William Faulkner
(New Albany, Mississippi, 1897 - Byhalia, Mississippi, 1962)


La caza del zorro (1931)
(“Fox Hunt”)
Originalmente publicado en Harper’s Magazine, CLXIII (septiembre de 1931);
reimpreso en
Doctor Martino and Other Stories
(Nueva York: Harrison Smith & Robert Haas, 1934, 360 págs.);
Collected Stories
(Nueva York: Random House, 1950, 900 págs.)


       Tres horas faltaban para que amaneciera cuando los mozos de cuadra, negros los tres, se acercaron al establo. Llevaban un farol. Mientras uno abría el cerrojo y descorría el portón, el que portaba el farol lo alzó y proyectó el haz en la negrura, donde la linde del pinar frisaba la cerca del prado. En esa negrura, tres pares de ojos grandes y espaciados asomaron un instante con sendas miradas mansas y desaparecieron.
       —¿Hola? —gritó el negro—. ¿Cace frío, o qué?
       No hubo respuesta, nada se oyó en la negrura; los ojos de mula no volvieron a asomar. Los negros entraron al granero murmurando entre sí; desde el establo llegó una carcajada que parecía flotar, floja, sin ton ni son, idiota.
       —¿Cuántos dices cas visto? —dijo el segundo de los negros.
       —No son más que tres mulas —dijo el que portaba el farol—. Pero fijo que hay más. Tío Mose llegó a eso de las dos, a saber por dónde andó con ese caballo, Upité. Ha dicho que ya andaban dos esperando. Y encima son de los que comen barro. Ya te digo.
       En los establos, los caballos empezaron a relinchar y a piafar. El morro alargado y alto de cada uno asomaba por encima de las puertas encaladas, lanzando sombras bruscas, ansiosas. El ambiente era denso, cálido, amoniacal, limpio. Los negros comenzaron a echar forraje en los pesebres de fábrica, pasando de cuadra en cuadra con la inteligente agilidad de los monos, soltando gritos flojos, sin ton ni son.
       —Ea, ea. Aparta, guapo. Hoy sí que pillamos al dichoso zorro.

       En la negrura, donde la linde del pinar frisaba la cerca del prado, se habían acuclillado once hombres rodeados por once mulas sujetas del ronzal. Era noviembre y el alba era fría, y los hombres permanecían agachados, sin forma, sin moverse, sin hablar. Del establo llegaba el ruido que hacían los caballos al comer; antes de que amaneciera apareció el duodécimo hombre montado en una mula, que desmontó y se acuclilló entre los demás sin decir palabra. Al hacerse de día y salir del establo el primero de los caballos ensillados, la escarcha pespunteaba la hierba y el tejado del establo parecía de plata en la plata de la luz.
       Bien se vio entonces que los hombres acuclillados eran todos blancos y vestían sobretodos, y que todas las mulas, menos dos, iban sin ensillar. Se habían congregado procedentes de las cabañas de una sola estancia, con suelo de tierra batida, que había esparcidas por los pinares, y se acuclillaban con decoro, serios, pacientes, entre las mulas flacas que lucían costras de barro en los flancos y tenían abrojos apelotonados en el pelaje, atentos a los caballos ensillados, espléndidos, todos con un pedigrí más esclarecido que el de Harrison Blair, que era dueño de todos ellos, según salían uno a uno de un establo caldeado con vapor y subían por el camino de grava hacia la casa, a la entrada de la cual una jauría de perdigueros ya se agitaba, ladraba, aullaba, hasta llegar al porche, donde empezaban a juntarse hombres y mujeres con botas de caña, de buen cuero, y chaquetas rojas.
       Desaliñados, sin prisas, apenas atentos a nada, vistos al menos de fuera, los hombres de los sobretodos vieron a Harrison Blair, dueño de la casa y de los perros, y acaso también de alguno de los invitados, montar un caballo negro, grande, de aire enconado, y vieron a otro hombre aupar a la esposa de Harrison Blair a lomos de una yegua castaña antes de montar a su vez en un caballo pinto.
       Uno de los hombres de los sobretodos mascaba tabaco despacio. A su lado estaba un joven también con sobretodo, larguirucho, con un amago de barba blanda y rala. Hablaban sin mover la cabeza, sin mover los labios apenas.
       —¿Es ése? —dijo el joven.
       El hombre de más edad escupió con toda intención, sin moverse.
       —¿Ése qué?
       —El de su mujer.
       —¿El de la mujer de quién?
       —El de la mujer de Blair.
       El otro contempló el grupo reunido ante la casa. Más bien pareció que lo contemplase. Su mirada era inescrutable, inexpresiva, sin apremio; nadie hubiera sabido con certeza si miraba o no al hombre y a la mujer.
       —No des crédito a nada de lo que oigas, y no te vayas a creer ni la mitad de lo que veas —dijo.
       —¿A ti qué te parece? —dijo el joven.
       El otro escupió con intención, con cuidado.
       —Nada —dijo—. No tiene nada que ver con mi mujer. Ese menda —dijo entonces sin alzar la voz, sin cambiar de inflexión, aunque ahora hablaba con un mozo de cuadra que parecía el encargado de los demás, que se le había acercado— no es dueño de ningún caballo.
       —¿Quién dice que no es dueño de ningún caballo? —dijo el mozo. El blanco señaló al hombre que sujetaba el caballo pinto de modo que se pegara casi al flanco de la yegua castaña—. Ah —añadió—, el señó Gawtrey. Lástima daría el caballo si él fuera su dueño.
