Yasunari Kawabata
(Osaka, 1899 - Kanagawa, 1972)


Sobre pájaros y animales (1933)
(“禽獣”, “kinjū”)
Originalmente publicado en la revista Kaizō, 15 (julio 1933);
Kinjū
(Tokyo: Noda Shobo, mayo 1935)



      Unos trinos de pájaros irrumpieron en su ensoñación.
       Sobre un camión viejo y desvencijado había una jaula que podía haber sido para un criminal del teatro kabuki, aunque era dos o tres veces más grande.
       El taxi del hombre parecía haberse introducido en un cortejo fúnebre. El número «23» estaba pegado al parabrisas del coche que le seguía, junto al rostro del conductor. El hombre miró por la ventanilla. Pasaban por delante de un templo zen, frente al cual una piedra ostentaba la inscripción: «Lugar histórico. La Tumba de Dazai Shundai»
[erudito confuciano (1680-1747)]. En la verja estaba el aviso de que se celebraría un funeral.
       Bajaban una pendiente. Al pie había un cruce con un policía que dirigía el tráfico. Unos treinta coches formaban una hilera ante el cruce, amenazando con un atasco. Contempló la jaula de pájaros que serían soltados durante el funeral. Empezaba a impacientarse.
       —¿Qué hora es? —preguntó a la criada, una niña pequeña sentada con deferencia junto a él, con un cesto de flores cuidadosamente colocado en su falda. No era de esperar que la niña tuviera un reloj.
       —Las siete menos cuarto —contestó en su lugar el conductor—. Este reloj va seis o siete minutos atrasado.
       La puesta de sol brillaba todavía en el cielo de verano. El perfume de las rosas del cesto era fuerte. Del jardín del templo llegaba el perfume opresivo de alguna flor de junio.
       —Vamos con retraso. ¿No puede ir más rápido?
       —No puedo hacer nada hasta que haya pasado al otro carril. ¿Qué ocurre en Hibiya Hall? —probablemente el chófer estaba pensando en aprovechar el viaje de regreso.
       —Un recital de danza.
       —¿Ah, sí? ¿Cuánto tiempo le parece que tardarán en soltar todos esos pájaros?
       —Supongo que trae mala suerte cruzarse en el camino con un funeral.
       Se oyó un fuerte aleteo. El camión se movía.
       —No, trae buena suerte. Dicen que la mejor suerte del mundo —como para dar mayor realce a sus palabras, el chófer se colocó en el carril derecho y pasó rápidamente al cortejo.
       —Es extraño —rió el hombre—. Parece que debería ser al contrario.
       Sin embargo, era de esperar que la gente se hubiera acostumbrado a pensar así.
       Resultaba extraño preocuparse por estas cosas mientras se dirigía al recital de Chikako. Si quería buscar malos presagios, el hecho de haber dejado en casa dos cadáveres sin enterrar era peor suerte que cruzarse con un funeral.

       —Deshazte de esos pájaros cuando volvamos esta noche —dijo, casi escupiendo las palabras—. Aún deben estar en el armario del piso de arriba.
       Hacía ya una semana que habían muerto los dos reyezuelos de corona dorada. No se había tomado la molestia de desprenderse de los cadáveres, dejándolos en la misma jaula dentro del armario al final de la escalera. Él y la criada estaban tan acostumbrados a los cadáveres de pájaros pequeños, que aún no se habían preocupado de tirarlos, pese a que sacaban almohadones de debajo de la jaula cada vez que tenían visitas.
       Junto con ciertas variedades de herrerillo, abadejo y mirlo verde, el reyezuelo de corona dorada es el más pequeño de los pájaros enjaulados. De color aceituna en la parte superior y de un pálido marrón amarillento en la inferior, tiene el cuello amarronado y dos franjas blancas en las alas. Los extremos de las plumas del ala son amarillos. En la coronilla de la cabeza hay un grueso anillo negro rodeando otro amarillo. Cuando las plumas están erizadas, el amarillo destaca como un único crisantemo. En el macho tiene tonalidades de un anaranjado intenso. Los ojos redondos poseen un encanto desenfadado, y hay exuberancia en la costumbre del pájaro de trepar alrededor del techo de la jaula. En conjunto es un pájaro muy atractivo y elegante.
       Como el tendero los había traído por la noche, el hombre colocó inmediatamente la jaula en la oscura cavidad del altar doméstico. Al echarle una mirada un poco más tarde, vio que los pájaros eran muy bellos en el sueño. Cada uno de ellos tenía la cabeza entre las plumas del otro; y los dos eran como un ovillo de algodón, tan juntos que resultaba imposible distinguir el uno del otro. Cercano ya a los cuarenta años, sintió que le invadía un calor juvenil, y permaneció en pie sobre la mesa contemplando largamente el altar.
       «¿No habrá en algún país —se preguntó— una pareja de jóvenes, enamorados por primera vez, durmiendo exactamente así?» Sintió deseos de compartir la escena, pero no llamó a la criada.

