ella estaba ya en los cuarenta y empezó a dar lecciones de pintura en porcelana. Preparó un estudio en una de las habitaciones de abajo, y allí fueron enviadas las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con los mismos espíritu y regularidad con que se las mandaba a la iglesia los domingos, provistas de su moneda de veinticinco centavos para la bandeja de la colecta. Fue por entonces cuando le fueron dispensados los impuestos.
       Pero la generación siguiente renovó el espíritu de la ciudad, y las alumnas de pintura en porcelana crecieron, se distanciaron y no enviaron ya sus hijas a la señorita Emilia, con aburridos pinceles y cajas de color y cuadros recortados de las revistas para señoras. Al despedirse la última discípula se cerró la puerta principal y ya se quedó así, definitivamente cerrada. Cuando la población obtuvo las ventajas de la entrega postal gratis, la señorita Emilia fue la única que se negó a que colocaran sobre su puerta los números de metal y a que colgasen un buzón en ella. Se negó incluso a oírles.
       Día por día, mes por mes, año por año, vimos cómo al negro le iban plateando los cabellos y se curvaba hacia adelante, siempre saliendo y entrando con la cesta de la compra. Cada diciembre le mandábamos un aviso de impuestos a la señorita Emilia, aviso que nos era devuelto por correo una semana después sin que nadie lo hubiera reclamado. A veces la veíamos en una de las ventanas inferiores —evidentemente, había cerrado el piso superior— como un tallado torso de ídolo en su nicho, mirándonos o no, que eso nunca podíamos asegurarlo. Así pasó de una generación a otra, olvidada, inevitable, infranqueable, impasible y perversa.
       Y así murió. Cayó enferma en la casa polvorienta y sombría, sin más que un negro decrépito para cuidarla, y ni siquiera se supo que estaba enferma; ya hacía mucho que habíamos renunciado a sonsacarle cosas al negro, que no le hablaba a nadie. Es posible que ni siquiera a ella, porque la voz se le había puesto áspera y herrumbrosa, como de no usarla.
       La señorita Emilia murió en una de las habitaciones del piso bajo, en una pesada cama de nogal con una cortina, la cabeza en una almohada amarilla y picada de años y de falta de soleo.
       EL negro abrió la puerta principal a la primera mujer y dejó entrar a todas con sus voces secretas y siseantes y sus ojeadas de curioseo; luego se quitó de enmedio. Atravesó la casa y salió por la parte trasera sin que nadie volviera a verlo más.
       Las dos primas acudieron inmediatamente. El segundo día se celebraron los funerales, y toda la población fue a ver a la señorita Emilia bajo un montón de flores colectadas, con el retrato a lápiz de su padre como meditando hondamente encima del ataúd, y las señoras cuchicheantes y macabras, y los señores muy viejos, vestidos algunos de ellos con sus cepillados uniformes de la Confederación, hablando de la señorita Emilia en el porche y el prado como si hubiera sido una contemporánea suya, convencidos de que algún día habían bailado con ella y de que acaso la habían cortejado, confundiendo al tiempo en su marcha matemática, como es habitual en los ancianos, para los que todo el pasado no es un camino que va disminuyendo, sino, por el contrario, un campo enorme al que no llega el invierno y que únicamente está ahora separado de ellos por el estrecho gollete de los diez años últimos.
       Se sabía ya que en el piso de arriba había una habitación que nadie pisó en los últimos cuarenta años y que debería ser forzada. Esperamos, para hacerlo, a que la señorita Emilia estuviera convenientemente enterrada.
       La fuerza empleada en derribar la puerta pareció llenar toda la alcoba de un finísimo polvo. Se diría que aquel cuarto, decorado y amueblado como para un casamiento, emanaba por todas partes un algo mortuorio, agrio y penetrante, como de tumba: en sus cortinillas de un color ajado, y en las luces con pantallas rosa, y en el tocador, y en el despliegue fino de cristal, y en las piezas del juego de aseo de hombre, la plata de cuya parte posterior estaba tan oscurecida que no permitía leer las iniciales. En mitad de todo, un cuello y una corbata parecía que acabaran de ser quitados y, al levantarlos, dejaron en el polvo una pálida media luna. El traje masculino aparecía cuidadosamente doblado sobre una silla; bajo él, los dos mudos zapatos y los calcetines como acabados de quitar.
       Y el hombre estaba en la cama.
       Nos quedamos allí largo rato, de pie, contemplando aquel gesto profundo y descarnado que parecía reír. Según nos pareció, el cuerpo había estado un tiempo en la posición de quien abraza, pero luego, el dilatado sueño más duradero que el amor y que incluso a las muecas del amor domina, lo había traicionado. Lo que quedaba de él, bajo lo que se conservaba de su camisa de dormir, había llegado a confundirse con la cama en que yacía, y la delgadísima capa del polvo paciente y prometedor se tendía sobre él y sobre la almohada vecina.
       Notamos luego en esta segunda almohada la huella del peso de una cabeza. Alguno de nosotros levantó algo de ella y después de inclinarnos aún más, siempre con ese polvo invisible penetrándonos la nariz, distinguimos una larga trenza de cabellos gris acero.



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