       —Lástima da también el caballo del que sea dueño —dijo el blanco—. Lástima da todo lo que posea.
       —¿Quiere decir el señor Harrison? —dijo el mozo—. ¿O es causté le parece que todos esos caballos andan pendientes de que se les tenga lástima?
       —Pues claro —dijo el blanco—. Así es. Digo yo que a ese caballo negro le encanta que lo cabalguen como lo cabalga él.
       —Ni se le ocurra a usté ir a compadecerse de ninguno de los caballos de Blair —dijo el mozo.
       —Claro, claro —dijo el blanco. Parecía que contemplase los caballos de pura sangre que vivían en un edificio caldeado con vapor, a los que calzaban botas de caña y chaquetas rosas, al propio Blair a lomos del negro corcel que ya se impacientaba—. Se ha pasado ya tres años intentando dar caza a esa alimaña —dijo—. ¿Por qué no permite que uno de sus chicos le pegue un tiro o la envenene?
       —¿Pegarle un tiro? ¿Envenenarla? —dijo el mozo—. Pero ¿es que no sabe usté casí no se caza a un zorro?
       —¿Y por qué no?
       —Pues por queso no es justo —repuso—. Ya lleva tiempo de sobra por aquí, ya tendría que saber cómo cazan los cabasseros.
       —Claro —dijo el blanco. No miraba al encargado de los mozos—. No entiendo yo cómo es que un hombre tan rico como se dice que es —volvió a escupir, y en el acto hubo algo precario, pero sin intención de insultar, como si hubiese señalado a Blair con el dedo índice— encuentra tiempo para odiar a una zorrita como ésa. Ni siquiera permite que los perros la apresen. Se empeña en galopar más veloz que los perros para poder matarla él a estacazos, como si fuera una serpiente. Aquí viene todos los años y se trae a toda esa gente, y les da alojamiento y comida, sólo por acosar a una zorra flaca y vieja que podría yo cazar en una sola noche, con una escopeta y un buen perdiguero.
       —Ya lo ve usté, otra cosa de los cabasseros que no llegará usté a saber nunca —dijo el mozo.
       —Claro —dijo el blanco.

       La loma era un largo bancal de pinares y arenales, quebrado por un flanco en brechas por las que se veía un arrozal en barbecho, de casi una milla de anchura, que iba a rematar en una represa asfixiada por las zarzas. Los dos hombres con sobretodos, el joven y el mayor, esperaban en sus mulas en una de esas brechas y escrutaban el campo. Más adelante, por la loma, a una media milla de distancia, los perros habían perdido el rastro. Los alaridos y ladridos rebotaban en la loma y volvían desconcertados, estridentes, con profunda urgencia.
       —Cualquiera hubiese dicho que en tres años ha tenido tiempo de entender que no cazará a una zorra en Carolina con esos perros yanquis, tan de ciudad —dijo el joven.
       —Eso ya lo sabe —dijo el otro—. No quiere que los perros la cacen. No soporta que un perro de raza le tome la delantera.
       —Pues ahora van todos por delante.
       —¿Te lo parece?
       —¿Dónde está, si no?
       —No lo sé. Pero sé que ahora mismo no está más cerca de esos perros bobos que de la zorra. Allí donde esté la zorra ahora asentada, riéndose de los perros, allí es adonde va él derecho.
       —No me irás a decir que hay un solo hombre en el mundo capaz de olfatear el rastro de una zorra allí donde un perro de ciudad no es capaz de saber por dónde va.
       —Aquellos perros de allá no son capaces de encontrar el rastro porque no odian a esa zorra. Un buen perro entrenado para el zorro, o para el mapache, o para la zarigüeya, es un buen perro porque odia al zorro, al mapache o a la zarigüeya, pero no porque tenga un olfato excepcional. No es el olfato lo que le guía; es el odio. Y, por eso, cuando vea por dónde cabalga ese menda, te diré por dónde se ha escapado la zorra.
       El joven emitió un sonido que le salió entre la garganta y la nariz.
       —Un hombre hecho y derecho. Mira que odiar a una maldita zorra sarnosa… Que me ahorquen si no cuesta quebraderos de cabeza eso de ser rico. Que me ahorquen si no.
       Escrutaron el campo. De la falda de la loma, más abajo, llegaba la desconcertada algarabía de los perros. El último jinete con botas de caña y chaqueta rosa había pasado de largo, y los dos seguían en sus mulas, sumidos en un silencio profundo, soleado, vinoso, aguzando el oído, con expresiones idénticas, sombrías y sardónicas, en los semblantes demacrados, amarillentos. El joven entonces volvió la mula y miró de nuevo a la loma, en dirección al lugar del cual provino la carrera. En ese momento el otro también volvió la mula e, inmóviles, sin hacer ruido, vieron llegar y pasar de largo a otros dos jinetes. Eran la mujer de la yegua castaña y el hombre del caballo pinto. Pasaron como una sola bestia, como un centauro doble o hermafrodita, con dos cabezas y ocho patas. La mujer llevaba el sombrero en la mano; con el sol de soslayo resplandecía la nube fina y vaporosa de su cabello sin sujetar como los flancos castaños del animal, como un fuego suave, una masa que pareció demasiado pesada para su cuello esbelto. Montaba la yegua con una suerte de torpeza delicada, inclinándose hacia delante como si tratara de rebasarla, con aire de fugitiva dentro de una fuga, separada, distinta de la velocidad de la yegua.
