William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


Vendeé (1936)
(“Vendée”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post,
vol. 209, no. 23 (5 de diciembre de 1936);
The Unvanquished
(Nueva York: Random House, 1938, 293 págs.)


I

      Cuando enterramos a yaya, volvieron a aparecer todos, el hermano Fortinbride y los demás: los viejos, las mujeres, los niños y los negros, los doce que solían venir cuando se corría la voz de que Ab Snopes había vuelto de Memphis, y otros cien más que habían regresado al distrito después de seguir a los yanquis y al volver se encontraron con que sus familias y amos habían desaparecido, y se dispersaron por los cerros para vivir en cuevas y árboles huecos, como animales, me figuro, no sólo sin nadie de quien depender, sino sin nadie que dependiera de ellos, que se preocupase de si volvían o no, de si estaban vivos o muertos; y pienso que aquello fue lo sumo, la expresión más aguda de su dolor y de su pérdida: que todos vinieran de los cerros bajo la lluvia. Sólo que ya no había yanquis en Jefferson, de manera que no tuvieron que ir a pie: miré al otro lado de la fosa, por encima de las tumbas y monumentos, y vi el rezumante bosquecillo de cedros lleno de mulas con grandes cicatrices negras en la grupa, en el sitio en que yaya y Ringo habían borrado a fuego la marca U. S.
       Allí estaban también muchos habitantes de Jefferson; había otro predicador —uno corpulento, refugiado de Memphis o de no sé dónde—, y averigüé que la señora Compson y otros cuantos habían dispuesto que él pronunciara el sermón fúnebre. Pero el hermano Fortinbride no se lo permitió. No le dijo que no lo hiciera; simplemente no le dirigió la palabra, actuando como una persona mayor que aparece donde los niños empiezan a jugar a algo y les dice que el juego está muy bien, pero que los adultos necesitan la habitación y los muebles durante un rato. Avanzó a paso rápido desde el bosquecillo donde había amarrado su mula junto con las demás, con su rostro demacrado y el chaquetón con los remiendos de cuero de caballo sin curtir y de tienda de campaña yanqui, hasta el lugar donde la gente de la ciudad se agrupaba bajo sus paraguas, con yaya en el medio y el corpulento predicador refugiado con su libro ya abierto y uno de los negros de los Compson sujetando un paraguas por encima de él, mientras la lluvia lenta, fría y gris salpicaba en el paraguas y golpeaba pesadamente sobre las amarillentas tablas en que yaya reposaba, y caía sin chapoteo alguno en el oscuro barro rojizo junto a la parda fosa. Nada más llegar, el hermano Fortinbride miró los paraguas y después a las gentes de los cerros que no tenían paraguas, con sus ropas de embalaje de algodón y de sacos de harina recortados, se dirigió hacia yaya, y dijo:
       —Que se acerquen los hombres.
       Los hombres de la ciudad se removieron. Algunos avanzaron. Tío Buck MacCaslin fue el primero que se adelantó entre todos los de la ciudad y de la montaña. Por Navidad, su reumatismo solía estar tan mal que apenas podía levantar la mano, pero ahí estaba ahora, con su mondo bastón de nogal, dando empujones a los hombres de la montaña, con sacos atados por encima de la cabeza, y a los hombres de la ciudad, con sus paraguas, que se apartaban de su camino; luego, Ringo y yo nos quedamos ahí parados, contemplando cómo la tierra se tragaba a yaya, con la despaciosa lluvia golpeteando sobre las tablas amarillas, hasta que dejaron de parecer tablas y empezaron a tener aspecto de agua en la que se reflejaba la tenue luz, hundiéndose en la tierra. Después, el húmedo barro rojizo comenzó a derramarse en la fosa, con las palas arrojándolo en movimientos lentos y constantes, y los hombres de la colina aguardando su turno con las palas, porque tío Buck no dejaba que nadie le relevara.
       No se tardó mucho, y creo que el predicador refugiado habría vuelto entonces a hacer otro intento, pero el hermano Fortinbride no le dio oportunidad. El hermano Fortinbride ni siquiera soltó su pala; se quedó donde estaba, apoyándose en ella, como si estuviera en el campo, y empezó a hablar con el mismo tono que empleaba en la iglesia cuando Ab Snopes regresaba otra vez de Memphis: enérgico y reposado, sin estridencias.
       —No creo que Rosa Millard, ni nadie que la hubiera conocido alguna vez, necesite saber adónde ha ido. Y tampoco creo que nadie que la hubiera conocido alguna vez quiera ofenderla, diciendo que descanse en paz en alguna parte. Pero creo que Dios ya ha visto que aquí hay hombres, mujeres y niños, negros, blancos, amarillos o rojos, para acompañarla y expresar su dolor. De modo que volved a casa, buenas gentes. Algunos de vosotros no venís de lejos, y habéis recorrido el camino en carruajes con capota. Pero no así la mayor parte, que, gracias a Rosa Millard, no habéis venido a pie. A vosotros es a quienes me dirijo. Tenéis leña que partir y cortar, cuando menos. ¿Y qué creéis que diría Rosa Millard si os viera ahí parados, teniendo a ancianos y niños a la intemperie, bajo la lluvia?
       La señora Compson nos invitó a Ringo y a mí a vivir con ella en su casa hasta que volviera padre, y también algunos otros —no recuerdo quiénes—, y luego, cuando creí que se habían marchado todos, miré en derredor y vi a tío Buck. Se acercó hacia nosotros con un codo apretado contra el costado y la barba echada hacia un lado, igual que si fuera otro brazo, los ojos inyectados en sangre y furiosos, como si no hubiera dormido mucho, y empuñando el bastón como si pensara golpear a alguien con él y no le importara mucho quién fuera.
       —¿Qué vais a hacer ahora, muchachos? —preguntó.
       La tierra estaba ahora suelta y blanda, oscura y rojiza por la lluvia, de manera que el agua no salpicaba sobre yaya en absoluto; sólo se disolvía, lenta y gris, en el oscuro montón de tierra parda, de modo que al cabo de un rato el montón también empezó a disolverse sin cambiar de forma, como se había disuelto y manchado el suave color pajizo de las tablas al entrar en la tierra, y montículo y tablas y lluvia se hubiesen fundido todos en un vago y apacible gris pardo.