       A partir del día siguiente puso los reyezuelos sobre la mesa, para mirarlos mientras comía. Incluso cuando tenía un invitado, se rodeaba de pájaros y animales. Sin escuchar realmente lo que el invitado decía, se ponía en el dedo un poco de comida y se dedicaba a entrenar a un petirrojo; o bien, con un perro shiba sobre la rodilla, solía aplastar piojos.
       —Me gustan los shiba. Tienen algo fatalista. Se los pone uno sobre la rodilla, como ahora, o se les relega a un rincón, y se quedan allí sin moverse durante medio día.
       Y con frecuencia no miraba a su invitado hasta que éste se levantaba para irse.

       En verano tenía carpas y foxinos escarlatas en una pecera de cristal sobre la mesa de la sala.
       —Quizá sea porque me estoy haciendo viejo. Ya no me gusta ver a los hombres. No me gustan los hombres. Me canso al cabo de un minuto. Tiene que ser una mujer, cuando como, cuando viajo.
       —Debería casarse.
       —Eso tampoco me gustaría. Prefiero a las mujeres ordinarias. Lo mejor es saber que es ordinaria y continuar viéndola como si no lo hubiera notado. Las criadas también me gustan de esa clase.
       —¿Y es por eso que tiene animales?
       —Con los animales es diferente. He de tener a mi alrededor algo vivo y dinámico.
       Hablando a medias consigo mismo, se olvidaba del invitado mientras contemplaba las carpas de diversos colores y veía cambiar la luz de sus escamas según sus movimientos, y meditaba en el sutil mundo de luz de esta reducida extensión de agua.

       Cuando el vendedor tenía un pájaro nuevo, se lo traía sin que fuera solicitado. A veces el hombre tenía treinta variedades en su despacho.
       —¿Otro pájaro? —se lamentaba la criada.
       —Tendrías que estar contenta. No es un precio demasiado alto por hacerme feliz cuatro o cinco días.
       —Pero en su rostro hay una expresión solemne y los mira con tanta fijeza…
       —¿Te hace sentir incómoda? ¿Crees que me estoy volviendo loco? ¿Hay demasiado silencio en este lugar?
       Pero para él la vida tenía una frescura joven durante los días que seguían a la llegada de un nuevo pájaro. Sentía en el pájaro las bendiciones del universo. Tal vez fuera un defecto en él, pero no podía sentir nada parecido en un ser humano. Y era más fácil ver las maravillas de la creación en un pájaro en movimiento que en la inmovilidad de conchas y flores. Las pequeñas criaturas, incluso enjauladas, emanaban alegría de vivir.
       Esto era particularmente cierto con la animada pareja de reyezuelos.

       Alrededor de un mes después de su llegada, uno de los pájaros huyó de la jaula mientras les daba de comer. La criada estaba aturdida, y el pájaro voló hasta una alcanforera que había encima del cobertizo. Las hojas de la alcanforera tenían una capa de escarcha matutina. Los dos pájaros, uno en la jaula y el otro fuera, se llamaron mutuamente con voces altas y tensas. El hombre puso la jaula sobre el tejado del cobertizo, y junto a ella un palo untado de liga. Los pájaros se llamaban con desesperación creciente, pero al parecer el prófugo se alejó del lugar hacia el mediodía. La pareja procedía de las montañas de detrás de Nikkô.
       El pájaro abandonado era hembra. Recordando a la pareja dormida, el hombre importunó a su tendero para que le buscase un macho. Hizo la ronda de los vendedores, pero sin suerte. Al final su proveedor le consiguió otra pareja del campo. Él dijo que sólo quería al macho.
       —Han venido como una pareja, y no tendría objeto quedarme uno solo. Le daré a la hembra de balde.
       —Pero ¿se llevarán bien los tres?
       —Probablemente sí. Ponga juntas las jaulas durante cuatro o cinco días y se acostumbrarán a permanecer juntos.
       Pero, como un niño con un juguete nuevo, no pudo esperar. En cuanto el tendero se marchó, puso los dos pájaros nuevos con el antiguo. La conmoción fue peor de lo que esperaba. Los dos pájaros nuevos, rechazando la percha, empezaron a aletear de un lado a otro de la jaula. El pájaro antiguo se mantenía inmóvil en el suelo, mirando con terror a los intrusos. Éstos se llamaban el uno al otro, como un matrimonio ante un desastre repentino. La palpitación de los tres animales asustados era violenta. Metió la jaula en el armario. La pareja se reunió, llamándose mutuamente, y el pájaro desparejado se mantuvo tímidamente solo.
       Esto no convenía. Los separó, pero entonces sintió una gran piedad por la hembra solitaria. La puso con el macho nuevo. El macho llamó a la pareja de quien le habían separado, y no se acercó a la otra; pero con el tiempo llegaron a dormir muy juntos. Cuando volvió a reunir a los tres pájaros al día siguiente por la tarde, la conmoción no fue tanta como la víspera. Los tres se durmieron formando un solo ovillo, dos cabezas, una a cada lado, entre las plumas del tercero. Se acostó con la jaula junto a la almohada.
       Pero cuando se despertó a la mañana siguiente, dos dormían como una cálida bola de algodón. El tercero yacía muerto bajo la percha, con las alas medio extendidas, las patas rígidas y los ojos entreabiertos. Como si no conviniera que los otros vieran el cadáver, lo sacó y, sin decírselo a la criada, lo tiró al cubo de la basura. «Una horrible especie de asesinato», pensó.
       ¿Cuál había muerto?, se preguntó, contemplando la jaula. Contrariamente a lo que hubiera esperado, el superviviente parecía ser la hembra antigua. Su afecto por la antigua era mayor. Tal vez el favoritismo le hizo pensar que era la superviviente. Vivía sin familia, y el favoritismo le molestaba.
       —Si ha de hacer tales distinciones, ¿por qué vive con pájaros y animales? Hay un buen objeto para sustituirles llamado ser humano.
       Se considera que los reyezuelos de corona dorada son débiles y mueren pronto; pero su pareja era muy sana.
       Compró un alcaudón recién nacido a un cazador furtivo, y éste fue el principio: se acercaba la estación en que no podría salir por tener que alimentar a las crías que llegaban de las montañas. Pétalos de wistaria caían sobre el agua cuando sacó el barreño a la veranda para bañar a los pájaros.
       Mientras escuchaba los aleteos contra el agua y limpiaba las jaulas, oyó voces infantiles detrás de la cerca. Parecían estar esperando la muerte de algún pequeño animal. Se encaramó sobre la cerca, pensando que tal vez uno de sus cachorros de terrier se hubiera extraviado fuera del jardín. Era una cría de alondra. Incapaz aún de sostenerse sobre las patas, se tambaleaba sobre el montón de basura. Se le ocurrió la idea de darle amparo.