       El hombre sujetaba al caballo pinto de modo que se pegase al flanco de la yegua a galope tendido. Llevaba una mano sobre la mano con que la mujer sujetaba las riendas, y despacio, pero con firmeza, retenía a la vez a ambas monturas, frenando su carrera. Se inclinaba hacia la mujer; los dos hombres en sus mulas lo vieron de perfil, inclinado, pasar de largo con el aire de frialdad implacable que tiene un halcón cuando vuela en picado; vieron que hablaba con la mujer. Así pasaron, en un remedo del tordo y el halcón en un instante de aterradora inmovilidad en pleno vuelo, con algo tan repentino como hubiera sido una aparición espectral: el suave precipitarse de los cascos en las agujas resecas del pinar y el instante en que desaparecieron, la mujer inclinada como la viva imagen de una fuga y persecución a lomos de un relámpago.
       Desaparecieron.
       —A ése —dijo el joven al cabo— tampoco parece que le hagan falta los perros —seguía mirando hacia el lugar por donde se esfumaron los jinetes. El otro no dijo nada—. Sí, señor —dijo el joven—. Igualita que una zorra. Que me ahorquen si llego a ver cómo con ese cuello tan delgado que tiene… Es como cuando se ve un zorro y uno se pregunta cómo puede ese dichoso animalillo escabullirse entre la maleza. Y una vez le oí decir —indicó a su vez sin siquiera escupir que se refería al jinete del negro corcel, no al del caballo pinto—… le oí decirle algo a ella, algo que no dice un hombre a una mujer si no están solos, y a ella se le pusieron los ojos rojos como los de un zorro, y luego castaños como los de un zorro —no respondió el otro. El joven lo miró.
       El de más edad estaba ligeramente inclinado en su mula, escrutando el campo.
       —¿Qué es aquello? —dijo. El joven también miró. Desde la linde del bosque, debajo de donde estaban, llegó en una racha el precipitarse de los cascos en sordina y luego el estrépito en el sotobosque. Vieron entonces aparecer a galope tendido a Blair en el negro corcel. Se adentró por el arrozal llevado por la inercia de la carrera y comenzó a atravesarlo con la velocidad inquebrantable y la derechura con que vuela el cuervo, siguiendo un rumbo tan recto como la trazada de un agrimensor en dirección a la represa que cerraba el campo por el extremo opuesto—. ¿Qué te dije? —dijo el de más edad—. Esa zorra ha ido a esconderse allá, en la represa. En fin, no será la primera vez que se miren uno al otro a los ojos. Hace un par de años ya le anduvo muy cerca, tanto que poco le faltó para tirarle un fustazo.
       —Claro —dijo el joven—. A esta gente no le hacen falta los perros.

       Por la tenue senda de arena que seguía la cresta de la loma, y frente a otra brecha abierta entre los árboles, por la cual se veía un segmento del arrozal en forma de porción de un pastel, a cierta distancia, en la retaguardia de la partida de caza, se había detenido un Ford con trasera de camión ligero. Al volante se hallaba un chófer con uniforme. A su lado, envuelto en un abrigo negro, encorvado, un hombre con un bombín. Tenía un rostro suave, fláccido, con pinta de que nunca hubiera estado al aire libre, y fumaba un cigarrillo: un semblante sardónico, compuesto, aunque en esos instantes resultara un tanto fatigado, y feroz, como el de un hombre inclinado a no salir al aire libre, criado en interiores, contrariado por estar sujeto, y desvalido, ante una inclemencia natural, como podían ser el frío o la humedad. Estaba hablando.
       —Desde luego. Todo esto es propiedad de ella. La casa y todo lo demás. Su señor padre era el dueño antes de que se trasladara a Nueva York y se enriqueciera. Y Blair nació aquí. Él volvió a comprar los terrenos y se los dio a ella como regalo de boda. Todo lo que conservó es eso que está empeñado en cazar, lo que sea.
       —Y a eso no le podrá echar el guante —dijo el chófer.
       —Desde luego. Aquí viene todos los años y se queda dos meses, sin nada que ver, sin otro sitio adonde ir, sin gente que frecuentar, quitando a esos que comen barro y a esos negros indecentes. Si lo que quiere es pasar dos meses al año viviendo en medio de un rebaño de negros, ¿por qué no se larga a pasar un rato en Lenox Avenue? No hay por qué beberse la ginebra. Pero él tenía que comprar este terreno y dárselo a ella de regalo porque ella es una de esas sureñas a las que les podría entrar la nostalgia o lo que sea. En fin, eso tampoco es mala cosa, digo yo. A mí, la calle Catorce ya me queda demasiado al sur. De todos modos, si no fuera esto sería Europa, o quién sabe. No sé yo qué sería peor.
       —¿Y por qué se casó con ella? —preguntó el chófer.
       —¿Tú quieres saber por qué se casó con ella? Pues no fue por la pasta, por más que tuvieran un montón de pasta gracias a todo ese petróleo indio de Oklahoma…
       —¿Petróleo indio?
       —Desde luego. El Gobierno cedió esa parte de Oklahoma a los indios porque nadie se la quiso quedar, y cuando allí se asentó el primer indio y se cayó muerto en redondo y lo quisieron enterrar, nada más hincar la pala en el suelo el chorro de petróleo le arrancó de la mano la pala al enterrador, así que empezaron a llegar los blancos en tropel. Aparecían con un Ford nuevecito y un mecánico que lo conducía, y se plantaban donde los indios y les decían… «A ver, John: ¿cuánta agua podrida mana en la puerta de tu casa?». Y el indio respondía que eran tres pozos, o trece, o los que fueran, y el blanco contestaba: «Es una pena. Es una verdadera pena cómo os ha hecho la vida imposible el Padre Blanco, chicos, una pena. Pero no os preocupéis. ¿Habéis visto ese coche nuevecito, que está a estrenar? Bueno, pues yo os lo regalo para que podáis montar todos y largaros a un sitio donde no salga de la tierra el agua podrida, donde el Padre Blanco no os pueda hacer la vida imposible nunca más». El indio montaba a toda la familia en el coche y el mecánico ponía rumbo al oeste, digo yo, y le enseñaba al indio dónde estaba el tapón del depósito de la gasolina y se bajaba del coche y se subía al primero que lo llevase de vuelta a la ciudad. ¿Lo ves?