       —Quiero que me presten una pistola —dije.
       Entonces, empezó a soltar exclamaciones, pero en voz baja. Pues era una persona mayor: fue algo semejante a lo de aquella noche con yaya en la vieja prensa.
       —¡Me necesitéis o no —rugió—, por Cristo que iré! ¡No podéis detenerme! ¿O pretendéis decirme que no queréis que vaya con vosotros?
       —No me importa —repliqué—. Sólo quiero una pistola. O un rifle. El nuestro se quemó con la casa.
       —¡Muy bien! —bramó—. Yo y la pistola, o tú y ese negro ladrón de caballos con un travesaño de una cerca. Ni siquiera tenéis un atizador en casa, ¿verdad?
       —Pero tenemos el cañón del mosquete —dijo Ringo—. Creo que eso es todo lo que necesitaremos para Ab Snopes.
       —¿Ab Snopes? —gritó tío Buck—. ¿Crees que es Ab Snopes en quién está pensando este muchacho…? ¿Eh? —tronó, gritándome ahora a mi—. ¿Eh, chico?
       El montículo cambiaba a cada momento, con la lenta lluvia gris balanceando despacio, gris y fríamente la tierra parda, pero sin llegar realmente a alterarse. Aún tendría que pasar cierto tiempo; se sucederían días y semanas y luego meses, antes de que se alisara y se igualara y se pusiera a la misma altura que la tierra circundante tío Buck hablaba ahora con Ringo, y ya no chillaba.
       —Ve por mi mula —dijo—. Tengo la pistola metida en los pantalones.
       Ab Snopes también vivía en los lejanos cerros. Tío Buck sabía dónde: ya era media tarde y subíamos cabalgando entre los pinos de una loma rojiza, cuando tío Buck se detuvo. Él  y Ringo se habían atado sacos a la cabeza. Por debajo del saco de tío Buck se proyectaba su bastón, que, pulido por el uso, parecía un cirio con el brillo de la lluvia.
       —Esperad —dijo—. Tengo una idea.
       Nos apartamos del camino y llegamos a una cañada; había un sendero borroso. Estaba oscuro bajo los árboles y la lluvia ya no nos caía encima; era como si los propios árboles pelados se disolvieran lenta, constante y fríamente al final de aquella jornada de diciembre. Cabalgábamos de uno en uno, con la ropa mojada, entre el húmedo vapor amoniacal de las mulas.
       El corral era idéntico al que él, Ringo, Joby y yo habíamos construido en casa, sólo que más pequeño y mejor escondido; creo que tomó la idea del nuestro. Nos paramos en los travesaños mojados; todavía eran lo bastante nuevos como para que las partes cortadas siguieran amarillentas de savia, y en el otro extremo del corral había algo semejante a una nube ambarina en el crepúsculo, hasta que se movió. Y entonces vimos que se trataba de un garañón pardo y tres yeguas.
       —Lo que me figuraba —dijo tío Buck.
       Yo tenía las ideas confusas. Tal vez se debiera a que Ringo y yo estábamos fatigados y no habíamos dormido mucho últimamente, pues los días se mezclaban con las noches, y durante todo el tiempo que habíamos estado cabalgando, me dio por pensar en la reprimenda que yaya nos echaría a Ringo y a mí cuando volviéramos a casa, por marcharnos bajo la lluvia sin decírselo. Y durante un minuto me quedé ahí montado, mirando los caballos y creyendo que Ab Snopes era Grumby. Pero tío Buck empezó a gritar de nuevo.
       —¿Él, Grumby? —bramó—. ¿Ab Snopes? ¡Por Cristo! Si él fuese Grumby, si Ab Snopes fuera quien asesinó a tu abuela, me avergonzaría de haberle conocido. Me daría vergüenza que me sorprendieran atrapándole. No, señor. Él no es Grumby; él vale más que ése —se inclinó de lado sobre la mula y siguió hablando, mientras su barba se agitaba y sobresalía del saco que seguía llevando en la cabeza—. Él es quien va a decirnos dónde está Grumby. Han escondido aquí esos caballos, porque precisamente pensaron que éste sería el último lugar en que se os ocurriría buscarlos a vosotros, chicos. Y ahora Ab Snopes se ha ido con Grumby a buscar algunos más, ya que tu abuela ha quedado fuera del negocio, por lo que a él le toca, Y hay que dar gracias a Dios por eso. Mientras Ab Snopes esté con ellos, no pasarán por casa ni cabaña alguna sin dejar una rúbrica indeleble, aun cuando no haya más que robar que un pollo o un reloj de cocina. ¡Por Cristo! Lo único que no queremos es atrapar a Ab Snopes.
       Y no le cogimos aquella noche. Volvimos al camino y seguimos adelante, y más tarde llegamos a la vista de la casa. Me acerqué a tío Buck y le dije:
       —Déme la pistola.
       —No vamos a necesitar ninguna pistola —contestó tío Buck—. Tampoco está aquí, te lo digo yo. Tú y ese negro quedaos atrás y dejadme hacer a mi. Voy a averiguar por qué camino debemos emprender la persecución. Ahora, volveos para atrás.
       —No —dije—. Quiero…
       Me miró por debajo del saco.
       —¿Qué quieres? Quieres ponerle las manos encima al hombre que asesinó a Rosa Millard, ¿no es cierto?
       Siguió mirándome. Continué montado en la mula, bajo la lenta y helada lluvia gris, en la agonizante luz del día. Quizá fuera el frío. No lo sentía, pero podía notar los temblores y sacudidas en los huesos.
       —¿Y luego qué vas a haces con él? —preguntó tío Buck. Ahora hablaba casi en un susurro—. ¿Eh? ¿Eh?
       —Si —le contesté—. Si.
       —Si. Eso es. Ahora tú y Ringo os quedáis atrás. Yo me encargaré de esto.
       Era una simple cabaña. Creo que habría otras mil exactamente iguales por nuestros cerros, con el mismo arado en ángulo reposando debajo de un árbol y los mismos pollos sucios posados en la reja, y el mismo crepúsculo gris apagándose en las cenicientas ripias del tejado. Entonces, distinguimos un tenue resplandor y el rostro de una mujer observándonos desde la rendija de la puerta…
       —Mister Snopes no está en casa, si eso es lo que quieren —dijo—. Se ha marchado a Alabama a hacer una visita.