       —Es de aquella casa —un chico de la escuela primaria señaló una casa verde frente a la cual crecían unas paulonias de aspecto venenoso—. Lo han tirado. Se morirá, ¿verdad?
       —Sí, morirá —dijo fríamente, alejándose de la cerca.
       La familia de la casa verde tenía tres o cuatro alondras.
       Probablemente se habían deshecho de una que no quería cantar. El impulso piadoso le abandonó con rapidez; no tenía objeto quedarse con un pájaro que había sido desechado como si fuera basura.
       Hay pájaros entre cuyas crías es imposible distinguir al macho de la hembra. Los tratantes bajan de las montañas cestas llenas de ellas y se desprenden de las hembras en cuanto pueden reconocerlas. La hembra no canta y no se vende. El amor hacia pájaros y animales se convierte en una búsqueda de los superiores, y de este modo la crueldad echa raíces. Estaba en su naturaleza querer a cualquier animal doméstico en cuanto lo veía, pero sabía por experiencia que este afecto fácil era de hecho una falta de afecto, y que causaba un retraso en el ritmo de su vida. Y por este motivo, por muy hermoso que fuese un animal, por mucho que le encarecieran que se quedase con él, se negaba a quedárselo si había sido criado por otra persona.
       En su soledad, llegó a su arbitraria conclusión: no le gustaba la gente. Maridos y esposas, padres e hijos, hermanos y hermanas: los vínculos no se rompían con facilidad ni siquiera con la persona menos satisfactoria. Había que resignarse a vivir con ellos. Y todo el mundo poseía lo que se llama un ego.
       En cambio, había cierta pureza triste en convertir en juguetes las vidas y costumbres de los animales, y, decidiéndose por una forma ideal, en cruzarlos de una manera artificial y pervertida: existía en ello una innovación divina. Con una sonrisa sarcástica, excusó como símbolos de la tragedia del universo y del hombre a estos amantes de los animales que atormentan animales, buscando siempre una raza más y más pura.

       Una tarde del noviembre pasado fue a verle el dueño de una perrera que parecía una naranja arrugada debido a una afección del riñón o algo por el estilo.
       —Una cosa terrible. Le quité la correa cuando llegamos al parque y la perdí en la niebla durante menos de un minuto, y ya tenía un perro encima. La aparté y la cosí a puntapiés hasta que no pudo levantarse. No comprendo cómo concibió, pero suele ocurrir justamente cuando no se desea.
       —Y usted es considerado un profesional.
       —Sí, no puedo decírselo a nadie, es algo muy embarazoso. Maldita perra. En pocos segundos me hizo perder cuatrocientos o quinientos yenes —sus labios amarillentos temblaban.
       El altivo doberman seguía, escabulléndose, con la cabeza gacha, y miraba con miedo al enfermo renal. La niebla llegaba a grandes oleadas.
       El perro tenía que venderse a través de los buenos oficios del hombre. Sería un descrédito para él, insistió, si, una vez vendido, tenía una camada mixta; pero algún tiempo después, evidentemente corto de dinero, el hombre vendió la perra sin decir nada. Dos o tres días más tarde, el comprador acudió a verle, llevando la perra. Al día siguiente de haberla adquirido había tenido una camada muerta.
       —La criada la oyó gemir y abrió el postigo, y vio a la perra bajo la veranda, comiéndose un cachorro. Estaba sorprendida y un poco asustada y no podía ver bien en la oscuridad. No sabemos cuántos cachorros nacieron, pero ella cree que la perra se comía al último. Llamaron al veterinario inmediatamente, y éste dijo que ningún propietario de perros debe vender una perra preñada. Ésta debió ser montada por un perro callejero y su dueño le había pegado casi hasta matarla. Dijo que no había sido un nacimiento normal y que tal vez la perra ya tuviera la costumbre de comerse a sus cachorros. Tuve que quedarme de nuevo con ella. Todos estamos furiosos. Es algo terrible hacer esto a un animal.
       —Déjeme ver —repuso con aire despreocupado, levantando la perra y tocándole las tetillas—. Ya ha tenido camadas otras veces. Empezó a comerlas porque estaban muertas —habló con indiferencia, aunque él también estaba furioso y apenado.
       Ya habían nacido cachorros cruzados en su casa.