       —Vaya —dijo el chófer.
       —Desde luego. Total, que en Inglaterra estábamos una vez, ocupándonos de nuestros propios asuntos, cuando la anciana dama de por aquí y su hija la pelirroja fueron a darse un garbeo por Europa, o donde fuera, y la pelirroja iba a estudiar allí, y no pasó ni una semana hasta que viene Blair y me dice: «Mira, Ernie: nos vamos a casar. ¿Qué cuernos te parece?». Y era un hombre que en toda su vida no había hecho más que ahuyentar las faldas para pasarse la noche entera bebiendo a su antojo y el día entero viendo si era capaz de reventar un caballo de tanto cabalgar, y de pronto le da la ventolera de casarse. En menos de una semana. Nada más ver yo a la anciana dama supe cuál de los dos, entre el marido y ella, era el que se había quedado con los pozos de petróleo de los indios.
       —Muy buena tuvo que ser para echarle el lazo a Blair y además tan deprisa —dijo el chófer—. Y eso tuvo que ser duro para ella, eso sí. Mucho me fastidiaría a mí que mi hija fuera suya. Y no quiero decir nada contra él, claro.
       —A mí me fastidiaría horrores que mi perro le perteneciera a él. Una vez le vi matar a un perro porque no le hacía caso. Lo mató con un bastón, de un golpe. Y va y me dice… «Ven acá. Dile a Andrews que se lleve esto de aquí».
       —No entiendo cómo lo aguantas —dijo el chófer—. Una cosa es conducir sus coches. Pero tú te pasas el día y la noche con él en la casa…
       —Eso lo tenemos zanjado. Antes me tomaba a mí por su caballo cuando se emborrachaba. Un día me puso la mano encima y le dije que lo iba a matar. «¿Cuándo?», me suelta. «¿Cuando vuelvas del hospital?» «A lo mejor, antes de ir», le digo. Tenía yo la mano en el bolsillo. «Te creo», me dice. Así que ahora nos entendemos. Yo guardé el arma y él ya no me toma por su caballo y nos entendemos.
       —¿Por qué no lo dejas?
       —Pues no sé. Es un buen trabajo, aunque no hagamos otra cosa que ir y venir. ¡Caramba! Si la mitad de las veces no sé si el tren siguiente va a Ty Juana o a Italia; la mitad de las veces no sé ni dónde estoy, ni si a la mañana siguiente podré leer el periódico. Y a mí él me cae bien, como yo a él.
       —A lo mejor dejó de tomarte por su caballo porque tenía otra cosa que montar —dijo el chófer.
       —Puede ser. De todos modos, cuando se casaron resultó que ella jamás había montado a caballo, nunca en su vida. Hasta que él le regaló ese caballo castaño que va a juego con su cabello. Hasta Kentucky nos fuimos a buscarlo, y volvió en el mismo vagón que él. No conmigo, ojo; yo por él haría lo que fuese siempre que fuese razonable, pero ni hablar de montarme en el mismo vagón para caballos, mucho menos con un caballo dentro. Así que yo volví en coche cama.
       »Él no le dijo nada del caballo hasta que lo tuvo en el establo, “Pero si yo no quiero montar”, le dice ella.
       »“De mi esposa se da por sentado que sepa montar”, dice él. “Esto no es Oklahoma.”
       »“Pero si yo no sé montar”, dice ella.
       »“Al menos te podrás sentar a lomos del caballo, para que los demás piensen que sabes”, dice él.
       »Así que ella va a la escuela de Callaghan a montar con los animales de prácticas que tiene, caballos ya viejos y mansos, con las niñas y las coristas que han empezado a dar clases de equitación para que las lleven de los matorrales de Brooklyn o de Nueva Jersey hasta el Drive o Central Park. Y ella aborrece el caballo como si fuese una serpiente, lo odia desde que era niña. Se marea incluso en un caballito de tiovivo.
       —¿Cómo es que sabes todo eso? —dice el chófer.
       —Porque yo estaba allí. De vez en cuando nos pasábamos por allí alguna que otra tarde, por ver qué tal le iba a ella con las clases. A veces ni siquiera se enteraba de que estábamos, o puede que sí, que lo supiera. De todos modos, allá que iba ella, dando vueltas sin parar, entre los niños y una o dos cabezas de ganado de la cuadra especial de Ziegfeld, pasando por delante de nosotros sin mirarnos, Blair de pie con ese negro semblante que tiene, que parece un túnel del metro, como si en todo momento supiese que ella no podría montar siquiera en un caballito de tiovivo y a él le diera lo mismo que aprendiese o que no y sólo quisiera mirarla, ver que lo intentaba y que no podía. Así que al final el propio Callaghan viene y le dice que no hay manera. «De acuerdo», dice Blair. «Callaghan dice que a lo mejor sí eres capaz de permanecer sentada en un caballo pintado, así que te compraré un caballo de los que tiran de un carro de la basura y lo sujetaré al porche de casa para que al menos te vean sentada en un caballo cuando vengan las visitas.