       —¡Ah, ya! —dijo tío Buck—. A Alabama. ¿Dejó dicho algo sobre cuándo volvería?
       —No —le contesto la mujer.
       —¡Ah, ya! —repitió tío Buck—. Entonces creo que sería mejor volver a casa y guarecernos de la lluvia.
       —Supongo que si —repuso la mujer. Luego se cerró la puerta.
       Nos alejamos cabalgando, de vuelta a casa. Era como cuando esperamos en la vieja prensa; no era exactamente que se hubiese hecho más oscuro, sino que se había espesado el crepúsculo.
       —Bueno, bueno, bueno —dijo tío Buck—. No están en Alabama, porque ella nos ha dicho que está allí. Y tampoco van en dirección a Memphis, porque aún hay yanquis por allá. Así que creo que más nos valdría intentar el camino de Grenada. ¡Por Cristo! Apuesto la mula por la navaja de ese negro a que no cabalgamos dos días sin encontrarnos por el camino con una mujer furiosa, chillando, con un manojo de plumas de pollo en la mano. Acercaos acá y escuchadme. ¡Por Cristo que vamos a terminar con todo este asunto, pero vamos a hacerlo bien! ¡Por Cristo!



II

      Aquel día, pues, no logramos capturar a Ab Snopes. Tampoco le atrapamos durante muchos días con sus noches días en que los tres cabalgamos haciendo relevos con las mulas yanquis de yaya y Ringo a lo largo de caminos conocidos y veredas y sendas desconocidas (y a veces sin hollar), por la húmeda y helada escarcha; y noches en que dormíamos sobre la misma humedad y la misma helada y (en una ocasión) sobre la nieve, bajo cualquier refugio que encontráramos al caernos la noche encima. Fueron indistinguibles e incontables. Se alargaron desde aquella tarde de diciembre hasta finales de febrero, hasta que una noche nos dimos cuenta de que durante algún tiempo habíamos estado oyendo a los gansos y patos salvajes, que emigraban hacia el norte. Al principio, Ringo llevaba una vara de pino y todas las noches hacia una muesca en ella, una mayor para los domingos y dos más profundas para señalar Navidad y Año Nuevo. Pero una noche, cuando la vara tenía casi cuarenta muescas, nos detuvimos a acampar bajo la lluvia, sin techo alguno en que cobijarnos, y tuvimos que usar la vara para encender fuego, a causa del brazo de tío Buck. Y, así cuando llegamos a un sitio donde podíamos coger otra vara de pino, no nos acordábamos de si habían pasado cinco, seis o diez días, de modo que Ringo no pudo empezar otra. Pero dijo que prepararía la vara y que no necesitaría más que dos muescas: una para el día en que le atrapáramos, y otra para el día en que murió yaya.
       Teníamos dos mulas cada uno, y a mediodía siempre cambiábamos de montura. La gente de los cerros nos devolvió las mulas; si hubiéramos querido, habríamos conseguido un regimiento de caballería de viejos y mujeres, y de niños también, con uniformes de tela de embalaje de algodón y de sacos de harina, armados de hachas y azadones y montados en las mulas yanquis que yaya les había prestado. Pero tío Buck les dijo que no necesitábamos ayuda ninguna: que tres eran suficientes para capturar a Grumby.
       No era difícil seguirles. Cierto día, cuando teníamos unas veinte muescas en la vara, llegamos a una casa cuyas cenizas aún humeaban, y un muchacho, tan mayor como Ringo y yo, seguía inconsciente en el establo con la camisa hecha jirones, como si le hubieran azotado con una tralla de alambres, y una mujer con un hilillo de sangre que todavía le manaba de la boca y una voz que sonaba débil y lejana, como una cigarra al otro lado de los pastos, diciéndonos cuántos eran y el camino que probablemente habían tomado, repitiendo:
       —Mátenles. Mátenles.
       Fue un camino largo; sin embargo, no era lejos. Se hubiese podido colocar en el mapa un dólar de plata cuyo centro cayera en Jefferson y jamás nos hubiéramos salido de él. Y andábamos más cerca de ellos de lo que creíamos, porque una noche que se nos había hecho tarde sin que encontráramos una casa ni un cobertizo en que acampar, nos detuvimos y Ringo dijo que iba a explorar un poco los alrededores, ya que lo único que nos quedaba de comer era un hueso de jamón; sólo que era más probable que Ringo tratase de eludir la tarea de traer leña. Así pues, tío Buck y yo estábamos extendiendo en el suelo ramas de pino para dormir encima de ellas, cuando oímos un disparo y luego un estrépito como de una chimenea derrumbándose sobre un techo de ripias podridas, y después caballos que emprendían una marcha rápida y se perdían en la distancia, y a continuación oí chillar a Ringo. Nos contó que había dado con una casa; creyó que estaba desierta y luego le pareció demasiado oscura, demasiado silenciosa. Así que escaló un cobertizo que había contra la fachada posterior y vio una rendija de luz, y, mientras trataba de abrir con cuidado la contraventana, ésta se desprendió con un ruido semejante a un pistoletazo y se encontró en una habitación con una vela metida en una botella y entre tres y trece hombres que le miraban fijamente; uno de ellos gritó: «¡Ya están ahí!», otro desenfundó la pistola y otro le agarró del brazo en el momento en que el arma hizo fuego, y entonces el cobertizo entero cedió bajo su peso y se quedó ahí tendido, chillando y tratando de salir de la maraña de tablones rotos, mientras les oía alejarse al galope.
       —Así que no te acertó —dijo tío Buck.
       —No fue culpa suya si falló —repuso Ringo.
       —Pero no te dio —insistió tío Buck. A pesar de todo, no nos permitió continuar aquella noche—. No perderemos nada de ventaja —dijo—. Son de carne y hueso, lo mismo que nosotros. Además, nosotros no estamos asustados.