       Ni siquiera en un viaje podía compartir la habitación con un hombre, y le disgustaba que pernoctaran en la casa huéspedes masculinos, y carecía de criado; y aunque el hecho no tenía nada que ver con su actitud hacia los hombres, sólo poseía perras. A menos que un perro fuese realmente superior, no podía pasar como semental. Un perro semejante era caro y tenía que ser anunciado como un actor de cine, y las fluctuaciones en su carrera eran violentas. Uno se veía envuelto en la competencia de negocios importadores, era como un juego de azar. Una vez había ido a una perrera donde le enseñaron un terrier japonés famoso como semental. Descansaba el día entero sobre una colcha en el piso de arriba, y al parecer daba por sentado que cuando lo bajaban era porque había llegado una hembra. Igual que una prostituta bien entrenada. Como el pelo era corto, aún resultaba más conspicuo el órgano excepcionalmente bien desarrollado. Incluso él se apartó con repugnancia.
       Pero el hecho de que no tuviera machos no se debía a su disgusto por tales cuestiones. Su mayor deleite residía en ayudar a nacer y criar cachorros.
       Era un terrier de Boston extraordinario. Se cavaba un camino bajo la cerca, o se abría paso con los dientes a través del bambú. Lo ató una vez cuando estaba en celo, pero la perra había cortado la cuerda y escapado, y los cachorros serían mixtos. Cuando la criada le despertó, saltó de la cama con la expresión profesional de un médico.
       —Trae tijeras y algodón. Y corta la paja —se trataba de la paja que rodeaba el barrilete de sake.
       El jardín tenía una suave frescura cuando era bañado por el sol del invierno incipiente. La perra vacía al sol, con una bolsa parecida a una berenjena que empezase a emerger de su vientre. Hizo un mínimo intento de menear la cola, y le miró con expresión suplicante; y de pronto él sintió algo semejante a una punzada de remordimiento.
       Éste había sido su primer celo, y aún no había alcanzado su pleno desarrollo. La mirada de sus ojos revelaba que no conocía el significado del nacimiento.
       «¿Qué me ocurre? No sé qué es, pero no me gusta. ¿Qué voy a hacer?» La perra parecía tímida y confusa, pero al mismo tiempo ingenua, y dispuesta a encomendárselo todo a él, como rechazando la responsabilidad de su acto.
       Él recordó a la Chikako de diez años atrás. Su rostro, cuando le fue vendida, era como el de la perra.

       —¿Es cierto que se pierde la capacidad de sentir cuando estás en este negocio?
       —Suele ocurrir, pero si encuentras a un hombre que te guste… y no puedes llamarlo negocio cuando tienes dos o tres hombres fijos.
       —Tú me gustas.
       —¿Y ni aun así gozas?
       —No, no es eso.
       —¿Qué es?
       —Cuando me case, ¿se dará cuenta?
       —Sí.
       —¿Cómo he de hacerlo?
       —¿Cómo lo has hecho?
       —¿Cómo fue con tu mujer?
       —Me pregunto cómo fue.
       —Cuéntamelo.
       —No tengo esposa —contempló la cara grave de ella.

       «Me he confundido porque se parecía a ella», dijo para sus adentros mientras llevaba la perra al callejón cubierto de paja.
       El primer cachorro, envuelto en una membrana, nació inmediatamente. La madre no sabía qué hacer con él. El hombre abrió la membrana con las tijeras y cortó el cordón. La segunda membrana era grande, y los dos cachorros, flotando en un turbio líquido verde, parecían muertos. Los envolvió sin tardanza con una hoja de periódico. Nacieron tres más, todos envueltos en una membrana. El séptimo y último se movía dentro de su bolsa, pero parecía arrugado y débil. Le echó una mirada y, sin abrir la membrana, lo envolvió en un periódico.
       —Tíralo en alguna parte. En Occidente seleccionan a los cachorros, matan a los débiles. Así consiguen perros mejores. Nosotros los japoneses sentimentales no sabemos hacerlo. Da a la perra un huevo duro o algo por el estilo.
       Se lavó las manos y volvió a la cama. La fresca dulzura del nacimiento de una nueva vida invadió su ser, y sintió el deseo de salir a pasear. Había olvidado que acababa de matar a un cachorro.