       »“Me volveré a casa de mi madre”, dice ella.
       »“Ojalá pudieras”, dice Blair. “Mi viejo se pasó toda la vida intentando hacer de mí un banquero, pero tu vieja lo ha hecho en dos meses.”
       —¿No has dicho que ellas tenían una pasta? —dijo el chófer—. ¿Por qué no recurrió ella a su dinero?
       —No lo sé. Tal vez no encontrasen cambio en Nueva York para el dinero indio. De todos modos, cualquiera hubiera dicho que ella era la revisora de un tranvía en Broadway, pidiendo dinero a todas horas. A veces ni siquiera esperaba a que lograse yo meter a Blair en la ducha y ponerlo como un reloj antes del desayuno; no esperaba ni a que se tomara la primera para pedirle dinerillo. Total, que la pelirroja se marcha con la anciana señora, que vive en Park Avenue, y la chica…
       —Pero ¿es que también estuviste allí? —dijo el chófer.
       —Se echó a llorar. ¿Cómo? Ah, no. Esto fue por una criada, una irlandesita que se apellidaba Burke. De vez en cuando salíamos juntos. Fue ella la que me habló de ese tipo, del estudiante de Yale, ese novio indio.
       —¿Novio indio?
       —Habían ido a la misma escuela primaria en Oklahoma, o algo así. Cambiaron anillos masónicos o algo por el estilo antes de que el viejo de la chica encontrase tres pozos de petróleo en el gallinero y se muriese de golpe y la anciana dama se llevase a la chica a Europa, a seguir sus estudios. Y ese muchacho acabó yendo a Yale y el año pasado va y se le ocurre casarse con una chica de un espectáculo ambulante que por casualidad estaba en la ciudad. Total, cuando la chica se entera de que Callaghan la ha dado por imposible, va a ver a su vieja a Park Avenue. Se echó a llorar.
       »“Ya empezaba a pensar que a lo mejor no quedaría en ridículo con sus amigos y entonces él va y se pone a mirarme. No dice nada”, dice, “sólo se planta allí y me mira”.
       »“Después de todo lo que he hecho por ti…”, dice la anciana dama. “Te he encontrado un marido por el que cualquier chica de Nueva York habría dado lo que fuese. Y todo lo que él te pide es que aprendas a sentarte a lomos de un caballo para no hacerle quedar como un hazmerreír con sus amigos los elegantes. Después de todo lo que he hecho por ti…”, dice la anciana dama.
       »“Yo no quise”, dice ella. “No quise casarme con él.”
       »“¿Y con quién querías casarte?”, le dice la madre.
       »“Yo no quería casarme con nadie”, dice la chica.
       »Así que la anciana dama se pone a indagar sobre ese muchacho, el tal Allen, al que la chica…
       —¿No dijiste que se llamaba Yale? —preguntó el chófer.
       —No. Allen. Yale es la universidad donde fue a estudiar.
       —¿Quieres decir Columbia?
       —No, Yale. Es otra universidad.
       —Pensaba que la otra se llamaba Cornell, o algo así —dijo el chófer.
       —No. Es otra distinta. Es una de esas en las que juntan a los chicos que vienen de los peores antros y los atan en corto y los ponen firmes de camino a la ciudad. ¿Es que no lees los periódicos?
       —No suelo —dijo el chófer—. A mí la política me importa un comino.
       —Entiendo. Total, que el papi de este muchachito de Yale también había encontrado un pozo de petróleo y también se había forrado, y además la anciana dama estaba como loca porque Blair no le permitía vivir en la misma casa que ellos y no la llevaba de viaje cuando nos íbamos a donde fuese. Total, que la anciana dama los manda al cuerno a los tres, a la chica y a Blair y al universitario, hasta que la chica se arma de valor y decide que o aprende a montar a caballo o revienta, y Blair le dice que mejor lo intente y reviente si se propone montar en el caballo castaño que le trajimos desde Kentucky. «No quisiera que me arruines este caballo», dice Blair. «Es espléndido. Así que montarás el caballo que yo te diga.»
       »Total, que a ella le dio por salir a hurtadillas de la casa para intentar a toda costa montar ese caballo, el espléndido, el de Kentucky, para aprender primero cómo y darle después una sorpresa. La primera vez no le hizo daño, pero a la segunda se partió la clavícula. Le dio miedo que Blair lo descubriese, hasta que se enteró de que Blair había estado en todo momento al corriente, había sabido que ella lo montaba. Así que cuando vinimos aquí por primera vez aquel año y a Blair le dio por ponerse a perseguir al león ese, o lo que sea…
       —Un zorro —dijo el chófer.
       —Eso es, es lo que dije. Así que cuando…
       —Has dicho león —dijo el chófer.
       —De acuerdo. Dejémoslo en un león. Total, que ella empezó a montar ese caballo castaño e intentó no perderlos de vista, y eso que Blair ya aventajaba a los perros, como aquella vez, hace dos años, en que se les adelantó y se acercó tanto al león ese que poco le faltó para tirarle un fustazo.
       —Querrás decir un zorro —dijo el chófer—. Es un zorro, no un león. Digamos… —el otro, el ayuda de cámara, el secretario, lo que fuese, estaba encendiendo otro cigarrillo, encorvado, con el cuello del abrigo subido, el bombín inclinado sobre la frente.
       —Digamos… ¿qué? —dijo.
       —Me estaba preguntando… —dijo el chófer.
       —¿El qué?