       De manera que al alba proseguimos la marcha, siguiendo ahora las huellas de sus caballos. Luego, hicimos tres muescas más en la vara; aquella noche, Ringo añadió la última que haría, aunque no sabíamos que lo era. Nos hallábamos sentados frente a un almacén de algodón en donde íbamos a dormir, comiéndonos un cochinillo que había encontrado Ringo, cuando oímos al caballo. Luego, el hombre empezó a gritar: «¡Hola! ¿Hola?», y entonces le vimos venir, montado en una espléndida yegua alazana de pecho corto, calzado con unas botas pequeñas, elegantes y bien hechas, vistiendo una camisa de lino sin cuello, una chaqueta que en otro tiempo también habría sido buena y un sombrero de alas anchas calado de tal modo, que entre él y la barba sólo podíamos verle los ojos y la nariz.
       —Qué tal, amigos —dijo.
       —Qué tal —dijo tío Buck. Estaba sentado, rebanando una costilla; la tenía en la mano izquierda, y la derecha descansaba en su regazo, justo por debajo de la chaqueta; llevaba la pistola colgando en una lazada de un cordón de cuero que le rodeaba el cuello, metida entre los pantalones, como un reloj de señora. Pero el desconocido no le miró; simplemente nos echó una ojeada a cada uno de nosotros, y se quedó después montado en la yegua, con ambas manos delante de él, en el pomo del arzón.
       —¿Le importaría que desmontase para entrar en calor? —preguntó.
       —Desmonte —le contestó tío Buck.
       Se apeó. Pero no trabó la yegua. Tiró de ella y se sentó frente a nosotros, con las riendas en la mano.
       —Dale un poco de carne al forastero, Ringo —dijo tío Buck.
       Pero no la aceptó. No se movió. Sólo dijo que había comido ya, y se quedó sentado en un tronco, con sus pequeños pies juntos, los codos sacados un poco, y las manos, tan pequeñas como las de una mujer y cubiertas de una suave mata de fino vello negro que le llegaba hasta las uñas, apoyadas en las rodillas, sin mirarnos a ninguno.
       —Acabo de pasar por Memphis —dijo—. ¿A qué distancia cree usted que estamos de Alabama?
       Tío Buck se lo dijo, también sin moverse, con el hueso de la costilla levantado aún en su mano izquierda, mientras la derecha descansaba justo por debajo de su chaqueta.
       —¿Va usted a Alabama, entonces?
       —Si —contestó el desconocido—. Estoy buscando a un hombre. —Entonces vi que me miraba por debajo del sombrero—. Un hombre llamado Grumby. Ustedes, la gente de estos contornos, quizá hayan oído hablar también de él.
       —Si —dijo tío Buck—, hemos oído hablar de él.
       —¡Ah! —dijo el desconocido. Sonrió; durante un momento, vimos sus dientes, blancos como el arroz, por entre su negra barba de color de tinta—. Entonces, lo que estoy haciendo no debe ser un secreto —ahora miraba a tío Buck—. Vivo al norte, en Tennessee. Grumby y su banda asesinaron a uno de mis negros y huyeron con mis caballos. Voy a recuperarlos. Y si, de paso, agarro a Grumby, tampoco me desagradaría.
       —¡Ah, ya! —dijo tío Buck—. ¿De modo que piensa encontrarle en Alabama?
       —Si. Por casualidad, que sé que ahora se dirige hacia allá. Casi le cojo ayer; atrapé a uno de sus hombres, aunque se me escaparon los demás. Anoche pasarían cerca de ellos, si es que se hallaban ustedes por estos alrededores. Tal vez les oyeran, porque cuando les vi por última vez, no desperdiciaban ni un momento. Logré convencer al hombre que apresé para que me dijese cuál era el lugar de su cita.
       —¿Alabama? —dijo Ringo—. ¿Quiere decir que se volvían a Alabama?
       —Exacto —dijo el desconocido. Entonces miró a Ringo—. ¿También a ti te robó Grumby el cerdo, muchacho?
       —¿Cerdo? —repitió Ringo—. ¿Cerdo?
       —Echa un poco de leña al fuego —le dijo tío Buck a Ringo—. Y guarda el aliento para roncar esta noche.
       Ringo se calló, pero no se movió; se quedó ahí sentado, mirando pasmado al desconocido, con ojos que parecían un tanto enrojecidos al resplandor del fuego.
       —Así que ustedes también están persiguiendo a un hombre, ¿verdad? —preguntó el desconocido.
       —A dos exactamente —le contestó Ringo—. Me figuro que Ab Snopes puede pasar por un hombre.
       Ya era demasiado tarde, pues; simplemente nos quedamos ahí sentados, con el desconocido frente a nosotros, al otro lado del fuego, con las riendas de la yegua en su manita inmóvil, mirándonos a los tres por entre el sombrero y la barba.
       —Ab Snopes —dijo—. Creo que no le conozco. Pero sí a Grumby. Y ustedes también quieren coger a Grumby. ¿No creen que es peligroso?
       —No mucho —le contestó tío Buck—. Mire usted, nosotros hemos recogido algunas pruebas acerca de Grumby y Alabama. Algo o alguien ha hecho cambiar de opinión a Grumby en cuanto a matar a mujeres y niños —él y el desconocido se miraron mutuamente—. Quizá no sea la temporada propicia para mujeres y niños. O tal vez se deba a la opinión pública, ahora que Grumby es lo que podría llamarse un personaje popular. La gente de estos contornos está acostumbrada a que asesinen a sus hombres, incluso a que les disparen por la espalda. Pero ni siquiera los yanquis lograron que se acostumbraran a lo otro. Y, evidentemente, alguien se lo ha recordado a Grumby. ¿No es cierto?
       Se miraron el uno al otro; no se movieron.
       —Pero usted no es una mujer ni un niño, viejo —dijo el desconocido. Se levantó, con calma; sus ojos brillaron al resplandor del fuego mientras se volvía y echaba las riendas por encima de la cabeza de la yegua—. Creo que voy a seguir adelante —añadió. Vimos cómo montaba y se erguía de nuevo en la silla, con sus manecitas de negro vello apoyadas en el pomo y la vista bajada hacia nosotros, hacia mí y luego hacia Ringo—. De manera que queréis coger a Ab Snopes. Seguid el consejo de un extraño y no le perdáis la pista.