       Una mañana, justo cuando ya abrían los ojos, encontró muerto a uno de los cachorros. Lo puso dentro de su kimono. Cuando salió a dar su paseo matutino, lo tiró. Dos o tres días después murió otro; la madre había removido la paja para hacerse un nido, y los cachorros quedaron enterrados debajo. Aún carecían de fuerza para salir por sus propios medios, y la madre no se molestó en sacarlos, sino que, por el contrario, permaneció sobre la paja bajo la que estaban enterrados. Morirían por la noche de frío y falta de aire. La perra era como una estúpida madre humana que ahogaba a su niño contra su pecho.
       «Ha muerto otro.» Metiéndolo con calma bajo el kimono y silbando a los perros, los llevó de paseo a un parque cercano. El terrier, correteando alegremente, ignorante por completo de haber matado hacía unos momentos a un cachorro, le hizo pensar de nuevo en Chikako.

       A la edad de dieciocho años, Chikako había sido llevada a Harbin por un aventurero colonial, y allí estudió baile durante unos tres años bajo los rusos blancos. Al parecer el aventurero falló en todas sus empresas. Mientras Chikako recorría Manchuria con una orquesta, decidieron regresar a Japón. En cuanto se establecieron en Tokio, Chikako le abandonó y se casó con el acompañante que había estado con ella en Manchuria. Aparecía en escena y daba sus propios recitales.
       Por aquellos días el hombre se contaba entre los que tenían vínculos con el mundo de la música; pero más que comprender la música, lo que hacía era dar dinero todos los meses a cierta revista especializada. Acudía a los conciertos con el fin de intercambiar chismes con sus amistades. Vio bailar a Chikako y se sintió atraído por la salvaje decadencia de su cuerpo. Le fascinaba compararla con la Chikako de seis o siete años atrás. ¿Qué secreto le había comunicado aquella calidad salvaje? Se preguntó por qué no se había casado con ella.
       Pero aquel extraño poder se disolvió a partir del cuarto recital. Corrió al vestidor de ella, y pese al hecho de que Chikako, vistiendo aún sus ropas de bailarina, se estaba quitando el maquillaje, tiró de su manga y la condujo a un oscuro rincón entre bastidores.
       —Suéltame —le apartó la mano del pecho—. Me duele sólo con el tacto.
       —Qué cosa tan estúpida has hecho.
       —Siempre me han gustado los niños. Quería tener uno propio.
       —¿Te propones criarlo? ¿Crees que podrás vivir del baile si cedes a instintos femeninos? ¿Qué harás ahora con un recién nacido? Deberías tener más cuidado.
       —No pude evitarlo.
       —No seas imbécil. ¿Te imaginas que es así de fácil para una artista? ¿Qué dice tu marido?
       —Está muy satisfecho y orgulloso.
       Él emitió un gruñido.
       —Es bueno para mí tener un niño, después de lo que he sido.
       —Será mejor que renuncies al baile.
       —No lo haré.
       Al no estar preparado para afrontar la violencia con que lo dijo, él guardó silencio.
       Chikako no tuvo un segundo hijo. Y poco después dejó de verla con el primero. Posiblemente por aquella razón, su matrimonio empezó a agriarse. Él oyó rumores al respecto. Chikako no pudo ser tan despreocupada como el terrier de Boston.

       De haberlo intentado, podría haber salvado a los cachorros. Sabía muy bien que habría evitado las últimas muertes si después de la primera hubiese cortado la paja más fina o puesto sobre ella un trozo de tela. Pero el último cachorro siguió la suerte de los otros tres. Él no deseaba especialmente que los cachorros murieran; ni tampoco mantenerlos vivos. Su indiferencia se debía al hecho de que eran mixtos.
       A veces se le acercaba un perro por la calle. Le hablaba hasta que llegaba a su casa, le alimentaba y le daba un lugar para dormir. Le gustaba que un perro intuyese calor en él. Pero cuando empezó a tener perros propios, dejó de interesarse por los que no eran de raza pura. «Lo mismo debería hacerse con los seres humanos», se dijo a sí mismo, despreciando a las familias del mundo y escarneciendo al mismo tiempo su propia soledad.
       Esto le había ocurrido con la alondra. Los sentimientos de piedad con que consideró la idea de acogerla se desvanecieron enseguida. Diciéndose que no tenía objeto salvar un poco de basura, había dejado que los niños la torturasen hasta la muerte.
       Pero el momento que perdió mirando a la alondra alargó excesivamente el baño de los reyezuelos.
       Consternado, sacó la jaula del agua. Ambos pájaros yacían en el suelo como trapos mojados. Cuando los sostuvo en la mano, sus patas se crisparon.