       —Si de veras es tan difícil que él se largue al galope y la deje atrás, si es tan difícil como cree. Con tal de no ver cómo le echa a perder su espléndido caballo de Kentucky. Si necesita cabalgar tan veloz como él cree.
       —¿Y qué tiene eso…?
       —A lo mejor este año no tendría que cabalgar tan veloz como el año pasado, sólo por alejarse de ella. ¿A ti qué te parece?
       —¿Qué me parece el qué?
       —Me estaba preguntando…
       —¿Qué te estabas preguntando?
       —Si no se da cuenta de que este año no tiene que cabalgar tan veloz.
       —Ah. Te refieres a Gawtrey.
       —¿Así se llama? ¿Gawtrey?
       —Eso es. Steve Gawtrey.
       —¿Y qué pasa con él?
       —Es un buen tipo. Se come lo que tú le des, se bebe tus licores y engaña a tus mujeres, y además deja que seas tú quien diga cuándo.
       —¿Y eso qué tiene?
       —Nada. Ya digo que es buen tipo. Por mí, excelente.
       —¿Cómo que por ti?
       —Excelente, ¿no lo ves? Una vez le hice un favorcito, y él me hizo un favorcito.
       —Ah —dijo el chófer. No miró al otro—. ¿Hace cuánto que ella lo conoce?
       —Seis meses y como mucho una semana. Estuvimos en Connecticut y él estaba allí. Aborrece los caballos tanto o más que ella, pero Callaghan y yo estamos en paz; una vez le hice un favorcito, así que a la semana de volver de Connecticut pedí a Callaghan que viniese y le contase a Blair algo sobre ese otro perro de campanillas, sin decirle a Blair quién era el dueño del animal. Total, que esa noche le digo a Blair:
       »“Tengo entendido que el señor Van Dyming también quiere comprar el caballo que vende el señor Gawtrey.”
       »“¿Qué caballo es ése?”, dice Blair.
       »“Pues no lo sé”, le digo. “Es un caballo que para mí es como otro cualquiera, al menos mientras siga ahí fuera, que es donde tiene que estar.”
       »“Lo mismo que hacen con Gawtrey”, dice Blair. “¿Se puede saber de qué caballo hablamos?”
       »“Del caballo del que te habló Callaghan”, le digo. Y va y se pone a maldecir a Callaghan.
       »“Me dijo el muy mentiroso que ese caballo me lo guardaba a mí”, dice.
       »“Pero si no es de Callaghan”, le digo. “Es un caballo del señor Gawtrey.”
       »Total, que al cabo de dos noches se trae a casa a Gawtrey y lo invita a cenar. Esa noche le dije:
       »“Supongo que habrás comprado ese caballo…”
       »Él había bebido bastante, e insultó a Gawtrey y también a Callaghan.
       »“No lo piensa vender”, dice.
       »“Y tú le vas a dar la lata”, le digo. “Un hombre al final vende lo que sea.”
       »“¿Cómo le voy a dar la lata, si no hace caso de ningún precio?”, dice.
       »“Pues deja que sea tu mujer la que negocie”, le digo. “A ella seguro que le hace caso.”
       »En ese momento me dio un sopapo.
       —Creí haber entendido que no te puso la mano encima —dijo el chófer.
       —A ver si me explico. Más o menos soltó la mano mientras hablábamos, y resulta que yo sin querer volví la cara hacia él al mismo tiempo. Te aseguro que no quiso darme una, porque de sobra sabía que se la hubiera devuelto con creces. Así se lo dije. En la mano tenía el arma, la tenía en el bolsillo en todo momento.
       »Total, que después de aquello Gawtrey empezó a volver de visita igual una vez por semana, porque le dije que tenía un buen trabajo y que ningunas ganas tenía de perderlo por liarme a tiros, cosa que no haría por nadie, salvo por mí, y no estoy seguro del todo. Venía una vez por semana. La primera vez ella no le dejó entrar. Un buen día estoy leyendo el periódico (hay que leer un periódico de vez en cuando) y me entero de que el tal Allen, el de Yale, se ha fugado con una chica de un espectáculo de cabaret y que lo han echado de la universidad por perder su categoría de amateur, digo yo. Digo yo que tuvo que ponerse furioso, al menos después de haberse saltado la universidad, claro. Recorto la noticia y esta chica, la irlandesita apellidada Burke (nos entendíamos bien los dos) se la pone en la bandeja del desayuno esa misma mañana. Y por la tarde, cuando Gawtrey vuelve a verla, ella le deja entrar, y la tal Burke entra en la habitación de repente por no me acuerdo qué y se los encuentra a Gawtrey y a ella como un fundido en negro en las pelis.
       —Así que Blair se hizo con el caballo —dijo el chófer.
       —¿Qué caballo?
       —El caballo que Gawtrey no le quería vender.
       —¿Cómo se iba a quedar con el caballo si Gawtrey no era dueño de ninguno, o lo era tanto como yo, a menos que fuese un jamelgo que hubiese terminado el último en la Selling Plate del año anterior, en el hipódromo de Baltimore? Además, Gawtrey no era dueño aún de ningún caballo.
       —¿Aún?
       —A ella no le cae bien, está claro. La primera vez que viene a la casa ella no le permite entrar por la puerta. Y la vez siguiente tampoco se lo hubiera permitido, de no ser porque la irlandesita, la tal Burke, le dejó el recorte del periódico con la noticia del universitario en la bandeja del desayuno. Y después de esa vez, a la siguiente, tampoco le hubiese permitido entrar. Era como si fuese él un caballo, a lo mejor, o incluso un perro, aun cuando no tuviera ella que empeñarse en montar un perro. De haber sido un perro, Blair nunca la hubiese obligado a que lo montase. Así que tengo que ir a ver a Callaghan otra vez y darle pisto, hasta que termino por no ser más que uno de esos droshkis de Rusia o qué sé yo.