       Dio la vuelta a la yegua. Mientras le observaba pensé: «Me pregunto si sabrá que a la yegua le falta la herradura trasera de la derecha», cuando Ringo gritó: «¡Cuidado!», y después me pareció ver que la yegua, espoleada, daba un salto, antes de percibir el fogonazo de la pistola; y luego la yegua se alejaba al galope y tío Buck yacía en el suelo, lanzando maldiciones, gritando y tirando de su pistola, y en seguida nos pusimos los tres a forcejear tratando de sacarla, pero el punto de mira delantero se había enganchado en sus tirantes, y seguimos forcejeando los tres, mientras tío Buck jadeaba y blasfemaba y el galope de la yegua se desvanecía en la distancia.
       La bala le había atravesado la carne de la parte interna del brazo en que tenía reumatismo; por eso maldecía de tan mala manera; dijo que el reumatismo era bastante malo, como también lo era una bala, pero que tener las dos cosas a la vez era demasiado para cualquier hombre. Y entonces, cuando Ringo le dijo que debería dar gracias, que se figurase que la bala le hubiera atravesado el brazo bueno y ni siquiera fuese capaz entonces de comer por si solo, se echó hacia atrás y, aún tumbado, cogió un palo de la leña y trató de golpear a Ringo con él. Le desgarramos la manga y detuvimos la hemorragia; hizo que le cortara una tira de los faldones de la camisa, Ringo le pasó su bastón, y se incorporó, lanzándonos maldiciones mientras empapábamos el trapo en agua de sal caliente y él se sujetaba el brazo con la mano sana y juraba a un ritmo sostenido mientras nos hacia pasar la tira de la camisa de un lado a otro del agujero que había hecho la bala. Entonces se puso a blasfemar como un descosido pareciéndose un poco a yaya, con esa expresión que todos los ancianos tienen cuando sufren algún daño; su barba se agitaba, sus ojos se abrían y cerraban de golpe, y sus tacones y el bastón se clavaban en el suelo, como si el bastón hubiera estado tanto tiempo con él, que también sintiera el trapo y la sal.
       Al principio creí que el moreno individuo era Grumby, como antes había pensado que Grumby era Ab Snopes. Pero tío Buck dijo que no. Ya era de día; no habíamos dormido mucho porque tío Buck no conciliaba el sueño; sólo que entonces no comprendimos que era por el brazo, pues ni siquiera nos permitió hablar de acompañarle de vuelta a casa. Volvimos a intentarlo ahora, después de desayunar, pero no nos escuchó, montado ya en su mula, con el brazo izquierdo atado alrededor del pecho y la pistola metida entre el brazo y el pecho, de donde podía sacarla con rapidez, diciendo: «Esperad. Esperad» con una mirada dura y chispeante de meditación.
       —Es algo que aún no comprendo del todo —dijo—. Algo nos dijo anoche, pero sin pretender que advirtiéramos que nos lo había dicho.
       —Probablemente, una bala destinada a darle en el medio de entre los dos brazos, en lugar de atravesarle uno —dijo Ringo.
       Tío Buck cabalgaba velozmente; veíamos cómo su bastón subía y bajaba contra el flanco de la mula, sin fuerza, sólo constante y rápido, como un cojo apresurado que ha usado el bastón durante tanto tiempo que ya ni siquiera repara en él. Porque aún no nos habíamos dado cuenta de que el brazo le dolía; él no nos había dado ocasión para comprenderlo. Así, seguimos aprisa, cabalgando a lo largo de un pantano, y después vio Ringo la serpiente. Durante una semana había hecho calor, hasta la noche pasada. Pero anoche había helado, y ahora vimos a la serpiente mocasín en el sitio por donde reptaba cuando la sorprendieron los hielos tratando de volver al agua, de modo que yacía con el cuerpo en la tierra y la cabeza cautiva en el delgado hielo, como si la hubiera metido en un espejo, y tío Buck se volvió de lado en la mula y nos gritó:
       —¡Ahí está, por Cristo! ¡Ésa es la señal! No os dije que nos encontraríamos…
       Todos lo oímos a la vez: tres o quizá cuatro disparos y luego ruido de caballos al galope, aparte del que hacía la mula de tío Buck, que se desvió del camino y entró en el bosque, pero, antes de eso, él ya había sacado la pistola y metido el bastón por debajo del brazo herido, y su barba le ondeaba por encima del hombro. Pero no encontramos nada. Vimos las huellas en el barro, por donde empezaron a galopar los caballos, y pensé con calma: «Sigue sin saber que le falta esa herradura». Pero eso fue todo; y tío Buck seguía montado en la mula, con la pistola levantada en la mano y la correa del arma colgándole por la espalda como la coleta de una niña, la boca abierta y mirándonos a Ringo y a mí con ojos centelleantes.
       —¡Por todos los diablos del averno! —exclamó—. Bueno, volvamos al camino. Sea lo que sea, también habrán seguido por ahí.
       Así que dimos la vuelta. Tío Buck había guardado la pistola y el bastón comenzaba de nuevo a golpear a la mula, cuando comprendimos lo que era, lo que significaba.
       Era Ab Snopes. Yacía de lado, atado de pies y manos, y amarrado a un arbolito; vimos las huellas en el barro, por donde había intentado arrastrarse a la maleza hasta que la cuerda le detuvo. Nos había visto todo el tiempo, tendido allí, con el rostro formando un gruñido, sin hacer ruido alguno, después de descubrir que no podía arrastrarse y esconderse. Debajo de los arbustos, observaba las patas y los cascos de nuestras mulas; aún no se le había ocurrido levantar la vista, de manera que ignoraba que nosotros podíamos verle; debió pensar que acabábamos de divisarle, porque, de pronto, empezó a dar sacudidas y a revolverse en el suelo, gritando:
       —¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Socorro!
       Le desatamos, le pusimos de pie y siguió chillando fuerte, agitando los brazos y la cara, contándonos cómo le habían cogido y robado, y que le habrían matado ni no hubieran huido al oír que nos acercábamos; sólo que sus ojos no reflejaban los gritos. Nos observaban, veloces y penetrantes, yendo de Ringo a mí y a tío Buck, y luego otra vez a Ringo y a mi, y no correspondían a sus gritos, como si pertenecieran a un hombre y su abierta y vociferante boca fuese de otro.
       —Así que le atraparon, ¿eh? —dijo tío Buck—. Un viajero inocente y nada sospechoso. Me figuro que ya no se llamará Grumby, ¿verdad?