       —Bien. Aún están vivos.
       Agarraba en cada mano un cuerpo diminuto, frío hasta la médula, y con los ojos cerrados, como si estuviera más allá de toda salvación. Los calentó sobre el brasero, añadió carbón e hizo que la criada lo aventara. De las plumas salía vapor. Los pájaros se movían con sacudidas espasmódicas. Pensó que la impresión del calor podía darles fuerza para luchar contra la muerte, pero él mismo no podía soportar tanto calor. Extendió una toalla sobre el suelo de la jaula, metió en ella los pájaros y la sostuvo sobre las ascuas. La toalla quedó chamuscada. Aunque uno de los pájaros batiera las alas de vez en cuando y diera media vuelta como atenazado por un muelle, no podían levantarse y aún tenían los ojos cerrados. Las plumas estaban secas; pero cuando la apartó del fuego no dieron ninguna señal de volver a la vida. La criada fue a la casa donde tenían alondras y allí le dijeron que los pájaros enfermos debían tomar té amargo y ser envueltos en algodón. Después de envolverlos en algodón hidrófilo, los tomó en las manos y metió sus picos en té. Bebieron. Cuando les ofreció comida, alargaron los cuellos para alcanzarla.
       —Han vuelto a la vida.
       Era una especie muy pura de felicidad. Vio que había pasado cuatro horas salvando a los pájaros.
       Pero se caían cada vez que intentaban posarse en la percha. Parecía que sus patas no podían abrirse. Las mantenían muy cerradas, eran duras y rígidas como si fueran a quebrarse como pequeñas ramas secas.
       —¿No cree que los ha chamuscado, señor? —dijo la criada.
       Las patas eran de un color seco y amarronado. Era cierto que los había chamuscado, pero este hecho sólo aumentó su desazón.
       —¿Cómo puedo haberlos quemado si los tenía en las manos y sobre la toalla? Ve a preguntar al hombre de la tienda qué debo hacer si mañana no han mejorado.
       Cerró con llave la puerta de su despacho y calentó las patas en su boca. El tacto en la lengua casi le hizo saltar las lágrimas. Al cabo de un rato el sudor de su mano logró calentar las plumas. Empapadas de su calor, las patas ya eran más flexibles. Estiró cuidadosamente un dedo, que parecía a punto de romperse, y lo enroscó en su meñique. Entonces volvió a meterse la pata en la boca. Quitó la percha y trasladó la comida a un platito hondo, que puso en el suelo de la jaula; pero los pájaros aún tenían dificultades para comer y ponerse en pie.