       —¿Un qué de Rusia?
       —Uno de esos individuos que no pueden ni decir que su alma sea suya. Cada vez que salía de la casa tenía que ver a Gawtrey en cualquier rincón de mala muerte y luego tenía que ir a ver a Callaghan y darle cera, porque es uno de esos tipos que tiene ideas propias, ¿sabes?
       —¿Qué ideas?
       —Ideas. Sacadas de la hoja parroquial. Que todo aquello no estaba nada bien porque a él ella le gustaba y él le tenía lástima, y que por eso quería decirle a Blair que le había mentido, que Gawtrey nunca fue dueño de ningún caballo. Porque un tipo que no acepta una limosna aunque se la tiren a la cara no es ni mucho menos un bobo para nadie, aunque lo sea para el que tenga su propio concepto de la religión y siga sus reglas de oro, tomadas todas de la hoja parroquial, que es de donde vienen. Si no quiso el Señor que un hombre cortase su propio césped, ¿por qué puso el domingo en domingo, que es lo que hizo? A ver, dime.
       —Supongo que tienes razón —dijo el chófer.
       —¿Que si tengo razón? ¡Dios del Cielo, no jorobes! A Callaghan le dije que Blair le rebanaría el pescuezo por menos de lo que valga un cuarto de dólar para Rockefeller, igual que cualquiera que tenga dos dedos de frente, y le pregunté también si pensaba que lo de las chicas se había terminado con la mujer de Blair, si iba a ser la última que hicieran.
       —Entonces él no… —dijo el chófer, y calló—. Mira eso —dijo.
       El otro miró a donde indicaba. Por la brecha abierta entre los árboles, en el centro del segmento visible del arrozal, vieron una mancha negra y rosa. Estaría a casi una milla de distancia; no parecía que se moviese deprisa.
       —¿Qué es eso? —dijo el otro—. ¿El zorro?
       —Es Blair —dijo el chófer—. Va deprisa. A saber dónde andarán los demás —miraron la mancha negra y rosa seguir adelante y desaparecer.
       —Si tienen dos dedos de frente, se habrán vuelto a casa —dijo el otro—. Lo mismo podríamos hacer nosotros.
       —Seguramente —dijo el chófer—. Así que Gawtrey aún no le debe ningún caballo a Blair.
       —Todavía no. A ella no le gusta. No quiso dejarle entrar en la casa tampoco después de aquel día, y la irlandesita, la tal Burke, dice que una noche se volvió de una fiesta en no sé dónde porque allí se encontró a Gawtrey. Y de no haber sido por mí, a Gawtrey tampoco se le hubiese invitado a venir, porque ella le dijo a Blair que si venía él no vendría ella. Por eso tuve que trabajarme a Callaghan otra vez, para que viniese de vez en cuando a calentarle la cabeza a Blair con lo del caballo y que Blair invitase a Gawtrey, porque Blair estaba empeñado en que ella viniese —el chófer salió del coche y fue a accionar el manubrio. El otro encendió un cigarrillo—. Pero Blair aún no tiene su caballo. Tú te casas con una mujer de cabello largo, largo como lo lleva ella, y todo va bien mientras lo lleve recogido. Pero en cuanto la pilles con el cabello suelto es que la cosa se ha torcido de mala manera.
       El chófer accionó el manubrio. Se detuvo, se agachó, volvió la cabeza.
       —Escucha —dijo.
       —¿Qué?
       —El corno —el sonido, de timbre argentino, les llegó de nuevo, tenue, distante, prolongado.
       —¿Qué es eso? —dijo el otro—. ¿O es que aquí hay soldados acuartelados?
       —Es el cuerno que tocan —dijo el chófer—. Eso significa que han cazado al zorro.
       —¡Dios del Cielo, no jorobes! —dijo el otro—. Pues a lo mejor mañana mismo nos volvemos a la ciudad.

       Los dos hombres con sus mulas volvieron a atravesar el arrozal y subieron por la loma hacia los pinares.
       —Bueno —dijo el joven—, pues ahora supongo que se dará por contento.
       —¿Eso supones? —dijo el otro. Iba un poco por delante del joven. No volvió la cabeza al decírselo.
       —Lleva tres años persiguiendo a esa zorra —dijo el joven—. Y ahora la ha matado. ¿Cómo no va a darse por satisfecho?
       El de más edad no se volvió a mirarle. Iba encorvado en su mula flaca, astrosa, con las piernas colgando cubiertas por el sobretodo. Hablaba en un tono despectivo, perezoso, irónico.
       —Supongo que hay algo sobre los caballeros que nunca llegarás a saber.
       —Para mí, un zorro es un zorro, nada más —dijo el joven—. Un zorro no se come. Igual hubiera sido envenenarlo y no fatigar tanto a los caballos.
       —Claro —dijo el otro—. Ésa es otra cosa que nunca llegarás a saber de ellos.
       —¿De quiénes?
       —De los caballeros —subieron por la loma hasta la tenue senda de arena—. En fin —dijo el de más edad—. Sean o no caballeros, me da que ése es el único zorro de toda Carolina al que han matado de esa forma. A lo mejor es que así se mata a los zorros allá en el Norte.