       Era como si hubiésemos parado a encender fuego para deshelar a la serpiente mocasín, pero sólo lo bastante para que comprendiera dónde estaba, y no lo suficiente para que supiera qué hacer. Aunque creo que era un gran cumplido comparar a Ab Snopes con una mocasín, incluso si era pequeña. Me figuro que era malo para él. Supongo que comprendió que le habían arrojado sin piedad ante nosotros, y que si trataba de salvarse a si mismo a costa de ellos, regresarían y le matarían. Pienso que decidió que lo peor que podía pasarle era que nosotros no le hiciéramos absolutamente nada. Porque dejó de agitar los brazos, y hasta de mentir; por un momento, sus ojos y su boca decían lo mismo.
       —Cometí un error —dijo. Lo admito. Supongo que todo el mundo se equivoca. La cuestión es: ¿qué van a hacer ustedes al respecto, compañeros?
       —Si —dijo tío Buck—. Todo el mundo se equivoca. Su problema es que ha cometido demasiados errores. Porque los errores se pagan. Fíjese en Rosa Millard. Sólo cometió uno, y mírela. Y usted ha cometido dos.
       Ab Snopes observaba a tío Buck.
       —¿Cuáles son?
       —Haber nacido demasiado pronto y morir demasiado tarde —le contestó tío Buck.
       Nos lanzó a todos una rápida mirada; no se movió, y siguió dirigiéndose a tío Buck.
       —No va a matarme. Usted no es un cobarde.
       —No necesito hacerlo —repuso tío Buck—. No fue a mi abuela a quien atrajo usted a aquel cubil de serpientes.
       Ahora me miraba a mi, pero sus ojos seguían moviéndose de un lado a otro, pasando de mí a Ringo y a tío Buck; de nuevo, los ojos y la voz se correspondían.
       —Bueno, entonces estoy a salvo. Bayard no me guarda rencor. Él  sabe que fue un simple accidente; que lo hacíamos por él y por su papá y por los negros de casa. Bueno, durante un año entero yo fui quien ayudó y se ocupó de miss Rosa cuando ella estaba sin un alma viviente, salvo los niños…
       Su tono volvía a parecer sincero; movido por la voz y los ojos, avancé. Él  retrocedió, agachado, con las manos levantadas.
       —¡Tú, Ringo! Quédate atrás —dijo tío Buck, detrás de mi.
       Él seguía retrocediendo, con las manos en alto, gritando:
       —¡Tres contra uno! ¡Tres contra uno!
       —Tranquilo —dijo tío Buck—. No hay tres contra uno. No veo a nadie contra usted, excepto a uno de esos niños que acaba de mencionar.
       Después, nos hallamos los dos en el barro; ya no le veía, y tuve la impresión de que no volvería a encontrarle, ni siquiera por los gritos; y luego me pareció luchar contra tres o cuatro durante mucho tiempo, antes de que tío Buck y Ringo me sujetaran, y entonces volví a verle, tendido en el suelo, tapándose el rostro con las manos.
       —Levántese —dijo tío Buck.
       —No —contestó él—. Pueden saltar los tres sobre mí y tumbarme otra vez, pero tendrán que levantarme antes de hacerlo. Aquí no tengo derechos ni hay justicia, pero no pueden impedir que proteste por ello.
       —Levántale —dijo tío Buck—. Yo sujetaré a Bayard. Ringo le puso en pie; fue como si levantase un saco de algodón a medio llenar.
       —Levántese, mister Ab Snopes —dijo Ringo.
       Pero no quiso hacerlo, ni siquiera después de que Ringo y el tío Buck le ataran al arbolito y Ringo le quitara los tirantes a él y a tío Buck y los anudara con las riendas de las mulas. Se quedó colgando de la cuerda, sin encogerse siquiera cuando cayó el látigo, diciendo:
       —Eso es. Azótenme. Golpéenme con eso; son tres contra uno.
       —Espera —dijo tío Buck. Ringo se detuvo—. ¿Quiere otra oportunidad contra uno solo? Puede elegir entre nosotros tres.
       —Tengo mis derechos —dijo él—. Estoy indefenso, pero aún puedo protestar. Azótenme.
       Creo que tenía razón. Pienso que si le hubiéramos dejado marchar sano y salvo, los otros habrían regresado y le habrían matado antes del anochecer. Porque —aquélla fue la noche en que empezó a llover y tuvimos que quemar la vara de Ringo, pues tío Buck terminó reconociendo que su brazo estaba peor— cenamos todos juntos y Ab Snopes fue quien se mostró más preocupado por tío Buck, diciendo que no había resentimientos y que él mismo comprendía que se había equivocado al confiar en aquella gente, y que lo único que quería ahora, era volver a casa, porque sólo se podía confiar en la gente que se conoce de toda la vida, y cuando uno deposita su confianza en un desconocido y descubre que con quien ha comido y dormido no es mejor que un montón de serpientes de cascabel, se lo tiene bien merecido. Pero, en cuanto tío Buck intentó averiguar si se trataba realmente de Grumby, se calló y negó que le hubiera visto jamás.
       Nos dejaron al día siguiente, por la mañana temprano. Para entonces, tío Buck estaba enfermo; nos ofrecimos a cabalgar con él de vuelta a casa, o a que dejara que Ringo le acompañara mientras yo me quedaba con Ab Snopes, pero tío Buck no lo consintió.
       —Grumby podría capturarle otra vez y atarle a otro arbolito en el camino, y perderíais tiempo en enterrarle —dijo tío Buck—. Vosotros seguid adelante, chicos. ¡Y cogedles! —empezó a vociferar, con el rostro congestionado y los ojos brillantes, quitándose la pistola del cuello y entregándomela—. ¡Cogedles! ¡Cogedles!
       —Hemos mentido —dijo.
       —Fue el papel quien mintió; nosotros, no —dijo Ringo.
       —El papel decía ciento diez. Tenemos ciento veintidós —dijo yaya—. Poneos de rodillas.
       —Pero ellos las robaron antes que nosotros —dijo Ringo.
       —Pero nosotros mentimos. Arrodillaos —dijo yaya.
       Ella se arrodilló primero. Después, nos quedamos los tres arrodillados junto al camino, mientras ella rezaba. La colada ondeaba suave, plácida y luminosa en el tendedero.