       —El pajarero dice que probablemente los ha chamuscado —dijo la criada cuando volvió de la tienda—. Dice que debería calentar las patas en té. Pero que normalmente picotean sus patas hasta que están curadas.
       Era cierto. Los pájaros picoteaban y tiraban de sus propias patas con el vigor de un pájaro carpintero, como diciendo: «¿Qué pasa, pies? Despertaos, pies.» Y con gran determinación trataban de levantarse: Él quería animar esas ansias de vida en las pequeñas criaturas. Parecían encontrar enormemente extraño que una parte de ellos no funcionara.
       Empapó las patas en té, pero su boca parecía más efectiva.
       Antes los pájaros eran salvajes, y cuando tomaba uno en la mano había un latido violento en su pecho; pero un día o dos después del accidente se acostumbraron por completo a él, incluso, trinando alegremente, aceptaban el alimento mientras los sostenía en la mano. El cambio incrementó su afecto hacia ellos.
       Pero sus cuidados no parecían producir mucho efecto, y empezó a descuidarlos; y a la sexta mañana, con sus patas cerradas cubiertas de excrementos, los dos reyezuelos aparecieron muertos, uno junto al otro.
       Hay algo particularmente frágil y efímero en la muerte de un pajarillo. Casi siempre los cadáveres se encuentran por la mañana, del modo más inesperado.
       El primer pájaro que murió en su casa había sido un pardillo. Por la noche una rata arrancó las colas de una de los pardillos, y la jaula estaba salpicada de sangre. El macho murió al día siguiente, pero la hembra, con la parte trasera roja como un babuino, vivió durante mucho tiempo. Los machos que venían a ser su pareja murieron uno tras otro. Al final la hembra murió de vejez.
       —Los pardillos no se adaptan aquí.
       Nunca le habían gustado tales pájaros, que parecían más apropiados para el gusto de una colegiala. Prefería, por su austeridad, los pájaros que tomaban pasta a la manera japonesa a los pájaros que comían granos según el estilo occidental. Entre los pájaros cantores, le disgustaban los canarios, los cerrojillos y las alondras, pájaros de trinos brillantes y espectaculares. No obstante, había tenido pardillos, pero sólo porque el tendero se los había regalado. Cuando uno moría, se limitaba a reemplazarlo.
       Con los perros tampoco quería quedarse sin un ejemplar de la raza que había tenido, un collie, por ejemplo. Un hombre se siente atraído hacia una mujer parecida a su madre, ama a una mujer que se parezca a su primera novia y desea casarse con una mujer que sea como su difunta esposa. ¿Acaso no es lo mismo con los pájaros y animales? Vivía con ellos porque quería saborear a solas una clase de arrogancia más independiente; y dejó de tener pardillos.
       El siguiente en morir fue un aguzanieves. El verde amarillento del abdomen hacia la cola, el amarillo del abdomen y el pecho, y todavía más las líneas suaves y sencillas, le recordaban un delicado bosquecillo de bambúes. Especialmente manso, picoteaba con gusto la comida si se la ofrecía con el dedo, incluso cuando no estaba hambriento, levantando las alas incesante y alegremente y gorjeando de la manera más agradable y como picaba con travesura las pecas de su rostro, le dejó salir de la jaula. El resultado fue que murió de un atracón de migas o algo parecido. Pensó en adquirir otro, pero renunció a la idea y puso un petirrojo Ryûkyû, nuevo para él, en la jaula vacía.
       La nostalgia de los reyezuelos no le abandonaba, tal vez porque su negligencia había sido la causa del baño demasiado prolongado y la quemadura de las patas. El tendero le llevó inmediatamente otra pareja. Esta vez no se apartó del barreño; y volvió a ocurrir lo mismo.
       Sus ojos estaban cerrados y sus cuerpos temblaban cuando sacó la jaula del agua; pero, capaces todavía de mantenerse en pie, se encontraban en un estado considerablemente mejor que los pardillos. Tendría cuidado en no chamuscarles las patas.
       —He vuelto a hacerlo. Enciende el carbón —dijo con voz tenue, algo avergonzado.
       —¿Y si los dejáramos morir, señor?
       Fue como si un sobresalto le despertara de un adormecimiento.
       —Pero ya te acuerdas de la última vez. Puedo salvarles con toda facilidad.
       —Puede que los salve, pero no por mucho tiempo. Ya lo pensé la otra vez, con las patas de aquel modo. Hubiera sido mejor dejarles morir enseguida.
       —Pero puedo salvarlos, si quiero.
       —Sería mejor dejarles morir.
       —¿Ah, sí?
       Sintió una repentina pérdida de fuerzas, como si fuera a desmayarse. Subió a su despacho y, después de colocar la jaula al sol, ante la ventana, contempló morir a los reyezuelos con mirada ausente.
       Rezaba para que la luz del sol los salvara. Estaba extrañamente triste. Era como si su propia vileza estuviera allí expuesta ante su vista. Se sentía incapaz de intentar salvarlos, como hiciera con los otros.
       Cuando por fin murieron, sacó de la jaula los dos cuerpos húmedos. Los tuvo un rato en la mano, y entonces los volvió a meter en la jaula y guardó ésta en el armario.
       Bajó la escalera.
       —Han muerto —dijo con indiferencia a la criada.
       Los reyezuelos de corona dorada, pequeños y débiles, no tardaron en morir. Sin embargo, otros pájaros pequeños, como los paros y los abadejos, se criaban bien en su casa. Llamaba destino al hecho de haber matado dos parejas en el baño, como si un pardillo, por ejemplo, tuviera dificultades en vivir en una casa donde había muerto otro pardillo.
       —Esto es el fin entre los reyezuelos y yo —dijo, riendo. Se acostó en el comedor y dejó que los cachorros le tirasen del pelo. Después, seleccionando una lechuza entre las dieciséis o diecisiete jaulas, se la llevó a su despacho.
       Cuando le veía, la lechuza abría mucho los ojos y demostraba su ira. Meneando de un lado a otro la cabeza medio escondida, hacía rechinar el pico y silbaba. No quería comer nada cuando él la estaba mirando. Si le ofrecía un poco de carne, se la arrebataba furiosamente y la dejaba colgando de su pico. Habían pasado una noche entera enfrentando sus voluntades. La lechuza se negaba a mirar el alimento mientras él estuviera presente. Permanecía inmóvil. Pero sintió hambre cuando la aurora apareció en el cielo. Él la oyó deslizándose por la percha en dirección a la comida. Si se volvía hacia ella, la cabeza se erguía, con los cuernos hacia atrás y los ojos semicerrados, y la expresión era tal que obligaba a uno a preguntarse si podía existir en el mundo tanta maldad y semejante astucia; y, silbando venenosamente, fingía que no había ocurrido nada. Entonces él desviaba su mirada, y de nuevo oía el rumor de las patas. Si sus miradas se cruzaban, la lechuza volvía a retirarse. Poco después el alcaudón anunció ruidosamente la felicidad de la mañana.
       Lejos de enojarse con la lechuza, encontraba en ella un gran consuelo.
       —He buscado mucho una criada semejante.
       —Muy modesto por su parte.
       Desvió la vista, frunciendo el ceño.
       —Kiki, kiki —llamó al alcaudón, que estaba junto a ellos.
       —Kikikikikikiki —replicó el alcaudón, con una estridencia en la voz como para hacer huir a cualquiera. Aunque de costumbres violentas, como la lechuza, le gustaba comer de su mano, y se encariñó con él como una niña mimada. Emitía un grito cuando él tosía, o cuando oía sus pasos acercándose a la casa. Si le dejaba salir de la jaula, volaba hasta su rodilla o su hombro y agitaba alegremente las alas.
       Lo tenía junto a su almohada como sustituto de un despertador. Bajo la luz matutina gritaba de un modo seductor cuando él daba media vuelta, movía un brazo o colocaba bien la almohada. Incluso solía contestar cuando él tragaba. Y cuando se disponía a despertarle ruidosamente, su voz era clara como un rayo atravesando la mañana de la vida. Después de recibir varias veces contestación a su llamada y de que él se hubiera despertado por completo, se ponía a gorjear suavemente, imitando a todos los demás pájaros.
       El alcaudón era el primero en hacerle sentir la felicidad de un nuevo día, y más tarde se le unían otros trinos.
       Todavía en camisón, ponía algo de comida en su dedo, y el hambriento alcaudón la picoteaba con violencia. Él tomaba la violencia como una señal de afecto.
       Raramente pasaba una noche fuera de casa. Si estaba ausente una sola noche, soñaba con sus pájaros y animales y se mantenía despierto. Como sus costumbres eran tan fijas, a veces se aburría y daba media vuelta cuando iba sólo a comprar o visitar a un amigo. Si no disponía de otra compañía femenina, llevaba consigo a la criada.