       —Pues entonces que me ahorquen si no me alegro de no vivir allá arriba —dijo el joven.
       —Eso digo yo —dijo el otro—. A mí al menos me va bien por aquí desde hace algún tiempo.
       —Pero te diré que al menos una vez me gustaría ver cómo es aquello —dijo el joven.
       —A mí me parece que no —dijo el otro—, si vivir allí es como para que uno se tome tantas molestias sólo por matar a un zorro.
       Subían por la loma entre los pinos, las matas de acebo, los arándanos y los zarzales. De pronto el de más edad detuvo a la mula y extendió la mano hacia atrás.
       —¿Qué? —dijo el joven—. ¿Qué ha sido?
       La pausa apenas fue una pausa; el de más edad siguió su camino, aunque se puso a silbar en un tono claro, vivo, pero no demasiado fuerte, una melodía lúgubre como un himno; más allá de los arbustos que flanqueaban la senda, delante de ellos, les llegó el resoplido de un caballo.
       —¿Quién es? —dijo el joven. El otro no dijo nada. Las dos mulas avanzaban en fila india—. Tiene el cabello suelto —dijo el joven en voz baja—. Parece el sol mismo cuando da en una enramada, en primavera —las mulas avanzaban por la senda de tierra liviana, siseante, las orejas gachas, los dos a horcajadas, con los pies colgando, sin estribos.
       La mujer estaba montada en la yegua, el cabello una nube refulgente, una cascada cobriza al sol, derramado sobre los hombros, con los brazos alzados y las manos afanosas en el cabello. El hombre montaba el caballo pinto a escasa distancia. Estaba encendiendo un cigarrillo. Llegaron las dos mulas, incansables, arrastrando los cascos, la cabeza gacha, las orejas gachas. El joven dedicó a la mujer una mirada a la vez osada y con disimulo; el de más edad no dejó de silbar despacio, no muy fuerte, desafinando; no pareció que los mirase, sino que estaba resuelto a pasar de largo sin dar señal, hasta que el hombre del caballo pinto le dirigió la palabra.
       —Lo han cazado, ¿verdad? —dijo—. Hemos oído el corno.
       —Pues sí —dijo el hombre del sobretodo en un tono seco, arrastrado—. Pues sí, lo han cazado. No le quedaba más remedio que dejarse cazar.
       El joven observó a la mujer, que miraba al de más edad con las manos detenidas un instante en el cabello.
       —¿Cómo es eso? —dijo el hombre del caballo pinto.
       —Lo persiguió con ese caballo negro —dijo el de más edad.
       —¿Quieres decir que lo acosó sin perros?
       —Creo que sí —dijo el otro—. No tenían los perros caballos negros que montar.
       Las dos mulas se habían detenido; el hombre de más edad se puso de frente al hombre del caballo pinto, la cara oculta bajo el sombrero sin forma.
       —Atravesó todo el campo y saltó la represa para esconderse, dejando que él saltara la represa con la idea de volver sobre sus pasos, o eso creo. Creo que los perros no le daban miedo. Creo que los había despistado tantas veces que no le preocupaban. Creo que uno y otro se conocían de sobra después de tantos años, que son tres, tal como conoce usted a su madre o a su esposa quizás, aunque no haya estado usted casado que yo sepa. Da igual: estaba en la represa y él sabía que allí estaba, así que atravesó el campo derecho, como si tuviese vista de halcón y olfato de perro. Y allí estaba el zorro, donde había despistado a los perros. Pero ni tiempo tuvo de pararse a recobrar el resuello, y cuando tuvo que huir de nuevo y saltó la represa cayó en las zarzas, creo yo, y estaba ya cansado y sin fuerzas para salir y echar a correr de nuevo. Y llegó él y saltó la represa, tal como quiso el zorro que hiciera. Sólo que el zorro seguía entre las zarzas, y según saltaba por el aire bajó la mirada y vio al zorro y desmontó nada más caer el caballo, o desmontó cuando el caballo aún saltaba por el aire, y cayó de pie en las zarzas, igual que había hecho el zorro. A lo mejor el zorro se escabulló un poco, no lo sé. Dice que se volvió en redondo y que le saltó a la cara y que lo abatió con los puños y lo pisoteó hasta matarlo. Los perros aún no habían llegado allá. Pero es que a él nunca le hicieron falta —calló y permaneció en silencio unos instantes, desgarbado e inerte a lomos de la mula astrosa, paciente, la cara en sombra bajo el sombrero—. En fin —dijo—, creo que nos vamos. Yo todavía no he tenido tiempo de desayunar. Buenos días tengan ustés —picó los talones contra los flancos de la mula y la otra la siguió. No se volvió a mirarlos.
       Pero el joven sí. Miró al hombre del caballo pinto, el cigarrillo que ardía en su mano, el hilo de humo tenue, sin viento, en el silencio soleado, y a la mujer de la yegua castaña, los brazos alzados y las manos afanosas en el cabello luminoso, como una nube, proyectando, tratando de proyectarse como suelen los jóvenes, hacia esa remota e inaccesible ella, tratando de abarcar el vano e impenetrable instante de división, de desesperación, que al ser joven fue como la ira: ira por la mujer perdida, ira por el hombre en cuya silueta caminaba por la tierra la trágica e ineludible ruina de ella.
       —Estaba llorando —dijo, y se puso a despotricar y a maldecir con rabia, sin motivo, sin objeto.
       —Vamos —dijo el de más edad. No se volvió a mirar—. Digo yo que tendrán más o menos listos los panecillos para el desayuno del cazador cuando lleguemos a la casa.



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