       Y entonces nos vio Louvinia; ya corría por los pastos mientras yaya rezaba.



III

      Así pues, Ringo y yo continuamos la marcha. Llovió durante todo el día; no paró ni un momento de diluviar. Teníamos dos mulas cada uno, y fuimos de prisa. Caía la lluvia; unas veces no podíamos encender fuego en absoluto: así fue como perdimos la cuenta del tiempo, porque una mañana nos encontramos con una hoguera ardiendo todavía, y con un cerdo al que ni siquiera habían tenido ocasión de sacrificar; otras veces cabalgábamos durante toda la noche, cambiando de mulas cuando suponíamos que habían pasado dos horas; y así, unas veces dormíamos de noche y otras de día, y sabíamos que todos los días debían vigilarnos desde algún sitio, y como ahora no estaba tío Buck con nosotros, ni siquiera se arriesgarían a hacer alto para esconderse.
       Entonces, una tarde —había parado de llover, pero las nubes no se habían disipado y volvía a hacer frió— a punto de oscurecer, íbamos galopando junto al lecho del río por un camino viejo y oscuro, bajo los árboles, cuando mi mula dio un respingo, torció y se paró, y sólo pude darme cuenta de ello al salir despedido por encima de su cabeza; y luego vimos lo que pendía de la rama de un árbol en medio del camino. Era un viejo negro, de cabello blanco y rizado, con los pies descalzos y apuntando hacia abajo, y la cabeza inclinada a un lado, como si pensara en algo agradable. La nota estaba prendida en él, pero no pudimos leerla hasta llegar a un claro. Era un trozo de papel sucio, escrito con grandes y toscas letras, como trazadas por un niño:

     Último abiso, no amenasa. Volver atras. El portadó de éste es mi promesa y garantía. He soportado todo lo que estoy dispuesto a aguantar niños, no mato niños. G.

      Debajo de ello, había escrito algo más en una caligrafía clara y pequeña y más bonita que la de yaya, sólo que se veía que era de hombre; y, mientras miraba el papel sucio, volví a recordarle en aquella noche, con sus bonitos y pequeños pies, sus manecitas de negro vello, su fina camisa manchada y su elegante chaqueta embarrada, al otro lado del fuego, enfrente de nosotros.

    Firman esto otros, además de Grumby, uno de los cuales, en particular, tiene menos escrúpulos que él en lo referente a los niños. Sin embargo, el abajo firmante desea daros otra oportunidad a vosotros dos y a Grumby. Aprovechadla, y algún día llegaréis a ser hombres. Rechazadla, Y dejaréis de ser incluso niños.

       Ringo y yo nos miramos. En otro tiempo, allí había habido una casa, pero ya no existía. Más allá del claro, el camino seguía discurriendo entre los frondosos árboles, bajo el ceniciento crepúsculo.
       —Quizá sea mañana —dijo Ringo.
       Amaneció; aquella noche habíamos dormido en un pajar, pero al rayar el día ya estábamos cabalgando de nuevo, siguiendo el oscuro camino a lo largo del lecho del río. Esta vez fue la mula de Ringo la que dio un respingo; pues el hombre salió de los arbustos con mucha rapidez, con la chaqueta y las elegantes botas embarradas y la pistola en su manecita de negro vello, mostrando únicamente los ojos y la nariz entre el sombrero y la barba.
       —Quedaos donde estáis —dijo—. No dejaré de vigilaros.
       No nos movimos. Vimos cómo volvía a meterse en los arbustos, y luego salieron los tres: el hombre de la barba, otro que iba a su lado llevando dos caballos ensillados, y el tercero, que caminaba justo al frente de ellos con las manos a la espalda; era un hombre corpulento, con rojizas cerdas en la cara y ojos claros, sin sombrero, con una desteñida guerrera del uniforme confederado y botas yanquis, un largo rastro de sangre seca en la mejilla, un lado de la guerrera cubierto de barro seco y en la manga desgarrada por el hombro, pero al principio no nos dimos cuenta de que sus hombros parecían tan anchos porque tenía los brazos fuertemente atados a la espalda. Y de pronto comprendimos que al fin estábamos delante de Grumby. Lo supimos mucho antes de que el hombre de la barba dijera:
       —Queríais a Grumby. Ahí lo tenéis.
       Pero no nos movimos. Porque, a partir de entonces, los otros hombres ni siquiera volvieron a mirarnos.
       —Ahora me encargaré de él —dijo el hombre de la barba—. Monta en tu caballo.
       El otro hombre montó en uno de los caballos. Entonces vimos la pistola en su mano, apuntando a la espalda de Grumby.
       —Dame tu cuchillo —dijo el hombre de la barba.
       Sin mover la pistola, el otro hombre le pasó el cuchillo al de la barba. Entonces habló Grumby; no se había movido hasta ahora; simplemente se quedó ahí parado, con los hombros encogidos, mirándonos a mí y a Ringo con sus claros ojillos sorprendidos.
       —Muchachos —dijo—. Muchachos.
       —Calla la boca —dijo el hombre de la barba, con voz fría y tranquila, casi agradable—. Ya has hablado demasiado. Si aquella noche de diciembre hubieras hecho lo que yo quería, no estarías donde estás ahora.
       Vimos su mano con el cuchillo; creo que, quizá durante un minuto, Ringo y yo, y también Grumby, pensamos lo mismo. Pero solamente desató de un tajo las manos de Grumby y dio un rápido paso atrás. Al volverse, Grumby se encontró directamente ante la pistola que empuñaba el hombre de la barba.
       —Quieto —ordenó el hombre de la barba—. ¿Ya le tienes, Bridger?
       —Si —le contestó el otro.
       El hombre de la barba se dirigió al otro caballo y lo montó sin bajar la pistola y sin dejar de vigilar a Grumby. Entonces, se quedó ahí erguido, con la vista fija en Grumby, mostrando únicamente los ojos y la pequeña nariz ganchuda entre el sombrero y la barba de color de tinta. Grumby empezó a menear la cabeza de un lado a otro.
       —Muchachos —dijo—. Muchachos, no iréis a hacerme esto a mí.