       Ahora, dirigiéndose al baile de Chikako, no podía dar media vuelta. Se había tomado la molestia de traer a la muchacha y el cesto de flores.
       El recital de esta noche estaba patrocinado por un periódico. Era una especie de competición entre catorce o quince bailarinas.
       Hacía dos años que no la veía bailar. Su danza había degenerado tanto que se vio obligado a desviar la vista. Lo único que quedaba de su fuerza salvaje era una coquetería vulgar. El estilo se había deshecho junto con el deterioro de su cuerpo.
       Adoptó las excusas, pese a las opiniones del conductor, de que traía mala suerte haberse cruzado con un funeral, y que asimismo traía mala suerte tener en casa pájaros muertos, y envió a la muchacha al camerino con las flores.
       Chikako contestó con el mensaje de que necesitaba hablar con él. Después de verla bailar, le disgustaba la perspectiva de sostener una larga conversación con ella. Aprovechó el entreacto para ir al camerino. De pronto se detuvo y se ocultó detrás de la puerta.
       Un hombre joven estaba maquillando a Chikako.
       En el rostro blanco e inmóvil, totalmente entregado al hombre, los ojos estaban cerrados, el mentón algo levantado; los labios, las cejas y las pestañas aún no habían sido pintados. Era el rostro de una muñeca sin vida, un rostro muerto.

       Hacía menos de diez años que había pensado en suicidarse con Chikako. No tenía ninguna razón especial. Él solía decir que quería morirse. La idea no era más que una espuma flotando en la vida solitaria que llevaba con sus animales; y decidió que Chikako, que se entregaba ausentemente a otros como pidiendo que alguien le diera la esperanza, que apenas estaba viva, sería una buena compañera. Chikako, con la expresión de siempre en el rostro, como si no conociera el significado de lo que hacía, asintió puerilmente. Sólo puso una condición.
       —Dicen que pataleas contra la falda. Átame muy fuerte las piernas.
       Al atar sus piernas con un cordel fino, se sorprendió de nuevo ante su belleza.
       Pensó: «Dirán que he muerto con una mujer hermosa.»
       Yacía de espaldas a él, con los ojos tranquilamente cerrados y la cabeza hacia arriba. Entonces juntó las manos para rezar. Él sintió, como un relámpago, el placer de la vaciedad.
       —No vamos a morir.
       No había sido su intención, naturalmente, matar y morir. Ignoraba si Chikako había accedido con seriedad. Su rostro no revelaba nada. Era una tarde de mediados de verano.
       Cogido completamente por sorpresa, él no volvió a hablar ni a pensar en el suicidio. En el fondo de su corazón sabía que ocurriera lo que ocurriese, debía conservar a esta mujer.

       El rostro de Chikako entregado a este joven le hizo pensar en su rostro cuando yacía con las manos juntas. Sus pensamientos desde que subiera al taxi se habían concentrado en este mismo rostro. Siempre que pensaba en Chikako, incluso por la noche, la veía envuelta en la luz cegadora de pleno verano.
       «Pero ¿por qué me he deslizado detrás de la puerta?», dijo para sus adentros mientras volvía al vestíbulo. Un hombre le saludó cordialmente. ¿Quién podía ser? Quienquiera que fuese, parecía muy excitado.
       —Es muy buena. Uno se da cuenta de lo buena que es cuando destaca entre las demás.
       Le recordó. Se trataba del acompañante con quien Chikako se había casado.
       —¿Y cómo van las cosas?
       —He pensado que debía venir y saludarla. De hecho, nos divorciamos a fines del año pasado. Pero su baile destaca en verdad. Es muy buena.
       Confundido, se dijo a sí mismo que debía pensar en algo dulce. Cierto pasaje le pasó por la mente.
       Poseía los escritos de una muchacha que había muerto a los quince años. Su mayor placer estos días residía en los escritos de chicos y chicas jóvenes. Al parecer la madre había maquillado su rostro muerto. Después de lo escrito en el diario el día de la muerte de la muchacha, la madre escribió:
       «Maquillada por primera vez: como una novia.»




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