       —Nosotros no vamos a hacerte nada —le dijo el hombre de la barba—. Yo no puedo hablar en nombre de estos chicos. Pero, como eres tan tierno respecto a los niños, quizá éstos se muestren delicados contigo. Sin embargo, te daremos una oportunidad.
       Metió la otra mano en la chaqueta con demasiada rapidez para verla; apenas había desaparecido, cuando surgió otra pistola girando una vez en el aire y cayendo a los pies de Grumby, que volvió a moverse, pero las pistolas le inmovilizaron. El hombre de la barba seguía tranquilamente montado en el caballo, con la vista fija en Grumby, hablando en aquel tono frió, suave y malicioso, que ni siquiera parecía irritado.
       —Teníamos algo bueno en esta región. Y aún podríamos conservarlo, si no hubiera sido por ti. Ahora debemos salir de aquí. Hay que marcharse porque perdiste la cabeza y mataste a una vieja, y luego volviste a perderla y te negaste a enmendar la primera equivocación. Escrúpulos —afirmó—. Escrúpulos. Tenías tanto miedo, que no hay hombre, mujer o niño, negro o blanco, que no esté en guardia contra nosotros. Y todo porque te asustaste y mataste a una vieja a la que no habías visto nunca. No para conseguir algo; no por un simple billete de banco de los confederados. Sino porque te asustaste por un pedazo de papel que alguien había firmado con el nombre de Bedford Forrest. Y eso que tú tenías otro exactamente igual en el bolsillo.
       No miró al otro hombre, a Bridger; simplemente, le dijo:
       —Muy bien. Ahuequemos. Pero vigílale. Tiene el corazón demasiado tierno como para darle la espalda.
       Hicieron retroceder a los caballos, el uno junto al otro, con la pistola apuntando al vientre de Grumby, hasta que llegaron a la maleza.
       —Nos vamos a Texas. Si logras salir de este lugar, te aconsejaría que te fueses a un sitio que por lo menos estuviera igual de lejos. Pero no te olvides que Texas es una región muy grande, y aprovecha esa información. ¡Adelante! —gritó.
       Dio la vuelta a la yegua. Bridger también torció. Mientras lo hacían, Grumby dio un salto, cogió la pistola del suelo y echó a correr, agachado, disparando hacia los arbustos y soltando maldiciones. Tiró tres veces contra el ruido de los caballos alejándose, y luego se volvió hacia atrás para hacernos frente. Ringo y yo también estábamos en tierra; no recuerdo ni cuándo ni por qué nos apeamos, pero habíamos desmontado, y me acuerdo que miré una vez a la cara de Ringo y que luego me quedé parado con la pistola de tío Buck en la mano, que me pesaba como los hierros de la chimenea. Entonces vi que no había terminado de volverse; que se había parado, con la pistola colgando contra la pierna derecha, mirándome; y, de pronto, empezó a sonreír.
       —Bueno, chicos —dijo—, parece que me habéis cogido. Maldito sea mi pellejo por dejar que Matt Bowden me engañara, haciéndome vaciar la pistola contra él.
       Y oí mi voz; sonó débil y lejana, como la de la mujer de aquel día en Alabama, de manera que me pregunté si él me oiría.
       —Disparó tres veces. Le quedan dos tiros más.
       Su rostro no se alteró, o yo no lo vi cambiar. Nada más que lo bajó, mirando al suelo, pero se le había borrado la sonrisa.
       —¿En esta pistola? —dijo.
       Parecía que estuviera examinando una pistola por primera vez, de manera tan lenta y cautelosa que se la pasó de la mano derecha a la izquierda y la volvió a dejar colgando, apuntando al suelo.
       —Bien, bien, bien. A lo mejor, contar no se me ha olvidado tanto como disparar.
       En alguna parte cantaba un pájaro —un picamaderos que había estado oyendo todo el tiempo—; ni siquiera los tres disparos le habían asustado. Y oí a Ringo, también, haciendo como un ruido lastimero al respirar, y parecía que yo no pretendiera tanto vigilar a Grumby como tener a Ringo apartado de mi vista.
       —Bueno, así está bastante segura, porque no parece que sepa disparar siquiera con la mano derecha.
       Entonces, ocurrió. Sé que pasó, pero ni aun ahora sé cómo, en qué sucesión. Porque él era corpulento y forzudo como un oso. Pero, cuando le vimos por primera vez, era un cautivo, de modo que aun ahora, después de verle saltar y coger la pistola, correr y disparar detrás de los otros dos, se asemejaba más a un tronco de árbol que a un animal. Lo único que sé, es que en aquel momento estaba ahí de pie, con su guerrera confederada manchada de barro, sonriéndonos, asomando un poco los dientes mellados por entre las cerdas rojizas sobre las cuales caía la tenue luz del sol, derramándose en sus hombros y bocamangas, en las oscuras manchas que habían dejado los galones arrancados; y al momento siguiente hubo dos brillantes rociadas de color anaranjado, una tras otra, delante de su guerrera gris, que se hinchaba lentamente, precipitándose sobre mí, como cuando yaya nos contó lo del globo que vio en St. Louis y que se nos aparecía en sueños.
       Creo que oí el ruido, y supongo que tuve que oír los disparos, y me figuro que le sentí cuándo me golpeó, pero no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de los dos destellos brillantes y de la guerrera gris cayendo hacia abajo, y de que luego choqué contra el suelo. Pero le olí —olor a sudor de hombre, y la guerrera gris oprimiéndome la cara, oliendo a sudor de caballo, a grasa y a humo de leña— y le oí a él, y luego el crujido de mi brazo, y pensé: «Dentro de un instante escucharé cómo se me rompen los dedos, pero tengo que aguantarlo», y después —no sé si era por debajo o por encima de su brazo o de su pierna— vi a Ringo, por el aire, pareciendo exactamente como una rana, incluso en los ojos, con la boca abierta y la navaja también abierta en la mano; y luego mi brazo empezó a elevarse con la pistola, y él se revolvió bruscamente y echó a correr. No debió tratar de huir de nosotros, corriendo con aquellas botas. O tal vez hubiera sido lo mismo, porque ahora mi brazo se había alzado y vi en la misma línea la espalda de Grumby (no gritó, ni siquiera emitió sonido alguno) y la pistola, que estaba horizontal y firme como una roca.



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